CUENTOS DE NAVIDAD

 

 

 

CHARLES DICKENS

 

Título original: Island

Diseño de la cubierta: Edhasa

Diseño de la colección: Jordi Salvany

Primera edición impresa: noviembre de 2009

Primera edición en e-book: septiembre de 2016

© 1977, Laura Huxley

© de la presente edición: Edhasa, 1986, 2009

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ISBN: 978-84-9019-387-7

Producido en España

LAS CAMPANAS

Historia de esos duendes que viven en las campanas que despiden cada

año para dar la bienvenida al nuevo.

PERSONAJES

SIR JOSEPH BOWLEY, DIPUTADO, anciano y respetable caballero JOVEN BOWLEY, hijo del anterior

CONCEJAL CUTE, hombre que presume de talante llano, práctico y precavido

WILL FERN, hombre pobre y honrado que carga con una mala reputación

SEÑOR FILER, aciago caballero de mediana edad

SEÑOR FISH, secretario privado de sir Joseph Bowley

RICHARD, joven y apuesto herrero

TUGBY, conserje de sir James Bowley

TOBYVECK (Trotty), recadero

LADY BOWLEY, esposa de sir James Bowley

SEÑORA ANNE CHICKENSTALKER, dueña de una tienda de ultramarinos LILIAN FERN, huérfana, sobrina de Will Fern MARGARET VECK, hija de Toby Veck

erCvarto

o son muchas las personas —y como es deseable que, entre narrador y lector, se establezca cuanto antes un mutuo entendimiento, ruego que se tenga en cuenta que no me refiero únicamente a los jóvenes y a los niños, sino a las personas de toda edad y condición, chicos y grandes, jóvenes y viejos, en edad de crecer o en pleno declive—, porque no son muchas las personas, insisto, a las que les gustaría dormir en una iglesia.Y no me refiero a la hora del sermón, cuando hace calor (algo que ya ha ocurrido en más de una ocasión), sino por la noche y en soledad. De sobra sé que serían innumerables las personas que se quedarían asombradas, si sostuviese algo así pero a plena luz del día. El caso es que me refiero a la noche.

Así debe entenderse y me comprometo a defender como corresponde esta idea en cualquier noche borrascosa de invierno que se determine al efecto, frente a cualquier contrincante designado a tal fin que acepte encontrarse conmigo, a solas, a la puerta de la antigua iglesia de un viejo cementerio, siempre y cuando me autorice, si fuera necesario para darle cumplida satisfacción, a dejarlo encerrado allí dentro, hasta la mañana siguiente.

Porque el viento nocturno tiene la fea costumbre de soplar y soplar en torno a edificios así, de gemir al pasar, de tantear con su mano invisible ventanas y puertas, al acecho de cualquier rendija por la que colarse.Y cuando lo ha conseguido, como quien no encuentra aquello que busca, sea esto lo que fuere, ulula y aúlla para salir de nuevo. Y, no contento con recorrer las naves, deslizarse en torno a los pilares y tentar al órgano sumido allá en las profundidades, se encumbra hasta el tejado y hace cuanto está a su alcance para destrozar los cabrios, hasta que se precipita sobre las losas del pavimento e irrumpe, susurrante, en la cripta. Al instante, asciende con sigilo y repta por los muros, como si quisiera leer en voz baja las inscripciones dedicadas a los muertos. Ante algunas, lanza un chillido, como una carcajada, si bien ante otras, gime y llora, como si se lamentase. Mientras vaga por el altar, emite un sonido espectral que, a su bárbaro modo, parece entonar un canto a los males y crímenes perpetrados, un himno a los falsos dioses, todo un desafío a las tablas de la ley, que tan dulces y ligeras son por muy agrietadas y rotas que estén. ¡Dios nos libre de algo así y permita que estemos cómodamente sentados frente a una chimenea! ¡Pues terrible resulta la voz de ese viento de medianoche cuando retumba en una iglesia!

¿Y en lo alto del campanario? ¡Allí ruge y silba la inclemente ráfaga! ¡Allá, en lo alto de la torre, donde tiene libertad para ir y venir entre tantos y airosos arcos y troneras, retorcerse y enroscarse por escaleras vertiginosas, hacer chirriar la veleta que da vueltas sin parar, hasta sacudir y hacer que se tambalee la propia torre! En lo alto de la torre, donde está el campanario, ejes de hierro, corroídos por la herrumbre y las planchas de plomo y cobre desgastadas por los cambios del tiempo, crujen y se levantan bajo los contadísimos pasos que han de soportar; allí donde los pájaros amontonan sus toscos nidos en los resquicios de viguetas y vigas de viejo roble, donde envejece un polvo ceniciento, mientras arañas moteadas, indolentes y gordas después de tanto tiempo resguardadas, se mecen perezosas de un lado a otro al ritmo de las campanas, sin desligarse nunca de sus castillos suspendidos y tejidos en el aire, trepando como marineros ante un zafarrancho o dejándose caer al suelo y meneando con ansia un montón de patas como si en ello les fuera la vida. Lo más alto de un campanario de una vieja iglesia, muy por encima de las luces y los rumores de la ciudad, pero muy por debajo de las fugaces nubes que le dan sombra, es un lugar tenebroso y espantoso cuando cae la noche; pues bien, en lo más alto de la torre de una vieja iglesia moraban las campanas de las que voy a hablar.

Creedme si os digo que eran unas campanas muy antiguas. Habían sido bendecidas por obispos hacía siglos, aunque hace ya tantos que su fe de bautismo se perdió en la noche de los tiempos y ya nadie sabía ni cómo se llamaban. Esas campanas tuvieron sus correspondientes padrinos y madrinas (aunque por mi parte haya de deciros que, en cuanto a esto, preferiría asumir la responsabilidad de ser padrino de una campana que de un niño) y, qué duda cabe, fueron presentadas con sus cilindros de plata, pero el paso del tiempo segó la vida de aquellos padrinos y Enrique VIII ordenó fundir aquellos vasos: por eso, ahora penden en la torre de la iglesia, carentes de nombre, sin cristianar.

Pero no guardaban silencio, en absoluto. Aquellas campanas repicaban con un tañido claro, fuerte, nítido y sonoro que, en alas del viento, llegaba a todas partes. Pero eran lo bastante robustas como para no estar a expensas del capricho del viento y, cuando éste se dejaba llevar por algún antojo que no les convenía, le plantaban cara a pecho descubierto y regalaban los oídos atentos con sus mejores notas; en noches de tormenta, empeñadas en hacerse oír por alguna pobre madre que estuviese velando a un hijo enfermo o por alguna esposa que se hubiera quedado sola mientras su marido faenaba en la mar, al decir de Toby Veck, se comentaba que habían sido capaces de doblegar al altivo viento del noroeste y ponerlo en su sitio.Aunque todos le llamaban Trotty Veck, su nombre era Toby, y nadie podría referirse a él de otra manera (excepto como Tobías) sin estar respaldado por una ley especial del Parlamento porque, aunque sin tanta solemnidad y público regocijo, en su día había sido bautizado como Dios manda, igual que las campanas lo habían sido en su momento.

Por mi parte, he de confesar que comparto la opinión de Toby Veck, porque estoy convencido de que ocasiones no le faltaron para expresar una apreciación tan correcta. Suscribo todo lo que afirmaba Toby Veck y me pongo de su parte, aunque él se pasaba todo el día a la puerta de la iglesia (lo que no dejaba de ser una ocupación un tanto aburrida), pero es que Toby Veck era recadero y era allí donde recibía los encargos.

Como bien sabía Toby Veck, en invierno aquél no era el mejor sitio para esperar, porque acababa uno con la carne de gallina, la nariz azulada, los ojos enrojecidos, los pies congelados y dando diente con diente. Un aire cortante se colaba con fuerza desde la esquina, sobre todo el viento del este, que parecía salido de los confines de la tierra sólo para soplarle encima a Toby. Había veces incluso en que el ataque se producía antes de lo esperado pues, tras asomar por la esquina y dejar atrás a Toby, viraba presuroso en redondo, como si dijese: «¡Pero si está aquí!».Al instante,Toby se cubría la cabeza con el delantal que llevaba puesto, como un niño cuando hace una travesura, mientras se enfrentaba y luchaba inútilmente contra él con su feble bastoncillo, tem-blándole las piernas sin parar mientras, puesto de lado, ora en una dirección, ora en otra, se sentía sacudido y golpeado, despeinado, incomodado, arrastrado y levantado del suelo, hasta el punto de que poco faltaba para que no fuese un verdadero milagro que no saliera volando por los aires, como una colonia de ranas, caracoles u otros seres fácilmente trasladables, y fuera a caer de nuevo, en forma de lluvia y para asombro de los lugareños, en algún extraño rincón del mundo donde nunca hubieran oído hablar de recaderos.

La verdad es que, a pesar del rudo trato que le deparaban, aquellos días ventosos eran, después de todo, una especie de jornada festiva para Toby. Por lo visto, cuando hacía viento, no tenía que esperar tanto tiempo a que le cayesen seis peniques como en otras ocasiones. Por eso, cuando comenzaba a sentir hambre y desfallecimiento, le re-vigorizaba hacer frente a tan tumultuoso elemento. Una fuerte helada o una nevada también eran todo un acontecimiento y, de alguna manera parecían sentarle bien, aunque a Toby le hubiese resultado difícil explicarlo. Lo cierto es que el viento y la nieve y, si acaso, una buena granizada, eran días de fiesta para Toby Veck.

Lo peor de todo era la lluvia, esa humedad fría, desapacible y pegajosa que se le pegaba al cuerpo como un abrigo calado, el único que Toby poseía, o del que se hubiera despojado para estar más a gusto. Días húmedos, en que la lluvia caía lenta, pesada y obstinada, cuando la niebla sofocaba la angostura de las calles, igual que su propia garganta; cuando los paraguas humeantes pasaban y volvían a hacerlo otra vez, girando sin parar, como peonzas, chocando unos contra otros en las concurridas aceras, desprendiendo un pequeño remolino de desagradables salpicaduras; cuando el agua corría alborotada por las calles, bajo el estruendo de los canalones desbordados, cuando el agua de las piedras que sobresalían de la iglesia caía gota a gota sobre Toby, convirtiendo en puro lodo las brazadas de paja sobre las que se mantenía en pie: esos días sí que significaban una dura prueba. Era entonces cuando se podía ver a Toby, con cara larga y desconsolada, acechando desde el refugio que le proporcionaba un ángulo de la iglesia —un reducido refugio que, en verano, no proyectaba una sombra mayor de la que le pudiese dar un bastón de buen tamaño sobre el pavimento soleado—. Aunque un minuto más tarde ya estaba fuera para entrar en calor haciendo ejercicio y, tras echar unas cuantas carreras, regresaba a su cubil más animoso y conforme.

Lo llamaban Trotty por su forma de andar que, si no rápida, sí lo parecía. Es probable que quizás hubiese podido avanzar más deprisa, pero si le hubieran privado de su trotecillo,Toby habría caído en cama y habría muerto. Con aquellos andares, siempre que hacía mal tiempo, se salpicaba, lo que le acarreaba un montón de problemas; podría haber caminado de una forma mucho más cómoda, pero ésa era una de las razones por las que insistía en mantener ese paso con tal tenacidad. En cuanto a bondad, Toby, anciano, débil, menudo y enclenque, era como el mismísimo Hércules. Le gustaba ganarse la vida, estaba encantado de pensar que su esfuerzo valía el pan que comía, porque Toby era muy pobre y no podía darse el lujo de menospreciar la menor satisfacción. Con un billete que entregar o un paquete pequeño en las manos que repartir

que le reportasen un chelín o dieciocho peniques, él, siempre animoso, se sentía más crecido. Cuando se lanzaba al trote, pedía paso a los raudos carteros que le precedían, porque pensaba que, dentro del curso natural de las cosas, cabía la posibilidad de alcanzarlos y llevárselos por delante, aparte de que estaba convencido, aunque rara vez lo hubiese llegado a comprobar, de que era capaz de acarrear cualquier cosa que un hombre pudiese levantar.

Por eso, hasta cuando asomaba la nariz para entrar en calor los días de lluvia,Toby se ponía a trotar y, con los zapatos empapados, dejaba una línea sinuosa de huellas en el barro mientras, soplándose y frotándose las manos heladas, escasamente protegidas del intenso frío con unos raídos guantes grises de lana, dotados de un dedil únicamente para el pulgar y un espacio o cavidad para el resto de los dedos, Toby, con las rodillas encogidas y el bastón bajo el brazo, seguía trotando.Y seguía haciéndolo cuando llegaba al centro de la calle y echaba una ojeada al campanario, siempre que repicaban las campanas.

En aquel trayecto que hacía varias veces al día nunca le faltó la compañía de aquellas campanas; cuando oía su tañido, se le despertaba el impulso de contemplarlas en su morada, pensar en cómo se balanceaban y qué martillos las golpeaban. Quizás era quien más curiosidad sintiera por aquellas campanas porque tenían algunas cosas en común con él. Allí permanecían colgadas, hiciera el tiempo que hiciese, azotadas por la lluvia y el viento, sin ver nada más que las fachadas de las casas, sin poder acercarse nunca a los resplandecientes fuegos que brillaban y relucían tras las ventanas o lanzaban bocanadas de humo por las chimeneas, sin degustar las exquisiteces que preparaban prodigiosos cocineros, más allá de las puertas o de las verjas que daban a la calle. Muchos eran los rostros que se atisbaban y desaparecían en aquellas ventanas, caras preciosas, joviales y agradables a veces, si bien otras, todo lo contrario. Pero Toby ignoraba de dónde venían o adónde iban (a pesar de que, muchas veces, cuando vagaba por las calles sin tener nada que hacer, se dedicaba a pensar en tales fruslerías) o si, cuando movían los labios, decían algo agradable acerca de él a lo largo del año, como hacían las campanas.

Toby no era un tiquismiquis, de eso sí que estaba seguro, y no pretendo decir que, cuando comenzó a fijarse en las campanas y a entablar con ellas, tras aquel contacto superficial, una relación íntima y más delicada, tuviese en cuenta todas estas consideraciones ni escrutase sus pensamientos como en un día de revista general. Lo que quiero decir y así afirmo es que, igual que las funciones corporales de Toby, los órganos de su aparato digestivo, por ejemplo, habían llegado por sí mismos a ciertos resultados, gracias a múltiples cometidos de los que él nada sabía y cuyo conocimiento le habría dejado patidifuso, sus facultades intelectuales, sin su aprobación ni su ayuda, habían puesto en marcha todas esas ruedas y esos resortes y otros mil más, hasta inspirar en él aquel afecto por las campanas.

Aunque hubiera hablado de amor, no habría retirado dicho vocablo, por más que no sirva para explicar por completo el intrincado sentimiento que lo embargaba. Porque, aun siendo un hombre sencillo, atribuía a las campanas una naturaleza enigmática y solemne. Eran tan misteriosas, tantas veces se las oía sin llegar a verlas, estaban tan altas, tan lejanas, tan poseídas de aquella profunda y vibrante melodía que las contemplaba con una especie de temor reverencial y, a veces, cuado alzaba los ojos, hasta los sombríos y arqueados ventanales de la torre, casi esperaba ver cómo le hacía señas algo que no fueran las campanas, sino aquello que, en tantas ocasiones, había oído resonar en ellas. No otra era la razón de que Toby rechazase con indignación el rumor que corría acerca de que las campanas estaban encantadas, como dando a entender que pudieran estar relacionadas con el Maligno. En pocas palabras, que oía con frecuencia aquellas campanas que tantas veces ocupaban sus pensamientos, pero siempre mantenía su buena opinión sobre ellas; muchas veces acababa con tal tortícolis de tanto mirar con la boca abierta al campanario en el que estaban colgadas que no le quedaba más remedio que dar otro par de trotecillos para aliviarse.

Y eso es lo que estaba haciendo un día frío, cuando la última y somnolienta campanada de las doce aún resonaba por todo el campanario, como la melodía de una abeja monstruosa, que no laboriosa.

—¡Hora de comer! —dijo Toby, trotando de arriba abajo por delante de la iglesia.

Toby tenía la nariz muy roja, igual que los párpados, además pestañeaba sin cesar, con los hombros encogidos casi hasta las orejas y las piernas muy rígidas: vamos, que estaba a punto de quedarse congelado.

—¡Hora de comer! —repitió Toby, utilizando la mano derecha enguantada como un infantil guante de boxeo para castigarse el pecho que se le había quedado frío—. ¡Ajá!

Tras lo cual, trotó otro poco durante un par de minutos.

—No hay nada, —exclamó Toby de nuevo, pero al pronunciar estas palabras, dejó de trotar de repente y, con un interés no carente de inquietud, se pasó la mano con cuidado a lo largo de la nariz, que no era gran cosa, por lo que acabó enseguida.

—Creía que se me había caído —dijo Toby, mientras se ponía a trotar de nuevo—, pero está en su sitio, aunque poca culpa tendría ella si así hubiera pasado. Presta un incomparable servicio en este tiempo tan frío y poco es lo que puede esperar a cambio, porque ni siquiera aspiro rapé. Bastante sufre la pobre cuando hace bueno, porque si alguna vez le llega una apetitosa vaharada, lo que no ocurre muy a menudo, normalmente procede del almuerzo de otras personas o es un aroma que sale de la tahona.

Reflexión que le llevó a la que había dejado a medias.

—No hay nada —continuó Toby— que acontezca con mayor regularidad que las

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horas de las comidas, ni nada tan irregular como que haya algo de comer. Esa es la gran diferencia que hay entre ambas situaciones. Mucho tiempo me ha llevado descubrirlo y me pregunto yo si no habría algún caballero interesado en comprar esta observación para airearla en los periódicos ¡o en el Parlamento!

Pero sólo bromeaba, porque no tardó en menear la cabeza con gesto de desaprobación.

—¡Ay, Señor! —suspiró Toby—. Los periódicos, igual que el Parlamento, están saturados de consideraciones como ésta. Aquí tengo un periódico de la semana pasada —añadió mientras sacaba un ejemplar muy sucio del bolsillo y se lo ponía delante con los brazos extendidos— cargadito de consideraciones. ¡Llenito de observaciones! Me gusta enterarme de las noticias como a todo el mundo —añadió Toby lentamente, mientras lo doblaba con cuidado y se lo guardaba de nuevo en el bolsillo—, pero nada me apetece menos en este instante que leer el periódico. Casi me da miedo. No sé qué pasará con nosotros los pobres. ¡Dios quiera que nos traiga algo mejor este año nuevo que ya casi tenemos encima!

—¡Padre, padre! —exclamó una voz agradable, muy cerca de él.

Pero Toby no la oyó y siguió trotando, hacia delante y hacia atrás, sin dejar de pensar y hablando consigo mismo.

—Es como si no fuéramos capaces de ir por buen camino, de obrar bien o de permitir que nos enderecen —reflexionaba Toby—. No fui mucho tiempo a la escuela de pequeño.Y no sé si servimos para algo en este mundo o no. A veces pienso que para algo valdremos, aunque sea para poco, pero otras veces tengo la impresión de que somos un estorbo. Hay momentos en los que me siento tan confuso que no sabría decir si hay algo de bondad en nuestro interior o si nacimos ya malos. Al parecer, hacemos cosas espantosas y planteamos un montón de problemas, por eso siempre se están quejando y guardándose de nosotros. ¡Y yo hablando del año nuevo! —pensó Toby, con tristeza—. La mayoría de las veces aguanto lo mismo que cualquier persona, incluso mejor que otras, porque soy fuerte como un toro, cosa que no puede decir mucha gente, pero aun suponiendo que fuese realmente cierto que no tengamos derecho al año nuevo, que seamos un verdadero estorbo.

—¡Padre, padre! —repitió la misma voz agradable.

En esta ocasión,Toby sí que la oyó; se estremeció, se detuvo y acortando la mirada, que había puesto en lontananza como si buscase una luz que lo iluminase en la misma esencia del año nuevo, se encontró cara a cara con su hija y se quedó mirándola fijamente a los ojos.

Qué brillo en aquellos ojos, unos ojos capaces de aguantar un mundo de miradas en su insondable profundidad. Unos ojos oscuros que devolvían la imagen de los que se miraban en ellos; no centelleantes ni chispeantes a voluntad de su dueña, sino dotados de un resplandor claro y sereno, sincero y paciente, la proclamación de su semejanza con la luz que Dios creó. Unos ojos tan hermosos como veraces, ahítos de esperanza, de una esperanza tan joven como inocente, una esperanza viva, enérgica, luminosa, a pesar de los veinte años de afanes y pobreza que ya habían contemplado; unos ojos que llegaron a convertirse en una voz que le decía a Trotty Veck: «Me parece que algo pintamos aquí, ¡aunque no sea gran cosa!».

Trotty depositó un beso en los labios que acompañaban a aquellos ojos y acarició con las manos aquel lozano semblante.

—Pero, cariño, ¿cómo por aquí? —dijo Trotty—. No esperaba verte hoy, Meg.

—Tampoco yo pensaba acercarme, padre —contestó la muchacha, moviendo la cabeza y sonriendo mientras hablaba—, pero ¡aquí me tienes! ¡Y no he venido sola! ¡No vengo sola!

—¿A qué te refieres? —preguntó Trotty, sin dejar de mirar con curiosidad un capazo cubierto que la muchacha llevaba—. ¿No irás a decirme.?

—Huele, querido padre, ¡huele y verás! —dijo Meg.

Trotty ya se disponía a retirar aquella tela a toda prisa, cuando la muchacha interpuso la mano con un gesto radiante.

—No, no, no —exclamó con alegría infantil—. Levántalo sólo un poco. Permíteme que descubra sólo una punta, sólo esta puntita, ¿de acuerdo? —añadió Meg, uniendo el gesto a la palabra con la mayor dulzura y hablando en voz muy baja, como si temiera que pudiera oírla algo que permanecía oculto en aquel capazo—.Ahora sí. ¿Qué ves?

Toby se acercó cuanto pudo al borde del cesto para oler y dijo entusiasmado:

—¡Si está caliente!

—¡Está quemando! —exclamó Meg—. ¡¡Ja, ja, ja! ¡Está ardiendo!

—¡Ja, ja, ja! —se carcajeó Toby, echándose hacia atrás—. ¡Está ardiendo!

—Pero, ¿qué es, padre? —insistió Meg—.Ven, todavía no lo has adivinado y tienes que descubrirlo por ti mismo. No pienso enseñártelo hasta que no lo adivines. ¡No tengas tanta prisa! ¡Tómate tu tiempo! Destapémoslo un poco más y, ahora, ¡piensa!

Meg estaba aterrada de que lo descubriese demasiado pronto, así que retrocedía al tiempo que le acercaba el capazo, encogiendo sus lindos hombros y tapándose un oído con la mano como si, gracias a ese gesto, pudiese evitar que, de boca de Toby, saliese la palabra exacta, mientras no dejaba de reír con dulzura.

Con las manos en las rodillas,Toby hundía la nariz en el cesto y aspiraba profundamente el paño que lo cubría, mientras su rostro arrugado se distendía en una mueca, como si inhalase gas hilarante.

—¡Ah, huele bien! —dijo Toby—. ¿No será salchichón, verdad?

—No, no, no —exclamó Meg, encantada—. ¡Nada de salchichón!

—Ya —dijo Toby, después de olfatearlo otra vez—. Parece menos curado que el salchichón, pero huele muy bien, cada vez mejor. Me inclino por las manitas de cordero, ¿a que sí?

Meg se sentía en la gloria. Dejando aparte lo del salchichón, con lo de las mani-tas de cordero había errado por completo.

—¿Hígado? —balbució Toby, pensativo—. No, huele de forma más delicada que el hígado. ¿Manitas de cerdo? El aroma no es tan intenso. Si fueran crestas de gallo, serían más correosas.Y sé que no es salchichón.Te diré lo que son: menudillos.

—¡Nada de eso! —exclamó Meg, encantada—. ¡Ni por asomo!

—Pero, ¿en qué estaré pensando? —dijo Toby de pronto, recuperando la posición vertical hasta donde le era posible—. ¡Si acabaré por olvidarme de cómo me llamo! ¡Son callos!

Y en efecto, eran callos. Meg, feliz, le aseguró que no tardaría en comprobar que eran los callos mejor preparados que hubiera probado jamás.

—Así que voy a poner el mantel enseguida, padre —añadió Meg, mientras se dedicaba a vaciar la cesta—, porque he traído los callos en una fuente y la traigo envuelta en un pañuelo y, si me apetece, por una vez en la vida, utilizarlo como mantel y decir que es un mantel, no hay ninguna ley que me lo prohíba, ¿verdad que no, padre?

—Que yo sepa, no, hija mía —contestó Toby—, aunque ya sabes que diariamente sacan leyes nuevas.

—Y según lo que te leí yo el otro día en el periódico, padre, acuérdate de lo que decía aquel juez: que se supone que nosotros los pobres estamos al tanto de todas ellas. ¡Ya, ya! ¡Qué equivocados están y, por todos los santos, qué listos nos creen!

—Así es, hija mía —dijo Toby—, y estarían muy orgullosos de aquél de nosotros que se las supiese todas. Un hombre así se haría rico de tanto trabajo que tendría y sería muy respetado por la gente bienpensante de su vecindario. ¡Ya lo creo que sí!

—Si oliesen tan bien, cualquiera se tomaría un almuerzo así de buena gana —comentó Meg, muy contenta—. Date prisa porque, además, he traído una patata asada y un cuartillo de cerveza recién tirada. ¿Dónde quieres comer padre? ¿Junto a la columna o en los escalones? ¡Hay que ver qué importantes somos, que disponemos hasta de dos lugares para elegir!

—Hoy en las escaleras, cariño —contestó Toby—. Cuando el tiempo es seco, en los escalones y, cuando llueve, junto a la columna. Siempre es más cómodo en las escaleras, porque se puede uno sentar, pero cuando hay humedad, puedes coger reúma.

—Entonces, aquí —dijo Meg, batiendo palmas, tras un breve trajín—Ya está. ¡Todo dispuesto! ¡Mira qué bonito! ¡Vamos, padre, adelante!

Desde que descubriera cuál era el contenido de la cesta, Trotty había permanecido de pie, mirando a su hija y hablando con ella, como si tuviera la cabeza en otra cosa, lo que venía a demostrar que, a pesar de que ella era el único objeto de sus desvelos y de sus miradas, callos incluidos, no pensaba ni se fijaba en cómo era ella en aquel momento, sino que su mente vagaba en torno a algún imaginario y poco perfilado bosquejo o drama de cómo se desarrollaría su vida en el futuro. Salió de su abstracción al oír tan alegre invitación, sacudió la cabeza para quitarse de encima la melancolía que lo embargaba y, al trote, se acercó a ella. Cuando se agachaba para sentarse, se oyó el carillón.

—¡Amén! —dijo Trotty, quitándose el sombrero y alzando la mirada hacia ellas.

—¿Amén a las campanas, padre? —se extrañó Meg.

—Se pusieron a tocar como en acción de gracias, hija mía —comentó Trotty, mientras se sentaba—. Si pudieran hablar, seguro que nos dejaban boquiabiertos. Siempre me dicen cosas cariñosas.

—¿Las campanas, padre? —rompió a reír Meg, mientras le ponía delante la fuente, un tenedor y un cuchillo—. ¡Si tú lo dices!

—A mí así me lo parece, cariño —contestó Trotty, empezando a comer con buen apetito—.Además, ¿cuál es la diferencia? Si puedo oírlas, ¿qué mas da que hablen o no? Hija mía —continuó Toby, señalando la torre con el tenedor y más animado, gracias a la comida—, no sabes cuántas veces les he oído decir: «¡Toby Veck, ánimo, Toby Veck! ¡Toby Veck,Toby Veck, ánimo Toby!». ¿Un millón de veces? ¡Muchas más!

—Pues yo, nunca —aseguró Meg.

Pero claro que las había oído, una y otra vez.Toby no hablaba de otra cosa.

—Cuando las cosas no van bien —prosiguió Toby—, cuando van francamente mal, me refiero a cuando no pueden ir peor, me dicen: «¡Toby Veck,Toby Veck, pronto tendrás trabajo,Toby! ¡Toby Veck,Toby Veck, pronto tendrás trabajo,Toby!». Eso es lo que me dicen.

—Y al final, lo tienes, padre —comentó Meg, con un deje de tristeza en su agradable voz.

—Siempre —contestó Toby, sin reparar en el tono de voz de su hija—. Nunca falta.

Mientras así conversaban, Trotty