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VIDRIERA ROTA

 

Dorondón

 

1981

 

 

José Antonio Gracia Ginés

 

 

 

© José Antonio Gracia Ginés

© VIDRIERA ROTA 3 – Dorondón

 

Diseño portada: Ramón Cubero Tomás y José Ángel Aznar Galve

 

Primera edición: 2018

 

ISBN formato epub: 978-84-685-2585-3

 

Impreso en España

Editado por Bubok Publishing S.L.

 

Esta es una obra de ficción, por lo que cualquier parecido con personas vivas o muertas será simple coincidencia. No obstante, hay personajes históricos que aparecen con sus verdaderos nombres, sin embargo, las circunstancias, situaciones y forma de comportarse en la novela es pura ficción y no se corresponde con la realidad.

 

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

 

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

 

 

 

 

 

Quiero agradecer a José Ángel Aznar y a Ramón Cubero no solo su diseño para las portadas y contraportadas de este trilogía sino también su colaboración en todos los proyectos en que hemos participado.

 

 

 

 

 

1

 

 

La habitación era pequeña, dos por dos metros, con una mesa en el centro y dos sillas. Mac estaba sentado en una esposado, pensando que todas las habitaciones eran iguales en todas las comisarías.

Había intentado resistirse y lo único que había conseguido fue que se enseñaran con él. Pero excepto un hematoma accidental en el pómulo derecho no tenía otras señales de violencia en la piel.

Le dolía la cabeza y los huesos, y se sentía mareado en aquellas cuatro paredes amorfas, claustrofóbicas, mientras esperaba al policía que iba a interrogarle.

Robo con intimidación, resistencia a la autoridad... ¿de qué más podían acusarle?

Estaba en un mal aprieto; lo de costumbre. Ya no se extrañaba.

Si le habían dejado solo para que recapacitara no les daría el gustazo. No se comería el tarro, no se desmoralizaría, no pensaría en nada, se dijo sin darse cuenta que realmente les estaba siguiendo el juego.

Estaba doblado sobre sí mismo, con los codos apoyados en los muslos y mirando los dedos de sus manos.

- Hola, Macario.

El joven levantó la vista, no había oído la puerta. Miró al comisario un instante antes de volver a mirar sus dedos.

El policía, tan ancho como cinco Macs juntos y barriga prominente se movió con agilidad inusual a su peso.

- Aquí otra vez.

- Sí –murmuró.

- Casi podríamos dejar una habitación para ti sólo.

Mac encogió los hombros.

- Mírame cuando te hablo.

Obedeció con un mohín en los labios.

- ¿Sabes las veces que te han detenido? -preguntó el comisario leyendo la ficha, secándose con la otra mano la grasienta y redonda calva a pesar de ser invierno.

- Escuche, Gómez...

- Comisario.

- Comisario. Se han equivocado -empleó un tono que ya era típico en él desde que le iban deteniendo aquellos últimos años.

- Como siempre.

- Esta vez sí. Entré en esa tienda a comprar, simplemente.

- Claro.

- Es la verdad, tí... comisario. Oiga, mire, ¿cómo voy a robar? Estoy con la condicional, ¿cree que me voy a arriesgar?

- No es la primera vez.

- Vale, no es la primera vez. Pero esta vez sí, llevo dos años portándome bien. Yo... joder, yo entré a comprar, ¿vale? Me encontré a aquellos robando, nada más.

- Estás mintiendo.

- No, se lo juro.

- Ya estabas dentro, según testigos.

- Sí, estaba dentro.

- Y antes has dicho que lo hiciste después.

- ¡Yo no he dicho eso!

- ¿Te recuerdo tus palabras? Entré y me los encontré robando.

Mac pestañeó. Luego cerró los ojos y pareció derrumbarse.

- Vale, lo que quiera. No era eso lo que quería decir, pero, bueno, lo he dicho. La he vuelto a joder. Adelante, cárgueme el mochuelo, no es mío, pero total, por uno más...

Volvió a sumirse en la contemplación de sus dedos.

Gómez suspiró. Se sentó en la mesa, a su lado y permaneció pensativo unos minutos.

- ¿Cuánto hace que nos conocemos?

Mac hizo un sonido con la nariz.

- No sé, ¿tres años?

- Casi cuatro.

Silencio.

Mac torció el cuello para mirarle.

- ¿Y? -musitó.

- Que eres el chorizo más extraño que he visto en mi vida.

- ¿Por lo torpe?

- Por tu jeta.

- Ya no cambiaré.

Nuevo encogimiento de hombros.

- Me caes bien, Mac. Esa es la verdad.

Mac lo estudió receloso. El comisario había empleado el diminutivo y todos los policías a los que había caído bien le habían jodido.

- Eres inteligente. Bastante más que la mayoría que pasa por aquí.

-¿Qué está buscando?

- He hecho averiguaciones sobre ti. No tenía mucho, una detención por consumo de drogas cuando eras chaval...

- ¿A qué viene eso?

Tenía la voz tensa.

- He hablado con tu familia.

- ¿Por qué? -aulló poniéndose de pie dispuesto a agredirlo- ¡Maldito cabrón! ¿Por qué lo ha hecho?

- Hace cinco años que no tienen noticias tuyas.

- ¡Y tenía que joderlos! ¿No? -los ojos acuosos- Tenía que decirles que soy un maldito drogata que me paso más tiempo en prisión que en la calle.

- Me han hablado -comentó pausadamente Gómez- de un chiquillo travieso que presenció un crimen y salvó la vida de un inocente en un juicio.

- Eso le enterneció, ¿verdad? ¿Lloró muy a gusto?

- Un hecho que pude comprobar con el inspector López, de Zaragoza...

¿Antonio ya era inspector? Claro, si habían pasado nueve años ¡Joder! ¡Nueve años!

- ... el cual me dijo algo de un crimen perpetrado por un crío desesperado -calló un instante melodramáticamente. Miró a Mac a los ojos y continuó de forma teatral, pronunciando con lentitud-. Un crimen que hizo pedazos la vida de ese chiquillo para siempre, llevándolo hacia un camino de autodestrucción.

- Ve muchas películas -consiguió pronunciar con esfuerzo.

- Eres más digno de un psiquiatra que de estar aquí.

- No se pase de listo.

- ¿No? Tu torpeza de ahora no se parece en nada a la agudeza de aquel chiquillo perseguido por la policía y un asesino. Es algo tan insólito que no parecéis la misma persona.

- Es que no lo somos -se escudó.

- En absoluto. Aquel era un chico que luchaba por su vida. Tú eres un suicida que no tienes los cojones de pegarte un tiro. Y eres también un masoquista que buscas castigar tu cuerpo de algo que tu mente se niega a aceptar: que mataras un hombre. Por eso eres toxicómano, ¿no es cierto? Destruir tu cuerpo, hacerlo sufrir para que padezca el castigo que tú crees que mereces y nadie te da.

- ¿Por qué no se calla?

- Tienes hepatitis crónica, estás en los huesos, bebes en exceso y no pones el menor cuidado cuando te drogas. ¿Qué buscas? ¿Coger el sida?

- A lo mejor ya lo tengo.

- No me extrañaría. Luego tus robos. Siempre con una pistola descargada. El menor día te soltarán un balazo.

Mac no respondió.

Gómez frunció el ceño. El joven hacía rato que no sostenía la mirada, desviando los ojos incesantemente.

- No te importa nada, ¿verdad?

- Todo se lo dice usted.

- ¿Qué pasa con tu familia?

- No se meta en eso.

- Es desesperante. ¿Cuánto hace que no te miras al espejo? Un hombre te debe la vida, el director general D. Saturio Galíndez sus condecoraciones y el inspector Eduardo las únicas felicitaciones que ha recibido en su carrera.

- Conoce bien mi vida -cínico.

- Sí, la conozco. He investigado, recuerda. Cualquier otro estaría orgulloso con tu historial y en cambio tú...

- Soy una mierda, dígalo.

- No, no eres una mierda. Quieres serlo. Y lo consigues.

- ¿Por qué no me encierra de una puta vez y se calla?

Gómez suspiró con rudeza.

- Voy a darte una oportunidad. Creo que dices la verdad y que no tienes nada que ver con ese robo. Al menos nunca has mentido en tus fechorías. Fuera hay una persona que te espera.

El tono hizo que Mac lo mirara con violencia.

- ¿Por qué ha hecho venir a mi madre? -sus dientes rechinaron con acritud.

- No es tu madre. No ha querido venir.

Mac palideció, como si hubiera recibido una bofetada inesperada.

- Es inteligente -murmuró con una indiferencia que no sentía.

- Pues no lo sé. Pero sí te conoce bien. Ha delegado en una persona creyendo que te sería más beneficiosa.

Mac sonrió con ironía.

- ¿Mi hermano? Se habrá lamentado mucho, ¿verdad?, echándose la culpa de todo lo que me pasa.

- Isabel.

Mac se puso rígido.

- ¿Por qué la implica a ella?

- ¿Es que no quieres verla?

Había incitación en la voz.

- No -le costó decirlo-. Deje que viva su vida.

- No creo que lo permita. Parece tener mucho genio.

Mac sonrió feliz por primera vez.

- Sí, lo tiene -nostálgico.

- Vamos.

- Vamos. Cree que voy a caer en sus brazos y le pediré perdón y seré un buen chico a partir de ahora. Final feliz. The end. No sea estúpido, comisario.

Gómez casi unió su cuerpo al suyo mientras quitaba las esposas. Sus ojos atravesaron a Mac.

- Vas a verla ahora mismo.

El tono no admitía discusión.

 

 

 

 

 

2

 

 

Isabel se levantó al oírlos entrar y sus labios temblaron al ver a Mac. Se había enreciado algo, pero su extrema delgadez lo ocultaba. La muchacha nunca lo había visto tan flaco. Los pómulos hundidos, una barba descuidada de tres o cuatro días, ojeras y unos ojos cuyas escleróticas tenían un tinte como amarillento, que Isabel conocía muy bien por habérselo visto a su padre.

No reaccionó. No supo qué decir. Su mente había conservado una imagen juvenil e invariable de Mac.

El joven se dio cuenta que no respiraba. Estaba hermosa. No. Era hermosa. Su belleza había aumentado a medida que se hacía mujer...

No oyó como Gómez cerraba la puerta dejándolos solos.

... Diecioch... No. Diecinueve. Aquel año cumpliría veinte. Sí, eso era, él en agosto, veintidós. Sin embargo parecía un viejo a su lado.

Sus ojos recorrieron el rostro de Isabel. Tenía los rasgos más finos de como los recordaba. El cabello sin teñir, como a él le gustaba. Las formas más pronunciadas y turbadoras, más estilizadas aunque no había en ella nada frágil; el rostro sereno, aún cuando leyó dolor en aquellos dulces ojos que le observaban.

Con lentitud su mente fue imponiéndose. Isabel había sido una vaga esperanza que se cruzó en su camino hacía mucho tiempo. Un aire puro, demasiado puro para él, un cometa incandescente iluminando la noche, pero las tinieblas que dejó a su paso al abandonarla habían sido mayores. Hubiera sentido lo que hubiera sentido por ella no debía cegarse. La vida no era así. No era un cuento de hadas.

El silencio se hacía pesado. Mac hubiera deseado que Gómez lo encarcelara antes que afrontar aquello. Isabel le miraba. ¿Qué esperaba oír, que le pidiera perdón, que se disculpara por plantarla?

La muchacha tenía los ojos humedecidos. ¿Qué había sido de aquel chico que amaba? Finalmente había sucumbido. Contempló aquellos ojos azules, como el lapislázuli, casi siempre combativos, aún en sus peores momentos, luchadores, con un brillo de agresividad que ya no existía. Ahora eran mortecinos, perdidos, absortos y sin vida en su contemplación.

- Has venido muy deprisa -murmuró finalmente Mac.

- Trabajo aquí, de secretaria de Germán. Es diputado.

Mac hizo un gesto característico.

- ¿Diputado? -repitió como si no lo supiera. Había salido en todas las noticias.

- El más joven de toda la nación. Dicen que tiene un gran futuro.

- Eso es cosa de Elisabet.

- Sí. El poder de su suegro ayudó, lo introdujo en el partido. Pero su ascensión ha sido mérito suyo.

Mac sonrió. Volvía a existir en ella una pizca de felicidad.

- Germán, diputado. La vida da vueltas.

Isabel asintió.

- Y tanto. Madrid. Eres difícil de encontrar.

- No me digas que me buscaste.

- Claro que te busqué. Hablé con...

- Eres tonta.

No hubo réplica. Mac se sorprendió; la Isabel que conoció habría contraatacado.

- Supongo que sí -el dolor de la voz dañó a Mac-. Te perdí. No supe evitar esto.

- ¿Es que todos os vais a sentir culpables de lo que yo haga? -graznó furioso consigo mismo. La había vuelto a herir; nunca aprendería.

- Mac, te quiero.

- ¡Peor para ti!

Se hubiera mordido la lengua.

¿Por qué no gritaba? ¿Por qué no se enfurecía con él? Aquella era la Isabel que conocía, con la que habría sabido defenderse. No esta... esta...

- Lo nuestro acabó, te lo dije.

- Me llamaste.

- Una estupidez de la que me di cuenta a tiempo.

- ¿Qué pasó en el hospital?

- No pasó nada.

- Tengo derecho a saberlo.

- ¿Derecho?

- ¡Sí, derecho! ¡Huiste después de aquello! ¿Qué pasó?

- Eduardo mató a aquel asesino en serie.

- ¿Nada más?

- Nada más.

- Eso me dijo él.

- Si lo sabes, ¿por qué lo preguntas?

- Porque no le creí. Porque me pareció una estupidez.

- Tu misma imagen. Una perfecta estúpida. Te enamoraste con quince años de un chico a quien quisiste redimir. Bien, pues te salió el tiro por la culata. Y en vez de enviarme al carajo, que es lo que tenías que haber hecho, te quedas como una romántica idiota esperando el regreso del amado.

Isabel acusó el golpe, pero no abrió los labios. Fracasó con Mac cuando utilizó su temperamento para hacerlo reaccionar, no cometería el mismo error, no discutiría con él.

- Yo también te quise -continuó Mac suavemente-. Pero no podía resultar, te habría hecho desgraciada, ¿no lo comprendes?

- Dime que no me quieres.

- Llevas cinco años viviendo un sueño.

- Dime que no quieres ahora.

- Ahora es tarde.

Isabel ladeó la cabeza. Respiraba agitada.

- ¿Por qué es tarde? ¿Porque eres un toxicómano, un delincuente? Si quieres puedes dejarlo y lo sabes.

- Llevo un mes que no me drogo, aunque no sé lo que duraré. Lo he intentado otras veces y he fracasado. Dos años intentándolo.

Miró a Isabel un instante.

- Ven -dijo-, quiero que veas una cosa.

 

 

 

 

 

3

 

 

El edificio era antiguo, con grietas en las paredes que se ensanchaban peligrosamente en los últimos pisos, abandonado por amenaza de ruina y repoblado por un grupo de okupas.

- ¡Ma!

Mac sonrió a la chiquilla de tres años que le había saludado. Un pequeño ser humano cuyo amplio rostro se estrechaba en una barbilla que se tornaba puntiaguda cuando se reía al tiempo que cerraba los ojos. Estaba jugando en el rellano con una especie de asno de plástico en las manos, estudiando con curiosidad científica su forma de rebotar en el suelo cada vez que lo tiraba.

La niña parloteó algo.

Isabel siguió a Mac. El joven parecía sentirse a gusto en aquel edificio. Los okupas no eran conflictivos como otras tribus urbanas, comentó. Eran activos, libertarios, independientes y al mismo tiempo comunales. Solían ayudarse entre sí. En cierto modo se sentía identificado con ellos.

Isabel no contestó.

Por una puerta surgía una canción de M.C.D.

La música fue languideciendo a medida que ascendían por la escalera hacia el piso, mezquino, con el techo lejano, una cocina que no lo era, un comedor que pasaba por gorrinera, un armario donde guardaba andrajos que en tiempos fueron ropas, una piltra que diríase ponedero. No había luz eléctrica salvo la obtenida clandestinamente; las paredes desconchadas, con fisuras en las que cabían los dedos. Insalubre, fétida, repulsiva, en ocasiones nigromántica, una catacumba que cualquier día se le caería encima.

- Podrías limpiarla -musitó Isabel comparando aquel descuido con el cuidado que ponían los okupas en adecentar aquellas ruinas.

Mac no respondió.

El portón, que no puerta, estaba desencajado, colgando de los goznes desde tiempos inmemoriales. El picaporte oxidado, herrumbroso, enmohecido, verdíneo, a modo de bienvenida hacia una sala en la que se podía encontrar desde arañas hasta vampiros.

Mac lo asió y tiró con fuerza. Las bisagras chirriaron vocingleramente en un tono agudo.

La vio tan pronto entraron. Sentada en una especie de yacija que utilizaban como catre. Consumida, esquelética, con una piel pajiza que se pegaba a los huesos, con senos caídos y pómulos escandalosos debajo de unas cuencas hundidas, grises, tan llamativas como las manchas violáceas, sobre elevadas de diferentes tamaños, que invadían su rostro, su cuello, su tórax...

- ¿Quién es esa?

Tenía la voz grave.

Isabel creyó por un instante que la fantasía de los vampiros se había hecho realidad. Comprendió por qué Mac la había llevado allí.

- Esther, esta es Isabel, una antigua amiga.

- ¿Lo has traído? -preguntó sin escuchar.

- No he traído nada.

- Mac tengo un monazo de miedo.

- Yo no puedo hacer nada.

- Llevo algo de dinero -murmuró con lástima Isabel.

- ¡Guárdatelo!

Los ojos de Esther brillaron.

- Vamos, Mac -murmuró Isabel.

- Como quieras. Pero si te sigue pidiendo es asunto tuyo.

Esther fue casi corriendo hacia la puerta.

- ¿Dónde está Raúl? -preguntó Mac.

- En su cuarto, castigado.

El rostro de Mac se oscureció. Soltó un gruñido.

- Así que era esto -dijo Isabel.

- Exacto -seco-, esto.

Abrió la puerta.

- Raúl.

Una sombra se irguió en el lecho. Isabel forzó la vista. Un niño de ocho años con un ojo tumefacto.

- ¿Otra vez?

- No, Mac...

- Te caíste.

El muchacho desvió la vista.

- Sí -murmuró.

Percibió el malestar de Mac y se sintió culpable sabiendo que discutiría con su madre por causa suya.

Isabel no habría sabido definir lo que sintió. Aquella mujer era muy joven. Si el chico era su hijo tenía que haber sido casi una niña cuando lo concibió.

- Este es Raúl.

- Hola.

Le costaba mantener la entereza.

El niño respondió tímido estudiándola. Parpadeó extrañado mirando a Mac.

- Y ésta -continuó Mac señalando en un rincón a una niña de 8 meses dormida en un parque, que Dios sabía dónde lo había conseguido Mac-, es Isabel.

La pequeña era pelirroja y seguro que tendría sus mismos ojos.

Isabel intentó sonreír.

- Que feliz duerme -dijo con torpeza.

- Está drogada -las palabras de Mac tenían el filo de una navaja-. Nació con el mono. Consume caballo desde entonces.

Isabel abrió la boca horrorizada, pero no dijo nada. Luego su expresión cambió hacia la lástima.

- Tengo que irme.

Mac asintió.

Al salir de la habitación la muchacha se detuvo mientras Mac cerraba la puerta. El joven vio como se estremecían sus hombros.

- Ya lo sabes todo.

Tenía que llegar hasta el final.

- La niña... es tuya, ¿cómo puedes...?

- ¿Cómo puedo drogarla? ¿Por qué no? Se va a morir, tiene sida.

Isabel conocía bastante a Mac como para saber que no poseía la frialdad que dejaba entrever el tono que empleó.

- Los portadores...

- No es portadora. Es enferma terminal -interrumpió.

Se miraron a los ojos. Isabel vio que aquella falsa máscara imperturbable que cubría el rostro de Mac empezaba a desmoronarse.

- Nació así -murmuró Mac-. Se lo contagió su madre.

Unas lágrimas humedecían sus ojos.

- Una hija, ¿te das cuenta? Yo, una hija. Fue algo tan... no sé... pero me di cuenta que por fin tenía algo por lo que luchar, que lo que no quería hacer por mí mismo quería hacerlo por mi hija. Ilusión por vivir, ilusión por verla crecer...

Isabel escuchaba con atención. Mac tenía los ojos brillantes.

- Tú no sabes lo que es el mono en un recién nacido. Llorando hasta quedarse sin aliento. Se te introducía en el cerebro hasta volverte loco, hasta que hubieras hecho cualquier cosa para que se callara, pegarle, ahogarle...

- ¡Mac!

- Esa es la verdad, Isabel. Te vuelves loco con esos llantos, porque no hay nada que los haga callar, nada excepto un pico. El silencio que sigue es una bendición.

- ¿Por qué no la llevaste a un centro?

- Era mi hija. Algo por lo que luchar. Si la entregaba lo perdía todo. No. Quise curarme. Mi hija me necesitaba y no podría ayudarla si yo era un borracho o un drogado.

Borracho. Antes decía alcohólico. Pero Isabel guardó silencio.

- Y entonces saltó la liebre: Sida. Había nacido portadora, pero al pincharla un día tras otro para darle el chute con la jeringuilla que ella misma utilizaba, Esther le desencadenó la enfermedad. Ahora está terminal.

Retenía las lágrimas.

- No creo que viva más de un año -la serenidad con que lo dijo impresionó a Isabel-. Así que le voy a administrar toda la droga que necesite. No voy a verla sufrir.

- Mac esta es una enfermedad nueva. Apenas hay algún caso en España. ¿Cómo sabes...?

- Se la contagió un bisexual de la base americana.

- ¿Y tú? ¿Esther te lo...? -no acabó la frase, no podía.

- No lo sé. Aún no tengo los resultados. Hace tiempo que no me acuesto con Esther. Desde que sabe que lo tiene no lo permite.

Por primera vez Isabel sintió respeto hacia aquella mujer.

- Voy a casarme con ella si acepta.

Isabel apretó los labios.

- ¿Por qué? ¿Cuánto hace que estáis juntos? -calculó la edad de la niña- ¿Dos años? ¿Por qué ahora? Sabes que va a morir.

- Me he encariñado de Raúl. No tienen familia. En cuanto Esther muera lo cojera Menores.

- Quizá sea lo mejor.

- No me fío del Tutelar.

- ¿Qué puedes darle tú? Mac, mírate, ¿qué puedes darle?

- Sería algo por lo que luchar. Cuando me enteré que mi hija...

Su hija. Isabel sintió una puñalada.

- ... tenía el sida me derrumbé, volví a las andadas. Entonces me di cuenta que Esther también moriría. Aunque parezca mentira hasta ese momento nunca se me había ocurrido. Moriría y dejaría solo al chico. Llevo un mes. No me puedo quejar. Aunque estoy cambiando la heroína por el alcohol.

- Un gran cambio -ácida.

- Todo me ha salido mal en la vida. La culpa ha sido mía, desde luego. Pero al menos ahora tengo un objetivo.

- ¿Por qué te juntaste con ella?

Ya no podía reprimir los celos.

- Me sentía solo, y me gustó.

- ¡Te gustó!

- ¿Qué esperabas oír?

- Pero, ¿qué ves en ella?

- No siempre ha sido así. Ella...

- ¿La quieres?

¿Quererla? Sí, la quería. La quería como quería a Isabel. Que Dios le perdonara, pero era así. Por distintas razones, por distintos motivos estaba enamorado de ambas.

- ¿La quieres?

La irritación hizo que la pregunta saliera aguda.

Los labios de Mac temblaron.

- Sí.

La ese siseó.

Debía esperarse aquella respuesta, porque Isabel no se alteró.

- ¿Y a mí?

- Por el Amor de D...

- ¿Y a mí?

- Te he dicho que la quiero a ella, ¿por qué sigues insistiendo?

- Porque conozco cada uno de tus rasgos y sé cuando te pasa algo. Respóndeme.

- Sigues en un sueño -murmuró. No desvió la vista, se obligó a mantenerla.

La comisura de Isabel se movió lentamente.

- He esperado cinco años. Podré esperar unos pocos más.

El tono tenía un deje de crueldad o sadismo, no habría sabido concretar, que asustó a Mac.

- ¿Nunca te rindes?

- No, Mac. Nunca. Es posible que la ames, pero también puede ser que lo confundas con caridad. Sea lo que sea no vivirá mucho.

- No hables así.

- ¿Por qué? ¿Acaso miento?

- Porque parece que desees su muerte.

- ¿Y qué si es así? No le debo nada.

Las cejas de Mac se unieron nublosas.

- Llevas mucho tiempo aquí.

La echaba. Isabel se maldijo. Se había vuelto a dejar llevar por su temperamento. ¡Pero es que nunca esperó...! ¡Nunca creyó...!

- Mac, me da lástima esa chica, sinceramente.

- No quieras arreglarlo.

- Estoy hablando en serio. No le deseó ningún mal, créeme, pero no puedes esperar que sea caritativa cuando me comen los celos.

- Te dije una vez que no te iba el papel de novela rosa.

Isabel irguió la cabeza clavando sus ojos en los de Mac.

- Eres un quijote, siempre lo has sido y no has cambiado. Sé que me quieres aunque no quieras decírmelo, y por algún capricho de tu extraña naturaleza también la amas a ella. Bien, Esther te necesita más que yo, es cierto. Adelante. No te estorbaré. Pero cuando muera, y no intento ser cruel, piensa un poco en mí.

- Isabel -murmuró-, con la cantidad de chicos que hay, ¿por qué yo?

- ¿Y por qué ella? Dime, Mac, ¿por qué?

 

 

 

 

 

4

 

 

- ¿Vas a irte?

La voz de Raúl desvió la atención de Mac, que veía pensativamente desde la ventana a Isabel entrando en el coche.

- ¿Por qué dices eso?

- Todos os vais.

La voz fue casi inaudible.

Mac se arrodilló frente a él. Raúl tenía aspecto de desamparo.

- ¿Es que quieres que me vaya?

Al niño le temblaron los labios. Había conocido a varios hombres conviviendo con su madre y siempre había sido igual. Discusiones, golpes, tanto para ella como para él, y al final se largaban. Mac era distinto. Nunca le pegó, era cariñoso, también con mamá, aunque no lo comprendía. Mamá se ponía histérica con aquello que se inyectaba y Mac también se ponía nervioso por lo mismo, cuando le faltaba, pero sabía controlarse y si se enfadaba con mamá nunca se lo hacía pagar a él. Siempre había sido bueno, pero lo fue más cuando nació su hermanita, como si hubiera temido que él se pusiera celoso. Jamás había importado a nadie hasta que llegó Mac. Si ahora se iba...

Negó con la cabeza.

- Pues no me iré -aseguró.

Raúl parpadeó. Mac nunca le había mentido.

- Pero esa... -murmuró-, es muy guapa.

Mac sonrió.

- Sí, lo es.

- La quieres.

No era una pregunta.

- ¿Por qué lo dices?

- Porque se llama Isabel, he visto su reacción cuando le has dicho el nombre de mi hermana.

La afirmación hizo que Mac pensara en Dani. Estaba visto que a ningún crío se le escapaba nada.

- La quise -se salió por la tangente.

- ¿Mucho?

- Sí, mucho.

- ¿Y a mamá?

Los vivos ojos de Raúl indicaban que no le había engañado.

- También.

- ¿Mucho?

Mac titubeó. Había procurado siempre ser honesto con Raúl, como su padre con él, pero era difícil serlo sin herir sus sentimientos.

El niño bajó la vista reteniendo las lágrimas. Aunque lo negara se iba a ir.

- Es distinto -contestó Mac. Se sentía cogido, sin saber exactamente qué decir.

- ¿Distinto?

Raúl hizo una mueca de extrañeza. ¿Cómo podía ser? Se quería o no se quería.

- Era un crío cuando me enamoré de Isabel.

- ¿Como yo?

- No, más viejo.

No puntualizó pensando en lo absurdo de sus palabras, aunque cuando se unió con Esther fue más por soledad que por cariño.

- Quiero decir que a esa edad se ama con mucha pasión, como Romeo y Julieta. ¿Has oído hablar de ellos?

- No. ¿Quiénes son?

- Ya han muerto.

Mejor no dar más explicaciones o se metería en un callejón sin salida.

- ¿Ya no tienes pasión?

- Es más práctica. Mira, Isabel es como la lotería que siempre deseas que te toque y nunca sucede. No tienes más remedio que conformarte con lo que tienes. Todos soñamos con el gordo creyendo que nos lo va a solucionar todo y todos olvidamos que quizá seamos más felices si no nos toca. ¿Me comprendes?

- No.

Mac suspiró.

- Me gustaría casarme con tu madre -dijo directamente.

Raúl abrió los ojos.

- Si te parece bien -puntualizó Mac.

- Pero quieres...

- Quiero a tu madre. Te quiero a ti y a la pequeña.

- ¿Y a Isabel?

- Quiero estar con vosotros, no con ella.

- Entonces, ¿no nos dejas?

- En la vida.

El cuello de Raúl se contrajo. Lo abrazó.

- Yo también te quiero -musitó. Era la primera vez que lo decía y necesitaba decirlo. Tenía cinco años cuando Mac se juntó con su madre y a medida que había ido pasando el tiempo el deseo de que aquella unión fuera definitiva había ido en aumento.

Sintió que Mac también lo rodeaba con sus brazos. El niño cerró los ojos. Mac nunca le fallaría, lo supo en aquel momento, nunca lo apartaría de su lado como hicieron los otros y siempre hallaría un momento para dedicarle a él, para jugar y escucharle.

 

 

 

 

 

5

 

 

No podía dormir y posiblemente Esther tampoco lo hacía porque no la oía apenas respirar. Se mordió el labio inferior ligeramente, la imagen de Isabel martilleaba su cabeza. Al final se movió, abarcó a Esther con su brazo derecho pegando su cuerpo a la espalda de la joven. Quería sentirla cerca para que la imagen de Isabel desapareciera de su mente. Posó sus labios en la nuca.

- No... -protestó Esther.

Mac insistió.

- Déjame.

- ¿Sabes el tiempo que no lo hacemos?

- Y seguiremos igual, no quiero que te contagies.

- Me pondré preservativo, es lo que dijo el doctor.

- He dicho que no. Además, tienes a Isabel.

Notó que los labios de Mac en su cuello se enfriaban.

- Aquello acabó.

- ¿Estás seguro?

- ¿La habría traído aquí para que te conociera?

Esther volvió el rostro hacia él. Mac aprovechó para besarla en los labios. Sintió cómo se relajaba respondiendo al beso.

- Te quiero -murmuró.

- Da igual, no quiero hacerlo.

- Por el amor de Dios.

- No. Esto no debió pasar.

- ¿El qué?

- Esto. Tú estabas solo y necesitabas a alguien. Y yo necesitaba un hombre y un macarra que no fuera exigente.

- Nunca he sido tu chulo.

Ella lo miró tierna.

- Eres extraño, Mac. Al principio no sabía qué pensar de ti. Pero has sido bueno con Raúl y él te quiere.

- ¿Y tú?

- Me he acostumbrado a ti.

- ¿Sólo eso?

- No. Pero es tarde. Estás confundiendo el amor con la lástima.

- No es cierto.

- Sí, Mac. Te dimos pena el niño y yo.

- Al principio.

- Y ahora.

- Ahora no.

- Lo que pasa es que también te has acostumbrado a nosotros.

- Esther...

- Dime que no estabas pensando en ella hace un momento.

Mac guardó silencio, convencido de que si lo negaba ella descubriría el engaño.

- ¿Lo ves?

Mac la acarició. No hubo sensualidad, tan sólo ternura, y tal vez por ello Esther se estremeció, sus senos pusieron turgentes.

- No voy a dejarte -murmuró Mac-. No me importa que la desee, la haya querido o la ame aún. No quiero dejarte.

- ¿Por qué, Mac?

Le costaba rechazar aquellas manos. Eran distintas a todas las demás, no había necesidad ni lujuria, eran tiernas, parecían hablar aún más que las palabras, le contaban que Mac no mentía, que equivocado o no, el joven sentía lo que decía.

- No lo sé -y era sincero-. Simplemente no quiero.

¿Miedo quizá? Pudiera ser. Estaba a gusto allí. Durante aquellos tres años que vivía con aquella familia, había notado que se establecía en él una estabilidad que no poseía. Gabriel desapareció definitivamente, y el crimen de Eduardo, y su sensación de culpa. Todo se había ido. Tal vez por ello se sintió con fuerzas para intentar abandonar las drogas y no porque su hija lo necesitase, tal vez lo uno era complemento de lo otro. Pero era cierto, el hogar de conveniencia que crearon había llegado a formar una parte importante de él. ¿Cómo podía dejarles? ¿Y si todo regresaba otra vez? Sí, quizá fuera eso: miedo. Quizá Esther lo conocía mejor que él a sí mismo.

- Quiero casarme contigo -era lo único que sabía de cierto.

- No seas imbécil.

- Soy práctico. ¿Cuánto te queda de vida?

Los ojos de Esther se llenaron de lágrimas.

- ¿Un año? -prosiguió Mac- ¿cinco? No quiero que Raúl vaya a ningún orfanato y no creo que tú lo desees.

- ¿Estará mejor contigo?

La misma objeción que Isabel.

- Estoy saliendo.

- Llevas dos años intentándolo. ¿Cuántas veces has recaído?

- Saldré.

- Eso decimos todos.

- Iré a un centro.

- Ya, ¿con qué lo pagarás?

- Raúl no estará peor conmigo de lo que está ahora con los dos.

Esther lo miró herida.

- Dame una oportunidad -musitó Mac.

Aquellas manos...

Volvió a sentir los labios de Mac en los suyos, los sintió agredirle suavemente venciendo su resistencia. De todos los hombres que había conocido ninguno era como él. No sabía nada de su pasado, apenas hablaba de él, pero sus reacciones no eran las de quien crece en las calles a pesar de que las conocía bien. Tampoco tenía importancia. Lo había visto cambiar con los años, más sosegado, más seguro de sí mismo. También Raúl había cambiado. Aquellos ojos de terror que tenía desde que nació habían desaparecido, Mac nunca le pegó, nunca le quitó autoridad a ella, nunca discutió con ella delante del niño, aunque tampoco fue permisivo con Raúl. Parecía conocer las necesidades del pequeño como si antes las hubiera pasado él y, sin embargo estaba segura que Mac nunca recibió malos tratos.

Fue más el comportamiento de Mac con su hijo que con ella lo que hizo que terminara cogiéndole cariño. Raúl no había conocido lo que era una familia hasta que llegó Mac. Era curioso cómo aquella unión de conveniencia había generado en...

- No.

- Por favor.

- No.

- Me pondré un preservativo.

- ¡No!

Mac apretó los maxilares, pero no había ira en su rostro.

- No quiero contagiarte, ¿no lo comprendes?

- Lo que comprendo es que te acuestas con todos menos conmigo.

El tono fue tenso.

- ¡Sí! -replicó Esther- ¿Sabes por qué? Porque no son nada. Porque me gustaría matar a todos esos asquerosos, clavarles un cuchillo y hurgar con él en su podrido corazón. No me importa con ellos, que se contagien y que se mueran.

Mac no respondió. Estaba grave.

- ¿Te escandalizo? -gruñó Esther.

- En absoluto.

- Estás curado de espantos, ¿eh?

El rostro de Esther se suavizó.

- ¿No lo comprendes? -repitió en un murmullo-. Eres importante para mí.

- ¿Hasta qué punto? ¿Hasta el punto de casarte conmigo?

- Mac...

- Mírame a los ojos. ¿Hasta qué punto soy importante?

Habían sido felices durante el primer año, más por el cumplimiento del trato entre ambos que por afecto, pero cuando nació la niña Mac se transformó. Esther lo vio luchar contra su adicción con intervalos de espectaculares recaídas aumentando la dosis peligrosamente, pero siempre reaccionando, siempre empezando de nuevo. Lo había visto enflaquecer, perdiendo el sueño en su intento por sacarlos a todos adelante, oyéndolo llorar mudamente, en silencio, creyendo que ella dormía cuando supo que Isabel tenía sida. De día lo ocultaba excepto en la mirada, unos ojos de sufrimiento físico. Nunca le oyó decir nada, ningún reproche, algo que sí habrían hecho los otros. Pero ella no tenía culpa, eran cosas que sucedían y así parecía verlo también Mac.

Aún era bonita cuando se conocieron, su aspecto no estaba tan deteriorado. Su cabello era largo, sus pechos aún se mantenían erguidos. Estaba pasando un mal momento y Raúl se criaba en la calle abandonado hasta por ella misma, desprotegido y apaleado por los compañeros que compartían la vida de su madre, cuando no lo hacía ella, buscándose la vida para poder sobrevivir, mendigando, robando, generando una violencia que le convertiría en delincuente.

Esther necesitaba un hombre que la protegiera a ella de los abusos de los proxenetas y metiera en cintura a Raúl antes de que fuera tarde. Encontró a Mac, hambriento, alimentándose a base de heroína en un camino de autodestrucción, robos y detenciones como no lo había visto nunca en nadie. Aún no sabía qué le llamó la atención de él, quizá los ojos, los tenía muy especiales.

Habló con Mac, le propuso un trato. Vivir con ella, educar a Raúl; a cambio le daría parte de lo que ganaba. Su macarra. El joven no respondió, la recorrió con los ojos; estaba buena, pareció reflejar su rostro, pero Esther no vio en él nada sensual.

Cuando Mac aceptó fue cuando Esther tuvo miedo. No lo conocía de nada, podía ser más violento y peligroso que los que se había relacionado anteriormente. Pero aquellos ojos... su expresión le intrigaba tanto como ahora.

Todo fue bien y nunca pudo creerlo del todo. Mac tenía algo, no habría sabido decir qué era. No alzaba la voz, no levantaba la mano a Raúl. Esther estaba convencida de que había introducido a un inútil en casa y necesitó un tiempo para darse cuenta del cambio de actitud de su hijo. Más tranquilo y sereno. Lo veía acurrucarse cerca de Mac para ver la tele por las noches durmiéndose en sus brazos. Lo veía feliz.

- Abrázame, Mac, por favor, abrázame.

Había llegado a quererle con el tiempo, imposible no hacerlo, era atento y cariñoso con ella, con Raúl, y aún más desde que nació la niña.

- Abrázame.

Necesitaba sentirlo, tenerlo, saberse protegida por él. Hacía días que no se prostituía, los hombres huían de ella y no era de extrañar, tenía el sida, complicado con un montón de mierda, un no-sabía-qué de Casposi, las manchas aquellas de piel y que decían que era un tipo de cáncer.

- Fuerte, abrázame, fuerte.

Lo hacía, sí, lo hacía, él no se asustaba, no la rehuía ni la rechazaba. No podía ser lástima, no tenía miedo al contagio. La muerte estaba allí, Esther la sentía circular por sus venas, en cada paso que daba, en los accesos de tos, en las manchas cada vez más numerosas de su piel, en su debilidad, en los ojos de los que se apartaban de ella como una apestada. Y lo estaba, ¿no era así? Sí, lo estaba, podía verlo en los reflejos de los escaparates, una zombi que se negaba a ir a la fosa. Pero no en los ojos de Mac, en ellos no lo veía.

Tenía que amarla o aquello no tenía lógica, tenía que amarla o es que buscaba un suicidio.

Mac la besó suavemente y Esther cerró los ojos para sentir mejor la dulzura del beso acariciando el cuerpo masculino.

- Usa dos gomas -murmuró mientras Mac le besaba la piel sin prisas-, no permitas que te contagies, no lo permitas.

 

 

 

 

 

6

 

 

No tenía sida según los análisis, aunque el médico no le aseguraba que no lo padeciera al cabo de seis meses si persistía en sus prácticas sexuales con Esther.

- Uso dos preservativos a falta de uno, me lo exige ella misma.

Bueno, al menos la muchacha tenía más seso que él, pero no podía partir del hecho de que estaba a salvo. El sida era una enfermedad nueva. Se sabía su transmisión por la sangre y la relación sexual, pero pudiera ser que existieran otras. No debiera creer que por el uso de preservativos ya estaba protegido, quizá se contagiara por el beso.

- ¿El beso?

Sí, el beso. Se estaba estudiando la posibilidad de que el virus estuviera en la saliva. Su capacidad de contagio, si era así y en este último caso, dependería de su concentración y resistencia. Aunque en el caso de Mac tampoco tenía mayor importancia dado su otro factor de riesgo: la heroinomanía por vía endovenosa. Esther se había contagiado posiblemente por la aguja, adujo, Isabel también y él terminaría contagiándose tarde o temprano. Si a esto se añadía su hepatitis crónica y... ¿Cuánto fumaba? ¿Dos paquetes?

- Dos y medio.

Demasiado tabaco para su edad. Terminaría con un cáncer de pulmón o de faringe si se tenía en cuenta el alcohol que bebía. Si no era alcohólico no tardaría en serlo con la consecuente úlcera gastroduodenal, hepatitis tóxica a añadir a la crónica que padecía, probable cirrosis si no dejaba de beber, pancreatitis y quién sabe si otro cáncer.

Bien, ¿no decía nada? ¿No le hacía recapacitar todo aquello?

- No. También el nacer es nocivo para la salud.

- ¿El nacer?

- Todos lo que nacen se mueren, ¿no?

El médico enrojeció.

- Lárgate de aquí. Haz lo que te dé la gana.

Se detuvo un instante en la sala de espera, era el sitio que más le enfermaba del ambulatorio, sobre todo cuando tenía delante suyo a más de cincuenta pacientes. Solía llevar en aquellas ocasiones un periódico para entretenerse y posteriormente perdía el tiempo observando a los enfermos estudiando el aspecto de cada uno y procurando deducir la psicología y dolencias que padecían, conjeturas que nunca supo si eran acertadas al olvidarlas tan deprisa como las elaboraba.

Luego, en su turno, se levantaba de la silla y caminaba hacia la enfermera que aguardaba en la puerta del despacho. Entraba y D. Valeriano Piqué y Constancio, doctor en medicina, alzaba los ojos por encima de las lentes preguntándose por el nombre del paciente que tenía delante a quien, seguro, conocía de vista. Sólo cuando recordaba las enfermedades sabía quién era el enfermo, mientras la cantinela ¿el último, por favor? atravesaba terne la puerta.

No se entretuvo mucho en la sala de espera, lo suficiente para extraer unas monedas del bolsillo y contarlas. Tenía bastante para llamar por teléfono.

Salió del ambulatorio y caminó hacia una cabina telefónica recordando, sin saber por qué, que cuando se escapó de casa con doce años se utilizaban fichas en vez de monedas.

Marcó el teléfono de su madre. No se había equivocado. Isabel había hablado con ella después de su conversación. Sí, estaban bien. Quique quedó completamente restablecido de su herida, Juan tenía novia... ¿y él? ¿Cómo estaba? ¿Por qué no regresó o al menos llamó?...

Su madre seguía tan comprensiva como siempre.

... ¿Que se casaba? ¿Que no quería que fueran a la boda?

- No, mamá... ¿Qué dices de un escaparate? Ah, disparate -malditos ruidos- ¿Que es un disparate? Bueno, sí, pero creo que es mejor así.

- ¿Con quién?

- ¿Eh?

- Que con quién te casas.

- ¿Con quién va a ser, mamá? Con una chica, ¡no va a ser un tío!

- Pero, ¿cómo se llama? ¿Qué pasa con el pescado?

- ¡Juzgado! ¡Me caso en el juzgado!

- ¿Por la Iglesia, no? ¡Dios santo! ¿Que espera un niño? Ah, que tiene un niño. ¿De ocho años? Viuda, claro. ¿Soltera? Mac, ¿lo has pensado bien? Mira que hay mujeres muy malas.

Dichosos ruidos. Entre eso y que se iba la voz no sabía qué le había dicho su madre sobre unas palas.

- Tengo una hija, se llama Isabel.

- ¿Que tienes una hija con Isabel? ¿Pero es que vas con las dos...? Mac, Mac... ¡Responde! ¡Mac, no te hagas el sordo!

- ¡Mamá! ¿Me oyes? ¡Teléfono del copón! ¡Mam...! ¿Quién es usted? ¡Yo no soy Rosario! ¡Métase los besos donde le quepan! ¿Mamá? Oye, un cruce, ¡un cruce! ¡Que no me escuece nada! ¡UN CRUCE! ¡Eso! ¿Qué decías de Isabel? ¡¿Que tiene un hijo?! ¿De quién?

¡Tendría desfachatez! ¡Ya sabía él de quién!

- Coño, pues quizá lo sepa, pero no caigo. ¿Purita? ¿Isabel un hijo con Purita? Si no es lesbi... y, ¿qué Purita es esa? ¿De qué Purita me hab… pero, usted, quién es?

- Mac, ¿qué dices, que estás liado con una Purita? ¡San Macario bendito! ¡Tres mujeres! ¡¡Cuatro!!

- ... atro, sí, la cara hecha un cuatro de la hostia que le voy a dar. ¡Mi Purita es mía!, ¿se entera?

- Como si la quiere llevar en el bolsillo. ¡Deje la línea libre! ¿Mamá? ¿...? ¡Adiós monedas!

Se había cortado la comunicación. Pero con todo había sido interesante, su familia estaba bien, e Isabel tenía un hijo. ¡Bien callado se lo tenía! ¡Y le había ido con el cuento de que lo había estado esperando!

Eulalia por su parte seguía santiguándose. ¡Virgencica del Pilar! Mac había preñado a Isabel, se casaba con otra, ¡una pelandusca (seguro) con un niño! y encima estaba liado con una tal Purita y con otra que no sabía su nombre.

¿A quién había salido su hijo?

 

 

 

 

 

7

 

 

No le gustaría. Al principio se alegraría y luego lo llamaría imbécil porque con su posición actual no debería mezclarse con gentuza. Lo conocía bien. ¡Pues al diablo! También Mac lo conocía a él, así que no debería extrañarse.

La mujer que abrió la puerta lo estudió atentamente. Germán llevaba unos tejanos descoloridos y una cazadora no mucho mejor.

- ¿Qué quieres?

- Soy amigo de Mac. ¿Está aquí?

- No.

- ¿Puedo pasar y esperarle?

Una pregunta directa. Esther lo miró recelosa. Luego se apartó.

- No creo que tarde mucho. Lleva toda la mañana fuera.

No debería haberse confiado, pero Mac nunca se había metido en líos para que fueran matones a casa. Además aquel joven tenía un característico acento aragonés que le recordaba el de Mac.

Germán recorrió con los ojos lo que suponía que era el comedor.

- Siéntate.

La joven tenía las pupilas dilatadas y se abrazaba restregando las manos por el antebrazo como si tuviera frío.

- Oye, tu cara me suena.

- Pudiera ser -contestó Germán.

Haber sido el diputado más joven en las últimas elecciones tenía sus inconvenientes. El dinero abría todas las puertas, estaba visto. Y su bendito suegro no estaba dispuesto a que su Isabelita se casara con un pelanas. No podía conformarse con meterlo en el partido y tener un cargo específico en él, no, tenía que introducirlo en el Congreso. Debería haberse negado, pero Elisabet lo convenció llevada por sus propios afanes políticos.

- ¿Hace mucho que conoces a Mac?

- Sí -sonrió-, bastante.

- ¿Y siempre ha sido tan reservado?

Germán asintió.

- Mamá -se abrió una puerta apareciendo un niño-, Isabel no cesa de llorar.

- Ahora vendrá M... Mac -había estado a punto de rectificar diciendo tu padre. Sintió algo extraño ante este pensamiento, una sensación agradable, pero no lo dijo, aquello no podía resultar bien, Mac lo hacía por caridad aunque él mismo no lo viera.

Raúl parpadeó. Miró a Germán. Se refugió nuevamente en la habitación.

- Un chico muy majo -comentó Germán por decir algo. Isabel no se había inventado nada.

- Sí -incómoda. Se mordió el labio inferior- ¿Cómo es Mac? -preguntó bruscamente.

- Bueno, hace tiempo que no lo veo, no sé si habrá cambiado.

- ¿Cómo era? -rectificó.

- Un gran chico.

Una respuesta que no decía nada.

Esther se estremeció. El mono le estaba dando fuerte aunque intentase mantener la compostura.

Sólo los ojos de Germán cambiaron. La ¿muchacha? (¿Qué edad tendría?) no quería que viera que padecía el síndrome de abstinencia.

- ¿Pero era... era capaz de hacer las cosas por caridad?

Germán negó con la cabeza sospechando por dónde iban los tiros.

- No, nunca. Lo que ocurre es que tiene un carácter muy especial. Mac -lo que iba a decir era importante por lo que había contado Isabel y por la pregunta de Esther- nunca se ha aceptado a sí mismo. Está tan convencido de que es un miserable que no cree que pueda tener buenos sentimientos, así que se avergüenza de ellos.

Esther no respondió; su actitud era más sosegada.

- Él... -murmuró- quiere casarse conmigo.

- Enhorabuena -sonrió.

La felicitación era sincera.

- Pero tengo sida.

- No lo hace por piedad. Eso te lo aseguro.

- Cuesta de creer.

- Lo comprendo. Mac es bastante complicado.

Esther sonrió tímidamente.

- ¿Quieres creer que no sé nada de él?