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Según la Biblia, el primer castigo fue

producto del pecado original. Dios le

dijo a Adán:

“Puedes comer de cualquier árbol que haya en el

jardín, menos del árbol de la sabiduría, porque

el día que comas de él morirás sin remedio”

Génesis: 2-16

Agradecimientos

A mis padres, quienes se esforzaron por educar a mis hermanos y a mí de la mejor manera que creyeron posible.

A mis hijas quienes, sin quererlo, tuvieron que soportar mis errores como educador ignorante e inexperto; y al mismo tiempo me enseñaron con sus respuestas y reacciones.

A mis pequeños pacientes quienes, en un contexto distinto al del hogar, me obligan a pensar en ellos como personas en desarrollo.

A sus madres y padres, quienes con sus preguntas, temores y angustias me solicitan orientación para actuar correctamente con sus hijos, obligándome a estudiar, reflexionar y pensar para poderles servir.

A mi esposa, quien con sus conocimientos y criterio me ayudó en el desarrollo de este libro.

PROLOGO

Además de la sorpresa que recibí cuando el doctor Isaza me solicitó prologar el libro, me sorprendió también que un pediatra se encargara de hablar acerca del castigo cuando esa tarea supuestamente nos corresponde a nosotros los psicólogos. El contenido de este libro me dio mi respuesta: pediatra, padre, educador y profesional de la salud, el autor es un experto en el tema de la formación.

Cuando pensamos en la educación de nuestros hijos, ya sea en el terreno profesional o personal, el castigo siempre aparece como uno de los recursos. Definido como la aplicación de estímulos que logren disminuir la presentación de lo que llamamos conductas indeseables, el castigo sigue siendo una forma desagradable y en muchos casos agresiva de educar. Castigamos por impulso, por mal genio, por abuso de poder, por ejercicio de autoridad siempre pensando que podemos realmente moldear las conductas de nuestros hijos. Si bien nuestro papel como formadores nos exige aplicar consecuencias ante conductas inaceptables para la convivencia en familia y en sociedad, lejos está ese concepto de una necesidad siempre imperativa de castigar especialmente cuando esto se hace a partir de estímulos que dañen a los niños.

Esta precisamente es la disertación que hace el doctor Isaza con su escrito acerca del castigo. De una forma muy amena, que nos toca en los ejemplos y que nos hace reflexionar con cada frase, el texto nos lleva de la mano a entender la diferencia entre la ética social que se encuentra detrás del derecho que nos damos de castigar agresivamente a nuestros hijos, y una verdadera ética humana en la cual nuestro rol de educadores pasa solamente por ayudar a nuestros hijos a pertenecer a la sociedad sin hacerse daño a ellos mismos ni a los demás o a las cosas que los rodean. Educar hacia la autonomía y la libertad, sobre la base del respeto y la aceptación de los demás es la gran lección.

El libro está estructurado sobre la base de cuatro preguntas: ¿Qué es el castigo?, ¿por qué castigar?, ¿para qué castigar? y ¿cómo castigar?

A todas las personas que inician su labor como padres y formadores les puede ser de enorme utilidad para sentirse acompañados y poder responder a muchas de sus posibles preguntas en este interesante y fascinante recorrido que es la educación de nuestros pequeños.

EVELYN PECKEL

 Psicologa clinica, M.Ed.

Terapeuta individual de pareja y de familia

INTRODUCCIÓN

¿Cuántas veces hemos renegado porque nuestros hijos son desobedientes y no hacen caso, o nos quejamos porque son muy inquietos y no hallamos la forma de calmarlos y evitar que rompan todo cuanto está a su alrededor, o se expongan al peligro? O cuando, siendo adolescentes, no cumplen con los compromisos adquiridos y hacen lo que se les da la gana. Con mucha frecuencia nos preguntamos cómo hacer para educarlos confiando en que saldrán bien formados de nuestras manos y que cuando alcancen la edad adulta llegarán a ser hombres y mujeres de bien. De la misma manera, todas aquellas personas involucradas en el proceso de educación y formación de sus propios hijos y de los ajenos, se preguntan cuáles son las mejores herramientas para realizar con éxito esta labor. Padres, maestros, entrenadores deportivos, médicos, psicólogos, etcétera, buscan constantemente respuestas idóneas ante las conductas de los niños.

Los traumatismos psicológicos sufridos por la humanidad como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, la mayor afrenta que algunos belicosos dirigentes han ejecutado contra su propia especie en la confrontación más atroz jamás conocida, condujeron a los sobrevivientes a asumir una conducta excesivamente considerada hacia sus descendientes. Así, en la época de la llamada Guerra Fría -por la forma solapada en que los estados poderosos realizaban acciones de espionaje entre ellos y sus aliados, mientras propiciaban la desestabilización de gobiernos del Tercer Mundo, en un modo de expresar su poder y su capacidad de control sobre los demás países en un mundo, en ese entonces, bipolar-, fue apareciendo en los padres de las siguientes generaciones una actitud permisiva con sus hijos mientras se mantenían draconianos y arcaicos métodos educativos.

Esta tendencia permisiva de los padres de esas generaciones llegó para quedarse y arraigarse fuertemente en las décadas de los años setentas y ochentas, con lo cual se obtuvo una generación de padres confundidos, pues habían sido educados aún bajo rígidas normas de obediencia y culto a los mayores -en sociedades machistas y patriarcales, con una historia en donde la autoridad se fundamentaba en la supremacía del mejor peleador y el poder que ello otorgaba-. Esos mismos que se rebelaron contra el “establecimiento” en mayo del 68 en París, en la primavera de Praga, en las manifestaciones estudiantiles de Berkeley, en los Estados Unidos, y en todo el mundo en contra de la guerra de Vietnam. Los mismos que predicaron hacer el amor y no la guerra, los mismos -porque me incluyo- que asumimos el símbolo de la paz como un icono universal que identificaba a la juventud de todo el planeta.

Aquellos quienes, como jocosamente comentara un amigo, fuimos la “generación del huevo y la pechuga”, puesto que cuando éramos niños el último huevo que quedaba en la casa era para el papá y en el sancocho del almuerzo, la pechuga también era para él. Luego crecimos y tuvimos hijos, y el último huevo que quedaba en casa y la pechuga del sancocho eran para el niño. Es decir, más de una vez papás y mamás nos sacrificamos por nuestros vástagos para evitar que sufran, quizás por causa del inconsciente temor colectivo de que llegasen a pasar angustias y dificultades como nuestros padres, abuelos o, incluso, nosotros mismos cuando fuimos niños y adolescentes. En esa época de nuestras vidas muchos debimos soportar restricciones materiales; excesiva corrección educativa estricta, cuando no ruda o violenta. Otros, por el contrario, eran hijos de personas tan sufridas que no soportaban el más mínimo asomo de inconformidad, frustración o sufrimiento en sus pequeños y, llenos de temor por castigos ya vividos, no acertaban a establecer normas claras ni mucho menos a corregir conductas, gracias a lo cual sus hijos crecieron sin aprender a conocer límites ni a respetar normas que los establecieran. Existe, también en este grupo, un reducido número de aquellos que son hijos de personas poderosas o, peor, de quienes sin serlo lo quieren ser y se lo creen, por lo cual reciben de sus padres gratificación permanente, lograda sin un esfuerzo mayor que expresar el deseo, lo cual -a su vez- se convierte en manifestación de sus intenciones de ejercer poder sobre los demás.

Pero hay más, Colombia en particular tiene una triste y larga historia de violencia sin igual, plagada de masacres y guerras, declaradas o no desde la época de la conquista española y durante la colonia, o negadas oficialmente a pesar de contundentes evidencias que ratifican hoy día su existencia, como ocurre en la actualidad. Tal vez por esa razón en este país es frecuente que entre las gentes la solución de sus diferencias se dé a través del enfrentamiento físico, en lugar de acudir al raciocinio y al diálogo, lo cual configura una tendencia social que va más hacia las conductas violentas que conciliadoras. Esto explicaría en parte el porqué de los conflictos armados como procesos acompañantes del desarrollo histórico de Colombia, y las estadísticas de violencia urbana cotidiana, callejera e intrafamiliar, con sus altísimos componentes de maltrato femenino e infantil. De esta manera, montados en la desigualdad que hay entre adultos y niños, entre hombres amparados por una sociedad machista y mujeres subvaloradas socialmente, se establecen relaciones de poder del más fuerte sobre el débil utilizando el castigo como instrumento cotidiano. Tenemos, entonces, una gama de padres así:

a) Aquellos que se quedan en dejar hacer-dejar pasar, o sea, permisividad total; no ejercen su rol como padre o madre.

b) Aquellos ambivalentes que no agreden físicamente pero sí lo hacen verbalmente, o aquellos que luego de agredir física o verbalmente de inmediato y llenos de culpa colman de regalos o favores a los hijos así castigados.

c) Los violentos consuetudinarios.

En el primer caso tendremos hijos caprichosos y tiranos, con sensación de abandono y vacío en el concepto de autoridad externa pero, en cambio, con una fuerte sensación y deseo de poder. En el segundo se formarán grandes manipuladores y seres limitados en su capacidad de lograr objetivos por sus propios medios, al tiempo que son ambivalentes y difíciles de satisfacer. En el tercer caso se criarán personas muchas veces obedientes, pero miedosas y resentidas, mentirosas, violentas y desconfiadas.

Debe tenerse en cuenta que el castigo ha sido una técnica muy utilizada y valorada en el moldeamiento de la conducta, que surge muchas veces como la respuesta lícita según una cantidad importante de personas que crían y cuidan niños. Además, es visto como el método “correcto” de encarrilarlos y moldearlos para la vida en sociedad. Pero, desde una perspectiva humanista y científica, en realidad el castigo puede ser utilizado ocasionalmente y ante ciertas situaciones específicas como un recurso para lograr un cambio en la conducta o comportamiento de los niños.

Lo cierto es que “nadie nace aprendido” y menos para ser padres y educadores, ese difícil arte que no nos enseñan y que, desafortunadamente, alcanzamos a conocer cuando ya los hijos crecieron con los recuerdos y cicatrices que les dejan nuestros aciertos y errores. Errores cometidos por ignorancia, por ingenuidad, por repetición de modelos de comportamiento, por temperamento o por falta de tiempo cuando la mayoría debe dedicarse al trabajo. Por fortuna esos conocimientos podremos aplicarlos después con los nietos, en quienes ejerceremos el inalienable derecho que tienen todos los abuelos de consentirlos mucho, hasta de “malcriarlos” y no castigarlos.

Es claro, para nosotros, que el castigo nunca debe ser físico o corporal, pues este corresponde a una actitud violenta que, además de no lograr el objetivo de cambiar un patrón de conducta, agrede al niño, le causa sufrimiento, dolor, humillación y miedo, además de enseñarle comportamientos violentos.

¿Alguno de nosotros se ha preguntado por qué castigamos por primera vez a un hijo? A pesar de tener la respuesta en frente no la vemos porque por su obviedad no nos llama la atención y no nos detenemos a buscar el motivo, que paso a describir en seguida.

A medida que los niños crecen y se hacen autónomos, gracias a que pueden moverse de un lugar a otro para conocer su entorno y buscar cosas nuevas, se vuelven también más curiosos e inquietos, con riesgo de sufrir accidentes y hacerse daño a sí mismos o a los objetos de la casa. Luego, con cada nueva experiencia y el desarrollo de su imaginación, van construyendo su mundo interior al tiempo que mantienen su relación familiar y crean sus propias normas de conducta que, en un principio, no siempre se ajustan a las de la familia.

Infortunadamente, los familiares -incluidos papá y mamá- asumen, erróneamente, como un hecho que el niño conoce las normas, cuando lo correcto es irlo instruyendo poco a poco sobre las mismas, mediante la referencia a cada una de ellas en cada situación que lo requiera, ya sea usando el “No” que prohíba la ejecución de un acto, o ejemplificando las consecuencias negativas. Esta práctica debe mantenerse durante todo el crecimiento y su realización debe estar acorde con el desarrollo intelectual del niño, para facilitarle su comprensión e interiorización. Por lo tanto el cuidado, la formación y la educación de los niños es una difícil tarea y en las mentes de los adultos aparecen dudas y cuestionamientos acerca de cómo llevarlas a cabo.

Cuando el niño empieza a ejercer su autonomía motora lograda con tanto esfuerzo, su voluntad y curiosidad van a ir muchas veces en contravía de las expectativas de los adultos. Aparecen así los primeros asomos de desobediencia y, con ella, los primeros disgustos de “la gente grande” con los chiquillos por su comportamiento. Es el momento en que el niño pone a prueba la paciencia e inteligencia de sus mayores, ante lo cual habrá quienes reaccionen con tranquilidad, otros se irritarán y otros, de manera reactiva, se enojarán e impulsivamente castigarán. Quizás es aquí cuando mucha gente se pregunta si el castigo es válido en la crianza de los niños y cuál debe aplicarse; en otros casos, muy frecuentes por desgracia, el castigo físico simplemente se aplica sin que quienes lo hacen se detengan a pensar en su significado, alcance y consecuencias y, lo que es peor, no se den cuenta que tan sólo en contadas ocasiones logran lo que desean: que su hijo castigado aprenda.

La reflexión sobre por qué lo aplicamos, para qué lo hacemos y qué utilidad le hallamos al castigo en la crianza y educación, puede permitirnos identificar el tipo de relación que establecemos con los niños, pues en lugar del conocimiento, la creatividad, la coherencia, la paciencia y la firmeza requeridas para educar, el castigo como método educativo es un recurso que, a la vez que manifiesta una relación de poder absoluto del fuerte contra el débil y desvalido, exige poco esfuerzo e inteligencia por parte de quien lo aplica para lograr cambios en el comportamiento del niño, con resultados no siempre exitosos en el objetivo buscado. El uso frecuente y recurrente del castigo genera un modelo autoritario y poco creativo en las relaciones padres-hijos, que -como dije antes- expresa impaciencia e impulsividad por parte de quien acude a él como recurso educativo a la vez que, por efecto del miedo que produce en el niño, limita su imaginación para buscar la manera de hacer las cosas de acuerdo con las normas y para resolver problemas.

Por otro lado, en situaciones específicas y ocasionalmente necesarias, acudir al castigo como procedimiento que permita al niño la posibilidad de recordar con claridad la existencia de normas y su objetivo, lo llevará, en condiciones normales, a encontrar alternativas diferentes de proceder ante una situación dada, con lo cual se habrá logrado un cambio de conducta, que es lo que se busca con el castigo. Por eso lo invito, amable lector, a que responda las siguientes cuatro preguntas y escriba sus respuestas en el espacio en blanco que sigue después de cada una:

Las respuestas funcionarán como indicador de sus creencias acerca del castigo y las podrá ir confrontando a medida que avance en la lectura de estas páginas. Es posible que al concluir las corrobore y afiance sus criterios o se dé cuenta que es hora de cambiar su forma de relacionarse con los niños ante situaciones difíciles. El objetivo de este libro, escrito tras veintisiete años de experiencia como pediatra, es demostrar que en contra de la relación de poder entre padres e hijos, la relación afectuosa, paciente, imaginativa, coherente y firme funciona mejor, con mayor eficacia y, lo que es más deseado, produciendo en el niño placer y bienestar en lugar de dolor, incertidumbre y minusvalía. La incapacidad que tengamos como padres para actuar de esta manera debe hacernos reflexionar sobre nuestras propias limitaciones y aceptar que somos ignorantes en el tema pero que nunca es tarde para aprender. Hacerlo es un acto de amor comprometido con nosotros mismos, con ellos y con la sociedad. Es una forma de sembrar paz para cosechar un futuro mejor.

Se han incluido, a manera de anexos, dos documentos esenciales para completar los conocimientos que de aquí se obtengan: la Declaración Universal de los Derechos del Niño, de la Organización de las Naciones Unidas (onu) y el texto de la Convención sobre los Derechos del Niño, que sirve de directriz para las políticas que tienen que ver con los derechos de los menores para todos los países del mundo. Son estos las referencias idóneas para resolver inquietudes o dudas respecto a aspectos filosóficos y jurídicos relacionados con los derechos de los niños y las obligaciones de los adultos para con ellos.

Para finalizar, es importante advertir que la alusión al género de niños y niñas no se hará refiriéndose a “los niños y niñas” cada vez que sean mencionados, pues la lectura sería insoportable y fatigosa, lo cual podría afectar la concentración puesta en ella con detrimento en la comprensión del mensaje que deseo transmitir. Así que cuando se lean las palabras en masculino o en femenino puede asumir el lector que me refiero a personas de ambos sexos, salvo en casos en los que se esté hablando específicamente de uno u otro.

I. ¿Q ES EL CASTIGO?

NORMAS Y CONVIVENCIA

Las familias y la sociedad tienen normas de convivencia necesarias para garantizar su permanencia en el tiempo y su reproducción de generación en generación. Dichas normas se crean, practican y enseñan para que sean cumplidas y permanezcan, puesto que son las reglas del juego cuyo fin es lograr la supervivencia de cada individuo y mantener una grata y constructiva vida del grupo. Con ellas se regulan las conductas y comportamientos en las diferentes etapas de crecimiento y desarrollo de niños y adolescentes, y durante la vida adulta. La introducción y el aprendizaje de normas son procesos imprescindibles en la educación infantil y su correcta aplicación facilita al niño su incorporación al mundo de los adultos. Pero, además, las normas le permiten establecer rutinas con las que desarrollará hábitos que sirven para aprender a cuidar su cuerpo, como ocurre con las normas de higiene (aseo personal, cepillado de dientes, acostarse a una determinada hora), o a relacionarse con las demás personas (saludar, despedirse, aprender a escuchar mientras alguien habla, no agredir física ni verbalmente), a comportarse en vida de grupo (observar modales en la mesa, respetar a los demás y valorar la privacidad), etcétera. Es a través de la práctica de las normas que el niño llega a asociar ese tipo de comportamiento con la idea de respeto y a entender su significado que, más adelante, en la etapa escolar, desarrollará cuando sus maestros le intenten enseñar normas de comportamiento. Pero las aprenderá en la vida real con sus compañeros de juego; allí, ante sus iguales —y algunas veces no tan iguales—, se enfrentará por primera vez a las consecuencias de sobrepasar los límites que establecen las normas de grupo.

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SANCIÓN Y CASTIGO

Puesto que las normas son susceptibles de cumplirse o incumplirse, su violación trae implícita una sanción, que es una acción prevista para ser aplicada a quien las desobedece. El propósito de la sanción es salvaguardar la norma y garantizar su funcionamiento. Por eso, siempre que se enseñe una norma se debe hacer saber que su incumplimiento acarrea sanción y que esa sanción se hace efectiva mediante la ejecución de un castigo, cuyo objetivo es cambiar la conducta que lo motivó; sin embargo, dependiendo del tipo de castigo y su modo de ejecución, la respuesta puede ser la esperada o una diferente o totalmente opuesta a la que se quería obtener. La aplicación eficaz de la sanción correcta ayuda a mantener la línea de conducta que hace posible una buena convivencia social y de grupo.