cover.jpg

img18.jpg

img1.png

A mis padres y hermanos,

 a la niña Clarita, en recuerdo de mi

maestro, J. M. Restrepo-Millán,

con todo mi corazón.

Preámbulo

He escogido la literatura para vivir en espacio y tiempo, transcurrir días y noches, rodeado de cuanto –con mis amigos y yo–  logremos extraer la alegría de la atmósfera que nos proteja. He escogido el arte como ceba de mis actividades, porque el arte es fiel y único merecedor de sacrificio.

La tecnología se ha apropiado del ambiente en donde otrora reinaba la amistad. De esta no se debe olvidar su cultivo y protección.

El libro es un ser vivo. Engendrado, parido se desarrolla. Se lanza a cumplir su destino. Robustece. Desafía tempestades. Canta. Amamanta la inteligencia. Sufre y se aterra. Reflorece la alegría milenaria bordada de semillas. Desafía casi las leyes de la dialéctica como nacer y morir. El libro trae y lleva las semillas. Es inmortal. Es un amigo fiel. Exige un campo sideral para la amistad. Cuanto más se nutre, más ingiere energía, lo que lo convierte en estrella negra, la que no se extingue sino que es eterna.

La selva y la lluvia vio la luz por primera vez en Moscú, Unión Soviética, en 1958. El libro se agotó pero cultivó un raro silencio y aún debe andar rodando por doquier. La selva y la lluvia no entró a Colombia.

Alguien comentó haberlo visto en los anaqueles de la Biblioteca Central en Washington. Lo busqué allí y no lo encontré. La edición actual se hizo según el texto exacto de la Editorial Progreso que está en la Biblioteca Nacional de Bogotá, últimamente se halla un ejemplar perteneciente al Fondo Germán Arciniegas y uno en la Biblioteca Luis Ángel Arango.

Un encuentro fortuito me puso en contacto con Intermedio Editores. Así que la novela surge de nuevo del «mundanal ruido» engalanada para sus lectores.

¡Salud compañeros de la Editorial Progreso!

¡Mis parabienes destinados al personal y dirección de la Intermedio Editores!

 

ARNOLDO PALACIOS

La selva y la lluvia

Fundada en 1931, la Editorial Progreso, de Moscú, se estableció para publicar «en idiomas extranjeros», es decir, diferentes al ruso, obras de autores soviéticos o de escritores progresistas, aunque no fueran soviéticos ni estuvieran adscritos a la ideología comunista. Los libros de Editorial Progreso abarcan todos los temas: política, ensayo, narrativa, historia, ciencias, etcétera. En español se editaron más de dos mil títulos entre 1931 y 1986. El único escritor colombiano que figura en ellos es Arnoldo Palacios, con su novela La selva y la lluvia (1958).

Después de publicada su impactante novela anterior, Las estrellas son negras (1949), por la editorial bogotana Iqueima, de Clemente Airó, Arnoldo Palacios se fue a Europa con una beca para estudiar idiomas en París, y otra novela que le bullía en la cabeza, al calor de las recientes llamaradas del 9 de abril de 1948. Ese día proceloso, entre los incendios producidos por la revuelta popular, se quemaron los originales y las copias de Las estrellas son negras, que el joven Palacios, entonces de veinticuatro años, tenía recién terminada. La reconstruyó en tres semanas, se la entregó al editor Airó y retornó a Quibdó. Al cabo de seis meses, de vuelta en Bogotá, se encontró con que las Estrellas estaban ya en blanco y negro. Apenas faltaba la carátula. De pintarla y diseñarla se encargó Alipio Jaramillo, famoso dibujante de la época, hoy refundido en el archivo inescrutable de la desmemoria nacional.

Dentro de la tonta manía de las clasificaciones, a Las estrellas son negras han querido catalogarla de «novela testimonio». La novela testimonio no existe como género. Todas las novelas son testimonio de algo. Ni tampoco existen –sino como etiquetas–  la novela histórica, la novela psicológica, la novela urbana, la novela política, la novela social, la novela negra (o policiaca), ni la novela de aventuras. La novela no tiene apellidos, o no debería tenerlos. Es un universo en el que todos los sucesos de la vida fluyen y discurren a través de las pasiones humanas y del escenario en que se desenvuelven. Si un novelista pretende que su novela gire sobre determinado tema, con seguridad terminará haciendo un tratado excelente al respecto (la política, la violencia, la historia, el problema de los indígenas o de las negritudes, el drama de los desplazados o el auge de la corrupción), pero jamás logrará escribir una novela.

Muchos creen, sobre todo los que no las han leído, que las dos publicadas de Arnoldo Palacios son novelas de negros, o de negritudes, o que se ocupan nada más de la vida en el Chocó. El propio Arnoldo Palacios ha rechazado esa estrecha interpretación de su narrativa: «Porque lo fundamental es el hombre. Que se trate de paisaje, o que se trate de lo que se llame urbano: lo fundamental es el hombre, y donde esté el hombre ahí está lo esencial. Lo demás son, quizás, disquisiciones que tienen su valor, pero que no son lo esencial. Lo esencial es el hombre, y yo quise y he querido siempre hablar sobre el hombre, sus problemas, sus sueños, su vida íntima, su fuerza, su vigor, su esperanza, sus luchas, porque creo, también, que el escritor debe estar comprometido con todo lo que atañe a cuanto lo rodea, especialmente como hombre»{1}.

Una novela como La selva y la lluvia mal podía, en la década de los cincuenta, encontrar editor en Colombia. Eran los días en que la violencia política desatada por un grupo de falangistas que se hicieron del poder, nos había llevado a la guerra civil, y la guerra civil al gobierno militar, del que se agarró el país para salvarse de la violencia como puede asirse de un espino alguien que está a punto de rodar por el abismo. En los Estados Unidos, y en el resto de Occidente, reinaban el macartismo y la cacería de brujas, mientras que la guerra fría enfrentaba los dos mundos surgidos de la Primera Guerra Mundial (1914-1918). El comunista, liderado por la Unión Soviética, y el capitalista representado por los Estados Unidos. En esas circunstancias, ser prosoviético en un país de la órbita capitalista era tan azaroso como ser procapitalista en un país de la órbita comunista. Occidente (Estados Unidos y sus aliados) criticaba con feroz ironía al Oriente (Unión Soviética y sus aliados) por su sistema opresor que había aplastado las libertades ciudadanas bajo el peso de la dictadura del proletariado, que no admitía la menor disidencia; pero en los Estados Unidos, campeón de la democracia y máximo defensor de las libertades civiles, se perseguía con saña a todo aquel que se atreviera a disentir de los dictados de Washington y se creó una tenebrosa comisión de actividades antiamericanas, ideada por el senador Joseph McCarthy, que desató la cacería de brujas contra los intelectuales y contra todo aquel que se atreviera a pensar por su cuenta, lo cual se consideraba una conspiración antiamericana. Esa cacería de brujas se hizo extensiva, como es natural, a las naciones de la órbita estadounidense. Incluso los escritores de pensamiento progresista e imparcial, eran sospechosos de proclividad hacia el comunismo y en consecuencia criminalizados por las autoridades defensoras de las libertades ciudadanas.

Arnoldo Palacios llegó a París a finales de 1949 y al poco tiempo se afilió por Colombia (de motu propio, no por encargo oficial) en el Consejo Mundial por la Paz entre los Pueblos, cuyo primer congreso se había celebrado en Oslo en 1949. El Consejo, presidido por Jean Frédéric Joliot-Curie, estaba integrado por intelectuales progresistas, o de izquierda, y contaba con las simpatías de la Unión Soviética y las antipatías de los Estados Unidos. El segundo congreso debería reunirse en Inglaterra, en el último trimestre de 1950. A la mayoría de los delegados, entre ellos Arnoldo Palacios, se les advirtió que la visa les sería negada. Por sugerencia de la dirección del Consejo Mundial por la Paz decidieron solicitarla de todos modos, con el objeto de dejar constancia de que el Reino Unido había negado las visas para los delegados al Segundo Congreso Mundial por la Paz.

De retornó en París, Palacios recibió otra buena noticia. El gobierno colombiano le había cancelado la beca. De pronto el escritor chocoano se encontró en la Ciudad Luz a solas con su poliomielitis y sin recursos. Sobrevivió como pudo, con la ayuda generosa de sus amigos, con trabajos esporádicos, y en esos años escribió La selva y la lluvia. Por supuesto no encontró eco en Colombia para publicarla, ni en ninguno de los países occidentales, no sólo por estar fichado como un peligroso agente del comunismo internacional, sino por que la novela en sí traía material bastante inflamable.

Con la misma resolución que no lo dejó abatirse por el incendio de los originales de Las estrellas son negras en 1948, se echó bajo el brazo el manuscrito de La selva y la lluvia y se montó en un tren hacia Varsovia, en los últimos días de 1957, esperanzado en que conseguiría en la embajada soviética una visa para seguir a Moscú. Dos o tres días después de bajarse del tren en Varsovia, le dieron la cita con el embajador soviético. Para sorpresa de Palacios, el alto diplomático le presentó excusas por no haberlo recibido antes, le agradeció sus deseos de visitar la Unión Soviética, y le extendió de inmediato la visa, con indicaciones precisas de a quien debería presentar sus originales en la Editorial Progreso, de Moscú, donde una editora le recibió el manuscrito y le prometió que en tres meses la daría una razón.

La selva y la lluvia se publicó en septiembre de 1958. En aquella época Colombia no tenía relaciones con la Unión Soviética (rotas el 12 de abril de 1948 a raíz de los sucesos del 9), pero muchos de los títulos de Editorial Progreso los vendía en Bogotá la Librería Mundial, de Jorge Enrique Gaitán. Sin embargo, no parece que se hubiesen recibido en Bogotá ejemplares de la nueva novela de Arnoldo Palacios. Desde entonces hasta hoy no es posible conseguirla. No fue reseñada por la prensa y pasó inadvertida para los lectores colombianos. En Europa fue devorada por el público lector de español y se le hicieron varias reimpresiones. En mayo de 1959, Palacios le obsequió en Varsovia un ejemplar autografiado al escritor Germán Arciniegas, su compatriota. Si este famoso intelectual no hubiese donado en 1985 su biblioteca personal a la Biblioteca Nacional de Colombia, tampoco sería posible hoy localizar en ella un ejemplar{2}. Una fotocopia de ese ejemplar se ha utilizado para componer la presente edición que, por lo visto, resulta ser una novedad auténtica.

img2.png

Sería una torpeza tratar de establecer comparaciones entre las dos novelas de Arnoldo Palacios. Así se muevan en escenarios similares, trajinen con personajes parecidos, paisajes iguales y protagonistas semejantes, son por completo distintas la una de la otra, y en lo único que podemos asimilarlas es en que ambas constituyen obras maestras. La revista Semana, en la importante selección que hizo en 1999 de los «Cien libros colombianos del siglo xx», entre las veinte mejores novelas incluyó Las Estrellas son negras. Es obvio que los expertos que hicieron la selección desconocían La selva y la lluvia. De otro modo la hubiesen escogido también. La selva y la lluvia es en todo y por todo superior, por ejemplo, al bodrio gramatical y narrativo de Lorenzo Marroquín y José María Rivas Groot, Pax. En el mismo defecto de la selección de Semana incurre la de «Cien novelas colombianas del siglo xx» efectuada por la revista Credencial Historia (2007).

Para hablar de La selva y la lluvia, no tomaré en ningún momento como referencia Las estrellas son negras. Cada una de las novelas de Arnoldo Palacios exige un análisis por separado y específico.

Leyendo La selva y la lluvia me han venido a menudo analogías insospechadas con León Tolstoi. Insospechadas y explicables. No es que exista parecido visible entre el gran novelista ruso y el gran novelista colombiano. León Tolstoi era rico, no tenía poliomielitis y escribía en la tranquilidad beatífica de Yásnaia Poliana. Arnoldo Palacios no es rico, tiene poliomielitis y escribe en la intranquilidad de donde se encuentre. No obstante, advierto en ellos dos puntos sutiles de contacto. El primero, la destreza narrativa, que les permite atrapar al lector desde la primera línea y mantenerlo sumergido en el relato hasta el final. El segundo, la preocupación por el ser humano, el hombre y la mujer, que son siempre la sustancia primordial de sus novelas. En Tolstoi no respiran mujiks, ni aristócratas, sino personas que, mujiks o aristócratas, están identificadas por el sufrimiento, o por la felicidad, agobiadas por las preocupaciones, animadas por las pasiones o abrumadas por la desilusión. En Palacios no hay negros, ni blancos, sino personas que, negras o blancas, sufren y luchan por vencer un medio adverso, y aman, y se retuercen en grandes pasiones o se ahogan en pequeños conflictos. Tanto Tolstoi como Palacios le dan enorme importancia al ambiente que rodea a sus personajes. Los paisajes, los ríos caudalosos, las ciudades sórdidas, el dinero.

Las cosas más complejas se descifran mediante mecanismos muy simples. La destreza narrativa es uno de esos mecanismos que, simplemente, va conduciendo al lector por senderos intrincados, y haciéndole entender cómo transcurren los sucesos de la vida. La selva y la lluvia, con el poder descriptivo del autor, recorre desde los días de la República Liberal (1930-1946) hasta los meses que siguen al 9 de abril de 1948. Palacios no necesita abundar en detalles. Con pocas pinceladas, y un uso adecuado de los vocablos, muestra las situaciones internas y externas y desnuda el alma de sus personajes. Vino a Bogotá en 1942, a los dieciocho años, y describe la capital y a sus habitantes, los de los barrios pobres y los de los barrios ricos, como si hubiera vivido aquí durante siglos. Pinta el ambiente bogotano de los meses inmediatamente anteriores a abril del 48 con la fidelidad de una película documental que recoge detalles y aspectos que el ojo común no capta, y sin los cuales es imposible entender qué sucedía en esos momentos y por qué la ciudad transitaba un camino fatal hacia la tragedia inmensa. Los brotes de violencia, de la incipiente guerra santa contra «el basilisco liberal-comunista» desatada desde los púlpitos por los curas falangistas, golpeaban zonas del país remotas de la capital. En Bogotá no se sentía el drama sino por los titulares de la prensa liberal o por los discursos de Gaitán en demanda de garantías. Todos estaban pendientes del magno suceso que constituirá la IX Conferencia Panamericana, y se festeja la llegada de las delegaciones y la inauguración de las obras públicas fastuosas que se han emprendido para adecuar la Atenas suramericana al honor insigne que se le ha concedido. Si la situación política entre liberales y conservadores es de máxima tensión, nadie sospecha lo que habrá de ocurrir ocho días después de inaugurada la Conferencia. Arnoldo Palacios lleva la secuencia con una naturalidad pasmosa. En el café están reunidos los contertulios de siempre, a quienes les sirve tinto y con quienes comparte la charla Aminta, la llanera indómita que ha dejado su tierra para venir a Bogotá en busca de perspectivas mejores. Se comenta lo de siempre, se habla de la persecución cada día más acentuada del gobierno contra los liberales, como veinte años atrás se hablaba de la persecución del gobierno liberal contra los conservadores; se comenta la huelga de los tranviarios y las medidas que el gobierno anuncia para mantener el orden y proteger los intereses de los ricos. De pronto se oyen gritos extraños en la calle, voces angustiadas. Los del café se asoman a ver que ocurre. «¡Mataron a Gaitán!». Sin que nadie los incite, todos corren a buscar un arma, movidos por un impulso interior incontrolable. Palacios concentra el horror de ese día en tres escenas estremecedoras. En la primera, la caída de Aminta, que ha empuñado un fusil para unirse a los amotinados.

Las balas silbaban, cual un gemido extraño en el viento. A diez metros, en la mitad de la calle yacía un hombre, doblado, incómodo como un borracho dormido. Fue la primera vez que Aminta vio a un hombre muerto, así, en la calle. Protegidos por pequeños surcos de arena y los escasos matorrales de la esquina del Parque de la Independencia, abrieron fuego también. Al comienzo Luis Aníbal casi disparaba a ciegas; decían en el Chocó que el olor de la pólvora daba ánimo. Estaban en una encrucijada: al lado se encontraba el Ministerio de Guerra, con fuerzas armadas hasta los dientes; en la cima, a la espalda, una división de la Policía Nacional; no se sabía con quién esta división estaba. Pareció llegar un instante de calma. Atravesaron la carrera Trece. Avanzaron rápido para penetrar por la primera puerta abierta. Tuvieron que echarse a tierra; del fondo de la calle Veintiséis con la avenida Caracas las balas soplaban como una cuchilla afilada. Los tranvías se habían quedado anclados en medio de la calle mortecina y con la lluvia recia de ahora parecían casitas de una aldea abandonadas. El estudiante de medicina sintió un golpe áspero, misterioso, en su cráneo; quiso incorporarse pero nadie supo si se incorporó o no; quiso decir algo, pero ni él mismo supo si la palabra se articuló en su boca. Contra la pared chisporroteaba el plomo y los vidrios de las ventanas se desplomaban cual la inmensa vajilla que se le zafó de la mano al ladrón en la noche. El grupo avanzó a la orden de nuestro agente. Todo sucedía tan violentamente rápido y difícil, que a nadie se le ocurría perder un segundo para mirar atrás. La sangre del estudiante corría a raudales sobre la acera, vaciándose en la cuneta de la calle, donde la lavaba la lluvia. Ahora veían a los soldados que disparaban; los insurrectos comenzaron a disparar también al objetivo. Aminta no podía comprender cómo en un momento hubiese ya tanto muerto en la calle. Luis Aníbal ya no pensaba sino en accionar su fusil. Quizá otros ya se habrían apoderado de Palacio. A unos metros de la Radio Nacional garrotes, piedras, tinteros, balas; los estudiantes defendían su fortaleza al máximun de la medida de sus fuerzas. Hasta ahora había existido en el país un cierto respeto hacia las mujeres. Frente a las madres, la mano que golpea se había detenido aun cuando un instante, reflexiva. Aminta se arrojó exponiendo su pecho delante del pelotón de soldados que iba a hacer la descarga, a mansalva, contra un grupo, estudiantes la mayoría. A la entrada dormían ya algunos cuerpos exangües, empapados de lluvia y de lágrimas. Aminta no supo que más ocurrió. De espaldas, el busto sano, erguido, apoyado en el codo izquierdo, como quien va a levantarse, quedó.

En la segunda escena, la salida de la madre de Julio Matiz, un mecánico latonero de la empresa de buses, que promueve el apoyo de los choferes de bus a la huelga de los tranviarios.

De rodillas la madre de Matiz le rogaba a los santos que le trajeran rápido a su hijo. Y de súbito, como si le hubiese fallado la confianza en Dios, irguióse para salir a buscarlo. «¡Ah, cuando te encuentre te daré una muenda como cuando estabas mocoso! Si, señor, en el primer tumulto, seguro, allí estará el Matiz... ¡Dios mío!»

– ¡ Que no se me vayan a mover de aquí! -recomendó a los niños, mostrándoles abierta la palma de la mano.

Su pañolón negro, alrededor de la cabeza y los hombros, se aventó a la calle. Se dijera que existía calma, pero las casas cerradas, así, mudas con portones, ventanas y todo, ahuyentaban el sosiego. Iba casi corriendo, mas en su mente comenzó a repicar el tiroteo distante y cercano. Miró atrás, hacia la casa, pero no distinguió a esos individuos metiéndole el hombro al portón. La madre se dio cuenta de que aquellos silbidos eran balas y le pareció oír la voz de su marido a propósito de la guerra civil: «echarse a tierra». La madre atravesó, pues, la carrera Octava, con la firme intención de ganar la calle Novena o Décima, para descender a la plaza de Bolívar. «¡Allí está él!... ¡Mi hijo!»

La tercera escena, y la más dolorosa, se compone de la muerte de la madre de Matiz y de la de los dos niños huérfanos, hijos del Pote Rodríguez, a quienes Julio Matiz y su madre acogieron en su casa. Los sujetos que alcanzó a ver ella, mientras corría hacia la plaza de Bolívar a su cita con la Parca, eran detectives que iban con orden de capturar a Julio Matiz. Furiosa por el alboroto que han formado los detectives, la señora Blanquita, dueña de la casa, expulsa a los dos niños.

 

-¡Se me van de aquí, chivatos horrorosos! -gritó a los niños la señora Blanquita, persiguiéndolos.

Los dos niños, asidos de la mano, se le enfrentaron a Bogotá. ¿A dónde? Su «mamá», como llamaban los niños a la señora de Matiz, debería estar en la tienda de la carrera Novena, a la cual solía llevarlos muy a menudo, cuando iba a comprar. En un abrir y cerrar de ojos la lluvia les remojó la ropita.

A pesar de ignorar la causa de esa soledad sórdida, de no comprender la razón de esos estallidos, los sobrecogió el miedo. Sin soltarse continuaban descendiendo. En la esquina de la carrera Séptima paráronse un momento:

-¡Cuidado!-les gritó una voz. Tarde:

El más pequeño cayó, casi sin gemir. El mayor rompió a llorar, inclinado sobre el cadáver de su hermano, yacente, el cráneo destapado, el rostro borrado por el torrente de sangre, al claror. El niño pensó atravesar la calle para refugiarse en la iglesia de Santa Bárbara. No sospechaba que la torre estaba vomitando plomo.

-¡Cuidado!-repitió la voz.

El niño reculó. La voz le gritó:

-¡Acuéstate!... ¡Espérame allí sin moverte!

El niño alcanzó a ver a un hombre apostado en la esquina, disparando contra la torre. También cayó; pataleaba entre un charco de lluvia-sangre y gritería. El hombre desafiando la muerte se levantó, se acercó, alzando en sus brazos a la víctima. El fusil le estorbaba. ¿Arrojarlo? No. Harto le había costado arrancárselo al soldado, a la puerta de Palacio. Luego, apañó al ya muerto. El hermano aún resollaba. ¿Cómo hacer con ese fusil tan pesado más las dos criaturas? «Pues bien, mi fusil no lo dejo». Dirigióse al Hospital de San Juan de Dios, a cuya puerta sorprendió a un anciano:

-¡Demen un fusil!... Sí, tan joven me mataron a m'hijo... ¡Acaba de irse, m'hijo. ¡Demen un fusil!...

La madre de Matiz iba atravesando la carrera Séptima, pero no alcanzó a poner la otra pierna sobre el andén del Capitolio: de espaldas se dobló. Envuelta en el pañolón enlutado, su cabeza quedó reclinada sobre el asfalto mojado.

img3.png

Hay lluvia en la selva y hay lluvia en la ciudad. Aquí y allá el dolor y el sufrimiento, y los pocos momentos felices, que son un paréntesis en la refriega, marcan las vidas de los habitantes. En el curso de La selva y la lluvia ventea un aire poético sostenido, y corre un humorcito soterrado, que suavizan la amargura del relato. Los personajes de la novela de Arnoldo Palacios, que hablan con sus propias voces, forman un mundo particular, como los grandes novelistas pueden crearlo, y se hacen entrañables para el lector. Tanto, que al concluir el párrafo final están dispuestos, ella o él, a irse detrás de Baltasar, el Caimacán, en busca de la ruta del murmullo del agua.

 

ENRIQUE SANTOS MOLANO

17 de agosto de 2010

I

El compa Gaspar se removió bajo la delgada cobija de lana, procurando no estirar demasiado su cuerpo, no fueran a quedarle al descubierto las piernas o los hombros.

El viento de la madrugada penetraba a través de las rehendijas de las paredes de palma de la ancha puerta sin nave.

-Gajpá... Gajpá... -murmuraba la mujer, removiéndolo, para despertarlo-... Gajpá, Gajpá: ya é hora...

-Sí, dejáme quieto, que yo ya me voy a levantá -gruñó él.

A tientas, buscó una caja de fósforos y la pipa, alrededor de la esterilla extendida en el suelo, donde dormían. Rastrilló uno y comenzó a fumar. El compa Gaspar sentía el resoplido de los tres muchachos menores, dormidos allí al lado. Más allá, en un rincón, se diseñaba el bulto de Pedro José, el hijo mayor, acercándose a los once años de edad. La luz de la madrugada venía a raudales, desvelando la verdura infinita. Pedro José se acurrucó en esa especie de nido, donde pasaba la noche, con las sienes sobre un trozo de guayacán que le servía de almohada; se tapó la cabeza hasta la corona para evitar que el día le diera en los ojos. En esto, aquella voz serena, entre cansada y resignada, de cada mañana le interrumpió la intención de continuar durmiendo:

-¡Pedro!... ¡Pedro!... Levantáte a rajá la leña...

Pedro José tiró a un lado la cobija y brincó al patio.

Las gallinas comenzaban a cacarear, descendiendo de las ramas de los árboles, donde al anochecer se encaramaban para dormir.

La mujer se dirigió a la cocina a atizar el fogón.

Pedro José agarró el hacha, colocó la cabeza de un madero sobre una tulpa, atravesada, y échele hacha, mi amigo; las astillas pequeñas salían disparadas y las rajas de leña se iban amontonando al lado.

El compa Gaspar brincó a la orilla de la quebrada para lavarse la cara; cogió un buche de agua y, con el dedo índice untado de arena, se restregó los dientes. El eco de los hachazos le hizo voltear la cabeza: plantóse a contemplar a Pedro José, el cual levantaba el hacha y, con un movimiento de rotación alrededor de la nuca, le dejaba descargarse contra el trozo.

«Ya tá grande er muchacho... Hombre, yo no jé qué hacé, pero yo quisieda que mi muchacho no je querara bruto como su papá... Me ran gana de mandálo ar pueblo. Pero quién ayura aquí en casa... Pué, lo que Pedro José gana é una ayura pa subí loj plátano a la casa... Pero, ¿cómo lo mando ar pueblo?... M'ijo tá enteramente dejnuro...»

El compa Gaspar dábale que le daba vueltas a ese pensamiento; sin embargo jamás lo manifestaba.

«En la jamilia e nojótro, narie, lo que se ñama narie, sabe jilmá su nombre... Lo pueren mandá a uno con la sentencia en la mano, y no se pelcáta e lo que rice el papé...» Suspiró, se inclinó de nuevo sobre la corriente, el agua hasta los tobillos, y con el cuenco de la mano se arrojaba agua a la cara, restregándose, insistente, los ojos, las orejas. Se rascó la cabeza: «¡Ah, mandaya sea!» exclamó, mirando hacia la casa. El cercado derecho se había descolgado, no le faltaba nada para caerse.

«Er domingo entrante, me voy a í con Pedro José a coltá unaj basa y unaj cuantaj troza e parma. Pero... primero tengo que ponéle mano ar techo. ¿Cuántoj atado de hoja tengo allí?... Tarvé unoj sei; con eso porémo cogéle laj gotera ar perazo que tá má venciro...» Paseó sus ojos en torno a la casita: los guayabos coposos con sus florecillas blancas; sus guayabas entreveradas, verdes y maduras; la hilera de palma-crito, delicadas palmeras semejantes a cañas, de hojas lanceoladas, color rojo sangre; la palma de chontaduros con su talle recto, altísimo, sembrado de espinas, con un racimo todavía verde. De detrás de las montañas se desparramaba la luz. Se oía ya la gritería de los niños.

La mujer puso a hervir agua para el café. Tomó una cafetera de tagua. En un viejo pedazo de lienzo que servía de colador depositó algunas cucharadas de café.

-¡Vení ayuráme a colá er café, vé, Pedro! -gritó la madre.

El muchacho acudió agarrando dos extremos del pedazo de lienzo, mientras la madre chorreaba el agua hirviente que traspasaba el colador yendo a la cafetera. El aroma les hacía la boca agua.

El compa Gaspar se retornó. Al subir a la casa con los pies húmedos, embarrados, se resbaló; casi se descalabra. La escalera se movió; una escalerita consistente en un trozo de palo, de una braza de largo, cuyos peldaños los constituían bocados arrancados simétricamente del madero. Del hueco de una viga sacó su yesquero, dentro del cual conservaba tabaco en rama y otra pipa de barro con cabo de madera. Vino a sentarse en el corredor, las piernas colgantes, y se echó a fumar, a recapacitar; bombeaba la pipa con fuerza; nubes de humo se disipaban delante de su cara negra.

-¡Ya tá er café! -le gritó la mujer desde la cocina.

-Traéme pa'acá un trago pué -respondió él, con la pipa de la boca.

-Llevále a tu taita su café, y no lo vayás a botá en er camino -dijo la madre, entregando a la niña una escudilla grande rebosante.

A hurtadillas, la muchachita sorbió un trato de café, y se limpió los labios velozmente con el dorso de la mano. El compa Gaspar puso la pipa a un lado, carraspeó, escupió, agarró entre las dos manos la escudilla de café, un café negro, endulzado con panela, ligeramente amargo. De lo caliente casi le deshollejaba la lengua.

Pedro José y los hermanos dedicáronse a desgranar unas mazorcas de maíz dentro de una totuma; repleta ésta, Pedro José plantóse en un sitio limpiecito en el patio, frente a la casa; dejó escapar un silbido conocido. Las gallinas, presurosas, se apiñaron. Él prodigaba al aire puñados de granos que, caídos en tierra, desperdigados, iban a parar al buche de las gallinas. Inclinóse y alzó en peso el gallo padrón, el cual todo orgulloso, como correspondía a un macho de su estirpe, se destacaba entre aquellas aves caseras. Con su pico potente, acerado, picoteaba los granos en la palma de la mano haciéndole contractar los músculos. Detrás de la casa se oía el roce metálico del machete del compa Gaspar contra la piedra de amolar. A momentos ese contacto producía un chirrido extraño que destemplaba los dientes.

Más tarde, la mujer sirvió el desayuno: dos o tres platos de tagua con plátano verde, cocido; sendas escudillas de café. En un abrir y cerrar de ojos lo devoraron.

El compa Gaspar se aprovisionó de sus utensilios, batea, almocafre, barra, cachos. Se cambió la pampanilla, pañuelo rabo-de-gallo alrededor de la cintura, por entre medio de las piernas, sujetado por la verijera; se chantó en la cabeza un sombrero de paja, raído. La mujer con su paruma de la cintura a la rodilla y un tetero; una toca en la cabeza, contra el sol. Echó mano a su batea y al mate jagüero. Ambos, a través de un sendero que se abría detrás del rancho, se encaminaron a la mina, seguidos de Pedro José. Los otros niños, demasiado chiquitos aún para trabajar, se quedaron como de costumbre en casa durante el peso del día.

La mina. A lo largo del canalón corría un hilo de agua, arrastrando una arenilla brillosa. Era viernes y había que lavar una tierrita a fin de ir mañana al pueblo a comprar el mercado.

-Pedro José, subíte allá arriba a vé en qu'estao tá la pila... -ordenó el padre-... Dejtapás er cañuto y te venís a ayurálos a remové éta tierra.

Sin responder, Pedro se alejó, escalando el barranco, hacia donde estaba encaramada la pila.

-Gajpá... -habló la mujer.

-¡Ajá!... -respondió él, comenzando a enterrar la barra aquí y acullá.

-¿Me tái uyendo, Gajpá? -insistió la mujer,

-¡Que sí, hombre!... ¡Qué ej la vaina! -rabió él.

-... Yo creo que ar muchacho le pasa argo, a Pedro José -dijo ella.

-Ya venís a salí con cosaj... -arguyó él.

-No, er corazón de madre no se iquivoca... Sí, a m'hijo me le tá pasando argo: no habla, no se come lo que l'echo en er plato... ¿Tái uyendo?

El compa Gaspar se paró, la barra enterrada de punta, vertical. Se hizo un silencio. Conversaban poco, manera de no mentar la desgracia cotidiana. Se dijera que mutuamente le temían a sus propias voces, y que el estallido de una palabra era el despunte de una mala noticia.

-«¡Maldita sea!» -se dijo él.

¡Claro! A él tampoco se le había escapado el cambio del muchacho. ¿Sería porque ya se estaba haciendo hombre? El momento en que el pelado se ponía contento, era cuando abría la citolegia esa, comprada en el pueblo. El lo había visto garabateando letras con carbón y con piedra-blanca, en el suelo.

En eso se advirtió el ruidaje del agua, abriéndose paso, encajonada.

-¡Sorté la pilaaaa! -gritó Pedro José.

-Güeno, vamo, Mariíta -dijo el compa Gaspar, principiando a remover la tierra, ora con la barra, ora con los cachos. Ambos sacaban el cascajo, amontonándolo a los lados.

De tiempo acá, Pedro José prefería la soledad, incluso hablaba solo. Vagabundeaba horas y horas en el bosque. Deseaba ardientemente huir de algo que lo arrempujaba o, más bien, ansiaba ir hacia algo que le extendía brazos generosos. Nadando entre dos aguas -la niñez y la adolescencia-, comenzaba a sentir en su corazón el hormigueo del rencor. Un rencor infinito hacia algo que su pensamiento no alcanzaba a precisar aún.

Pedro José se dejó caer sobre una raíz; quedándole las piernas en ángulos parados, apoyó el codo derecho sobre la rodilla y reclinó la cabeza sobre la mano abierta; con la yema de los dedos de la mano derecha se puso a acariciar una matica de escobilla. Permaneció pensativo como un viejo. Sabía que estaba obligado a ir a trabajar en el canelón, pero sus ojos se ocupaban en escrutar atentamente el suelo, como si estuviesen a la caza de una aguja... Se agachó bruscamente y apañó una piedrecita negruzca, filuda cual una navaja. Se encaminó monte-adentro. El murmullo de las voces de su padre y su madre apenas si se oían. La caída del agua en la hondonada le daba la sensación de un aguacero distante. El viento, por entre el ramaje, sacudiendo las hojas, dejaba un quejido que le ponía el corazón chiquito al pobre Pedro José. Al mirar hacia el fondo sombrío le parecía sorprender seres animados, con la cara ancha y los ojos chispeando canela. Una vez el diablo se le había aparecido a Pacho, el hijo de la finada Angélica. Al principio Satanás le dio a Pacho un chontaduro rayado, caliente; nunca él había probado chontaduro tan sabroso. La casa estaba íngrima sola. Los vecinos todos se habían ido a la mina también. El diablo alzó en peso al muchacho y se lo llevó a la loma. Pacho gritaba, gritaba, se desgañotaba. Ese era un diablo cojo. El diablo cojo era peor. Al fin, el muchacho se acordó de santiguarse. A Lucifer le dio rabia, lo azotó, lo araño íntegro, y lo dejó tirado en la loma...

Pedro José con la piedra afilada, comenzó a sacarle boca ditos a la corteza de un árbol duro, un carrá; esos bocaditos iban dejando en el tronco formas más o menos precisas: una P, una E, mayúsculas. En eso se destapó una voz gritona. Pedro José se quedó seco. Otra vez el grito, que era ya de por sí una amenaza inexorable. Él temblaba, las piernitas se le querían quebrar. Hubiera querido volverse humo, transformarse en árbol, planta, hormiga. Casi faltándole las fuerzas comenzó a treparse a un árbol.

-¡Malnaciro, ya te vire a ónde vái! -apostrofó el compa Gaspar, detrás de Pedro José, agitando una vara flexible en la mano.

Lo asió del brazo.

-¡Arrodilláte! -ordenóle.

Pedro José no obedeció.

-¡Que te arrodillés te toy diciendo!

En un instante a Pedro José le pareció que este hombre era el Patas. Hubiera querido apecharlo, buscarle pelea de hombre a hombre. Sin embargo comprendía que, al fin y al cabo, ese diablo era su padre, quien tenía derechos sobre él. No había nada que hacer. Tenía de arrodillarse. Furibundo, el padre le asestó varillazos en las costillas, en la nalga, en las piernas. Pedro José se removía como un animalito, en esa tierra arenosa. Un latigazo le atravesó la cara: fue un rayo. «Ya no má», suplicaba... «Ya no má»... «No má papacito queriro»... El compa Gaspar iracundo acesaba; unas venas rellenas le surcaban el rostro.

En eso llegó la madre:

-¡No lo vái a matá! -le gritó.

El compa Gaspar ni se mosqueó.

-¡Vagamundo!... ¡Vagamundo! -apostrofaba a Pedro José.

La madre se le aventó encima: «Entonces te pego a vó también», la amenazó el compa Gaspar. En eso, Pedro José, arqueándose, viendo fuego, se zafó y echó a correr hacia la manigua, como un venado... «No te vai a peldé, m'hijo», gritó la madre. El compa Gaspar dio la vuelta y sus ojos dieron precisos en el tronco del carrá, rasguñado por Pedro José. El no sabía qué quería decir cada signo; en todo caso comprendía que eran letras. Movió la cabeza, y cabizbajo se retornó al ajetreo del canelón.

Pedro se detuvo y se desgajó sobre un montón de hojas secas. Cruzó los brazos bajo la cabeza, y se quedó embebido, viendo ir y venir un ejército de hormigas arrieras, con su carga verde sobre la espalda. Incorporóse para observar mejor aquellos seres silenciosos, que iban ejecutando su trabajo como si fuesen gente. Si las hormigas tuvieran lengua le contarían su recóndito e infinito viaje en la espesura. De pronto su atención tornóse hacia donde se quebró y cayó una ramita seca. Miró arriba. Encima de una rama temblorosa localizó un pájaro negro, pechi-rojo. Cauteloso, cogió una piedra, y con destreza se la sondeó. La piedra, de un golpe seco, se estrelló y hasta peló la corteza; pero erró el pechi- rojo que alzó el vuelo a la copa. «¡Qué bonito!... Lo tengo que agarrar...» Otra pedrada: plumas se desgranaron. Se sentó en la ramazón. Viéndolo vencido tuvo la certeza de poder atraparlo a mansalva, y abalanzósele con las dos manos hechas garfios: pero el pechi-rojo, pese a lo atolondrado, se defendía. Llevaba un ala desgajada. Alistó otra piedra con la intención de arrojársela sin fuerza, para no hacerle daño. En eso, el pájaro se desplomó. Feliz, Pedro se le aproximó: su cuerpecito, caliente. Apresurado, angustiado, le soplaba la cabeza, lo balanceaba cariñosamente sobre su mano. El pajarito no volvió en sí. Muerto no inspiraba ya aquella alegría vivaz, de hacía un momento, asentado en la rama temblorosa, con su pecho ardiente. Pedro José sintió una extraña tristeza, quizá miedo o, peor, el peso de una culpa. ¿Qué hacer? ¿Cargarlo muerto y comérselo asado con sus hermanos? No. Resolvió abrir un hoyo en la tierra. Cavó lo más hondo que pudo, y con el sentimiento de algo deshaciéndose de su propia vida, lo enterró, emparejó la superficie que cubría la fosa y puso unas cuantas hojas encima. Parece que aquello lo calmó, pues aunque mohíno, bajó al canalón y emprendió el trabajo, eso sí, en absoluto silencio.

Tan pronto como los mayores le dieron la espalda a la casa, los muchachos concertaron irse a jugar a la casa vecina. Frente al rancho desembocaba al río la quebrada Agualimpia; remontándola un poco había otro rancho. La desembocadura de la quebrada formaba un charco hondo, de manera que los niños hubieron de vadear el río más abajo: Rosalbina, la mujercita, arregazó la parumita, pero viendo que el agua le daba ya hasta la mitad de los muslos, se la quitó. Asidos de la mano llevaba a Carlitos y a Toño -de cinco años el primero, siete el segundo-. Al otro lado cogieron por un sendero fangoso, pendiente. De pronto Carlitos pegó un grito: «¡La culebra!»... Una cosa larga, no mucho, gruesa, rojiza, corcoveándose. Los dos muchachos despabiláronse alarmados, lloriqueando, «¡Que dejen ese sujto y eja gritedía!... Ejo nu haje daño: ¿no tán viendo qu'ejo é una magre-e-culebra?» -advirtió Rosalbina, siguiéndolos-. Al cabo de cinco minutos salieron al patio del rancho. Una gallina clueca abrió las alas anchamente, abrigando a sus polluelos, que piaban, acurrucados, amarillentos, las patitas débiles, rojizas. Una muchacha, por ahí de nueve años, en paruma, brincó al patio.

-¿Vamos a jugá? -le preguntó Rosalbina.

—Síí -respondió Ana María.

-Construigamo un rancho -propuso Rosalbina.

-Y dejpué hacémo la comira -concluyó Ana María.