En el valle de los cerezos


Mario Cabellero León

© Mario Caballero León

© En el valle de los cerezos


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Diseño de portada: Tregolam

Ilustración de la portada: Tregolam


1ª edición: 2018


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“No hay vida placentera si no es juiciosa, bella y justa;

ni se puede vivir juiciosa, bella y justamente sin el placer”.

Epicuro de Samos

EL DIA DEL SANTO

Aquél templo nació como mezquita musulmana en el tiempo de los reinos de taifas, después fue convertida en ermita por las tropas catalanas que acompañaron a Jaime I en la reconquista, y en el siglo XVIII se convirtió en iglesia barroca. Ahora el estuco blanco cubre las piedras primitivas, también los frescos que un día adornaron el altar mayor y el presbiterio. Columnas con recargados capiteles dorados separan las capillas laterales, dedicadas a la Virgen y a otros santos menores. Frente al altar, un retablo que reproduce las estaciones de la pasión de Cristo con imágenes tenebristas.

El santo yace junto al altar mayor, en un sarcófago de mármol con su imagen con báculo y mitra tallada en la losa que lo cubre. Es el patrono del recóndito valle, y en su día se celebran desfiles procesionales y batallas de moros y cristianos.

Hoy la iglesia está adornada con multitud de ramos de flor blanca; narcisos, hortensias, magnolias y dalias derraman su perfume penetrante que se mezcla con el de la cera y el incienso haciendo el ambiente denso e irrespirable. Grandes tapices de seda bordada cubren las entradas a las capillas laterales para centrar la atención de los fieles en el sepulcro.

El martirio del santo a manos de los infieles sarracenos se conmemora cada año con una misa solemne a la que asisten las autoridades civiles y militares de turno, que ocupan las primeras filas de la iglesia junto a las grandes familias. El coro de niños del orfanato pone voz a la ceremonia; con sus forzadas voces adolescentes intentan hacerse oír por encima del estridente órgano, dando como resultado una polifonía que más parece música experimental que sacra.

Han acudido todos los vecinos del valle vestidos con sus mejores galas, ellos con raídos trajes de pana y camisa almidonada, ellas con mantilla y el traje de fiesta; no falta nadie, si acaso algún renegado y los enfermos que no han podido ser trasladados por las voluntarias de la Sección Femenina. En el altar mayor el arzobispo de la diócesis celebra la misa ayudado por el vicario; ha dedicado la homilía a todos los mártires de la Cruzada asesinados por las hordas rojas remarcando sus semejanzas con el santo mientras los asistentes de las primeras filas asentían compungidos derramando lágrimas que enjuagaban en sus pañuelos de seda.

Pero el gran momento de la celebración es la apertura del sepulcro para que todos puedan ver y adorar al cuerpo incorrupto. Con una pequeña grúa preparada al efecto se levanta la lápida que cubre el sarcófago y se exponen los restos después de la misa.

Ante ellos siempre desfilan primero las autoridades, algunos levantando el brazo en el saludo fascista como si el santo fuera uno de ellos, luego los grandes terratenientes y sus familias, y por último los labradores, comerciantes, artesanos, ganaderos, simples obreros y amas de casa, niños y ancianos, tullidos y sanos, escépticos y fanáticos, todo el universo del pueblo y de las villas cercanas.

Boro evita el espectáculo, le da terror ese rito macabro. Deja a su madre con sus amigas y sale de la iglesia junto con otros niños que se ponen a jugar a guerras santas en la plaza, pero él no les acompaña; piensa en su padre, que los dejó el año pasado, en sus cariñosos cachetes al despertarlo por las mañanas, en los primeros amaneceres en que lo acompañó a pastar el rebaño, en el día que vino a casa gritando el nombre de su madre y se encerró con ella en el cuarto. Se pregunta qué estará haciendo ahora y por qué se fue de repente. ¿Tendrá algo que ver lo que pasó aquél día?

De pronto un alarido salvaje, un grito aterrador que procede del interior de la iglesia suena en toda la plaza y congela su sangre. Corre hacia dentro junto con los otros niños y ve a su madre que mantiene en sus brazos los restos del santo; los abraza con desesperación mientras sus lágrimas se derraman sobre un cráneo con un orificio de bala.

JULIA

Un café espresso y una ducha fría, ese era el ritual con que Julia empezaba el día. Después de eso podía comerse el mundo, y muchas veces lo hacía.

Aquella mañana sin embargo no cumplió el ritual completo. Se había levantado con la mente espesa y una molesta resaca como resultado de una noche más de fin de semana con sus colegas de oficina. Empezaron con un gin-tonic en el bar de la esquina al acabar la jornada, siguieron con un martini en una terraza antes de la cena, luego vino blanco para acompañar la dorada en el restaurante de aquél chef de moda, y acabaron con un combinado de ron en el chill-out del puerto, todo ello amenizado con banales conversaciones sobre las cifras de ventas, sentencias del «gurú» de mercadotecnia, chistes de ligues fáciles, y chismorreos sobre los compañeros ausentes.

Aquél viernes había resultado especialmente desagradable. Roberto se había empeñado en acosarla delante de todos sin ningún reparo, como si diera por sentado el derecho de pernada, con frases que llegaron a ser soeces pronunciadas con voz pastosa. Y tuvo que dejarlo en evidencia.

«Una aburrida velada más de otro viernes anodino», pensó después de abrir la ventana del dormitorio para recibir aire fresco y mientras se preparaba un café en la máquina italiana.

Tenía que quitarse aquél letargo de encima, y su experiencia le decía que la mejor forma de hacerlo era con una buena carrera por la playa seguida de una ducha fría. Sin mucho entusiasmo se calzó las mallas y las deportivas, se puso el cortavientos, se recogió en la nuca el pelo castaño claro con una cinta, se colocó en el antebrazo el soporte del móvil y en la muñeca el reloj que medía sus pulsaciones, contempló en el espejo del cuarto de baño su imagen de perfecta «runner» y se dispuso al sacrificio.

En el ascensor volvió a mirarse en el espejo. Su rostro sin maquillaje era aún joven, nadie podría negar que resultaba atractiva. La piel de los pómulos se mantenía tersa, pero sus ojeras denunciaban fatiga, y alguna ligera arruga en la comisura de los labios insinuaba un exceso de sonrisas forzadas. La cintura mantenía la forma, pero empezaban a dibujarse las pistoleras; tenía que cuidarse, correr todos los días, castigar aquellos primeros desafíos de un trabajo sedentario y estresante.

Cuando salió a la calle se encontró con una mañana de sábado más fría de lo que esperaba. No había tráfico en las calles, sólo el camión de la limpieza que regaba el asfalto y unos pocos madrugadores que llevaban a casa las barras de pan y el periódico, algunos con la bolsa de aceitosos churros madrileños que vendían en un quiosco de la plaza. En una esquina de la avenida Marqués de Campo aún discutía un grupo de jóvenes dónde continuar la juerga mientras se dejaban caer abatidos en las sillas de los bares atadas con cadenas. Sus ojos rojizos y su hablar pastoso delataban el origen de su resistencia.

Abandonó el centro y se dirigió al puerto, al final de la avenida. Cuando llegó a la dársena vio en primer lugar tres enormes yates privados con banderas extrañas atracados junto a las barcas y catamaranes de travesías turísticas. Las casetas de venta de tickets estaban aún cerradas.

«Ruta de las calas», rezaba una.

«Puesta de sol con cava», anunciaba otra.

«Viaje al fondo submarino», prometía la más fantástica.

Más adelante las barcas de pesca se alineaban junto al muelle de la lonja con sus redes de arrastre amontonadas a popa. Hoy no habían salido. Algunos patrones aprovechaban para hacer pequeñas reparaciones mientras comentaban las capturas de la semana y los precios de la subasta, otros se dedicaban a remendar las redes extendidas sobre el muelle. Al fondo, en la moderna estación marítima, el primer barco a Mallorca tragaba los coches de los viajeros por su enorme portalón de proa alzado como si fuera la boca de un tiburón gigante.

Siguió por el paseo marítimo pasando junto a la explanada donde se celebraban en fiestas los «bous a la mar» y por los amarres de las embarcaciones de recreo, algunas con potentes motores fueraborda y otras veleros, oyendo el tintineo que producen los cables de acero al azotar con el viento los mástiles de aluminio. Allí coincidió con otros paseantes más lentos, un grupo de jubilados extranjeros con chándal que se encaminaban a su sesión matutina de aeróbic acompañados por la animadora turística.

Luego se adentró en la playa de Las Marinas.

El sol que empezaba a emerger por el horizonte teñía el mar de tonalidades naranja, y una suave brisa levantaba unas breves olas que acababan lamiendo la arena. Algunas gaviotas picoteaban las algas que la marea había depositado por la noche y levantaron el vuelo cuando la vieron.

Julia aspiró profundamente y dejó que sus pulmones se llenaran de aquél aire con olor a salitre y algas, se puso los auriculares, y buscó en el móvil la aplicación para oír música; sabía que aquello la aislaba de la sinfonía que la envolvía, pero como muchos de su generación prefería la música enlatada.

Luego empezó a correr con la mole del Montgó a sus espaldas.

Había comprobado que correr estimula el pensamiento y hace aflorar las ideas. De hecho lo hacía entre semana siempre que podía para pensar en los problemas que se le presentaban en el trabajo, no siempre de carácter técnico, la mayoría de las veces de celos entre compañeros, en ocasiones de acoso, de moving como se dice ahora. Alguna vez se preguntó si todo eso valía la pena, pero siempre tuvo una respuesta rápida; no podía permitirse esa duda en su vertiginosa carrera en pos del triunfo. ¿Ocio?, es la droga de los ociosos. ¿Paz?, para los muertos en vida. ¿Relax?, sólo en la sauna. ¿Placer?, en dosis urgentes, que el tiempo es oro. Lógica aristotélica y utilidad inmediata, esos eran los colores del cristal con que Julia miraba la vida.

Mientras corría sobre la arena un pensamiento la acosaba, el mal sabor de boca que le había dejado la noche anterior con sus compañeros. Odiaba esas cenas en las que todo resultaba artificial, incluidas las sonrisas. Luego estaban las bromas de mal gusto, los comentarios desafortunados sobre los compañeros ausentes, las carcajadas forzadas con las ocurrencias de los jefes... y ese amargo incidente con Roberto.

Pero ese fin de semana podía permitirse una tregua. Había quedado a comer con sus padres en la casa de campo que tenían sobre la falda de la montaña, y ese pensamiento aligeró su carrera. Hizo los diez quilómetros de ida y vuelta, se pegó una ducha fría, se puso ropa informal, bajó al garaje a por el todoterreno, y se fue al riurau que había sido de sus abuelos y dónde ahora, después de su jubilación, se habían retirado sus padres.

Allí habían secado uva moscatel muchas generaciones para convertirla en pasa con destino a la repostería inglesa, hasta que la pasa turca sin piñón sustituyó a la española en el «plumb cake» que acompañaba al té de las cinco. Ahora las diez anegadas de vid que tenía la finca estaban abandonadas y las viejas cepas ocultas por las malas hierbas.

El riurau había sido en su origen una construcción sencilla de mampostería con arquerías orientadas al sur bajo las que se extendía la uva para que se secara protegida de las inclemencias del tiempo. Luego sus abuelos habían añadido una casa sencilla de una sola planta, y sus padres la ampliaron con una bodega y una terraza que daba a un pequeño huerto.

Marta, su madre, era puro nervio. Menuda, delgada y fibrosa, los años habían respetado su expresión vivaz e inquieta. Sólo algún mechón grisáceo que se negaba a ocultar con el tinte denunciaba su edad madura.

Marcos, su padre, era por el contrario pausado y calmo. Su rostro redondeado, su recortada barba y su pelo canoso con reflejos plateados transmitían una placidez entrañable.

Los dos habían sido abogados, él penalista y ella laboralista. Ambos tenían una ascendencia modesta, él de campesinos y ella de obreros. Y ambos habían dedicado sus mejores años a luchar contra la dictadura, él defendiendo a los políticos y ella a los dirigentes sindicales. Ahora estaban un tanto desengañados de los nuevos políticos y sindicalistas, decían que éstos no se jugaban nada, si acaso un buen sueldo, y que con lo que ganaban bien podían pagar los honorarios de abogados famosos, con más «caché», decían con ironía.

Habían optado por disfrutar en sus últimos años de los pequeños placeres de la vida que habían aparcado entre juicio y juicio, entre ellos el de compartir charlas, lecturas, y veladas de música con otros viejos roqueros en su riurau de Denia, que habían bautizado como El Jardín de Epicuro y donde solían acudir sus amigos los fines de semana. En verano salían a navegar por la costa en un pequeño balandro, sin alejarse mucho, ellos no eran marineros, sólo por el placer de descubrir calas solitarias para bañarse desnudos.

Cuando llegó Julia la recibió Moro, un perro pequeño, negro, chato y feo como un demonio de Tasmania de una raza típica del campo que debía ser el resultado del cruce de todos los perros vagabundos del mundo; sus padres decían que su pedigrí podía ocupar varios tomos. Julia nunca supo si el gesto con que la recibía era una sonrisa irónica o si le estaba enseñando los dientes para marcar su territorio. No le hizo caso y aceleró el paso mientras dejaba atrás su amenazador gruñido.

El grupo estaba ya reunido en torno a una mesa dispuesta bajo una vieja higuera que proyectaba una tupida sombra y cerca del portal de la casa que enmarcaba una hiedra cuyas hojas empezaban colorearse de un bermellón intenso. Además de sus padres lo componían otros dos viejos roqueros que Julia nunca había visto.

Marta había preparado un arroz caldoso de cangrejo y bogavante hecho en caldero a la leña y con mucha paciencia al que acompañaba en la mesa un vino recio de Xaló , una gran ensalada con anchoas y encurtidos y unos entrantes de puntillas y pulpo. Después de su jubilación disfrutaba con las recetas caseras que había heredado de su abuela, y Marcos la acompañaba en sus experiencias culinarias eligiendo los vinos que acompañaban mejor a cada guiso. Él decía que eso era lo más difícil y ella que el trabajo no estaba bien repartido.

El caldero se vació por completo.

Durante de la comida la conversación giró en torno a los amigos comunes, a los viejos tiempos y al último libro del escritor de moda, pero después del café acompañado de licor de hierbas se animó con discusiones sobre lo que era legal y lo que era justo, sobre la ética y la estética de los políticos. Aquellas discusiones acababan siempre con alusiones a la irremisible decadencia del sexo.

Julia solía irse cuando empezaba ésa fase alegando cualquier excusa, no soportaba aquellas conversaciones añejas, pero aquél día uno de los invitados quiso saber algo más de ella.

–No te hemos dejado hablar en todo el rato. Cuéntanos algo de tu vida –le dijo cuando la vio levantarse.

Era un hombre viejo de rostro cetrino con profundas arrugas, nariz aguileña y prominente frente. Su abundante cabello canoso y su desordenada barba denunciaban al que había descuidado su aspecto para cuidar más su esencia. Sus ojos eran vivos y su mirada intensa.

«Tiene todo el aspecto de un profeta», pensó Julia. Nunca lo había visto antes, pero había algo en él que la hacía pensar que lo conocía de siempre.

–Mi vida se resume en dos palabras, trabajo y prisas –dijo de mala gana.

–Algo bueno tendrá tanto martirio –le contestó el viejo.

Respondió su padre por ella con cierta ironía.

–Un ático dúplex frente al puerto deportivo y un apartamento en Londres. Además de un todoterreno, ropa cara y un montón de dinero en el banco.

Entonces aquél personaje se dirigió a ella:

–¿Y qué te ha costado todo eso?

–No sé a qué te refieres.

–A que para disfrutar de esos lujos te puedes estar perdiendo los mejores placeres, que son también más baratos.

–Sí, eso es cierto, pero el éxito exige sacrificios– contestó Julia.

–Pues renuncia al éxito y a sus sacrificios, que los que tenga que darnos la vida ya vendrán solos –sentenció el viejo–. Ahora hazte un favor, túmbate bajo esa higuera mirando al cielo, y cuando veas pasar una nube, o oigas cantar a un mirlo, o cuando sientas los rayos del sol acariciar tu rostro mientras atraviesan las hojas que se mecen con la brisa piensa: !Un sacrificio menos!.

Julia se quedó boquiabierta. Nadie, ni siquiera sus padres, se había atrevido a hablarle así en la vida. Siempre habían respetado sus elecciones, aunque no las compartieran. ¿Quién era ese estúpido que se lo permitía?

Reprimió una respuesta áspera y optó por ser comedida.

–¿Así pensáis cambiar el mundo?

–No hija –contestó su padre–. A estas alturas de la vida nos conformamos con que el mundo no nos cambie a nosotros.

Cuando llegó a casa por la tarde decidió dar un paseo por el sendero del monte. Era una senda que partía de la ermita del Pare Pere y recorría la ladera de la montaña mirando al mar sobre los chalets de Las Rotas hasta llegar a la plana. Desde allí se iniciaba el duro ascenso a la cumbre, pero Julia evitaba ese esfuerzo, su objetivo no era demostrarse nada. Hoy sólo pretendía contemplar la inmensa lámina del mar azul turquesa y dejarse llevar por el silbido de la brisa entre los matorrales para aliviar la tensión que la oprimía.

No sabía qué era, una desazón, un malestar que nunca antes había sentido. Se preguntaba si tendría que ver con su trabajo, pero no era posible, lo tenía todo controlado, dominaba todas sus teclas. ¿El asunto de Roberto? Tampoco lo creía, ella era veterana en esas lides.

Y sin embargo algo la estaba oprimiendo como una boa que se hubiera enroscado a su cuerpo y fuera apretando lentamente los anillos, algo que había estallado cuando oyó las palabras de aquél hombre que la habían molestado tanto. Quizá tuvieran razón los viejos, quizá era posible otra vida, pero aún era joven para darse por vencida, aún tenía que libar el néctar de muchos capullos, pensó sin poder evitar la sonrisa al caer en el doble sentido.

MARCOS Y MARTA

–A veces no la reconozco, no me parece mi hija. Cuando la recuerdo como aquél rollito de algodón de azúcar que corría hacia mí para abrazarme me pregunto cuándo dejó de ser niña y se convirtió en esa mujer dura –dijo Marcos cuando se acomodaron para almorzar en la cabina.

La pareja había salido a dar un paseo en su barco aprovechando que la mar estaba quieta. Era un pequeño balandro de un solo mástil y cuatro metros de eslora, al que había acoplado un pequeño motor para navegar en aguas quietas. Sobre los costados, pintado con letras floridas, un nombre, «Julia».

–Yo no me extraño, a todas nos pasa lo mismo cuando traspasamos la adolescencia. Entonces descubrimos el papel que la sociedad nos tiene asignado. El caso es que pronto aprendemos que la vida no es el cuento que nos contaban para dormirnos –contestó Marta.

–No la disculpes, tú no has sido así nunca.

–Porque no me conociste con quince años. Luego la madurez te va enseñando que ser mujer es un privilegio que hay que saber valorar disfrutando de todas sus ventajas. Yo estoy en eso desde hace años, y soy la mujer más feliz del mundo.

Se habían conocido en la Facultad de Derecho de Valencia, en aquellos años en que la dictadura impregnaba toda existencia de un gris plomizo, pero el hecho de haber cursado los estudios secundarios en centros públicos los distinguían de sus compañeros, carne acomodaticia de colegios de agustinos y jesuitas, y los hacían más contestatarios. Pronto se reconocieron diferentes y empezaron a participar en las primeras plataformas unitarias contra la dictadura.

Valencia era entonces una ciudad provinciana y triste, oficialmente orgullosa de «ofrecer nuevas glorias a España» y todo lo contrario a «la tierra de las flores, de la luz y del amor» que machaconamente proclamaba una canción antigua. Pero un rayo de luz empezaba a romper la oscuridad cotidiana, un rayo que no venía del este, sino del norte, de París y de Londres, y que traía nuevas canciones y nuevos horizontes para una generación abatida.

Enseguida se dejaron seducir por el rayo, que iluminó la lucha antifranquista con tonalidades rojas, violetas y verdes, y decidieron dedicar todo su esfuerzo a la defensa de los perseguidos en la dictadura y en la no menos dura transición democrática.

Decidieron esperar a que pasara aquella pesadilla y se asentara la democracia para tener a Julia, y entonces, ya a finales de los setenta, se casaron en el «riu-rau» de Denia en una ceremonia civil con guitarras en lugar de órgano y canciones protesta en lugar de homilía.

Fueron aquellos años dichosos en los que en la calle crecía la esperanza con pequeñas victorias y en casa la felicidad con pequeñas satisfacciones; localizar un libro hasta entonces prohibido, oír en un auditorio público al cantautor que conocieron como clandestino, asistir a las primeras manifestaciones autorizadas...Y sentirse libres en su propio piso, adornarlo con artesanía de mercadillo, ensayar recetas de cocina, probar con las posturas del Kamasutra, y desayunar los domingos con el periódico y un vaso de zumo. Su única pena era que tenían que dejar a Julia con sus abuelos en Denia para atender durante la semana su despacho de abogados en Valencia.

–¿Recuerdas cómo disfrutábamos cuando la recogíamos los fines de semana y nos contaba las leyendas que le había narrado mi padre sobre doncellas raptadas por generosos piratas que acababan desposándolas y renunciando al rescate?

–Escribía unos deliciosos cuentos con aquellas historias; todavía guardo su cuaderno. Cuando los leo recupero a aquella Julia.

–Pero luego nos reprochaba no estar más tiempo con ella y dejarla durante toda la semana. Aun tengo grabada en la retina su imagen llorando con rabia cuando la dejábamos el lunes por la mañana con sus abuelos para ir al despacho de Valencia.

–Entonces era una niña y no entendía nuestro compromiso.

–Puede, pero a veces me pregunto si aquello no sería el origen de todo.

Marcos y Marta habían intentado compensar sus ausencias más tarde, cuando pudieron trasladar su despacho a Denia y dedicar más tiempo a su hija, pero para entonces Julia ya no los necesitaba, se había convertido en una mujer con otras devociones. A pesar de ello cuando tuvo que elegir carrera universitaria siguió el consejo de su padre.

–Para interpretar el mundo hay que saber de economía, y viceversa. Esa es el principal legado de Marx, no lo que algunos llaman marxismo –le había dicho.

Pero él estaba pensando en la Facultad de Económicas de los años sesenta, cuando casi todos los profesores eran marxianos. A finales de los ochenta Marx ya no estaba bien visto, y hasta el pobre socialdemócrata de Keynes había sido desplazado por Milton Friedman y su escuela de Chicago. Se había puesto de moda el monetarismo salvaje avalado por Ronald Reagan y Márgaret Tatcher, y Julia absorbió esa doctrina primero en la nueva Facultad de Económicas y más tarde en la London School of Económics.

Sólo había un valor supremo, el dinero; sólo tenía un sentido la existencia, el enriquecimiento rápido y fácil. Esos eran los axiomas que Julia había asumido cuando finalizó los estudios y buscó su primer empleo, y no tardó en encontrarlo en una empresa que se regía por los mismos principios.

Sus padres asistieron desolados a esa metamorfosis, pero nunca quisieron discutir con ella. Pensaban que ya era una mujer madura, que tenían que respetar sus elecciones aunque no las compartieran, pero eso no impedía que cuando estaban solos añoraran a la otra Julia.

–Algo nos hemos perdido en su trayectoria. ¿Cuándo dejó de soñar ?¿Cuándo priorizó lo suyo sobre lo de otros?¿Cuándo eligió por primera vez lo ostentoso frente a lo sencillo? –se preguntaban mientras volvían a puerto.