Image

Siete memoriales españoles en defensa del arte de la pintura

CLÁSICOS HISPÁNICOS

Nueva época, nº. 14

Directores:

Abraham Madroñal (Université de Genève / CSIC, Madrid)

Antonio Sánchez Jiménez (Université de Neuchâtel)

Consejo científico:

Fausta Antonucci (Università di Roma Tre)

Anne Cayuela (Université de Grenoble)

Santiago Fernández Mosquera (Universidad de Santiago de Compostela)

Teresa Ferrer (Universidad de Valencia)

Robert Folger (Universität Heidelberg)

Jaume Garau (Universitat dels Illes Ballears)

Luis Gómez Canseco (Universidad de Huelva)

Valle Ojeda Calvo (Università Ca’ Foscari)

Victoria Pineda (Universidad de Extremadura)

Yolanda Rodríguez Pérez (Universiteit van Amsterdam)

Pedro Ruiz Pérez (Universidad de Córdoba)

Alexander Samson (University College London)

Germán Vega García-Luengo (Universidad de Valladolid)

María José Vega Ramos (Universitat Autònoma de Barcelona)

Siete memoriales españoles
en defensa
del arte de la pintura

Edición de
Antonio Sánchez Jiménez
Adrián J. Sáez

Con estudios y notas complementarias de
Juan Luis González García
Antonio Urquízar Herrera

Image

Iberoamericana Vervuert

Madrid – Frankfurt
2018

Image

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Derechos reservados

© Iberoamericana, 2018

© Vervuert, 2018

info@iberoamericanalibros.com

ISBN 978-84-8489-077-5 (Iberoamericana)

Imagen de la cubierta: Vicente Carducho, Diálogos de la pintura, 1633, fol. 37v., Madrid, Impreso con licencia por Fr. Company Martínez.

Diseño de la cubierta: Rubén Salgueiros

ÍNDICE

I. INTRODUCCIÓN

1. La querelle de la pintura

2. La ingenuidad de la pintura y la teoría jurídica y social de los clásicos

2.1. El contexto: el Memorial y el pleito de 1627

2.2. La elaboración de la ingenuidad

2.3. Ingenuidad y nobleza

3. La andanada del Memorial

3.1. Una oración por la pintura: el parecer de Rodríguez de León

3.2. La voz de la pluma: el «Dicho y deposición» de Lope de Vega

3.3. Pintura divina: el texto de Valdivielso (con algo de reescritura)

3.4. Historia y pintura: el testimonio de Vanderhamen

3.5. Ut pictura, poesis: el tratadillo de Jáuregui

3.6. Derecho y pintura: la reclamación de Butrón

3.7. Uno más: el alegato de León Pinelo

4. De «siete Cicerones españoles» y un predicador indiano

4.1. Función teológica e hidalguía de la pintura

4.2. El Memorial y la retórica clásica

4.3. Del Viejo al Nuevo Mundo, y vuelta a la corte

5. Historia del texto, criterios de edición y estudio textual

5.1. Texto base

5.2. Criterios de edición

5.3. Panorama textual

5.4. Estudio textual

6. Obras citadas

II. TEXTOS DEL MEMORIAL

1. Parecer del doctor Juan Rodríguez de León

2. Dicho y deposición de frey Lope Félix de Vega Carpio

3. Dicho y deposición del maestro José de Valdivielso

4. Dicho y deposición de don Lorenzo Vanderhamen y León

5. Don Juan de Jáuregui

6. Juan Alonso de Butrón

7. Dicho y deposición del licenciado Antonio de León Pinelo

III. VARIANTES

IV. APÉNDICES

1. Apéndice 1: Valdivielso

2. Apéndice 2: «Si cuanto fue posible en lo imposible»

I

INTRODUCCIÓN

1

LA QUERELLE DE LA PINTURA

Uno de los fenómenos más característicos del llamado Siglo de Oro español fue el enorme salto cualitativo que experimentaron en el país tanto la práctica de la pintura como la consideración social de esa actividad y de los que la profesaban. Un hito en este avance fue el texto que aquí presentamos, el Memorial informatorio por los pintores en el pleito que tratan con el señor fiscal de su majestad en el Real Consejo de Hacienda sobre la exención del arte de la pintura (1629), que preparó un conjunto de intelectuales del círculo de Lope de Vega liderados por el propio Fénix. El Memorial no se puede entender fuera del contexto de la polémica sobre la naturaleza (la ingenuidad o liberalidad) de la pintura, por una parte, y sobre el problema concreto y pecuniario de la alcabala, por otra. Ya el célebre trabajo de Julián Gállego sobre la evolución del pintor español del estatus de cortesano al de artista reveló que, al menos desde la llegada de los pintores italianos que trajo Felipe II para trabajar en El Escorial, los artistas españoles anhelaban alcanzar un reconocimiento social paralelo al de sus colegas transalpinos, esto es, que la pintura se considerara un arte, y no un oficio manual y mecánico1. Sin embargo, sus ansias de prestigio se veían amenazadas por una humillación tributaria a la que, en teoría, estaban sujetos: la alcabala, el impuesto sobre la compraventa que gravaba todas las transacciones y que arrojaba sobre lo que tocaba el baldón que acompañaba en la sociedad áurea a las profesiones mecánicas. Aunque en la práctica los pintores no pagaban ese impuesto, el aumento de la presión fiscal bajo los Habsburgo llevó a los alcabaleros a buscar nuevas fuentes de recaudación y provocó diversos intentos de gravar a los pintores.

Como cabría esperar, estos avances recibieron de los pintores una airada respuesta. De hecho, el intento contribuyó a conformar la conciencia de los artistas, que se organizaron y resistieron a los alcabaleros con una serie de pleitos y textos:

Lo que los pintores españoles y sus defensores anhelaban era, no sólo la demostración de que la Pintura era tan buena y mejor que la Poesía y las demás artes, sino que sus profesores no eran «oficiales» o gente de oficio, ni sus talleres «tiendas», ni sus transacciones «ventas», ni sus obras «mercaderías»; y que por ello, tenían derecho a los privilegios de los profesores de las otras Artes2.

En esta batalla los pintores encontraron unos fieles aliados en los poetas, y en particular en Lope de Vega y sus incondicionales. Ya fuera por la cercanía familiar del Fénix con los pintores, ya fuera porque usaba la pintura como metáfora de su arte literaria3, o por ambas cosas a la vez, el caso es que el genio madrileño se interesó siempre por la pintura y participó junto con sus discípulos y amigos en la defensa de este arte contra los alcabaleros. No en vano, dos de los hitos de la teoría pictórica española del XVII, este Memorial y los Diálogos de la pintura (Madrid, Francisco Martínez, 1633) de Vincencio Carducho, tienen que ver con iniciativas lopescas.

Es en este contexto de la hermandad de poesía y pintura, por un lado, y de la lucha por la dignidad de la pintura, por otro, en el que tenemos que entender el Memorial. Lo presentamos por primera vez en una edición crítica que hemos compuesto gracias a un grupo que reúne, como en tiempos de Lope, a artistas y literatos. El peculiar carácter del texto exige una labor filológica que han llevado a cabo Antonio Sánchez Jiménez y Adrián J. Sáez, estudiosos que son los principales responsables del trabajo textual (constitución del texto, estudio textual, anotación) y que también se han ocupado de la sección «La andanada del Memorial». Sin embargo, el texto del Memorial se centra en problemas muy concretos que atañen no solamente a la filología y la historia de la literatura, sino principalmente a la historia del arte, y por ello nuestro equipo incluye también dos expertos en la materia. De ellos, Antonio Urquízar Herrera es el principal responsable de la sección inicial, «La ingenuidad de la pintura y la teoría jurídica y social de los clásicos», que explica en profundidad el contexto social y jurídico del Memorial y la querella sobre la naturaleza de la pintura en el siglo XVII español. Si esta sección sirve para contextualizar el Memorial, la que ha compuesto Juan Luis González García («De “siete Cicerones españoles” y un predicador indiano») supone un ejercicio de profundización en un problema concreto y esencial para entender la argumentación de los participantes en el Memorial: la relación entre pintura y retórica, y particularmente retórica sacra. Por supuesto, aunque los estudiosos indicados han sido los redactores de esas secciones, nuestra labor ha sido colaborativa y todos hemos aportado sugerencias y correcciones —a veces decisivas— al trabajo de los demás.

Mediante esta labor en equipo recuperamos un texto fundamental en la literatura artística española4. Pretendemos contribuir así también a revitalizar un campo fascinante que en los últimos años ha ido recibiendo más atención: de este corpus entre las obras más cercanas a nuestro memorial contamos con ediciones modernas de los Diálogos de la pintura de Carducho (ed. F. Calvo Serraller) y el Arte de la pintura de Francisco Pacheco (ed. B. Bassegoda i Hugas)5. Por otro lado, además de la imprescindible miscelánea de teoría pictórica del Siglo de Oro que preparó Calvo Serraller, se han editado también los escritos de Pablo de Céspedes (J. Rubio Lapaz y F. Moreno Cuadro); La pintura sabia de fray Juan Andrés Ricci (F. Marías y F. Pereda); la Noticia general de Gaspar Gutiérrez de los Ríos (J. M. Cervelló Grande); los Discursos de Jusepe Martínez (M. E. Manrique Ara); los Principios de José García Hidalgo (I. Galindo Mateo, coord.); las Vidas de Lázaro Díaz del Valle (D. García López); el Libro de retratos de Pacheco (M. Cacho Casal), y el Comentario de Felipe de Guevara (E. Vázquez Dueñas)6. Nuestra edición del Memorial aporta otro texto fundamental a este panorama. Esperamos que el tipo de edición que proponemos, es decir, basada en criterios filológicos pero fruto de una colaboración entre historiadores del arte y filólogos, anime a futuros estudiosos a proseguir este camino.

2

LA INGENUIDAD DE LA PINTURA Y LA TEORÍA JURÍDICA Y SOCIAL DE LOS CLÁSICOS

2.1. EL CONTEXTO: EL MEMORIAL Y EL PLEITO DE 1627

El nueve de junio de 1626 el abogado Lucas de Ávila Quintanilla, en nombre de los pintores de Madrid, entregó a la justicia una petición en la que solicitaba que se dejara a sus defendidos libres de la reclamación de pago de alcabala que estos habían recibido poco tiempo atrás. Su exposición en este proceso, conocido habitualmente como «pleito de Carducho»7, tenía un marcado carácter histórico y resumía los argumentos sobre la ingenuidad de la pintura que la literatura artística manejaba de manera corriente: la liberalidad del arte de la pintura como disciplina científica, noble e ingeniosa, el precedente histórico de exenciones y privilegios otorgados anteriormente, la preeminencia moderna de la pintura como un bien público acreditado por la afición del monarca y otras personas de nobleza por ella, y la falta de valor económico de los materiales empleados en una actividad que dependía fundamentalmente de la ciencia y el estudio de sus practicantes8. Como respuesta a este escrito, en el mismo mes de junio de 1626 se proveyó un auto que ordenaba informaciones para verificar si efectivamente los pintores no habían pagado alcabala en los años precedentes9. De toda la batería de explicaciones expuestas por Ávila, únicamente aquella referida a la tradición en la exención del impuesto tuvo un efecto procesal inmediato.

Esto no obstaculizó que poco después encontráramos los mismos argumentos más ampliamente desarrollados en el Memorial informatorio de 1629 y en toda la teoría posterior sobre este asunto. Según la declaración judicial que presentó en cinco de febrero de 1628 don Fernando de la Cruz, gentilhombre de la Casa del Rey Nuestro Señor, cuando se pidió el pago, los pintores declararon que su trabajo

era arte noble y liberal, y sobre ello presentaron memorial al rey y le hablaron representándole muchas razones por donde la dicha arte de la pintura es noble y liberal y como tal que es exento de todas contribuciones fundándolo en muchas leyes antiguas de los emperadores por las cuales favorecieron y eximieron a los profesores del dicho arte de todas las gabelas que el común del pueblo paga y no contentos con esto igualando este arte en su grandeza a la ejecutada por sus propias manos por Su Majestad [...], eligiéndola por la más noble de todas las artes para que su grandeza se ejercitó en ello, por las cuales dichas razones Su Majestad verbalmente mandó que no se tratase más de pedir a los dichos pintores y escultores el dicho derecho del uno por ciento10.

¿Qué alcance tenían entonces estas exposiciones históricas, retóricas y literarias? ¿Eran solo una herramienta jurídica o también una estrategia social de más largo recorrido?

El estudio seminal de Gállego sobre este proceso judicial apuntaba que «esta acumulación de argumentos, a veces poco compatibles», era un «exceso común de tratadistas, y abogados en defensa de la ingenuidad de la pintura»11. De manera habitual la historiografía ha señalado que los argumentos literarios no pesaron en la decisión de los jueces12. Sin duda, la acumulación de pareceres era una estrategia más en la técnica jurídica, que respondía a la conveniencia de no dejar cabos sueltos y a la posibilidad real de ganar la opinión de los magistrados mediante la adición de razonamientos. Visto así pudiera ser un exceso a nuestros ojos. Visto desde la perspectiva más amplia de la construcción del lugar social de los artistas, la acumulación era necesaria. Aunque el pleito de la alcabala, como otros parecidos, tenía una indudable importancia económica para los pintores, no estaba en juego únicamente el pago de un porcentaje de sus ventas, sino también, en cierta medida, su ubicación en la escala estamental. Como ha indicado muy acertadamente Cruz Valdovinos, conviene diferenciar los distintos tipos de litigios sostenidos por los artistas, ya que algunos como el de la alcabala decidían cuestiones fundamentalmente económicas, y otros como los de los servicios de soldados dirimían asuntos claramente sociales13. El hecho de que en todos ellos la argumentación de los pintores manejara explicaciones sobre la liberalidad de las artes no debe hacernos olvidar esta distinción básica. Sin embargo, una cosa es que la decisión jurídica se tomase desde la consideración exclusiva de los argumentos técnicos, y otra que los pintores y sus defensores no pensaran que en los procesos económicos se les abría igualmente otra oportunidad para la reclamación puramente social. Por ello no solo se intentaba asegurar la exención del impuesto, sino hacerlo además con un despliegue de razones que atestiguase la nobleza de la pintura y de los pintores y no solamente su liberación circunstancial de la tasa.

De una forma no siempre evidente o consciente, el nudo central de las discusiones del pleito de la alcabala y su enlace con la demostración de la nobleza de la pintura y de los pintores estaba en la idea de ingenuidad. Como veremos después, el término estaba anclado en la historia del derecho romano, pero las fuentes clásicas ya lo habían utilizado en relación con las artes, y de manera habitual también fuera de la literatura artística y jurídica. Entre otros ejemplos Cicerón (De finibus), asumía la existencia de unas «ingenuas artes» en el sentido de artes libres o propias de los libres. Este concepto centraba el título y los contenidos de los Discursos apologéticos en que se defiende la ingenuidad del arte de la pintura, que es liberal y noble de todos derechos, no inferior a las siete que comúnmente se reciben (Madrid, Luis Sánchez, 1626) de Juan de Butrón, y desde ahí alimentaba explícita o implícitamente los debates judiciales y las disertaciones del Memorial informatorio. Ni Luis de Ávila ni el resto de los personados ante la justicia mencionaban literalmente el término en los interrogatorios, pero todos recurrían a la definición que Butrón había hecho de la ingenuidad de la pintura para defender con ella la nobleza del oficio y su exención impositiva. De uso más corriente y significado menos preciso, la expresión «artes liberales», que también tenía su origen en los clásicos, podía equivaler en este contexto a la ingenuidad14. Esto era sugerido por los mismos tratadistas del periodo. De manera explícita lo debatía por ejemplo el italiano protestante afincado en Suiza Celio Secondo Curione, en un texto que, aunque no contemplaba la pintura, fue recogido con esta intención en el Memorial por Juan Rodríguez de León. Tanto en las declaraciones orales del proceso por la alcabala como en los textos más elaborados de la literatura artística, la ingenuitas de los clásicos y del título de Butrón fluía de forma natural entre los términos «libertad», «hidalguía» y «nobleza» que caracterizaban la definición social, jurídica y fiscal de la pintura: decía Butrón en los Discursos que de las fuentes clásicas se colegía el «ser liberal, ser noble, ser ingenua» la pintura (fol. 63v). Es revelador que Rodríguez de León, siguiendo el tratado de Curione centrado desde el título en «De ingenuis artibus» modificara leventemente su traducción para subrayar la apelación de «artes liberales» que era más cercana a los lectores. Además, aunque Curione no incluía la pintura en su listado de artes liberales e ingenuas (matemáticas, aritmética, geometría, música, gramática, dialéctica, oratoria...), Rodríguez de León no encontraba problema en reclamar tácitamente el precedente y utilizarlo precisamente con el fin de abrir su ensayo y con él la recopilación del Memorial. Por su parte, la segunda pregunta que articulaba las declaraciones del Memorial tocaba directamente a la posible integración de la pintura entre las artes liberales, y por ello de manera general, su defensa fue una constante en los autores, por ejemplo en Lope de Vega, José de Valdivielso, Lorenzo Van der Hamen15, Antonio de León Pinelo en su adición posterior y, sobre todo, Juan de Jáuregui, que intentaban allegar fuentes para su inclusión contra el hecho de que varios listados clásicos no la mencionaran16. En el Memorial, si bien Butrón dio un giro en su argumentación hacia la cuestión del do ut facias, la ingenuidad aparecía manifiestamente reclamada con ese nombre en los textos de José de Valdivielso, Antonio de León Pinelo, Juan de Jáuregui y el ya mencionado Juan Rodríguez de León. De manera explícita o bajo el manto más amplio de la liberalidad del arte, la ingenuidad era un argumento fundamental en todos los autores.

La aportación de Juan de Butrón contenida en el Memorial no ofrecía un resumen de sus anteriores Discursos, sino una argumentación parcial que atendía de manera específica a las circunstancias concretas de este pleito. De forma muy interesante este ensayo, que cerraba oportunamente la recopilación, ofrecía un pequeño resumen de los distintos intentos de imposición fiscal de la pintura que habían tenido lugar en las últimas décadas y hacía referencia a los escritos que tales procesos habían generado. A partir de ahí, distinguía entre «la parte de curiosidad», basada en las explicaciones históricas y literarias que habían centrado las exposiciones anteriores de los pintores, y los argumentos propiamente jurídicos que articulaban su alegato, en este caso centrados además en el flanco que más directamente atacaba la alcabala: el asunto de si la ejecución de la pintura podía considerarse una compraventa, sujeta por tanto a este impuesto, o un arrendamiento de la capacidad de los artistas (do ut facias) que quedaba exento del mismo independientemente de la naturaleza liberal o no de la actividad17. Posteriormente intentaba ampliar este argumento incluyendo a partir de la tradición también la venta de pinturas terminadas por los regatones. A la postre, el do ut facias fue el argumento definitivo en la resolución final del proceso, que se inclinó por liberar de alcabala a las pinturas encargadas bajo contrato de ejecución y mantenerla para las que estaban en movimiento dentro del comercio. En las declaraciones del juicio esta idea aparecía de manera constante, y tras sentencia de 1630 el asunto centró los recursos del abogado Luis de Ávila y las revisiones posteriores del caso, que no cambiaron el parecer inicial18. Como manifestaba una ejecutoria real del mismo 1630, «nuestro fiscal pretendía que los dichos pintores habrían de pagar alcabalas de todas las pinturas que hacen y venden», y de ese binomio finalmente quedaron libres solo las primeras19.

A pesar de que en el contexto de la expansión sin precedentes del coleccionismo de pintura de la primera mitad del siglo XVII muchos pintores ejercían más o menos abiertamente de regatones, la exención del concierto de pinturas satisfacía sin duda el grueso de las pretensiones económicas del gremio. Así lo reconocía por ejemplo la respuesta de Lucas de Ávila a la sentencia de 1630, que manifestaba su acuerdo con esta parte de la resolución aunque pretendiera ampliar sus efectos20. Sin embargo, podemos decir que esta determinación, que solo atendía a las circunstancias mercantiles del contrato, no resultaba suficiente para el objetivo de que la pintura fuera considerada, de manera más amplia, como un arte liberal o una actividad ingenua: es decir, noble en sí misma, propia de nobles, y cuya misma práctica y disfrute ennoblecía. El do ut facias solo era una salvaguarda concreta frente a la alcabala y no eliminaba la posibilidad de que aparecieran nuevos impuestos o cargas serviles como la milicia; además, era aplicable a cualquier actividad venal no noble, y no respaldaba ni la liberalidad e ingenuidad de la pintura ni aquella de los pintores. Por esto el mismo Butrón, además de los argumentos técnicos de carácter mercantil y fiscal sobre la alcabala no se resistía a excusarse completamente de «la parte de la curiosidad», y reclamaba también las historias sobre la afición clásica de los monarcas por la pintura, incluyendo en ello la práctica reciente de los Austrias españoles.

Siendo cierto que ambos aspectos, económico y social, estuvieron siempre entrecruzados, la distinción es importante porque ofrece un matiz revelador para entender la relevancia de la presencia del concepto de ingenuidad en la tratadística de la época. De la ingenuidad se desprendían varias consecuencias que eran de suma importancia para los objetivos sociales de pintores y tratadistas y que están presentes, de una manera o de otra, en la práctica totalidad de los textos fuera y dentro del Memorial: la nobleza de la pintura estaba asociada a la de los pintores, la práctica de la pintura generaba nobleza y la nobleza era una cualidad no adquirida de la pintura, sino presente desde su mismo origen. En un paralelo constante con los argumentos del pensamiento nobiliario general, se entendía que los servicios que rendía la pintura equivalían a las virtudes que sustentaban la nobleza de los linajes, y que la genealogía de estas virtudes se encontraba, como ocurría en las familias nobles, en la memoria de los pintores famosos antiguos y modernos, en la afición de reyes y nobles por la pintura, y en las prebendas concedidas por estos. Como dijera Juan de Butrón en su escrito sobre el uno por ciento, la defensa de la nobleza de la pintura se basaba en «mirar la armería de las antigüedades de su nobleza, los honrados paños en que fue nacida» (Señor, fol. 1v).

De manera explícita, dentro del Memorial, como indicamos antes, Rodríguez de León traía a colación un texto reciente de Celio Secondo Curione en el que este postulaba que las artes (ingenuas) y liberales hacían al hombre, por su práctica, «libero ac ingenuo»21. Para José de Valdivielso la ingenuidad había sido una realidad en toda Europa por el derecho común y por las tradiciones históricas. Dando un paso más, en su segunda versión del texto profundizaba en esta doble línea abriendo su discurso con la reclamación de la aportación debida las plumas literarias y cerrándolo con la reivindicación del derecho y los jurisconsultos a esta misma «ingenuidad del arte». Juan de Jáuregui, por su parte, no encontraba obstáculo en la práctica manual para «el ingenio e ingenuidad suma de esta ciencia». Finalmente, Antonio de León Pinelo recogía a los clásicos para indicar que el derecho romano, Cicerón y Plinio avalaban que los «pueri ingenui» de Roma hubieran aprendido el dibujo y que los pintores de Roma «si modo ingenui sunt» hubieran estado libres de impuestos. De manera más general, entre otros argumentos y fuentes clásicas sobre los beneficios de la pintura para la república y la Iglesia, todos los autores hacían un recorrido por los antecedentes históricos de su liberalidad (ingenuidad y/o liberalidad en las fuentes clásicas originales). Juan Rodríguez de León seguía su cita de Curione con el obligado recuerdo de los monarcas antiguos y modernos que practicaron la pintura, y con él José de Valdivielso y Juan de Butrón. Lope de Vega, Juan de Jáuregui y de nuevo Valdivielso y Butrón mencionaban las prebendas y exenciones otorgadas por los reyes a los pintores.

En la literatura artística posterior esta complementariedad entre los argumentos jurídicos y los literarios se mantuvo de manera constante22: Francisco Pacheco, que dedicaba una parte importante de su Arte de la pintura (1649) a su nobleza, remitía a Gaspar Gutiérrez de los Ríos para la parte de los jurisconsultos y desarrollaba más largamente las explicaciones históricas (I, cap. 10, p. 129); Vincencio Carducho recogía ambas en la edición del Memorial aneja a sus Diálogos de la pintura (pp. 164 y ss.) y destacadamente Lázaro Díaz del Valle dedicaba su Origen e ilustración del nobilíssimo y real arte de la pintura y dibujo (1656) a la cuestión. En este caso el acento estaba claramente situado en el campo de la reivindicación del posible estatuto de nobleza de los pintores (con Velázquez en las cercanías) y por ello se hacía hincapié en la inserción en las artes liberales clásicas y en los argumentos históricos del ejemplo de las prebendas concedidas por los monarcas, de los personajes ilustres que habían practicado la pintura y del recuerdo de los grandes pintores a través de sus obras; pero, aun así, el testimonio jurídico del Codex Theodosianus tenía un lugar privilegiado en la apertura teórica del texto, después de establecer, siguiendo a Gutiérrez de los Ríos y parcialmente a Juan de Butrón, que la pintura gozaba de las tres noblezas «natural», «teológica y divina» y «política y civil» gracias a sus virtudes, y al hecho de que estas procedían de su mismo origen, cuando, según Plinio, la pintura se inventó como memoria de los hechos virtuosos de los nobles (pp. 29 y ss.)23. Finalmente, Antonio Palomino, que fue el responsable de las recopilaciones documentales sobre los pleitos de los pintores que se han conservado en el archivo notarial de Madrid, dedicó un muy amplio espacio en su Teórica de la pintura a la reproducción de los argumentos del debate, con un acento especial en el concepto de ingenuidad y el interesante recurso a tratadistas sociales modernos (de nuevo André Tiraqueau) para redondear la definición de la nobleza de la pintura (II, cap., pp. 75 y ss.).

2.2. LA ELABORACIÓN DE LA INGENUIDAD

El concepto moderno de la ingenuidad procedía del término latino ingenuitas, que tenía una explicación precisa en el campo jurídico gracias al título IV del libro I de las Institutiones de Justiniano (529-534), expresamente dedicado a la delimitación de la persona del «ingenuus». Siendo parte del Corpus Iuris Civilis, esta definición fue ampliamente conocida en toda Europa desde la Edad Media. Juan de Butrón, por ejemplo, la citaba desde la edición de Denis Godefroy (1583), que fue una de las más frecuentadas en la Edad Moderna. El texto comenzaba estableciendo claramente que el ingenuo era aquel «qui statim, ut natus est, liber»24. Ingenua era la persona libre que ya había nacido en estado y no lo había perdido posteriormente, entendido esto como oposición a los libertos manumitidos que se definían a continuación en el siguiente título del texto.

El eco del término en el lenguaje moderno no estrictamente jurídico y su evolución a lo largo del siglo XVI es bien revelador. En 1492, el diccionario latino español de Elio Antonio de Nebrija traducía «ingenuitas» de manera estricta por la «libertad» e «ingenuus», por «cosa libre» (Dictionario, fol. 80v). Al poco, este significado se amplió de forma muy interesante, conduciendo a que la edición monumental y revisada del diccionario de Nebrija impresa en Amberes en 1570 recogiera un desplazamiento por el cual la «libertad» de «ingenuitas» se veía acompañada de «aquella hidalguía», y la «cosa libre» de «ingenuus» pasaba a ser un más preciso «hidalgo libre no siervo», ya en una referencia explícita que acotaba el significado en la condición social personal o de un linaje25. En la misma línea, la edición francesa del diccionario latino de Nebrija adaptaba la traducción de «ingenuitas» añadiendo el término «noblesse»26. Por su parte, podemos entender que la versión castellana del término como «ingenuidad» no era de uso habitual, ni siquiera en su otra acepción corriente de ‘candor’ o ‘falta de malicia’. El actual Diccionario histórico del español recoge un uso muy limitado en los siglos XVI y XVII, y ya en su momento Nebrija no lo contemplaba en la versión español-latín de su diccionario, Covarrubias no lo incluía en su Tesoro (1611), y la aparición, ya tardía, en el Diccionario de Autoridades (1734) se inclinaba en primer lugar por la descripción de la sinceridad y la falta de doblez, y solo mostraba el sentido que nos interesa en su última acepción, como un tecnicismo legal basado en las Institutiones de Justiniano: «libertad natural, como contrapuesta a la libertad adquirida por ahorro o manumissión».

La entrada de la ingenuidad en el campo de debate de la literatura artística no fue inmediata. Leon Battista Alberti, el punto de partida de la escritura sobre pintura en la Edad Moderna, apenas dedicó unas páginas a la posición social del arte en la amplia exposición teórica de su De Pictura (1435, 1540), y en ella se centraba en el ejemplo histórico de los nobles que habían tomado el pincel. Únicamente, y de pasada, recogía la anécdota pliniana (sin citar la fuente) de la educación en las artes liberales de los «ingenui et libere» jóvenes romanos (p. 51)27. La nobleza de la pintura y los pintores no eran la preocupación central de Alberti, ni desde el punto de vista social, ni mucho menos desde el fiscal. La ingenuidad aparecía como consecuencia del seguimiento de las fuentes clásicas y no porque se la persiguiera de manera expresa para responder a sus propios intereses. Quizás tenía incluso más relación con el público que con los practicantes de la pintura. Sin ser todavía un asunto prioritario, ya en el siglo XVI, en un ejemplo entre otros muchos De’ veri precetti della pittura (1587) de Giovanni Battista Armenini prestaba mayor atención a la caracterización social del arte, sobre todo a través del ejemplo histórico de los nobles practicantes de la Antigüedad clásica (pp. 25 y ss.). En España, durante el siglo XVI, la ingenuidad tampoco fue un asunto capital de debate en los textos sobre pintura, más preocupados por la construcción del campo disciplinar y por su relación con los clásicos y la literatura, por ejemplo. La preocupación social estaba presente, y existían reivindicaciones teóricas y prácticas puntuales, pero no puede decirse que en el siglo XVI la nobleza de la pintura fuera una pretensión articulada y sistemática en el pensamiento artístico. Como había sucedido en Alberti, la ingenuidad aparecía en Francisco de Holanda, Pablo de Céspedes o en el padre Sigüenza desde el eco de las fuentes clásicas, conectando con la tradición histórica y literaria de las menciones a este concepto que aparecían en Plinio, Cicerón y Ovidio.

En este contexto, puede encontrarse un cambio significativo de rumbo en las primeras décadas del siglo XVII con un primer hito en la Noticia general para la estimación de las artes (1600) de Gaspar Gutiérrez de los Ríos. En este texto la ingenuidad aparece ya con este nombre castellano, asociada a la pintura, y utilizada como un argumento intencionadamente buscado para sustentar la nobleza del arte. En un contexto de defensa jurídica de la posición social, este autor recurría a la ingenuidad en la explicación del significado de la liberalidad de las artes. Según declaró posteriormente Juan de Butrón en el Memorial, tanto este tratado de Gutiérrez como sus propios Discursos habían sido motivados por dos intentos de la Villa de Madrid de quintar a los pintores a milicias junto al resto de los gremios28. Se trataba por tanto de una respuesta que tenía que apuntar de manera general a la nobleza de la pintura y los pintores y no solo atender al ámbito particular de la fiscalidad. Citando a Cicerón (De Officiis, libro I), Gutiérrez de los Ríos decía que las artes liberales eran «honrosas, e ingenuas», siendo esto «a saber de libertad natural y generosa» (Estimación, p. 40)29. Esta libertad natural, que enlazaba con la noción primigenia del término en relación con la posición social servía a su vez para hacer «a sus profesores honrados, generosos, de buena y suave condición», citando en este caso a Ovidio (Ponticas, I y II). Aquí Gutiérrez traducía el latino «ingenuas artes» por «artes liberales» y realizaba el enlace sugiriendo que este nombre procedía de la prohibición clásica de aprender o ejercitar estas artes a todo hombre que no fuera libre, dado que estas artes podrían hacerles adquirir «la verdadera gloria, la honra y la fama» (Noticia general, p. 41). Significativamente, más adelante, cuando estaba empeñado en la demostración de la pertenencia de la pintura a las artes liberales y traía a colación a Plinio para demostrarlo (libro 35.6), Gutiérrez traducía ahora a los «ingenui» que practicaban las artes como «los nobles» (pp. 151-152).

Para Butrón, que combinaba el manejo del derecho romano con el conocimiento de las fuentes históricas y del uso común que el término recibía en su tiempo, la ingenuidad merecía ganar un protagonismo que no tenía antes y pasar al título de su obra porque desde el punto de vista jurídico evidenciaba mejor la exención fiscal sin olvidar al tiempo la nobleza social. En esto era más efectivo que el más tradicional uso de la referencia a las artes liberales. La práctica y la argumentación jurídica hicieron que el concepto de ingenuidad ganara importancia. Frente a la dispersión de las menciones sueltas anteriores, en ese campo se convirtió en una referencia programática.

2.3. INGENUIDAD Y NOBLEZA

La definición original del ingenuo exigía que se tratase de personas nacidas libres y que no hubieran perdido posteriormente tal libertad. Si la pintura era ingenua, eso significaba entonces que había nacido libre, y por tanto era noble y estaba exenta de cargas impositivas. La ambivalencia entre libertad y nobleza en la caracterización de la ingenuidad se mantuvo en su uso por Butrón, incluso desde el mismo título de 1626, donde ocupaba un lugar intercambiable con ambos términos. En el texto, la pintura, siguiendo la legislación romana (Metatis & Epidemeticis del Codex Justinianus, citada como Ley Archiatros, C. de metat. & epidemeticis) probaba ser al tiempo «liberal, ingenua y noble» (Discursos, fol. 63v)30. Decía Butrón en otro apartado del libro que no podía dudarse de la ingenuidad de la pintura porque la habían practicado los príncipes clásicos de la mano de Fabio, y siguiendo con el ejemplo atacaba ya el nudo del asunto explicando que Julio César, al conceder la ciudadanía romana a los pintores les atribuía una exención fiscal que acreditaba «la ingenuidad de la pintura, su nobleza» (fols. 51v y 54v-55r). Igualmente establecía en otro capítulo, enlazando aquí con el tratadista francés de nobleza André Tiraqueau, que «la pintura es noble, es ingenua, y liberal» (fol. 65v)31.

Una cuestión fundamental en la recuperación de la ingenuidad como argumento jurídico y social que efectuaron Gutiérrez de los Ríos y Butrón es su lectura interesada de los textos de la Antigüedad, que resulta especialmente patente en algunas de las traducciones y exégesis del segundo autor. Butrón manejaba una gran cantidad de textos clásicos, pero en esta particular selva de citas la idea de la ingenuidad estaba soportada esencialmente por el derecho romano. Junto con la edición antes indicada del Corpus Iuris Civilis por Denis Godefroy (1583), de manera particular el Codex Theodosianus, tanto a partir de la edición de Jacques Cujas (1566) como de los comentarios de este mismo autor a su revisión posterior en el Codex Justinianus, fue una fuente fundamental para todos los alegatos modernos sobre la ingenuidad32. Esto sucedió así particularmente para Butrón, pero también para Gutiérrez de los Ríos y otros juristas interesados por el tema, como el menos conocido licenciado Francisco Arias33. La recuperación humanista de las compilaciones de disposiciones jurídicas romanas efectuadas por los emperadores Teodosio II y Valentiniano III (429) y Justiniano (529) era especialmente atractiva para el propósito de Butrón. El libro XIII del Codex Theodosianus contenía una regulación del estatuto social de los médicos y profesores de las artes liberales (título III, De medicis & professoribus o Metatis & Epidemeticis en la posterior versión justinianea) y una relación de exenciones para oficios que hoy llamaríamos artísticos (título IV, De excusationibus artificum) que ofrecían apoyos que podían ser utilizados en beneficio de los pintores. Dentro de De excusationibus había un apartado específicamente dedicado a los Picturae professores, y junto a ello podían encontrarse otras referencias sueltas también de interés, como las que aparecían en la antes mencionada Ley Archiatros (Metatis & Epidemeticis) sobre los médicos de palacio34.

Estos textos legales romanos establecían en qué condiciones podía eximirse de impuestos a los practicantes de distintos oficios, y para ello, al hablar de los pintores, distinguían entre aquellos que eran ingenuos, y los que no. Es fundamental entender que, en el código romano, esta última diferenciación impositiva era ajena a la práctica de la pintura (hecho compartido por todos los pintores) y dependía del origen social previo del pintor (esclavo o libre). Butrón partía de este texto y sin duda entendía la distinción, pero su exégesis podía ser fácilmente leída de manera interesada como una afirmación de que todos los pintores eran ingenuos y que era la propia práctica de la pintura la que sustentaba este estado. Esto ocurría primeramente cuando comentaba la ley Archiatros, donde se establecía que los médicos y los maestros de las artes liberales y los pintores que no fueran esclavos podrían ser declarados exentos del hospedaje de soldados y cortesanos. El texto latino afirmaba la diferenciación en función del origen social previo, «(si modo ingenui sunt)», que Butrón traducía como «(no esclavos)», pero su comentario que antecedía al texto aplicaba la liberalidad, nobleza e ingenuidad a la misma práctica de la pintura35. Además, Butrón omitía intencionadamente que el texto inicial de esta disposición en el Codex Theodosianus no incluía a los pintores (únicamente a médicos y profesores de artes liberales), y que su aparición (limitada a los ingenuos) solo estaba en la nueva versión de la norma ofrecida por el Codex Justinianus, que él manejaba a través de la exégesis de Jacques Cujas36.

De manera todavía más clara, al comentar la ley Picturae professores del Codex Theodosianus, donde aparecía de nuevo la salvaguarda social previa del «si modo ingenui sunt», la utilización en la traducción castellana de un simple «que siendo ingenuos» permitía leer ambiguamente la exención fiscal allí tratada como producto de la identificación entre ingenuidad y práctica de la pintura (Discursos, fol. 71r)37. La distorsión es todavía más evidente si comparamos la disposición sobre los pintores con lo que se establecía sobre otros oficios. Mientras que para los primeros se aplicaba esta salvaguarda, no había exclusiones similares cuando se legislaba en este mismo título sobre las exenciones de arquitectos o geómetras38. En el caso que nos ocupa, el matiz de la traducción de Butrón era realmente importante debido a que el texto se preocupaba específicamente de la liberación impositiva de los pintores, y por lo tanto atañía directamente al pleito que se dilucidaba en Madrid. Antonio de León Pinelo hacía la misma lectura ambigua que Butrón en su aportación al Memorial. Que esta interpretación no era unívoca lo prueba el hecho de que Francisco Pacheco, en los párrafos que dedicaba a la nobleza de la pintura en su Tratados de erudición de varios autores (c. 1631) traducía el original teodosiano limitando la exención de manera más clara. Solo afectaba a los profesores de la pintura «siendo libres e hijos de libres» (fol. 284v).

Según habían establecido los emperadores Valentiniano, Valente y Graciano, los pintores que fueran ingenuos (y únicamente estos) quedaban eximidos del pago del impuesto de capitación, de tasas por la apertura de tiendas y de otras obligaciones censales. Si en la exégesis de Butrón y León podía entenderse que la razón que justificaba que el derecho clásico avalase estas exenciones era que la pintura fuera considerada una actividad ingenua en sí misma, se ganaba un argumento de peso para el juicio y para las pretensiones sociales de los pintores del siglo XVII. En esta interpretación no se trataba ya de que algunos ingenuos practicaran la pintura, sino de que la pintura era ingenua y por lo tanto esta condición se extendía a sus practicantes. La nobleza de los pintores y su cancelación impositiva no dependía de la situación previa del linaje particular de sus familias, sino de su ejercicio de la pintura: «Porque las artes se llaman liberales por la libertad que conceden a quienes las ejercitan» (Alegato)39, escribía en México Pedro de Benavides en la estela de Juan Rodríguez de León, retirado como canónigo en esa ciudad: esta era la lectura que se extendió en el pensamiento artístico del siglo XVII40.

3

LA ANDANADA DEL MEMORIAL

El Memorial informatorio (1629), una de las primeras apologías en defensa de la dignidad de la pintura en el contexto español, como hemos avanzado, sigue a textos pioneros como los Discursos apologéticos (1626) de Butrón y antecede a los fundamentales Diálogos de la pintura (1633) de Vincencio Carducho en la tradición apologética española del siglo XVII41. Este trío de textos fundamentales de la historia de la pintura española constituye el eco más fuerte de la buena consideración de los artistas italianos (otra suerte de translatio imperii et studii), al tiempo que sale al paso de un asunto más de tejas abajo: un problema legal en torno a la alcabala, que no solo afectaba económicamente a los pintores, sino que se extendía igualmente a la consideración social de los artistas y a los privilegios anejos. En todo caso, el episodio interesa por ser una de las pruebas más claras de la alianza entre plumas y pinceles.

De este contexto deriva la miscelánea de pareceres que conforman el Memorial informatorio, que desempeñó un papel fundamental en la polémica. De hecho, su importancia se aprecia porque poco después fue recogido como apéndice de los Diálogos de la pintura de Carducho, quizá como un intento de «celebrar la resolución absolutaria» del proceso42.

Detrás de esta respuesta de los artistas a la polémica sobre la liberalidad de la pintura se encuentran Vincencio Carducho y Lope de Vega, con Juan de Butrón como experto en leyes. Si bien se mira, el grupo de participantes en el alegato revela una estrategia consciente salida de un impulso común, pues todos pertenecen al círculo de amigos y colaboradores de Lope: tanto los hermanos Juan Rodríguez de León y Antonio (Rodríguez) de León Pinelo como Lorenzo Vanderhamen (y su hermano Juan, el famoso bodegonista) trabaron pronta amistad con Lope43, mientras que José de Valdivielso y Juan de Jáuregui forman parte del grupo de poetas afines a la estética lopesca44. Otro tanto ocurre en los posteriores Diálogos de la pintura: de nuevo con el apoyo de Valdivielso, en este caso intervienen Diego Niseno, Miguel de Silveira, Antonio de Herrera Manrique, Francisco López de Zárate y Juan Pérez de Montalbán, que se tienen por amigos o discípulos de Lope. Así, en este estado de cosas se advierte la importante función del Fénix en la campaña en pro de la pintura: Lope participa activamente en la controversia con pareceres y poemas, moviliza a sus compañeros de filas y mantiene una estrecha relación de colaboración con Carducho, otro de los cabecillas de la polémica45.

Por de pronto, en las declaraciones del Memorial se aprecia una distinción de naturaleza textual: en efecto, algunos son alegatos escritos ex profeso para la ocasión (Rodríguez de León, Valdivielso, Jáuregui, Butrón y Pinelo), mientras otros son transcripciones de declaraciones viva voce, marcados por el signo de la oralidad (Lope, Vanderhamen). En otras palabras: tratadillos teóricos probablemente de encargo frente a declaraciones ante un tribunal y anotadas por un escribano. Por todo ello, conviene acercarse a los textos caso a caso.

Con estos discursos los defensores de la pintura pretendían ofrecer una batería de argumentos desde diferentes ángulos y disciplinas, para lo que dan cita en el libro a personajes de diferentes ámbitos: con el predicador Rodríguez de León se tiene el argumento religioso; Lope de Vega representa a la comunidad de poetas y se aprovecha su gran celebridad; a su vez, Valdivielso combina poesía y religión, mientras el humanista Lorenzo Vanderhamen acude como embajador de la historia y en cierto sentido se expresa también por la cercanía con la pintura, como si hablara por boca de su hermano el pintor; buen conocedor de ambos mundos, Jáuregui representa el paradigma del pittore poeta y el jurista Butrón aporta el arma del derecho y las leyes con un texto que es la verdadera alma de la colectánea, sin olvidar al bibliógrafo León Pinelo (hermano del primer colaborador), que en la segunda versión del Memorial colabora con un conjunto de pruebas legales y teológicas (anexo 1) y con la fuerza de ser relator del Consejo de Indias. Es decir: ideas de religión, poesía, historia y derecho entran en juego desde diferentes perspectivas (del arte hermana a la esfera del poder) y con varias interrelaciones para defender al arte de la pintura. Por eso, se puede entender el Memorial como un argumento colectivo que trata de presentar una defensa integral y total, de acuerdo con la visión elogiosa y prestigiosa de la pintura que el grupo lopesco desea reflejar.

3.1. UNA ORACIÓN POR LA PINTURA: EL PARECER DE RODRÍGUEZ DE LEÓN

El Memorial abre fuego con un minitratado de Rodríguez de León, que se presenta como predicador de la corte. Esta es, en efecto, una de las actividades que llevó a cabo este personaje durante su estancia en España (1627-1632), antes de regresar a las Indias para desempeñar las funciones de canónigo en la catedral de Puebla de los Ángeles, junto al obispo Juan de Palafox y Mendoza46.

El primer argumento de este parecer se presenta desde el inicio, a partir de un juego de palabras entre «liberal» y «libertad» con el que Rodríguez de León reclama desde el primer momento la impropiedad de la alcabala, porque «cautivar lo que es libre habiendo ocasión de libertarlo ya toca la raya del homicidio». Sin embargo, antes de pasar propiamente al discurso, Rodríguez de León recuerda algunos ejemplos de reyes pintores antiguos y modernos (de Elio Adriano y Alejandro Severo a Felipe III y Felipe IV) con los que defiende la hidalguía y la majestad del arte y, seguidamente, expone en bruto un listado de autoridades divinas (san Ambrosio, san Gregorio, etc.) y humanas (de Plinio y Filón a Vasari y Alberti) que sirven de biblioteca de defensores para la causa de la pintura, pues «pueden inclinar a su libertad la más rigurosa justicia», si bien añade que la que le ocupa es una cuestión de razón natural en la que parecen sobrar todas las pruebas.

Tras este preámbulo, Rodríguez de León comienza a hilvanar ideas sobre la libertad de la pintura. La primera prueba está en la antigüedad del arte, que se une inmediatamente al motivo del Deus pictor y la creación como pintura divina47. Con un gran arsenal de explicaciones sobre el sentido de diversos pasajes bíblicos (Efesios, 2, 10) y comentarios teológicos, Rodríguez de León pretende hacer ver que la pintura es omnipresente tanto en la Biblia como en la naturaleza, hasta el punto de que el arte se encuentra «adonde ni la opinión se insinuaba». En este sentido, el autor llega a rebatir y dar la vuelta a los pasajes de la Escritura en los que la pintura parece salir malparada (los referentes a la idolatría, por ejemplo).