EL PUEBLO TRAICIONADO

 

 

 

ALFRED DÖBLIN

 

Traducción de Carlos Fortea

Título original: November 1918 II. Verratenes Volk (vol 2-1)

Diseño de la cubierta: Edhasa basada en un diseño de Pepe Far

Fotografía de la cubierta: HISTORICAIR

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La traducción de esta obra ha recibido la ayuda del Goethe-Institut fundado por el Ministerio Alemán de Asuntos Exteriores.

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Esta obra ha sido publicada con una subvención de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura, para su préstamo público en Bibliotecas Públicas, de acuerdo con lo previsto en el artículo 37.2 de la Ley de Propiedad Intelectual

Primera edición impresa: febrero de 2012

Primera edición en e-book: septiembre de 2016

Originally publishes as: “November 1918 - Eine deutsche Revolution - Bürguer

und Soldaten (vol. 1)”. First published 1939 by Bermann - Fischer

Verlag. Stockholm/Querido - Verlag, Amsterdam

© S. Fischer Verlag Gmbh, Frankfurt am Maim 2008

© De la traducción: Carlos Fortea, 2011

© de la presente edición: Edhasa, 2011

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ISBN: 978-84-3501-046-7

Producido en España

Libro primero

El 22 y el 23 de noviembre

Es difícil construir una república con los materiales

de una monarquía derribada. No puede hacerse

hasta que cada piedra haya sido nuevamente tallada,

y eso lleva tiempo.

(Georg Christoph Lichtenberg)

Notas

1Colores de la bandera imperial alemana. (N. del T.)

2 El Consejo de Comisionados del Pueblo, que gobernó la República de Weimar durante sus primeros meses, estaba formado por tres miembros del Partido Socialdemócrata (SPD) y otros tres del Partido Socialdemócrata Independiente (USPD), escisión radical del anterior. (N. del T.)

3 Richard Müller, uno de los principales dirigentes del Partido Socialdemócrata Independiente, opositor al sistema parlamentario y defensor del sistema soviético de consejos, dijo en los primeros días de la revolución de noviembre que sólo por encima de su cadáver se convocaría una Asamblea Nacional. Dado que en efecto fue convocada, el genio popular lo bautizó como «Leichenmüller», Müller El Cadáver. (N. del T.)

4 Periódico del Partido Socialdemócrata Alemán. (N. del T.)

5 Sede del Alto Mando y residencia del emperador durante la guerra. (N. del T.)

6 En 1812, el general prusiano Ludwig Yorck Von Wartenburg firmó por cuenta propia un armisticio para el que no tenía el permiso del rey de Prusia, Federico Guillermo III. (N. del T.)

7 Fausto, acto I, escena I. (N. del T.)

8 Schiller, La muerte de Wallenstein, Acto Segundo, Escena Segunda. (N. del T.)

9 Bandera roja, el periódico de los espartaquistas. (N. del T.)

10 Alusión a una breve parábola de Nietzsche, «El salvaje», incluida en sus Escritos póstumos. (N. del T.)

11 Alude a la Margarita del Fausto. (N. del T.)

12 Ardilla.

13 Siluro.

14 Sopa.

15 Cáncer.

16 Eber, en alemán.

17 Se refiere a un manifiesto publicado en 1914 por 93 científicos, intelectuales y artistas alemanes, que al principio de la guerra proclamaron la identidad de fines entre el militarismo y la cultura alemana. (N. del T.)

EL PUEBLO TRAICIONADO

Hacia el atardecer aumenta el frío

El título revela lo principal. La gripe española es una desgracia; un hombre se suicida por su causa. Hacemos una visita a una rica dama en la Hohen Steg de Estrasburgo y asistimos a una gran recepción. Dos de los invitados no saben si aún se aman. Es 24 de noviembre.

Hacia el atardecer, el frío se hacía más intenso en la ciudad de Estrasburgo, cuyas calles inundaban gentes alegres, civiles y militares. El agua del Ill estaba cubierta por una gruesa capa de hielo; los niños corrían a patinar, y en las brasseries y cafés la gente se sentaba hombro con hombro. Nadie podía quedarse en casa en aquellos días de alegría.

Pero ni siquiera en días como aquellos era posible contener la plaga: la gripe española seguía su sombría ronda de visitas. Ya habían sucumbido a ella millones de personas en toda Europa; parecía celosa del botín de quien le había allanado el camino: la guerra.

Un hombre asistía, entristecido, al entierro de su madre, a la que la gripe había matado. Y cuando llegó a casa, donde había dejado a su mujer y a su hijo pequeño, que también estaban enfermos, los encontró inmóviles, sin vida. No estaba borracho, aquel hombre. Se tumbó en el suelo desnudo del salón, aún con el abrigo negro con el que había ido al entierro de su madre. Y cuando una vecina fue a visitarlo a la mañana siguiente, lo encontró en la cocina con el cuello cortado.

Recepción en casa de la señora Scharrel

El comedor y el salón de la rica y hermosa señora Anny Scharrel, en la Hohe Steg, estaban radiantemente iluminados. Se había anunciado la visita del comandante en jefe aliado, el mariscal Foch, y también vendrían los grandes hombres que habían dirigido el país durante la guerra. De los postigos de la ciudad colgaban pasquines en los que se veían los admirados rostros de aquellos días: Poincaré, el presidente de la victoriosa república, con su cabeza cuadrada, sus recias perilla y bigote, y a su alrededor los otros hombres que habían mantenido la voluntad de triunfo del país, el viejo Georges Clemenceau, del que se decía que era mordaz como un tigre, el médico de la Vendée, calvo, con su blanco bigote hirsuto que colgaba melancólico y hundidos ojos de anciano. Se veía al ministro de Exteriores, Pichon, al ministro del Bloqueo, Lebrun, a los presidentes de los dos cuerpos legislativos, Dubost y Paul Deschanel, aquel hombre elegante que aún había de ser presidente de la República durante siete meses escasos, y que luego se tiró de un tren, renunció a su cargo y murió. Se veía a Maurice Barrès, el académico riguroso, de abundante cabello peinado pulcramente; había escrito acerca de la sangre, de la voluptuosidad y de la muerte; sobrevivió cinco años a la victoria, que también fue la suya. Se veía a dos constructores de aquella Francia a la que ahora se entregaban: el anciano Víctor Hugo (el envoltorio de su siempre brillante y fogoso espíritu descansaba hacía ya mucho en el Panteón), y Léon Gambetta, el patriota y orador que hacía cincuenta años había ayudado a construir la república a un país abandonado por su emperador y devastado por la guerra.

Ahora, en el hermoso y distinguido piso de Madame Scharrel, había tantas personas, damas y caballeros, riendo y hablando, que el estrépito y la música del Café Westminster, en el edificio de al lado, tan sólo se oía como telón de fondo. Y cuando el ruido de la conversación y del entrechocar de platos y copas descendía, y la música sonaba con más fuerza, uno se sentía como en la pausa de un baile.

Iban y venían oficiales; la señora Scharrel había recibido orden de alojarlos. Se hablaba en grupos, de pie con tazas de té en la mano o comiendo pasteles. Algunos hablaban del desayuno en el ayuntamiento. Los oficiales se veían envueltos en la conversación: mejor o peor, allí todos hablaban francés. El señor cura, el padre confesor de la señora Scharrel, reunía en torno a su sillón a algunos graves ciudadanos de Estrasburgo; juntaban las cabezas y cuchicheaban acerca de los desagradables incidentes de la jornada: era irritante que hubieran arrancado banderas de los comercios, y se habían cometido ya espantosos errores; ¿quién demonios dirigía aquella campaña? Al fin y al cabo no estaban en ninguna revolución. Entre las gentes que discutían seria y justificadamente estaban, naturalmente, aquellas que por algún motivo temían ser víctimas de un «error».

La señora Anny Scharrel, viuda desde hacía mucho y que había perdido a su hijo mayor en el campo de batalla en los primeros años de la guerra, llevaba un vestido de medio luto, en cierto modo de transición. El hermoso y rico cuello de encaje que cubría sus delicados hombros era lo único enteramente negro en ella. Llevaba un peinado singular, de aire exótico, con los cabellos castaños en alto, la raya en medio, y densos bucles cayendo sobre las orejas, que hoy llevaban un pequeño pendiente de coral (su rojo destacaba atractivo entre la oscuridad que lo ocultaba). Un vestido de tornasolado raso azul oscuro con una pequeña cola cubría su cuerpo. Su blanco cuello estaba al descubierto. Se veían de sus pies, cuando caminaba (si se hallaba tiempo para apartar la vista del fino rostro bronceado y de aquellos ojos excitantes), las puntas que se mecían en zapatos plateados.

La señora Scharrel dejó el plato de pasteles en cuanto Hilde entró en la habitación y le sonrió. Acercaron con cuidado las mejillas; ambas iban empolvadas y se habían pintado los labios.

Sí, era Hilde, la antigua enfermera del pequeño hospital militar alsaciano por la que tanto se afligía nuestro teniente Maus porque no le escribía una sola línea y, al parecer, no le perdonaba aquel violento asalto del día de la despedida. Era ella, la hija de un constructor de Estrasburgo, que había regresado a su ciudad. ¿Qué buscaba en casa de la señora Scharrel? Buscaba a alguien... y, ah, cómo es el amor, no al teniente Maus.

Se había alistado para salvarse de un amor desdichado; había sucumbido a un hombre y se había convertido en su esclava, y tenía la oscura sensación de que aquello ya no era amor. Fuera, cerca del campo de batalla, todo se había ido como de golpe. No se escribieron. Ella tan sólo pensaba a veces, y con espanto, en él. Ahora la guerra había terminado, y ella volvía. Quería verle. ¿Dónde estaba? No quería rehuirle. Quería comprobar el resultado de la guerra en sí misma. La señora Scharrel era pariente suya, allí se habían encontrado.

Antes de que Hilde entrara en la habitación, vio el bastoncillo de Bernhard fuera, en el paragüero; así que estaba allí. Ahora ella estaba con Anny, que le acercaba un plato, y charlaba y reía.

Hilde era una persona alta y esbelta. Los senos en los que un día el enfermo primer teniente Becker había hundido el rostro abombaban una blusa de seda blanca. Llevaba su pelo rubio ondulado, aquella suelta montaña de cabellos, muy alto, alegremente inclinada hacia atrás. Por un enigmático cambio, desde que había empezado aquel día, desde que había oído desde la cama el sonido de una banda de música en la calle, la alegría se había apoderado de ella. Los días de su trabajo de campaña en el hospital habían pasado, y ahora había recuperado su delicado color; sus mejillas habían vuelto a redondearse, como si hubieran estado esperando el regreso a Estrasburgo. De ese modo, estudiaba radiante, junto a la fina Anny, la luminosa sala llena del aroma de los cigarrillos. Anny se alegraba tanto de verla, desbordante de salud y alegría con su largo vestido de seda, que, justo en el momento en que Hilde iba a introducirse en la boca una cucharita de plata con un trozo de tarta, le cogió la mano:

–Dame un mordisquito.

Y comieron juntas el resto de la tarta, se abrazaron y rieron.

En ese momento llegaron dos señoritas, gemelas, sobrinas de Anny, y se mostraron encantadas de ver a Hilde. Querían ir a París, pero aún iban a quedarse una semana, porque aquí en Estrasburgo había tanto jolgorio. Aquellas dos lentas criaturas, que no se apartaban la una de la otra, vestidas con largos vestidos de sociedad que no destacaban línea alguna de su cuerpo, bajo un pesado echarpe azul, miraban atentamente a Hilde. Las hermanas pasearon con Hilde por las dos estancias. A ella le parecía como si las gemelas la llevaran a algún sitio, pero no le importaba, se sentía feliz. Cuando, ya en el salón, las gemelas se separaron de ella, el astuto cura abordó a Hilde; un oficial francés le acompañaba, se hizo presentar, hablaba una mezcla de francés y alemán; aquel oficial ya no tan joven quería oír hablar alemán alsaciano, y la calificó de la más bella representante de la recobrada Alsacia que había tenido la suerte de encontrar hasta ahora... que si no había estado hacía poco en la Rabenplatz, cuando pasó el desfile de las antorchas, que si no era posible que...

Entonces, en mitad de la conversación (el cura contaba la sacrificada actividad que había ejercido voluntariamente durante todos aquellos cuatro años, en el Este, en Rumanía, y por último aquí), Hilde recordó su propósito: «Aquí hay tanta gente, y habla conmigo, y me mira... pero, ¿dónde está Bernhard?». La idea de que Bernhard estaba en la sala la distrajo. Se despidió de los dos caballeros y regresó seguida por atentas miradas. Las gemelas se colgaron de ella una vez más y preguntaron:

–¿No se irá ya?

Ella no se dejó retener.

En el comedor había un constante ir y venir. No dio con él. «Pero... si está aquí, lo mejor es que me quede cerca de Anny, ya aparecerá.» Anny estaba sentada en su sillón, rodeada de un semicírculo de desconocidos caballeros. Invitada por Anny, Hilde tomó asiento junto a ella, en realidad más bien algo atrás. Estaba en marcha una grave conversación. Uno de los caballeros, todavía joven, de barba castaña, con una leontina dorada sobre el chaleco blanco, fue reconocido enseguida por Hilde: era el médico de cabecera de Anny. Formaba parte de la facultad de Medicina de la universidad.

Cuando los tres estaban en el hueco de la ventana, delante de la pesada y solemne cortina, y el médico y Hilde intercambiaban recuerdos de guerra (había lazos entre el Hospital Clínico de Estrasburgo y el pequeño hospital militar), se acercó un elegante y llamativo caballero, un artista, pintor o músico, a juzgar por su abundante cabellera castaño claro que cubría su nuca. Los rizos le caían también sobre la frente, y un gran mechón pendía sobre el arranque de la nariz. Su camisa blanquísima, cuyos puños abiertos sobresalían bajo las mangas de la chaqueta de terciopelo, se abría en la garganta en un cuello blando sostenido por una pequeña y aparentemente informal corbata color azul marino. Caminaba con paso elástico calzado con zapatos de charol, cuyos anchos cordones estaban delicada y cuidadosamente colocados. Acalorado, este elegante caballero se acercó al grupo junto a la ventana (todos estaban acalorados en aquellas estancias, por la bebida y por la apretada convivencia) y se acarició como una dama, con el pañuelito hecho una bola, la rizada barba castaña que le enmarcaba ambas mejillas y dejaba libre la blanda mandíbula; una fina y alargada tira de pelo constituía el bigote. Se detuvo ante el grupo que charlaba; pareció acoger con entusiasmo de artista la estampa que ofrecían los tres delante del tapiz: Hilde, rubia como una valquiria, resplandeciente, mirando a Anny, que era más bajita que ella, pero que en su singularidad atraía las miradas, y el médico burgués con su preocupado rostro.

–Pero ¿no os conocéis? –preguntó sorprendida Anny–. Éste es mi sobrino Bernhard, y ésta es Hilde.

Anny sonrió a Hilde:

–Lleva una hora buscándote por toda la casa y no te reconoce. ¿Tanto has cambiado en estos cuatro años, Hilde? A mí me parece que no.

Bernhard, el bello artista, dejó que su mano derecha se deslizara por su corbata poniéndola en su sitio y tendió la mano a Hilde entre pequeñas reverencias. A su vez cogió con atención la de ella y, mientras saludaba a Hilde, ella no logró liberarla:

–Hace días que el rumor acerca de su regreso a Estrasburgo me persigue, señorita Hilde –mintió él, con ojos soñadores y coquetos–. Tía Anny habla de usted, su padre habla de usted, pero incluso ahora que está aquí se vuelve invisible.

–¿Qué motivo iba a tener Hilde para ocultarse de ti, Bernhard? Quizá te la has encontrado en la ciudad, o en casa de su padre... y no la has reconocido.

–En verdad, me confieso culpable –afirmó él sin apartar la mirada de ella, que por fin había liberado su mano–. Sale usted de la guerra como... bueno, me faltan las palabras.

–¿Y ahora qué, Bernhard? –apremió la tía, que miraba a Hilde con visible ternura–, ¿qué te parece Hilde? ¿La ves en un cuadro?

–¿Un cuadro? Tú eres una musa, tía Anny. Y usted, señorita Hilde... –y al decirlo extendió los brazos y estrechó a Anny y al médico junto a Hilde contra los cortinones y susurró–: parece Germania.

Anny hizo un brusco movimiento con los hombros:

–¡Bernhard!

El médico se inclinó ante Hilde, a modo de disculpa:

–Un cumplido de artista.

Hilde dejó que le encendieran un cigarrillo, y estaba feliz. La tía Anny tenía que despedir a una visita, pero regresó enseguida. Y mira por donde, arrastraba tras ella a las dos inseparables, las jóvenes señoritas de negros cabellos que hacía mucho tiempo que acechaban en las cercanías, y las dos ensancharon el grupo; sus miradas volaban de Bernhard a Hilde y de Bernhard a Anny, se cogían del brazo en actitud estatuaria y se daban codazos complacidos. Hilde reía, la conversación discurría del modo más alegre, a las gemelas les preguntaron por su viaje a París, Anny explicó de pronto que ella misma iba a ir a París, por disputas jurídicas.

–Pero ¡tía Anny! –exclamó Bernhard–. ¿Al hermoso París, y vas a dejarnos solos?

Fue Hilde la que primero se despidió. Bernhard la acompañó al pasillo. Cuando la criada le puso el abrigo con ayuda de Bernhard, Hilde estudió con atención el paragüero y lanzó un «¡Ah!» de alegre sorpresa:

–Ahí sigue su bastoncillo. Aún lo lleva usted.

Él no tuvo respuesta.

Necesitó tiempo para poner su corbata y sus cabellos en orden en el espejo del pasillo, no se atrevía a volver a la sala, pero tenía que hacerlo. Los huéspedes se iban. Cuando la tía le vio (estaba acompañando hasta a la puerta a dos damas entradas en años), asintió fugazmente:

–Pensaba que ibas a acompañar a Hilde.

Él sólo consiguió pronunciar un «¡Oh!» y componer una sonrisa carente de contenido.

* * *

Hilde regresó a casa a pie. El suelo estaba embarrado después de la nieve de la mañana y del mediodía.

Aún llevaba consigo la nube de simpatía, actividad social, la excitación del té, los licores, los cigarrillos. Pero en el centro, del pecho hasta el cuello, sentía una piedra.

El encuentro después de la guerra que tanto había temido: allí estaba ella, con un tipo perfumado y pusilánime.

Dobló por una calle lateral, llegó a la silenciosa Saint Peter Platz y caminó a lo largo de la hilera de casas. Dos faroles solitarios ardían con turbia luz. Entró en una casa abierta y se apoyó en la pared. Estaba tan consternada que tenía que detenerse.

Veía y olía a aquel hombre desconocido, un «artista», un hombre hermoso y relamido, que había estado a punto de acompañarla a casa. Se lo imaginó como Bernhard. Había estado bajo su égida, y de ella había huido.

Al sentir que el frío la atenazaba, se arrebujó en su abrigo y se puso de nuevo en marcha. Cuando se levantó de la mesa con su padre después de cenar para ir a su cuarto, aún no había superado la conmoción.

* * *

Anny Scharrel estaba distraída, y Bernhard, que después de la recepción se quedó a cenar con ella, también. Varias veces Bernhard alzó la vista implorante hacia ella, que no reaccionó. Al llegar al café, le besó la mano.

Imploró:

–¿Te he ofendido?

–No, tengo cosas en la cabeza.

Se quedó sentado ante la mesita del café, ocupado con la mano inerte de ella. Anny, siempre perdida en sus pensamientos, le acarició los espesos cabellos de la nuca. Él se dejó acariciar y, finalmente, se arrodilló ante ella para facilitarle la labor y apoyar la cabeza en sus rodillas. Sentía la familiar, apacible y grata sensación de estar cerca de Anny. Mientras su piel acariciaba la rígida tela de raso, volvió a abrirse paso en su cabeza la «rubia Germania», la sorprendente imagen de Hilde. Era cierto: la guerra había terminado, las golondrinas regresaban a casa. Era hermoso apoyarse en las rodillas de Anny y saber que Hilde, una joven y desbordante belleza, volvía a estar ahí.

Como si tocara algo de sus sueños, Anny se levantó. Mientras le tendía la boca, que no abrió, miró dentro de sus ojos, pero no descubrió nada. En la puerta de su cuarto él quiso seguirla, pero no lo decía en serio. Los dos se quedaron contentos cuando se separaron en la puerta después de un abrazo cargado de interrogantes.

Al cabo de diez minutos, él estaba sentado en el ruidoso Aubette, en un rincón libre, y escribía apoyado en las rodillas (tenía que compartir con varios una mesita) en una hoja arrancada de su bloc:

«Querida, adorada Hilde (¿Qué desea el señor? ¡Un chocolate, por favor!): la guerra ha destruido bienes y aniquilado a personas, pero déjeme decir esta blasfemia: que en ella se haya convertido usted en la Hilde que he encontrado esta tarde después de cuatro años (Un camarero: ¿El señor ya ha pedido? Pero por favor. Llevo diez minutos esperando. ¿Qué ha pedido el señor? Un chocolate. Disculpe, el trajín) la compensa en algo. Dos enigmas: esa transformación... y su largo silencio. ¿Considera adecuado que ese silencio dure, incluso ahora que las cosas se concentran de tal modo?» (¿Para quién es el Cassis? Un Cassis, un té).

Cuando había conseguido un sobre y un sello, la puerta se abrió de golpe y, con una oleada de frío, entró un montón de jóvenes; irrumpió como una bandada de pájaros, tirando mesas y sillas; los camareros salvaron las bebidas, la gente reía y jaleaba, algunos jóvenes llevaban máscaras, Guillermo con su bigote: «Lo conseguimos», un Ludendorff con aspecto de oso, un gendarme prusiano sobre un caballito de madera.

Al día siguiente

El comisionado del pueblo ha agotado sus reservas de ira. Su entorno sigue temblando, y tiene sombrías visiones. Los espartaquistas organizan manifestaciones callejeras. Dos radicales discuten el inagotable tema: ¿cuándo una revuelta es una revolución, y cuándo un simple golpe?

Ebert ha descansado

Al llegar el nuevo día, sábado, 7 de diciembre, el primer comisionado del pueblo regresó, no demasiado temprano, bien dormido y en plena posesión de su equilibrio, a la Wilhelmstrasse. La calle estaba especialmente asegurada por los militares desde la tarde anterior.

La nerviosa iluminación nocturna del edificio de la Cancillería se había extinguido. La casa estaba tranquila, fría y segura. Sus pasillos bullían de trastornados compañeros de partido; estaban bajo la impresión del misterioso golpe del día anterior. El propio Ebert, una vez agotadas sus reservas de ira, volvía a sentirse bien dentro de su pequeño cuerpo de jabalí.

Escuchó los relatos recibidos, lamentando en secreto, mientras leía y tomaba notas, haberse dejado llevar por la ira el día anterior; lamentando no haber hablado tranquilamente por teléfono, como de costumbre, con el general Gröner.

Al contrario, tenía que haber telefoneado y haberles gritado, para que supieran que no era tan fácil acabar con él.

Su «subsecretario», de barba gris, un viejo compañero de partido, preguntó preocupado qué pensarían ahora de Berlín en Kassel. Esto llevaba agua a su molino.

Ebert gruñó, inclinado sobre sus expedientes:

–Naturalmente; el desbarajuste berlinés. Pero esos buenos señores se equivocan. El que se ha puesto en ridículo con el incidente de ayer es Kassel. Si la confusión de ayer es su contrarrevolución, apaga y vámonos.

Habló de los nobles cabecillas del golpe que habían descubierto, los caballeros del Ministerio de Exteriores, Matuschka, Rheinbaben. Han huido, valerosos. Ebert tomó conocimiento con indignación de la susurrada noticia de que también un tal señor Von Stumm, de la familia de industriales, estaba involucrado en el asunto.

–Adelante.

Luego vino el secretario Schmidt con los últimos periódicos. Los radicales de izquierda echaban espumarajos. Salían contra el Gobierno con todo lo que tenían.

El Rote Fahne escribía:

«¡Trabajadores! ¡A la huelga masiva! Hay que actuar. Hay que investigar este crimen sangriento, aplastar con puño de hierro la conspiración Wels-Ebert-Scheidemann, salvar la revolución. ¡Abajo Wels, Ebert, Scheidemann! Todo el poder a los consejos de obreros y soldados. ¡Al trabajo, a las trincheras, a la lucha!»

Ebert tendía al secretario una hoja tras otra:

–Los espartaquistas están listos para el manicomio.

Schmidt arquetipo de maestro de escuela, serio, gafas de acero, cerca de cumplir los treinta, plegaba cuidadosamente los periódicos:

–Esto no va a terminar en la Chausseestrasse.

Ebert asintió.

–Esta gente no tiene remedio.

El resto de los resultados de la investigación, que fue llegando a lo largo de la mañana, interesaron menos a Ebert. Aquel hombre bajito ejercía un poder tranquilizador sobre todos. Cuando le dijeron, excitados, que se habían comprobado nuevos vínculos entre el brigada Fischer, que quería detener al Comité Ejecutivo, y el Ministerio de Exteriores, compuso una sonrisa irónica y preguntó a su joven secretario:

–¿Desde cuándo se preocupa todo el mundo por el Comité Ejecutivo? ¿Tanto temen los camaradas a esos alborotadores? ¿Eh? Yo no –y miró a los ojos al joven–: Si Liebknecht quiere jaleo, lo tendrá.

Con ese resultado, se sentaban después de una hora los dos secretarios de Ebert para su modesta comida en la Dorotheenstrasse, en un pequeño local que hacía esquina con la Friedrichstrasse, y sorbían su floja cerveza. Eran Schmidt y Neumann; Schmidt, el de las gafas de acero; Neumann, más joven, tenía un bigote suave y rubio y largos cabellos rubios. Habían hablado con amigos, reinaba gran agitación en la ciudad, los espartaquistas habían llamado a la huelga general y repartido octavillas: «¡Huelga masiva! ¡A las trincheras!». Se habían convocado para hoy nuevas asambleas, también en las desdichadas salas Germania.

Schmidt dijo:

–Todo aquel de nosotros que esté libre irá a la Wilhelmstrasse y se quedará allí mientras se pueda aguantar el frío. Pero no tenemos muchas armas.

Neumann se mostraba más optimista:

–¿Quién va a seguir esa huelga general salvaje? Los mismos de siempre, y alguno más. En las fábricas Löwe y Schwartzkopff trabajan pacíficamente. Vendrán los de Knorr-Bremse y luego unos centenares de la Asociación General de Electricidad y la Deutsche Waffen.

La conversación no continuó.

Schmidt:

–¿Te gustaría estar en el pellejo de Ebert, ahora, en el consejo del gabinete? Otro incidente como el de ayer por la noche, y a los independientes no les quedará más remedio que dejar el Gobierno, que caerá.

–Y nos habremos librado de los independientes.

Schmidt:

–¿Y qué pasa con nosotros? ¿Con quién iremos? Liebknecht nos está empujando a un callejón sin salida.

–Entonces, precisamente, nuestra gente tiene que moverse más.

–Nuestra gente, nuestra gente. ¿Qué aspecto tendrá nuestra gente cuando se les arrebate todo y se les haga tragar Dios sabe qué sin defenderse?

–¿Qué querrías hacer tú, Schmidt?

–¿Yo? No lo sé. Aquí nadie puede querer nada. Pero esta apatía, esta apatía. Se nos quita todo. Nadie sabe qué hacer. Demonios, Neumann, hay que mostrar un poco de músculo de vez en cuando. ¿No te gustaría volver a tener en los labios un poquito del gusto de la revolución? Somos la clase obrera. No vamos a engañarnos, hemos cometido errores durante la guerra; pero ésta es la ocasión de repararlos, y podríamos dar al partido un soplo de aire fresco. Cuando se lo digo a Ebert, al principio se anima, pero luego dice que soy un intelectual, y que no es tan fácil.

Neumann:

–¿Qué querrías hacer tú, entonces? Con los independientes o con los espartaquistas... No es posible.

Schmidt, vehemente:

–Necesitamos la unidad de la clase obrera como el comer. Ebert debería tener valor. Estamos con él. Tiene demasiado miedo a los oficiales y al ejército del frente. A la mierda con ellos. El 9 de noviembre les enseñamos el puño. El 9 de diciembre volveremos a hacerlo. Te digo que con ellos no va a estar ni un perro, y nosotros tenemos a los trabajadores y podemos hacer lo que queramos, contra todos. Los espartaquistas no son más que cuatro muñecos que hacen ruido por mil, y sin Rusia no son nada... y contra la Entente tampoco. Naturalmente, Eisner tiene razón: Con Solf en Exteriores no podemos hacer gran cosa.

Neumann:

–Entonces no sé lo que quieres.

Schmidt saca el Vorwärts del bolsillo de la pechera:

–¿Qué hacemos? Que lo de ayer no haya terminado mal no es mérito nuestro. ¿Cómo nos comportamos? Como los independientes: un poquito de indignación, un poquito de amenaza; no adelantamos. Indicamos oficialmente que hay mejores expectativas para el abastecimiento de pan; «debido al clima sin heladas, la cosecha de tubérculos ha podido concluir antes de lo esperado», con lo que se ha liberado mano de obra, se dispone de más cereal, el abastecimiento de pan está asegurado hasta el 1 de febrero de 1919.

Neumann:

–Qué tienes en contra de eso. No está mal, Schmidt, no está mal. Eso tiene pies y cabeza.

Schmidt, iracundo:

–De esa forma nos apartan paso a paso de nuestras tareas, se echa arena a los ojos a los trabajadores.

–Sin su poquito de pan nada funciona. El que lo da dispone de un grandioso argumento.

Schmidt:

–Arena a los ojos. Se hace como si no pasara nada en el país. Con ese pan, alimentamos también a nuestros enemigos. Atacar, digo yo, establecer la unidad de la clase trabajadora. La gente está hambrienta de eso. Perdemos terreno. Estamos ya en retirada. Ebert nos pone a la defensiva. No basta con sentarse en la Wilhelmstrasse. No nos hacemos con el poder, aunque podríamos, aunque está a nuestro alcance. Terminamos por ser una pantalla para la burguesía.

Neumann:

–Necesitamos un hombre que sirva para estar a la defensiva. No hay nada más importante en este momento.

El suelo se abrió bajo los pies de Schmidt, mientras miraba triste su jarra medio vacía. Y vio en aquella jarra, mientras respiraba pesadamente, trabajadores, hombres y mujeres, errando por las calles, mientras los soldados les disparaban. Y ante el edificio de la Cancillería, en la Wilhelmstrasse, marchaban desde la Avenida de los Tilos regimientos con música atronadora, con las viejas banderas a la cabeza. La masa humana era empujada hasta la Leipziger Strasse, hacían salir a Ebert y lo llevaban preso, en un coche cerrado. Y a la Cancillería entraba un general con su Estado Mayor, la dictadura militar había llegado.

Manifestaciones de los espartaquistas

A las dos de la tarde (la lluvia empezaba a ceder), tres mil personas se congregaron en la Avenida Siegesallee, en el barrio de Tiergarten.

Liebknecht habló:

–Las masas tienen que darse cuenta de adónde conduce la política de los socialistas imperiales. El golpe de ayer por la noche fue organizado por el Gobierno.

La columna se puso en movimiento, con doscientos hombres armados de la Alianza de Soldados Rojos a la cabeza. Un gran coche con ametralladoras les precedía. En la Avenida de los Tilos, delante de la Biblioteca Nacional, soldados con ametralladoras hicieron frente a la columna. Mientras el pánico surgía atrás, delante se formaron dos aglomeraciones, y pareció entablarse un combate.

Entonces, un coche del ejército cruzó corriendo el Schlossbrücke. Dentro, dos personas se pusieron en pie y gritaron:

–¡Alto! ¡No disparen!

Acto seguido, los soldados se retiraron al edificio de la biblioteca. Hombres de la Alianza de Soldados Rojos se apoderaron de sus ametralladoras.

Eran del gobierno de la ciudad. Liebknecht habló desde el coche:

–Estamos en el punto del que partió el primer impulso para el baño de sangre de ayer. Exigimos que el gobierno actual y Wels se vayan. Mientras los sanguinarios no hayan sido derrocados, la revolución estará en peligro.

Después de él habló Rück, de Stuttgart:

–¡Armaos! Queremos la revolución económica y expropiaciones. Llevad armas cuando vayáis a la fábrica y cuando salgáis a la calle.

Una mujer:

–Os ha ido mal en la guerra, aún tendréis que pasar hambre mucho tiempo. Tenemos que derribar este gobierno, entonces irá mejor. ¡Karl Liebknecht será nuestro presidente!

Al otro lado, junto al edificio del Arsenal, entre los árboles del bosquecillo de castaños, estaba el templo clásico de la guardia. Los soldados que había dentro miraban por encima de la verja. Maldecían a aquellos locos:

–Los franceses vendrán pronto.

La columna se detuvo en el pelado parque del Lustgarten. Allí se dijo a la gente que el comandante de la división de la marina popular, conde Wolff Metternich, que había participado en el golpe del día anterior, había sido relevado de su cargo, y Radtke había ocupado su lugar.

A las cuatro terminó todo. Los coches corrían por la Avenida de los Tilos y la Friedrichstrasse y esparcían octavillas: «¡Trabajadores, soldados, camaradas! La revolución corre supremo peligro. En pie, a la protesta masiva. Domingo, dos de la tarde, parque de Treptow. La Liga Espartaquista».

Hacia el atardecer, se repartieron por la ciudad decenas de miles de octavillas: «Muerte a los judíos. ¡Matad a Liebknecht!».

En el cuartel general de los espartaquistas

En la oscura plaza de palacio, el edificio de las caballerizas, la sede principal de la «División de la marina popular», bullía de gente al atardecer. Muchos se movían por el Schlossbrücke y la Königsstrasse hacia el cuartel de la policía, otros regresaban de allí, y la mayoría andaban inactivos, discutían y escuchaban, con espías en todos los grupos.

Al edificio entró, tarde, el ruso Radek. Quería ver a cuál de los dirigentes podía encontrar, para saber algo de la situación.

En las oficinas, llenas de ruido, se enteró de que Liebknecht estaba en la casa. Radek conversó con algunos marineros, que estaban de buen humor y con ganas de pelea. Cuando abrió una ventana de la enrarecida y recalentada estancia, desde el patio le llegó la voz de Liebknecht, ronca como desde hacía días. Hablaba con los marineros. Radek se alegró, a pesar de no entender una palabra.

Al cabo de un cuarto de hora, se oyeron pasos de soldados atronar la escalera. Entre los armados, que le rodeaban como una guardia personal (sólo parte llevaban verdaderos uniformes, algunos llevaban gorras militares y abrigo militar con sus ropas de civil, pero sobre todo había simples civiles con fusiles), apareció, sudando, con el pelo pegado a la frente, Liebknecht, con el sombrero en la mano.

Su rostro estaba enrojecido. Estaba excitado, despeinado. Enseguida se congregaron a su alrededor, él quería beber, le pusieron una bufanda al cuello. Desde lejos, sin abrirse paso, Radek lo vio deslizarse por entre las mesas. Qué hombre entusiasta, arrebatado, auténtico. Cómo vibraba todo en él. Cómo desaparecía la amarga dureza de sus rasgos. Alguien le gritó algo. Miraron a su alrededor, Radek oyó mencionar su nombre, y ya Liebknecht venía hacia él. Radek recordó la frase de Ibsen: «Con hojas de parra en el pelo». Se estrecharon las manos. El alemán sonrió con aire ausente (levemente extraviado, le pareció a Radek; así miraba cuando salió de la cárcel y no se orientaba).

Delante de ellos se abrió una puerta, y entraron en la habitación adjunta, llena de humo, de la que varios marineros se alejaron después de algunos cuchicheos.

Liebknecht se quitó el abrigo, lo tiró sobre la mesa junto a las botellas de cerveza vacías y los ceniceros, y se dejó caer en una silla, agotado y respirando profundamente. Apoyó la cabeza en el abrigo.

Radek dijo:

–Ha sido una tarde caliente.

El alemán no se movió. Parecía dormir. Cuando alzó la cabeza de la mesa, se quitó los quevedos y pareció apagado, cansado y ajeno. Carraspeó. Pero aun así aún no tenía voz cuando dijo:

–Las cosas fluyen.

Radek pensó: qué distinto aspecto tenía Lenin en esos días. Ambos compartían la ronquera, pero por lo demás... El uno era una cabeza, un conocimiento, diez energías, y éste... una llama que sube y baja.

Radek:

–Mañana pues, por la tarde, la asamblea en Treptow. Hay que estar preparado para todo. Los otros también reunirán a su gente. Puede haber choques.

Liebknecht:

–Esta vez no nos dispararán.

Se secó cuidadosamente el rostro, el cuello, se sirvió agua de una garrafa y bebió con lentitud. Mientras lo hacía, salió de su éxtasis y mostró su rostro agotado, cotidiano, amargado por el sufrimiento.

Radek:

–Por tanto, tienes claro que ahora todo empuja hacia una insurrección armada, y en los próximos días.

–Querido Radek, eso es exactamente lo que parece. Lo has formulado de manera espléndida. Todo empuja hacia una insurrección armada, y en los próximos días. Me gustaría ver quién puede contener la insurrección que está en curso. Ni tú ni yo podríamos hacerlo. Pasaría por encima de nosotros. Cuando hablo, me pasa una cosa extraña: el pueblo, las masas, esa ardiente ira de las masas, no permite ninguna opinión personal. No puedo formular ningún pensamiento, hacer ninguna indicación. Sólo puedo decir: adelante, adelante y siempre adelante. Es lo único. Le quitan a uno el Yo. Mi Yo está como extinguido.

Fuera, había dicho: «Oficiales y terratenientes, generales y almirantes infiltrados en los consejos de soldados, príncipes como protectores suyos. En Westfalia y otros lugares, reuniones secretas de los oficiales infiltrados en los consejos con otros oficiales bajo la dirección del Alto Mando: Hindenburg decreta manifestaciones políticas, como en los días de Guillermo. El teniente general Von Winterfeld marcha con la 2.ª división sobre Aquisgrán y Colonia para derrocar la revolución. Y, a la cabeza de enormes ejércitos con la bandera negra, blanca y roja, disciplina ejemplar y odio artificialmente excitado contra nosotros, los bolcheviques; los generales, los culpables de la guerra, los que conspiraron con los Hohenzollern, marchan desde el oeste hacia el interior de Alemania. La perfidia de la contrarrevolución militar no ha hecho más que crecer. Y ahora se han quitado la máscara, en ese sangriento 6 de diciembre que no olvidaremos. Tolerados por el gobierno de Ebert, Scheidemann y Wels, fomentados, mimados por ellos...».

Radek:

–Has hablado como tenías que hablar.

Liebknecht:

–¿Siempre has estado de acuerdo?

Radek:

–Completamente. Pero no debes exponerte al agotamiento. Te he visto hoy cuando hablabas. Me asombra tu ligereza, concretamente sobre la imprudencia de los camaradas. Te expones demasiado. Se te podría pegar un tiro con toda facilidad. Nosotros en Rusia siempre hemos sabido lo que significa un líder –sonrió, taimado–. También en el campo enemigo.

Liebknecht:

–¿Por eso una guardia personal? Eres grotesco. Entonces, ¿estás de acuerdo?

Ajá, la duda se anuncia, sagrado Lenin, asísteme. Los claros y sinceros ojos del alemán se dirigen a él.

–Naturalmente. Ya lo estás oyendo.

Liebknecht:

–Tienes que explicármelo con más precisión. ¿En qué, con qué estás de acuerdo?

–Tú mismo acabas de decir, Karl, que las cosas fluyen.

–Cierto. Las cosas fluyen.

–¿Y bien?

–¿Y qué opinas de eso? ¿Hay que dejar que fluyan? Hace poco me hablabas de vuestra oposición en el Comité Central a la revolución de octubre, el artículo «¿Qué no hacer?».

–Oposición que Lenin rechazó. El que se refería a la Comuna francesa.

–Sí. Lo calificó de superficial –Liebknecht cavilaba; con la mano izquierda, acariciaba mecánicamente el forro negro de su abrigo–. Me interesa saber cómo pudieron surgir los pensamientos relativos a ese artículo. También pudieron surgir entre vosotros. Kaménev decía: aguantar, no ceder demasiado deprisa, aún no se daban las circunstancias.

Radek, muy vivo, desagradablemente afectado:

–Al cabo de una o dos semanas, se demostró que no tenía razón. Golpeamos. Ya sabes con qué resultado.

Liebknecht caviló y asintió:

–Naturalmente. Por lo demás, aún seguís luchando. Venceréis, no lo dudo. Pero puede prolongarse.

Radek se encogió de hombros:

–Tal vez años aún. Apagaremos el fuego donde surja.

–Claro, claro. Tenéis un país gigantesco. Destruís un poquito aquí y un poquito allá. Para nosotros es difícil. Vivimos más apretados.

Se detuvo y miró fijamente el forro negro, del que cogió una arruga entre dos dedos, la levantó hasta formar una montaña y volvió a dejarla caer lentamente:

–No podemos permitirnos esa generosidad.

Radek:

–¿Qué quieres decir?

(Hacía como si participase en un debate puramente académico. Se acariciaba la frente y la nariz, de manera en apariencia casual, y se tapaba de ese modo la boca para no mostrar su irritación.)

Liebknecht:

–No quiero decir nada. Después de un día tan ardoroso, en el que no he podido hablar, puedo dar por fin mi opinión. Sí, todo avanza...

Radek:

–Hacia la meta.

–Tenemos gente magnífica, espléndidos muchachos. Somos responsables de ellos.

–Pregúntales qué quieren.

–Lo sé. Por eso sigo siendo responsable... Quiero la paz. Siempre la he querido. La paz auténtica y completa. Y el desarme de los militares, el desarme interior y exterior, el socialismo, la caída del capitalismo.

–Eso no puede conseguirse sin las armas.

–Pero si golpeo demasiado pronto soy un «golpista», un «blanquista», y lo trastorno todo.

–Querido Karl, momento adecuado, momento inadecuado. Vienes aquí. Radiante. Tú mismo sabes que has hablado a las masas con el corazón. Lo que tienes ahora son reparos, miedos que le asaltan a uno cuando está solo.

Liebknecht se bebía sus palabras. Tenía las palmas de las manos apoyadas encima de la mesa.

–¿Crees que es así?

–La tarea es inmensa, la meta la más grande que puede fijarse un ser humano. Como individuo, como persona privada, te sientes pequeño y desvalido. Cuando estás delante de las masas lo tienes todo claro.

–Así es –asintió Liebknecht.

Radek forjaba el hierro, que estaba caliente:

–No se es ni blanquista ni golpista por coincidir con la voluntad del pueblo. La indignación por la actitud de Ebert y Wels alcanza a los círculos burgueses. Lee los periódicos, cómo retuercen las cosas para hacer plausible a sus lectores el eslogan de Ebert y Wels: «La culpa la tienen los espartaquistas». Es el momento de la huelga de masas. Verás el resultado. Por lo demás, bien pensado, la evolución que han tomado las cosas no puede sernos más que simpática. Los monárquicos pensaban iniciar el golpe que prevén el martes próximo, cuando entren las tropas. En vez de eso... nosotros entramos en acción.

–También pueden haber estado trabajando para hacernos entrar en acción, querido amigo.

Radek puso la silla, que estaba al otro lado de la mesa, enfrente de Liebknecht, y apartó las botellas de cerveza que había entre ellos. El alemán se había recuperado. Se sentaba erguido y se alisaba el bigote.

El ruso dijo con amabilidad:

–Comprendo tus dudas. Desde luego que hay una responsabilidad. Sólo los oportunistas eluden la responsabilidad, explicando que esperan a las fuerzas motrices de la revolución. Los oportunistas siempre creen en las «fuerzas motrices» cuando hay que batirse. Naturalmente, no se baten. Su idea de una revolución es tan necia como la de la evolución económica, que ha de producirse sin intervención humana; la idiotez de los socialistas mayoritarios. Lenin declaró con mucha nitidez, después de analizar la situación: «La insurrección está madura». Y añadió, y es preciso grabárselo en la mente: «La insurrección está madura. Hay que comportarse con ella como con el arte».

Los ojos del alemán se ensancharon, alegres:

–Una magnífica frase.

Radek, satisfecho:

–Así es como se inician las revoluciones. Llamó a las organizaciones de los obreros y los soldados a preparar la insurrección armada, y fue contra Kaménev y Zinóviev. Kaménev dijo que presentaba la dimisión. Le fue aceptada por cinco votos a tres.

–¿Cinco a tres? Una débil mayoría, en todo caso. Sólo sobre ocho votos.

–Era la guerra, no pudieron venir más. Pero tú tienes que ir hacia la gente. Creo que te esperan.

A Radek no le gustaba la conversación.

El alemán:

–Tienen paciencia. En este momento, no soy necesario.

Radek se quedó a regañadientes. Dijo, sólo para reanudar:

–Sea como fuere, ya sabes cómo nos fue después: la guarnición, el Aurora en el Neva, etcétera.

–Hoy suena como un poema épico.

Radek:

–Sin duda. Pero los principios del marxismo son válidos en todas partes. Las frases de Lenin son irrebatibles en todo momento y en todo lugar: que los oportunistas siempre esperan fuerzas motrices, y que cuando la insurrección está madura hay que comportarse frente a ella de forma activa, con voluntad y conocimiento, como el artista respecto al arte.

–Bien. Pero permíteme, después de que hasta ahora no me hayas hecho ningún reproche, que te recuerde una diferencia entre la situación rusa y la alemana, que tú mismo has señalado en distintas ocasiones: Kerenski aún tenía una guerra en la frontera y un ejército del frente luchando, Ebert ya tiene paz. Y cuando, como declama todos los días, quiere asegurar la paz y la tranquilidad interior, está respondiendo a deseos muy extendidos. Así que no tenemos esa carta que Lenin podía poner sobre la mesa para la insurrección, traer la paz. Al contrario, aparecemos como perturbadores de la paz. Considera, además, lo que significa nuestra tesis, especialmente la de Rosa: la verdadera revolución no se ha producido, aparte de algunas personas todo se ha quedado como estaba. Es cierto, pero no les importa. Quieren la paz.

–Como nos pasó a nosotros. Sacáis las conclusiones correctas de la tesis de Rosa, que suscribo.

–Pero incluso vosotros seguís teniendo hoy una guerra civil, y podéis permitírosla. Adónde iríamos a parar nosotros. Radek, aquí en Alemania tenemos que vencer deprisa. Deprisa, deprisa. En nuestro caso, la cuestión del tiempo es decisiva. Nos levantamos y caemos con el tiempo. O nos veremos empujados al camino de una lenta revolución. Sí, por qué no decirlo: por ejemplo, tendríamos que pensar de otra manera sobre la Asamblea Nacional.

Radek, frío:

–La revolución aplazada. La contrarrevolución. No se puede poner en conserva una situación revolucionaria. Lo único que se conserva son las frases revolucionarias.

Liebknecht:

–Por favor, no perdamos de vista la situación alemana –ahora, con el alemán tranquilamente sentado frente a él, Radek ya no tenía la sensación de una llama que subía y bajaba, sino la de un adversario en plenitud de sus fuerzas–. Tenemos que guardarnos de dar pasos en falso. Hay que impedir el retorno de los Hohenzollern, hay que luchar contra la economía de los generales y la dictadura militar, sin duda, según las circunstancias, armados: para eso se puede contar con todo el proletariado unido y más aún. Pero con ello, por supuesto, no habríamos puesto en marcha todo el alud de una revolución, y quizá tampoco lo necesitáramos.

Radek:

–Muy cierto.

El alemán:

–Te pregunto qué opinas de eso.

–Que, a principios de octubre, Kaménev y Zinóviev redactaron un llamamiento al partido en el que decían que nosotros los bolcheviques no teníamos derecho, ante la Historia del proletariado ruso y ante la Historia de la revolución rusa, a apostar todo el futuro a la carta de la insurrección armada. Por eso declararon que querían entrar en la Asamblea Constituyente como oposición. Así que: Asamblea Nacional. Estaban a favor de una unión entre Constitución y socialismo. Decían que nuestra solución «Ahora o nunca», era errónea. El partido del proletariado tenía que crecer y crecería, su programa quedaría claro, poco a poco, a masas más amplias. Después de estas declaraciones –Radek alzó ambos brazos–, Lenin dio la señal para la revolución rusa.

El alemán:

–¡Y seguís en guerra civil, Radek! Pero el socialismo no quiere arruinar, quiere llegar a un estadio superior.

Radek, mordaz:

–¿Que le venga regalado?