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Ernst Bloch

¿DESPEDIDA DE LA UTOPÍA?

Traducción de
Sandra Santana Pérez

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EDITA A. Machado Libros

Labradores, 5. 28660 Boadilla del Monte (Madrid)
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Título original: Abschied von der Utopie?
© Suhrkamp Verlag Frankfurt am Main 1980
© de la traducción: Sandra Santana Pérez
© de la presente edición: Machado Grupo de Distribución, S.L.

REALIZACIÓN: A. Machado Libros

ISBN: 978-84-9114-175-4

Índice

I. Razón o sinrazón del pesimismo

II. Sobre el concepto de utopía

III. Cuestiones epistemológicas

IV. Sobre el movimiento estudiantil

V. Sobre filosofía de la música

VI. Sobre historia de la filosofía

I

Razón o sinrazón del pesimismo

I


Razón o sinrazón del pesimismo

ATRACTIVO Y REPERCUSIÓN DE SCHOPENHAUER. CONFERENCIAS EN TUBINGA, SEMESTRE DE INVIERNO DE 1965

Llama la atención que Schopenhauer no tenga buena prensa en un tiempo que posee tal excepcional habilidad para la lamentación; en un tiempo que se siente incómodo en su pellejo, pero que no lo achaca a las circunstancias sociales, sino que da la espalda a todo lo que no le gusta de la situación mundial. También Spengler es un escritor sometido (interesada, o acaso desinteresadamente) a semejante represión y olvido. A pesar de que no son comparables, también Spengler era un mago de la lamentación: La decadencia de Occidente constituye un caso igualmente peculiar. De cualquier modo, el caso más extraño es el de Schopenhauer –lo fue mientras vivió y, sorprendentemente, también después de su muerte–, un autor cuyo pensamiento debe ser recordado de nuevo. A esto hay que sumarle el hecho de que precisamente la oposición más importante de su pensamiento al pensamiento de Hegel ha sido utilizada hasta la saciedad, esto es: pulsión, voluntad, el lado oscuro de la naturaleza frente al espíritu, frente al espíritu del mundo, y el espíritu como nada. Esto resulta también muy llamativo, dado que lo schopenhaueriano se ha extendido sin cesar. Sin Schopenhauer no solo no habrían existido Wagner o Nietzsche, sino que tampoco podría haber existido Freud; la pulsión y la libido residen en el núcleo, así como la representación dramática de los sueños, de las represiones, de las alegorías y símbolos que, según Freud, imitan la pulsión. Todo esto es, en último término, la continuación, por así decir, de una izquierda schopenhaueriana aplicada a la Ciencia Natural. A pesar de ello, el original requiere ser urgentemente recordado.

EL PESIMISMO DE SCHOPENHAUER

Por desgracia, los oscuros colores que Schopenhauer utilizó para pintar el mundo no fueron únicamente aplicados por él sino que se encuentran abundantemente en el propio mundo. Para acceder a su filosofía es necesario conocer su pesimismo –que él no mencionó–. Este es, digámoslo así, la raíz misma de su pensamiento, una negra planta con una triste raíz. Es importante conocer este estado de ánimo y no tomar demasiado a la ligera la razón profunda de tal estado, humor o dictamen.

Existen reacciones alegres y melancólicas. Comenzando por el derrotismo común, que está al mismo nivel que la radiante y estrepitosa carcajada de los pequeñoburgueses y pequeñoburguesas en la mesa del restaurante o de la vivienda occidental –algo que resulta tan miserable y molesto como placer que como displacer–, y llegando hasta la crítica seria por su propio bien, o la más seria aún y solo válida para hacer alguna otra cosa, pero hasta convertirse también en huida por antonomasia. Cuando lo schopenhaueriano encontró finalmente a la filosofía desencadenó, según una acertada expresión de Windelband, un “tropel de literatura popular”, porque ya existía toda clase de facetas de este pesimismo. Así, por ejemplo, un poema de Hieronymus Lorm, alguien completamente olvidado, decía lo siguiente: “El secreto del mundo, no me lo tomen a mal, lo comparo con una gran cebolla; a aquel que la mire atentamente, capa a capa, se le inundarán los ojos.” No solo reside aquí la imagen poco valiosa de una cebolla, sino también esta: la cebolla consta solo de capas, no hay en ella núcleo alguno, pero estas cáscaras bastan para causar el llanto. Otra de estas facetas es, a un nivel mucho más elevado, la mística oriental. Así, dicen los versos del místico persa Dschelaled Din Rumi del siglo XIV: “Posees un bien mundano, lo has ganado para ti, no te alegres por ello, no es nada. Y si has perdido un bien mundano, no te apenes, no es nada. Por el mundo circulan los dolores y los gozos; pasa por el mundo, no es nada.” Lo schopenhaueriano reside oscilante en el centro de ambos extremos.

Quisiera ahora dar algunos breves ejemplos del propio Schopenhauer que van desde lo atrabiliario hasta la desesperación. No es necesario detenerse demasiado en comentar lo atrabiliario, esto ya existía antes de Schopenhauer. Consiste en dirigir una mirada apenada al placer o al displacer y a la medida de su distribución midiendo el nivel de placer y de displacer con un fluviómetro donde, evidentemente, el nivel del displacer siempre prevalece con creces. Para ejemplificar la relación de ambos en el mundo, establece la siguiente comparación: si se compara el placer del depredador con el displacer del animal devorado en el acto mismo de la matanza o de la alimentación se obtendrá la proporción correcta de ambos elementos en el mundo. Schopenhauer define el placer mismo, sin embargo, el placer en el sentido en que nosotros lo utilizamos, exclusivamente como ausencia de displacer, de dolor . La dicha que proporciona la salud tan solo se percibe cuando uno está enfermo, solo entonces se advierte la diferencia; pero cuando uno se encuentra rebosante de salud es totalmente imperceptible, no consiste más que en la ausencia de dolor corporal. Quedaría por ver si esto es correcto, pero en todo caso esta fue la experiencia de Schopenhauer y su definición. Placer es únicamente, por tanto, la ausencia de displacer, y de aquí el indudable gozo –que el propio Schopenhauer confiesa haber sentido– de la tranquilidad de ánimo en la vejez y de la mirada retrospectiva a los desasosiegos que nos zarandearon. Un desasosiego, naturalmente, lleno de desagradable displacer. Durante la juventud, inmediatamente después del gozo, nos atormenta la idea de haber desaprovechado tal compañía o aquella ocasión, pero la vejez tiene la última palabra: Mira, no has dejado pasar nada, incluso aunque no estuvieses presente.

El énfasis en el displacer es, por tanto, el que tenemos como sentimiento principal y, por así decir, dominante. Según Schopenhauer, todo el displacer como tal elemento preponderante tiene su origen filosófico en que el estado espiritual de lo que le impulsa y lo que él mismo impulsa, es decir, lo impulsado en sí mismo sin descanso, es la insaciable voluntad de vivir que, porque es insaciable, no podrá nunca encontrar reposo, excepción hecha de un reposo pasajero e ilusorio que no le sacia, sino que más bien le excita. Schopenhauer cita a Fausto: “En la avidez me muero por lograr el goce y en el goce me muero por lograr la avidez.” No hay nunca descanso para esta pulsión despiadada, ni siquiera la pasajera o aparente calma del placer.

Debemos al gran y expresivo escritor que es Schopenhauer una imagen excepcionalmente poderosa que muestra, al mismo tiempo, su abulia vital y su airada, desconfiada y denunciante mirada en torno de la vida y hacia la vida en general. La frase dice así: “Si se considera el mundo desde el punto de vista moral, es una posada de maleantes; si se lo considera en su vertiente intelectual, un manicomio. Desde el punto de vista estético, es un gabinete de seres deformes.” ¿No implica esto un barrunto o incluso una perfecta visión del punto de vista que está presente en Años de perro ? ¿No se escucha o se ve la mirada de Günter Grass ante su mundo de espantapájaros? Los espantapájaros son exactamente de la misma familia, son un añadido al gabinete de seres deformes. En todo caso, este punto de vista y, como siempre, la relativa justificación del mismo, no han muerto.

Schopenhauer continúa recurriendo, con mirada amplia, a imágenes de la mitología, es decir, del aparentemente dichoso mundo griego, de la equilibrada y serena esencia ática de las musas. Esta imagen no se adaptaba para nada a la mitología griega. Lo propio de la mitología de los griegos reside en que no posee tantos milagros como la mitología cristiana pero tiene, por el contrario, algo que aquella no conoce, o prácticamente no conoce, esto es, la extraña categoría del milagro de penitencia: algo absolutamente fuera de la norma tiene lugar, una ruptura total con la cotidianidad en forma de un milagro de penitencia. Bien del modo más inofensivo, donde apenas hay culpa, como la transformación de Dafne en laurel; o, donde reside una culpa, como la muerte de sed y hambre del rey Midas por ser satisfecho su deseo de convertir en oro todo lo que tocaba. Estos conocidos milagros de penitencia presuponen ya sin más el fallo de un juez que dicta una pena. Esto es lo que acontece en el Hades con esos personajes eternamente desdichados, como Tántalo, que muerto de sed ve correr el agua frente a sí. Para Schopenhauer este es un arquetipo perfecto de la insaciable y nunca colmada voluntad de vivir. O las pálidas Danaides, que en vano sacaban agua con un tamiz; y el eternamente esforzado Sísifo (para quien Camus ha encontrado una imagen moderna), que debía hacer rodar una y otra vez la piedra hasta lo alto, y una y otra vez volvía a caer. Schopenhauer compara nuestra vida con este tormento sin sentido, con este esfuerzo sin finalidad que fuera por primera vez expresado en el mito de Sísifo.

En estos mitos, sin embargo, todavía no tiene lugar lo que, en un mundo ya no tan rico en alumbramientos míticos, se ha producido en nuestros días con una abundancia tal, y que naturalmente habría llenado por completo el marco formal del desprecio, odio y espanto ante el mundo: Auschwitz y Majdanek como espantosa ilustración sobrepujada de algo que no está presente en los mitos y que Schopenhauer ni siquiera pudo haber imaginado. Schopenhauer utiliza a menudo la imagen de Ugolino en la Divina comedia que se estaba consumiendo por el hambre. ¡Qué es ese hambre individual del viejo Ugolino comparado con aquella que en la proximidad no solo sufrieron millones, sino que aconteció acompañada de tormentos inimaginables de los que la llamada sombría Edad Media nunca fue capaz! Este sangriento abismo de maldad sobrepasa el hambre de Ugolino de modo extraordinario y supone, desde este punto de vista, una nueva contribución a la teoría de Schopenhauer que pone en relación, en su representación del milagro de penitencia, a los espantosos mitos del Hades con la consideración de la Divina comedia de Dante. El pasaje en el que se resume esta consideración dice lo siguiente: “De dónde podría haber tomado Dante la materia para su infierno si no es de nuestro mundo real; y logró dar forma a un verdadero infierno. En cambio, cuando se le presentó la tarea de describir el cielo y sus dichas se vio enfrentado a una dificultad insuperable, sencillamente porque nuestro mundo no ofrece material alguno para algo semejante.”

Esto se debe, evidentemente, como ya ha sido apuntado, a que Schopenhauer –y esto es una cuestión metódica– lo mide siempre todo en términos de placer y displacer, a que elabora la forma según una cuenta de balance sobre el acento en estas dos emociones. Enlaza aquí la objeción de Nietszsche: “¡No pregunté por mi felicidad, pregunté por mi obra!” Esta medición exclusiva, que contiene una cierta “feminización” de los valores y del juicio –y doy con ello con una expresión igualmente gastada y sospechosa– , sería superada sencillamente mediante lo heroico. Schopenhauer, no obstante, ha arrojado sin duda una mirada particularmente incisiva sobre el mundo, una mirada que tal vez no es esencial porque suena privada, e incluso puede tener en sí algo quejumbroso, lejos de feminizaciones que no tiene por qué suponer perjuicio ninguno. Esta actitud ha sido comparada también con la de un soldado que en el transcurso de una batalla solo se mide por sus heridas.

Pero a lo que Schopenhauer se refiere con placer y displacer es en realidad a lo que el placer y el displacer indican, esto es, no lo que indican privadamente sino en la conciencia en general. Así, ha señalado y denunciado cosas espantosas con magníficos ejemplos. Placer y displacer son aquí, por tanto, signos del sentido o el sinsentido, de lo humano o de lo inhumano . De modo que también las aspiraciones invertidas en la propia obra pueden ser medidas aquí. Cuando se debe pagar tanto displacer y dolor por una obra surge la pregunta, ¿merece la obra este precio?, ¿o hay precios que no solo se pagan mediante placer o displacer sino también moralmente, porque no se pueden exigir a un hombre? Es diferente cuando es uno mismo el que se exige que cuando es otro quien nos exige. Vayamos más allá: el medio profana el fin, incluso si el fin fuera bueno o incluso sagrado. Estas son cuestiones que no pueden resolverse mediante el mero heroísmo o por la toma de partido por la obra. Sin duda, por tanto, la mirada al placer y al displacer, aunque no es necesariamente la única, merece una especial consideración que los grandes héroes no tienen presente, especialmente cuando sus cintos están cortados con el cuero de otra gente.

Schopenhauer no se queda, desde luego, en este pesimismo, sino que, como casi todos los pesimistas, a no ser que se conviertan a una nada radical, conoce una salida. Pero también para aquellos pesimistas que se convierten a una nada radical donde no existe salida alguna y nadie hace brillar una pequeña luz, es válida la expresión de Shakespeare: “Mientras aún puedas decir que lo peor ha llegado, es que no ha llegado lo peor.” La expresión “un Dios me concedió el don de decir lo que sufro”1, iría también en esta misma línea. De nuevo Schopenhauer admite, y este es un problema objetivo, haber obtenido un gran placer al escribir su obra sobre el pesimismo. Podría haberlo dicho. A esta condición, difícil de eliminar pero llamativa, se añade el que existan dos salidas para Schopenhauer: una paliativa y otra quietiva. Una es una aspirina y la otra es, por así decir, una auténtica droga; una es el arte, un tranquilizante pasajero, y la otra es la ascesis como negación de la voluntad de vivir, como negación de la voluntad. Estas son las dos posibles salidas. Schopenhauer, el escritor, el contemplador, se ha establecido como un jubilado de la contemplación en los márgenes de todo este horror y como amante del arte, no tanto como trapense o asceta budista, ha encontrado una salida a este mundo con la sentencia: “Ser es espantoso, pero poder verlo es una bendición.” Contemplarlo, contemplar a Tántalo, contemplar a Sísifo, incluso el escuchar los mitos, aun cuando nada te vaya en ello, es ya algo hermoso, ¡una obra de arte! Kierkegaard reprocha a Schopenhauer su esteticismo, al igual que este reprocha a Hegel su logicismo. Schopenhauer, por tanto, en cierto punto se ha expulsado del ser, ya no se compromete, no colabora.

Pero incluso cuando Schopenhauer toma en consideración obras de arte tan armoniosas como puede serlo, por ejemplo, la Madonna Sixtina de Rafael, lo hace de tal modo que el sufrimiento, que está recubierto o incluso es iluminado por la armonía, no perece; todo lo contrario. Así, el joven Schopenhauer en sus primeros tiempos, cuando investigaba para El mundo como voluntad y representación en 1815 en Dresde, escribe el siguiente poema mientras contemplaba la Madonna Sixtina: “Le trajo al mundo y ahora mira horrorizado espanto, confusión caótica, en su rabia salvaje de furia, en su dolor nunca aplacado de tormentos: ¡horrorizado!” Aparece aquí retratado el gesto en el rostro del niño Jesús, por encima de él la dolorosa clama, la profunda tristeza en la mirada de la dulce Madonna, pero la mirada del niño no es dulce; este bebé ignorante tiene el horror en la mirada. Schopenahuer encuentra en el cuadro de Rafael (en el que, por lo demás, celebra su armonía) lo que hasta el momento apenas había percibido nadie. Algo en la mirada del niño Jesús que, sin embargo, una vez que se ha llamado la atención sobre ello, no podrá ya pasarse por alto. Espanto es, por tanto, lo que él mismo interpreta en esta obra de arte. La jubilación de la contemplación, que vive de sus intereses y que posee la dicha de la creación de un genio filosófico, no lo arrolla. Precisamente en su interior circula lo otro sin cesar en nuevas formas para servir a su objetivo: es decir, para denunciar al mundo y descubrir, por primera vez, sus cartas, y para no dejarse engañar ya más en el deseo de un proceso de desilusión radical.

Schopenhauer considera, por tanto, una observación profundamente oscura, que su pulsión es la pulsión despiadada del mundo y la ruda y primitiva voluntad de vivir, y que el mundo existente es la única oscuridad, y esta es lo único verdaderamente real. Esta mirada, por tanto, se ha extendido en un abismo empapado en sangre, sin duda existente, del ser, de la existencia. Aun antes de que tras el mito hubiera o pudiera haber alguno, un infierno fue observado y anotado. El infierno existió siempre, el infierno está aquí y ahora, y el infierno existirá en tanto que la voluntad de vivir lo ponga en marcha. Esta es la ineludible y profunda gravedad de la representación schopenhaueriana que, aun cuando no tenga por qué ser la última palabra, representa una ardua dificultad para la pronunciación de otra palabra, una más clara, en la que aquella no esté presente. No puede omitirse lo negativo. De ningún modo podemos olvidar Auswitsch y Majdanel como categorías metafísicas presentes en cualquier consideración. También en la filosofía hay un pasado y un presente que no pueden dominarse, es el mundo. Este debe estar presente no solo como un condimento en el que la luz debe realzar lo oscuro y cosas semejantes, algo en lo que Hegel fue grande, eminente y profundo, sino como algo que no se remedia tan fácilmente y aguijonea sin cesar. Es también el aguijón de la responsabilidad que impulsa hacer algo, en lugar de, como Schopenhauer, limitarse a contemplar, o a luchar contra ello de modo tan radical que al final no tenga objeto alguno: tan solo existe la voluntad de vivir y es imposible suprimirla. No se trata de esto, si bien ningún pensador después de Schopenhauer puede ser dispensado de la constatación que sobrepasa al pesimismo.

LO NEGATIVO Y EL SUFRIMIENTO EN HEGEL

He aludido ya a otra opinión que estaría contra todo esto y que recoge lo negativo o, sencillamente, lo envuelve. ¿Qué opina Hegel a este respecto, para quien absolutamente todo es considerado sufrimiento, para quien el dolor, incluso la desesperación, el abismo, la miseria, la cruz y no solo el Gólgota, están por todas partes? A pesar de ello, y esto es un déficit en Hegel, se desprecia el sufrimiento por afeminado cuando se da por sí solo y no recibe, inmediatamente, un cauce. Se desprecia el sufrimiento cuando no existe un cicerone, por así decir, o un comisario lógico que haga compañía al visitante de estas negatividades para que no permanezca en ellas mucho tiempo, para que la categoría dialéctica pueda hacer su aparición: sí..., pero. Con ello Hegel suprime una y otra vez cualquier consideración de lo negativo en su pensamiento, sin que resulte completamente evidente que mediante este rechazo meramente conceptual este pueda ser realmente dominado o indemnizado, o que represente una necesidad.

Hay tres lugares, o mejor, tres motivos en los que Hegel aborda el sufrimiento: uno es un estado del sentimiento, el segundo es una conditio sine qua non para la dialéctica y el tercero reside bajo la vigilancia de la astucia de la razón. El primero de ellos es la relajación mediante el sentimiento: el sentimiento no tiene, para Hegel, ningún tipo de valor gnoseológico. Puede ser un comienzo para prestar una especial atención a algo. En un contexto algo distinto, pero que puede también resultar válido aquí si lo modificamos ligeramente, dice Hegel: “A quien invoca su sentimiento en la conversación hay que darle de lado, porque está pisando la raíz de la humanidad.” La raíz de la humanidad es el lenguaje en el que uno se expresa y tiene una relación comunicativa con el prójimo. Pero quien habla de mi sentimiento, de esta materia blanda, de este mero opinar, a este no hay escucharlo, sus palabras no tienen ningún sentido. Lo que está fuertemente cargado de sentimiento, si es dicho con una fuerte carga sentimental, puede encontrar lugar en un poema, donde no tiene que ser probado, pero no tiene cabida en una investigación filosófica. De este modo, la medición de placer y del displacer no puede ser valida, pero no porque no sería heroica, sino porque no puede ser lógica, no puede probarse ni comunicarse, en tanto que siempre permanece en mi placer y displacer puramente privado.

El segundo motivo tiene lugar cuando de la prisión del sentimiento se desprende la papilla de lo meramente ambiental, donde el dolor tiene un significado; y pertenece a la dialéctica hegeliana de tesis-antítesis-síntesis. El reino intermedio es la antítesis. A esta Hegel la denomina la esfera de la diferencia. He aquí algo que no encaja, que orada, y emerge también el dolor y el desmembramiento de una contradicción, es el punto oscuro de la existencia, como dice Hegel, o la esfera donde Dios no habita – otra expresión del propio Hegel–, Dios es logos. Esta es, por tanto, la esfera intermedia de la diferencia, de la negación, en la que reside el dolor. Hegel añade, además, que hay negaciones que se realizan correctamente mediante la negación de la negación –esto es, mediante el paso siguiente, la síntesis–. Un grano debe perecer para que aparezca el fruto. De este modo, el fruto es la negación de la negación, es decir, la muerte del grano que, por otra parte, es negado en el fruto; del morir negativo nace algo positivo, esto es, flor, fruto y ganancia.

Pero si el fruto es aplastado, ¿cómo es posible que esto tenga lugar? Entonces se produce una negación pura, a la que no le sigue ninguna superación2. ¿Qué hay de la historia? Por utilizar ejemplos del propio Hegel, ¿qué sucede con acontecimientos históricos como la Guerra del Peloponeso o la Guerra de los Treinta Años? Probablemente Hegel agregaría conmocionado a estos el período hitleriano, que hace sombra a los dos períodos anteriormente citados. Esto, dice Hegel, es desdicha pura, horror puro que se ha propagado y que no porta fruto alguno. Los frutos de la Guerra del Peloponeso son exclusivamente el ocaso de la libertad y de la cultura atenienses; tendrán su continuación en el Helenismo, pero Atenas había llegado a su fin. Y los frutos de la Guerra de los Treinta Años fueron la escisión religiosa, la libertad de los príncipes, la fragmentación de Alemania, el final de cualquier idea de constituir un imperio y la descentralización anárquica. Quiere esto decir que el Imperio Romano de la nación alemana, como Pufendorf lo definiera, y como Hegel en 1800 había aceptado, no es una monarquía, sino un monstruo. Este es, por tanto, el fruto de la Guerra de los Treinta Años, un fruto exquisito. Hegel admitió esto, en suma, en contra de la convención. En realidad, tampoco está muy de buenas con el diablo cuando este entra en la escena de un drama; dice que se trata de una aburrida e insulsa figura. De modo que la mala conciencia de Hegel está también en que el mal, cuando hace su aparición en solitario, significa muy poco. Tan solo le parece insulso.

Pero hay una reacción en su representación del cristianismo ya en el prefacio de La fenomenología del espíritu . Cuando faltan el dolor, la negación y la cruz, la idea cristiana en su totalidad se hunde lentamente en un insulso carácter edificante. En una afirmación que contiene el aliento de Thomas Münzers, dice en contra de Lutero: “Quien no quiere al cristo amargo, ¡morirá de un empacho de miel!” Se pide lo amargo, se anhela lo desgarrador, incluso el abismo del horror presente en el Gólgota, y no solo en Gólgota, sino en todo el mundo. Pero ahora viene la dialéctica (y esto no es la Guerra del Peloponeso o de los Treinta Años): justo después del Gólgota, dos días después, tan solo el sábado media entre ellos, llega el Domingo de Pascua. Si el Gólgota no hubiera existido, no habría Pascua. El grano debe ser destruido primero para que el fruto nazca, para que la ascensión al cielo tenga lugar. De este modo la antítesis –en este caso la más severa, es decir, la que se produce mediante el reconocimiento de que Dios ha muerto– es, de nuevo, inmediatamente superada, al tiempo que se convierte en gracia o ceremonia, en una tensa disonancia. Y mediante la disonancia se forma la tónica, particularmente valiosa para la consonancia. ¡Qué sería del domingo de Pascua sin el Gólgota! Una distensión ha tenido lugar aquí. A pesar de que la dialéctica otorga un lugar a lo negativo, al mismo tiempo anula de nuevo la conocida seriedad, las dificultades, la profundidad y el desgarramiento, si no se mencionan las excepciones. Unas excepciones que, por otra parte, Hegel muy raramente señala y que parecen haberle dado muy poco que pensar.

Por lo demás, en la obra de Hegel, y esto no es únicamente dialéctica formal, se pone un mayor énfasis que en la de Schopenhauer en la bienaventurada fertilidad del sufrimiento humano cristiano. No se trata del sufrimiento en sí mismo, y tampoco del sufrimiento destructor en el que ya nada puede tener lugar, sino, por así decir, de un sufrimiento todavía soportable que permite a quien lo sufre utilizarlo en su favor. Resulta, pues, un magnífico antídoto contra la banalidad, es decir, contra la mísera fidelidad del individuo completamente superficial, contra el convencional keep smiling detrás del cual no hay nada, contra la inmensa necesidad de reír del populacho moral y, sobre todo intelectual, en el cine y en el teatro y que deshonra una de las cosas más valiosas del mundo: el humor. Frente a esto, pues, el sufrimiento que hace proporciona profundidad. Hegel guarda una estrecha vinculación con la afirmación de Eckart: “Lo que lleva al hombre a la perfección es el sufrimiento.” O, en un tono romántico dulcificado, pero aún con un contenido de consecuencias semejantes, la afirmación de Novalis: “La desgracia es la llamada de Dios.” Hegel se adhiere a estas disposiciones y temáticas –Novalis mismo, por supuesto, no le bastó– provenientes principalmente de la mística cristiana de la Edad Media, con la siguiente afirmación: “Las grandes acciones solo proceden del más profundo sufrimiento del ánimo.” Aquí reside otro elemento en el que, si bien de nuevo dialécticamente, pero ahora de un modo dialécticamente activo (no acontecido por sí mismo sino mediante la contradicción activa del hombre contradictorio), puede resultar del sufrimiento un fruto que, en todo caso, no hace más elevada a la dicha banal, sino que la convierte en superficial. También existe un énfasis en la oscuridad, en la noche, en la niebla, un énfasis que evoca la sentencia de Jean Paul: “El sol poniente es más afín al alma que el saliente.” Una sentencia que puede estar tal vez presente en la música no meridional, pero aún más en la música de Beethoven y también en Schubert, quien se pregunta si acaso existe una música alegre. La oscuridad, la noche que, como una vez definiera en mi temprana filosofía de la música, está presente en Bach, en Bruckner, en Wagner y en Beethoven, la “intensa felicidad de la temprana puesta de sol”. Como aludí anteriormente, todas estas negaciones contribuyen a producir profundidad. Pero, de nuevo, no tienen nada que ver con el dolor y el horror descubiertos por Schopenhauer. Son sufrimientos bellos y confortables, no guardan relación con Auschwitz y Majdanek, sino que son huertos ya cultivados. Así fueron, al menos, alabados, celebrados y aprobados por Hegel.

El tercero de los motivos que señalé guarda relación con la “astucia de la razón”. Resulta muy llamativo e interesante ver aquí una asociación, una asociación histórica y socialmente explicable, entre los antípodas Schopenhauer y Hegel. Una asociación que se manifiesta en la interpretación y valoración del displacer. El sentido esencial de la expresión “astucia de la razón” procede del siglo XVIII, se encuentra en Baader y Smith, y también en la fábula de las abejas de Mandeville: private vices are public benefits, los vicios privados son beneficios públicos. En tanto que el individuo solo persigue su propio provecho, sencillamente se satisface el interés del consumidor; este es el bien en el sistema económico capitalista. Para Mandeville y para Adam Smith esto encierra una astucia de la razón capitalista. Uno solo quiere su provecho, pero no se recibe el beneficio si no se producen cosas que puedan venderse, a su vez, con provecho. Nunca se da el beneficio aislado, por eso deben producirse cosas y se origina una competencia, es decir, al consumidor le resulta útil. De ahí que private vices are public benefits . Este es la tendencia que reside como fundamento primero.

Existe sin embargo una segunda tendencia. Fue descubierta gracias al, por desgracia, inteligente Carl Schmitt –desgraciadamente inteligente, aliado de los nazis, un mal hombre, pero muy inteligente– creo que en su breve ensayo de los años veinte Teología política . Esto es, ellos tienen la Revolución Francesa, esta fue una rebelión del sujeto contra el objeto, ¡y vaya rebelión! Una en la que miembros del objeto fueron guillotinados. El sujeto es, pues, la burguesía revolucionaria en contra de la nobleza y también del clero y la monarquía. La resaca de esta tormenta avanza hacia Alemania y se extienden por todo el mundo. En Alemania, sin embrago, no tiene lugar una revolución. La tormenta, fatigada, en lugar de convertirse en un céfiro, lo hace en un suave ondear en la mera superestructura, en la esfera ideológica, en la existencia del observador, por así decir. Por consiguiente, rebelión del sujeto contra el objeto, es decir, ante todo contra las relaciones sociales objetivas. No se trata de una revolución y de ningún modo, desde luego, de una guillotina, sino, como en Friedrich Schlegel, de la ironía romántica: el sujeto se comporta irónicamente con el objeto, este es el tipo de oposición alemana. En cualquier caso, esto es mejor que nada. Mejor, al menos, que lo que me dijo a comienzos de la Primera Guerra Mundial un amigo de mi niñez, un peluquero cuyo padre había muerto de un disparo en Rastatt en 1949 y cuyo recuerdo todavía producía efectos reales. El 1 de agosto de 1914 me dijo: “Ahora podemos cantar de nuevo la bella canción: Amigo, estoy feliz, que sea lo que quiera que sea. A esto se le llamaba cuando yo era niño la Marsellesa francesa...” Frente a esta afirmación la ironía romántica es un aliento revolucionario, pero esta se limita al ámbito de la literatura. En todo caso ha marcado época, una actitud irónica con lo acontecido, una actitud irónica que continúa desde el Romanticismo hasta Thomas Mann..., no más allá.

En el transcurso de las llamadas Guerras de liberación, esto es, de la derrota de Napoleón como el último soldado de la Revolución Francesa, cobró nueva fuerza el antiguo poder de la nobleza, se fortaleció el espíritu objetivo y se elevó el espíritu de este objeto acogiendo la ironía a su lado. Ahora es el objeto quien se comporta irónicamente con el sujeto, en lugar de hacerlo el sujeto con el objeto. La ironía no ha sido suprimida. Este rasgo general esencial de la Restauración, el que lo objetivo se comporte irónicamente con lo subjetivo, encuentra en mentes tan opuestas como la de Schopenhauer y la de Hegel dos desviaciones o dos exploraciones que son, sin embargo, metódicamente indiferenciables, incluso desde el punto de vista del contenido. En Hegel es la conocida astucia de la razón, que se muestra en la conocida afirmación: “Los individuos sacan las castañas del fuego al espíritu del mundo.” Creen ocuparse de sus propios asuntos cuando en realidad se ocupan de los asuntos del espíritu del mundo de su época. O, como Hegel lo formula en una magnífica frase: “Nada grande ha sido llevado a cabo sin pasión.” Esta es la pasión de los individuos que creían haber perseguido su propio instinto de poder, su propia ambición, el brillo mismo de los individualistas en un gran torneo político, cuando en realidad se ocupaban de los asuntos del logos. Esta es la astucia de la razón que, al mismo tiempo, hace vivir a los individuos en un engaño.

¿Y cuál es la postura de Schopenhauer? Para él no existe ninguna idea o logos, ni ningún Dios patético, todo lo contrario. Para Schopenhauer existiría algo pandemónico: el señor de este mundo es el diablo, la voluntad de vivir. Existen, desde luego, los individuos y las pasiones; esas pasiones acerca de las cuales afirma Hegel que son “el más temible lienzo en la historia”. Pues bien, también Schopenhauer podría admitir esto. ¿Pero qué ocurre con la voluntad de vivir, por ejemplo, en el amor? Las parejas enamoradas creen ocuparse más que nunca en la vida de sus asuntos más propios: ella o nadie, él o nadie. Están solos en el mundo, si el mundo se hunde no quedará nada excepto tú y yo. Schopenahuer, sin embargo, nos explica con frialdad que la agudeza intuitiva está decidida psicológicamente. Todo está así dispuesto únicamente para que se haga algo por la próxima generación, para que se dé a luz un niño, para que el linaje se reproduzca. Es una estafa, no una astucia, sino una estafa del instinto sexual. La voluntad es una gran mistificación, engaña a estos dos seres humanos, a estos dos individuos, mostrándoles un enorme teatro. Pero detrás no hay nada, a excepción de que debe producirse el nacimiento de un niño, por eso es necesario todo este rodeo. Esta es la mistificación del instinto sexual que, paralelamente, también se manifiesta históricamente en las muestras de ambición –contra las que Schopenhauer no tiene nada que objetar–, aunque en la esfera privada se manifiesta del modo más claro. Ya ven, sin embargo, que la actitud irónica del objeto ante los asuntos subjetivos es la misma.

Lo monstruoso, que se prolonga más allá de Hegel, no es tan solo un ejemplo histórico contemporáneo de un problema del conocimiento. Así, en Marx las relaciones de producción a las que el individuo individual está unido en su ser y conciencia constituyen la clave de la Historia, la Historia es la historia de la lucha de clases. Por encima de los individuos están estas fuerzas productivas, los medios de producción y las relaciones de producción que buscan equilibrarse. Todos los hombres dependen de ellas. La Historia, en realidad, es una historia económica, no una historia individual, ni una historia de las personas. No importa qué papel desempeñen los individuos en la Historia. La verdadera historia secreta de Roma, dice Marx, es la historia del reparto de los bienes raíces. De nuevo tenemos aquí una actitud irónica. Existen, por supuesto, la lírica y el heroísmo romanos, Mecenas y Cesar, Cincinato y Catón, pero todo ello carece de importancia. El quid, lo que verdaderamente aconteció, es la historia del reparto de los bienes raíces que busca sus peones entre los individuos aislados.

Hay aquí también una afinidad metódica procedente de Hegel que quisiera mencionar al margen. Su valor de verdad no se ve afectado ni se agota porque se elimine la historia del espíritu. Tan solo indico con ello la asociación, el terreno sobre el que esto acontece y que, asimismo, debe ser estudiado si se quiere averiguar su contenido de verdad de modo objetivo. Lo señalo, sobre todo, para mostrar que aquí Schopenhauer y Hegel tiran de la misma cuerda mediante la astucia de la razón o la mistificación de la voluntad de vivir.

Algo diferencia, sin embargo, ambas posturas. Para Schopenhauer se trata únicamente de un engaño en el que el individuo se va de vacío. Da exactamente igual lo que se dijeran Romeo y Julieta, da lo mismo si el bebé llora, todos los bebés son iguales. Según Schopenhauer no queda nada de todo ello, cuando el fruto sale el producto está ya aquí. Por el contrario, para Hegel la astucia de la razón tiene la virtud de que mediante la utilización de los individuos se produce un progreso en la conciencia de la libertad, la historia nace gracias a los sacrificios de los individuos. En términos marxistas, la historia se actualiza gracias a la falsa conciencia de los individuos, si bien obedece a un plan dirigido. De modo que resulta visible aquí de nuevo la relativización del displacer, del ataque contra mis intereses. Hegel concluye sus clases sobre Filosofía de la Historia (es muy significativo que esta expresión comprenda ambos conceptos) modificando una frase de la Eneida de Virgilio. En la Eneida, esto es, en la historia de la fundación y, por así decir, de la aparición del Imperio Romano, concluye Virgilio: “ Tanta molis erat romanam condere gentem ”, tanto esfuerzo fue o supuso el fundar el pueblo romano. Hegel retoma justamente esto con una expresión en la que en lugar de “romanus” utiliza “humanus”: tanta molis erat humanam condere gentem . Esta es, por tanto, la inscripción final de la Filosofía de la Historia: molis, esfuerzo. También fue necesaria la desgracia, supuso un gran esfuerzo. Esto no es baladí, pero se obtiene algo a cambio de este precio: humanam condere gentem . Aquí está la negación de la negación, lo positivo sale a la luz con una expresión tan antischopenhaueriana como uno pueda imaginarse: todo está bien, todo termina bien. Mientras que, para Schopenhauer, el final es lo mismo que el comienzo y el medio, nada acontece, para Hegel, por el contrario, el final está en todas partes a la vez, el final ya está aquí, el espíritu absoluto está presente. Estos son, por tanto, puntos de contacto en la mirada sobre el displacer; el placer, su significado en el mundo y su causa están presentes en filosofías muy diversas y son objeto de interpretaciones completamente opuestas.

EN LUGAR DEL PESIMISMO COMO GRADO MÁXIMO DE DERROTISMO: CRÍTICA DETECTIVESCA COMO NEGACIÓN DETERMINADA