Presentación

Un ingeniero que vive en las rendijas del idioma su pasión, con gracia y profundidad; un humorista cercano y cariñoso; un lector respetuoso y perceptivo; una mente abierta al mundo, a los idiomas; un conocedor de la gramática y el decir correcto, que se regocija con el poder de las palabras para transformarse y darle a la existencia más gozo y precisión; un apasionado de la historia de Colombia y de los mitos griegos, de la historia sagrada que vuelve a ser contada por un zapatero remendón en la lengua de esa Antioquia pícara e ingeniosa que le da su valor justo a cada cosa, al mostrarnos en su exagerada manera de decir que todo es importante, y que podemos detenernos en la realidad y disfrutar con el flujo rumoroso del lenguaje que la hace ser de una forma u otra; todo eso fue Argos.

En sus libros encontraremos la pasión del escritor, la precisión del gramático, la ilustración del erudito que no se toma muy en serio, la vida del hombre que goza con el mundo que le ha sido dado y que critica sus absurdos recovecos sin amargura.

Tuve la fortuna de ser su nieto, y de conocerlo charlatán y sabio y juguetón, al regalarme libros de Julio Verne y hacerme partir de la risa al contar las aventuras de Júpiter tonante en una vereda antioqueña, o explicarme qué es la banda de Moebius con una hoja de cuaderno recortada con maestría. Lo leí por años y su sabia manera de no decir las cosas de forma enfática me enseñó que debemos buscar la difícil sencillez al escribir; que es posible hacer de los libros amigos que nos acompañan en las horas difíciles y en las luminosas, siempre dándonos comprensión y bondad e inteligencia; que los áridos temas de la sintaxis y la gramática no tienen que reservarse a los académicos de la lengua, aunque él mismo lo fuera, y que podemos reírnos aprendiendo; yque es bueno pasearse por el lenguaje, porque él es nuestro amigo cuando lo conocemos, y nuestro más poderoso rival cuando ignoramos su poder y sus tesoros.

Esta Biblioteca quiere mostrarnos una manera distinta de vivir la cultura, es un gozoso llamado al humor y a la inteligencia que no se llena de vanidad sino que está cerca, jugosa, saltarina, y que nos hace posible acercarnos a la realidad casi inabarcable de la historia o la gramática o la mitología con desparpajo y penetración, descubriendo el gusto por las palabras, su misterio que va siendo revelado en el trato diario, cómo el conocerlas y amaestrarlas para que nos oigan en el momento que así lo queramos, sin rigidez, con cariño, vuelve la vida mejor y nos da alegría y lleva la risa a todos los rincones, tal y como siempre lo deseó Argos.

JUAN FELIPE ROBLEDO CADAVID

La historia sagrada

PARA COMPLACER A VARIOS LECTORES que me han reclamado el episodio de Adán y Eva en el Paraíso, como también para satisfacer la curiosidad de otros, que me han solicitado información sobre el maestro Feliciano Ríos, tengo el gusto de transcribirles la siguiente crónica de Rafael Arango Villegas.

En ella nos relata el gracioso humorista manizaleño lo que al respecto le narró el inmortal personaje por él creado, el maestro Feliciano, zapatero remendón, a quien he seguido sirviendo yo de amanuense, tanto en el Cursillo de Mitología como ahora en estas historias bíblicas.

ARGOS

Cómo narraba la historia sagrada el maestro Feliciano Ríos

CONOCÍ AL MAESTRO FELICIANO RÍOS hace muchísimos años. Quizá fue por allá en mi «edad de piedra», es decir, cuando yo arrojaba piedras a los transeúntes en estas calles natales. Él era zapatero y tenía su establecimiento en la vecindad de mi casa. Cuando yo me «mamaba» de la escuela (“o hacía novillos» como dicen ahora) me iba a la zapatería del maestro Feliciano y allí pasaba las horas hasta que calculaba que era tiempo de regresar a la casa. Un día estábamos en la zapatería el maestro y yo. Él echaba suelas a unos zapatos viejos y yo le ponía las «presillas» a una «horqueta» de «nigüito». Andábamos en lo mejor del trabajo cuando pasó una «ñapanda» muy empingorotada, contoneándose mucho, y dejando tras de sí una estela de perfume que embalsamaba la calle. Yo apenas levanté los ojos al sentir el taconeo, como que aquello no me interesaba ni mucho ni poco estando, como estaba, empeñado en la confección de la «cauchera». No así el maestro Feliciano: como movido por un resorte se levantó del asiento, tiró a un lado la obra que tenía entre las manos y se lanzó a la puerta. Siguió a la jamona con la vista hasta que se le perdió a lo lejos. cuando regresó a su asiento me dijo:

—Quien las ve tan empingorotadas, y están en este mundo porque a nosotros nos dio la gana.

Yo volví hacia el maestro mis ojos interrogantes, y él entonces, me dio una lección de historia sagrada que voy a transcribir textualmente, sin quitarle una sola palabra:

¡Ya ve (empezó el maestro Feliciano) cómo son de orgullosas las mujeres, y sepa que están aquí en el mundo porque a nosotros nos dio la gana. Porque nos dio lástima de ellas y le dijimos a mi Dios que las hiciera. Él no había pensado ni por un momento en ellas. Este mundo estaba organizado para funcionar con hombres. Nada más que con hombres. Pero Adán, de puro majadero, se puso a pedírselas a mi Dios. Le dijo que le diera una compañera, y vea la «nadita» que nos acomodaron encima, después de lo sabroso que estábamos así solos.

Las cosas —continuó el maestro— pasaron de esta manera cuando mi Dios empezó a «montar» el mundo, es decir, a «abrirlo», creó a Adán y lo puso de mayordomo, estableciéndolo en el Paraíso, que era el único «abierto» que en ese entonces había. Adán lo hacía todo, pues el señor no bajaba sinó una vez a la semana a darle vuelta a la «finca». se venía los domingos por la mañana, a caballo, acompañado de un ángel para que le abriera las puertas y le tuviera el estribo. El ángel andaba también a caballo, y llevaba un capacho de sal y una botella de veterina en la cabeza de la silla. Veían los potreros, recorrían los sembrados y daban vuelta a los animales. cuando encontraban alguna res con gusanos, el ángel se desmontaba, la enlazaba, se arrancaba una pluma de la «cola», la metía entre la botella y le aplicaba la veterina. Luego seguían en sus quehaceres. Al mediodía, cuando hacía mucho calor, el Señor se bañaba en el Éufrates, que corría por allí cerquita; en seguida echaban un «perrito» a la sombra, y por la tarde se volvían al Cielo. Pero una tarde, cuando ya se iban a despedir, Adán, que estaba recostado en el cañón de un manzano, le dijo al señor:

—Yo que le iba a decir a usté una cosita, patrón.

Y el Señor, pensando que Adán iba por cierto lado, le dijo, arrebatándole la palabra:

—¿Que le mejore el «partido»? ¡Imposible! Ahora está la situación muy mala y, además, usted sabe que yo estoy gastando un platal en el montaje de esto, y que hasta ahora no he visto el primer centavo. Espere un poco a ver si mejoran las cosas.

—No, si no es eso. Es otra cosa; pero es que a mí me da mucha pena decirle a usté... —y se puso a hacer rayas con la uña del dedo gordo de la mano en el cañón del manzano.

—Pues diga a ver si se puede...

—Era que yo le iba a decir que… que... a mí me da mucha pena, pero que…

—Diga, hombre; no sea tan montañero, que yo no le voy a hacer nada.

—Pues era que yo le iba a decir que… que me diera a mí también una compañerita. Ya ve que el tigre tiene su tigra, el hipopótamo su hipopótama, el rinoceronte su rinoceronta, el mamut su mamuta, el ardito su ardita, y hasta el pisco tiene su «pisca». El único que está aquí varado soy yo…

El Señor le replicó con mucha calma:

—Vea, hombre Adán, le voy a decir una cosa: yo sí se la doy, si usted quiere; pero le advierto que le va a pesar. Usted está muy muchacho todavía y no conoce la vida. La encartada que se va a meter es horrible. Yo sé por qué se lo digo. Es mucho mejor que desista de eso.

Adán bajó la cabeza y siguió haciendo rayas en el cañón del árbol. Entonces terció el ángel:

—Hombre, Adán, yo no me debiera meter en estas cosas, pero sí le digo que el Señor tiene mucha razón en lo que le está diciendo. Piense mejor la cosa. No crea que a Él le da trabajo hacerle una compañera; se la hace de cualquier cosa. De lo primero que encuentre a la mano: de un palo de escoba, o de una «tusa». Pero sepa que usté se va a meter en la grande.

El Señor volvió a tomar la palabra:

—Bueno, y vamos a ver: ¿para qué quiere usted la compañera?

—Pues yo la quiero como para que me cuide la casa, me haga la comidita y me remiende las «hojitas de parra», que están vueltas hilachas.

—Está bien: tráigame de qué hacérsela.

Y como Adán no encontraba nada apropiado en el momento, por estar muy azorado, el señor le dijo que se acercara, le sacó una lata de costilla, la tomó en las manos, le hizo cierto manipuleo, sopló sobre ella y saltó una mujer hermosísima, tirándole besos a todo el mundo, inclusive al Señor, y haciendo mil monerías. Adán, que no «conocía el almendrón», le dio mil gracias al señor por el beneficio tan grande que le había hecho. El Señor le contestó muy serio «que no había de qué» y en seguida se fue con el ángel otra vez al Cielo.

Pues no habían pasado todavía quince días (continuó el maestro Feliciano), cuando ya la tal compañerita tenía metido a nuestro padre Adán en la hondura más grande del mundo entero: había detrás de la cocina de la casa un manzano muy bonito que se mantenía lleno de manzanas. El Señor lo quería muchísimo, porque dizque era de una semilla extranjera.

Ese sábado, antes de irse, les había dicho a Adán y a Eva: «Ya saben que a ese manzano que hay detrás de la cocina no le cogen una sola fruta, porque ésta es la primera cosecha y es un árbol muy delicado; fue mucho el trabajo que me dio hacerlo prender. Si le llegan a coger una sola fruta los echo en el acto de aquí». Ambos le contestaron que no tuviera cuidado.

Al otro día ya estaba Eva coqueteándole a las manzanas, y arrancándole pedacitos con las uñas a las que estaban más bajitas. Además, una culebra que tenía nido en el árbol le decía constantemente:

—No sea tan boba; si le provocan las manzanas coja las que quiera y cómaselas.

Y Eva le replicaba:

—¿Sí? ¿Y si va y el Señor lo sabe? ¿Y si va y las tiene contadas?

—No crea. Él no las tiene contadas. Yo he visto que apenas se acerca al árbol y les da un vistazo. Bien pueda; coja todas las que quiera que yo respondo. Ésa es la fruta más deliciosa. Y no sólo eso, sinó que el que las come queda sabiendo tanto como su patrón. Pues por eso es que Él no las deja comer: para que ustedes no le vayan a aprender las «paradas».

Eva no se dejó seducir en el primer momento, pero quedó con una provocación espantosa. Por la tarde, cuando Adán llegó del «corte» y colgó el azadón en los palos de la cocina, y se quitó los zamarros de cuero de tatabra, lo llamó Eva por allá a un rincón y le dijo:

—Si viera, mijo, lo que me dijo una culebra que hay allá en el manzano…

—A ver: ¿qué le dijo?

—Pues me dijo que no fuéramos tan bobos; que comiéramos de esas manzanas; que esa fruta no solamente es muy deliciosa, sinó que el que la come se vuelve sabio; que por eso es que el patrón sabe tanto y tiene tanto verbo, y habla tan bien. ¿Quiere que yo coja una chiquita y coma un pedacito chirriquitico a ver qué me pasa?

A Adán no le sonó la cosa y le contestó con mucho mimo:

—No mija, deje esa «culequera». No se meta con esas frutas, que le puede pasar un «cacho». Fíjese que después va a saber el patrón que usté le está tocando esas frutas, y nos echa un poco de «vainas», y hasta nos rumba de aquí. Si es que tiene mucha gana de comer frutas, yo le traigo mañana ochuvas de la huerta, que hay muchas y bonitas. 0 si quiere cómase una cañafístula, o un aguacate, o una guanábana. Pero no vaya a tocar ese palo que después no es sinó pa vainas. Póngase a hacer sus oficios y no le haga caso a esa culebra cuando le vuelva a hablar.

Pero a ella no le valían razones. Tenía la cabeza más dura que un pilar de chonta. Empezó a refunfuñar:

—¡Sí, que no lo contemplan a uno y no le dan gusto en nada!… —Y se le encaró a Adán—: Pues si usté no quiere que nos comamos una entre los dos, yo me la como sola. Yo no me voy a aguantar esas ganas…

—No mija, no sea golosa; no haga eso. Fíjese que si después pasa algo yo soy el que pago el pato. ¡Nos quitan la finca, nos sacan de aquí en seguida, y el embromado soy yo! Deje eso, «reinita». ¡Si usté no ha sido caprichosa nunca! Yo le prometo que mañana me encaramo a estos otros árboles y le cojo hartas frutas pa que coma hasta que se las toque con el dedo, sea juiciosa, «negrita».

Pero harto que le valían los consejos. Le entraban por un oído y le salían por el otro. «Juro a taco» que se comía la fruta. Y refunfuñaba, y daba zapatazos en el suelo, hasta que se puso como una hidra. Entonces Adán se calentó y le dijo:

—¡Pues no se come esa fruta! ¡Ya se lo dije! ¡Y si se la come, le meto una pela, porque yo soy el que manda aquí!

Esto que el pobre le dice, y ella que se vuelve una fiera. Se lo quería comer:

—¡Pues sí me la como! ¡Y sí me la como! ¡Porque usté no me manda a mí!

Y se emperró a llorar. Adán, creyendo que le iba a dar un ataque, según lo desfigurada que estaba, fue y cogió la fruta y se la comió con ella. Estaban acabando de tragar el último bocado cuando se les apareció un ángel calientísimo con un fierro al rojo en la mano, y les echó un mundo de vainas y los rumbó de allí…

Después (terminó el maestro Feliciano), ya me ve usté aquí aventándole martillo a esta suela pa ganarme el bocado de comida, y ya las ve a ellas tongoniándose por esas calles, como si fueran mi Dios.

Caín y Abel

¡SALUD, JÓVENES! AQUÍ ESTÁ CON USTEDES otra vez el viejo Feliciano Ríos, y lo primero que hago es desearles un feliz año nuevo. El pasado nos fue más o menos bien con la Mitología. Vamos a ver cómo nos va en éste con una materia un poquito más trabajosa, que es la historia sagrada.

Ya don Rafael Arango Villegas nos la había empezado a contar, o, mejor dicho, había sacado en libro lo que yo le conté una tarde en mi tallercito, hablándole de nuestros primeros padres en el Paraíso. Y él sí supo pasar bien lo que yo le conté: pero a este Argos, que es el secretario que tengo ahora, no le tengo como harta confianza; no es sinó ver la cantidad de metidas de pata que tuvo el año pasado copiando las conferencias que les di de Mitología.

En fin: ¡a la mano de Dios y a la pata del Diablo!

Resulta, pues, que nuestros primeros padres, cuando se vieron echados del Paraíso, hicieron un ranchito por allá en una abertura que encontraron en el monte, y se pusieron a echar cabeza a ver qué había querido decirles el Señor cuando les había mandado «creced y multiplicaos».

Y le decía Adán a Eva:

—Mija: si a nosotros nos hicieron ya crecidos, ¡qué más vamos a crecer! Lo que tenemos que ver es cómo hacemos pa multiplicarnos…

Y empezaron a buscar la manera, hasta que al fin dieron con ella. Y mucho que les gustó, por cierto. Y por ahi como a los seis meses le dice ella:

—Mijito: ¿será el Diablo o qué lo que tengo yo adentro, que me patea como un futbolista?

Pero, acortando: a los nueve meses cumplidos, le fue naciendo qué trozo de muchacho tan perfecto y tan alentado: pesó como siete libras. Como todavía no había curas, lo tuvieron que bautizar ellos mismos: lo pusieron Caín.

Como les quedó gustando tanto la multiplicación, al año tuvieron otro, ése sí más delicadito, pero muy querido también y muy gordo, y lo pusieron Abel.

El par de muchachos fueron criados a toda leche, que eso sí era lo que le sobraba a nuestra madre Eva. Sabroso pa ellos que no tenían que ir a la escuela, ni hacer mandados, ni nada. Apenas encerrar el ternero por la tarde y traer la bestia cuando la necesitaba Adán pa darle vuelta a la finca.

Cuando fueron creciendo, cada uno fue cogiendo el oficio que más le dictaba: a Caín le dio por la agricultura y a Abel por criar ovejas. Los dos le ofrecían al Señor sacrificios de lo que le producía a cada uno la parcelita que le había tocado: Caín vaciaba encima de la mesa del altar el costalado de revuelto que le había sobrado, y entonaba su rezo:

—Señor: te ofrezco estas yucas, y estas arracachas, y este racimo de plátanos, que fue de lo mejorcito que pude separar pa tu santo servicio.

Y Abel:

—Aquí tienes, Señor, esta ovejita, y perdona la poquedad.

Y el animalito era el mejor de la partida.

El Señor le agradecía mucho a Abel pero no le hacía buena cara a lo que le ofrecía Caín. Entonces Caín se embejucó con Abel y se puso a insultarlo y a tratarlo de niño bonito y de lambón.

El Señor se dio cuenta y llamó al orden a Caín.

—Oiga, jovencito: ¿qué le pasa? Mucho cuidado con ese geniecito, que le puede salir por un ojo. Si se maneja bien, le irá bien; pero si no mejora, se lo traga la tierra, mi querido amigo.

Ahi sí se puso Caín como una tatacoa y llamó aparte a Abel y le dijo:

—Vení, salgamos al solar yo te muestro una cosa.

Y salieron. Y dicen unos que Caín le echó mano a una quijada de burro que tenía escondida, y le dijo a Abel:

—Hacete allí al pie del aguacate y verás cómo tiro este hueso y antes de llegar donde vos, se devuelve pa mi mano. Se llama bumerán.

Y lo aventó con toda gana y le pegó a Abel en la chonta, que cayó redondito. Y eso era lo que él buscaba: matarlo. Por pura envidia.

Y cuando iba pa la casa se encontró con el Señor, que le preguntó:

—¿Dónde está tu hermano?

Y le contestó él, todo malcriado:

—Yo qué voy a saber… Acaso yo soy guarda de él…

Y lo coge el Señor de los hombros, y lo sacude y le dice:

—Pues seas o no guarda, atrevido, sabé y entendé que la sangre de él caerá sobre ti. Y esta tierra tuya se va a volver un peladero como los llanos de Cuibá, que no dan ni lástima. Y tú andarás errante y vagabundo hasta el fin de tus días.

—Entonces me fregué, porque si voy a salir a andareguear por todo el mundo, con esa sangre encima, el primero que me vea me va a matar.

Y el Señor le dijo:

—Te voy a poner una señal pa que no te maten.

Y lo marcó en la frente y lo dejó ir.

Caín empezó a andar mundo, y por allá se casó y tuvo un hijo que lo puso Henoc, y fundó un pueblo y lo puso también Henoc. Como que le gustaba el nombrecito. Y por eso dicen que Caín, que vivió andando el mundo y fundando pueblos, debió haber sido el padre de los paisas del siglo pasado.

El Diluvio

DESPUÉS QUE SALIERON ADÁN Y EVA del Paraíso Terrenal, como pepa de guama, y que pasó lo de Caín y Abel, dice a seguir naciendo gente a lo desgualetado, repartida más o menos por parejo entre machistas y pobres mujeres, pero, no sé por qué, todos ellos resultaron con unos instintos horribles. No había de qué hacer un caldo. Todos eran unas porquerías, malas fichas y corrompidos. Cómo sería que al Señor le pesó amargamente haber creado semejante raza de sinvergüenzas, y un día que amaneció en el rucio se paró en un altico y gritó a todo pecho:

—Voy a acabar con esta tracamanada de zánganos. No va a quedar ni uno pa contar el cuento. Ni animales tampoco: ni los que caminan, ni los que se arrastran, ni los que vuelan. No va a quedar títere con cabeza, porque voy a acabar hasta con el nido de la perra.

Pero de pronto se puso la mano en el considere y se acordó de un viejito que había, que era muy buena persona y que nunca le había hecho mal a nadie, y lo mandó llamar y le dijo:

—Ve, hombre Noé: sentate ahi y ponele atención a lo que te voy a decir. He resuelto acabar con todo lo que vive sobre la Tierra. No va a quedar ni el pegado. Pero como vos te has manejado tan bien, te voy a salvar a vos y a tu familia. Haceme el favor de ponerte ya mismo a hacer un barco, de puro comino, bien grande, por el estilo del Crucero del Amor, y de tres pisos, cosa que quepan adentro toda clase de animales, por parejas, y vos con tu mujer y tus hijos y tus nueras. Tenés que andarle vivo porque no tenés sinó una semana pa hacerlo. De aquí a ocho días voy a soltar nada menos que las cataratas del cielo, ¿cómo te parece? Van a caer hasta maridos, como dicen las solteronas.

Pues esta orden que le da el Señor, y Noé que se agarra con sus tres hijos, que eran Sem, Cam y Jafet, a echar serrucho y hachuela y cepillo y martillo, y en tres voliones tuvieron listo el barco, y le pusieron un nombre muy bacano: el Arca de Noé.

Y pusieron en fila los animales, de a dos en dos, bien ordenaditos pa que no se estrujaran, y los fueron haciendo entrar y acomodarsen en unos salones inmensos que había adentro. Noé con su familia y los poquitos electrodomésticos que tenían se acomodó como pudo en el zarzo. La comida de los animales y las neveras con el bastimento de la familia de Noé las metieron en la bodega de abajo.

¡Y se larga semejante torrencial! Eso parecía la hora llegada: llueve y llueve sin parar, agua, Dios, misericordia, y Noé ahi encartado con ese animalero, y esa arca flotando serenita por encima de la creciente que se fue formando.

Siempre era mucha la rochela y la tagarnia que armaban esos animales, tan apretujados y con ese bochorno tan espantoso que hacía adentro. Y eso que Noé y los hijos se mantenían encima de ellos con palos y zurriagas, llamándolos al orden. Pero no les valía.

Otro detallito, y ése sí más grave, era que Noé les tenía prohibido a los machos que se pusieran a hacer cositas con sus compañeras, porque si decían a tener crías no iban a tener dónde acomodarlas.

Sobre esto han inventado muchos cuentos, que no se los voy a repetir a ustedes porque son muy viejos y muy malos y muy groseros. Como ese del miquito que se le montó encima a la elefanta, y cuando de pronto gruñó, le pregunta él, lo más conmovido:

—¿Le lele?

Hasta irrespeto será eso.

otro problema muy grave era la hedentina que se sentía adentro. imagínesen ustedes un par de animales de cada especie haciendo caca y pipí en el suelo, y las pobres nueras de Noé que no daban abasto pa recoger toda esa porquería y subir a botarla por el único postigo que había por allá pegado al techo. un desastre, en todo caso.

Y la llovedera no paró en cuarenta días y cuarenta noches, dele que es fiesta, hasta que las aguas «se alzaron quince codos sobre los montes más elevados», como dice el Libro. Y seguía en su fina la bulla y el bochinche de ese animalero, y la comida ya iba escaseando… Mejor dicho: a nadie le deseo un diluvio de ésos.

Pero como a todo se le llega su fin, a los cuarenta días completos escampó y entonces el maestro Noé cogió al gallinazo macho y abrió la ventanilla y lo mandó a averiguar cómo iban las cosas por fuera; pero el maldito gus como que se entretuvo con la primera mortecina que se encontró sobreaguada, y al otro día volvió al arca, pero no quiso entrar, y siguió rebuscándose, pero nada que entraba.

Entonces resolvió papá Noé mandar una palomita, a ver si ésta, y ella sí volvió, pero manivacía, porque no encontró dónde asentarse, y a los ocho días la volvió a soltar, y esta vez si trajo una ramita de olivo, y aquí creo que se acabó la clase de hoy.

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Noé

Cuando volvió la paloma con la ramita de olivo Noé la cogió de las paticas y la entró al Arca, y por ahi como a los ocho días volvió a abrir el postigo y la soltó, cantándole:

...Ya verás, paloma,

que no hay gavilán

que a ti te coma...

Y esta vez sí no volvió. El Arca se había asentado en tierra firme, en el monte Ararat, en Armenia; pero no en Armenia la Mantequilla, la de por allí cerquita de Guaca, ni en la del Quindío, sinó en otra por allá en la porra. Pero tuvieron que esperar como diez meses a que bajara la creciente, pa poder salir.

Y cuando abrió él la puerta, los juntó el Señor y les dijo:

—Ahora sí, mis hijos: riéguesen por toda la Tierra y aduéñesen de ella, y aprovechen la amnistía patrimonial. Y por señal que no les voy a volver a mandar un aguacerito como el que pasó, cada que llueva y esté haciendo sol va a salir el arco iris. Es una belleza. Y no crean que es en blanco y negro. Es a color.