Para Manuel Sáenz de Heredia

 

 

 

 

  1. Una modalidad de lo feo
  2. Teología, ecología, propaganda

 

Primera parte

Lo divino y lo humano

  1. La base del realismo
  2. La niebla del miedo
  3. Leyendas de guerreros impecables
  4. Del sentimiento al mandamiento

 

Segunda parte

Atormentar al prójimo

  1. Principios del control
  2. Ritos del control
  3. Colaboradores del control
  4. Valores supremos del control
  5. En despedida

 

Apéndices

  1. Una modalidad de lo feo
  2. Teología, ecología, propaganda

 

 

 

 

 

La parte inicial de este libro versa sobre algo que sólo podría resumir como lo divino y lo humano, pues trata de pensar el vínculo entre ambas cosas. La segunda se centra en rasgos del Estado contemporáneo. Los dos primeros capítulos deben entenderse como prólogo e introducción, ya que perfilan punto de vista y asuntos respectivamente. Al final, a título de apéndices, figuran dos textos que originalmente estaban en la primera sección, pero que tienen más densidad conceptual y parecen recomendables para filósofos en sentido estricto.

Así expuesto, el propósito presagia una seriedad de tratamiento que —por desdicha— no encuentro al releerlo. Como tampoco encuentro incoherencias muy ostensibles, lo entrego al destino genérico dé las reflexiones escritas, que se asemeja al de las botellas lanzadas al mar con una leyenda. Alguien podría hallarla sobre alguna orilla, y al retirar el corcho caer en la cuenta de que la leyenda es otra vez un mapa, con indicaciones sobre paisajes desdibujados a fuerza de cotidianeidad o extrañeza.

Tras décadas de cultivar el enfoque sistemático para los temas, parto aquí de un principio que está más cerca del simple muestreo. Las experiencias son incomparablemente más valiosas que las advertencias, y aunque se ordenen por capítulos cada una es forma o totalidad en sí misma, entendiendo por ello algo que desborda la suma de sus partes.

A grandes rasgos, añadiría que estas páginas intentan reflexionar sobre la banalidad, una cuestión poco banal si decidimos mirarla de frente. En el fragor del mundo mecánico se manifiesta también lo que reposa cambiando.

 

 

I. Una modalidad de lo feo

Nos gusta ser malvados, pero en modo alguno ridículos.

Molière

 

Por comedia entienden muchos diccionarios —el de la Academia Española, entre otros— «un poema dramático de enredo y desenlace festivo o placentero». Aristóteles, que analizó ese género literario cuando estaba aún naciendo, llegó incomparablemente más al fondo. A diferencia de la epopeya y la tragedia, dijo, era un tipo de obra ligada a algún momento aislado de la vida, donde los personajes ni morían ni se hacían inmortales; a diferencia de aquéllas, cuyo origen eran himnos (a dioses) y encomios (a hombres merecedores de estima), el nacimiento de ésta estuvo en burlas y sarcasmos, inventados para imitar actos carentes de belleza. Reuniendo los distintos hilos, el Estagirita compuso una definición de la comedia que reza así:

«Es una imitación de gente ruin, pero no centrada en lo malo sino en lo ridículo, que constituye una modalidad de lo feo. Pues lo ridículo es un error o deformidad que no produce dolor o daño a otros. De ahí que la máscara cómica sea fea, aunque sin expresión de dolor.»1

En otra obra compuesta por un discípulo —el llamado Tractatus coislinianus—, la definición aristotélica se completa con una descripción de personajes posibles, pertenecientes a cuatro tipos: sujetos que se desprecian a sí mismos, impostores y bufones; el héroe o cuarto figurante es siempre un tramposo, a veces simpático, que destaca en el arte de explotar las debilidades ajenas. Dos milenios más tarde, a principios del siglo XVII, Ben Jonson sintetizaba aún más esa comparsa, indicando que se reducía a manipuladores y víctimas. El rasgo común de los manipuladores era ser totalmente despiadados, y el de las víctimas hallarse siempre ávidas de victimación.

La llamada comedia antigua —que culmina en Aristófanes— apenas desarrollaba trama dramática; una sucesión de episodios breves iba tocando con ferocidad satírica y verbo a veces soez los asuntos considerados intocables sin máxima reverencia. La trama compleja sólo aparece con la llamada comedia nueva de Menandro, cuando una prohibición de las representaciones previas impone moderar tanto lenguaje como intenciones. De hecho, el brazo de la ley acompañó severamente a este género, en distintos países occidentales, hasta hace apenas un par de siglos. Molière, entre otros muchos, quedó excluido de exequias cristianas porque no había renunciado solemnemente a su profesión de cómico. Jonson, Gay, Fielding y un largo etcétera probaron también la tijera del censor.

Desde Menandro en adelante hubo varios esfuerzos por redimir al género de su vocación corrosiva. Ese fue el caso de los «terencios cristianos», escritos por piadosos maestros de escuela a partir del Renacimiento, el de la sentimental comedy inglesa y el de la comédie larmoyante francesa de los siglos XVII y XVIII. En 1773 Oliver Goldsmith constataba la decadencia de la comedia que excitaba risa, y el concomitante ascenso de una comedia edificante o «tragedia bastarda», donde las fealdades humanas se presentaban como cosas finalmente tiernas, debido al buen corazón de los personajes. La sinrazón, decía, acaba así siendo promovida en vez de escarnecida. Lo cierto es que a partir del siglo XIX la vena satírica se refugia en un híbrido como la tragicomedia,2 o en farsas y operetas. El teatro del absurdo fue una tentativa tan intensa como fugaz por revitalizarla en nuestros días.

Sin embargo, la sostenida decadencia del género se explica por una creciente hegemonía de ideales mercantiles, que permanecen intactos ante la tragedia y la épica, pero constituyen —ya desde la Grecia clásica— el blanco favorito de la comedia. Nada es tan recurrente allí como la simultánea pasión burguesa por la seguridad y el lucro, que condena a formas abstractas de razón donde quedan siempre fuera tanto lo elemental como lo sublime. En efecto, sus asuntos no son en realidad cosas de individuos sino de clases, pues el hombre se concibe allí como ser social antes que natural. Aunque los temas «cómicos» son ilimitados en principio, el nervio de esa forma literaria es la sinrazón, entendida como falta de congruencia entre medios y fines. Así, por ejemplo, en Los Adelfos muestra Terencio cómo un padre muy autoritario cría mucho peor a su hijo para hacer frente a las exigencias de la vida que un padre muy liberal; en la Ópera de tres peniques Gay dibuja algunas consecuencias grotescas aparejadas a la sociedad británica de su tiempo.

Con todo, en las manifestaciones más altas del género lo esencial y recurrente son el embaucador y el usurero, pilares últimos para la metafísica del oro. El primero resume el espíritu del disfraz, y su fuerza. El segundo encarna la transformación del medio en fin. Se dirían forma y materia respectivamente para el ulterior juego de despropósitos, con los demás como comparsa de fondo. Los caudales en sí, antes de comprar esto o lo otro, son el contenido de la trama. Vemos por eso al avaro de Molière sintiendo una muy general necesidad de respeto y afecto, junto a una veneración incondicional por el dinero; tanto él como el avaro de Plauto son sobremanera humanos —¿quién obraría de otro modo estando en su piel?—, pero al mismo tiempo algo falla constantemente, y el ansia de guardar conduce a graves pérdidas. De eso se encargan Tartufo o Volpone, los tramposos héroes del invento. Quien ha puesto en sus manos ganzúas para abrir la caja fuerte es el adorador del dinero, ese viejo receloso que se sienta sobre él y sueña con él, convirtiéndolo en trono y musa de toda su existencia. Mirado desde Freud, al ritmo en que la vida escapa de él crece una pasión infantil por controlar los excrementos propios, pues su inconsciente aprendió allí el esquema de las finanzas.

La última comedia del primer comediógrafo —Aristófanes— narra la cura del anciano Pluto, daimon del dinero y dueño del mundo, gracias a un hombre pobre por honrado. Con su destino de dispensar riquezas a quien le acogiera, los males de Pluto (y del mundo) provenían de que era completamente ciego. Si recuperase la vista podría elegir anfitriones virtuosos, y para impedir ese cataclismo hace acto de presencia la Pobreza en forma de una harapienta mujer, que protesta en nombre de las artes y oficios, de la diligencia humana en general. Desoyendo sus consejos, el benefactor de Pluto decide llevarlo al templo de Esculapio, donde le devuelven la vista. De inmediato, su modesta casa resulta bendecida por la opulencia. Sin embargo, ahora no quieren moverse de allí los que quedaron desempleados con la cura de Pluto: delatores, alcahuetas y el mismísimo Hermes, inmortal patrono del comercio, que prefiere emplearse como sirviente a ser una deidad sin ofrendas.

Este mito contrasta con las peripecias del género llamado comedia actualmente, donde el filo satírico ha dado paso a un pasatiempo-masaje que combina lo lacrimoso con lo banal e ideológico. Para Molière era «en esencia cómico todo embuste, disfraz, engaño y disimulo, toda contradicción entre acciones que proceden de una sola fuente».3 Para el comediógrafo contemporáneo —con honrosas excepciones como Lubitsch o Wilder—, cómico es en esencia la payasada, que se adereza óptimamente intercalando propaganda subliminal. Por ejemplo, es cómico que alguien tartamudee o haga muecas, y no lo es que busque éxito a todo precio; nadie sugiere que la pauta del éxito legitima combates entre gladiadores disfrazados de atletas, donde la inmensa mayoría perderá y una minoría vencerá —hasta ser pronto vencida—. Tampoco es cómico que en fastuosos supermercados vendan a título de alimentos cosas cada vez menos discernibles de la simple basura, y que esa tendencia se fortalezca día a día.

La comedia era la conciencia de sí del burgués, y su suplantación por otra cosa sólo puede significar que esa conciencia de sí retrocede. No se trata, pues, de que haya terminado la representación, sino de que hay una pausa en su saberse. Gracias a ello el disfraz, el engaño y el disimulo son decencia y veracidad, tal como los áureos huevos empollados por Shylock y comparsa pierden gradualmente su tufo al saltar de Bolsa en Bolsa. Dicho de otro modo, hoy no encontraremos buenas comedias en teatros, cines o pantallas televisivas, sino en la arena política y económica. Comedia es la vida pública cotidiana, apenas velada por un cinturón protector con tantas secciones como el viejo escudo de Hércules: ganar a toda costa, tener sin dar, usar sin conocer, aplaudir de buena gana cuando así lo mandan, arrastrarse por unas monedas, exhibir gratuitamente anuncios de otros, comprar des-aburrimiento, rendir tributo al Pluto ciego por compasión hacia uno mismo.

La mercantilización de actos y relaciones que antes eran extramercantiles ensancha vigorosamente el mundo cómico. Diversos juegos de pelota, pongamos por caso, dejan de ser juegos y se convierten en guerras sucias —al exacto ritmo en que sus actividades van siendo capitalizadas—, momento en el cual pasan a ser «importantes manifestaciones culturales» para el Estado, que a través de sus mandatarios preconiza competiciones como aprendizaje idóneo del fair play. Lo mismo se observa a propósito de esa vitalidad debilitada que es la vena museística, cuyos filantrópicos afanes van sincronizados con el rapto de las artes plásticas por marchantes-embalsamadores, provocando resultados inequívocos al nivel de su calidad. En cualquier terreno, el principio mercantilizador logra sublimes niveles cómicos al hacer rápidamente inviable todo cuanto pueda imitarse más barato y, por lo mismo, al suscitar una generalizada pérdida de substancia.

Pero la risa ha cambiado aparentemente de fundamento. Sea en el culebrón Los ricos también lloran o en el discurso del primer ministro sobre el estado general de las cosas, la comparsa clásica de personas que se desprecian a sí mismas, impostores y bufones sigue allí —sólo que a otro título—. Los tartufos son ejecutivos sagaces, quizá algo duros con el inmediato prójimo, aunque volcados en crear una riqueza que a la larga recaerá sobre todos. Los avaros ya no son viejos sebosos que adoran lo muerto como si estuviera vivo, sino galanes envidiables por sensibilidad estética, que asumen como mejor pueden el peso de la púrpura. También persiste la división básica entre manipuladores despiadados y víctimas ansiosas de victimación, pero no merecen sátira sino afable comprensión del comediógrafo. Despojado de cualquier ironía, lo feo se ubica ahora en una omnipresente comedia policial, donde los crímenes resultan tan abundantes como arbitrarios.

En esencia, se escenifica un auto de fe: la plutocracia revelada como forma supremamente racional de la aristocracia, el dinero como señor de este mundo y también del otro. Dejando atrás las pompas de órdenes monásticos, feudales y militares, el héroe es un burgués fiado de sí, que desde la perspectiva de su abnegación será detective o médico, y visto en su pura positividad será empresario. No le amenazan ya los peajes del noble, la excomunión clerical, las rebeliones campesinas o proletarias. Reina solo e indiscutido sobre el mundo, con una propaganda que desplaza progresivamente a los ejércitos, pues a la larga resulta más rentable implantar reflejos condicionados que exhibir piezas de artillería. Al fin, lo sacro y eterno es incondicionadamente papel moneda. Se eleva así un medio a fin absoluto, con lo cual los previos fines sólo sobreviven —cuando sobreviven— en forma de sucedáneos.

Y para que lo sacro y eterno siga siendo dinero está el alegre lema de ganar como sea, que desborda su sede económica tradicional hasta derramarse generosamente sobre deportes, ciencias, creación artística y entretenimiento. A juzgar por lo barato de ciertos éxitos, la vida entera del hombre contemporáneo es una carrera triunfal; no tiene, pues, significado el consejo cervantino de considerar la derrota como trofeo de las almas bien nacidas, quedando al margen de lo que escenifican usureros e impostores. Al revés, la cultura popular es una abigarrada variedad de concursos, cuya esencia resulta invariable: a cambio de unos posibles billetes, exhiban en público sus deformidades, apréndanse con jovialidad el papel de los bufones. La eventual ganancia transmutará el ridículo en respetable muestra de integración social.

Pero nada hay más cómico que alguien convencido de salirse con la suya cuando está siendo embaucado. Reírse de él nos ayuda a saber perder, una virtud imprescindible para no perder irremediablemente.4

 

II. Teología, Ecología, Propaganda

Rostros a lo largo del bar

Se cuelgan de su día común:

Las luces nunca deben apagarse,

La música debe sonar siempre,

Todas las convenciones conspiran

Para que esta fortaleza asuma

El mobiliario de un hogar;

No fuera que viésemos dónde estamos,

Perdidos en un bosque encantado,

Niños asustados de la noche

Que nunca fueron felices ni buenos.

W. H. Auden, 1-9-1939

 

En última instancia, lo nuevo de este tiempo con respecto al de las grandes guerras mundiales son dos fenómenos. El primero es una conciencia de la unidad e incluso santidad de la vida inmediata, que se disemina tan veloz como confusamente bajo el rótulo «ecología». El segundo es una no menos veloz masificación e infantilización de la conciencia, que consuma la metafísica del dinero y puede englobarse genéricamente bajo el rótulo «propaganda».

En principio, son fenómenos independientes. La mentalidad ecológica percibe modificaciones en la biosfera, un concepto antes reservado a zoólogos y botánicos que ahora cobra vigencia general: con más o menos timidez, eso trae al recuerdo la estrecha interconexión de todo lo viviente, y al hacerlo populariza un sentimiento de coherencia y estructura orgánica. En su manifestación más común, viene a decir: ni parciales ni sugeridas por la prisa serán aquellas decisiones que afecten a las formas biológicas del planeta.

Necesariamente parciales, y apresuradas por alguna amenaza del lucro cesante, cuando no de bancarrota directa, las decisiones del aparato propagandístico muestran que sus desvelos no son formas biológicas sino financieras del planeta. Como éstas han adoptado pautas depredadoras de crecimiento, aquéllas están abocadas al exterminio o la mutación, planteando una incompatibilidad entre reproducción de riqueza monetaria y reproducción de riqueza viviente. En el dilema resuena la idea del hombre civilizado como organismo «enfermo», pero lo cierto es que carece por completo de precedentes históricos. De ahí que el conflicto entre «ecología» y «propaganda» tenga bastante de improvisación momentánea, y evita trivialidades atender a aquello donde sus perspectivas coinciden en lugar de oponerse.

Mirándolo más de cerca, la mentalidad ecológica y la propagandística tienen en común tomar al hombre como animal determinado, por contraste con una larga tradición que le consideraba hijo de Dios, espíritu, energía laboral, depositario de razón discursiva, etc. La totalidad que se percibe en él no es algo suspendido entre un alma eterna y un cuerpo corruptible, sino cierto viviente, cierto sistema o figura de la vida; como tal figura de la vida, es un todo dentro de otro todo, o quizá mejor un todo dentro de cierta parte, pues nos resistimos a considerar los cuerpos siderales como organismos, y vemos en la vida una isla donde se produce orden (neg-entropía), rodeada por un océano inanimado de materia-vacío donde la tendencia generalizada es producir más desorden.

En segundo lugar, ambas mentalidades coinciden a la hora de basarse en un principio de economía. El punto de vista ecológico deplora ante todo el descuido de los recursos, y el propagandístico se articula en torno a una maximización del beneficio. Tanto en un caso como en el otro, el problema absoluto es conservar —o aumentar— un capital que se da como cosa indiscutible e inviolable. Las acciones son por ello inversiones, cuya sensatez se expresa mediante un cálculo de costes. Ecología y economía tienen la misma raíz —el ecos5 o lugar de residencia—, difiriendo sólo por la actitud hacia ese fundamento, que en un caso aplica el logos, la comprensión, y en el otro el nomos, la norma.

Naturalmente, el desacuerdo surge también —por no decir ante todo— en la propia zona de coincidencia. Aunque el hombre se conciba como ser vivo u organismo determinado, "para un punto de vista es animal de horda que pide y produce calidad fundamentalmente, mientras para el otro es animal de termitero, que pide y produce fundamentalmente cantidad. De ahí que los ideales ecologistas —autosuficiencia hasta el límite de lo posible, cooperación desinteresada para el resto— tengan una contrapartida en ideales inversos —aceptación del especialismo, sometimiento interesado al poder en funciones—, cuya fuerza espontánea es multiplicada por la propaganda. Y el mismo desacuerdo en zona de coincidencias aparece al planificar economías, ya que «despilfarro» y «beneficio» poseen significados inversos según sea la perspectiva adoptada.

El nervio de la oposición podría encontrarse en que los humanos son animales sugestionables para la propaganda, y animales merecedores de otro trato para el ecologismo. Con todo, quizá por primera vez, el sistema que sufraga y potencia la propaganda no ofrece epopeyas y colosales monumentos como glorioso futuro nacional, sino un horizonte momentáneo de seguridad y confort doméstico, alcanzable accediendo a diversos bienes de consumo. Puede sonar a burla esto de la seguridad y el confort, al menos juzgando niveles de lo mismo en otros tiempos, pero el pasado inmediato soportó amenazas de magnitud descomunal, que al enfriarse suavizan ciertas inseguridades e incomodidades. El contenido de las perspectivas no está tanto en los medios usados para provocar convicción —hipnosis versus información veraz, por ejemplo—, como en la convicción misma, que posee notables elementos comunes. Primordialmente, lo común es abogar por una pacífica existencia privada, donde cada uno pueda elegir el grado en que ejercitará el instinto y la premeditación, sin esperanzas puestas en algún más allá, como corresponde a un viviente finito y rodeado por miríadas de seres análogos.

Por último, une a ambas perspectivas otra creencia, que es el carácter antitético de Técnica y Naturaleza. La ecología defiende una técnica al servicio de la naturaleza, de igual manera que la propaganda descubre cada día nuevos modos para vender una naturaleza puesta al servicio de la técnica. Sin embargo, ninguna de las actitudes se eleva aún sobre esa oposición, mostrando que sólo puede existir como desdoblamiento artificioso de una identidad original. Al contrario, el dilema es lo único que tiene cada perspectiva para formarse una impresión dinámica del mundo, y se aferra a él con uñas y dientes, Así pone de relieve las precariedades en el cuadro que pinta, donde el actual conflicto entre reproducción de riqueza monetaria y reproducción de riqueza viviente aparece como alternativa entre espontaneidad y racionalización del trabajo; se le escapa que esa imagen es un retroceso a cuadros del mundo donde no había para nada tal conflicto y, a pesar de todo, era defendido que lo corpóreo y lo incorpóreo se parecían a Caín y Abel respectivamente.

La técnica es un producto natural, si por natural entendemos algo definido en vez de gaseoso romanticismo. La palabra physis —que constituye su raíz etimológica— significa acción autofundada, impulso espontáneo orientado al movimiento. Naturaleza es un individuo que se diversifica en innumerables existencias, todas ellas abiertas a nacer y morir; naturaleza es mundo físico, substancia plural que permanece precisamente cambiando, vida. Resulta tan absurdo excluir de ese campo ontológico a la técnica como ignorar que la operación recurrente de la técnica —usar medios con vistas a la realización de fines— es el fundamento de todo organismo vivo, el abc de la naturaleza. Su pauta es constante y ubicuamente la pauta de la obra de arte. Por consiguiente, cuando alguien invoca una heterogeneidad entre lo natural y lo técnico o bien no sabe lo que dice o bien expresa el credo monoteísta clásico, cuyo primer artículo de fe es la mutua repugnancia de espíritu y materia. Ese dogma está lejos de ser un concepto racional.

Si la técnica ofrece control y al mismo tiempo escapa al control, como manifiestamente acontece hoy, no es porque represente un principio luciferino o «material» que se constituye en parásito insaciable de la pobre vaca y el inocente prado contemplados a una luz garcilasiana, en tanto que principios «naturalmente espirituales». El hecho de que las cosas se planteen así delata hasta qué punto el rótulo ecológico puede derivar en propaganda. Una Naturaleza cálida que va siendo asfixiada por la fría Técnica no es sólo una sandez sensiblera, sino algo que funciona como biombo para tapar el paisaje real. Más veraz sería decir que el culto humano al Progreso (luego Desarrollo) ha acabado degradando mucho las condiciones de vida, y que por eso convendría ser extremadamente circunspecto al participar en sus ceremonias. Mejor aún, podría recordarse que lo contrario de «natural» no es «artificioso», sino «sobrenatural», pues artificioso significa insincero, vano, y permanece dentro de la órbita física, mientras sobrenatural indica ese dominio milagrero y distante que caracteriza a la intervención del Espíritu sobre su inerte Otro. El esquema de naturaleza cálida asfixiada por fría técnica no ha abandonado los primeros versículos del Génesis hebreo, aunque ahora presente al Otro como cromo turístico y al Todopoderoso como maligno Doctor Humano.

La técnica escapa al control de sus inventores cuando éstos —o un sector suyo, hegemónico— quedan rezagados con respecto a sí mismos, y entonces se comporta como un órgano o célula afectado por crecimiento torrencial, que el organismo entero experimenta en forma de tumor canceroso. Lo ecológico —en el sentido de atención a una totalidad espaciotemporal determinada— está en admitir que los hombres son buenos y también malos, y que los problemas actuales de su existencia —tanto singular como colectiva— provienen en gran medida de eso mismo. Para no quedar rezagados con respecto a la inventiva humana, y no sufrir como tumor maligno nuestra propia energía, es preciso tener presente que la técnica constituye el único instrumento revolucionario imparcial, volcado exclusivamente a la perfección de los medios. Pero sólo será efectivamente imparcial cuando la asumamos como «movilización del mundo»,6 que combate la inercia del ayer y toda suerte de ritos adheridos a ella.

Otros momentos de la historia humana no han sufrido la presión de un parejo desafío, y por eso han sabido sin la menor vacilación lo que cualquier campesino tiene presente: el verdadero patrimonio del hombre es la vida, una vida que en modo alguno puede circunscribirse a la existencia humana y a la de sus animales domésticos o explotables. En su prodigiosa diversidad, esa vida es como la cuna y el seno materno para el infante, como las pieles para un esquimal o el oasis para un tuareg, y servirse de ella sin esmero es sencillamente robo. Además de robo es estupidez suicida, pues del mismo modo que nuestro organismo produce anticuerpos para hacer frente a las agresiones bacterianas, la forma global de la vida terrestre produce ya —y producirá más aún— respuestas adecuadas a la agresión de los explotadores descuidados; suponerla pasiva constituye un desatino comparable a negar la generosidad de sus frutos, ignorando lo más elemental en agronomía y patología.

Entre las tragedias que se siguen de la codiciosa comedia puesta en práctica como Desarrollo está el desplazamiento de la riqueza desde el ser al tener.7 La riqueza que se tiene nunca desbordará un marco de herramientas y adornos, que podemos perder o ganar a golpes de pura aleatoriedad, mientras permanecemos asustados, mezquinos y débiles, valga decir rigurosamente pobres. La riqueza como ser es nuestro reino inviolable, del que extraemos arrojo, generosidad y salud por derecho propio. Crear una riqueza no ilusoria constituye el privilegio de los ricos al nivel del ser, que en vez de esforzarse por acumular cosas comprables custodian el don de la vida en su más alta intensidad, donde —silencioso o elocuente— rebosa alegría.

La riqueza del tener, esa mera opulencia, supone siempre alguna escasez ajena y acompaña a los estériles como la sombra a algún cuerpo iluminado. Dentro de sus reducidos confines, la opulencia se basa en mantener precios fijos o incluso decrecientes para materias primas, mientras las manufacturas derivadas de ellas aumentan por cien o por mil durante las últimas décadas; semejante estafa, sostenida por la fuerza del soborno y el chantaje, tiene su correlato en la pretensión de que algunos individuos pueden amasar billones sin perjudicar a otros, e incluso enriqueciéndolos.

Si sólo crecen desiertos y megápolis parejamente inhabitables no es porque la técnica se oponga por definición a la vida, sino porque el sistema en vigor produce gastos mayores que sus ingresos, caos superior a su orden, disfrazada miseria. En otras palabras: porque no funciona, cuando se ha instalado allí precisamente para funcionar, como cosa «eficaz» ya que en modo alguno impecable. Cubierto por mil velos, esto aparece en el hecho de que la vivienda, el pan y el agua son cada vez más caros, aunque haya formidables avances en el abaratamiento de la construcción, el cultivo agrícola y el aprovechamiento hidráulico. Con sobrados motivos, los expertos —gente de esa inmensa burocracia incapaz de crear riqueza real alguna— prevén que esos artículos seguirán subiendo, y aclaran que es demasiado costoso hoy producir techo, pan o agua dignos de ese nombre, por lo cual cabe esperar una crónica escalada de precios para sus respectivos sucedáneos.

El correlato aparece en nosotros mismos, que ya no somos siervos ni señores por sangre, pero vivimos sobre un mecanismo de vales —las tarjetas de crédito— que perpetúan las cartillas de racionamiento acuñadas para tiempos de gran zozobra. Nuestra fuerza de trabajo se hipoteca con el primer empleo, y a partir de entonces existimos a plazos, reembolsando continuamente el principal y los intereses del préstamo; si alguno logra pagar su hipoteca, caso muy improbable, el excedente irá a engrosar primas de seguros. Necesidades y deseos los pagamos religiosamente en especie laboral y, con todo, la maquinaria de cobro se encuentra siempre ante déficits, que enjuga (provisionalmente) instalando nuevos bienes de consumo y nuevos pagos. Pero cualquier crecimiento puramente cuantitativo de la producción conduce a depauperación, nótese o no de forma inmediata.

Local y momentánea, la viabilidad de este sistema puede recibir balones de oxígeno como el cataclismo de los países comunistas, grandes inventos y otros dones de la azarosa naturaleza. Sin embargo, no está a la altura de la vida que usufructúa, y así lo muestra el general avasallamiento inducido por una tecnología cuya función actual es hacer borroso el estado planetario de emergencia creado por ella misma. Como sucedió con tantos imperios conocidos, el mecanismo racionalizador se ha convertido en un pozo sin fondo, que llama comer a devorar con los ojos e imperativo económico a la más despótica arbitrariedad.

Durante milenios, todos los hombres coincidieron en saber que la economía doméstica y la economía política eran esencialmente idénticas, con diferencias circunstanciales basadas en volumen y complejidad. Hoy la perpetuación del «orden» económico depende de que una gran mayoría asuma el destino del empleado, con el compromiso de nunca contraer deudas superiores a su respectivo crédito, mientras una élite asume el destino de empresario o creador de riqueza, que implica tanto la posibilidad como la necesidad de contraer deudas superiores a su respectivo crédito; de este modo, unos huyen hacia atrás para que otros huyan hacia adelante, con un resultado global de invariables números rojos. El dinero se ha independizado de correlatos sustanciales y crece dentro de sí mismo, como autoprecio en continuo aumento. Cabe decir que a pesar de todo hay leyes económicas invariables, y que la frenética emisión de billetes, por ejemplo, conducirá a desastres inflacionarios. Pero eso es demostrablemente falso, cuando menos para las últimas cuatro décadas del mundo: hasta ahora, ciertas monedas —ejemplarmente las de dólar— tienen el destino del empresario, y casi todas las demás el sino del empleado.