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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2008 Molly Fader

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Algo por lo que luchar, n.º 143 - septiembre 2018

Título original: Worth Fighting For

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-094-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Jonah Closky miraba por la ventana y pensaba en dinero. Montones de dinero.

Apenas escuchaba a Gary Murphy, su socio, que seguía leyendo en voz alta el contrato. Por lo general casi nunca le hacía caso, pero esa vez era porque estaba calculando mentalmente el beneficio que obtendrían una vez que Gary terminara la lectura y pasaran a firmar el documento.

Cobrarían una fortuna. Y sin embargo para Jonah, para la Haven House, no sería suficiente. Nunca sería suficiente.

—«Rick Ornus, vendedor, acepta pagar los gastos de remoción de terreno en la esquina noroeste de su propiedad…» —seguía leyendo Gary.

Rick, que se hallaba sentado al otro extremo de la larga mesa, alzó una mano para interrumpirlo:

—No estoy de acuerdo.

Jonah reaccionó inmediatamente. Los términos de aquel contrato ya habían sido repasados un montón de veces.

—¿Realmente es necesario hacer eso? —inquirió Rick.

—Bueno… —Gary alisó los papeles sobre la mesa, manteniéndose tranquilo cuando Joan sabía que estaba a punto de sufrir un ataque—. Teniendo en cuenta la cantidad de arsénico que hay en ese suelo, sí, por supuesto —sentenció—. Trataremos el resto de la propiedad y volveremos a hacer análisis, pero habrá que excavar toda esa esquina y sustituir la tierra.

Rick se volvió hacia Jonah, sonriendo:

—Vamos, Jonah… Esto podemos resolverlo de otra manera. Ya sabes que a cambio de alguna cantidad, Barringer podría hacer la vista gorda y…

—Yo no soborno a los cargos municipales. Y tampoco pienso edificar sobre terreno contaminado.

—¿Y qué me dices de tu último proyecto? Tengo entendido que estabas a punto de construir y el ayuntamiento te negó el permiso precisamente porque el terreno estaba contaminado.

—¿Dónde has oído eso? —quiso saber Gary, y a Jonah le entraron ganas de estrangularlo por su ingenuidad. No le extrañaba que jugara tan mal al póquer. Hasta un niño de diez años disimulaba mejor que él.

—Todo el mundo lo sabe —continuó Rick—. Ayer me llamaron por lo menos siete personas para decírmelo. En poco tiempo saltará a la prensa.

Gary miró preocupado a Jonah, que con un discreto gesto le indicó que se tranquilizase.

—¿Y bien? —Rick sonreía con engreída satisfacción—. ¿Por qué no os saltáis esa justiciera ley ambiental y vamos directamente al grano? Os habéis tomado mucho trabajo en dároslas de ecologistas, pero evidentemente…

«Pues esta vez la has fastidiado», pensó Jonah. «Ahora sí que me siento ofendido». Los beneficios que había estado calculando hasta hacía unos segundos se vieron de pronto reducidos a cero.

—No hay trato —concluyó, inclinándose hacia delante.

—¿Cómo? —exclamó Rick—. Estábamos a punto de firmar los papeles… —miró a Gary, que ya había visto suficientes escenas como aquélla y sabía su final.

Gary se limitó a recostarse en su silla mientras arrojaba el contrato sin firmar a la papelera.

—¿Qué haces?

Mucho tiempo atrás, Jonah se había hecho la solemne promesa de hacer cualquier cosa que le exigiera su trabajo, menos justificarse a sí mismo o suplicar a los demás. Y aunque tendría que hacer negocios con ratas como Rick, se aseguraría de que esas ratas supieran que él no era una de ellas.

—De verdad que no entiendo cuál es el problema… —dijo Rick, ya no tan engreído como antes—. Vosotros queréis la tierra y yo os la puedo vender. Y todos podemos ganar un montón de dinero si simplemente nos olvidamos de ese problema del suelo. Cualquiera diría que es la primera vez…

—Basta ya —lo cortó Jonah, levantándose tan rápido que estuvo a punto de derribar la silla—. Fuera de aquí.

—Vamos, Jonah, seguro que podemos…

—No podemos —Jonah abrió la puerta y se dirigió a Katie, que estaba en el mostrador de recepción—. Llama a seguridad.

—¿Sabes una cosa? Te estás ganando una pésima reputación, Jonah. Entre todos los agentes inmobiliarios que están dispuestos a apuñalarte por la espalda y ese asunto del suelo contaminado de tu proyecto anual, dentro de muy poco absolutamente nadie querrá hacer negocios contigo.

Una semana atrás, aquel canalla de Rick se había sentido tan aliviado de que Jonah quisiera comprar su tierra contaminada que había accedido a todas sus condiciones, incluidas las de la descontaminación del terreno.

Pero luego habían recibido los resultados de aquellas pruebas de contaminación en la propiedad de su último proyecto inmobiliario, de las que al parecer todo el mundo estaba enterado, y la situación de Jonah se había vuelto delicada.

—Permíteme hacerte una resumen de lo que ha pasado, Rick. No sólo nuestro negocio se ha ido al garete, sino que voy a asegurarme de que no consigas venderle esa asquerosa propiedad a nadie. Además de que en la vida volverás a firmar un contrato de venta en Nueva Jersey.

Rick se volvió entonces hacia Gary, que se encogió de hombros.

—La pifiaste al pensar que nosotros éramos como tú, Rick.

El tipo empezó a boquear como un pez fuera del agua y Gary se levantó también, suspirando.

—Vete ya, Rick… antes de que Jonah decida echarte a patadas.

Rick miró a uno y a otro y se marchó… llevándose consigo el provechoso margen de beneficios de la hipotética urbanización de apartamentos.

—Otra compañía comprará esa tierra —comentó Gary mientras se volvía para mirar por el ventanal. Al otro lado del río se recortaba nítido el perfil de Manhattan. Se sacó las gafas, se las limpió con un pañuelo y volvió a ponérselas—. Alguien que no quiera cargar con el problema del arsénico. Sobornarán a Barringer y a los inspectores y levantarán allí mismo un colegio o lo que sea, y todo porque tú no conseguiste dominarte con ese tipejo.

Volvió a suspirar y Jonah sintió remordimientos: por su amigo, no por él. Se estaba tomando las cosas demasiado a pecho.

—No —le aseguró Jonah—. Eso no ocurrirá —llamó de nuevo a su secretaria—: Katie, ponme por favor con David Printer, del Times —necesitaba saber hasta qué punto se iban a hacer públicos los resultados de la prueba de contaminación de su último proyecto. Y minimizar al máximo los perjuicios económicos que pudieran derivarse.

Katie asintió con la cabeza y se apresuró a hacer la llamada. Jonah cerró la puerta de la sala de juntas.

—Esos resultados nos perjudican, Jonah. Jamás habíamos fallado una prueba antes —le recordó Gary mientras se pasaba una mano por el pelo—. Menos mal que todavía no hemos empezado a construir. Esto puede ser una pesadilla.

—Retiraremos más suelo y haremos una nueva prueba dentro de tres semanas. Luego convocaremos una rueda de prensa y cerraremos el tema. Para finales de mayo estaremos construyendo.

—Si esto se llegara a saber… —Gary lo miró por el rabillo del ojo.

—No se sabrá.

—¿Pero y si se filtra? ¿Te imaginas las llamadas de nuestros inquilinos preguntándonos si sus hijos corren algún tipo de peligro? ¿Si se quedarán estériles o contraerán algún cáncer? —apoyó la cabeza en el cristal del ventanal—. Perderemos la subvención de la Haven House. Seguro que sí.

—No —se apresuró a negar Jonah. Aquel frágil sueño debía ser protegido a toda costa…

—Debería haber seguido como dentista. No sé cómo pude dejarme convencer de que me metieras en esto…

—Porque los dentistas son aburridos —replicó Jonah, cansado ya de aquella conversación. De repente sonó el teléfono y se sentó al tiempo que pulsaba el botón y aceptaba la llamada—. David, no sé cómo te has enterado pero…

—No soy David —la voz de su madre resonó en la sala.

—Mamá —exclamó mientras Gary se apresuraba a recoger sus papeles y abandonaba la sala, respetando su intimidad—. Te estuve llamando anoche pero…

—Estaba en casa de Sheila.

Jonah detectó el cansancio en su voz y deseó poder expulsarlo como había hecho con Rick. O absorberlo por el teléfono. Con gusto habría cargado con todas las preocupaciones que arrastraba su madre.

—¿Cómo está la tía Sheila? —la mejor amiga de su madre se había ganado el titulo de «tía» veinticinco años atrás, cuando lo estuvo cuidando mientras tenía la varicela.

—Muy bien. Me invitó a cenar con ella para celebrar las buenas noticias que le había dado el médico.

Jonah se recostó en su sillón con una sonrisa en los labios, sintiéndose mejor de lo que se había sentido en mucho tiempo.

—Ésa sí que es una buena noticia. Y sorprendente también.

—Sí que lo es.

—Deberíamos celebrarlo todos —propuso, pensando en su agenda—. Quizá con un viaje a finales del verano. ¿Qué tal al sur de Francia? Podríamos disfrutar de la playa y…

—Eso suena maravilloso, cariño, pero yo te llamaba por otra cosa.

Jonah giró el sillón de cara a la ventana y apoyó los pies en una esquina de la mesa.

—Está bien, ¿qué pasa?

Iris suspiró profundamente.

Conociendo como conocía a su madre, sabía que se trataba de una mala noticia.

—Jonah, el invierno pasado, cuando te dije que me fui con Sheila de vacaciones… no era verdad. Estuve en Nueva York… en la posada Riverview.

Se quedó helado al escuchar el nombre. La posada de sus hermanos. El lugar de residencia de su padre. De los hermanos a los que nunca había conocido. Y del padre del que no quería saber nada.

—Y voy a volver allí. Hoy mismo.

—¿Qué? —inquirió, asombrado—. ¿Por qué?

—Porque ya es hora de que lo haga. Ha llegado el momento de que ambos nos enfrentemos a ello.

—Mamá, intentaste enfrentarte con ello hace treinta años —le recordó cruelmente la situación que había vivido con su marido, con la esperanza de hacerle cambiar de idea—. Le escribiste dos veces. Y las dos veces Patrick te contestó diciéndote que no nos quería.

—No me quería a mí, Jonah. Eso no tenía nada que ver contigo. Y tiene unas ganas tremendas de conocerte.

—Bien, pues llega treinta años tarde. Creo que ya sabes lo que pienso de esto, mamá.

—Sí, pero…

Jonah soltó un gruñido. Cuando ganó su primer millón de dólares, se prometió solemnemente que jamás le negaría nada a su madre. La misma promesa que se había hecho con dieciséis años, cuando la veía matarse a trabajar limpiando casas.

Se prometió también que haría cualquier cosa que le pidiera. Y ella, hasta el momento, jamás le había pedido nada. Sin embargo, ahora tenía la sensación de que eso estaba a punto de cambiar.

—Quiero pedirte que me acompañes, Jonah. Que conozcas a tu padre. Que les des a tus hermanos una oportunidad.

Jonah podía destrozar financieramente a cualquier rival. Intimidar a cualquier inspector, a cualquier cargo municipal. Incluso en una ocasión había expulsado a la Mafia de sus terrenos. Pero a su madre no podía negarle nada.

—¿Cuándo? —suspiró.

—Tan pronto como puedas —respondió, y Jonah detectó una sonrisa en sus palabras. Una sonrisa de felicidad, contagiosa.

—Necesito unos pocos días —le dijo, con la mente puesta en su agenda. Unos pocos días antes de enfrentarse a una familia a la que, sin conocerla, aborrecía profundamente.

 

 

Daphne Larson sacó las cajas de hierbas aromáticas de la furgoneta y, cargando con ellas, se dirigió a la puerta de la cocina de la posada Riverview.

Esperaba que de un momento a otro se abriera la puerta y alguno de los chicos de Riverview saliera para ayudarla. Pero la puerta seguía cerrada y las cajas pesaban cada vez más. Así que al final, incapaz de abrirla sin soltar su carga, usó la cabeza para llamar por el cristal de la ventana, —Oh, por el amor de Dios… —exclamó Alice Mitchell, la directora del hotel, al tiempo que abría la puerta. Estaba casada con Gabe Mitchell, el propietario, y durante el último año se había convertido en la mejor amiga de Daphne—. ¿Llamando con la cabeza? ¿Qué es lo que te pasa?

—Que mi mozo de los recados me ha dejado colgada —explicó Daphne, dejando las cajas sobre el mostrador ya repleto de bandejas de frutas y de verduras para el menú de aquel día.

—¿Otra vez?

—Otra vez —y se dobló hacia atrás para intentar aliviar el dolor de la parte baja de la espalda.

—¿Por qué no entras a ver a Delia? —le sugirió Alice. Delia era la fisioterapeuta de manos mágicas que por aquel entonces estaba saliendo con Max Mitchell, el hermano de Gabe—. Tiene el resto de la mañana libre.

—Ojalá pudiera… —repuso mientras se echaba su larga trenza rubia sobre un hombro—. Pero tú eres mi última entrega y la cosecha de espárragos ya está encima, así que tengo que volver.

—Bueno, al menos tómate un té conmigo…

Olía tan bien en la cocina de la posada… A los pasteles caseros de Alice, ricos en calorías. Estaba segura de haber engordado casi un kilo sólo respirando aquel olor.

—Me encantaría, gracias —aceptó Daphne, deseosa de correr el riesgo con tal de aprovechar la oportunidad para sentarse. Quizá de paso pudiera hablar con Tim, el ayudante de Alice, a solas—. ¿Sabes de alguien que esté buscando trabajo? ¿Algún chico del programa de actividades extraescolares de Max, tal vez?

Alice negó con la cabeza mientras seguía preparando la masa de los pasteles. Tim se acercó para servirle un té con hielo; Daphne lo miró a los ojos, pero el joven le dejó la taza sobre el mostrador y se alejó enseguida hacia el otro extremo de la sala, donde estaba picando verdura. Tenía una pregunta altamente incómoda que hacerle, y necesitaba una respuesta para ese mismo día.

—Nosotros tenemos el mismo problema —la informó Tim con la mirada clavada en las verduras, como si estuviera hablando con ellas y no con Daphne.

—Oye… ¿tú no deberías estar descansando? —le preguntó Daphne a Alice—. Sólo ha pasado un mes desde que…

Su amiga puso los ojos en blanco.

—Eres peor que Gabe. Ha pasado un mes y medio. Tuve un bebé, no una amputación de pierna. Y estoy haciendo pasteles.

—Ya —Daphne bebió un sorbo de té—. Si quieres estar aquí fuera trabajando en vez de en tu casa, metida en la cama… es problema tuyo.

—Te aseguro que no estoy durmiendo mucho…

Daphne se echó a reír. Recordaba los primeros meses de la vida de Helen con una enternecedora nostalgia. Había sido una forma muy especial de tortura. Una tortura feliz que no dudaría en volver a vivir.

—¿Dónde está todo el mundo? —inquirió mientras se instalaba en un taburete, en una esquina de la sala. Habitualmente el lugar estaba abarrotado de miembros de la familia y empleados, pero ese día tenía un aspecto casi fantasmal.

—Se supone que Jonah llegará hoy —la informó Alice, y Daphne se la quedó mirando con la boca abierta.

—¿De veras? ¿Hoy?

—Ha llamado esta mañana. Y parece que todo el mundo ha encontrado una buena razón para salir a esperarlo fuera. Gabe, por ejemplo: es la primera vez que se le ha ocurrido podar los setos del jardín.

—¿Y por qué te has quedado tú?

La madre de Gabe y Max había desaparecido treinta años atrás para reaparecer hacía unos pocos meses, con la impactante noticia de que tenían otro hermano del que nunca habían oído hablar. Que Patrick tenía otro hijo: Jonah.

Iris había regresado a su casa para cuidar a una amiga suya que estaba recibiendo un tratamiento de quimioterapia. Y hacía apenas una semana que había vuelto a Riverview para anunciar la inminente llegada de Jonah.

Desde entonces, la familia no había parado quieta. Y la inquietud era mayor cuanto más tiempo pasaba.

—Yo no creo que venga —dijo Alice mientras se apartaba un rizo negro de la frente—. Sospecho que está jugando con nosotros. Ha pospuesto la visita tres veces en las dos últimas semanas y te juro que a Patrick le va a dar un ataque al corazón. Y en cuanto a Iris… —sacudió la cabeza.

Daphne asintió, compasiva. La situación de Iris bordeaba la tragedia. Con su cabello plateado y vestida siempre de negro, tenía un aspecto tan triste… Como si viviera cada día arrastrando la carga de sus errores, en eterna penitencia. Sin olvidar ella misma y sin dejar tampoco que los demás olvidaran.

—A Iris le aterra que todo el mundo acabe enfrentándose entre sí. Y probablemente tiene razón.

—¿Cómo se lo está tomando Gabe? —quiso saber Daphne. Max era optimista acerca de la visita de Jonah. Patrick se moría de ganas de verlo. Pero Gabe no tanto.

—Gabe está dispuesto a saltar a la primera mala mirada que le lance Jonah a Patrick —sacudió la cabeza mientras seguía alisando la masa con el rodillo—. Es como si hubiera vuelto a tener cuatro años y alguien estuviera intentando robarle su juguete favorito.

—Es una situación complicada —comentó Daphne.

—Hey, me he enterado de que Sven ha vuelto a poner esa tierra en venta —le dijo Alice, cambiando de tema.

Esa vez fue Daphne la que puso los ojos en blanco. Su vecino, Sven Lungren, y su propiedad, eran como una pesadilla recurrente en su vida. Más o menos una vez al año la ponía en venta y ella le ofrecía un precio que él siempre acababa rechazando. Pero al final no acababa vendiéndosela a nadie y Daphne no sabía si era porque nadie satisfacía su misterioso precio o porque lo había convertido en una táctica para torturarla.

Lo único que sabía era que si conseguía aquella propiedad, podría expandir su negocio. Las tierras de Productos Ecológicos Athens ya estaban suficientemente explotadas. Daphne rotaba los cultivos todo lo posible, pero la demanda de fruta y verdura ecológica estaba a punto de sobrepasar con creces su capacidad productiva. Además de que soñaba con convertir su pequeño manzanar en otro mucho mayor donde sus clientes pudieran surtirse ellos mismos. Pero para ello necesitaba tierra. Y dinero.

—Ayer precisamente le hice una oferta —le explicó—. Y sigo a la espera.

—Te deseo buena suerte…

De repente el llanto de Stella empezó a sonar por el altavoz del baby monitor, y el cuerpo de Daphne prácticamente se convulsionó de anhelo. Su corazón parecía reclamarla: «un-bebé», «un-bebé»,«un-bebé»… A las siete y media, su reloj biológico solía acelerarse. Habría dado cualquier cosa por poder decirle a su cuerpo que eso no iba a suceder, que no iba a tener más hijos, que acabara de una vez con aquella fanfarria hormonal. Pero no podía, y era como si su vientre aullara de dolor cada vez que sostenía a la pequeña Stella en sus brazos o la oía llorar por el monitor.

Alice se detuvo para escuchar y luego se apresuró a lavarse las manos.

—Eso es un llanto de verdad… Será mejor que vaya a darle la leche. Ya hablaremos después.

Finalmente Daphne se quedó con Tim a solas en la cocina. La oportunidad que había estado esperando.

—Olvídalo, Daphne —le dijo antes de que ella pudiera abrir la boca—. No voy a ir.

—Tim —suspiró—. Pero si ni siquiera sabes si…

—No me hace falta —se volvió para mirarla—. Te he acompañado a dos aburridas funciones en este último mes…

—Oh, vamos. No han sido tan aburridas —replicó, a sabiendas de que era una batalla perdida. Los actos electorales de recogida de fondos eran aburridos por definición. Pero le había prometido a su ex, Jake, que asistiría al próximo. Y lo que no podía hacer era ir sola—. Ésta será en beneficio de la escuela comunal. Un picnic estilo familiar. Y a ti te encantan los picnics.

—Odio los picnics —gritó prácticamente Tim—. Mira, si tan importante es para las aspiraciones de tu ex que tú estés allí, ¿por qué no vas de pareja suya?

Daphne le lanzó una mirada muy elocuente: antes comería cristales que presentarse en algún lugar público como pareja de Jake.

—Pues entonces no vayas —le dijo Tim volcando la verdura picada en un gran cuenco.

—Le prometí que iría —contestó, como si fuera tan sencillo. Le había hecho aquella promesa cierta madrugada de ocho meses atrás, cuando Jake, sentado a la mesa de su cocina, le estuvo mirando disimuladamente las piernas. Probablemente por eso mismo había aceptado, porque se había sentido halagada con aquellas miradas tan sibilinas. Habían transcurrido décadas desde la última vez que alguien la había mirado así. Pero había otras razones, bastante menos sencillas, por las que estaba dispuesta a ayudar a Jake…

—Además —dijo Tim mientras desmenuzaba un bloque de queso feta sobre la ensalada—, detesto decírtelo, cariño, pero no hemos conseguido engañar a nadie. La semana pasada, nada menos que tres tipos me pidieron que saliera con ellos…

—¿De veras? —inquirió, sorprendida. Había pensado que formaban una pareja bastante convincente.

—De veras.

Daphne suspiró, consciente de que la batalla estaba perdida.

—¿Alguno bueno? —al menos se alegraría por su amigo, aunque la dejara tirada.

—Pues sí —un brillo malicioso asomó a sus ojos—. El caso es que por mucho que me gusten los picnics familiares, Daph, estoy demasiado ocupado y, francamente: soy demasiado gay.

Daphne se echó a reír y le pasó un brazo por los hombros para darle un beso en una mejilla.

—Es una pena que todos los otros hombres de por aquí estén casados. Al menos los buenos —añadió, pensando en Max y en Delia. Corrían las apuestas sobre cuándo se declararía Max a la fogosa pelirroja. Daphne ganaría la suya si lo hacía antes del final de aquel verano.

—O están casados o no son gays —bromeó Tim, arqueando cómicamente las cejas.

—Perdón —una voz grave y profunda interrumpió sus carcajadas.

Daphne y Tim se volvieron hacia la puerta trasera, donde se recortaba la silueta de un hombre alto, moreno… y muy guapo.

«Vaya bombón», exclamó Daphne para sus adentros mientras su reloj biológico volvía a alterarse, como acostumbraba a hacer ante los hombres guapos de cierta edad. Aquel tipo era demasiado atractivo para ser real. La camiseta negra de sport y los vaqueros azules que llevaba debían de haberle costado más que el traje más elegante. O quizá la culpa fuera del cuerpo de primera clase que los lucía…

De pronto Daphne fue demasiado consciente de sus chinos llenos de barro y de sus botas de trabajo.

—¿Puedo ayudarlo en algo? —le preguntó Tim con naturalidad, como si aquel hermano guapo de Brad Pitt entrara en su cocina cada día.

Mientras tanto, Daphne apenas podía respirar. Y mucho menos hablar. El hombre misterioso se alzó sus modernas gafas de sol y Daphne tuvo la sensación de que lo conocía. De que lo había visto antes en alguna parte. Y también de que sabía algo sobre él. Algo malo. ¿Dónde lo habría visto?

De repente lo recordó. Su cara había salido en la portada del Times de la semana anterior. Construía urbanizaciones de apartamentos en terrenos contaminados.

—Soy…

—El Promotor Sucio —pronunció, chasqueando con los dedos—. Ya decía yo que me resultaba familiar…

Se arrepintió de aquellas imprudentes palabras tan pronto como escaparon de sus labios. Tim le propinó un codazo y el Promotor Sucio apretó la mandíbula al tiempo que la asesinaba con la mirada.

—Soy Jonah Closky —volvió a ponerse las gafas—. Y me marcho.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

«Qué bocazas que soy», exclamó Daphne para sus adentros mientras la puerta se cerraba detrás de Jonah.

—¿No es ése el Mitchell que tenía que venir? —inquirió Tim—. Y tú acabas de ahuyentarlo. Será mejor que te disculpes con él.

—¿Con el Promotor Sucio? —gritó. La simple posibilidad le daba escalofríos.

—Con el hijo de Patrick.

Daphne gruñó entre dientes. Tim tenía razón. Así que salió corriendo detrás de aquellas tres personas fundidas en una sola: el Promotor Sucio, el hijo perdido de Patrick Mitchell y el hombre más guapo que había visto en su vida.

Lo lógico habría sido que, a esas alturas, hubiera aprendido a pensárselo dos veces antes de hablar. Pero como Jake solía decirle, era como si hubiera nacido con un mecanismo averiado de fábrica. Y un carácter incompatible con la expresión «apropiado en todo momento y lugar».

—¡Hey, espere! —lo alcanzó cuando ya había abierto la puerta de su jeep.

Por fin se giró hacia ella. Pestañeó varias veces, deslumbrado por el sol.

—Lo siento muchísimo. Discúlpeme, yo no sabía que iba a entrar por la puerta trasera. Quiero decir que todo el mundo lo está esperando fuera, en la parte delantera de la casa, así que me disculpo otra vez. Más que antes, si eso es posible y…

Simplemente no sabía cuándo callarse. El hombre se la quedó mirando y Daphne empezó a jadear, como si estuviera bajando por una colina a demasiada velocidad. Sí que era guapo…

Hasta que de repente vio que se encogía de hombros. Ella se disculpaba y él se encogía de hombros. Se quedó anonadada. Aquel tipo se dedicaba a destruir el planeta y, para colmo, era un grosero. No se merecía a los Mitchell. Pero eso no era asunto suyo.

—Me llamo Daphne Larson, de Productos Ecológicos Athens. Su familia aparecerá enseguida. Se pondrán muy contentos de verlo, seguro.

Jonah miró la mano que le tendía como si le estuviera ofreciendo un puñado de estiércol. Una media sonrisa, o una mueca burlona, se dibujó en sus labios: no podía estar segura sin verle los ojos.

Se sacó las llaves de un bolsillo y barrió el jardín con la mirada, ignorando abiertamente su mano.

—Dile a mi madre que me llame al móvil —y se volvió de nuevo hacia su jeep.

«Vaya», pensó Daphne, admirada de su grosería. Apretó los dientes.

—Jonah —le puso una mano en el brazo, justo debajo de la manga, y la chispa que saltó entre ellos los sorprendió a ambos. La retiró inmediatamente—. Er… tu familia…. —lo intentó de nuevo, distraída por el cosquilleo que sentía en el brazo.

Se quitó las gafas de un tirón y volvió a fulminarla con la mirada. Aquel hombre no era solamente un grosero; era un loco. Su cuerpo entero irradiaba furia.

—No es mi familia.

—¿Ah, no? Entonces, ¿a qué has venido? —le espetó, estupefacta—. Si es eso lo que piensas…

Él hizo un gesto con la mano, al tiempo que apretaba los labios, como dando por terminada la conversación.

Daphne estaba empezando a enfadarse de verdad.

—Mira, yo sólo quería disculparme por lo del Promotor Sucio…

—¿Intentas sacarme de quicio?

—No. Intento disculparme.

—¿Pues por qué no empiezas por dejar de llamarme eso?

Si no hubiera empleado ese tono, quizá se habría quedado callada.

—No soy yo quien te ha llamado eso, sino el New York Times —replicó, arqueando las cejas—. Si no te gusta el apodo, quizá deberías replantearte tu manera de hacer negocios.

No era una buena disculpa. Ahora se daba cuenta de ello. Porque parecía aún más furioso que antes.

—¿Dijiste que eras de Productos Ecológicos Athens? —la taladró con su mirada azul, como si pudiera ver a través de ella, de su camisa de franela y de su camiseta-sujetador… directamente a su ADN. Y como si lo juzgara todo ello como perteneciente a una categoría inferior—. Déjame adivinar… ¿cultivas unos cuantos tomates y los vendes en la carretera?

—Athens es una finca ecológica y sostenible de media hectárea de extensión.

—Así que cultivas muchos tomates.

No era ningún cumplido. Aquel hombre, con su ropa de marca y su prepotente grosería, sólo entendía una palabra: dinero. Y Daphne sólo trabajaba por una razón: ser capaz de mirarse en el espejo y sonreír cada día. Aspiró profundamente.

—Tengo treinta personas contratadas, que reciben un salario justo. Tengo una hija a mi cargo y estoy orgullosa de lo que hago. No me he vendido a mí misma ni a este planeta para hacerlo —lo estudió detenidamente—. ¿Y tú? ¿Estás tú orgulloso de lo que haces?

No contestó; tampoco Daphne esperaba que lo hiciera. Simplemente se quedó allí, frente a ella, mirándola de una manera que le hizo sentir la necesidad de disculparse de nuevo. Como si hubiera hecho algo malo.

—Pues sí —respondió al fin—. Estoy orgulloso de lo que hago.

Esa vez Daphne se lo quedó mirando boquiabierta, atónita. Levantar casas en terrenos contaminados. ¿Estaba orgulloso de hacer eso?

—Tu padre se va a sentir muy decepcionado —susurró.

Jonah dio un paso hacia delante tan rápido, que Daphne se tambaleó y estuvo a punto de caer. Alzó una mano en un gesto defensivo. Aquel hombre era demasiado. Demasiado furioso. Y demasiado resentido.

—Yo no tengo padre —cada palabra sonó como una bala.

—¿Hijo? —como si lo hubiera convocado con la voz, Patrick Mitchell apareció al otro lado del jeep. Se pasó una mano por el pecho, como un niño visiblemente agitado. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

Unos ojos que eran tan azules como los de Jonah.

«No», quiso gritarle Daphne. «No, Patrick. No deposites tus ilusiones en este hombre. No permitas que te haga daño, porque te lo hará».

Estaba seguro de ello. Aquel hombre era dañino. Para todo el mundo.

 

 

—¿Jonah? —volvió a llamarlo Patrick, esperando a que se volviera hacia él. El aire parecía restallar entre Daphne y el desconocido que tenía el mismo color de pelo que Iris… y que no podía ser más que su hijo mayor.

Se notaba que Daphne se había enfadado con él, pero en ese momento lo único que quería era salir de dudas. Ni siquiera sabía qué hacer con las manos. El corazón le martilleaba en el pecho y se moría de ganas de abrazar a ese joven, el hijo al que nunca había llegado a conocer, y estrecharlo contra su pecho.

«Mi hijo», gritaba una voz en lo más profundo de su alma. «Es mi hijo».