ABSOLUCIÓN POR ASESINATO

 

 

 

PETER TREMAYNE

 

Traducción de Floreal Mazía

Título original: Absolution by murder

Diseño de la cubierta: Edhasa

Diseño de la sobrecubierta: Salva Ardid Asociados

Primera edición impresa: enero de 2015

Primera edición en e-book: enero de 2017

© Peter Tremayne, 1994

© de la traducción: David León, 2001

© de la presente edición: Edhasa, 2016

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ISBN: 978-84-350-4653-2

A Dorothea

1 Nombre antiguo de Irlanda. (N. del T.)

2 Éste es el nombre que reciben actualmente la Pascua de Resurrección y la Semana Santa en lengua inglesa. (N. del T.)

3 En realidad, la oración del ángelus fue introducida, al igual que el rosario, por el papa Juan XXII (1245-1334). Sin duda, el autor se permite esta licencia con la intención de establecer un elemento vertebrador del relato. (N. del T.)

4 «¡La corona que creías haber visto ha resultado estar mutilada!» (N. del T.)

ABSOLUCIÓN POR ASESINATO

No existe bestia más cruel que los cristianos en su trato con el prójimo.

Amiano Marcelino (330-395, aprox.)

CAPÍTULO XX

cruzp

Un silencio de excepción reinaba en el sacrarium cuando Oswio se puso en pie y recorrió con la mirada las filas de rostros expectantes. Sor Fidelma y fray Eadulf compartían la extraña sensación, una vez concluida su tarea, de no tener nada que ver con el sínodo, de manera que, en lugar de volver a ocupar sus asientos entre los bancos de sus respectivas facciones, se hallaban juntos de pie, en silencio, al lado de una de las salidas laterales, y observaban el acontecimiento como si ya no formasen parte de él.

–He tomado una decisión –afirmó el soberano–. En realidad, no tenía otra opción. Cuando se habían debatido todos los argumentos, todo se redujo ayer a la siguiente pregunta: ¿qué Iglesia goza de mayor autoridad, la de Roma o la que sigue los dictados de Columba?

Un murmullo impaciente recorrió la sala, y Oswio levantó una mano con el fin de acallarlo.

–Colmán reivindicó la autoridad de san Juan Apóstol, el Divino; Wilfrid, por su parte, defendió la de san Pedro. Este último es, según la palabra del mismísimo Jesucristo, quien guarda las puertas del Cielo, y no es mi deseo declararme en su contra. Pretendo obedecer sus órdenes en todo momento, pues algún día me llegará la hora de presentarme ante las puertas del reino de los Cielos, del que él posee las llaves (así está escrito en los Evangelios), y no quiero que cuando me halle en su presencia me rechace y no haya nadie dispuesto a abrírmelas.

Oswio hizo una pausa y volvió a dejar que su mirada vagase entre la concurrencia, que mantenía un silencio insólito.

–En lo sucesivo, la Iglesia del reino de Northumbria, del que soy el soberano, se regirá por la doctrina de Roma.

El silencio se tornó siniestro. Colmán se levantó, y con voz potente manifestó:

–Majestad, he hecho lo posible por ser un buen siervo durante estos últimos tres años, en calidad tanto de abad de Lindisfarne como de obispo de vuestro reino. Y con el corazón afligido, me veo ahora en la obligación de renunciar a ambos cargos y volver a la tierra que me vio nacer, donde podré seguir rindiendo culto al Cristo vivo de acuerdo con mi conciencia y la doctrina de mi Iglesia. Todos los que deseen mantener los dictados de Columba serán bienvenidos si deciden abandonar estas tierras conmigo.

El rostro de Oswio mantenía una expresión severa, pero el rey fue incapaz de disimular la congoja que asomaba a sus ojos.

–Así sea.

Entonces se elevó un murmullo, que inundó la sala a medida que Colmán daba media vuelta para dirigirse a la salida del sacrarium. De diversos lugares de la sala se fueron levantando miembros de la Iglesia de Columba dispuestos a seguir su solemne figura.

La abadesa Hilda también se puso en pie con el rostro compungido.

–El sínodo ha terminado. Ite in pace. La paz y la misericordia de nuestro señor Jesucristo sean con vosotros.

Sor Fidelma observó las filas de bancos, que se iban vaciando casi sin ruido. Se había tomado una decisión y era Roma la que había vencido. Eadulf se mordió el labio. Aunque pertenecía a la facción romana, el veredicto final lo había llenado de tristeza. Miró a Fidelma visiblemente angustiado.

–La decisión ha sido sobre todo política –ob­servó–. No responde a motivos teológicos, por desgracia. A Oswio lo aterroriza la idea de sufrir un aislamiento político por parte de los reinos sajones meridionales, sobre los que desea extender su dominio en el futuro. Si se hubiese adherido a la doctrina de Columba mientras que sus aliados sajones continúan fieles a Roma, lo ha­brían acusado de introducir en sus tierras una cultura extranjera. Roma tiene en estos momentos sobre el reino de Kent un poder político tan fuerte o más que el espiritual. Nuestras fronteras están amenazadas al oeste por los britanos, y al norte, por los pictos y los habitantes de Dalriada. No importa si somos de Kent, Northumbria, Mercia, Wessex o Anglia Oriental; todos compartimos una lengua y formamos parte de un mismo pueblo, y debemos luchar por la supremacía de esta isla contra los britanos y pictos, que pretenden barrernos hasta el mar.

Fidelma lo miró sorprendida.

–No os creía tan versado en los secretos de la motivación política, Eadulf.

El monje hizo una mueca irónica.

–Oswio ha justificado su decisión con un discurso teológico, pero creedme, Fidelma: su veredicto sólo responde a una realidad política muy conflictiva. Si hubiese apoyado la causa de Iona, se habría granjeado la enemistad de todos los obispos de Roma. Por el contrario, al respaldar a Roma sabe que será respetado por los demás reinos anglos y sajones. De esta manera, podrán unir sus fuerzas para imponer su supremacía sobre esta isla de Britania y, quizás algún día, sobre las tierras de allende el mar. Ése es, a mi parecer, el sueño de Oswio: un sueño de poder e imperio.

Sor Fidelma se mordió el labio y tomó aire. Así que se trataba de eso: simple y llanamente poder político. Nada más; nada de grandes disquisiciones intelectuales o teológicas para abrir la mente. Oswio no buscaba otra cosa que poder, como todos los reyes, a fin de cuentas. El gran Sínodo de Streoneshalh no había sido más que una farsa, sin la cual tal vez no habría muerto su amiga Étain. De pronto dio la espalda a Eadulf y, con lágrimas en los ojos, se alejó a grandes zancadas para estar sola por unos instantes. Salió de la siniestra abadía y se dispuso a dar un paseo por encima de los acantilados. Había llegado el momento de dejar salir el dolor que sentía por la muerte de su amiga, Étain de Kildare.

* * *

El tañido de la campana anunciaba la cena, la última comida del día, cuando Fidelma cruzó el claustro en dirección al refectorio. Allí encontró a fray Eadulf, que la esperaba nervioso.

–Los obispos y abades de Roma se han reunido en asamblea –le anunció, con lengua torpe, intentando hacer caso omiso del color rojo que rodeaba los brillantes ojos de la hermana–. Han elegido a Wighard para sustituir a Deusdedit.

Fidelma no mostró ninguna sorpresa y comenzó a caminar en dirección al gran comedor.

–¿A Wighard? ¿Será entonces él el nuevo obispo de Canterbury?

–Sí. Parece que todos opinan que es la mejor elección, pues ha sido durante muchos años el secretario de Deusdedit y está al corriente de todo cuanto ocurre en Canterbury. En cuanto se dispersen los asistentes al sínodo, debe dirigirse a Roma para presentar sus credenciales al santo padre y pedirle que bendiga su nombramiento.

Los ojos de Fidelma emitieron un ligero destello.

–Roma. Me encantaría conocer Roma.

Eadulf sonrió con aire tímido.

–Wighard me ha pedido que lo acompañe en calidad de secretario y traductor, puesto que, como ya sabéis, he pasado dos años en la ciudad papal. ¿Por qué no nos acompañáis vos también, sor Fidelma? Así podríais visitarla.

Los ojos de la hermana volvieron a brillar, y se sorprendió a sí misma considerando seriamente la propuesta. Un repentino rubor encendió sus mejillas.

–Llevo mucho tiempo lejos de Irlanda –dijo adoptando una actitud distante–. Debo comunicar la muerte de Étain a mis hermanos de Kildare.

El rostro de Eadulf reflejó su decepción.

–Me habría gustado tanto poder enseñaros los lugares sagrados de aquella imponente ciudad...

Quizá fue el tono melancólico de su voz lo que la hizo sentirse molesta. El fraile estaba pidiendo demasiado. Entonces su irritación disminuyó, y poco a poco se vio obligada a reconocer que se había acostumbrado a su compañía. Le resultaría extraño no tenerlo al lado una vez finalizados la investigación y el sínodo.

Acababan de sentarse a la mesa cuando apareció sor Athelswith para informarles de que la abadesa Hilda deseaba verlos acabado el condumio.

* * *

Cuando sor Fidelma y fray Eadulf entraron en la cámara de la abadesa, ésta se levantó de su silla y fue hacia ellos con los brazos extendidos. Su sonrisa era sincera, aunque sus ojos mostraban profundos surcos, fruto de la tensión de los días pasados y la sesión última del sínodo.

–Tanto Colmán como el rey Oswio me han pedido que os traslade su agradecimiento.

Sor Fidelma tomó entre las suyas la mano de Hilda e inclinó la cabeza, al tiempo que Eadulf besaba el anillo abacial según la costumbre ro­mana.

La abadesa calló unos instantes y luego les indicó con un gesto que se pusieran cómodos. Ella se sentó frente al fuego.

–No hace falta que os diga cuánto os debe a ambos esta abadía o, más bien, este reino.

Fidelma observó la tristeza que se ocultaba bajo su rostro.

–En realidad no hemos hecho gran cosa –re­puso con suavidad–. Ojalá hubiésemos podido resolver el caso antes. –Tras arrugar el entrecejo, añadió–: ¿Os iréis también vos de Northumbria, como ha hecho Colmán?

La abadesa parpadeó ante lo inesperado de la pregunta.

–¿Yo, hija? –respondió–. Yo he pasado aquí cincuenta años, y considero que éste es mi país. No, Fidelma, no me iré.

–Pero vos seguís la doctrina de Columba –señaló la hermana–. Ahora que Northumbria se ha convertido en súbdita de Roma, ¿seguirá habiendo un lugar para vos en este reino?

Hilda meneó dulcemente la cabeza.

–No me convertiré en romana de un día para otro, si es lo que queréis decir; pero aceptaré la decisión del sínodo por lo que respecta a seguir las costumbres eclesiásticas de Roma, aunque mi corazón siga apoyando las de Irlanda. Sin embargo, debo permanecer en Streoneshalh, en Witebia, la ciudad de los puros..., que espero siempre mantenga su pureza.

El hermano Eadulf se removió incómodo, preguntándose por qué no lograba zafarse de la pena que lo inundaba. Después de todo, su facción había sido la vencedora del gran debate: había triunfado la unitas Catholica. La ley de Roma imperaba por fin en todos los reinos sajones. Entonces, ¿por qué tenía la sensación de que se había perdido algo?

–¿Quién sustituirá a Colmán en el obispado? –preguntó en un intento de sustraerse a su melancolía.

–Tuda –respondió Hilda con una sonrisa triste–. Aunque recibió su educación en Irlanda, profesa la ortodoxia romana. Él será el nuevo obispo de Northumbria. No obstante, Oswio ha prometido que será Eata de Melrose quien ocupe el cargo de abad de Lindisfarne.

Eadulf quedó perplejo.

–Pero Eata también respaldaba la doctrina de Columba.

Hilda asintió.

–Ahora ha aceptado la romana, de acuerdo con la decisión del sínodo.

–¿Y qué pasará con el resto? ¿Qué será de Chad, Cedd, Cutberto y los demás? –quiso saber Fidelma.

–Todos consideran que es su deber permanecer en Northumbria, y acatarán el dictado del sínodo. Cedd se ha ido a Lastingham con su hermano, el abad Chad; en cuanto a Cutberto, acompañará a Eata a Lindisfarne para ejercer de prior.

–Al parecer, el cambio ha sido pacífico –meditó Fidelma–. ¿Está Northumbria libre de toda amenaza de guerra de religión?

La abadesa se encogió de hombros.

–Aún es temprano para determinarlo. La ma­yoría de los abades y obispos ha aceptado la decisión del sínodo, y ésa es una buena señal, aunque también hay muchos que han preferido acompañar a Colmán en su regreso a Iona, y quizá continúen hasta Irlanda para fundar nuevas colonias religiosas. No creo que la paz del reino corra peligro, al menos en lo referente al aspecto religioso. El ejército de Oswio acabó a tiempo con los rebeldes de Alhfrith. El soberano llora la muerte de su primogénito, pero se sabe más seguro en el trono que nunca.

Eadulf levantó una ceja y observó lacónico:

–Pero aún existe una amenaza.

–Ecgfrith es joven y ambicioso. Ahora que ha muerto Alhfrith, el primogénito, ha exigido a su padre que lo nombre reyezuelo de Deira; sin em­bar­go, sigue teniendo los ojos puestos en el trono de Oswio. Además, estamos rodeados de naciones hostiles: Rheged, Powys, el reino de los pictos...; todos están deseando encontrar una situación propicia para atacarnos. Y Mercia aún tiene sed de venganza. El rey Wulfhere no ha olvidado que Oswio mató a Penda, su padre. En estos momentos está extendiendo su poder al sur del Humber. Como veis, la amenaza puede venir de cualquier parte y en cualquier momento.

Fidelma la miró consternada.

–¿Es ésa la razón por la que Oswio ha dejado la abadía tan pronto para unirse a su ejército?

La abadesa, de repente, mostró una sonrisa irónica impropia de ella.

–Ha ido en busca de su ejército por si a Ecgfrith se le ha pasado por la cabeza que su padre pueda ser tan débil como afirmaba Alhfrith.

Tras un incómodo silencio, la abadesa Hilda miró a Eadulf pensativa.

–Los obispos han elegido a Wighard como nuevo arzobispo de Canterbury, por lo que en breve viajará a Roma. ¿Vais a acompañarlo?

–Necesita un secretario que le haga también de intérprete. Yo he vivido en Roma, y me alegra la idea de volver a ver la ciudad. Por supuesto que iré con él.

Hilda dirigió entonces a Fidelma una mirada inquisitiva.

–Y vos, sor Fidelma, ¿adónde pensáis ir ahora?

La hermana se encogió de hombros después de vacilar unos instantes.

–Regreso a Irlanda. Debo llevar a Kildare las noticias de la muerte de Étain y de la decisión del sínodo.

–Es una lástima que separéis dos talentos como los vuestros –observó la abadesa con aire travieso, mirando a una y a otro–. Juntos hacéis una pareja formidable.

El fraile se ruborizó y emitió una tos ner­viosa.

–En realidad es la hermana Fidelma la que posee el talento –dijo atropelladamente–. Yo no hice más que prestar ayuda física cuando fue necesario.

–¿Qué pasará con Gwid? –terció Fidelma para cambiar de tema.

La expresión de Hilda se hizo más severa.

–Será tratada según es costumbre entre los sajones.

–¿Qué significa eso?

–Tan pronto como Oswio haga público su veredicto, saldrá de su celda para ser ejecutada mediante lapidación por las hermanas de la abadía.

Dicho esto, la abadesa se levantó antes de que Fidelma pudiese expresar su repugnancia ante semejante proceder.

–Nos volveremos a ver antes de que partáis hacia vuestros respectivos destinos. Id con Dios. Benedictus sit Deus in donis Suis.

Et sanctus in omnis operibus Suis –respondieron al unísono con una inclinación de cabeza.

Una vez fuera, la hermana se volvió hacia Eadulf para dejar escapar la rabia contenida. El fraile sajón alargó una mano para tomarla por el brazo.

–Fidelma, recordad que no estáis en vuestro reino de Irlanda –se apresuró a decir con el fin de reprimir la furia que parecía estar a punto de estallar–. Aquí las cosas se hacen de otra manera. El castigo para un asesino es la lapidación, en especial si ha cometido sus crímenes guiado por un sentimiento tan vergonzoso como la lujuria. Así es como debe ser.

Fidelma se mordió el labio y se alejó. Estaba demasiado indignada para expresar la sensación de desagrado que la había invadido.

* * *

No volvió a ver a fray Eadulf hasta el día siguiente. Ocurrió en el refectorio, cuando la campana terminaba de repicar anunciando la hora del ientaculum, el fin del ayuno. Antes incluso de que tuviera tiempo de sentarse, la anciana sor Athelswith se acercó a ella corriendo.

–Acaba de llegar un fraile procedente de Irlanda y os está buscando, hermana. Se encuentra en la cocina, pues ha hecho un largo viaje y está polvoriento y desfallecido.

Fidelma la miró con interés.

–¿Que ha venido de Irlanda en mi busca?

–Del mismo Armagh, para ser más exactos.

Llena de asombro, la hermana se levantó y fue al encuentro del viajero. Lo encontró sentado en una esquina de la cocina de la abadía, agotado y lleno del polvo del viaje, partiendo el pan a pellizcos y sorbiendo leche como si llevase días sin comer.

–Yo soy Fidelma de Kildare, hermano –dijo.

El mensajero elevó la vista hacia ella, con la boca llena.

–En ese caso, tengo algo para vos.

Fidelma pasó por alto los modales del fraile, que dejaba escapar parte de la comida de su boca mientras hablaba.

–Se trata de un mensaje de Ultan de Armagh –dijo, haciéndole entrega de un paquete.

La hermana lo tomó, e hizo girar entre sus manos el bulto envuelto en vitela, atada a su vez con una tira de cuero. Se preguntó qué podría querer de ella el arzobispo de Armagh, cabeza visible de la Iglesia de Irlanda.

–¿Qué es? –Estaba expresando sus pensamien­tos en voz alta más que solicitando una respuesta, ya que para obtenerla sólo tenía que abrir el pa­quete.

El mensajero se encogió de hombros sin dejar de masticar.

–Son instrucciones de Ultan. Desea que viajéis a Roma y presentéis la consueta de las Hermanas de Brígida al santo padre para que le conceda su bendición. Os ruega que aceptéis la em­bajada, pues vos sois la mejor cualificada y la más capaz de las Hermanas de Brígida de Kildare, aparte de la abadesa Étain.

Fidelma miró al fraile. Oía sus palabras, pero no lograba comprenderlas.

–¿Qué es lo que debo hacer? –preguntó sin dar crédito a sus oídos.

El monje la observó y frunció el ceño mientras introducía en su boca un nuevo trozo de pan. Lo masticó un rato antes de contestar:

–Debéis presentar la Regula coenobialis Cill Dara al santo padre para que la bendiga. Ése es el ruego que os hace Ultan de Armagh.

–¿Me pide que vaya a Roma?

Poco después, sor Fidelma se encontraba corriendo a través del claustro abovedado de la abadía, en dirección al refectorio. No lograba entender por qué el corazón le latía tan deprisa ni qué era lo que hacía que de pronto el día se hubiese vuelto tan agradable y el futuro tan emocionante.

Nota histórica

El presente relato transcurre en el año 664, durante el famoso sínodo de Whitby. Algunas costumbres de este período de la edad oscura pueden sorprender a muchos lectores. En particular, merece la pena señalar que, tanto en la Iglesia romana como en la que ha sido conocida como la Iglesia celta, el celibato entre los religiosos distaba mucho de ser universal. Ambos sexos convivían en abadías y fundaciones monásticas que recibían el nombre de conhospitae, o casas dobles, donde hombres y mujeres criaban a sus hijos en el servicio de Cristo. El monasterio de santa Hilda de Whitby, conocido en la época como Streoneshalh, era una de esas casas dobles. Incluso a los sacerdotes y obispos les estaba permitido contraer matrimonio, y no eran pocos los que lo hacían. El concepto de celibato, que originalmente estaba reservado a los ascetas, era visto con buenos ojos por Pablo de Tarso y muchos otros antiguos dirigentes de la Iglesia, y de hecho se estaba extendiendo en esa época. Sin embargo, no fue hasta el papado reformador de León IX (1048-1054) cuando se llevó a cabo un intento serio de obligar al clero occidental a aceptar dicho voto.

CAPÍTULO I

cruzp

Aquel hombre no llevaba muerto mu­cho tiempo: la sangre y la saliva que rodeaban sus labios crispados ni siquiera habían llegado a secarse. El cuerpo oscilaba de un lado a otro en la tenue brisa, suspendido al final de una firme soga de cáñamo atada a la rama de un roble enano. El horrible ángulo en que se doblaba su cabeza indicaba el lugar por donde se había roto el cuello. Sus ropas estaban desgarradas, y si había calzado sandalias, sin duda le habían sido arrebatadas por ladrones, pues en el cuerpo no había rastro alguno de tal prenda. Las manos retorcidas, manchadas de sangre aún húmeda, hacían evidente que no había muerto sin oponer resistencia.

Sin embargo, no fue la visión de un hombre ahorcado en el árbol de aquella encrucijada lo que hizo que el pequeño grupo de viajeros se detuviera. Ya estaban más que habituados a presenciar ejecuciones rituales y castigos en su viaje al reino de Northumbria a través de la tierra de Rheged. Los anglos y sajones que allí moraban parecían regirse por un código de severos castigos reservados a los que infringían sus leyes, que iban desde todo un compendio de mutilaciones hasta la ejecución por los medios más dolorosos jamás idea­dos, de los cuales el más frecuente, a la par que el más humano, era el ahorcamiento. La visión de otro desdichado colgado de un árbol ya no les causaba perturbación alguna: lo que había hecho que el grupo frenase el conjunto de caballos y mulas que les servían de montura era otra cosa.

El grupo de viajeros estaba formado por cuatro hombres y dos mujeres. Todos ellos vestían la túnica de lana sin teñir propia de los religiosos, y los hombres llevaban afeitada parte de la cabeza en una tonsura que los identificaba como hermanos de la Iglesia de Columba, que tenía su sede en la isla sagrada de Iona. Casi al mismo tiempo que se detuvieron para observar el cuerpo del hombre que pendía víctima de aquella horrible muerte de ojos desorbitados, la lengua de éste empezó a ennegrecerse y asomó entre los labios en lo que debió de ser uno de los últimos resuellos frenéticos en busca de aire. La aprensión tiñó de un tono lúgubre la cara de cada uno de los miembros del grupo cuando examinaron el cuerpo.

No era difícil discernir el porqué: la cabeza del cadáver también lucía la tonsura de Columba. Lo que quedaba de sus vestiduras daba fe de que se trataba del hábito de un religioso, aunque no había indicio alguno del crucifijo, del cinturón de piel o de la taleguilla que habría llevado un peregrinus pro Christo.

El que iba a la cabeza de los viajeros había acercado su mula para observarlo con un gesto de terror en su blanco rostro. Otro miembro del grupo, una de las dos mujeres, condujo su montura algo más cerca y dirigió al cadáver una mirada firme. Cabalgaba sobre un caballo, lo que quería decir que no era una religiosa corriente, sino una mujer de posición. Sus rasgos pálidos no reflejaban ningún asomo de miedo, simplemente una mezcla de repulsión y curiosidad. Se trataba de una mujer joven, alta pero bien proporcionada, un hecho que apenas ocultaba su vestimenta oscura. Por debajo de la toca asomaba algún que otro mechón de su cabellera pelirroja. Los rasgos de su blanco rostro no carecían de atractivo; sus ojos eran brillantes, y no era fácil discernir si eran azules o verdes, pues tendían a cambiar de color con facilidad según su estado emotivo.

–Alejaos, sor Fidelma –murmuró agitado su compañero–. Ésta no es una visión digna de vuestros ojos.

La mujer a la que se había referido como sor Fidelma hizo una mueca de disgusto ante el tono preocupado de esta afirmación.

–¿Y de quién es digna, hermano Taran? –repuso. Entonces, acercando su caballo aún más al cadáver, observó–: Nuestro hermano no lleva muerto mucho tiempo. ¿Quién puede haber hecho algo tan horrible? ¿Eh, Robbers?

El hermano Taran meneó la cabeza.

–Estamos en un país extraño, hermana. Ésta es sólo mi segunda misión aquí. Han pasado ya treinta años desde que empezamos a traer la palabra de Cristo a esta tierra olvidada de Dios, pero todavía quedan muchos paganos que profesan poco respeto a nuestro hábito. Deberíamos marcharnos lo antes posible: quienquiera que haya hecho esto debe de andar por los alrededores. La abadía de Streoneshalh no puede estar muy lejos, y tenemos la intención de llegar antes de que el sol se esconda tras aquellas colinas. –Se estremeció ligeramente.

La joven seguía con el ceño fruncido, mostrando su irritación.

–¿Seríais capaz de continuar vuestro camino y dejar a nuestro hermano de esta guisa, insepulto y sin haber recibido una bendición? –Su voz era aguda y denotaba enfado.

El hermano Taran se encogió de hombros. Estaba asustado, y eso le confería un aspecto algo ridículo. Ella se volvió hacia sus compañeros.

–Necesito un cuchillo para bajar a nuestro hermano –les dijo–. Debemos rezar por su alma y hacer que reciba cristiana sepultura.

Los otros cruzaron miradas incómodas.

–Quizás el hermano Taran tiene razón –repuso la otra compañera en tono de disculpa. Era una muchacha larguirucha, y se hallaba sentada de manera torpe en su montura–. A fin de cuentas, él conoce este país... Igual que yo. No en vano viví aquí varios años como prisionera cuando me hicieron rehén en la tierra de los cruthin. Será mejor que apretemos el paso en busca del refugio que nos ofrece la abadía de Streoneshalh. Una vez allí, informaremos a la abadesa de esta atrocidad. Sin duda ella sabrá cómo ha de actuar al respecto.

Sor Fidelma frunció los labios y suspiró contrariada.

–Al menos podríamos satisfacer las necesidades espirituales de nuestro difunto hermano, hermana Gwid –replicó tajante. Tras un momento de silencio volvió a preguntar–: ¿Ninguno de vosotros tiene un cuchillo?

Uno de sus compañeros, reticente, se acercó a ella y le tendió una pequeña daga.

Fidelma la tomó, desmontó y se dirigió a la rama donde se encontraba atado el dogal, una de las más bajas del árbol. Había levantado el cuchillo con la intención de cortarlo cuando oyó un grito estridente que la hizo volverse en la dirección de donde procedía.

Del bosque que se hallaba al otro lado de la ca­rretera habían emergido media docena de hombres a pie. Estaban encabezados por uno a caballo, fornido, con el cabello largo y despeinado, cuyos rizos asomaban bajo un casco de bronce pulido y convergían hacia una gran barba negra y espesa. Cubría su torso con un peto bruñido y se comportaba de manera autoritaria. Sus compañeros, arracimados a su espalda, blandían todo tipo de armas, sobre todo estacas y arcos cargados con flechas, aunque no habían llegado a tensarlos.

La hermana Fidelma ignoraba qué era lo que estaba gritando aquel hombre, pero no le cabía ninguna duda de que se trataba de una orden, y no era necesario adivinar mucho para saber que lo que pretendía era que ella desistiese de su propósito.

Miró al hermano Taran, que a todas luces estaba asustado:

–¿Quién es esa gente?

–Son sajones, hermana.

Fidelma hizo un gesto de impaciencia:

–Eso lo puedo deducir por mí misma; pero mi conocimiento de su lengua es imperfecto. Debéis hablar con ellos y preguntarles quiénes son y qué saben de este asesinato.

El hermano Taran volvió grupas y llamó al cabecilla con aire contrariado. El hombre fornido del casco sonrió y lanzó un escupitajo antes de dejar escapar una retahíla de sonidos.

–Dice que se llama Wulfric de Frihop, jefe de clan al servicio de Alhfrith de Deira, y que éste es su territorio. Su casa se encuentra tras aquellos árboles. –La voz del hermano Taran reflejaba su nerviosismo, y la preocupación le hacía traducir de forma entrecortada.

–Preguntadle qué significa esto. –Sor Fidelma, por el contrario, hablaba en un tono frío e imperativo al tiempo que señalaba con un gesto el cuerpo del ahorcado.

El guerrero sajón hizo avanzar a su caballo para examinar más de cerca al hermano Taran con aire serio. Entonces su rostro barbudo se abrió en una sonrisa maligna. Sus ojos, muy juntos, y su mirada furtiva recordaron a sor Fidelma a los de un zorro astuto. Él meneó la cabeza, divertido por el tono inseguro de Taran, y contestó tras escupir de nuevo en el suelo con vehemencia.

–Eso quiere decir que el hermano ha sido ejecutado –tradujo Taran.

–¿Ejecutado? –Fidelma frunció el entrecejo–. ¿En nombre de qué ley se atreve este hombre a ejecutar a un monje de Iona?

–El monje no era de Iona –fue su respuesta–; era un northumbrio del monasterio de las islas Farne.

La hermana Fidelma se mordió el labio. Sabía que el obispo de Northumbria, Colmán, era también abad de Lindisfarne, y que el monasterio era el centro de la Iglesia de ese reino.

–¿Y su nombre? ¿Cuál era el nombre de este hermano?, ¿y qué crimen ha cometido?

Wulfric se encogió de hombros de manera elocuente:

–Quizá su madre... y también su dios, supiesen su nombre. Yo lo desconozco.

–¿En virtud de qué ley ha sido ejecutado? –insistió, haciendo un esfuerzo por contener su ira.

El guerrero, Wulfric, se había movido de manera que su montura estuviese cerca de la joven religiosa, y se inclinó hacia delante en su silla. Ella arrugó la nariz al oler su aliento fétido y observó cómo sus dientes ennegrecidos le sonreían. Sin duda estaba impresionado por el hecho de que, joven y mujer como era, no diese muestras de tener miedo de él ni de sus compañeros. Sus ojos negros parecían cavilar al tiempo que, con las dos manos posadas en el arzón de su silla, dedicaba una sonrisa desdeñosa al cuerpo que se balanceaba.

–De la ley que dice que un hombre que insulta a sus mejores ha de pagar un precio.

–¿Que insulta a sus mejores?

Wulfric asintió con un gesto.

–Este monje –siguió traduciendo Taran con evidente nerviosismo– llegó al pueblo de Wulfric a mediodía e hizo un alto en su viaje en busca de descanso y hospitalidad. Como sea que Wulfric es un buen cristiano –cabía preguntarse si este inciso era obra del mismo Wulfric o se trataba simplemente de un añadido del intérprete–, le ofreció alimento y un lugar donde descansar. Y fue durante la comida, en el momento en que el hi­dromiel corría en la sala reservada para los banquetes, cuando estalló la discusión.

–¿Una discusión?

–Parece ser que Alhfrith, el rey de Wulfric...

–¿Alhfrith? –interrumpió Fidelma–. Creía que el rey de Northumbria era Oswio.

–Alhfrith, hijo de Oswio, es reyezuelo de Deira, la provincia meridional de Northumbria en la que nos hallamos.

Fidelma hizo un gesto a Taran para que retomara la traducción.

–El tal Alhfrith se ha acogido a la doctrina de Roma y ha expulsado a un buen número de monjes del monasterio de Ripon por no seguir las enseñanzas y la liturgia romanas. Al parecer, uno de los hombres de Wulfric entabló una discusión con este monje acerca de los méritos de la liturgia de Columba frente a las enseñanzas de Roma. La discusión se tornó en pelea, y la pelea, en cólera. El monje dijo algunas palabras acaloradas que se consideraron insultantes.

La hermana Fidelma dirigió una mirada incrédula al jefe del clan.

–¿Y por esa razón fue ejecutado este hombre? ¿Por unas simples palabras?

Wulfric, que había estado acariciándose la barba con aire impasible, sonrió y volvió a asentir con la cabeza cuando Taran le transmitió la pregunta.

–Este hombre ha insultado al señor del clan de Frihop. Por eso ha sido ejecutado. Un hombre corriente no debe insultar a otro de noble cuna. La ley lo dice. Y la ley también dicta que este hombre debe permanecer aquí colgado durante todo un ciclo lunar a partir del día de hoy.

La rabia invadió de forma clara el rostro de la joven monja. Aunque no sabía gran cosa de la ley sajona, le parecía descaradamente injusta. Con todo, era lo suficientemente lista como para ser consciente de hasta qué punto debía mostrar su indignación. Tras darse la vuelta, montó de nuevo sin dificultad sobre su caballo y miró al guerrero.

–Sabed, Wulfric, que me hallo de camino a Streoneshalh, donde me reuniré con Oswio, rey de esta tierra de Northumbria; y entonces le informaré de cómo habéis tratado a este siervo de Dios, que se encuentra bajo su protección como rey cristiano de este país.

Si la intención de estas palabras había sido la de infundir algún temor en el alma de Wulfric, no lo lograron en absoluto. Éste se limitó a echar hacia atrás la cabeza y soltar una carcajada según eran traducidas.

Los ojos atentos de sor Fidelma no habían dejado de vigilar no sólo a Wulfric, sino también a sus compañeros, que habían presenciado la conversación acariciando sus arcos, dirigiendo ocasionales miradas a su jefe como si pretendieran anticiparse a sus órdenes. Sintió que había llegado la hora de mostrarse prudente. Entonces espoleó a su caballo, seguida por el hermano Taran, ostensiblemente aliviado, y el resto de sus compañeros. Moderó a propósito el paso de su montura: la prisa no haría más que revelar miedo, que era lo último que debía mostrar ante un pendenciero como era sin duda Wulfric.

Para su sorpresa, nadie hizo ademán alguno de detenerla. Wulfric y sus hombres se limitaron a ob­servarlos mientras se alejaban, dejando escapar alguna que otra risa. Momentos después, cuando ha­bían puesto la suficiente distancia entre ellos y la banda de Wulfric, que se había quedado en la encrucijada, Fidelma volvió la cabeza en dirección a Taran:

–No hay duda de que éste es un país pagano muy extraño. Creía que era Oswio quien gobernaba Northumbria de manera pacífica y satisfactoria.

Fue la hermana Gwid la que respondió a Fidelma. Al igual que el hermano Taran, era oriunda de la tierra de los cruthin septentrionales, conocidos por muchos con el nombre de pictos. Conocía las costumbres y la lengua de Northumbria, pues había vivido durante años dentro de sus fronteras como cautiva.

–Aún os quedan muchas cosas que aprender de este lugar salvaje, hermana Fidelma –empezó a decir.

Sin embargo, la condescendencia que impregnaba su voz desapareció cuando sus ojos toparon con la vehemente mirada de Fidelma:

–Ponedme al corriente, pues.

–Bien –repuso Gwid con aire algo más contrito–. Northumbria fue colonizada, tiempo atrás, por los anglos. Éstos no son diferentes de los sajones que habitan el sur de esta tierra; es decir, que su lengua era la misma y adoraban a las mismas deidades extravagantes hasta que nuestros misioneros comenzaron a predicar la palabra del Dios verdadero. En este lugar se establecieron dos reinos: Bernicia, al norte, y Deira, al sur. Hace sesenta años, los dos reinos se unieron en uno, del que hoy es rey Oswio. Sin embargo, éste permite a su hijo, Alhfrith, que ejerza como reyezuelo de Deira, la provincia meridional. ¿No es así, hermano Taran?

El hermano Taran asintió con un gesto agrio.

–Es una maldición sobre Oswio y su casa –musitó–. El hermano de Oswio, Oswaldo, siendo rey, hizo que los northumbrios invadiesen nuestro país cuando yo no era más que un recién nacido. Asesinaron a mi padre, que era jefe de la tribu Gododdin, y mientras agonizaba mataron a mi madre ante sus ojos. ¡Los odio a todos!

Fidelma levantó una ceja.

–Sin embargo, sois un hermano de Cristo consagrado a la paz, y no debéis abrigar odio alguno en vuestro corazón.

Taran suspiró:

–Tenéis razón, hermana. A veces, nuestro credo se hace riguroso en exceso.

–De cualquier manera –siguió diciendo–, pensaba que Oswio había sido educado en Iona y que respaldaba la liturgia de la Iglesia de Colmcille. ¿Qué razón puede tener su hijo para seguir el rito de Roma y declararse, por tanto, enemigo de nuestra causa?

–Los northumbrios conocen al bendito Colmcille con el nombre de Columba –intervino, pedante, la hermana Gwid–. Así les resulta más fácil pronunciarlo.

Fue, no obstante, Taran quien contestó la pregunta de Fidelma:

–Creo que Alhfrith está enemistado con su padre, que ha vuelto a contraer matrimonio. Teme que lo desherede en favor de Ecgfrith, el hijo de su actual esposa.

Fidelma exhaló un profundo suspiro.

–No logro comprender esa ley de sucesión sajona. Según tengo entendido, aceptan como heredero al primogénito, en lugar de dejar que se designe por libre elección al miembro de la familia que más lo merezca, como hacemos nosotros.

De pronto, la hermana Gwid dejó escapar un grito y señaló al lejano horizonte.

–¡El mar! ¡Puedo ver el mar! Y ese edificio oscuro que se recorta en el horizonte... debe de ser el monasterio de Streoneshalh.

La hermana detuvo a su caballo y entornó los ojos para ver en la distancia.

–¿Qué opináis, hermano Taran? Vos conocéis esta parte del país. ¿Nos acercamos al final de nuestro viaje?

El rostro de Taran hizo patente su alivio:

–La hermana Gwid está en lo cierto. Ése es nuestro destino: Streoneshalh, el monasterio de la piadosa Hilda, prima del rey Oswio.

CAPÍTULO II

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Una voz ronca y estridente, a todas luces impregnada de angustia, hizo que la abadesa levantase la vista del escritorio en el que había estado examinando una página de vitela iluminada, y frunciese el ceño contrariada por haber sido distraída de su tarea.

Se hallaba sentada en una oscura habitación de piedra, iluminada por varias velas de sebo colocadas en candelabros de bronce que rodeaban los altos muros. Era de día, pero la única ventana, aunque alta, no dejaba entrar demasiada luz. Por lo demás, la estancia era fría y austera a pesar de los tapices de gran colorido que cubrían lo lúgubre de la construcción. Ni siquiera el fuego cuyos rescoldos languidecían en el vasto hogar situado al fondo de la habitación daba mucho calor.

La abadesa permaneció sentada en silencio durante unos instantes. Su amplia frente y sus rasgos angulosos se vieron surcados por profundas arrugas al tiempo que sus cejas se juntaban. Sus ojos, tan negros que se hacía casi imposible distinguir las pupilas, emitieron un fulgor airado mientras ladeaba ligeramente la cabeza para escuchar el grito. Entonces, abriendo el manto de lana ricamente tejido que cubría sus hombros, posó su mano durante un instante sobre el crucifijo finamente labrado en oro que, sostenido por una sarta de diminutas cuentas de marfil, llevaba al cuello. Sus ropajes y ornamentos hacían evidente que se trataba de una mujer pudiente y de posición por derecho propio.

El grito proveniente del otro lado de la puerta de madera no cesaba, así que, reprimiendo un suspiro de disgusto, acabó por levantarse. Aunque su estatura no era mayor que la de cualquiera, había algo en su porte que le confería un aire autoritario, que en ese momento acentuaba sus rasgos marcados por la indignación.

Entonces llamaron precipitadamente a la puerta de roble, que se abrió casi al mismo tiempo, antes de que la abadesa pudiera responder. En el umbral apareció, nerviosa, una mujer vestida con el sencillo hábito marrón propio de una hermana de la orden. Tras ella, un hombre con prendas de mendigo luchaba por liberarse de dos hermanos musculosos. La actitud de la hermana y su rostro encendido delataban su nerviosismo; parecía tener problemas para expresar las palabras que su cabeza buscaba con ahínco.

–¿Qué significa esto?

La voz de la abadesa era suave, y sin embargo, sus palabras estaban marcadas por un tono duro como el acero.

–Madre abadesa –comenzó a decir con aprensión la hermana. Sin embargo, antes de que pudiese acabar la frase, el pordiosero se puso de nuevo a gritar incoherencias.

–¡Contestad! –ordenó impaciente la abadesa–. ¿A qué viene este indignante alboroto?

–Madre abadesa, este mendigo exigió veros, y cuando intentamos expulsarlo de la abadía empezó a gritar y a agredir a los hermanos. –Las palabras salieron de su boca atropelladamente, en un solo golpe de voz.

La abadesa apretó los labios en señal de re­proche.

–Acercadlo –ordenó.

La hermana se volvió para indicar a los hermanos que hicieran lo que se les mandaba. En ese momento, el mendigo dejó de forcejear.

Se trataba de un hombre delgado, hasta tal punto que más parecía un esqueleto que una persona de carne y hueso. Sus ojos eran grises, casi incoloros, y su cabeza se reducía a un matojo mugriento de pelo castaño. La tensa piel que recubría su demacrada figura estaba amarilla y apergaminada. Vestía harapos, y era evidente que no pertenecía al reino de Northumbria.

–¿Qué queréis? –le interpeló la abadesa, mirándolo con aversión–. ¿Con qué objeto causáis semejante escándalo en esta casa de contemplación?

–¿«Queréis»? –repitió lentamente el vagabundo antes de proferir en otro idioma una retahíla de sonidos entrecortados tan frenética que la abadesa acabó por inclinar ligeramente hacia atrás la cabeza mientras hacía lo posible por seguirlo.

–¿Habláis mi lengua, la lengua de los hijos de Erín?1

Ella asintió con la cabeza al tiempo que su mente traducía. El reino de Northumbria llevaba treinta años aprendiendo de los monjes irlandeses de la isla sagrada de Iona los fundamentos del cristianismo, la erudición y la alfabetización.

–Hablo vuestra lengua con la suficiente destreza –admitió.

El mendigo hizo una pausa para menear la cabeza varias veces de manera muy rápida a modo de asentimiento.

–¿Sois vos la abadesa Hilda de Streoneshalh?

Ella aspiró impaciente.

–Sí, yo soy Hilda.

–En ese caso, ¡prestad atención, Hilda de Streo­neshalh! El aire está preñado de perdición. La sangre fluirá en esta casa antes de que acabe la semana.

La abadesa dirigió una mirada llena de sorpresa al pordiosero. Le costó algunos segundos recuperarse de su declaración, que él había pronunciado en un tono rotundo, sin ambages. En él no quedaba rastro alguno de la agitación que lo había poseído poco antes. Se mostraba tranquilo, y la miraba con unos ojos que semejaban el gris opaco de un cielo turbio de invierno.

–¿Y vos, quién sois? –exigió ella al fin, después de haberse recobrado–. ¿Y cómo osáis hacer de profeta en esta casa de Dios?

Los delgados labios del mendigo se abrieron en una sonrisa.

–Soy Canna, hijo de Canna, y he leído todas esas cosas de noche en el firmamento. Pronto acudirá a esta abadía un gran número de hombres grandes y sabios, desde Irlanda, al oeste, Dalriada, al norte, Canterbury, al sur, y Roma, al este. Cada uno vendrá para defender las bondades de sus respectivos caminos para conocer al único Dios verdadero.

La abadesa Hilda hizo un gesto impaciente con su mano delgada.

–Eso lo habría adivinado cualquier palurdo, ¡oh, príncipe de los augures! –respondió enojada–. Nadie ignora que Oswio, el rey, ha convocado a los más destacados eruditos de la Iglesia para debatir si este reino debe seguir la doctrina de Roma o la de Columba de Iona. ¿Por qué nos im­portunáis con esos chismorreos de cocina?

El vagabundo mostró una sonrisa maliciosa.

–Pero lo que no sabe nadie es que el aire está preñado de muerte. Recordad lo que os digo, abadesa Hilda: antes de que acabe esta semana, la sangre correrá bajo el techo de esta gran abadía y manchará la fría piedra sobre la que se erige.

La abadesa dejó escapar una mueca de desprecio.

–E imagino que, a cambio de algún precio, estáis dispuesto a desviar el curso de dicho mal.

Para sorpresa de la religiosa, el mendigo negó con la cabeza.

–Debéis de saber, hija de Hereri de Deira, que no hay manera de desviar el curso de las estrellas del cielo. No hay modo alguno de alterar su camino una vez que se ha discernido. ¡El día que el sol desaparezca del cielo, correrá la sangre! He venido a advertiros; eso es todo. He cumplido con mi deber ante el Hijo de Dios. ¡No ignoréis mi advertencia!

La abadesa Hilda observó al mendigo mientras éste cerraba firme la boca y levantaba la barbilla en señal de desafío. Se mordió el labio un momento, alterada tanto por los modales del vagabundo como por su mensaje; pero inmediatamente sus rasgos retomaron su expresión severa. Dirigió una mirada a la hermana que la había interrumpido.

–Llevaos a este charlatán insolente y encar­gaos de que sea azotado.

Los dos hermanos sujetaron con más fuerza los brazos del mendigo para alejarlo, a rastras y sin que dejara de retorcerse, de la estancia. A su vez, la hermana se dio la vuelta para marcharse; pero en ese momento la abadesa levantó una mano como si quisiera detenerla. La hermana volvió a girarse, al tiempo que Hilda se inclinaba hacia ella y bajaba la voz.

–Decidles que no lo azoten con demasiada fuerza. Cuando hayan acabado, dadle a ese desgraciado un mendrugo de la cocina y dejadlo ir en paz.

La hermana levantó las cejas, dudó un instante si debía cuestionar sus órdenes y enseguida asintió con un gesto y se retiró sin más palabras. La abadesa aún pudo escuchar, desde detrás de las puertas cerradas, la voz estridente del hijo de Canna, que seguía gritando:

–¡Tened cuidado, abadesa! ¡El día que el sol desaparezca del cielo, correrá la sangre en vuestra abadía!

* * *

El hombre se inclinaba hacia delante frente al viento frío. Apoyado en el oscuro roble con que estaba construida la alta proa de la embarcación, buscaba la costa distante con los ojos entornados. El viento, que ululaba suave erizando su pelo negro, encendía sus mejillas y agitaba su hábito marrón de lana vulgar. Estaba agarrado a la barandilla con ambas manos, aunque las subidas y bajadas de la cubierta bajo sus pies eran suaves en virtud de un viento de costa gemebundo que ponía las olas en movimiento incesante. El mar estaba agitado, y las blancas espumas parecían bailar como plumas a lo largo del paisaje gris del mar.