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Crónicas El Tiempo

© 2013, El Tiempo Casa Editorial
© 2013, Intermedio Editores SAS

Edición

Equipo editorial Intermedio Editores Portada

Portada
Michel Riveros, Gerencia Creativa ETCE

Diseño y diagramación
Claudia Milena Vargas López

Intermedio Editores SAS
Av Jiménez # 6A-29, piso sexto
 
www.circulodelectores.com.co
Bogotá, Colombia
Primera edición, noviembre de 2013

ISBN: 978-958-757-268-1

ePub x Hipertexto / www.hipertexto.com.co

LA FUGACIDAD PERMANENTE

El artículo diario y fugaz fue mi camino”. Con esta afirmación tan sencilla como contundente definió su vida de periodista Enrique Santos Montejo, “Calibán”, poco tiempo antes de su muerte.

Los periodistas de un diario hacemos la tarea imposible de generar lealtades duraderas a través de notas fugaces. El Tiempo, sin ir más lejos, ha logrado hacerlo con éxito durante más de un siglo.

Tengo una especial fascinación por la crónica como género periodístico, porque se construye con ingredientes que permiten describir una realidad de una manera casi perfecta. Hay colores, sabores, sensaciones, texturas, diálogos y, sobre todo, es uno de los géneros en los que el periodista se puede dar el lujo de dejar retratada parte de su alma, o incluso su alma entera.

Detrás de un texto —que en la gran mayoría de los casos no alcanza a ocupar una página del diario—, el periodista debe desplegar un trabajo enorme en viajes, consultas, entrevistas, constataciones, escritura y correcciones. Y ese trabajo, poco menos que titánico, deja de existir casi del todo cuando el periódico de hoy se convierte en el de ayer.

La difícil selección y agrupación de estas notas ha sido un trabajo cuidadoso de nuestro columnista y compañero Juan Esteban Cons- taín, a quien agradezco especialmente su dedicación.

Con esta publicación, de muchas que vendrán con textos aparecidos en El Tiempo, queremos rendir un homenaje a nuestros periodistas, rescatar de la fugacidad algunos de nuestros mejores escritos de este año y brindarle a usted, amable lector, la posibilidad de leer estas crónicas y conservarlas entre sus libros más queridos.

ROBERTO POMBO

Director General 

EL TIEMPO

ALGO DE LO MEJOR

Juan Esteban Constaín

Esta selección de crónicas y perfiles —arbitraria y discutible, como suelen serlo todas las selecciones, de lo que sea— busca conjurar de alguna manera el destino inevitable del periodismo impreso, su condición perecedera. Quienes trabajan en un periódico lo saben muy bien: sus textos saltan del computador a la armada en la víspera, y cuando los lectores los abren y los consumen, entre muchos otros y otras noticias y otras urgencias, con el café de la mañana y la radio prendida, quizás, ya el mundo ha girado lo suficiente y ya es una nueva víspera: un nuevo día, un nuevo torrente de hechos y cosas que hay que atrapar con palabras e imágenes para llenar las páginas, todos los días. El trabajo de un diario impreso plantea una variación apasionante de la idea convencional y lineal del tiempo, pues el presente es siempre un hecho del pasado que se concibe en virtud de ese futuro hipotético que es todo lector a la mañana siguiente. Y ese acto de leer el periódico, cuando ya los que lo hacen están haciendo el próximo, y así al infinito, es una suerte de sacrificio, porque el papel de la prensa impresa está condenado de antemano al olvido: a envolver rosas o a madurar aguacates, en el mejor de los casos, o a que los perros lo orinen hasta que aprendan a hacerlo donde deben, allí mismo. Mucho más en un mundo como el de hoy, donde la información ocurre y se transmite de manera tan veloz y abrumadora, que a veces parecería que primero nos enteramos de las cosas antes de que pasen. Por la radio, por la televisión, por Internet (sobre todo por Internet), el hombre contemporáneo es asaltado a cada segundo por tal cantidad de datos y opiniones y rumores, y trinos, y notificaciones, y contendidos, y textos, y en fin, que ya muchísimos profetas se han lanzado a señalar la desaparición de la prensa escrita en papel, con el argumento inquietante e inobjetable de que no tiene cómo competir con lo demás: ni con el mundo ni con los relatos digitales y visuales y sonoros del mundo. Que su tiempo se acabó, dicen todos, que la imprenta es hoy un campo santo.

Quizás sea cierto. Pero también hay que recordar que desde siempre, desde que existe y empezó a ser un puntal esencial de la modernidad en el siglo XVI (o en el siglo XVII, el debate aún no termina), la prensa escrita e impresa no está solo para contar las cosas, para dar las noticias, sino también para interpretarlas y debatirlas, para decantarlas, para orientarlas o deformarlas, para concebir con ellas textos que aspiran a sobrevivir la implacable duración de un día, y en los que muchos otros valores además de la información, como el estilo o la profundidad o la agudeza o la gracia, el análisis, son la clave para que el lector encuentre un vínculo afectivo con su periódico, una identidad que no tiene por qué ser solo política o ideológica, mucho menos hoy. Es una obviedad, pero por eso mismo hay que repetirla con más énfasis aún: no sabemos qué vaya a pasar con los periódicos de papel el día de mañana, pero sin duda su supervivencia y reinvención, si se dan, estarán ligadas a aquellos contenidos que de alguna manera tienen los ingredientes y las posibilidades para durar más, claro, para darles insumos de contexto y comprensión a los consumidores de información que la reciben sin parar en su teléfono inteligente o por un audífono. Eso sin contar con el romanticismo del papel que todavía tiene legiones heroicas de militantes que no están dispuestos a renunciar a esa experiencia táctil y olfativa —el ruido de las páginas pasando, el olor de la tinta— y que agradecen más que nadie cuando su periódico no solo es riguroso y confiable y serio, sino además generoso con los espacios para ventilar otros temas, para abrir cauces inesperados de discusión y reflexión por fuera de la coyuntura, o aun dentro de ella pero sin el tráfago de las noticias fugaces y la música estridente de los noticieros cuando avisan los extras del penúltimo minuto, siempre.

Porque además los periódicos tienen justo esa tradición intelectual: la de ser y haber sido el lugar predilecto de muchos géneros como la crónica o la investigación, o los perfiles o los reportajes o las grandes entrevistas o los grandes análisis, y en ellos se dieron algunos de los debates más interesantes del pensamiento contemporáneo, o se iniciaron o se consolidaron las carreras de grandes escritores, grandes pensadores, grandes narradores y grandes líderes de la sociedad. La Inglaterra de los siglos XVIII y XIX, por ejemplo, sería impensable sin la presencia y el servicio de la prensa escrita, de los periódicos; esa Inglaterra que era el corazón de un imperio colonial y el epicentro de la modernidad en todas sus especies: la industria, el liberalismo, la ilustración. Lo mismo podría decirse de la Francia de entonces, de Italia cuando la reunificación, de España cuando la Guerra Civil, de los Estados Unidos cuando los grandes debates que definieron su naturaleza y su poder. O de los procesos políticos y culturales cuando la independencia, las independencias, de América latina. En fin.

El propósito de esta antología es recoger algunos de los mejores textos publicados en el periódico EL tiempo durante el año 2013. Esta vez son crónicas y perfiles, relatos que por su calidad merecieron ser publicados, pero que también merecen ahora ser recordados, releídos: perdurar más allá del día, gracias otra vez al papel, a las palabras que

quedan en un papel. La idea es que quienes los leyeron en su momento renueven el placer de haberlo hecho, y quienes no lo hicieron puedan asomarse a muchas historias memorables que dan fe de lo que pasó en el mundo y en Colombia en estos meses, con autores que hablan de la ciencia o del fútbol, del pasado o del futuro, del conflicto o de la paz, del arte o del campo, o de vidas heroicas o trágicas o cómicas que también son una posibilidad para entender lo que somos, cómo somos. Aquí y allá. Se quedaron por fuera muchas piezas maravillosas, muchísimas, pero ese es el castigo de toda selección: o se hace o no se hace, y no siempre nos cabe en ella lo que querríamos, lo que nos gustaría que entrara sin límites ni restricciones. Todas las antologías deberían ser infinitas, y sin embargo no lo son. Por eso existen.

Aquí está un testimonio del paso del tiempo. Un libro de papel —sí— que recoge para su disfrute y lectura, para ir y volver y recordar, algo de lo mejor de EL TIEMPO en el 2013. Feliz año.

JUAN ESTEBAN CONSTAÍN.

LOS PUEBLOS QUE
SE TRAGÓ EL CARBÓN

Tatiana Escárraga

L a noticia enloqueció de alegría al pueblo. Aquel 1995, recuerda ahora Flower Arias, hombre recio de piel negra, la gente salió de sus casas lista para celebrar el gran acontecimiento: a esta tierra, bendecida por la naturaleza, llegaba la multinacional estadounidense Drummond, una enorme compañía minera que, pensaban ellos, iba a contribuir con su presencia a arrancarlos del abandono que durante décadas había aquejado a este pueblo, habitado en un principio por negros bullangueros, una zona de esclavos libres que comenzaban una nueva vida lejos de la pesadilla de la tiranía.

“Hasta cohetes lanzamos”, cuenta Flower esta tarde calurosa de mayo en la que no se mueve ni una hoja en Boquerón, vereda que habitan aproximadamente mil personas y que depende del municipio de La Jagua de Ibirico, en el centro del Cesar. El sol lastima y el aire se siente pesado. Todo aquí va a velocidad de tortuga, una cámara lenta y eterna que desespera. “El murmullo iba de boca en boca y estábamos contentos porque pensábamos que tener cerca una mina era la solución a nuestros problemas”, continúa Flower. “Lo que no esperábamos era que la explotación de carbón acabara expulsándonos de esta tierra...”.

Boquerón es la primera vereda que hay entre La Jagua de Ibirico y La Loma, corregimiento de El Paso al que también pertenecen Plan Bonito y el Hatillo. En el cinturón de treinta kilómetros que une La Jagua y La Loma se aglutina la explotación minera: hay siete proyectos y cinco empresas. Las minas que rodean a Boquerón, Plan Bonito y El Hatillo son Calenturitas, de Prodeco; Descanso Norte y Pribbe- now, de Drummond, y El Hatillo y La Francia, de Colombian Natural Resources (cnr). A lado y lado de la carretera surgen, como evidencia del boom del carbón, enormes y repulsivos botaderos, montañas de desechos que va dejando la extracción del fósil y que confieren una atmósfera devastadora al paisaje. La concentración es tan alta, que la emisión de partículas en el aire ha llegado a alcanzar niveles de peligrosidad para la salud y supervivencia de las poblaciones aledañas. Esta situación llevó a que en el 2010 el Ministerio de Ambiente ordenara a Drummond, cnr, y Prodeco, filial colombiana de la multinacional suiza Glencore, reasentar a Boquerón y El Hatillo (debían haber salido de allí en el 2012) y Plan Bonito (en el 2011). Juntas, estas poblaciones suman unas 2.000 personas. Se trata de un procedimiento tan complejo como traumático y sin antecedentes en Colombia. Es la primera vez que se produce un reasentamiento (en últimas, un desplazamiento forzoso) por las críticas condiciones ambientales que ha generado la minería. A Boquerón, Plan Bonito y El Hatillo se los tragó el carbón. Literalmente.

Los estudios que miden las partículas en suspensión (todas las sustancias que se lanzan a la atmósfera) no dan margen a la esperanza. Para hacerse una idea: en El Hatillo, los niveles de partículas PM10 (menores o iguales a diez micras) presentes en el aire superaron con creces en el 2010 la media anual recomendada: sesenta microgramos por metro cúbico. Los medidores registraron hasta 87 en la época más seca del año. En Plan Bonito fue peor: l77 microgramos por metro cúbico. Esos elementos, tan ínfimos que llegan a tener un diámetro menor al de un cabello humano, son nefastos para la vida. La exposición permanente a altas concentraciones de PM10 está asociada a un aumento en la frecuencia de cáncer pulmonar, muertes prematuras, síntomas respiratorios severos e irritación de ojos y nariz. Las más pequeñas, PM2.5, se acumulan en el sistema respiratorio y causan disminución del funcionamiento pulmonar, según el más reciente informe del Sistema Especial de Vigilancia de Calidad del Aire (una red especializada de medidores), bajo supervisión de Corpocesar.

“En Colombia la gente no dimensiona los efectos de la minería. Lo que tenemos por delante es un panorama dantesco. Apocalíptico”, sostiene Mauricio Cabrera Leal, geólogo y contralor delegado para el medioambiente. Su inquietud no es baladí. En el libro Minería en Colombia, fundamentos para superar el modelo extractivista que presentó recientemente la Contraloría y del que Cabrera es coautor, se hacen serios reparos a las consecuencias ambientales que está dejando en el país la explosión minera. El informe presenta datos descorazona- dores. Por ejemplo: por cada tonelada de carbón que se extrae, se generan diez de desechos. Entre 1990 y 2011 se exportaron desde La Guajira y el Cesar al menos 1.000 millones de toneladas de carbón. ¿Resultado? habría 10.000 millones de toneladas de escombros y residuos rocosos potencialmente contaminantes.

Pero hay más: las montañas de sobrantes que deja la piedra negra están formadas por sulfuros y otros elementos químicos que al exponerse a la superficie están sujetos a oxidación y, a la postre, acaban contaminando aguas y alterando los sistemas ecológicos. Cesar preocupa especialmente: según datos del catastro minero efectuado

por el Ministerio de Minas a julio del 2012, que cita la Contraloría, el diez por ciento del área de este departamento está titulado para la explotación del carbón y el quince por ciento, más de 340.000 hectáreas, está solicitado para proyectos futuros.

“La calidad y la cantidad del agua es lo que más nos alarma. Se sabe que en los próximos años se va a producir una disminución de entre el diez y el treinta por ciento de la precipitación en áreas como la Costa Atlántica que va a tener importantes efectos por el cambio climático. Eso, y el hecho de que en Colombia no existe ninguna legislación sobre el manejo de los desechos que produce la minería y que se conocen como pasivos ambientales. No hay obligación de destinar dinero para la recuperación de las zonas”, advierte Cabrera. Y va más allá: “Es insólito e inaudito que haya que reasentar pueblos. A largo plazo la apuesta minera puede ser gravísima para Colombia”.

Ante este horizonte tan aterrador, la pregunta inevitable es: ¿Cómo hemos llegado a esto? “Porque ha habido gobiernos muy permisivos”, responde tajante Luz Helena Sarmiento, directora de la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales anla, el organismo encargado de conceder las licencias ambientales de los grandes proyectos de minería en el país.

No es solo el carbón lo que sobrevuela como una maldición sobre estos pueblos del centro del Cesar. Maldita es, también, la suerte que han corrido sus habitantes por cuenta de la presencia de grupos guerrilleros y paramilitares, así como sucesivas administraciones que han desviado los beneficios económicos que deja la actividad minera. Entre 2004 y 2011 este departamento recibió, solo por regalías del carbón, 1,95 billones de pesos, según datos de Ingeominas. Una danza de billetes que nunca se ha notado aquí. Desde 1998 La Jagua de Ibirico ha tenido seis alcaldes destituidos o encarcelados por escándalos de corrupción. Y en Becerril y El Paso ha habido casos similares. “La situación es lamentable; el haber sido zona roja también hizo que muchos contratos se concedieran a dedo por la presión de los grupos armados”, asegura María Clara Quintero, secretaria técnica del Comité de Seguimiento a las Regalías del Carbón, un organismo financiado por las empresas carboneras para hacer transparente la gestión de las utilidades económicas del auge minero.

Cuando les hablan de regalías, los habitantes de Boquerón, Plan Bonito y El Hatillo miran hacia otro lado. “El carbón solo nos ha traído desgracias”, dicen. La pobreza aquí es crónica. Aunque antes tenían medios de subsistencia: de la agricultura (los terrenos de los alrededores pertenecen a las multinacionales mineras y no se pueden cultivar), la ganadería (los finqueros vendieron sus propiedades a las empresas) y la pesca (los ríos han sido desviados, bajan llenos de lodo y escasea el pescado) que eran su modo de vida, ya no queda prácticamente nada. El pasado febrero, los habitantes de El Hatillo se declararon en emergencia alimentaria. Una comisión de la onu que visitó la zona emitió en marzo un veredicto desgarrador sobre los tres pueblos desplazados por el carbón: el diecisiete por ciento de las familias no tiene ninguna forma de subsistencia (aquí lo que predomina es el rebusque) y se queja de que las empresas cada vez los contratan menos; el 46 por ciento de los hogares tuvo que recibir asistencia alimentaria en los últimos meses; un quince por ciento depende completamente de la caridad para sobrevivir; el ingreso medio por familia es de $ 250.741 y el menú diario no pasa de harina, azúcares y aceites, lo que significa un contenido nutricional muy bajo. En otro estudio de la Secretaría de Salud del Cesar, del 2011, se determinó que el cincuenta por ciento de la población de El Hatillo padecía problemas respiratorios asociados, aparentemente, a la contaminación. Y otro dato: se comprobó que el agua no era apta para el consumo humano (la Alcaldía de El Paso entregó recientemente una planta de tratamiento). “Nunca imaginamos un drama así. Lo peor de todo es que no sabemos qué nos espera... Asumimos este destierro con una tristeza infinita”, dice Flower Arias con ese dejo pesaroso en la voz que no se le quitará en ningún momento de la conversación. Todo en estas veredas es lamento. Tristeza. Dolor. Una sensación de abandono. De impotencia. De indefensión. “Lo que no consiguieron los grupos armados lo lograron las multinacionales. No tengo palabras para describir lo que se siente tener que irme de mi pueblo. Yo nací aquí hace 35 años”, dice Yolima Parra, habitante de El Hatillo. “Me duele en el alma pero uno tiene que salir de Plan Bonito para salvar su vida”, asegura Orphanor Imbré, un hombre de 42 años que dice tener una hernia en la columna que se complicó después de trabajar en la mina Calenturitas. Ahora se busca la vida vendiendo aguacates.

En Plan Bonito, donde vive Imbré, sus habitantes se cansaron de esperar. Un reasentamiento infructuoso hace unos años hizo que tiraran la toalla. De esta vereda no quedará ni el nombre. Quizás el recuerdo de lo que un día fue. La cancha donde los pelaos jugaban al fútbol, la risa de las niñas que se bañaban en los ríos cercanos... Tan derrotados estaban, que cada una de las 86 familias que reconoció el censo (363 personas) decidió negociar una indemnización directa (cuyo monto se desconoce aún) y se largará por su cuenta allá donde consiga una vivienda.

El caso de Plan Bonito (el solo nombre ya resulta paradójico) “no es lo ideal”, dicen Renato Urresta y Mauricio Díaz, gerente y codirector de proyecto de Replan, la empresa canadiense que contrataron las multinacionales para llevar a cabo esta operación tras la resolución del 2010. Lo normal, explican, es que las comunidades se trasladen en grupo para que conserven su tejido social, para que hagan el duelo y para que reciban la asistencia psicológica que demanda un trauma como este. “Por nuestra experiencia sabemos que hay familias que al no estar acostumbradas a manejar grandes sumas de dinero pueden acabar en peores condiciones”, advierten.

Hay un hecho insólito que hace más complejo el reasentamiento. Lo lógico, como ocurre en otros países, es que este proceso se haga de manera preventiva antes de que se instalen las minas. No después, cuando el daño es mayor. Aun así, la compañía calcula que el capítulo de Plan Bonito estará cerrado antes de que finalice este año; El Hatillo, en el 2014, y Boquerón, el más atrasado, en el 2015. Después de los acuerdos previos (indemnizaciones, compensaciones, etcétera), vendrá una etapa no menos difícil: la búsqueda de la tierra prometida que, en teoría, debería ser en una zona no muy lejana que sea fértil; en definitiva, que permita la subsistencia y que no esté contaminada. Tarea harto complicada teniendo en cuenta el mapa minero del Cesar. Una vez culminado el reasentamiento, la empresa ofrecerá un plan de acompañamiento de no más de tres años.

Mientras, la incertidumbre reina en Boquerón: “Ni siquiera tenemos la alternativa de decir 'no me voy’. Aquí, la opción es 'me van a sacar’. ¿Cómo vamos a vivir el desarraigo? ¿Dónde quedará el pueblo? ¿Y nuestras costumbres? ¿Las creencias? ¿Qué pasará con nuestros muertos?”, se pregunta, consternada, Lesvi Rivera.

 

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ALEPO: EL ESPLENDOR DE LA TRAGEDIA

Catalina Gómez Angel

A lepo siempre ha sido una ciudad soñada. Una de las más lindas de Oriente Próximo, con un casco antiguo considerado patrimonio de la humanidad, que se caracteriza por sus callejuelas de piedra y balcones de madera, palacetes de arcos ojivados y patios llenos de rosales.

Su grandeza va más allá de su historia que se remonta al siglo segundo antes de Cristo. Alepo es considerada la capital comercial e industrial de Siria. Como testigo queda una gran ciudadela industrial desde donde se abastecía a todo el país, que domina el paisaje en las afueras.

Alepo es considerada la capital gastronómica de un país orgulloso de su cocina, una de las más exquisitas, si no la más, de Oriente Próximo, marcada por la mezcla de las recetas levantinas y la influencia armenia.

Siempre ha sido una ciudad activa, turística y multiétnica, donde la comunidad musulmana, tradicional pero no fundamentalista, vivía sin problemas con otras comunidades, especialmente cristianos.

No hace mucho era común ver una mujer totalmente vestida de negro y su cara totalmente tapada, o a una con su inmensa cabellera al aire y atuendos ceñidos al cuerpo. Estas últimas han desaparecido de las calles, hoy en manos de la oposición rebelde, cada día más religiosa. Las banderas negras, muchas de ellas siempre identificadas con grupos como Al Qaeda, se han convertido en la decoración de la ciudad, junto con edificios de techos desplomados como consecuencia de los ataques aéreos, como el hospital Dar al Shifaa, que salvó miles de vidas hasta su destrucción, y los combatientes con sus pantalones camuflados y pañoletas negras en la cabeza.

El auge, en los últimos meses, de los grupos fundamentalistas, de corte islamista, sumado a la desesperación y a la destrucción que crea la guerra, han cambiado la cara del lado rebelde de la ciudad, que trata de rehacer lentamente su vida, bajo el fantasma de francotiradores y de aviones que recuerdan que el régimen omnipresente en su vidas algún día podría regresar. “Lo que más necesitamos ahora es ayuda para recuperar la infraestructura de la ciudad como la luz, el agua y las basuras. Luego tenemos que empezar a reconstruir las escuelas pues muchas han quedado destruidas y necesitamos que los niños vuelvan a estudiar”, cuenta el director del Comité Civil de Ale- po, Ahmed Azuz.

Dice que se han hecho los contactos para recibir ayuda, especialmente a través del Consejo Nacional Sirio, el principal grupo de oposición fuera del país, pero que todavía faltan detalles por acordar, pues si bien grandes donantes como la Unión Europea y Japón están llevando adelante contactos para establecer cuáles son las principales necesidades del país, se quejan de falta de organización y transparencia de la oposición rebelde, que hace extremadamente difícil establecer las condiciones de estos acuerdos.

Sheik Maqsoud ha quedado atrapado entre dos frentes. En un lado están los rebeldes con sus múltiples brigadas y en el otro está el régimen con sus francotiradores que por meses amenazaron la entrada a su barrio, de mayoría kurda.

Cuentan sus habitantes que durante semanas permanecieron un carro y un hombre tirado en medio de una de las pocas vías de acceso.

Había sido alcanzado por un francotirador que se encontraba en uno de los bloques de edificios de la distancia y nadie se atrevía a recuperarlo por temor a ser alcanzado.

Hace pocos días se eliminó la amenaza y esta vía quedó despejada, pero solo se utiliza en casos especiales. La excitación con la que los combatientes requisan los vehículos demuestra que el riego es evidente. Una vez dentro del barrio, cuando se ha pasado el primer control de la brigada del ypg kurdo, considerado el brazo armado del partido democrático kurdo y que tiene a su cargo la protección del barrio, aparece la sensación de que Sheik Maqsoud ha quedado atrapado en la desesperanza de la guerra. Si muchas partes de Alepo han vuelto a la  vida y sus zocos están abiertos, aquí todo parece estar muerto.

Solo unos cuantos habitantes transitan por la calle. “Todos se fueron, solo nos quedamos aquellos que no tenemos adonde ir”, dice Abu Mohsen, de 65 años, que vive en la parte del barrio donde el pasado 13 de abril estalló un proyectil, o una bomba lanzada desde un avión —nadie lo tiene claro—, con gases que ocasionaron la muerte de una mujer y dos niñas. Ellas fueron quienes tuvieron mayor contacto con los gases que, asegura el doctor Hawa Kassan, quien los atendió en el hospital de una población cercana, no pueden ser identificados definitivamente como sarín. Los otros afectados, muchos de ellos que vinieron a ayudar, sufrieron problemas respiratorios, vómitos y perdieron la vista temporalmente.

“Nadie quiere ser víctima de otro ataque”, dice Abu Mohsen. Los que se quedan sobreviven como pueden. O traen alimentos del otro lado o se las ingenian para sobrevivir con lo que queda.

El sheik Mohammed, uno de los líderes de una de las mezquitas del barrio, cuenta que la distribuidora de harina que pertenecía al régimen todavía tiene algunas reservas, pero está en el frente de batalla. Es así como un grupo de jóvenes milicianos, que hacen parte de la brigada que defiende la mezquita, desafían a los francotiradores todos los días para sacar los bultos del almacén. Luego los llevan a las panaderías del barrio, muchas convertidas en clandestinas para evitar que el régimen las ataque desde los aires. Las panaderías, al fin y al cabo, se han convertido en uno de los objetivos de esta guerra.

Detrás de los edificios oficiales convertidos en bases de dos de las grandes agrupaciones opositoras de la ciudad, Al Nusra y Liwan Al Tawid, se puede ver en la distancia el castillo o Citadel de Alepo cuya aparición parece una alucinación en medio del caos y los escombros.

La Citadel, que desde la ilusión creada por la distancia todavía se ve en buen estado, se encuentra bajo control del régimen que ataca  desde allí a sectores de la ciudadela, dividida entre Gobierno y fuerzas rebeldes.

Muchas de estas calles cambian de dueño constantemente, pero los rebeldes dicen que controlan el sesenta por ciento. O más. Los alrededores de la puerta de Nasr o de la Victoria, una de las nueve puertas de acceso al casco viejo y muy cercana al distrito cristiano de la ciudad, está de nuevo en poder del Ejército. Cuando la habíamos visitado en agosto pasado se había convertido en uno de los frentes de batalla del centro de la ciudad. Detrás de un bus tirado en medio de la calle llegaban los disparos constantes de los soldados ubicados a solo unos metros. Y ya entonces se observaba cómo los locales comerciales y las mezquitas que se alzaban a ese lado de la ciudad empezaban a sufrir daños.

Pero aquellas imágenes parecen fantasía si se comparan con lo que observamos en esta ocasión, cuando vistamos el casco antiguo por el lado opuesto: la puerta de Al-Maqan. Este arco de piedra que da acceso a las calles que conducen directamente a la puerta de la Citadel está pintado por las banderas negras que identifican a la mayoría de combatientes rebeldes en Siria. Abu Mohammad, el comandante de la zona, nos muestra un proyectil sin explotar que había caído el día anterior en una de las murallas. En los sectores más cercanos a las murallas muchos habitantes tratan de rehacer la vida, venden las verduras de la temporada —que han multiplicado por tres sus precios—, han vuelto a hornear esos sándwiches de pan árabe conocidos como shawarmas típicos sirios y juegan dominó.

Pero cuando se avanza unas calles adentro, la Alepo vieja toma otra dimensión. Solo les pertenece a los combatientes, a sus carros con banderas negras adecuados para la guerra y a los soldados del Ejército que se hacen sentir desde diferentes esquinas. Los rastros de la destrucción están en cada esquina: minaretes destruidos, montañas de escombro arrinconadas en pequeñas callejuelas, casonas antiguas bombardeadas con sus muebles de madera e incrustaciones de nácar todavía en el interior, edificaciones antiguas pintadas con grafitis que recuerdan a los combatientes y fachadas quemadas como consecuencia de los proyectiles. Muchas de las callejuelas cubiertas del zoco Al-Madina, el más famoso de la ciudad, han sido bombardeadas y los rastros del cruce de metralla están presentes por todas partes. Los almacenes de antigüedades han sido semidestruidos y las mercancías están expuestas como recuerdo de las maravillas de aquella soñada Alepo.

En las afueras de Alepo, muy cerca de las vías que conducen al norte de la provincia que en gran parte está bajo control de las fuerzas rebeldes, hay un gran edificio de concreto cuadrado que se levanta en medio las planicies que rodean a la segunda ciudad del país. Es la cárcel de Alepo, repite cada uno de los conductores que se dirige a la ciudad y que nunca pierden de vista lo que pasa en el edificio. Y tienen razones suficientes para hacerlo. Es la única edificación de esta zona en manos del Ejército, pues a pesar de que esta prisión no tiene acceso, los soldados del régimen han podido resistir los ataques de los grupos rebeldes que cada cierto tiempo se unen para llevar a cabo una avanzada. La última, hace dos semanas, dejó muertos de lado y lado, incluidos prisioneros. Pero no hubo ningún progreso, hasta donde se conoce.

Lo que sí reconocen los rebeldes es que el régimen, cada cierto tiempo, tira desde el aire cajas con armas, municiones y comida, que muchas veces queda en manos del enemigo.

También se dice que han llegado a un acuerdo con los rebeldes para hacer llegar alimentos a través de ayuda humanitaria que pasa los puestos de control de los rebeldes, los cuales llevan una vida normal en los alrededores de esta prisión convertida en una isla oficial, al igual que tres aeropuertos en la región.

Es el ejemplo de dos de los aeropuertos ubicados en el norte de la provincia, donde se encuentran encerrados al menos cien hombres que no tienen salida. Los amenazan de que si desertan, como ya lo hicieron muchos de los soldados allí encerrados, caerán en manos de los islamistas y su destino será fatal.

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LOS CIEN AÑOS DE LÓPEZ

Enrique Santos Calderón

H oy 30 de junio, hace cien años, en una Bogotá aún recatada y pacata, nació Alfonso López Michelsen. El hijo del presidente Alfonso López Pumarejo, gestor en los años treinta de la mayor revolución social en la historia de Colombia. El nieto del banquero Pedro A. López, protagonista a comienzos del siglo XX de la primera gran quiebra bancaria del país. El bisnieto del sastre Ambrosio López, miembro de las ligas de artesanos radicales que en 1849 llevaron a la Presidencia a José Hilario López, el mandatario que abolió la esclavitud, suprimió la pena de muerte e instauró el sufragio universal.

La historia de la familia López se entraña, pues, con la de la Colombia del último siglo y medio. Y también, de alguna manera, con la familia mía —la de los Santos—, ambas involucradas con el poder y la política nacional en los últimos ochenta años. López Pumarejo y Eduardo Santos se sucedieron de 1934 a 1942 en la Presidencia de la República y encarnaron las dos vertientes del liberalismo colombiano de esa época. López Pumarejo, la del izquierdismo de la Revolución en Marcha; Santos, la más moderada del centrismo republicano. Inevitable, entonces, que esta evocación de López Michelsen tenga un tinte personal y anecdótico.

Cuando yo andaba por los quince y López por los 45, en mi casa no se hablaba bien de “Alfonsito”. Se había lanzado a la política en 1958 contra el recién creado Frente Nacional, había fundado el Movimiento Revolucionario Liberal (mrl), hervidero de comunistas y renegados del gran Partido Liberal, y era señalado, además, como responsable de la renuncia de su papá a la Presidencia, en 1946, por el escándalo político que desataron sus pretendidos negocios como “hijo del Ejecutivo”.

Era lo que yo escuchaba de López Michelsen en los ámbitos “políticamente correctos” de entonces. Ya en los agitados años universitarios de los sesenta, la figura de López y el mrl me parecieron, por el contrario, un saludable fenómeno de rebeldía contra un pacto bipartidista que excluía a las demás fuerzas políticas. Y en los años setenta, López Michelsen ganó la Presidencia como candidato oficial del Partido Liberal y yo fundé con un grupo de amigos la revista Alternativa, que practicó una dura oposición de izquierda al gobierno de quien consideramos había renegado de sus postulados revolucionarios para integrarse al sistema que tanto combatió (como nos sucedió después a muchos).

Fiel a un talante liberal que siempre lo acompañó, López nunca propició medida alguna contra la revista que lo fustigó sin contemplaciones durante los cuatro años de su gobierno. Es más, para su último número le concedió una extensa entrevista, en la que no ahorró críticas a la incomprensión y sectarismo de la izquierda. Comprensibles, por lo demás. Legalizó la central sindical comunista, cstc, que al otro día se convirtió en su más dura adversaria. Nombró a un rector de izquierda en la Nacional, Luis Carlos Pérez, que acabó aliándose con la oposición marxista. Estableció relaciones con Cuba y nadie lo defendió de los ataques de la derecha. Propuso una audaz reforma tributaria que izquierdistas e industriales de la Andi acabaron atacando por igual.

El centenario de su nacimiento es la ocasión propicia para recordar la vida y obra de una de las figuras más sobresalientes de la política y el pensamiento colombianos de los últimos tiempos. En alguna ocasión escribí que López era “el último de los grandes”. Vale decir, de aquellos ya muy escasos dirigentes en los que se han combinado la política y las letras; el estadista y el humanista, la visión global de los asuntos mundiales y el dominio minucioso de los problemas locales.

Para López, la política era la movilización de ideas renovadoras, más que de electores cautivos. Su desdén por la política menuda y la forma siempre irónica como lo expresaba le causaron no pocas querellas y sinsabores personales.

Dueño de una mente aguda y polémica, López fue protagonista de primera línea de la reciente historia nacional. Ya sea a través de sus audaces iniciativas políticas, o de sus análisis eruditos de problemas jurídicos o económicos, o de sus interpretaciones irreverentes de fenómenos políticos y sociales, dio muestra hasta el final de sus días de un infatigable activismo intelectual.

Prueba de ello fueron la columna que todos los domingos escribió durante más de quince años para este diario (con el cual también polemizó en las épocas del mrl); las conferencias y entrevistas que semanalmente daba; los innumerables prólogos que escribió sobre temas de toda índole. Como dijo el editorial de el tiempo a raíz de su muerte, en el 2007: “Nunca tomó vacaciones ni pidió tregua en la tarea de pensar, opinar y escribir. Murió en su ley. Hasta el último momento estuvo intelectualmente activo. Al punto de que dejó a medio escribir la columna que estaba preparando para este domingo”.

La actividad política de López comenzó “a la sombra”“”“”