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A Myriam Amparo Ramírez

Para mis sobrinos

Santiamén, Alejandra y Camila,

Sebastián y Andrea, y Aixa Eliana

"Más vale ser rico que pobre".

Pambelé

—Vea, compadre, cuánto tiempo sin vernos.

Ave María si ha progresado.

¿Y eso cómo hizo tanta plata, hombre pues?

—Con el sistema antiguo, vos.

—¿Cuál es ese, compadrito?

—¡Trabajando!

Anónimo

 

 

DEL AUTOR

 

Son todos los que están, pero no están todos los que son. Hay muchas, muchísimas personas más, de extracción campesina pobre, antiguos obreros, pretéritos empleados resignados, que se agotaron de esa monotonía y decidieron trabajar hasta catorce y dieciséis horas diarias, comer frugalmente, vivir en humildes habitaciones, abstenerse de cualquier distracción y gasto suntuario, con el fin de poder ahorrar capital suficiente para independizarse.

Algunos no tuvieron mayor instrucción académica, porque el destino los llevó a convertirse en empresarios sólidos y poco instruidos, en vez de profesionales calificados dependientes de un salario y de jefes caprichosos.

Hay un común denominador en los mayores, que padecieron la violencia de finales de la década del cuarenta, cuando asesinaron a Jorge Eliécer Gaitán: tomaron sus pocos bártulos y emprendieron carrera hacia las ciudades, buscando burlar la muerte. Tras mucho trabajo, poco a poco, con lentitud y malicia de sabios, fueron aprendiendo oficios hasta que la rueda de la fortuna se detuvo en uno particular que les gustó, se especializaron, lo perfeccionaron y explotaron con paciencia; crecieron, se expandieron, se diversificaron, recurrieron a técnicas modernas de manejos de capital, contrataron personal acorde con sus necesidades y consolidaron las que hoy son grandes empresas.

En gran medida, las historias de la mayoría de personas aquí incluidas contradicen la idea predominante desde hace treinta año, en el sentido de que la misma sociedad, de buena fe, nos creó la necesidad de ser todos profesionales universitarios o de institutos técnicos. Quien no lo fuera, tenía para siempre un vacío y la absurda sensación de ser la oveja negra de la familia. En algunos casos, el universitario se avergonzaba del hermano con cigarrería, lavandería o taller de mecánica.

La consecuencia fue una saturación del mercado laboral en niveles insospechados de ingenieros, odontólogos, médicos, abogados y demás. Como se sentía la obligación moral de corresponder al esfuerzo de los padres por pagar la universidad de los hijos, estos estudiaban con juicio, se graduaban y terminaban devengando sueldos bastante inconsecuentes con sus años de estudios y su rango profesional.

No hace mucho, a comienzos de este mismo año, en Duitama escuché un diálogo sui géneris entre un padre y su hijo. El señor, orgulloso de su hijo odontólogo, de veinticinco años, le preguntó en presencia de varios amigos, cómo le iba en el consultorio de una conocida institución donde trabajaba. El muchacho hizo oídos sordos. El viejo insistió y el odontólogo respondió abatido: “Me pagan por porcentaje. Ayer devengué dos mil pesos”. El padre, sorprendido, desilusionado y perplejo, apenas atinó a murmurar para sí: “Si yo hubiera sabido eso, no habría gastado tanta plata en la universidad, lo hubiera puesto a trabajar conmigo, me habría ayudado a mejorar el negocio y hoy tendría buen dinero”. Silencio total.

Lo anterior tiene matices de sí y de no. Sí, porque como vi vimos en un país capitalista, de libre comercio y competencia, es necesario, salvo para los altruistas, tener buena casa, carro, finca y dinero para mantener a la familia con dignidad, comodidad y sin estrecheces. No, porque tampoco se puede emplear la vida exclusivamente en trabajar para capitalizar, descuidando el intelecto y el espíritu. Un punto intermedio han logrado casi todos los personajes aquí reseñados. Han hecho dinero, pero también se han preocupado por superarse, aprendiendo administración, economía, inglés, viajando y leyendo mucho, practicando deportes atractivos, cultivándose, como dicen las señoras.

Hay una anécdota que se cuenta con insistencia, acerca de don Pepe Sierra, hacendado muy conocido cuyo nombre lleva hoy una avenida de Bogotá. Se dice que fue donde un notario, o escribiente como los nombraban en su época, a registrar las escrituras de dos haciendas que acababa de adquirir. Como don Pepe era semianalfabeto y en esos años se escribía a mano, anotó “aciendas” (sin hache). El notario, hombre instruido y buen amigo de don Pepe, se lo hizo notar:

—Don Pepe, qué pena con usted, pero hacienda se escribe con hache.

—Señor notario, más pena me da a mí. Yo tengo diecisiete “aciendas” sin hache, ¿usted cuántas tiene con hache?

El notario, sonrojado hasta el cuello, procedió a hacer su trabajo sin pestañear ni mediar palabra.

Existen personajes de la vida nacional que tienen enormes fortunas y que debieran estar aquí, pero se ha hablado y escrito tanto de ellos, que pensamos mejor en abrirles espacio a otros con méritos igualmente dignos de reconocimiento. Es sabido por todos que el Grupo Santodomingo, cuyo propietario y presidente es Julio Mario Santodomingo, fue fundado por el padre de este. Sin embargo, quedó en sjus manos acrecentarlo y solidificarlo. El Grupo Ardila Lülle, propiedad de Carlos Ardila Lülle, fue levantado por él, a/brazo partido. El otro gran grupo, mencionado sin orden de /importancia, es el de Luis Carlos Sarmiento Angulo, quien se inició en construcción y hoy tiene injerencia en muchas actividades económicas.

La lista de empresarios que comenzaron de abajo, con muy poco capital o, en algunos casos bajo cero, porque pidieron dinero prestado para arrancar, es larga y tendida. Se elaboró cuidadosamente una nómina, atendiendo a la importancia de sus empresas y poco a poco se fue reduciendo hasta que quedó este puñado de nueve, entre los cuales sólo hay una mujer, María de Chávez, fundadora y presidente de Jolie de Vogue. Los otros son Gumercindo Gómez, de Colchones Eldorado; Carlos Julio Vargas, de Carrocerías El Sol; Ernesto Mejía Amaya, del Grupo MAC-, José y Hugo Sáenz, de OP Gráficas; José Eduardo Hernández, de Radio Taxis Aeropuerto (del famoso 2111111); Jesús Guerrero, de Servientrega, Manuel Alzate, de Betatonio, y Adalberto Carvajal, abogado laboralista de gran prestigio.

Ellos generosamente aceptaron contarme la historia de su vida, paralela a la de las empresas que crearon. Fueron sinceros. Ya están por encima del bien y del mal y no tuvieron inconveniente en recordar sus años de penuria, hambre, desespero, angustia, rodeados de acreedores, y cómo mediante su esfuerzo lograron sobreponerse a todo y llegar a la meta que cada uno se propuso. Los lectores encontrarán aquí no pocos rasgos de ternura, humanismo y gratitud por la vida que parecía oscura y sórdida, pero que dio un vuelco y se transformó en próspera y exitosa. Para ellos, mi agradecimiento.

Hacia el final de cada capítulo, el protagonista revela qué le sirvió para salir adelante y da algunas pautas a los actuales microempresarios o personas que comienzan o tienen intenciones de montar un negocio. Pero, ojo. No se trata de un manual de cómo hacerse rico en seis meses ni de una cartilla de consejos que deban seguirse con rigidez. No. Hay que tener en cuenta las condiciones políticas, sociales y económicas que vivió cada uno; es importante aclaraf que cada cual tiene su propia personalidad y temperamento, y es bueno fijarse en el contexto individual donde se desarrolló cada futuro empresario.

Ahora, lo que sí es válido desde todo punto de vista, es comprobar que sí se puede salir casi de la nada, hacer dinero, generar empleo y prestar servicios, trabajando mucho, con corrección, honradez, limpieza, transparencia, verticalidad y ganas. Esto, a mi modo de ver, es uno de los aportes más interesantes de este libro, cuya única pretensión es tal vez que su lectura sirva de aliciente y dé ánimo y fortaleza a los millones de colombianos que desean trabajar en paz y con honestidad, que tienen verdadera vocación de servicio y ganas de construir, como una forma de salirle al paso a la intromisión selectiva de aires deprimentes que amenazan empañar el futuro de nuestros descendientes.

HOLLMANN MORALES

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MARÍA DE CHÁVEZ

Nació en Barranquilla, es la creadora y propietaria de la firma de cosméticos Jolie de Vogue, empresa que comenzó con su esposo en un garaje del barrio Santafé, en Bogotá, donde preparaban esmaltes para uñas en ollas de cocina. Hoy su nómina es de 1.050 empleados, tiene cobertura nacional y exporta sus productos a varios países.

SEGÚN SU COSTUMBRE, ESE DÍA SE LEVANTÓ A LAS CINCO Y CUARTO DE LA MADRUGADA. No había podido dormir bien, se bañó nerviosa, se vistió con más demora de lo normal, se maquilló con miles de pensamientos y su usual seguridad. Cuando llegó a trabajar puntual como siempre, antes de las ocho de la mañana, nadie se percató de que la secretaria María Cortés Osorio ya no era María Cortés Osorio, sino María de Chávez.

Una hora antes, con los mismos trajes de labor, habían contraído matrimonio en la iglesia del Voto Nacional, María Cortés y el vendedor principiante Roberto Chávez, quien manejaba una camioneta en la cual ofrecía productos de belleza a los pequeños almacenes de barrio de Bogotá, o viajaba a Cali, Medellín, Barranquilla y otras ciudades a hacer lo mismo.

Ambos eran pobres y felices. Nadie, además del obvio trío de ellos y el sacerdote, acudió a esa ceremonia. No hubo invitados. Tampoco fue un matrimonio de afán, la joven María no estaba encinta. Su madre, Carmen Osorio, de familia santandereana, vivía en Venezuela. Su padre, Rafael Cortés, de ramilia bogotana, falleció siendo ella niña, dejando a la viuda con cuatro criaturas. En estas condiciones la lucha era dura, tenaz, sobrellevable porque su temperamento hacía que así fuera. Nada de lloriqueos, ni suspiros desolados, ni quejas a Dios.

Si la pareja hubiera querido festejar la boda, su tremenda estrechez económica hubiera impedido organizar alguna reunión decente. Tampoco hubo luna de miel, porque no tenían vacaciones a la vista y si pedían licencia, la obtenían, pero dejaban de devengar. Habían trabajado en la misma empresa, pero ya no. María ganaba cuatrocientos pesos al mes, Roberto comenzaba un negocio propio. A los pocos días tomaron un pequeño apartamento en la carrera 8a. con calle 4a. Sur, en un edificio nuevo donde les arrendaron barato, por treinta pesos la mensualidad, como quien dice, a un peso diario.

Ese matrimonio partía su vida, no de la manera tradicional, por aquello de que “fueron felices y comieron perdices”. No. Se casaba con quien ideó tener fábrica propia, quien sería el padre de sus siete hijos, y de quien jamás se ha separado; han luchado juntos a brazo partido y, cosa que a los jóvenes de hoy debe sorprender, fue el único hombre de toda, léase bien, de toda su vida.

Dividía su vida, sí, la de antes, azarosa, llena de soledad y privaciones, y la futura, plena de éxitos, pero de muchísimas vicisitudes, traspiés, malas jugadas del destino, socios deshonestos o incumplidos, ¡ tantas cosas!

El día del matrimonio, se levantó a las cinco de la mañana y se arregló para ir en bus a la iglesia. Al acostarse la noche anterior, es posible que haya rememorado sus pasos, tal vez cerró los ojos y se vio como la tercera de cuatro hermanos, huérfana desde temprano, y en vez del hogar común y si 1 vestre de papá, mamá y hermanos sentados a la mesa, su recuerdo más remoto era el internado de monjas.

Recordaría a las buenas religiosas, severas, frías, desempeñando constantemente su función de pedagogas: “Señorita Cortés, no coloque los codos sobre la mesa”, “señorita Cortés, tiene una media abajo”, “señorita Cortés, no tiene las uñas suficientemente limpias”, “señorita Cortés, señorita Cortés, señorita Cortés...” Sin embargo, no las evocaba con antipatía ni amargura. Curiosamente sentía nostalgia, a la vez que era consciente de haber quedado marcada por esa experiencia. Pasar nueve años interna, de los cinco a los catorce de edad, no es fácil, menos para una mujer con alto grado de sensibilidad, de quien ningún familiar quiso hacerse cargo.

Ni siquiera fueron nueve años interna, con salida los fines de semana, sino requinterna. No tuvo vacaciones durante años, en muy pocas ocasiones salió a dar una vuelta por ahí, porque no tenía dinero para comprarse algo o entrar a algún espectáculo. Prefería quedarse en el colegio, leyendo, una de sus pasiones favoritas desde entonces. También era muy estudiosa, pero bastante indisciplinada.

Esos años de claustro, aún sin inclinación religiosa, le crearon cierto espíritu taciturno, pese a que tenía algunas amigas y se llevaba bien con las condiscípulas. En esa situación estuvo primero en La Presentación de Bogotá, y finalmente en El Rosario de Barranquilla, su ciudad natal, de donde fue traída muy pequeña a la capital de la República y a donde regresó pocos años más tarde. En esos claustros cursó apenas hasta segundo de bachillerato. No hizo más estudios formales, excepto dos años de comercio, que entonces se llamaba cálculo mercantil, nombre rimbombante que daba cierta importancia.

Pensó que dejaría para siempre el refugio de las buenas religiosas, pero el futuro le tenía una baraja similar. Con esa edad, sin saber desempeñarse en algo, malacostumbrada a tener techo, comida, útiles y estudio, sobreprotegida, sin poder contar con el apoyo de la madre, quien por alguna razón había dejado de viajar entre Bogotá y Panamá a llevar y traer mercancía para vender y sostenerse con sus dos hijos, María no vio otra opción que irse a vivir con una hermana mayor, casada, en situaciones bastante precarias y difíciles.

El esposo de la hermana era un agente vendedor que viajaba continuamente. Él vio mejores opciones radicándose en Pereira y allá fue a parar la joven María, ya de unos 16 años. Su responsabilidad era cuidar de los sobrinos, ayudar en el aseo de la casa, lavar y planchar, menos cocinar, algo que nunca pudo aprender por carencia de tiempo. Al cabo, trasladaron al cuñado a Cali y la llevaron con ellos. “Yo era al mismo tiempo la hermana, la cuñada y la muchacha de la casa”. La situación pecuniaria era tan tensa, que el cuñado decidió decirle un día que no podían seguir con ella, que le había conseguido un puesto donde unos amigos de una compañía de cosméticos en esa ciudad. Allí podría ejercer lo que aprendió en Barranquilla, como sacar descuentos, facturar, escribir a máquina, etc., en el único puesto que se ajustaba a sus conocimientos: secretaria.

Cuando María se estaba poniendo el traje sastre con que se casó en Bogotá, recordaba esos meses en Cali. Y a por lo menos vestía esa línea elegante y poseía varios. Porque en Cali “tenía apenas dos vestiditos. Me ponía el uno mientras lavaba y se secaba el otro, que por el clima no era complicado. Eran vestiditos muy baratos. Calzaba solamente un par de zapatos, que tuve que hacer remontar varias veces los fines de semana”.

De las monjas, pasó a ser muchacha de su hermana, de ahí a secretaria y de nuevo en manos de las monjas. Como el de secretaria, era el primer trabajo formal de su vida, se entregó en cuerpo, alma, vida y corazón a esa empresa. Ganaba poco y practicaba lo que hacen todavía muchas jóvenes que quieren salir adelante sin tener que recurrir a medios fáciles: llevaba en un portacomida el almuerzo y en su escritorio comía sola, sin sentirse humillada ni ofendida, ni pobre ni infeliz. Por cierto, ella dice con mucha satisfacción que nunca ha sido infeliz, pese a todo. Ya no podía vivir con la hermana, de manera que consiguió cupo en el llamado Hogar de la Joven, regentado por religiosas, donde pagaba cuarenta pesos al mes, con desayuno y comida. Era 1947 y María cumplía 17 primaveras.

El negocio de cosméticos en Cali, pensó María mientras se subía la cremallera de la falda, poco antes de ser la señora de Chávez, estaba en crecimiento porque allí comenzaban por primera vez a procesar y envasar productos de Revlon en Colombia. Su patrón, químico, era un señor de edad para ella, pero no viejo. El simpatizó con la muchacha y le enseñó cuanto pudo, hasta dejarla encargada de casi todos los asuntos de la empresa, por la circunstancia de que él entabló un romance por ahí cerca y se la pasaba entrando y saliendo a cada rato; hacía las mezclas, daba una que otra instrucción y salía corriendo donde la amada ilícita.

María, acostumbrada a la rigurosidad conventual, aunque indisciplinada cuando estudiante, tomó a pecho la oficina, se apersonó de ella, se dio a la tarea de aprender toda clase de labores en la misma, empezó a dar órdenes aquí y allá a medida que iba dominando cada área y en un momento dado ella era en la práctica gerente, administradora, pagadora, jefe de personal y despachadora, desde su puesto de secretaria. Todo con el consentimiento y la confianza del dueño enamoradizo.

La fábrica creció y los dueños vieron la conveniencia de trasladarse a Bogotá. La invitaron para que viajara con ellos, justo cuando ella meditaba sobre su vida. Vivía en el Hogar de la Joven, donde no le permitían entrar después de las ocho de la noche, era vigilada por las monjas, no conocía a nadie, se había distanciado de su hermana, no tenía derecho a nada, se sentía muy sola y ahora le presentaban la oportunidad de retornar a Bogotá, donde había vivido bajo el ala religiosa de La Presentación.

Sólo que esta vez era adulta.

Aceptó y la ascendieron al cargo de secretaria de importaciones. Se hospedó en casa de una pariente y comenzó a ejercer un puesto que desconocía, cuya función era verificar los vaivenes del control de cambios y todo el diligenciamiento que acarreaba importar materias primas. No se arredró. Se sintió aliviada, contenta y segura. Pero un día se puso nerviosa, algo estaba pasando en su ánimo cada vez que veía a Roberto Chávez, uno de los muchachos de las camionetas, vendedor júnior, sin voz ni mando. “Era una persona muy humilde que estaba comenzando, con enormes deseos de trabajar; vendía unos productos populares que tenía esa fábrica, además de los Revlon”.

María sonreía recordando ese encuentro, mientras se maquillaba, una hora y quince minutos antes de ser la señora de Chávez. De niña siempre pensó lo mismo que todas las de su edad, encontrar su príncipe azul, joven, rubio, alto, fuerte, millonario, que las sacara de lacasi indigenciaen que vivían y las llevara al castillo dorado. Puras fantasías que les despertaba la lectura de libros y revistas rosa. A sus 18 abriles, acicalándose para ir al altar por primera y única vez en su vida, pensó en eso y concluyó: “Me voy a casar con un hombre igual de pobre a mí, mi príncipe azul”. Y suspiró satisfecha.

Aunque la fábrica iba muy bien, pésimos manejos financieros la llevaron a la quiebra. Pero María había acumulado valiosa experiencia y se presentó a otra empresa de cosméticos que manejaba quince casas extranjeras, propiedad de los Ramírez Ángel. Fue aceptada como jefe de importaciones, “porque en ese tiempo nada se exportaba, todo se importaba”. De los ochenta y cinco pesos que ganaba como secretaria de importaciones, pasó a cuatrocientos, salto proverbial que la sacó de la franja miserable y la colocó en un estatus digno. “Eso era un sueldazo inmenso para una mujer”.

Con la quiebra de Revlon, Roberto Chávez tomó una decisión fundamental para su futuro y el de quien sería un año más tarde su esposa, María Cortés Osorio: prometió que nunca más sería empleado; juntaron sus cesantías, compraron una camioneta vieja y abrió un físico “chuzo”, donde vendía Alka-Seltzer, jabones, vaselina y chucherías por el estilo. Ella seguía con los Ramírez Angel y en las tardes salía volando a acompañarlo y ayudarle a facturar. Él se iba en la camioneta a hacer lo mismo de antes, vender en otras ciudades, pueblos cercanos y barrios de Bogotá, salvo que esta vez era propietario de la mercancía.

Cuando María se besó con Roberto en el atrio de la iglesia del Voto Nacional, quince minutos antes de ser su esposa, iba en eso, en su trabajo de 400 pesos y el negocito de su príncipe azul.

Una hora y cuarto después, en su escritorio de jefe de importaciones, siendo María de Chávez, ya no pensaba en nada familiar, estaba concentrada en sus responsabilidades.

Continuó con ese trabajo porque el sueldo era lo bastante decente para dejarlo y porque el negocio de Roberto no despuntaba mucho. Él había comprado de soltero un pequeño lote en lo que hoy es Cedritos, entonces casi el campo, y se empeñaron en construir al lí una casa para economizarse los treinta pesos del arriendo del apartamento de la carrera 8a. con calle 4a. Sur. Además, María esperaba al primero de sus siete hijos. Laborando para esta empresa alcanzó a tener cuatro. Quedaba embarazada, se iba para su casa cuando se acercaba el parto, se estaba unos meses esperando a que el nené creciera y retornaba a su puesto.

La proporción de ese esfuerzo se mide por el recorrido diario que debía hacer, desde la casa en Cedritos hasta la fábrica de los Ramírez Angel, ¡ que quedaba en Fontibón! El transporte no era tan engorroso como ahora, sino peor: no había ruta de Cedritos a Fontibón ni salía algo frecuente de esa lejanía a la otra. Se tenía que levantar a las cuatro de la mañana para estar en Fontibón a las siete en punto, y salir de la empresa a las cinco de la tarde para estar en casa a las ocho de la noche, cansada y dispuesta a atender a los hijos, mientras estaba embarazada de algún otro, porque los primeros le llegaron en cadena de uno por año. “Con esa pobreza tuvimos tantos hijos seguidos, porque había mucho amor”, repite, mientras recuerda que llegaba a hacer comida, arreglar las camas, paladear al uno, arropar al otro, reprender al mayor y escuchar a su esposo Roberto, tan trabajador e incansable como ella, salvo que no ejercía labores de hogar.

De los siete hijos, cinco son seguidos, el sexto se lleva tres años con el quinto y el séptimo diez en relación con el sexto. A María se le acabó el dolor de cabeza de madrugar tanto, bregar con importaciones todo el día y llegar fatigada a hacerse cargo de esposo e hijos, porque esta empresa, la de los Ramírez Angel, también quebró. Estaba en situación crítica y María se dijo, “no, esto no va conmigo, mejor me voy para mi casa y algo habrá de ocurrírseme”. Antes que arriesgarse a que se declararan formalmente insolventes y le quedaran debiendo sueldos y todos esos líos propios de una empresa en decadencia, decidió retirarse.

Los esposos se sentaron tranquilos a charlar y pronto llegaron a un acuerdo. Se aliarían y formarían un negocio conjunto, trabajado entre ambos. Unieron sus recursos y fundaron Servidrogas, un centro de distribución de medicinas. Lo crearon en el sector más espantoso que ha tenido Bogotá en su historia, antes peor que ahora, en la calle 12 con carrera 17, en el triángulo formado por la Estación del tren, el Matadero Municipal y la zona de prostitutas baratas, malal¡mentadas, enfermas, y refugio de campesinos desempleados y maleantes “cascareros” del centro, que se dedicaban a rapar relojes y carteras a las señoras.

Los tipos en cuestión y las trabajadoras sexuales, como se les dice ahora, se paraban en los alrededores de Servidrogas a ofrecer sus tristes servicios y eran ellas la clientela que debía tratar María. Llegaban a consultarle sus desventuras, sus malestares, sus enfermedades, y ella, haciendo uso de los pocos conocimientos que tenía sobre el particular, acudía aúna ampolleta infalible que costaba ochenta centavos, mucho dinero para esas usuarias. Sólo que en Servidrogas no la tenían. Corría a conseguirla en alguna droguería cercana, para ganarse veinte centavos por unidad. Cosas así debía hacer. “No teníamos plata para surtir ese depósito. Era un depósito llamado Servidrogas, pero de drogas no tenía nada porque todo era conseguido aquí y allá, y de depósito menos, porque qué íbamos aguardar allí”.

Tras el fracaso de los Ramírez Angel, el señor Gamboa, padrastro de ellos, se había quedado con algunas fórmulas para fabricar productos de belleza, en especial esmaltes. Cansados María y Roberto del sitio y del trabajo que poco conocían, el de las medicinas, un día Roberto le propuso a Gamboa que hicieran unos esmaltes, en sociedad con ellos. Roberto había visto por ahí una marca de lápices para cejas, Love Lines, y el nombre, que quiere decir Líneas de Amor, le gustó. Optaron por comprar diez mil frasquitos importados, cantidad exigua, para envasarlos y ver si lograban posicionarlos en los almacenes.

Registraron la marca, hicieron la mezcla, la envasaron, la etiquetaron y dispararon lejos. Se fueron no sólo a los almacencitos de barrio, sino también a las grandes cadenas de almacenes, Ley y Tía, principalmente. Se los aceptaron y a las señoras les gustó el esmalte. Con mucha dificultad, trabajando bastante, lograron sacar adelante ese negocio.

Podían estar tranquilos, los años de pobreza extrema habían pasado, la soledad de los colegios y el hogar de monjas jamás se repetirían, la lucha incesante de Roberto parecía aliviarse. Hasta cuando al señor Gamboa le dio por casarse de nuevo, tuvo hijos y por razones familiares las cosas cambiaron. Todos se apreciaban mutuamente, pero algo causaba malestar.

María y Roberto ya tenían seis hijos, el último de meses. Con esa responsabilidad encima, él decidió que se fueran ambos para Estados Unidos a conocer y pasear aunque fuera quince días. Aprovecharon una promoción bastante económica y volaron al país de las oportunidades. Era 1962 y al llegar quedaron enamorados de ese país, por tanto trabajo, abundante comercio, sociedad desarrollada y recursos técnicos.

Cuando retornaron a Bogotá, “de puros locos tomamos la inexorable decisión de irnos a vivir a Estados Unidos, Roberto, mi mamá, mi suegra, nuestros seis hijos y yo”. Alistaron todo, vendieron algunas cosas —no la fábrica de esmaltes, que dejaron en manos del señor Gamboa—, sacaron ahorros, solicitaron visas de residentes que entonces daban con facilidad, hicieron maletas y con más ilusiones que dinero, más deseos de superarse que oportunidades reales, llegaron a ese país “estimulados por esa decisión absurda”.

Cuando se instalaron y lo que llevaban empezó a escasear, se dieron Cuenta de que no tenían nada que hacer. María se dedicó mañana y noche a escribir a todas partes, a ver qué les salía, qué se ponían a hacer, pero nada les resultaba. Comenzaban a añorar la pequeña fábrica de esmaltes que al menos los liberaba de angustias. Roberto, con su habitual pragmatismo, sentenció: “Aquí lo que debemos hacer es conseguir un socio y arrancar”. El socio aparecióenlapersonadeun mexicano-norteamericano, un chicano, que se dedicaba a algo más insólito que vender medicinas: comerciaba repuestos para avión, en la firma General Aviation Suppliers.

El futuro socio les dijo “no hay problema, vamos juntos, pero es necesario que aporten veinte mil dólares”. Roberto viajó a Bogotá a visitar a sus buenos y acaudalados amigos y logró convencer a Hernando Gámez de que le prestara esa suma, argumentando que le pagaría cinco por ciento de interés. Al tipo le pareció —¡cómo no le iba a parecer!— interesante, y los dio. Luego facilitó veinte mil más y otros y otros, hasta que llegó a soltar ochenta mil dólares que sagradamente entregaron al mexicano-norteamericano.

De una camionetica vieja cargada con chucherías y de ser la muchacha de la hermana, a convertirse en socios de una comercializadora de repuestos de avión, hay mucho trecho. Las cosas iban bien, estaban muy contentos, al fin se acercaban al límite propuesto. Hasta cuando María un día escuchó una llamada donde le hacían saber que el mexicano-norteamericano debía unos pasajes, que se suponía, según las cuentas registradas, ya habían sido cancelados. Pasó a consultarle a una cubana y la puso al corriente: no sólo debía eso sino que además ella había sido informada de que tenía deudas por varios frentes y una fuente creíble había declarado que estaba en quiebra.

Cuando Roberto volvió de Colombia al otro día, con veinte mil dólares más, María le dijo “pare ahí, este tipo nos estafó, nos robó, está quebrado”. Se quedaron mudos. Consiguieron un abogado y entraron en un pleito largo y árido. Para colmo, habían comprado una casa por cuarenta mil dólares, en unas condiciones irrisorias: diez por ciento de cuota inicial y el resto por cuotas a treinta años. De nuevo cayeron en lo que ya estaban familiarizados, sentarse a pensar qué hacer. Después de comentar lo bueno, lo malo y lo feo de la situación, no les quedó otra alternativa que dejar a mamás e hijos, empacar e irse para Bogotá a recuperarse de tamaño golpe.

Otra sorpresa les esperaba.

La sociedad que habían dejado con el señor Gamboa, quien no les había mandado un dólar durante el tiempo que estuvieron en Estados Unidos, de hecho ya no era una sociedad. Él había trabajado para sí, por lo cual disolvieron el trato, y cuando fueron a reactivar la marca Love Lines, resultó que él había negociado esa razón social con un señor Jorge Bernal y no les había consultado. Compartir esa marca con un socio más no les pareció viable, de tal suerte que dejaron el asunto así. Se separaron en tono amistoso del ex socio y abrieron toldo propio. Alquilaron una casa vieja en el barrio Santafé y pusieron a funcionar la incipiente fábrica de esmaltes en el garaje.

Por fortuna Roberto siempre fue muy inquieto y tiempo atrás había registrado una marca a nombre de María, Vogue, que sería el comienzo de una gran empresa, la que los llevaría a figurar en el listado de mayores empresarios de Colombia.

Pero no ahora.

Se dedicaron a hacer las mezclas para los nacientes esmaltes Vogue, envasaron y se fueron donde los administradores amigos de cadenas y almacenes que los conocían con suficiencia. La idea era demostrar que Vogue superaba a Love Lines, cosa que lograron. Les recibieron unos cientos de frasquitos y ambos se fueron felices a celebrar ese nuevo comienzo, ese amanecer de pareja trabajadora, emprendedora y con muchos deseos de hacer capital a pulso. No era la primera vez que hacían esmaltes, de manera que más sabe el diablo por experto que por diablo.

Pero días más tarde comenzaron a recibir llamadas airadas de sus amigos administradores. Las dientas habían acogido muy bien a Vogue, se había vendido mucho en breve tiempo y en igual medida ¡habían regresado el producto y exigido devolución del dinero! ¿Por qué? Cuando las usuarias destaparon los frascos se encontraron con un pegote horroroso, una especie de engrudo endurecido. “Eso fue una locura. Le habíamos echado demasiado rapidizante y el líquido se compactó en los frasquitos”. Un buen amigo, químico, les dio la fórmula exacta, él mismo los asesoró, elogió los magníficos colores que había logrado María y los capacitó.

Para entonces María y Roberto vivían en una oficina de la carrera 9a. con calle 20, a una cuadra de la Plaza de las Nieves. Cerca quedaba —y queda— la plaza de mercado del mismo nombre. La mayor preocupación que tenían era pagarle al señor Gámez los ochenta mil dólares que ellos habían solicitado para el famoso negocio de los repuestos para avión. El los llamaba con frecuencia furioso y exigía, con razón, el pago de ese dinero.

En esa angustia emergió como salvador un personaje que convenció a Roberto de invertir en la Bolsa de Valores unos ahorros que tenía. Fue providencial. Un golpe de suerte de principiante, le permitió en ese galimatías de la Bolsa ganar ciento veinte mil pesos, cifra astronómica entonces, con lo cual abonó la mayor parte de la deuda al señor Gámez. Otra vez podían respirar tranquilos.

Pero a alto precio.

En la oficina de la carrera 9a. con calle 20 estaban sumamente estrechos. Vivían en el segundo piso donde había un baño y en el resto de espacio estaba el depósito y punto de venta de los esmaltes; dormían en una litera, porque el espacio no alcanzaba para instalar una cama doble. Ahí hacían el desayuno y salían a comer a restaurantes baratos. Roberto continuó con su vieja camioneta vendiendo cositas para ganar dinero que les permitiera subsistir. La fábrica de esmaltes Vogue estaba en el primer piso, en el garaje, donde hacían las mezclas en ollas de cocina, porque no había modo de comprar recipientes propicios. Ahí mismo, con un embudo, envasaban y etiquetaban.

La nostalgia los estaba acabando, más que el hambre o las necesidades. Los hijos y las mamás les hacían mucha falta. Ellos ignoraban las duras y las maduras que pasaban, pues cada vez que podían, con dos o tres meses de diferencia, conseguían pasajes baratos, de promoción, e iban a visitarlos.

Conocieron entonces a una señora que manejaba el arte de crear cosméticos, la contrataron y empezaron a producir removedor de esmalte, sombras para ojos y rubor, aunque el fuerte de Vogue seguían siendo los esmaltes. El proceso era ciento por ciento manual, completamente rudimentario. Crecieron en variedad y surtido, los almacenes les hacían pedidos grandes, incluyendo polvos, que habían aumentado a sus líneas de producción, la cual, sin embargo, era mínima por carencia de dinero e infraestructura.

Empacaban cajas, hacían remesas, atendían ventas por teléfono, a veces ella salía a vender directamente y él viajaba en su camioneta a hacer lo mismo; las ocupaciones eran intensas. Cuando estaban al borde de saltar el abismo de la pobreza hacia el boom, surgió otra falla que amenazó echar a pique tanto esfuerzo. Esta vez fue Roberto. No podía vivir sin sus hijos, se mantenía triste y malhumorado. María no necesitó preguntarle qué le pasaba, sino que con su olfato de mujer un día le dijo que viajaran a Estados Unidos a traer la familia.

Era 1970. Los hijos habían crecido, siete años habían permanecido en Estados Unidos, hablaban perfectamente inglés y dominaban el español, pero tenían en sus cabezas la idiosincrasia norteamericana más que la colombiana, de manera que el regreso fue difícil por su proceso de adaptación. La pareja compró una casa, matriculó a los niños en el colegio Nueva Granada y comenzó la vidaa estabilizárseles nuevamente, desde el punto de vista afectivo y familiar. Como los muchachos no encajaban muy bien, la tarea fue no descuidar el negocio y estar pendientes de encarrilar a los pequeños rebeldes con causa. Diez años tenía el hijo menor en 1971 cuando llegó al mundo Ricardo, el último de esa generación, el para siempre menor de la familia.

El crecimiento de la empresa iba bien. María y Roberto, cada vez que podían, invertían en finca raíz. De manera que cuando un señor apareció ofreciendo una bodega en el conjunto industrial Cazucá, con una inyectora y una sopladora para hacer plástico, porque estaba en bancarrota, le ofrecieron un edificio viejo y feo que poseían cerca a la Feria Exposición, la vieja casa del barrio Santafé que habían adquirido y algún dinero que lograron reunir. El tipo aceptó, se hizo el negocio y se encontraron con esas máquinas que no sabían exactamente para qué servían ni cómo se manejaban. Lo que les interesaba era la bodega.

Roberto, inquieto, descubrió la utilidad de esa maquinaria y se puso a hacer biberones, mientras María se quedó al frente de los cosméticos. Ahora sí, a capitalizar, ver crecer los hijos, ampliar la empresa y descansar tranquilos. Así fue.

Pero no por muchos meses.

Roberto tuvo un accidente de tránsito de esos que dejan un nudo en la garganta. Se fracturó un brazo, una pierna, el húmero, anduvo de clínica en clínica, de operación en operación, que lo mantuvieron literalmente inválido durante dos años, de 1980 a 1982, tiempo durante el cual María se puso al frente de los negocios.

Cuando él pudo mantenerse en pie por sí solo, María se lo llevó para Estados Unidos. Su idea era hablar directamente con los proveedores, a fin de evitar intermediarios y economizar las comisiones que estos devengan. Allí uno de ellos le dijo: “Oye María, ¿por qué no sacas una línea bien fina, en vez de lo popular que tienes con Vogue?; puedes hacer eso, me consta que tienes buen gusto”.

Le entusiasmó la idea y su desarrollo fue inmediato. Empezó a importar estuches de calidad, solicitó fragancias y hubo una que le impactó particularmente: Jolie. “Ya mismo vamos a sacar esta línea”, dijo. Fabricó unos cientos y gracias a sus excelentes relaciones comerciales, los administradores de las grandes cadenas se la codificaron como producto nuevo, fino y elegante. La respuesta de todos fue similar: “Doña María, está lindísima, tráigame de entrada tantas unidades”.

II

A partir de este momento dejó de ser María, a secas. Ya era doña María, doña María de Chávez, cabeza de Vogue, el esmaltico inicialmente preparado en ollas en un garaje pobre del barrio Santafé, envasado con embudo y etiquetado a mano, y de Jolie de Vogue, toque de distinción que empezaron a usar las damas in de Colombia.

Jolie de Vogue nació en 1982. Lo lanzaron por marketing después de contratar a alguien que había trabajado para Max Factor. Doña María carecía de conocimientos para líneas de esa calidad. Leía mucho sobre tendencias, tenía especial olfato para las fragancias, muy buen gusto para los colores, dominio sobre las combinaciones, pero le faltaba el tacto para desarrollar técnicamente ese mercado, asunto fundamental para su futuro como empresaria.

El lanzamiento se hizo a alto nivel, en Barranquilla, Cali, Medellín y Bogotá, con invitación a personajes claves a un coctel, donde ella relataba el proceso de creación de Jolie de Vogue, mostraba el producto, obsequiaba muestras y atraía compradores mayoristas.

Todo iba bien, pero el encargado del marketing tuvo inconvenientes de orden personal y un día le dijo a doña María que tenía severos problemas individuales y que se iba. “Me quedé colgada de la brocha, sin poder seguir adelante, desesperada, sin conocer ese tipo de manejo”. Echó mano de sus accidentadas experiencias anteriores y siguió sola, aprendiendo sobre la marcha. Salió bien librada.

Otro pequeño problema se presentó. Roberto, el hombre de la iniciativa, de las inquietudes financieras, del trabajo sin horario, el de visión lejana y sentido de la libertad y la independencia, decidió abandonar la empresa. La razón era entendible en alguien de su talante: “Usted —Le dijo a doña María—, se está llenando de consejeras de belleza, tiene una organización muy grande, no quiero estar en esta oficina, no tengo nada que hacer con cosméticos, lo mejores arreglar nuestra situación económica. Separemos bienes”.

Hicieron un trato. Se le entregaría por plazos fijos determinada cantidad de dinero, puesto que era un socio de enorme peso y él montaría su propio negocio. Creó una empresa de productos de belleza populares. Esta aparente contradicción entre decir “no tengo nada que hacer con cosméticos” y después crear una fábrica de ellos, merece ser explicada. Él no se sentía bien porque estaba acostumbrado a hacer las cosas a su modo. Todavía pensaba en las camioneticas con vendedores júnior de almacén en almacén, pueblo en pueblo, ciudad en ciudad, repartiendo unidades, algo en 1983 totalmente primitivo. No quería saber nada de departamentos de mercadeo ni arandelas de esas; a su espíritu le satisfacía un negocio sencillo, no más. Hoy tiene su próspera empresa con productos populares, le va muy bien, hace las cosas como quiere, manda como desea, es independiente y consecuente con su propio ritmo de vida.

Siguen siendo la pareja de siempre, nunca se separaron de cuerpos ni han disminuido su amor; permanecen muy unidos con sus hijos, como familia comparten mucho y hay correspondencia afectiva entre todos. Roberto tiene su empresa y María la suya. Eso es todo.

Para doña María el estilo de trabajo de su esposo era anómalo, porque no daba la talla a las expectativas que ella tenía. Jolie de Vogue fue trascendental para la empresa, le dio una dimensión enorme. A pocos meses lanzó otra línea, Candy, de menor categoría que Jolie de Vogue, para competir en el mercado de cacharrerías, bastante económica. Tres años después sacó Innovations, marca de clase alta, tan fina y elegante como Jolie de Vogue, de excelente manejo de color, con materiales tratados y combinaciones muy sofisticadas. Para entonces la nómina de doña María de Chávez era de seiscientas personas.

Ya no tenía una empresa sino una macroempresa. Los productos populares y medianos competían con éxito. Pero lo mejor seguía siendo Jolie de Vogue, que entró en lid con firmas añejas como Max Factor, Revlon y Yardley, con el mérito de ser una marca nacional y no la concesión de una multinacional, como las otras. Competir y superar a esos monstruos es una de las hazañas de doña María, además de haber captado millonaria clientela y proyectarla al futuro con gran dimensión.

Para 1984 ya tenía pauta publicitaria en televisión, cosa que jamás antes había hecho, porque representaba un gasto para la empresa. Por circunstancias inexplicables alguien llamó a María y le comentó que la Señorita Colombia Susana Caldas Lemaitre, tenía graves diferencias con la marca patrocinadora de cosméticos del Reinado Nacional de Belleza de Cartagena y que estaba en condiciones de escuchar ofertas de otras casas. De inmediato Jolie de Vogue contrató a Susana como su modelo oficial, le tomaron fotos espectaculares e hicieron un buen comercial de televisión. El objetivo era poder llegar a Cartagena, al reinado. Ya trabajaban otros eventos similares como los reinados del Bambuco, de la Panela, del Turismo (de significativa importancia también), del Carbón, del Arroz, en fin, Colombia es un país de reinados. Se trataba de posicionar la marca en todos los niveles posibles.

Mon Reve tenía la franquicia en Cartagena, mediante un contrato a tres años. Las directivas de la firma de cosméticos y la junta directiva del Reinado Nacional de Belleza tenían algunos roces, había descontento, y a los dos años cancelaron el pacto. Y a doña María había escrito a Teresa Pizarro de Angulo pidiéndole la oportunidad de demostrar la calidad y bondades de su producto, que ameritaban poder hacerse al patrocinio de ese certamen. Ella había contestado con su habitual simpatía, diplomacia y don de gentes, que “no, gracias, pero no”.

En cuanto se conoció la cancelación del contrato entre Mon Reve y el Reinado de Cartagena, doña María no perdió tiempo, ejemplo de cómo no se deben desaprovechar las oportunidades. Llamó a doña Teresa y ella le dijo: “Bueno, María, venga a Cartagena y hablamos personalmente”