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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Kathleen O’Brien

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Caprichos del destino, n.º 252 - noviembre 2018

Título original: The Homecoming Baby

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-236-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

NO HABÍA nada que gustara más a Patrick Torrance que arriesgar los millones de dólares que había heredado hacía poco tiempo del bestia de su padre.

Su padre adoptivo, para ser precisos. Un detalle importante, al menos para Patrick, que no quería deberle sus genes ni su vida a Julian Torrance.

Julian Torrance había sido un canalla brutal con él.

Varios de sus amigos, de esos adeptos de camilla de psicoanalista, le habían dicho que sus inversiones temerarias eran prueba de un típico caso de rencor mal digerido, típico de un hombre joven que intenta liberarse del recuerdo de un padre abusivo dilapidando su dinero.

Aquella teoría no se tenía en pie.

Para empezar, Patrick no hacía más que ganar dinero y cada vez se hacía más rico. Ciertas películas que deberían haber pasado desapercibidas en unos cuantos cines alternativos se habían convertido en las más taquilleras de los multicines, empresas en números rojos habían salido a flote, bombas de petróleo que no hacían más que sacar arena habían empezado a escupir de repente el preciado oro negro.

No era de extrañar que a Patrick le gustara tanto arriesgar su dinero.

Sin embargo, el riesgo en el que estaba a punto de embarcarse era algo más peligroso.

Patrick se quedó mirando la tarjeta blanca que tenía en la mano desde hacía cinco minutos. En ella se leía Smoochy-Poochy en elegantes letras.

A continuación, miró a Smoochy, un chucho que no paraba de mover el rabo muy feliz y que, por lo visto, no se había dado cuenta de que era el cachorro más feo del mundo.

Patrick tuvo que hacer un gran esfuerzo para no estremecerse cuando el perro comenzó a lamerle el pie.

—No tiene usted más que poner el número, señor —le dijo la azafata mientras acariciaba al perro—. Y, por supuesto, su nombre.

—Sí, ya lo sé —contestó Patrick.

En los dos años que llevaba saliendo con ella, Ellyn Grainger se las había ingeniado para llevarlo a un montón de subastas benéficas como aquélla.

Mientras cenaban la noche anterior, le había prometido que iniciaría la puja por Smoochy porque tenía muchas papeletas de no ser adjudicado a nadie.

Patrick apretó los dientes, puso sus datos en la tarjeta y la echó en la cesta azul. Si resultaba ser él la persona que había hecho la puja más alta, más le valía a Ellyn tener preparado un plan B.

Los cinco mil dólares no le importaban en absoluto, pero tener perro era lo último que deseaba.

Sobre todo, si se trataba de un chucho horrible.

No estaba dispuesto a que ningún perro entrara en su casa y ensuciara sus preciosas alfombras persas.

Apartándose del perro, miró a su alrededor y se preguntó dónde estaría Ellyn; quería irse de allí cuanto antes.

Decidido a encontrarla para despedirse, se abrió paso entre la multitud, pero no le resultó fácil porque la fiesta anual que Ellyn organizaba bajo el título La bella y las bestias en honor de la asociación para la adopción de mascotas era uno de los eventos más concurridos de San Francisco, y el lugar estaba hasta arriba de gente.

A su alrededor, había preciosas mujeres con vestidos maravillosos acompañadas por gatos con tres patas que lucían collares de perlas, perros tuertos con correas de oro e incluso jaulas llenas de cacatúas.

Cada dos pasos, las bellas lo paraban, como a los demás asistentes, y le contaban la triste historia que había sufrido aquel animal abandonado, intentando convencerlo de la maravillosa mascota que sería.

—Lo siento, ya he pujado por Smoochy —se excusó Patrick cuando una rubia se acercó a él con un gato tiñoso.

Por la cara de agradecimiento de la chica, Patrick se dio cuenta de que todo el mundo parecía saber quién era Smoochy.

Los invitados andaban cada vez más lentamente y, aunque Patrick vio a Ellyn en un par de ocasiones, no pudo llegar hasta ella.

Cuando sintió un golpe en el hombro, se giró convencido de que sería otra bella que intentaría convencerlo para que pujara por una horrible iguana o por un hámster ciego.

—Lo siento, yo ya estoy completamente cautivado por Smoochy —dijo girándose.

Sin embargo, no era una bella sino un hombre al que Patrick jamás había visto y que le sonreía divertido.

Patrick se dio cuenta al instante de que aquel hombre no era uno de los invitados porque vestía un traje viejo y zapatos gastados, lo que indicaba que no le sobraban miles de dólares para jugar a rescatar animales abandonados.

Su mirada, además, no era introvertida, egocéntrica y arrogante, sino inteligente, curiosa y amable.

—¿Smoochy? —sonrió el desconocido—. ¿Es una de las mascotas abandonadas? Tiene un hombre muy bonito.

—¿Le gusta? —contestó Patrick enarcando una ceja—. Pues está usted de suerte. Si me lo dan a mí, se lo regalo.

El hombre negó con la cabeza.

—Ya tengo cuatro perros, un gato, y una cobaya embarazada —le dijo—. Además, tengo seis hijos. Si llevo algo más a casa, mi mujer me mata.

Patrick alargó el brazo para estrecharle la mano y se presentó.

—Patrick Torrance. ¿Quería usted hablar conmigo?

El otro hombre le estrechó la mano con firmeza.

—Sí, su secretaria me dijo que lo encontraría aquí. Me llamo Don Frost, de Frost Investigations.

Patrick asintió y le prestó toda su atención.

Había contratado a Frost Investigations hacía un par de semanas, pero todas las gestiones se habían hecho por correo electrónico, por teléfono y a través de las secretarias.

De repente, se dio cuenta de que lo había hecho adrede porque no quería pensar en la posibilidad de que una persona estuviera inspeccionando su entorno para desenterrar los sórdidos detalles de su adopción.

No era que a Patrick le pareciera vergonzoso ser adoptado, lo que le daba vergüenza era admitir que le importaba porque le parecía patético querer reunirse con unos padres que lo habían abandonado décadas atrás.

Lo cierto era que no tenía mucho interés en conocerlos, pero quería información. Gracias a Dios, Julian Torrance no era su padre, pero ahí fuera había alguien que sí lo era y Patrick tenía derecho a saber de quién se trataba.

Don Frost le estaba acariciando las orejas a un cachorro que le acababan de presentar. El perro le lamía la muñeca y parecía que al investigador le gustaba la experiencia.

Patrick no tuvo más remedio que esperar a que el bello y su bestia se alejaran, teniendo que hacer un esfuerzo para no mostrar su impaciencia.

Había dado instrucciones de que lo informaran en el momento en el que descubrieran algo, pero suponía que lo harían por teléfono o por correo electrónico, así que se preguntó por qué habría ido el detective en persona.

—Encantado de conocerlo, Don —le dijo poniendo su mejor cara de póquer—. Supongo que, si ha venido a buscarme, es porque ha averiguado algo.

—Así es —contestó Don eligiendo sus palabras con cuidado—. ¿Podríamos ir a hablar a algún lugar más tranquilo?

Patrick reflexionó durante unos instantes. Apenas conocía a los dueños de la casa, pero había visto un templete bastante ridículo lleno de rosas en el jardín y, dado que hacía frío y viento, probablemente no habría nadie.

—Venga conmigo —le dijo al investigador.

Don Frost asintió y lo siguió.

Cuando llegaron al jardín, que estaba lo suficientemente cerca del lugar donde rompían las olas del mar como para que nadie los oyera, Patrick se giró hacia el investigador y enarcó las cejas.

Había llegado el momento de la verdad.

El investigador parecía incómodo, se metió las manos en los bolsillos y se mordió la mejilla por dentro.

—Mire, en este tipo de investigaciones normalmente envío los resultados a mis clientes por correo. Ya sabe, los nombres, las fechas y la documentación que haya encontrado. Normalmente, todo suele estar muy claro.

Patrick se apoyó en una columna de mármol y sonrió.

—Por lo que dice, me temo que su investigación no ha sido tan normal.

—No, no lo ha sido —contestó Don mirándolo a los ojos y sentándose—. Al principio, todo fue bien. No me fue muy difícil seguir el rastro hasta una pequeña población de Nuevo México llamada Enchantment.

—Curioso nombre —sonrió Patrick.

—Aquí, la investigación se complicó porque la documentación…

Patrick se dio cuenta de que el investigador dudaba y decidió ponerle las cosas fáciles.

—¿Está intentando decirme que en el certificado de nacimiento no se dice quién era mi padre?

El hombre asintió.

—Suele pasar a menudo, pero su certificado de nacimiento… —carraspeó—. Su certificado de nacimiento…

—¿Sí? —lo urgió Patrick.

—¡Buenas tardes, caballeros! Les voy a presentar a Polly. Polly fue encontrada en el parque del Golden Gate con un ala rota y necesita a alguien que la cuide y…

Patrick se giró muy tenso y se encontró con que la mujer que sonreía con una jaula con un loro azul era Ellyn.

—Hola —lo saludó de manera encantadora—. No sabía dónde te habías metido.

Patrick sonrió también.

—Tenía que tratar unos asuntos con el señor Frost —le explicó—. Ellyn Grainger, Don Frost —los presentó.

Ellyn estrechó la mano del investigador y Patrick supuso que, con la intuición que tenía, se habría dado cuenta de que algo no iba bien.

Por supuesto, también se habría dado cuenta de que Patrick no quería hablar de ello.

Don se había quedado mirando a Ellyn con la boca abierta y no era para menos pues se trataba de una mujer preciosa de piel blanca y cabello caoba que tenía una educación maravillosa y un corazón enorme.

Tal y como se había preguntado durante los últimos dos años, Patrick se volvió a preguntar por qué no se enamoraba de aquella maravillosa mujer y, como de costumbre, obtuvo la misma respuesta.

No sabía amar.

En eso, sí que era hijo de Julian Torrance.

—Sólo he venido a decirte que Karen ha hecho una puja más alta que la tuya por Smoochy —mintió Ellyn.

—Bueno, no voy a ser tan mala persona como para quitarle el perrito a Karen —sonrió Patrick.

Llegados a aquel punto, Don carraspeó levemente.

—Bueno, no vas a tardar mucho, ¿verdad? Vamos a tomar champán y fresas en el patio —dijo Ellyn—. Únase a nosotros, señor Frost —se despidió.

—Gracias —contestó el investigador.

Patrick se percató de que no se había comprometido a nada, no parecía que al investigador lo impresionara el dinero ni la riqueza que veía a su alrededor a pesar de su traje gastado y sus zapatos viejos.

En cuanto Ellyn se hubo alejado lo suficiente, Patrick se giró hacia el detective.

—Estábamos hablando de mi certificado de nacimiento.

El otro hombre echó los hombros hacia atrás.

—En su certificado de nacimiento no figura ni el nombre del padre ni el nombre de la madre —lo informó—. En ambos espacios pone «desconocido».

¿Cómo podía ser?

Patrick sintió que las piernas le flaqueaban y necesitaba sentarse, pero disimuló. Ser hijo de Julian Torrance le había hecho aprender a no mostrar jamás su debilidad.

—¿Y eso, señor Frost?

—He estado investigando durante una semana y no he encontrado absolutamente nada. Por eso, he decidido venir en persona, por si tenía usted preguntas.

—Tengo miles de preguntas —contestó Patrick—. Cuando una mujer tiene un hijo, tiene que dar su nombre en el hospital, ¿no?

—Sí, siempre y cuando dé a luz en un hospital, pero esta madre no lo hizo. Esta madre dio a luz sola. El bebé fue encontrado y enviado a la maternidad local, desde donde se tramitó la adopción.

«El bebé fue encontrado».

Patrick no tuvo más remedio que sentarse.

—Lo escucho —dijo—. Quiero todos los detalles.

El investigador asintió.

—Muy bien. Alrededor de la una de la madrugada del veinticinco de noviembre de hace exactamente treinta años, la propietaria de la maternidad, una señora llamada Lydia Kane, recibió una llamada anónima. Una voz femenina le dijo que había un bebé recién nacido en el baño de chicas del instituto. La señora Kane se dirigió allí. El conserje todavía estaba trabajando porque había tenido lugar el baile de otoño y se tuvo que haber quedado hasta tarde para limpiar. Había encontrado al bebé y había llamado a la policía.

Patrick se dio cuenta de que el señor Frost hablaba de manera impersonal. «Esta madre», «el bebé».

Obviamente, le daba pena.

Aquello hizo que Patrick se enfadara.

No quería darle pena a nadie.

Aquel asunto lo tenía sin cuidado.

No recordaba en absoluto que lo hubieran dejado abandonado sobre el frío suelo de un cuarto de baño.

—Obviamente, las chicas del colegio tenían que saber quién era la madre porque no se puede ocultar un embarazo así como así.

—Siempre puedes ponerte ropa grande —contestó Patrick encogiéndose de hombros.

—Pero no se puede dar a luz durante un baile en el colegio sin que te ayude alguien —insistió el investigador. Por lo visto, en este caso hubo muchos rumores. El hallazgo del bebé causó sensación en Enchantment, que es un sitio muy pequeño. La gente de allí todavía sigue hablando del «bebé del baile de otoño».

—¿Y qué dicen?

—Todos están bastante de acuerdo en que la madre era una chica llamada Angelina Linden, una chica muy guapa de buena familia, pero de cascos ligeros. La policía quiso ir a hablar con ella para ver si había dado a luz hacía poco tiempo, pero ella y su novio desaparecieron aquella noche.

—¿Se escaparon juntos?

—Eso creyeron todos hasta que, un par de años después, encontraron el cadáver del chico en un pueblo abandonado que hay cerca de Enchantment donde los chicos suelen ir por las noches. No es un lugar seguro pues hay muchas minas y pozos. Por lo visto, el chico se cayó en uno de ellos y se rompió el cuello.

—¿Y la chica?

El investigador miró a Patrick a los ojos.

—La buscaron, pero no encontraron más cadáveres. Nadie ha vuelto a saber de ella desde entonces. Su hermana pequeña sigue viviendo en Enchantment. He hablado con ella sin decirle, por supuesto, quién era. Es una mujer encantadora. Trabaja en la maternidad y no tiene ni idea de lo que le ocurrió a su hermana.

Patrick se giró hacia el mar y se quedó mirando al horizonte un rato. Cuando se volvió a dar la vuelta, comprobó que la subasta había terminado y que las personas que habían pujado estaban recogiendo sus maltrechos animales.

Le pareció una gran ironía que perros y gatos levantaran tantas pasiones y que la gente estuviera dispuesta a hacerse cargo de ellos, pero que una niña pudiera dar a luz en un baile del colegio y abandonar a su hijo sin que ocurriera nada…

Entonces, decidió que no tendría que haber destapado aquella historia.

A la edad de ocho años habían dejado de hacerse ilusiones y, por lo visto, ahora había olvidado lo desagradable que era que le explotaran en la cara.

—Aquí tiene toda la información que he recabado —le dijo Don entregándole un sobre blanco—. Aquí están todos los nombres y las direcciones.

Patrick aceptó el sobre pensando en lo insignificante de su historia, que cabía en un lugar tan pequeño.

—Gracias —le dijo—. Haga llegar sus honorarios a mi oficina para que mi secretaria se haga cargo de ellos.

El investigador pareció dudar.

—Señor Torrance…

—Gracias, señor Frost. Ha hecho usted un buen trabajo.

Frost no era tonto y se dio cuenta de que Patrick no quería seguir hablando del tema, así que se levantó y se dirigió a la casa, pero en el último momento se giró de nuevo.

—También he incluido un mapa. Por si quiere usted ir… es un sitio muy bonito y… la hermana de Angelina, bueno…

Sí, claro, la hermana de Angelina era su tía.

—Bueno, es el único pariente vivo que queda. Podría hablarle de Angelina y de su novio. Por lo visto, era un chico muy guapo que no tenía familia. Era bastante salvaje. Dicen de él que era un rompecorazones —añadió tragando saliva—. Se llamaba Teague Montague Ellis. Tee para los amigos.

Patrick se quedó pensando en aquel nombre.

Teague Montague Ellis, el guapo Tee, el rompecorazones que acabó rompiéndose el cuello.

Teague Ellis y Angelina Linden.

Aquellos nombres no le decían absolutamente nada.

—Gracias —sonrió con frialdad—. Le aseguro que no tengo ninguna intención de ir a Nuevo México. Tuve unos padres adoptivos terribles y no quiero encontrarme con unos padres biológicos igual de espantosos.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

MUY BIEN —le dijo Celia Brice a su paciente, que no paraba de llorar—. Tengo una idea. Tienes que contarme la historia entera.

Celia sonrió a Rose Gallen, que había gastado un paquete entero de pañuelos de papel en la primera media hora de la sesión.

Rose llevaba cuatro paquetes enteros, uno por cada sesión a la que había asistido, y Celia había decidido que había llegado el momento de intentar un enfoque nuevo.

—¿Qué quieres decir? —contestó la paciente mirando a su terapeuta a los ojos.

—Quiero decir que vamos a analizar la situación de manera objetiva. Quiero estar segura de que tengo todos los detalles. Tu marido de treinta y dos años, del que dices que tiene muy mal carácter, pésima higiene personal y un terrible problema de ronquidos, que se quedó sin trabajo hace casi un año, pero que se gasta cincuenta y cinco dólares a la semana en alcohol y cigarrillos, se fugó el mes pasado con una chica de diecinueve años.

Rose parpadeó.

—Sí, ésa es la parte mala, pero no siempre es así…

Celia siguió adelante. Normalmente, los psicólogos se limitaban a escuchar, pero, a veces, no tenían más remedio que redirigir la sesión.

—Se fugó al día siguiente de que le dijeras que estabas embarazada, ¿no? Y no has sabido nada de él durante todo este mes, pero ahora te ha llamado a cobro revertido desde Phoenix para que le hagas una transferencia de quinientos dólares para arreglar la transmisión del coche de la chica.

Rose frunció el ceño.

—Tal y como lo dices, no suena muy bien —dijo llevándose el pañuelo de papel a los ojos.

—Yo me limito a exponer los detalles que tú me has ido contando —contestó Celia tomando aire—. Mi pregunta es: ¿estás segura de que lo que de verdad quieres hacer ahora mismo es llorar?

La paciente se quedó mirándola estupefacta.

—Estoy sola y embarazada.

Celia no dijo nada. Dejó que fuera Rose quien considerara la posibilidad de que podía haber otras reacciones. Su instinto le decía que la joven así lo haría.

Rose se quedó pensando, se secó las lágrimas, miró el pañuelo de papel que tenía en la mano y lo tiró a la papelera.

—Tienes razón —dijo por fin—. No quiero llorar —añadió con voz sorprendentemente firme—. Lo que en realidad quiero hacer es decirle a ese canalla que se vaya directamente al infierno.

Celia se echó hacia atrás con un suspiro. Sabía por experiencia que aquel valor sólo era temporal, pero era mejor que nada.

Sabía que las dificultades a las que Rose tendría que hacer frente en el futuro serían muchas.

Estar sola no era fácil y ella lo sabía mejor que nadie porque hacía un mes que, después de otra relación, había decidido darse vacaciones de los hombres.

Lo cierto era que la decisión había sido un alivio. Se pasaba todo el día resolviendo los problemas que otras mujeres tenían con sus maridos, con sus novios, con sus amantes y con sus hijos y la verdad era que no tenía tiempo para más problemas que tuvieran que ver con hombres.

Además, ¿quién necesitaba a un hombre cuando se tenía un trabajo tan gratificante como el suyo?

Era muy satisfactorio ver cómo las pacientes daban el primer paso, que era el más difícil, tal y como Rose acababa de hacer.

Acababa de admitir que estaba enfadada y que no se merecía que la trataran como si fuera basura.

—Así que te gustaría decirle que se fuera al infierno, ¿eh? Háblame de ello —le dijo Celia quitándose los zapatos por debajo de la mesa.

Aquella sesión iba a ser larga, pero iba a merecer la pena.

Una hora después, cuando se despidió de Rose, que se iba mucho más feliz de lo que había llegado, casi había anochecido.

El Birth Place, el mejor centro de maternidad en quinientas millas a la redonda de Enchantment, Nuevo México, estaba casi vacío.

Aunque Celia no estaba oficialmente empleada por la clínica, atendía a muchas mujeres embarazadas que acudían al centro y las ayudaba con las innumerables complicaciones emocionales que acompañaban al embarazo y al parto.

Celia pasaba consulta dos veces por semana porque resultaba más fácil para las pacientes pedir hora con su médico correspondiente y después pasar con ella.

Así que, aunque no estaba en nómina, Celia se sentía parte de la plantilla.

Mientras avanzaba por el pasillo, se dio cuenta de que la luz del despacho de la directora, Lydia Kane, seguía encendida, como de costumbre.

Por supuesto, era una maravilla para la clínica tener una directora tan entregada a su trabajo, pero Celia sospechaba que Lydia estaba cansada últimamente.

Por supuesto, no le había dicho nada porque era inútil. A pesar de que tenía más de setenta años, aquella sorprendente mujer tenía la fuerza y la determinación de una leona.

Todas las mujeres embarazadas de la clínica, y todos los miembros del personal, dependían de aquella fuerza.

Al llegar al vestíbulo, Celia buscó a Trish Linden, la recepcionista. Trish y ella vivían en la misma urbanización y solían irse juntas a casa, así que se habían hecho muy amigas en aquellos años.

Trish se debía de haber liado también con el trabajo. Olía a té de melocotón, así que había estado por allí hacía poco tiempo, pero todavía no había recogido sus cosas y se veían juguetes en la zona de los niños, revistas y cojines sobre los sofás.

A Celia le encantaba la clínica de noche. Cuando las luces habían bajado de intensidad y se reflejaban en los suelos de barro mexicano y todo estaba invadido por el silencio aquel vestíbulo parecía el salón de un hogar de una familia feliz.

De alguna manera, lo era.

Celia se sentó en el brazo de un sofá a esperar a su amiga, se soltó el pelo y suspiró estirando los hombros y las cervicales.

Ojalá Trish no tardara mucho porque le apetecía tomarse una sopa caliente, darse un baño y meterse en la cama.

Menos mal que ya no había un hombre en su vida.

Si hubiera uno esperándola en casa para que le diera un masaje o le hiciera la cena, le entrarían ganas de esconderse allí durante toda la noche.

Claro que, de alguna manera, eso era lo que había hecho.

La música clásica estaba a un volumen bajo, así que a Celia no le costó mucho quedarse dormida y se despertó al oír llorar a alguien muy cerca.

Durante unos instantes, le pareció que había vuelto al despacho y que Rose Gallen estaba frente a ella, pero, poco a poco, se fue dando cuenta de que estaba en el vestíbulo de entrada y de que los lloros provenían de detrás del mostrador de recepción.

—¿Trish? —dijo poniéndose en pie.

Entonces, los lloros cesaron y, para cuando Celia llegó al mostrador, su amiga se había puesto en pie, se había limpiado las lágrimas discretamente y sonreía.

—Ah, hola —saludó—. Lo siento. Creía que todavía estabas con Rose.

¿Qué le ocurriría a Trish para que pidiera perdón por llorar como si no tuviera derecho a sentirse mal y no quisiera molestar a los demás con sus problemas?

—¿Qué te pasa? —le preguntó Celia agarrándola de la mano.