A mis abuelas, esas enormes mujeres

 

 

primera parte

El final del hechizo

 

ellos otra vez

—Carmen, ¿dónde está el calzador?

—En la cómoda, Rafa, como siempre.

—Joder, qué manía con cambiar las cosas de sitio.

—Que te digo que está donde siempre.

—Ah, es verdad… perdona. Ya lo veo.

—Venga, date prisa, que no quiero llegar tarde.

Al final del pasillo, un vetusto espejo ovalado enmarca a Carmen hasta los hombros mientras se da los últimos retoques. Qué seda tiene este tocado, ya no hacen prendas así, se nota que es antiguo. Yo creo que esto va a ser demasiado, se van a pensar que hago ostentación. Toca con delicadeza los ribetes para dejarlos bien estirados, saboreando el protocolo de acicalamiento a la antigua, sintiéndose parte de un pasado glorioso que ya solo percibe en ciertas series de televisión (las británicas, que las españolas lo intentan pero nada que ver). Qué buena idea han tenido Lali y Manolo, ir a cenar al Ritz, en plan capricho y en petit comité. Dios mío, qué dispendio. Revisa el estado de su collar de perlas tocándose el afilado cuello con las dos manos. Solo faltan los pendientes y el broche de brillantes. Menos mal que no nos ve salir la portera, pobre mujer, que tiene tres hijos en paro.

Rafa no está enfadado porque no encontrase el calzador, sino porque su prominente barriga no le permite llegar a los pies. El cuello le queda muy justo, hace que su cabeza parezca una pelota sobre un pedestal, una pelota con pelo solo por los lados, bigote profuso y gafas de pasta de carey. Desde que estaba en la ducha, recorre mentalmente en bucle una sabrosa contradicción: por un lado, qué necesidad de ir a la cenita de los cojones, con lo a gusto que podía estar en casa terminando su maqueta de la Bounty; por otro, va a estar bien la celebración, Manolo es un gran tipo y seguro que ha comprado Cohíbas para repartir. Definitivamente, no puede calzarse solo, estos zapatos han encogido, coño. Se levanta de la cama arrugando ostensiblemente la fina colcha de hilo –que Carmen había estirado con sumo cuidado–, y abandona el dormitorio en busca de ayuda. Camina por el parqué del pasillo, encorbatado y descalzo –todavía sin la americana del traje puesta–, con un zapato en cada mano. Las décadas de convivencia no han aplacado el pudor que le producen estas pequeñas humillaciones domésticas. Carmen, ¿me ayudas? Usa el mismo tono con el que confesó a los diez años que había matado de un susto a tres gallinas de la vecina. Soy un gordo, piensa. Un gordo gordísimo. Y además, viejo.

Carmen ya se había apresurado a terminar de ponerse los pendientes de perlas al ver en el espejo a su Rafa incorporarse al corredor con paso de osito de peluche. Se atusa el peinado recién escarolado en la peluquería con un gesto muy pausado, como quien da los últimos retoques a un ramo de flores.

—Anda, trae… Ya sabes lo que estoy pensando, ¿no? Si ya te lo dijo el médico, Rafa. Siéntate en la butaca azul, que voy por el escabel.

La butaquita está en el salón, versión clase media del Palacio de Liria, una mezcla muy bien equilibrada de gusto exquisito y sentido práctico, con un toque de excentricidad. Muebles antiguos –de los buenos, de los centenarios, madera de caoba con marquetería– que exhiben fotos familiares y objetos decorativos entre los que se ha colado alguna horterada de aspecto caro. Bandejas Art Nouveau, platos de porcelana colgados de la pared haciendo una armoniosa composición junto a los abanicos antiguos, también enmarcados. Las fotos relatan casi siete décadas de vida familiar: un origen claramente burgués, buen posicionamiento social y un nivel aceptable de felicidad. También destacan algunos retratos antiguos –los mejor enmarcados–, que muestran señoras elegantes y caballeros de bigotes con volutas montados en coches antiguos. La gente que podía hacerse fotos en esa época es porque tenía posibles. Mi abuelo tuvo uno de los primeros cincuenta coches de Madrid. A Carmen le atraviesa un fogonazo de culpabilidad cuando se sorprende pensando estas cosas. La butaca azul también tiene solera, convive como una marquesa pobre con un sofá moderno y bueno, de un sobrio color gris oscuro aderezado con pañitos en los brazos y los reposacabezas, incólume después de miles de horas de televisión, ganchillo, coñac, Ducados y Rafa, vete a la cama, que te estás durmiendo.

—Qué guapa te has puesto, Carmelita… Hay que volver pronto de la fiesta…

—Anda, calla, tonto, dame el pie derecho. Rafa, de verdad, tienes que tomarte en serio lo de adelgazar, esto ya es demasiado, es que no puedes ni calzarte.

—Bueno, mujer, es solo con estos zapatos, tampoco estamos todo el día en el Ritz. Si ya voy andando a por el periódico todos los días.

Rafa se deja hacer y piensa qué fantástico es ser hombre y tener sillón; y una Carmelita tan maja y tan bonita, que parece que tiene todavía diecisiete años. De repente, suena el teléfono. Piel de gallina, cruce de miradas. El peligro acecha, sentido arácnido. No puede ser, otra vez no. Justo hoy, no. Rafa es el primero en reaccionar, gesticula en silencio, temeroso de que pudiera oírle quien llama. ¡¡No lo cojas!!, dice sin voz, enarbolando enérgicamente un dedo índice impetuoso y regordete. Pero Carmen ya ha iniciado el camino hacia la mesita del teléfono. Camina con aire hipnótico, lenta y erguida, como una novia antigua y resignada que va al altar sin ganas, pero entregada a su destino. Se acerca al insistente aparato, uno de esos teléfonos de la España del 92 que en su día fueron el último grito, blancos por arriba, negros por abajo. Y cuyo timbre, estridente e intermitente, les parece ahora como un coro de trompetas de Semana Santa, sobrecogedor y rítmico. No son muy de móvil, quien de verdad quiere localizarles conoce sus horarios y les llama a casa. Eso reduce la lista de posibles llamantes y despierta en la mente de Carmen una sucesión de deseos desesperados. Por favor, que sea Osvaldo de Vodafone. Por favor, que sea Lali para proponer compartir taxi. Por favor, que sea una equivocación. Que sea el presidente de la comunidad otra vez para quejarse de que Rafa tira las colillas al contenedor de envases. Posa su mano fina y delgada sobre el auricular; una respiración honda y allá va, que sea lo que Dios quiera.

—¿Síííí?

A Carmen le viene a la mente una escena de Crimen perfecto, en la que Grace Kelly, elegante y espeluznada, vive una situación parecida esperando la llamada de su asesino. Rafa no le quita ojo. Desde el silloncito azul, con el pie apoyado en el escabel (como si fuera un herido de guerra oyendo el parte de la batalla), observa a su mujer entre el terror y el cabreo. ¿Será posible? ¿Serán ellos otra vez? Esto es la leche. No respetan nada, qué gente desalmada. No podemos tolerar esto más tiempo. Carmen se ha quedado medio pasmada, su cara es la misma desde que oyeron el primer pitido, con una expresión hierática, como de fantasma en el limbo.

El terminal telefónico tiene un volumen fuera de lo recomendado por los otorrinos, lo cual permite a Rafa oír claramente la voz apitufada que sale del auricular. Una sola palabra confirma sus peores presagios:

—¿Mami?

Es ella. Sí, es ella. Carmen toma aliento.

—Ay… Hola, hija.

—¿Qué tal?

—Bien…

—¿Estáis en casa?

—Sí, cariño, si nos estás llamando al fijo.

—Ay, qué bien. Es que no te lo vas a creer, Carlos se ha quedado colgado en Frankfurt por una tormenta de nieve. No le dan vuelo hasta mañana por la mañana y encima igual no tiene ni hotel, el pobre, y se tiene que quedar toda la noche en el aeropuerto. Y es que yo contaba con él esta tarde porque tengo el viaje con las del cole y Deisy no puede quedarse hoy, así que no sé qué hacer.

—¿Una tormenta de nieve en octubre?

—Bueno, hija, Mamá, yo qué sé, Alemania está a cuatro mil kilómetros de aquí.

—Claro, claro...

—Es que estoy súper agobiada porque además este viaje me hace muchísima falta, Mamá, no he parado en todo el verano, las vacaciones me sentaron fatal. He estado colgada del móvil todo el puñetero agosto con el tema de la fusión, y hasta que han empezado el colegio he tenido a los niños encima todo el santo día, no puedo más.

—Vaya por Dios, hija.

—Mi jefe se ha sacado de la manga ahora que tenemos que hacer sinergia con la otra empresa y me va a tocar organizar convivencias de fin de semana para que la gente se conozca, así que este es el último que tengo para descansar. Y, además, organizarnos todas para coincidir este fin de semana ha sido un parto, todas llevamos una vida de locos.

—Ya, hija mía, que andáis a mil cosas.

—Mamá, sé que llamo tardísimo, pero… ¿Vosotros teníais planes para hoy?

Silencio. Carmen, que había ido enarcando las cejas a medida que su hija Lourdes desplegaba el relato, se encoge de hombros, lo cual hace que las perlas de su collar se dispongan en semicírculo. Rafa empieza un movimiento compulsivo de cabeza, una especie de danza masái desde el sillón, en la que repite un inequívoco gesto de negación, que poco a poco va acompañando con las manos. Es un no universal, cósmico, un no de cuerpo entero. Se levanta con un zapato sí y otro no y avanza hacia su mujer con gesto decidido y oscilante, dispuesto a arrebatarle el teléfono. No lo harás otra vez. ¡No serás capaz!

—Bueno… habíamos quedado a cenar, pero no pasa nada, hija.

La ira contenida se le convierte a Rafa en un nítido retortijón que le recorre todo el abdomen. Carmen lo ha vuelto a hacer. ¡Lo ha vuelto a hacer! Esto no hay quien lo soporte, me apuesto el cuello a que es culpa del tontaina, pongo la mano en el fuego.

Mientras Carmen agota la conversación con su hija, Rafa continúa su coreografía del cabreo; dando vueltas sobre sí mismo en la alfombra del salón, abre y cierra los puños al tiempo que aprieta los dientes, se lleva las manos a la cabeza, mira al cielo, masculla insultos ininteligibles. En una especie de clímax, decide quitarse el zapato de fiesta y comienza a pisarse el talón del pie calzado con el otro. La falta de tino y la ansiedad le obligan a repetir la operación compulsivamente, lo cual le da cierto aire de bailaor flamenco. Carmen eleva un poco el tono de voz y se acerca más a la mesita del teléfono, tratando de hacerse invisible.

—¿De verdad, Mamá? ¿No se enfadará Papá?

—¿Eh?... No, cariño, si a él la cena no le apetecía nada, que está como loco con las maquetas de barcos, que no se separa. Así le ayudan los niños, que ya sabes que a él le gusta mucho mandar. Tú no sufras, tesoro.

Tras pactar la forma de entrega de los niños y rematada la consabida ceremonia de despedida (muchas gracias, Mamá, de verdad; nada, hija, ya sabes, encantados de ayudaros), Carmen cuelga con sigilo. Se queda quieta un instante, las manos posadas en el aparato, calculando ruta para enfrentarse al miura.

—Carmen, ¡¡te lo tengo dicho!! Cuanto más te agachas, ¡¡más se te ve el culo!! Te lo tengo dicho, que no cojas el teléfono, ¡¡que no lo cojas!!

—Rafa, ¿y qué hago? Lourdes nos necesita. Si, además, la cena no te apetecía.

—¡¡Joder!! Que no es por la cena, es que quiero tener vida, ¡¡cojones!!

En ese momento, Rafa, que había conseguido liberar su pie del zapato opresor, enfatiza el exabrupto con un movimiento cercano a la patada de karate, lo cual hace que el zapato salga volando y aterrice estrepitosamente sobre un conjunto de Lladró (el de la campesina estilosa cogiendo agua de un pozo; el de Caperucita Roja rodeada de animales, mucho más grande y delicado, está a salvo dentro de una de las vitrinas del salón). Por fortuna, la escultura resulta ilesa. Carmen mira fijamente a su marido, el tocado enfatiza su autoridad. Rafa vuelve a los diez años. Uy, perdón, se me ha escapao. Carmen aprovecha la torpeza de su marido para dar peso a sus argumentos:

—Pues la próxima vez lo coges tú y se lo dices. Tú haz lo que quieras, pero yo no me voy tranquila a cenar por ahí sabiendo que mi hija está así de agobiada.

—¿Pero qué les pasa ahora? ¿No se iba a quedar el pamplinitas con los niños?

—¡¡Que no le llames pamplinitas!! Carlos es un chico estupendo y una bellísima persona. Y quiere muchísimo a tu hija.

—Sí, sí, una bellísima persona pero más tonto que hecho de encargo.

—Bueno, venga, que nos tenemos que organizar, que los niños están aquí en media hora.

Rafa claudica. En realidad no es tan mala noticia; a su nieta Alba le encanta ayudarle con las maquetas. Mientras recoge el zapato espútniko, piensa en qué chándal se pondrá. A Carmen le toca la última diplomacia de la tarde.

–Lali, soy Carmen. ¿Qué tal?... Nada, hija mía, que no podemos ir a la cena. Pues Lourdes, que tenía un viaje programado y mi yerno no ha podido volver de Fránfor a tiempo de quedarse con los niños y… ¿El qué? Pues una tormenta de nieve. Ya… Bueno, es que Alemania está muy lejos y como tiene un puesto de tantísima responsabilidad está todo el día allí metido, el pobre. En fin, estas cosas de los aviones y de la vida que llevan los chicos ahora, que es una locura. No sabes cuantísimo lo siento, con lo que nos apetecía. En fin, es lo que nos toca, tendremos que resignarnos, qué le vamos a hacer...

 

la madre móvil

Carlos, mis padres se qdan con los niños

me voy al viaje con las chicas

como va la cosa? tiens hotel?

Qué bien, estupendo entonces

Esto es un caos, me cago en los alemanes

Luego dicen de los españoles, menudo desastre

Me temo que me toca dormir en un banco

vaya, gordo

lo siento

No te preocupes, tú disfruta

Qué ha dicho tu padre?

nada, solo he hablad con mi madre

tenían una cena

xo yo creo q les he hecho un favor

no parecían tener muchas ganas de ir

prácticamente me ha pedido quedarse con los niños

 

Genial, hablamoss

 

«Genial, hablamos». Qué cariñoso es mi marido, manda huevos. Lourdes se retira un mechón de pelo de la cara para colocárselo detrás de la oreja mientras teclea en su móvil con la otra mano. Se ha quedado en el quicio de la puerta, entre el salón y la cocina. Todavía es joven y se notan las horas de pilates, pero su aspecto acusa también las de oficina. El pelo, castaño y lacio, anda un poco revuelto, parece recién llegada de un partido de baloncesto que hubiese jugado con indumentaria de ejecutiva. No es la más guapa de su grupo de amigas, pero defiende sin esfuerzo el título de la más glamurosa. Ha llegado a casa hace un rato y ha tenido que enfrentarse al habitual y durísimo trance del viernes por la tarde. Primero, descargar las bolsas de la compra (Deisy, te encargas de colocarlo, ¿verdad? Mil gracias). Segundo, pasar revista a los niños (¿habéis hecho los deberes, qué habéis comido en el cole?). Tercero, quitárselos de encima (bichitos, dejadme un poco, que tengo que hacer una cosa). Hoy, de regalo, toca gestionar el contratiempo de Carlos para irse de viaje. Pobre Carlos, atascado en Frankfurt. Qué maja, mi madre, siempre tan dispuesta. Quizá estoy abusando, pero realmente necesito hacer este viaje. La semana que viene les compensaré.

Los niños yacen cada uno en un sofá, cada uno con un dispositivo electrónico. Alba, la mayor, pulsa con un dedo pausado una tablet de última generación, parece estar concentrada en un juego de estrategia. Leo, en una actitud más propia de sus cinco años, aporrea compulsivamente algún tipo de consola pequeña. Por la puerta del lavadero, al fondo de la cocina, Lourdes percibe por el rabillo del ojo a Deisy, madura aunque turgente asistenta dominicana que camina con una prenda en la mano hacia el salón; se disponía a preguntar algo, pero la escena electrónica la disuade.

Pic-pic-pic-pic-pic-pic-pic-pic, teclear, teclear, teclear. Calendario, tareas, lista de canciones para escuchar en la casa rural con las chicas. Lourdes ordena su vida digital de aquí al lunes, no quedará ni un fleco suelto. Ostras, no he terminado la presentación del martes. Que le den, la termino el domingo por la noche. Puf, aunque empezar la semana durmiendo poco… Y al pobre Carlos no le voy a poder hacer ni caso, ya va para dos meses que no echamos un polvo. A ver si busco el hotel boutique que me dijo Geno, necesitamos una escapada romántica. Nueva tarea para la lista antes de comenzar el zafarrancho de combate.

—Chicooooooos. Venga, que os quedáis en casa de los abuelos. Id cogiendo las mochilas.

Los niños van saliendo de su letargo cibernético mientras ella enfila el pasillo. Camino del dormitorio, suena un nuevo aviso de mensaje:

 

guapis, t recogemos a las 9 en casa d tus padres

 

9:15, plis

ok

 

Su amiga Geno siempre al quite, qué haría sin ella. Me recogen, vale, sí, a ver. Llevo a los niños a casa de mis padres y dejo el coche allí, mañana por la mañana que baje mi padre al parquímetro para ponerle tique y el domingo lo recojo. Menos mal que ya tengo mi maleta hecha. En estas situaciones límite, a pesar del estrés, Lourdes se siente fresca, ligera, orgullosa, ni el mayor contratiempo fortuito se le resiste, lo tiene todo bajo control. El armario de los niños tiene un espejo de cuerpo entero en el que se observa fugazmente. Qué ojeras. Da igual. Empuja la puerta corredera y escanea las baldas para ir echando prendas en una bolsa estampada con dibujos animados: ropa interior, una camiseta para cada día, pantalón… Solo queda uno limpio, Deisy me va a oír. No pasa nada, Alba aguanta con el mismo todo el fin de semana. Pijama. ¿Se meará Leo en la cama? A ver si quedan pañales.

—Mamá, me llevo la bici.

—Ni hablar, ¿estás loca?

Un traicionero recuerdo de infancia le viene como un relámpago a la cabeza. A los ocho años quiso llevarse al pueblo sus patines de bota, a lo cual sus padres se negaron en redondo. En su día vivió aquella negativa como un hachazo brutal a su espíritu creativo. Ya no podría ir a comprar el pan en milésimas de segundo. Ya no podría echar carreras con los niños del pueblo. Ya no podría ir por las ventanas repartiendo madalenas a las vecinas. No podría hacer una coreografía rodante en la plaza, ni transportar a su hermana tirando de un carro. Todas las fantásticas iniciativas que había diseñado para unir dos mundos hasta entonces desconocidos entre sí (el pueblo y el botín con ruedas) nunca vieron la luz. Solo porque Rafa quería ahorrarse un bulto más en el maletero y Carmen tenía pesadillas con que se despeñara por las cuestas. Menudo dilema… ¿le voy a hacer lo mismo a mi hija? Sí, es inviable.

—Ni hablar, mi vida, que es un lío. Te prometo que te llevo un fin de semana al parque con la bici. Te lo prometo. Organizamos algo con tus amigos del cole, si quieres. Venga, mete las braguitas en la mochila y ayuda a tu hermano, anda, que no me fío. ¡Venga! ¡¡Por favor, hija, vamos ya!!

WhatsApp ataca de nuevo:

 

Lourdes, buenas tardes. Disculpa las horas. Apúntate en algún sitio que hay que organizar un encuentro con los japoneses. Mediados de noviembre. Lo ideal sería un fin de semana en un sitio pintoresco, lo dejo a tu criterio

 

Cojonudo, otro fin de semana a la mierda. Qué majo, mi jefe, «disculpa las horas», pero me escribe un viernes a las ocho y media. Perdona las horas, pero que me jodan. Si no fuera por el bonus y por haber sobrevivido a la fusión, le iban a dar al trabajo. Joder, qué asco. Este puñetero estrés todo el día. Bueno, ahora no lo voy a pensar, que no llego. Lourdes no puede evitar iniciar otro viaje mental (al mismo tiempo que busca los pañales para niños grandes de Leo). Esta vez es a los años de universidad, justo terminando Empresariales, volviendo entusiasmada de su primera entrevista de trabajo. En aquella época se sentía invencible: expediente impecable, un nutrido grupo de amigos y un churri encantador con el que ya planificaba convivir. Casi veinte años después el balance no es malo, gano mucho dinero, tengo gente a mi cargo, un ático estupendo, dos hijos adorabl…, dos hijos; y el churri sigue a mi lado. Pero estoy agotada, agotada y hastiada, todo el día a la carrera. ¿Debería haber hecho Periodismo? ¿Debería haberme ido a la India? ¿Debería haber correspondido a los intentos de conquista de aquel músico sueco flacucho y barbudo? Qué terrible tragedia es imaginar una vida paralela que nunca se produjo, una bifurcación implacable de los acontecimientos que nunca se cruzará con el presente real. Se acercan los cuarenta y esa sensación tormentosa, lejos de amainar, aumenta. Pero estoy bien, estoy bien, soy feliz. Fin de semana con las chicas, soy feliz. Estoy delgada, soy feliz.

—¿Mamá, cómo se dice tiranosaurius en inglés?

—Se dice coge el cepillo de dientes y la pasta que luego decís que no os gusta la que tienen los abuelos. ¡Y cálzate ya!

Pasando por el pasillo con las maletas a pulso –para no rayar el parqué–, Lourdes descubre repentinamente en un lujoso espejo enmarcado (versión reticular y moderna del de su madre) el nivel espantapájaros al que está llegando su peinado. Joder, qué pelos. Da igual, me peino en un semáforo. Pipipí, pipipí. ¿Ahora qué? Multiópticas ofrece por SMS un imbatible descuento en gafas de sol. Mira qué bien.

—Alba, ¿has metido en la maleta el libro de lengua?

Los tacones, aunque no son muy altos, golpean sonoros en el suelo de madera. Al atravesar el salón, tras posar un momento la maleta para recoger bolso y llaves, endereza el lienzo del recibidor, una obra de arte abstracto que en algún momento recibió un balonazo. Esta casa está hecha una leonera, con la pasta que nos hemos dejado en decoración. Un trozo de globo explotado cae de detrás del cuadro cuando lo recoloca; decide no indagar en semejante fenómeno inexplicable. El chicle pegado en la cómoda asiática sí merece comentario:

—¿Pero quién ha hecho esta guarrería?

—Ha sido Leo.

—¡Mentira!

No hay tiempo de dirimir las culpas.

—Deisy, nos vamos. ¿Te da tiempo a dejar la tortilla hecha por si vuelve Carlos?

—Ya está en la nevera, Lurditas.

—Ay, muchas gracias.

—Pásenla bien.

Madre e hijos salen del piso dejando a Deisy recoger con eficaz parsimonia tropical los restos de la batalla que ha sido la cena. Al quinto salto, Leo consigue apretar el botón del ascensor. La espera ofrece una nueva oportunidad para volver a la vida telemática. «Mami, ya vamos para allá, los niños van cenados». Debería llamar, mi madre no maneja con fluidez el WhatsApp, pero no hay tiempo ahora, esperemos que lo lea. La bajada desde el séptimo al garaje da tiempo suficiente para consultar las redes sociales. Nada interesante en Twitter. Instagram: qué monada de bolso, tengo que seguir más a esta bloguera. Leo, déjate la nariz. Geno ya ha colgado una foto en Facebook, ¿cómo hará para estar siempre tan guapa? Y siempre de tan buen humor. Alba, tesoro, baja el volumen de la tableta. Qué foto tan chula. Cuando pase esta avalancha de curro, tengo que organizar la semana de esquí en los Alpes.

Lourdes vuelve al aquí y el ahora cuando su hija Alba, al salir del ascensor, tropieza con la maleta y cae con estrépito; la tablet planea como una lancha hasta los bajos de un coche.

—Alba, hija mía, ¡¡mira por dónde vas!! A ver, ¿te has hecho daño? ¡Se acabó la tablet!

Con una culpa como de reojo, Lourdes guarda el móvil y examina las rodillas magulladas de su hija.

—Mamá, que Leo se va.

—¡Joder!

Apenas da tiempo a ver cómo las puertas automáticas se cierran ante Leo, inmóvil e impotente dentro del ascensor. Lourdes da un respingo tratando en vano de evitarlo, y del impulso empuja sin querer la maleta de ruedas, que emprende viaje por sí sola por una rampa, justo a tiempo de estamparse de frente con un motorizado vecino, cuyos improperios son ignorados, dadas las circunstancias. Lourdes aprieta ansiosamente el botón del ascensor mientras espera que le devuelva a su hijo, como si fuera un microondas del que se pretende un resultado espectacular ante una cena de gala. Que salga bien, que salga bien, que no se haya bajado del ascensor, que no se me complique más la tarde, por favor. Leo aparece ileso tras las puertas corredizas, las manos enganchadas en las asas de su minúscula mochila y un gesto en la cara idéntico al que pone su abuelo cuando mete la pata.

—¡¡¡Venga, al coche!!!

Mientras recompone la familia y recoge la maleta aventurera (el vecino motorizado ha decidido pasar de largo, bastante tiene esta mujer), Lourdes recita una reprimenda estándar, una cantinela de lugares comunes tales como «así no se puede vivir», «esto se va a acabar», «ya hablaremos» y «un día vamos a tener un disgusto de verdad». Suena el móvil. Vaya, hombre, justo ahora. Al tiempo que agudiza su sentido del tacto para recorrer los intersticios de su bolso en busca de las llaves del coche (cartera, set de maquillaje, la brocha se ha salido del estuche, un clínex usado, un dinosaurio en miniatura), atiende al monólogo telefónico de su madre, que llama para relatar la técnica específica de sofrito que aplicará para que no queden tropezones.

—No te líes, Mamá, si ya van cenados, te lo he puesto en un WhatsApp.

Por fin entran en el coche; simultáneamente al protocolo de sillitas, cinturones y demás restricciones homologadas, Lourdes enchufa el móvil en el cargador del coche. Mientras comprueba si las barritas reaccionan, abre un momento LinkedIn, tiene un aviso de que alguien en el sector finanzas ha visto su perfil. La aplicación no carga, maldito garaje sin cobertura. De paso, mira la hora. Ya llegamos tarde, con lo puntual que he sido yo siempre. No puedo más, no puedo más.

—Mamá.

—¡¡Quéééé??

—Te quiero mucho.

Lourdes levanta la vista del móvil. Respira. Observa a sus hijos a través del retrovisor.

—Yo también a vosotros, vida mía.

 

no es justo

—Alba, yo creo que está muerto. El abuelo está muerto.

—Que no, tonto, ¿no ves que está roncando?

—Pero es que no se mueve.

—Calla y dame el pintalabios.

—Jijiji… ¿qué le vas a pintar?

—Unos coloretes con forma de corazón.

—Jajaja… Se va a enfadar un montón.

—Ya, jajaja…

A pesar de haber contenido la risa todo lo posible, Alba y Leo no pueden evitar que su abuelo despierte antes de finalizar su genial fechoría; no es la primera vez que se enfrentan a la decepción de ver su plan truncado, por lo cual tienen muy practicado el protocolo de huida y ocultación de pruebas mientras Rafa se caga en su nación. Es un improperio al que el abuelo recurre con bastante asiduidad cuando comparte tiempo con sus nietos, normalmente en un elevadísimo tono y tres veces seguidas. Una vez devuelta apresuradamente la barra de labios de la abuela al mueblecito del baño, Alba se refugia tras la cortina de la bañera, dejando estratégicamente a su hermano sin escondite, y se tapa la boca para evitar que escape una mezcla de risa nerviosa y respiración entrecortada. Leo ha entrado en un bucle de giros sobre sí mismo buscando refugio, emitiendo gemiditos de pavor, lo cual obliga a Alba a abandonar momentáneamente su trinchera para expulsarle del baño. Se lo merece, por hacer tanto ruido. Vuelve a su madriguera y se sienta agachando la cabeza. Maldición, había un charco junto al sumidero, pantalón calado hasta las bragas. Un agudo instinto de supervivencia le hace obviar esta contrariedad, todos sus sentidos concentrados en escuchar el encuentro de su abuelo y su hermano al otro lado del pestillo, como cuando espía desde la puerta del salón de su casa las películas de mayores que sus padres no le dejan ver. Mis padres son idiotas, si yo veo en YouTube todo lo que quiera.

El baño de los abuelos es muy divertido porque tiene dos puertas y es como el escenario de un teatro. O quizá como el tocador de una princesa cautiva en un castillo, viejo pero bonito. Alba observa curiosa la estantería donde la abuela Carmen reposa todas sus colonias y ungüentos en botes de cristal nunca vistos, y productos misteriosos que no se encuentran en los supermercados modernos. Por ejemplo, un bote de color rosa viejísimo que contiene polvos de talco, que no se sabe lo que es, pero da un toque genial en las pócimas secretas.

Cómo grita el abuelo, está enfadado de verdad. Por cierto ¿qué significa «me cago en vuestra nación»? Eso es imposible, es como lo de los Reyes Magos, ¿cómo se puede estar en tantos sitios a la vez? El fin de semana no está saliendo bien. Por ejemplo, el viernes por la noche, al llegar, la habitual revisión de la nevera reveló que de las diez tarrinas de natillas solo cinco tenían galleta. Y ahora a vigilar todo el fin de semana para que Leo no se las coma. Porque las de galleta son para mí, es lo justo. La abuela siempre tiene todo tipo de caprichos, todas las marcas de cereales, todos los tipos de chocolate, lo cual está muy bien, pero obliga a estar vigilante. Por ejemplo, anoche: toda la noche en blanco, imaginando estrategias con las que despistar a Leo a la hora del postre. No hubo más remedio que levantarse y atravesar el pasillo a oscuras (con el miedo que da) para llegar palpando a la nevera de la cocina y recolocar estratégicamente las natillas. Las tarrinas más pochas y con menos canela quedaron ofrecidas en primer término (Leo es muy tonto, picará) y las que tienen galleta fueron bien escondidas detrás del cocido. Qué rabia no haberse dado cuenta de que había dejado en equilibrio inestable los boquerones. Un terrible error que causó, como la peor de las epidemias, que las galletas de las natillas quedasen impregnadas de vinagre y que, tras desayunarse dos raciones casi sin respirar (el orgullo pudo más que el gusto), provocaran una tremenda colitis y su deshonroso exilio al yogur natural (sin azúcar) y la manzanilla (sin azúcar) el resto del fin de semana.

Atención, Leo se está chivando de lo del pintalabios. Aparece en la escena auditiva la voz de Carmen, parece que ha puesto en marcha el habitual protocolo de pacificación. Qué diferentes son la abuela y el abuelo. La abuela nunca se enfada y el abuelo es un aguafiestas profesional. Por ejemplo, bañarse en casa de los abuelos es genial, podemos estar mil horas en el agua con juguetes y la abuela siempre pone el agua muy caliente para que dure más. «Esto de que la hora del baño sea como un cumpleaños no lo puedo entender», dijo el abuelo ayer. Pero qué tontería, todo el mundo sabe que un cumpleaños se celebra con toda la clase, incluso con los que te caen mal, porque cada niño trae un regalo, aunque a veces sea un churro, como un cuaderno para pintar. ¿Y la piñata qué? ¿Y la tarta qué? El abuelo es un aguafiestas y no tiene ni idea, lo que quiere es fastidiarnos. Solo está tranquilo cuando está haciendo su maqueta de barco. Es lo que suelen hacer el sábado, ayudar al abuelo. Ayer por la mañana estaba yendo todo muy bien, ella había aplicado sola el pegamento del palo mayor y Rafa la felicitó. Lo malo vino cuando sorprendió a Leo haciendo pruebas de flotación con el bote salvavidas, cuya fina pasta de papel no superó el test. «No me habléis en todo el fin de semana, como si no existiera.» Así que por la tarde tocó buscarse la diversión. Mientras toda la casa moría durante la siesta, Alba se dedicó a su afición favorita: rebuscar en los armarios con la esperanza de encontrar secretos –o mejor: fallos– que los adultos quieran esconder. La verdad es que la casa de los abuelos es genial, está llena de rincones misteriosos, sillones envolventes que huelen raro y las sábanas tienen un gustito diferente.

El desconsolado llanto de Leo se oye amortiguado desde el otro lado de la puerta del baño, Carmen sigue intentando consolarle. No se entiende nada de lo que dicen porque Rafa interviene de vez en cuando con improperios y la campana de la cocina y la radio están encendidas. Qué pesado es Leo, pero si no es para tanto. En cierto modo, es comprensible que su hermano esté afligido, la verdad es que está siendo un fin de semana movido. Ayer por la mañana, si el enfado de Rafa no era suficiente, ocurrió una verdadera tragedia: la abuela descubrió sin querer el bote de potingue secreto escondido bajo la cómoda de la habitación de invitados. Fue a moverla para pasar la escoba y zas, pócima secreta al garete. Llevaban meses añadiendo gotas de todo tipo de sustancias en un bote de cristal rescatado de la basura. Ya sufrieron el tremendo revés de ser descubiertos en su propia casa, el potingue original fue impunemente tirado por el inodoro. Aprovechando la falta de suspicacia de Carmen, Alba había emprendido una nueva versión del proyecto científico en casa de los abuelos con una fórmula mejorada. El abuelo se enfadó muchísimo porque le cogieron el tubo de pegamento para maquetas, que debía ser el origen de un descubrimiento, pues nunca antes el pegamento había entrado en contacto con el caldo de pollo. No pudo ser, les pillaron antes de realizar la fórmula magistral (menos mal que Leo se quedó con el pulgar y el índice pegados, fue la cortina de humo perfecta). Y antes de que pudieran volver a intentarlo, el destino quiso que Carmen rompiese sin querer el bote pringoso. Encima Alba se cortó al intentar recomponer aprisa su tesoro fétido. Ahora que el potingue ha sido descubierto, hay menos motivos para vivir, pero al menos tendrá una suculenta anécdota que contar en el recreo y una enorme tirita a modo de prueba de su hazaña.

Es verdaderamente increíble lo raros que son los adultos a veces. ¿Qué tiene de malo hacer potingue? ¿Por qué nos obligan a escondernos cuando lo normal habría sido experimentar la mezcla de suavizante y mostaza en la cocina? Es como lo de la bici, no me dejan traerla porque «es un lío». Pero si precisamente era la receta perfecta para ser feliz todo el fin de semana. ¿No lo comprenden? ¿Por qué tantas normas absurdas? Ellos se van todo el rato de viaje con sus móviles y ordenadores y tabletas y nosotros tenemos que conformarnos con un paquete de folios y unos rotuladores. Venga ya.

Alba sale de su letargo cuando oye el portazo que da el abuelo al salir de casa. Asumida por Leo la culpa del atentado con pintalabios y con el enemigo fuera de juego, ya puede salir de su escondite.

—Madre mía, la que habéis liado. Venga, a comer, que vuestro padre ya está de camino para recogeros.

Arroz blanco. Vaya mierda. Y encima la abuela ha hecho filetes rusos para Leo, que es lo que más me gusta del mundo. Alba marea el arroz con el tenedor mirando de reojo cómo su hermano estruja enérgicamente un bote de salsa. Algún día te quitaré la careta, hermanito. ¿De quién sería la idea de tener otro hijo? Porque ellos lo tuvieron, pero quien lo aguanta soy yo, nadie más que yo. Tengo que dormir con él, bañarme con él, ir al colegio con él, compartirlo todo con él. Y ahora tengo que soportar que me restriegue por la cara el bote de kétchup. Lo está haciendo aposta. Un movimiento de ninja y el bote de salsa sale volando de un manotazo, coronado con un sonoro capón.

—Pero bueno, Alba, cariño, ¿por qué haces eso? No llores, Leo, tesoro, a ver, que te limpio. Alba, mi amor, eso no se hace.

Suena el timbre, Carlos se ha adelantado, salvada por la campana. Si Leo deja de llorar a tiempo, quizá se libre de la bronca. En fin, qué más da, la tarde no tiene ningún aliciente, no le importa pasársela castigada. Solo queda dejar pasar el tiempo hasta una insípida cena de pescado hervido y a la cama hasta el inexorable madrugón del lunes. Por no hablar de los deberes… Aunque, un momento, había obviado algo fundamental:

—¿Papá, qué nos has traído?

Esto es increíble. Ni unos chocolates, ni un muñeco, ni un juego nuevo para la Play. Cero. Habría aceptado hasta un cuento. Nada. Es verdaderamente triste. Es incomprensible. Que no ha podido, que no había nada bonito, que no ha tenido tiempo, que está cansado. ¿Y entonces para qué viaja? No hay quien entienda nada. Está todo mal, está todo al revés. Realmente, no es justo.