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Carlos Manuel Rodríguez Arechavaleta (Cuba, 1968) tiene maestría y doctorado en investigación en ciencias sociales, especialidad en Ciencia Política por la Facultad de Ciencias Sociales, Flacso sede México. Es profesor-investigador de la Universidad Iberoamericana, Ciudad de México. Ha sido profesor invitado en diversas universidades en Cuba, México, El Salvador, España, Portugal y Argentina, e investigador invitado en Georgetown y UCSD. Sus investigaciones versan sobre la historia de las instituciones políticas en la Cuba Republicana, los escenarios de la transición actual y la comunicación política en los procesos de democratización, temas sobre los que ha publicado diversos capítulos y artículos. Participa activamente en congresos, simposios y conferencias de asociaciones iberoamericanas sobre ciencia política.

SECCIÓN DE OBRAS DE POLÍTICA Y DERECHO


LA DEMOCRACIA REPUBLICANA EN CUBA
1940-1952

CARLOS MANUEL RODRÍGUEZ ARECHAVALETA

La democracia
republicana en Cuba
1940-1952

ACTORES, REGLAS Y ESTRATEGIAS ELECTORALES

Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 2017
Primera edición electrónica, 2018

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ANEXOS

ÍNDICE

  1. Prólogo, Josep M. Colomer
  2. La democracia olvidada, Rafael Rojas
  3. I. Introducción
  4. II. Los orígenes
    1. El gobierno de los Cien Días de Grau San Martín y el nuevo ejército de Batista en 1933 (la tensión cívico-militar)
    2. Del Estado autoritario (1934-1936) al reformismo corporativista (1937-1939)
    3. El Partido Revolucionario Cubano (Auténtico) y la oposición
  5. III. Los actores
    1. El criterio numérico
    2. La dimensión ideológica y temática
  6. IV. Las reglas electorales
    1. Elecciones legislativas
    2. Elecciones presidenciales
    3. Los resultados
  7. V. Las estrategias
    1. 1940. La Coalición Socialista Democrática y la política de “pactos”
    2. 1944. La Alianza Auténtico-Republicana
    3. 1948. La ruptura de las alianzas y el surgimiento del ppc (Ortodoxo)
    4. 1952. La exitosa coordinación electoral auténtica ante la amenaza ortodoxa
  8. VI. Conclusiones
  9. Anexos
  10. Abreviaturas de coaliciones y partidos políticos
  11. Índice de cuadros y gráficas
  12. Bibliografía

Las coaliciones han sido siempre las fórmulas políticas en Cuba.

MÁRQUEZ-STERLING, Bohemia, 1947

… pero la verdad es una: gana Chibás o pierde Chibás.

FRANCISCO MASIQUES, Bohemia, 1950

Esta hora no es su oportunidad, general. No se empeñe en torcer el rumbo del Destino.

JOSÉ N. MILANÉS TAMAYO, El Mundo, 1952

Ironically, it was Batista himself who forestalled these hopes with his coup of March, 1952. But the greatest irony of it all was that one of the reason that precipitated the coup was the fact that Batista was ostracized and denied any possibility of winning —deriving some sort of payoff from his participation in the formation of national coalition— or even avoiding a complete defeat in the election. Because Batista’s gains and losses had been fixed by the coalition from which he was excluded, he decided to make a risky move, and he stopped the process altogether.

E. BALOYRA, 1971

A la memoria de
José Manuel Arechavaleta Luna
(1947-2002)

PRÓLOGO

Hubo democracia en Cuba. Desde que la isla dejó de ser una colonia española en 1898, los cubanos vivieron bajo una variante de protectorado de los Estados Unidos (1901-1933); después, bajo una variante de protectorado de la Unión Soviética (1959-1991), bajo dictaduras militares (1934-1940 y 1952-1958) y una larga dictadura comunista (desde 1959 hasta el día de hoy). En total, más de 100 años sin libertades políticas. Sin embargo, en un interludio en medio de ese largo periodo, durante 12 años hubo democracia en Cuba.

La República cubana, que Carlos Manuel Rodríguez Arechavaleta estudia de un modo innovador en este libro, amparó un alto grado de libertad política y civil, y llevó a cabo seis elecciones congresuales y tres elecciones presidenciales competitivas en los términos previstos. En 1940, cuando se estableció la república democrática en Cuba, había muy poca democracia en el mundo, y en América Latina sólo existía en Costa Rica. Durante los 20 años siguientes, sólo en Brasil hubo un periodo democrático algo más largo que el de Cuba, mientras que Argentina, Colombia y Costa Rica sufrían interrupciones violentas o autoritarias de sus experiencias de democracia electoral, y en los demás países de la región se sucedían las dictaduras.

Como se explica con detalle en este libro, la Constitución democrática cubana de 1940 proveía incentivos contradictorios. Por un lado, la elección presidencial mediante un colegio electoral con la regla de la mayoría relativa o pluralidad, es decir, sin requerir que el ganador hubiera obtenido más de la mitad de los votos, tendió a generar polarización política entre dos candidatos. Así ocurría también en casi todos los demás países de la América Latina de la época (otra vez con la excepción de Costa Rica, que había introducido una regla de 40% con segunda vuelta). Estábamos lejos aún de la adopción de reglas electorales de mayoría con segunda vuelta para ampliar los apoyos del presidente ganador y evitar la victoria de candidatos minoritarios extremos con gran rechazo popular, reglas que sólo se generalizaron a partir del decenio de 1980. Por otro lado, un sistema electoral de representación proporcional para el Congreso facilitaba el multipartidismo y los pactos y coaliciones entre partidos para construir amplias bases de apoyo a la legislación y la gestión gubernamental. Por un lado, polarización; por el otro, coaliciones y consenso.

Durante varios años hubo una competencia centrípeta alrededor del Partido Revolucionario Cubano (Auténtico) (PRC-A), el cual se autoproclamaba continuador del espíritu nacionalista del líder de la independencia, José Martí. El PRC-A era un partido de centro populista, capaz de atraer variados apoyos sociales de un modo comparable a las experiencias del Partido Revolucionario Institucional en México, el Partido Aprista Peruano, el Movimiento Nacional Revolucionario en Bolivia y el Partido de Liberación Nacional en Costa Rica. En Cuba, los “auténticos” como se les llamaba, construyeron varias coaliciones partidistas, hacia el centro izquierda primero y hacia el centro derecha después, y eligieron dos presidentes: Ramón Grau San Martín en 1944 y Carlos Prío Socarrás en 1948.

Como muestra este libro, había en Cuba unos niveles de polarización y conflicto relativamente bajos en los temas socioeconómicos que suelen conformar la dimensión político-ideológica del espectro izquierda-derecha, la cual suele ser la que obtiene mayor relieve en la gran mayoría de las democracias. El partido comunista, llamado Partido Socialista Popular desde 1943, había formado parte de un amplio “frente popular” durante la segunda Guerra Mundial; tras el inicio de la Guerra Fría entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, adoptó una posición más extrema, pero, en vísperas de las elecciones previstas para 1952, los sondeos le daban un apoyo minoritario de alrededor de 15% de los votantes solamente.

Fueron ciertas estrategias políticas discordantes las que generaron mayores niveles de conflicto e inestabilidad. A falta de polarización socioeconómica, algunos políticos que tenían la ambición de quebrar el consenso populista y atraer apoyos a sus candidaturas quisieron dar relieve a otros temas en el debate público y las campañas electorales. Particularmente incisivas fueron las campañas contra la corrupción de los gobernantes auténticos, que se convirtieron en el motor de una candidatura antiestablishment organizada por el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo), dirigido por Eduardo Chibás. Asimismo, la confrontación civilismo-militarismo, que había dominado la escena en el proceso de derrocamiento y sustitución de la dictadura anterior, perduró durante bastante tiempo. En 1952, el ex sargento, ex coronel y ex jefe del ejército Fulgencio Batista, que había sido el primer presidente electo en 1940, la utilizó en su provecho cuando se sintió excluido del sistema de partidos y se vio incapaz de formar una nueva candidatura presidencial con posibilidades de éxito.

La quiebra de la democracia cubana no fue, pues, consecuencia de un conflicto de clases por temas socioeconómicos ni del conflicto internacional entre los Estados Unidos y la URSS. Fue sobre todo el resultado de la acción centrífuga de algunos líderes políticos —Chibás por un lado, Batista por el otro— que desestabilizaron el equilibrio populista y abrieron una oportunidad para diversos movimientos aventureros golpistas y revolucionarios. Este libro sitúa las estrategias desestabilizadoras en un marco institucional mediocre, que podría haberse afianzado pero que carecía de suficientes mecanismos para reforzar el consenso político y la efectividad gubernamental.

Rodríguez Arechavaleta demuestra en este libro que la ciencia política cuenta con conceptos, técnicas y modelos de análisis que pueden iluminar no solamente experiencias recientes y coetáneas de los autores, sino también periodos históricos lejanos. En primer lugar, esta obra se ha beneficiado de conocimientos politológicos sobre los orígenes y las consecuencias de los sistemas electorales. Asimismo, ha desarrollado un metódico análisis de los programas y los textos de los partidos políticos para situarlos en diferentes dimensiones político-ideológicas y mostrar el relieve que se daba a distintos temas políticos en diferentes momentos. Como el lector verá con gran claridad, a partir de un cierto momento la rivalidad electoral en la república democrática cubana sustituyó la competencia entre posiciones políticas más o menos centradas, o más o menos extremas, en temas básicos de políticas públicas por la confección de una agenda de temas ajenos a las pautas habituales de la legislación y la gobernación, como el militarismo y la corrupción. A diferencia de los socioeconómicos, esos temas no favorecían el consenso ni una ordenada alternancia de amplias coaliciones en el gobierno, sino que generaban dinámicas antisistema. El autor se refiere también a los riesgos de los sistemas políticos presidencialistas y muestra que en Cuba se introdujeron de un modo precoz algunos mecanismos institucionales que favorecían la interacción cooperativa entre la Presidencia y el Congreso y el control del gabinete por los congresistas. Sin embargo, la competencia por conseguir un ganador absoluto y muchos perdedores absolutos, junto con la consiguiente polarización, típica de las elecciones presidenciales, acabó predominando.

En las permanentes cábalas sobre el presente y el futuro posibles de Cuba en las que tantos cubanos se han embebido durante los últimos decenios, tanto en la isla como en el exilio y la emigración, siempre se ha echado en falta un conocimiento riguroso de la experiencia democrática de mediados del siglo XX, más allá de los mitos y la demagogia propalados por el régimen castrista. Esta obra de Rodríguez Arechavaleta contribuye a cubrir un enorme vacío, y sin duda será una referencia para futuros estudios sobre el periodo. El análisis de las instituciones electorales, parlamentarias y gubernamentales de la República de 1940 puede ayudar a un reexamen crítico de los regímenes actualmente existentes y al diseño de democracias más elásticas y resistentes, tanto en Cuba como en otros países. El estudio de las estrategias políticas es también muy aleccionador, pero en otro sentido, porque señala la importancia y, al mismo tiempo, la gran dificultad de construir buenos liderazgos para dar estabilidad y eficiencia a un régimen político en libertad.

JOSEP M. COLOMER
Universidad de Georgetown, Washington, D. C.

LA DEMOCRACIA OLVIDADA

El autor de este libro forma parte de una nueva generación de historiadores cubanos que, dentro y fuera de la isla, está renovando la visión del pasado de ese país caribeño. Como toda revolución, la cubana de 1959 envolvió el antiguo régimen dentro de un estereotipo negativo. El periodo de medio siglo que va de la intervención de los Estados Unidos en la última guerra de independencia de la isla, en 1898, a la dictadura de Fulgencio Batista, entre 1952 y 1958, quedó encapsulado en la historia oficial como un tramo colonial y decadente, del que era imposible entresacar lecciones positivas para el proceso de reconstrucción nacional.

Carlos Manuel Rodríguez Arechavaleta cuenta una historia distinta. Entre 1940 y 1952 se produjo en Cuba un experimento democrático profundo, muy mal conocido y estudiado. Anclado en la revolución nacionalista de principios de la década de 1930, un nuevo campo político, irreductiblemente plural, surgió en Cuba y presionó en favor de un rediseño institucional. En junio de 1940, la Convención Constituyente, integrada por 81 delegados provenientes de los partidos formados durante la Revolución de 1933, como el Partido Revolucionario Cubano y el ABC, y de instituciones previas, como el Partido Liberal, el Comunista y el Democrático Republicano, promulgó un nuevo texto constitucional.

La Constitución de 1940 pronto se convirtió en un documento modélico del constitucionalismo social latinoamericano. Con influencias visibles de las constituciones mexicana de 1917, de la República de Weimar y de la Segunda República española de 1931, aquella carta magna introdujo elementos semiparlamentarios que limitaron el tradicional presidencialismo latinoamericano y ampliaron considerablemente el espectro de derechos sociales, especialmente en las esferas de la cultura, la educación, la familia, la vivienda, el trabajo y la propiedad agraria.

Desde su primer artículo, la Constitución de 1940 afirmaba esa vocación republicana al definir a Cuba como “un Estado independiente y soberano, organizado como República unitaria y democrática, para el disfrute de la libertad política, la justicia social, el bienestar individual y colectivo y la solidaridad humana”.1 En el artículo 88, por otra parte, el texto constitucional establecía la propiedad estatal sobre el subsuelo y la minería, en la tradición del artículo 27 de la Constitución mexicana y del populismo de izquierda en Brasil y Argentina.2 En el artículo 90, la nueva carta magna “proscribió el latifundio” y anunció una limitación gradual del máximo de extensión de tierra, destinada a la eliminación de la gran propiedad.3

Puesto que la legislación complementaria del nuevo marco constitucional, sobre todo en sus aspectos más progresistas, avanzó muy lentamente, la historiografía oficial de la Revolución de 1959 ha insistido siempre en el efecto limitado de aquel cambio constitucional. Sin embargo, así como es indudable que los avances en los derechos sociales fueron acotados, en la esfera propiamente política el cambio fue mayor. Un nuevo sistema de partidos se formó a partir de 1940 y una nueva dinámica en la división de poderes vino a democratizar el proceso de representación política por medio de contrapesos legislativos y judiciales al poder presidencial y al gabinete ministerial.

El estudio de Rodríguez Arechavaleta da una importancia singular al Código Electoral de 1943. Si las primeras elecciones del nuevo orden constitucional, las de 1940, que favorecieron a Fulgencio Batista, se produjeron de manera indirecta a través de colegios de compromisarios provinciales, las de 1944, en las que resultarían ganadores Ramón Grau San Martín y el Partido Revolucionario Cubano (Auténtico), ya fueron directas para los cargos de presidente y vicepresidente. La reforma electoral de 1943 impulsó la construcción de una hegemonía parlamentaria y ejecutiva por parte del autenticismo, que, sin embargo, no impidió el surgimiento de una fuerte oposición, tanto “ortodoxa” —del Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo)— como batistiana.

Si en las elecciones presidenciales aquella hegemonía se reducía, en las legislativas crecía moderadamente. En 1944, Grau San Martín ganó con 55% del sufragio, mientras su sucesor, Carlos Prío Socarrás, logró 46% en las elecciones de 1948. En cambio, en la Cámara de Representantes los auténticos pasaron de 23% de los escaños en 1944 a más de 40% después de 1948. El nuevo código electoral alentaba, por tanto, una hegemonía relativa que podía ser desafiada por una corriente opositora popular en un contexto de alta competitividad electoral como el que se vivió entre 1948 y 1952.

Rodríguez Arechavaleta hace un verdadero aporte al reconstruir, al margen de cualquier simpatía o prejuicio ideológico, las motivaciones de Batista al reinsertarse en el juego político por medio del Partido de Acción Unitaria (PAU). Entre 1950 y 1952, el general desarrolló una actividad política vertiginosa por medio de su senaduría, del liderazgo del PAU y de algunos intentos de alianza con el alcalde de La Habana, Nicolás Castellanos, y el Partido Nacional Cubano (PNC). En alguna encuesta publicada por la revista Bohemia entre 1950 y 1951, antes del suicidio de Eduardo Chibás en el verano de ese último año, Batista llegó a colocarse en la segunda posición en las preferencias del electorado.4

La muerte de Chibás alteró bruscamente el mapa electoral de la isla. Batista no era visto ya como opción contra la “amenaza” populista, y el nuevo candidato de la Ortodoxia, Roberto Agramonte, carecía de popularidad. En contra de lo que esperaban el general y sus partidarios, la ausencia del principal líder del populismo cubano no favoreció a Batista, y las preferencias electorales comenzaron a desplazarse en favor de Carlos Hevia, el candidato oficial de los “auténticos”. La racionalidad del golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 contra la saliente administración de Carlos Prío Socarrás es narrada en este libro a partir de las opciones que fríamente manejó la derecha cubana entre los últimos meses de 1951 y los primeros de 1952.

Esta investigación de Rodríguez Arechavaleta ilustra a la perfección los dilemas del autoritarismo latinoamericano en la naciente Guerra Fría. Como otros líderes de la derecha regional, Fulgencio Batista intentó llegar al poder respetando las reglas del juego establecidas por la Constitución de 1940 y el Código Electoral de 1943. En la primera fase de su campaña política creyó avanzar lo suficiente como para alcanzar el triunfo por la vía democrática. Pero en vísperas de la contienda se convenció de que una victoria electoral era imposible.

La encrucijada entre triunfo electoral y golpe de Estado se reprodujo en otros países latinoamericanos, donde la derecha anticomunista y antipopulista de la Guerra Fría se propuso alcanzar y controlar el poder. En 1948, en Venezuela, se había producido un golpe militar contra el recién electo gobierno de Rómulo Gallegos; en 1954 tendría lugar la invasión contra el presidente Jacobo Árbenz en Guatemala, encabezada por el coronel Carlos Castillo Armas con apoyo de la CIA; en 1955 una revuelta castrense derrocaría a Juan Domingo Perón en Argentina. En los tres casos, como en la Cuba de Batista, los regímenes de facto derogaron las constituciones previas y rehicieron el sistema político para perpetuarse en el poder e impedir la reconstrucción de las hegemonías de izquierda.

A todas las virtudes analíticas y narrativas del estudio de Rodríguez Arechavaleta habría que agregar una más, metodológica. Ésta es una investigación que ofrece una singular combinación entre historia y teoría política, entre la recuperación precisa de un mapa de actores e instituciones de la esfera pública y la aplicación cuidadosa del aparato conceptual contemporáneo de las ciencias sociales. Sus enseñanzas son dobles: ayudan a comprender el pasado del autoritarismo latinoamericano y caribeño, y a interrogar el presente de las democracias incompletas de la región.

RAFAEL ROJAS
División de Historia, CIDE

I. INTRODUCCIÓN

Cuando el 20 de marzo del 2016, en una tarde lluviosa, aterrizó el avión en el que viajaba el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, en La Habana, el mundo aclamó asombrado: “Cuba, el último enclave de la Guerra Fría, ha comenzado a cambiar”. La visita, ciertamente histórica, abrió una etapa inédita en las relaciones de ambos países, y simbólicamente cerró un ciclo de negociaciones que comenzó sorpresivamente el 17 de diciembre de 2014 con las conferencias de prensa simultáneas de ambos mandatarios. Al margen de la complejidad del proceso de restablecimiento de relaciones, la imagen de Obama y Raúl Castro compartiendo un partido de beisbol revalorizó la confrontación característica de casi seis décadas entre ambas naciones e introdujo una dinámica inédita en un país de rígidas estructuras. Pero ¿por qué evocar tan significativo encuentro al presentar este libro sobre La democracia republicana en Cuba 1940-1952? En un escenario óptimo, la visita de Obama ha desafiado las lógicas del poder en Cuba, en su propio contexto institucional y cultural, al interactuar de forma directa con un pueblo acostumbrado a las rutinas, a las notas digeridas, a los programas editados, a los extensos y emocionales discursos. Pero algo más: Obama, con su dinámica capacidad comunicativa, ha puesto en jaque la rigidez expresiva del actual liderazgo cubano y sabiamente le ha recordado no temer el futuro. Precisamente, pensar en el futuro del país presupone no olvidar el pasado, conocer la verdadera historia que fuimos, lo que fuimos capaces de construir y destruir nosotros mismos, historia que ha sido caricaturizada, simplificada y estereotipada a partir de una visión creada desde la ideología oficial, una historia que responde a un sentido teleológico cuyo desenlace natural fue el triunfo revolucionario de 1959.

Visualizamos entonces sucesos y personajes, héroes y villanos, embajadores injerencistas, corruptos políticos, líderes y partidos burgueses que reflejan “la crisis del sistema de dominación neocolonial imperialista en Cuba” (López Civeira, 1990: 5).1 ¡Todo en blanco y negro! Diseños institucionales y estratégicas iniciativas políticas predeterminadas por un contexto de constricciones externas, injerencistas, manipulativas.2 Así, la importante Constitución de 1940 se nos presenta como un “nuevo equilibrio constitucional burgués” cuyo fin es maximizar la explotación clasista en Cuba. Esta visión simplificada de la historia republicana da la razón a Luis A. Pérez Jr. cuando señala que el periodo de 1940 a 1952 constituye una “laguna de serias proporciones” por la comparativamente escasa investigación realizada (1988: 435).

Es importante destacar que las nuevas condiciones de adversidad de los años noventa activaron una nueva “oleada” de estudios sobre la Cuba republicana. En la isla, la revista Temas dedicó su número 24-25, de enero-junio de 2001, al estudio del periodo y a algunos de sus actores,3 y dos libros de investigadores cubanos fueron publicados en los Estados Unidos, Insurrection and Revolution: Armed Struggle in Cuba 1952-1959, de Gladis Marel García Pérez (1998), y Prologue to Revolution: Cuba 1898-1958, de Jorge Ibarra (1998). Dos estudiosos norteamericanos publicaron sugerentes libros sobre el partido político nacional-reformista más importante de la etapa, el Partido Revolucionario Cubano (Auténtico) (Ameringer, 2000), y la dinámica Estado y Revolución (Whitney, 2001). Mención aparte merecen los clásicos de Marifeli Pérez-Stable, The Cuban Revolution: Origins, Course and Legacy (1999), y Orden and Revolution (1978), del profesor Jorge Domínguez. Otros materiales presentan valiosa información enciclopédica —incluso anecdótica— sobre el periodo (Báez, 1975; Costa, 1998; Portell Vila, 1986; Duarte Oropeza, 1975; Márquez Sterling, 1985; Riera Hernández, 1955, 1974; Thomas, 1974).

A pesar de no ser su objeto central, todos estos materiales aportan elementos para entender el contexto y la dinámica política de los años cuarenta en Cuba; algunos prestan mayor atención a la crisis del Estado y al proceso revolucionario que produjo la caída del gobierno de Gerardo Machado en 1933, como antecedente importante de la Constitución de 1940 (Tabares, 1973); otros hacen resaltar la dinámica institucional (Stokes, 1949 y 1959) e incluso partidista (Ameringer, 2000; Domínguez, 1978), y alguno nos recuerda la inclusiva dinámica deliberativa del proceso constituyente de 1940 (Carbonell, 2001). Sin embargo, al tratar de explicar el porqué del fracaso de la democracia en 1952 por un golpe de Estado, fue muy sugerente una de las conclusiones propuestas por Solaun (1969): “El papel de Chibás, el ‘radical primitivo’ más exitoso de la historia política cubana, y del propio Batista no deberían subestimarse”. Continuando esta novedosa ruta de los factores de personalidad, descubro a otro autor, Enrique Baloyra (1971), para quien el resultado (la ruptura democrática) se deriva del Código Electoral de 1943, al negar los actores en la competencia electoral de 1952 a Fulgencio Batista la posibilidad de inclusión en una coalición ganadora.

La sugerente relación actores-reglas para explicar la estabilidad democrática ganó consistencia con la lógica deductiva de varios autores. Es el caso de la tesis de J. Linz (1987) sobre cómo las características estructurales de las sociedades —los conflictos reales y latentes— ofrecen oportunidades y obstáculos para los actores sociales y políticos, tanto hombres como instituciones, y pueden llevar a uno u otro resultado político, pues los actores se enfrentan con varias opciones que pueden aumentar o disminuir las probabilidades de persistencia y estabilidad de un régimen. Un agravio, una amenaza o una exclusión puede ser incentivo para un cambio en las preferencias de un actor estratégico, socavando los fundamentos de su lealtad a las reglas. Este conjunto de comportamientos constituye la verdadera dinámica del proceso político, y nos puede explicar no sólo el porqué de la ruptura del régimen, sino también el cómo.

Ha sido importante, además, la revisión de la literatura neoinstitucional sobre el desempeño de los diseños institucionales, específicamente el debate sobre los efectos del sistema electoral en la dinámica de competencia partidista (Duverger, 1992, 1986 y 1957; Sartori, 2000; Mainwaring, 1995; Colomer y Negreto, 2002; Colomer, 2001). Los sistemas presidenciales con reglas electorales mixtas (mayoría simple y representación proporcional), en ciclos electivos concurrentes o de medio término, tienden a producir bajos niveles de multipartidismo por el efecto de arrastre de la candidatura presidencial sobre los candidatos al Legislativo, concentrando la competencia en los dos partidos con mayor capacidad de construir grandes coaliciones preelectorales, si no existe polarización del sistema de partidos, es decir, si los actores son relativamente moderados (Jones, 1995; Shugart y Carey, 1992). El multipartidismo provocado por las reglas proporcionales para el Legislativo estimulará el potencial de coalición de los partidos pequeños, pues aun una modesta cuota de escaños puede permitirles inducir al presidente a negociar su apoyo en el Congreso (Shugart y Carey, 1992).

En contextos de reglas mayoritarias con actores autointeresados (orientados al resultado electoral inmediato), con aversión al riesgo y relativamente moderados, se producen incentivos para dos tipos de comportamiento estratégico de los actores: i) la votación estratégica de los electores que aspiran a no desgastar su voto, y ii) la retirada de los candidatos débiles que aspiran a no gastar esfuerzos y recursos. Así, la votación estratégica generalmente transfiere los votos de los candidatos objetivamente más débiles a los objetivamente más fuertes, con la necesaria repercusión sobre el número efectivo de partidos (Cox, 1997). El efecto de las reglas mayoritarias de producir un ganador absoluto es un incentivo importante para activar iniciativas y recursos de los actores en sus estrategias de coordinación electoral; en otras palabras, construir una alianza electoral que convierta una candidatura presidencial en ganadora absoluta constituye un reto a la estabilidad de las democracias presidenciales. Pero el potencial de coalición de los actores no sólo depende de las reglas, sino también de las estrategias manipulativas de los líderes partidistas al introducir ventajosamente dimensiones de tensión conflictivas en el área de la competencia interpartidista, produciendo polarización, exclusión e inestabilidad.

Como reconoce Stokes (1963), la presencia de dimensiones importantes de conflicto político puede influir en el número de partidos y en la competencia electoral de manera multidimensional, pues la capacidad de un partido para ganar votos depende de su habilidad para interpretar dimensiones que son relevantes para el electorado, o, alternativamente, de su habilidad para hacer relevantes determinadas dimensiones mediante la propaganda partidista. De ahí la importancia de la teoría de la relevancia (saliency theory) (Budge, 1992 y 2001), la cual propone que los partidos pueden destacar ampliamente la misma posición específica de temas, pero jerarquizándolos de manera diferente. Es inusual que un partido tome posiciones políticas específicas en todos los temas; sus programas adoptan una sola posición defendible en cada tema y asignan sus recursos a resaltar las áreas políticas en las que su credibilidad es alta entre el electorado (Riker, 1993).

La (in)estabilidad democrática puede ser explicada, entonces, como resultado no previsto e indeseado de múltiples interacciones a partir de las decisiones estratégicas de actores interesados, inducidas institucionalmente pero derivadas de iniciativas, negociaciones, agravios y expectativas de futuro de estos liderazgos. Así, los resultados colectivos dependen de las instituciones, pero sólo se explican a través de las decisiones estratégicas de los actores (Colomer, 2001).

Derivado de la lógica teórica anterior, el estudio que presento está centrado en la dinámica de la competencia electoral de la democracia constitucional de 1940 a 1952 en Cuba, un periodo muy importante de la historia republicana que, intuyo, ha sido soslayado, tergiversado e idealizado por actores interesados. Parto de la premisa de que el factor diferencial de la democracia es que los representantes se eligen en elecciones (Martínez i Coma, 2008) y, a diferencia de otros estudios centrados en variables estructurales, propongo analizar la dinámica competitiva de los actores, reconociendo el efecto estimulante y constrictivo de las reglas electorales sobre su naturaleza y sus decisiones, sus estrategias de posicionamiento electoral dada su relativa fuerza y su capacidad de introducir nuevas dimensiones temáticas consensuales y transversales o de confrontación.

En otras palabras, mi objetivo es desentrañar la lógica competitiva del sistema de partidos durante ese periodo democrático a partir de evaluar la posición ideológica y temática de las agendas electorales, las estrategias de coordinación electoral desarrolladas por los actores, así como su efecto imprevisible —y tal vez indeseable— durante las elecciones presidenciales de 1940, 1944 y 1948, y en la frustrada elección de 1952.

Aunque no es mi objetivo central, el estudio aporta elementos consistentes para entender la condición necesaria que llevó a un actor estratégico como Fulgencio Batista —ex presidente constitucional de 1940 a 1944, armador del nuevo ejército republicano posterior a 1933, constitucionalista, factor de equilibrio social— a modificar su estructura de preferencias de competir respetando las reglas electorales y a desarrollar una estrategia de oposición desleal y antisistema en 1952. No se soslaya la importancia del contexto político, económico, geopolítico ni cultural de la época, pero el estudio aporta elementos para valorar el significado de factores contingentes provocados por decisiones estratégicas e interacciones, cuyo resultado puede modificar radicalmente la posición relativa de los actores y el equilibrio institucional. La estabilidad democrática será un resultado del equilibrio institucional y los cálculos de costo-beneficio de actores interesados en aceptar o cambiar las reglas del juego.

Finalmente, son necesarios algunos agradecimientos. La Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Sede Académica México, me formó como parte de su tercera generación del doctorado especializado en ciencia política. Allí nació el proyecto, y la institución aportó un financiamiento para una estancia de investigación en la Universidad de Georgetown, en Washington, D. C., que me permitió hurgar en los archivos hemerográficos del Hispanic Room de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos durante tres meses; allí descubrí la riqueza y la complejidad de la Cuba de los años cuarenta y cuán caricaturesca era la imagen de mi generación sobre la República. ¡A la Flacso México le estaré siempre agradecido! Optimizar recursos y tiempo fue una prioridad durante la estancia, y a ello aportó mucho el profesor Eusebio Mujal León. Espero que el libro corresponda a la confianza que depositó en mí.

En la Universidad de Miami conocí a Esperanza B. de Varona y Lesbia Orta de Varona, archivistas de la Cuban Heritage Collection. Ambas, entre café cubano y tertulias cargadas de evocaciones, me permitieron entrar en los archivos cubanos y me presentaron a personas valiosas en esa comunidad. A través de ellas llegué a dos fuentes de invaluable valor, protagonistas ambas de aquellos acontecimientos: los nonagenarios Santiago Rey Pernas, senador republicano muy cercano a Mario García Menocal y ministro de Gobernación de F. Batista, y el ortodoxo Millo Ochoa. Platicar con ellos y constatar sus emociones al recordar aquella república de la que fueron parte provocaron una motivación indescriptible que se convirtió en voluntad para la escritura de esta obra. Ambos ya han fallecido, en 2003 y 2007, respectivamente. Espero que el libro contribuya a recordarlos. La estancia en esa ciudad de la Florida hubiese sido imposible sin la hospitalidad de un amigo de la infancia, Jorge Cáceres.

Al principio, Javier Duque Daza, politólogo colombiano y compañero de la generación doctoral, escuchó mi propuesta y me introdujo en la literatura de partidos políticos, y una primera versión recibió sugerentes observaciones críticas de Andreas Schedler. El historiador cubano Rafael Rojas, con sucesivas referencias a la versión inicial de este trabajo, me ha recordado su valor y por qué debe publicarse, lo cual ha sido un estímulo para convertir la investigación del doctorado en el actual libro.

Por último, y no menos importante, debo reconocer que la idea original de investigar este tema, en el ya lejano año 2000, corresponde al profesor Josep M. Colomer, quien no sólo me lo sugirió: me hizo ver, además, la importancia de conectar la historia institucional de la República con la literatura neoinstitucional de la ciencia política reciente. Sin su apoyo, orientaciones y confianza no hubiese existido este proyecto. Espero que el resultado no lo decepcione.

Está de más decir que el libro que presento es fruto de mi esfuerzo y escritura; sólo yo debo ser responsable de las posibles omisiones.

Ciudad de México, agosto de 2016