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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 468 - diciembre 2018

© 2010 Linda Susan Meier

Encuentro inesperado

Título original: Maid for the Millionaire

© 2010 Linda Susan Meier

Padre soltero busca niñera

Título original: Maid for the Single Dad

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-756-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Encuentro inesperado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Padre soltero busca niñera

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

¿CALZONCILLOS de color rosa?

Haciendo una mueca, Cain Nestor metió los calzoncillos, antes blancos, en la lavadora y cerró la puerta de golpe, enfadado. Debería haber parado en alguna tienda el día anterior, pero era tarde cuando su avión por fin aterrizó en Miami. Además, él había hecho la colada muchas veces y no podía creer que hubiera olvidado algo tan importante como no mezclar los colores. Pero, aparentemente, así era.

Apretando el nudo de la toalla que llevaba a la cintura, salió del cuarto de lavar para entrar en la cocina justo cuando se abría la puerta trasera. Y, por el uniforme amarillo que vio por el rabillo del ojo, supo que su ayudante personal, Ava, iba de nuevo un paso por delante de él.

Llevaba sin ama de llaves desde principios de febrero, tres largas semanas. Y, aunque Ava le había enviado varias candidatas, él les encontraba defectos a todas. Un hombre debía tener cuidado con las personas que metía en casa, pero los calzoncillos de color rosa dejaban claro que estaba llegando al final de la cuerda.

Afortunadamente, Ava había contratado un servicio de limpieza.

Dispuesto a pedir disculpas por su aspecto, Cain miró a la mujer que acababa de entrar en la cocina y se quedó helado. Su corazón dejó de latir durante una décima de segundo, sus músculos se convirtieron en goma.

–¿Liz?

Aunque llevaba el pelo sujeto en un severo moño y había perdido peso en los últimos tres años, habría reconocido esos ojos verdes de gata en cualquier sitio.

–¿Cain?

Un millón de preguntas daban vueltas en su cabeza, pero todas fueron reemplazadas por recriminaciones. Liz había dejado un buen trabajo en Filadelfia para irse a Miami con él cuando se casaron… ¿y ahora se dedicaba a limpiar casas?

Y era culpa suya.

Cain tragó saliva.

–No sé qué decir.

 

 

Liz Harper parpadeó un par de veces para comprobar que sus ojos no la engañaban, que estaba viendo a su ex marido envuelto en una toalla en la cocina de la casa que debía limpiar aquel día.

No había cambiado nada en tres años. Seguía teniendo esos ojos de color ónice que parecían leer en su alma, seguía llevando el pelo negro muy corto. Y seguía teniendo esos hombros tan anchos, esos músculos, esos pectorales definidos, esos abdominales marcados. Todo lo cual estaba a la vista en ese momento.

Liz se pasó la lengua por los labios.

–Podrías empezar por decir: «perdona que esté medio desnudo. Voy a subir ahora mismo a vestirme».

Eso lo hizo reír y, al escuchar su risa, Liz se vio asaltada por los recuerdos…

El día que se conocieron en un vuelo de Dallas a Filadelfia intercambiaron tarjetas de visita y él la llamó al móvil en cuanto salieron del aeropuerto. Habían cenado juntos esa noche y desde entonces mantuvieron una relación a distancia. Hicieron el amor por primera vez en la playa, frente a su preciosa casa en Miami, y se casaron en Las Vegas después de un romance relámpago.

Y ahora iba a limpiar su casa.

¿Podía una mujer caer más bajo?

Pero no estaba en posición de desdeñar aquel trabajo.

–Muy bien, voy a…

–¿Tú crees que…?

Los dos se quedaron callados. Le llegaba el aroma del gel de ducha y se dio cuenta de que no había cambiado de marca. Y eso despertó nuevos recuerdos: el calor de sus manos, la pasión de sus besos.

Liz se aclaró la garganta.

–¿Qué ibas a decir?

–No, las señoras primero.

–Muy bien –Liz respiró profundamente. No tenía por qué contarle sus secretos y no sería tan tonta como para hablarle de sus sueños. Si todo iba bien, ni siquiera tendría que verlo mientras hacía el trabajo–. ¿Esto va a ser un problema para ti?

–¿Que trabajes para mí o que hables de trabajar para mí mientras yo estoy medio desnudo?

Liz sintió que le ardían las mejillas. Saber que estaba desnudo bajo la toalla hacía que su corazón se acelerase absurdamente. Eso podría ser ridículo tres años después del divorcio, pero entre Cain y ella siempre había habido una enorme atracción física. Una atracción que, a pesar de todo, seguía ahí y que había sido tan poderosa como para convencer a una chica sensata de que dejase el trabajo de sus sueños en Filadelfia y lo siguiera a Miami. Tanto como para que un empresario que vivía como un recluso la dejase entrar en su vida.

–Que trabaje para ti hasta que encuentres un ama de llaves –respondió, señalando alrededor–. ¿Eso va a ser un problema?

Cain miró el suelo de cerámica y luego a ella.

–Tengo que ser sincero, Liz. La verdad es que… me siento un poco incómodo.

–¿Por qué? Se supone que no debes estar en casa cuando yo vengo a limpiar. De hecho, me dijeron que solías estar en la oficina a las ocho. Ha sido una casualidad que nos encontrásemos y yo necesito este trabajo.

–Y por eso me siento incómodo.

–¿Qué quieres decir? ¿Sientes compasión por mí?

Cain hizo una mueca.

–No, no, lo que quería decir…

–¿Qué querías decir? ¿Crees que me hundí cuando nos separamos y ahora sólo puedo trabajar como asistenta?

–Pues…

Liz dio un paso adelante.

–Cariño, yo soy la propietaria de Servicios Domésticos Harper.

Liz era lo bastante alta como para no tener que levantar mucho la cabeza para mirarlo a los ojos, pero cuando lo hizo se arrepintió de inmediato. Sus ojos oscuros le decían que la atracción entre ellos seguía existiendo. El aroma de su gel la golpeó con fuerza, llevando con él maravillosos y dolorosos recuerdos.

Pero Cain dio un paso atrás.

–Ya, claro.

–Llama a tu ayudante –lo retó ella–. Soy yo quien ha firmado el contrato.

–Si eres la propietaria de la agencia, ¿por qué has venido a limpiar mi casa? –Cain la miró entonces, con el ceño fruncido–. ¿Estás espiándome?

–¿Espiarte, después de tres años? –exclamó Liz, perpleja–. Debes ser el hombre más engreído del mundo. Tu ayudante me contrató para limpiar la casa del presidente de la Agrupación Cain, pero yo no asocié ese nombre contigo. Cuando estábamos casados, el nombre de tu empresa era Construcciones Nestor.

–Construcciones Nestor es ahora una empresa subsidiaria de la Agrupación Cain.

–Pues me alegro mucho por ti –replicó Liz–. Mira, ésta es la situación: tengo seis empleadas y suficiente trabajo para siete, pero no puedo contratar a la gente que quiera y trabajar sólo desde la oficina hasta que tenga suficiente trabajo para ocho.

No iba a decirle que también se encargaba de buscar trabajo para Amigos Solidarios, la organización benéfica que acogía a mujeres que necesitaban una segunda oportunidad en la vida. Él no entendía de organizaciones benéficas y, desde luego, no sabía nada sobre segundas oportunidades.

–Entonces los beneficios permitirán que gane un sueldo y podré gastar algo en promoción y expansión.

–¿Expansión?

–Quiero ampliar la empresa para ofrecer servicios de jardinería y limpieza de piscinas –Liz intentó sujetar un mechón que había escapado de su moño–. Pero para eso necesito treinta clientes más.

Cain lanzó un silbido.

–No es para tanto en una ciudad como Miami –dijo ella, a la defensiva.

–No silbo por la dificultad, es que estoy impresionado. ¿Cuándo abriste la agencia?

–Hace tres años.

–¿Abriste la agencia cuando nos divorciamos?

Liz irguió los hombros, orgullosa.

–No, empecé a limpiar casas cuando nos separamos y ahorré algo de dinero.

–Pero yo te ofrecí una pensión…

–Yo no quería una pensión –Liz lo miró a los ojos, pero hacerlo fue un error.

Siempre había imaginado que si volvían a verse algún día su conversación se centraría en por qué lo había dejado sin darle una explicación.

En lugar de eso, al mirarlo a los ojos se habían abierto las compuertas de la atracción que sentían el uno por el otro y apostaría lo que fuera a que ninguno de los dos estaba pensando en sus desacuerdos. El brillo en los ojos de Cain le recordaba sábanas de satén y días pasados en la cama…

–En un año tenía suficiente trabajo para mí y para otra persona –se apresuró a decir–. Seis meses después, tenía cuatro empleadas. Entonces me di cuenta de que podía convertir este trabajo en una empresa de verdad.

–Muy bien.

–¿Muy bien?

–Lo entiendo. Yo sé lo que es tener una idea y querer llevarla a cabo. Además, como tú misma has dicho, no tenemos por qué cruzarnos.

–¿Entonces te parece bien?

–Sí, me parece bien –Cain hizo una mueca–. No pensarías hacer la colada antes que nada, ¿verdad?

–¿Por qué?

–Porque la mitad de mis calzoncillos se han vuelto de color rosa.

Liz soltó una carcajada y, al hacerlo, tuvo una visión de otras risas, de otros momentos. Su matrimonio había terminado tan mal que había olvidado los buenos tiempos pero, de repente, era en lo único que podía pensar.

Pero eso era un error. Seis años y ríos de lágrimas habían pasado desde los «buenos tiempos» que los hicieron casarse en Las Vegas. Y unas semanas después de la boda, esos «buenos tiempos» empezaron a esfumarse poco a poco hasta dejar de existir por completo.

Y ahora era su asistenta.

–¿El otro cincuenta por ciento está en algún sitio?

–Sí, en el cuarto de lavar.

–¿Puedes esperar hasta que estén limpios y secos?

–Sí, tengo trabajo que hacer.

–Y lo harás en tu estudio… o tu oficina o lo que sea.

–Tengo una oficina en la parte de atrás, sí.

–Genial. Entonces, voy a hacer la colada.

 

 

Una hora después, Cain detenía el Porsche en el aparcamiento de su empresa y, después de atravesar el vestíbulo, subía en su ascensor privado hasta la planta ejecutiva.

–¡Ava! –gritó, dejando el maletín sobre la mesa de conferencias.

Había logrado no pensar en Liz mientras la oía moviéndose por la casa y, afortunadamente, ella no había entrado en su estudio para tirar un par de calzoncillos limpios sobre el escritorio. Sencillamente, había asomado la cabeza para anunciar que la colada estaba limpia y doblada sobre su cama. Pero al ver la ropa interior sobre las sábanas de satén negro, Cain había experimentado una emoción inesperada…

Cuando se casaron, Liz insistió en hacer todas las labores domésticas ella misma. No quería tener servicio, de modo que se había quedado en casa cuidando de él.

Liz lo adoraba entonces…

Cain nunca se había acostado con una mujer que lo hiciera sentir lo que Liz lo hacía sentir. Y ahora estaba en su casa otra vez.

Era un error, un tremendo error. Aunque Liz lo adoraba y él estaba loco por ella, se habían hecho mucho daño durante el último año de matrimonio. Ni siquiera había dejado una nota cuando se marchó, su abogado se había puesto en contacto con él. Liz no quería su dinero. Sencillamente, no quería volver a verlo y para Cain había sido un alivio que se fuera.

Era un error monumental que volviesen a estar juntos en la misma casa y no debería haber aceptado, pero estar medio desnudo delante de ella lo había puesto nervioso.

Con la ropa interior limpia en su poder se había vestido a toda prisa, pensando que tendría que salir sin que lo viera y preguntándose si sería prudente pedir que enviara a otra persona a su casa. Pero, como había prometido, Liz no estaba por ningún lado cuando se marchó.

–Por curiosidad, Ava –le dijo a su ayudante, una mujer de cincuenta años, bajita y con ligero sobrepeso–. ¿Por qué elegiste Servicios Domésticos Harper precisamente?

Ella no parpadeó siquiera.

–La agencia estaba muy bien recomendada –respondió, mirándolo por encima de sus gafas–. ¿Tú sabes lo difícil que es encontrar un ama de llaves de confianza en Miami?

–Aparentemente muy difícil o ya tendría una.

–Yo he hecho lo que he podido. Eres tú quien… ah, ya veo, estabas en casa cuando llegó la asistenta.

–Desnudo. Bueno, con una toalla en la cintura, saliendo del cuarto de lavar.

Ava se llevó una mano al corazón.

–Lo siento mucho.

Cain la estudió para averiguar si sabía que Liz era su ex mujer, pero en los ojos azules de su ayudante sólo veía un brillo de inocencia.

–Debería haber imaginado que te levantarías tarde después de tantas horas de viaje –se disculpó Ava, suspirando–. Lo siento mucho.

–No pasa nada.

–No, en serio, lo siento. Sé que no te gusta tener que lidiar con esas cosas… en fin, dejemos el asunto. No volverá a pasar –le prometió, señalando el correo sobre su escritorio–. Éste es el correo de esta semana y éstos los mensajes telefónicos más urgentes. Y ahora mismo llamaré a la agencia para decirles que no vayan antes de las nueve.

–No te preocupes –dijo Cain.

Ahora que sus emociones estaban bajo control de nuevo, intentó pensar con lógica. Que Liz no estuviera por ningún lado cuando se marchó demostraba que no tenía ningún deseo de verlo. Y Liz era una persona honesta, de eso no tenía la menor duda. Si había dicho que no tendría que verla, haría todo lo posible para que así fuera. Eso, al menos, no había cambiado. Aunque fue ella quien se marchó, la desintegración de su matrimonio había sido culpa suya y no quería disgustarla por nada. Ya la había disgustado más que suficiente.

–No, no, deja que llame –insistió Ava–. Ya sé que no te gusta tener que hablar con la gente. Ése es mi trabajo al fin y al cabo.

–No te preocupes, yo hablaré con ella.

–¿En serio?

Su gesto de sorpresa lo molestó, pero era lógico. El trabajo de Ava consistía en encargarse de los detalles de los que él no quería ocuparse, fueran personas o asuntos.

–No tendré que verla porque saldré de casa a las siete y media. No será un problema.

–Muy bien, como quieras.

Cain se dejó caer sobre el sillón, con el ceño fruncido. No dejaba de pensar en las palabras de Ava…

«Ya sé que no te gusta tener que hablar con la gente».

¿Lo había dicho sin pensar o de verdad se había vuelto tan hosco?

En fin, era irrelevante, se dijo. Él se llevaba bien con la gente con la que debía llevarse bien.

Suspirando, tomó el correo, ordenado por compañías y asuntos, y leyó cartas, informes y solicitudes de nuevos proyectos… hasta que llegó a un sobre que no había sido abierto.

Y enseguida entendió por qué: era una carta de sus padres. Había sido su cumpleaños la semana anterior y, por supuesto, sus padres no lo habían olvidado. Y seguramente su hermana tampoco. Pero él sí.

Cain abrió el sobre y sacó un envoltorio de papel burbuja, dentro del cual había una fotografía enmarcada.

Una fotografía familiar.

La nota pegada a la foto decía: Hemos pensado que te gustaría ponerla en tu escritorio. Feliz cumpleaños.

Cain intentó volver a guardarla en el sobre, pero no podía hacerlo. No podía dejar de mirar a las personas que posaban alegremente para la foto.

Sus padres iban vestidos de domingo, su hermana llevaba algo que parecía sacado de la basura… y considerando que entonces tenía dieciséis años y estaba en su época rebelde, seguramente así era. Cain llevaba un traje de chaqueta, como su hermano, Tom, que tenía una mano sobre su hombro.

–Si algún día tienes problemas –le había dicho Tom muchas veces– llámame a mí primero. No a mamá o a papá, a mí. Yo te ayudaré y luego le daremos la noticia a nuestros carceleros.

Cain tuvo que sonreír. Tom siempre había llamado «carceleros» a sus padres. O «los guardias». Sus padres eran unas personas encantadoras, increíblemente abiertas y modernas, pero a Tom le gustaba hacer bromas, jugar con las palabras. Tenía un sentido del humor que lo hacía popular en todas partes.

Cain guardó la fotografía en el sobre. Él sabía muy bien lo que su padre estaba sugiriendo al decir que pusiera la foto sobre su escritorio. Habían pasado seis años y era hora de seguir adelante, de recordar con alegría y no con tristeza que su hermano mayor, el más bueno, más divertido y más inteligente de los Nestor, había muerto cuando estaba a punto de casarse. Sólo tres semanas antes de su boda con Liz en Las Vegas.

Pero Cain no estaba preparado para olvidar.

Tal vez no lo estaría nunca.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

–¡LO DIRÁS de broma!

Con los brazos cargados de bolsas, en la entrada de una de las casas de acogida de Amigos Solidarios, Ellie Swanson se volvió para mirar a Liz, sus ojos de color ámbar tan redondos como dos lunas.

–No, no es una broma. El primer cliente del día ha sido mi ex marido.

No tenía intención de hablarle de Cain, pero se le había escapado, como le ocurría siempre con Ellie, una dulce, inteligente y decidida veinteañera que mantuvo una relación con el hombre equivocado y que, afortunadamente, había escapado a tiempo.

Liz le había dado un puesto de trabajo y enseguida descubrió que era ella quien más se beneficiaba de esa relación. Desesperada por tener una segunda oportunidad, Ellie era su empleada más valiosa. Tal vez por eso Liz buscaba empleo para las mujeres a las que acogía la asociación Amigos Solidarios, porque creía en las segundas oportunidades.

Ellie empujó la puerta con el hombro para entrar en una anticuada pero limpia cocina.

–¿Cómo ha podido pasar eso?

–Su ayudante, Ava, fue quien me contrató para limpiar la casa del presidente de la Agrupación Cain.

–¿Y no sabías que era tu ex marido?

–Cuando nos casamos era el propietario de la Constructora Nestor pero, por lo visto, en tres años ha ampliado mucho el negocio. Y se ha mudado a una casa más grande.

En cierto modo le dolía que hubiera vendido la casa de la playa que habían compartido, aunque no la sorprendía. Cain estaba tan perdido, tan desolado tras la muerte de su hermano que se había enterrado en el trabajo, incluso más que antes. La nueva casa también estaba en la playa, pero era mucho más grande y tal vez era una recompensa por haber logrado su objetivo.

Ellie salió de la despensa, donde estaba dejando las provisiones que llevaban, los rizos rubios flotando alrededor de su cara.

–La próxima semana yo limpiaré su casa.

–No, no, entonces pensará que no he vuelto porque me da miedo. Además, tengo otra cosa para ti –Liz abrió el bolso y buscó la solicitud de empleo de una chica llamada Rita–. ¿Qué te parece?

Ellie la leyó por encima.

–Bien. ¿Has comprobado las referencias?

–Sí, claro. Se aloja en una de las casas de acogida y he pensado que tal vez tú la conocerías.

–No, no me suena.

–La conocerás la semana que viene. Cuando terminemos aquí, iremos a la casa en la que se aloja con sus hijos y le diremos que a partir de la semana que viene trabajará contigo.

–¿Quieres que la entrene? –preguntó Ellie, ilusionada.

–Sí, claro. Mi objetivo es quedarme en la oficina de forma permanente.

La oficina consistía en un escritorio y un par de sillas de segunda mano y, además de un aparato de aire acondicionado que no solía funcionar, había que cambiar el suelo. Lo único bonito eran las paredes pintadas de amarillo y la alegre alfombra de colores, pero ella estaba mucho mejor que las mujeres que iban a Amigos Solidarios y trabajar con ellas hacía que mantuviera los pies en la tierra y recordase lo lejos que había llegado en la vida. Unos años antes, su madre había tenido que escapar con sus hijas de un marido maltratador y la segunda oportunidad que encontraron gracias a una organización de acogida había cambiado el curso de sus vidas para siempre.

–Para hacer eso tendré que enseñarte a ser mi mano derecha –siguió–. Y el ascenso viene con un aumento de sueldo.

Ellie soltó lo que tenía en la mano para abrazarla.

–¡Gracias, Liz! Haré que te sientas orgullosa de mí, ya lo verás.

–Ya lo sé.

–Y, en serio, yo me encargo de la casa de tu ex marido.

–No hace falta, de verdad. Mi marido no es una mala persona. Sólo un poco distante, frío. Estaba muy disgustado por la muerte de su hermano –Liz se encogió de hombros–. Además, no nos veremos siquiera porque él se marcha muy temprano a la oficina.

Intentaba convencer a Ellie, pero ella misma no estaba convencida del todo. Aunque no vería a Cain, tocaría sus cosas, vería retazos de su vida y eso abriría viejas heridas.

Pero necesitaba aquel trabajo. Una recomendación de Cain o de su ayudante le abriría muchas puertas y eso era lo que hacía falta en ese momento. Quería poder darles trabajo a todas las mujeres que necesitaban una segunda oportunidad y para hacerlo tenía que ampliar el negocio.

Después de guardar las cosas en la despensa comprobaron que todo estaba limpio. Una nueva familia llegaría esa tarde para empezar una nueva vida y era importante que se encontrasen a gusto.

Liz miró alrededor, satisfecha al comprobar que todo estaba en orden. Le gustaba colaborar con Amigos Solidarios y estaba contenta con su vida. Era más espabilada, más segura de sí misma que antes de casarse, de modo que encontrarse con Cain no sería ningún problema.

 

 

El viernes por la mañana, Liz estaba sentada en el coche, a unos metros de la casa de Cain, diciéndose a sí misma que daría igual lo que se encontrase. Si la nevera estaba vacía no se preocuparía de si comía o no. Imaginaría que comía fuera todos los días. Si el correo estaba sin abrir, limpiaría alrededor. Y aunque encontrase ropa interior femenina entre las sábanas, le daría igual.

Más animada, esperó hasta que el Porsche salió del garaje. Pero igual que su encuentro había despertado recuerdos de momentos felices, verlo en el Porsche le recordó sus paseos por la costa en un descapotable, el viento moviendo su pelo en todas direcciones…

Liz cerró los ojos. Su matrimonio había sido un desastre. Cain era un adicto al trabajo, una persona taciturna. Aunque la muerte de su hermano lo volvió aún más huraño y más introvertido, ella se había dado cuenta de que no estaba tan involucrado en la relación como lo estuvo durante los seis meses de noviazgo. Planes cancelados, reuniones que eran más importantes que pasar los fines de semana con ella…

Cuando eran novios, al menos intentaba encontrar tiempo para ella cuando iba a Filadelfia. Pero cuando se casaron dejó de buscar tiempo y Liz se sentía sola. Y cuando estaban juntos Cain se mostraba inquieto, pensando siempre en su empresa y en su trabajo. Entonces, ¿por qué sentía esa añoranza?

Suspirando, Liz aparcó el coche en la puerta y entró en la casa. Como había notado la semana anterior, no había toques personales, ni fotografías, ni diplomas, ni recuerdos. En realidad, sería muy fácil pensar que era la casa de un extraño.

Apartando a Cain de sus pensamientos, se concentró en limpiar la casa de un «cliente» y, cuando terminó, se marchó como si hubiera sido cualquier otro trabajo.

Pero, como había sido un error llegar antes para verlo salir en el Porsche, la semana siguiente cambió el orden de trabajo y llegó allí a las diez, cuando sabía con toda seguridad que no estaría en casa.

Y, mientras marcaba el código para desactivar la alarma, de nuevo borró de su mente cualquier recuerdo de Cain, imaginando que era cualquier otra casa.

Pero cuando estaba metiendo la ropa en la lavadora le pareció oír un ruido en el piso de arriba. Liz se detuvo y aguzó el oído, pero no percibió nada.

Sin embargo, cuando volvió a la cocina tuvo la impresión de que ocurría algo raro. Pensando que era cosa de su imaginación, empezó a meter los platos en el lavavajillas.

Estuvo una hora limpiando y cuando la colada estaba seca, la dobló y subió al segundo piso. Canturreando para sí misma, contenta por lo bien que era capaz de concentrarse y no pensar en Cain, empujó la puerta del dormitorio con el hombro…

–¿Quién es?

La voz que salía de la cama no parecía la de Cain, pero incluso con las persianas bajadas supo que era él.

–Soy yo, Liz.

–¿Liz?

Su voz era tan débil que, asustada, dejó la cesta de la colada en el suelo y se acercó a la cama. Su pelo oscuro estaba empapado en sudor y tenía sombra de barba.

–¿Mi mujer, Liz? –repitió Cain, como si no entendiera.

–Ex mujer –le recordó ella, poniendo una mano en su frente–. ¡Estás ardiendo!

Sin esperar respuesta, entró en el cuarto de baño y buscó el botiquín en los cajones. Por fin, encontró un bote de aspirinas y, después de llenar un vaso de agua, volvió a la habitación.

–Tómate esto.

Cain tomó la pastilla sin decir nada. Tenía los ojos vidriosos por efecto de la fiebre y no le sorprendió que se quedara dormido un segundo después.

Suspirando, Liz bajó a la cocina e intentó olvidarse de él mientras limpiaba. Cuando volvió al dormitorio una hora después, puso una mano en su frente y frunció el ceño. Seguía ardiendo y no sabía qué hacer. Podría llamar a su ayudante, pero no le parecía bien. Una ayudante no debería tener que cuidar de su jefe cuando caía enfermo.

En realidad, tampoco tendría que hacerlo una ex mujer, pero con su familia a miles de kilómetros de allí, en Kansas, ella era el menor de los males.

Sin hacer ruido, salió de la habitación y sacó el móvil del delantal para llamar a Ellie.

–¿Rita está contigo?

–Sí, está aquí. Y lo hace muy bien, por cierto.

–Pues necesito que se encargue de las casas que yo tengo que hacer esta tarde.

–¿Ella sola?

–¿No crees que pueda hacerlo?

Ellie tardó un segundo en contestar:

–No, tranquila, lo hará muy bien. ¿Dónde estás, jefa?

–He decidido tomarme la tarde libre –mintió Liz. Bueno, en realidad no era una mentira, iba a tomarse la tarde libre… del trabajo normal.

–¿En serio? Me alegro mucho.

–Llama a las otras chicas y diles que te llamen a ti, no a mí, si tienen algún problema.

–¡Estoy en ello, jefa! ¡Qué emoción!

Liz sonrió, contenta al ver que Ellie aceptaba tan bien sus nuevas responsabilidades.

–Nos vemos mañana –se despidió, antes de ir a la cocina para echar un vistazo en la nevera.

Cain debía tomar al menos un caldo de pollo y un zumo de naranja, pero como no encontró ni una cosa ni otra decidió pasar por el supermercado de camino a la farmacia. Veinte minutos después, subía de nuevo a la habitación.

–¿Liz?

–Sí, soy yo. He ido a la farmacia a comprar unas pastillas para la gripe. Y tienes que comer algo. Venga, incorpórate un poco.

–No quiero comer…

–Sólo es un caldo, no protestes tanto.

Después de darle el caldo y la medicina, Liz entró en el cuarto de baño con el corazón encogido. Cuidar de él era un peligro y no porque existiera la posibilidad de retomar su relación. Pero ella conocía a Cain y sabía que no quería estar en deuda con nadie. Además, no podría soportar que lo hubiera visto en una posición tan débil y querría compensarla.

Claro que, con lo enfermo que estaba, tal vez no lo recordaría al día siguiente.

Y entonces todo iría bien.

Después de ponerse un chándal que llevaba en el coche sacó un libro del bolso e intentó acomodarse en el sofá del estudio.

Subía a la habitación cada hora para comprobar que Cain seguía durmiendo, pero en uno de los viajes él la llamó cuando iba a cerrar la puerta.

–¿Dónde vas?

–¿Estás mejor?

–Estoy bien –Cain se incorporó un poco–. Vuelve a la cama.

Era evidente que la fiebre lo hacía alucinar, pensó Liz entrando en el cuarto de baño a llenar un vaso de agua.

–Toma, bébete esto.

Mientras ponía el vaso en sus labios, él levantó una mano y la colocó posesivamente en su trasero.

La sorpresa estuvo a punto de hacer que derramase el agua. Ni siquiera había salido con nadie desde que lo dejó y sentir la mano de un hombre en el trasero era a la vez sorprendente y excitante.

–Estoy mejor –dijo Cain, con una sonrisa en los labios.

–Estás alucinando.

–No, en serio, estoy mejor –insistió él, acariciando su trasero por encima del pantalón–. Vuelve a la cama.

El anhelo que había en su voz era tan obvio, tan evidente. Pero Liz se recordó a sí misma que aquel hombre no era Cain. El Cain con el que se había casado era un hombre frío, distante.

Aunque, en el fondo, debía admitir que aquél era el hombre que siempre había deseado que fuera: cariñoso, pendiente de ella, feliz de estar con ella.

Y eso la asustaba mucho más que la mano en el trasero.

Ése era el Cain con el que se casó en Las Vegas de manera tan impulsiva. En ese viaje había sido tan tierno, tan cariñoso, tan apasionado que pensó que sería siempre así. Y lo había sido… durante tres semanas.

Pero entonces murió su hermano y Cain se vio obligado a ayudar a su padre con la empresa familiar en Kansas a través del teléfono, de videoconferencias y correos electrónicos mientras dirigía a la vez la Constructora Nestor. Y su matrimonio con ella se había convertido en algo más que tenía que soportar, una carga.

Eso era lo que debía recordar, que se había convertido en una carga para él.

Pero ella no era una carga para nadie. Jamás.

–Duérmete, anda.

Había llevado el libro con ella, de modo que se sentó en un sillón frente a la ventana y siguió leyendo a la luz de una lamparita.

 

 

Cain despertó después de la peor noche de su vida. Temblaba de frío un momento para despertar después cubierto de sudor, había vomitado y le dolía todo el cuerpo. Pero eso no era lo peor. Había soñado que Liz le tomaba la temperatura, que le daba la medicina y lo llevaba al baño…

Dejando escapar un gemido, apartó el edredón y se sentó en la cama. No quería recordar la sensación de la mano de Liz en su frente, el aroma de su perfume, que se había quedado con él, o el anhelo que sintió al pensar que había vuelto a su vida.

¿Cómo podía soñar con una mujer que lo había dejado sin darle una explicación, sin decirle una palabra? Una mujer que estaba en su cama un día y desaparecía al día siguiente.

Porque había sido un idiota. La había perdido porque estaba todo el día trabajando, porque no le dedicaba tiempo y porque se encerró en sí mismo tras la muerte de su hermano. No podía culpar a Liz por marcharse y por eso seguía deseándola.

Entonces notó que había una luz encendida y cuando giró la cabeza vio a Liz sentada en el sillón, mirándolo.

Era tan guapa que parecía etérea, pensó. Su largo cabello negro flotaba alrededor de su cara acentuando una piel de alabastro…

Pero no tenía sentido que estuviera en su habitación, se habían divorciado tres años antes.

–¿Qué haces aquí? ¿Cómo has entrado?

–He venido a limpiar tu casa, ¿no te acuerdas?

–¿Qué?

–Tu ayudante firmó un contrato con mi empresa para que limpiáramos tu casa una vez a la semana.

Cain cerró los ojos.

–Ah, sí, ya me acuerdo.

–Estabas muy enfermo cuando llegué ayer….

–¿Qué día es hoy?

–Sábado.

–¿Has estado aquí toda la noche?

–¿Qué iba a hacer? –Liz se encogió de hombros–. Estabas muy enfermo y no quería dejarte solo.

Cain se dejó caer sobre la almohada.

–Ah, la buena de Liz…

–Pues sí, no soy una bruja. Por eso tantas personas dejan que las chicas de mi empresa entren en sus casas a limpiar. Mi reputación me precede.

Cain tuvo que luchar contra una ola de nostalgia.

–Supongo que debería darte las gracias.

–De nada.

–Y seguramente también debería pedir disculpas por tocarte el trasero.

–Ah, ¿te acuerdas de eso?

Cain rió y el sonido de esa risa le recordó todo lo que había perdido…

Y eso lo hacía sentir como un idiota, como un débil. Liz lo había dejado, la había perdido para siempre, pero se negaba a dejar que ese error lo convirtiera en un pusilánime.

–¿Sabes una cosa? Agradezco tu ayuda, pero creo que a partir de ahora puedo arreglármelas solo.

–¿Me estás echando?

–No te estoy echando, te estoy diciendo que puedes marcharte.

–Muy bien –Liz se levantó del sillón, pero se detuvo antes de llegar a la puerta–. ¿Estás seguro?

Cain esperaba de ella que fuese tan generosa y eso lo hacía sentir como un canalla, de modo que intentó disimular.

–Estoy seguro, me encuentro bien.

–Estupendo.

Cuando la puerta se cerró tras ella, Cain dejó escapar un suspiro. Había sido una maldita casualidad que se pusiera enfermo precisamente el día que Liz tenía que limpiar su casa, pero él no era idiota. Su reacción demostraba que tenerla de vuelta en su vida, aunque sólo fuera una vez a la semana, podría acabar en desastre.

Debería librarse de ella, eso era lo que le decía el sentido común. Pero en su corazón sabía que estaba en deuda con Liz. Y no sólo porque lo hubiera atendido cuando estaba enfermo.

Nunca debería haberla convencido para que se casara con él.