MARIANO FAZIO

EL ÚLTIMO ROMÁNTICO

San Josemaría en el siglo XXI

Prólogo de FERNANDO OCÁRIZ, Prelado del Opus Dei

Apéndice de JOAQUÍN NAVARRO-VALLS

EDICIONES RIALP, S. A.

© 2018 by MARIANO FAZIO

© 2018 by EDICIONES RIALP, S. A.

Colombia, 63. 28016 Madrid

(www.rialp.com)

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN: 978-84-321-4987-0

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ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

PRESENTACIÓN

INTRODUCCIÓN

PRIMERA PARTE. LOS CAMINOS DIVINOS DE LA TIERRA

1. UN 2 DE OCTUBRE DE HACE NOVENTA AÑOS

2. LA GRACIA DE DIOS, VEINTISÉIS AÑOS Y BUEN HUMOR

SEGUNDA PARTE. CONTEMPLATIVOS EN MEDIO DEL MUNDO

1. LA CENTRALIDAD DE CRISTO

2. HIJOS DEL PADRE MISERICORDIOSO

3. DÓCILES AL ESPÍRITU SANTO

TERCERA PARTE. EN LA IGLESIA Y EN EL MUNDO

1. AMOR A LA IGLESIA

2. AMAR AL MUNDO APASIONADAMENTE

3. COMO LOS PRIMEROS CRISTIANOS

CUARTA PARTE. LA LIBERTAD, DON DE DIOS

1. LA LIBERTAD DE LOS HIJOS DE DIOS

2. LA LIBERTAD DE LAS CONCIENCIAS

3. NO HAY DOGMAS EN LAS COSAS TEMPORALES

QUINTA PARTE. EN TODAS LAS ENCRUCIJADAS DE LA TIERRA

1. EL TRABAJO NACE DEL AMOR, MANIFIESTA EL AMOR, SE ORDENA AL AMOR

2. HOGARES LUMINOSOS Y ALEGRES

3. CIUDADANÍA

4. UNA SOLA RAZA, LA RAZA DE LOS HIJOS DE DIOS

5. ENTRE POBRES Y ENFERMOS

6. AMIGOS DE DIOS Y DE LOS HOMBRES

CONCLUSIÓN: EL MUNDO ES EMAÚS

APÉNDICE

EL REALISMO HUMANO DE LA SANTIDAD

AUTOR

PRESENTACIÓN

Del espíritu que Dios le hizo ver en 1928 solía decir san Josemaría: «Es viejo como el Evangelio, y como el Evangelio nuevo»[1]. Viejo, porque tiene su fuente en un mensaje que cuenta más de veinte siglos de historia, y porque encuentra su expresión más diáfana en la vida de los primeros cristianos. Y nuevo, porque el Evangelio no envejece: es, en realidad, la verdadera novedad de la historia. La vida de los discípulos de Jesús empezó a rejuvenecer desde muy pronto la vida de una sociedad envejecida: la renovó con la juventud y la novedad de Dios.

También nuestra “sociedad cansada” necesita que los cristianos le transmitan esa alegría de vivir. Como sucede con todos los carismas que el Espíritu Santo suscita en la Iglesia, la fuerza rejuvenecedora del espíritu del Opus Dei sale toda ella del Evangelio. «Que busques a Cristo, que encuentres a Cristo, que ames a Cristo…», repetía san Josemaría. Gracias a Dios, se cuentan ya por millares las personas que, de su mano, descubren al Señor en la vida de cada día. Los abundantes escritos, textos y vídeos que conservamos de su predicación y de sus conversaciones multitudinarias siguen abriendo horizontes a muchos cristianos, y también a otras personas que buscan a Dios y perciben el atractivo de la fe.

“El último romántico”. Con este título elocuente, tomado de los labios de san Josemaría, nos recuerda Mariano Fazio cómo el fundador de la Obra fue un apasionado defensor de la libertad. En sus enseñanzas, «el respeto a la libertad de los demás no es nunca indiferencia, sino consecuencia del amor, de la caridad, que sabe valorar a cada hombre en su concreta realidad»[2]. Al aplicarse este apelativo nostálgico de “último romántico”, san Josemaría quería sobre todo interpelar a quienes le escuchaban, para despertar en ellos ese mismo amor a la libertad que llevaba en el corazón: «No me dejéis a mí como el último de los románticos. Este es el romanticismo cristiano: amar la libertad de los demás, con cariño»[3].

Con esa clave de lectura se abordan en estas páginas varios aspectos de la mirada sobre el Evangelio que Dios inspiró a san Josemaría: la alegría de ser hijos de Dios, el trabajo como lugar de santidad, el carácter positivo de la secularidad, la importancia de la vida familiar y del amor, el valor de la pluralidad, la repercusión social de la vida de cada cristiano. El autor ha acometido esta tarea con un esfuerzo de síntesis y de divulgación que asegura una lectura sugerente y amable. Este libro adquiere, además, una actualidad especial al acercarse el 90.º aniversario del momento en que Dios abrió ante los ojos de san Josemaría este panorama de santidad en medio del mundo. Ojalá redescubramos cada vez más profundamente la novedad perenne de aquello que él proclamaba a los cuatro vientos: «Allí donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo»[4].

FERNANDO OCÁRIZ

Prelado del Opus Dei

[1] SAN JOSEMARÍA, Conversaciones, n. 24.

[2] C. FABRO, “El primado existencial de la libertad”, Scripta Theologica 13 (1981/2-3), 323-337.

[3] SAN JOSEMARÍA, apuntes de la predicación oral, 18-V-1974.

[4] SAN JOSEMARÍA, Conversaciones, n. 113.

INTRODUCCIÓN

ERA EL 22 DE JUNIO DE 1974. TEMPRANO, tomé un tren en la estación Retiro de Buenos Aires y, después de un breve viaje, bajé en Bella Vista, localidad donde se encuentra una casa de retiros: La Chacra. Había pasado solo una semana desde mi primer encuentro con el Opus Dei. Un compañero de colegio me había invitado a conocer un centro cultural donde se impartía formación cristiana a estudiantes, y me explicó que estaba a punto de llegar el fundador de la institución que daba el espíritu a ese centro. Acudí un viernes a una meditación que predicaba un sacerdote para chicos de mi edad —acababa de cumplir catorce años—. Recuerdo como si fuera hoy el contenido de la meditación. El predicador nos animaba a aprovechar el paso de Mons. Josemaría Escrivá por la Argentina, a que no dejáramos “pasar el tren” de conocer al fundador y perdiéramos la oportunidad de acercarnos más al Señor.

Llegué a La Chacra con la curiosidad de conocer a una “persona importante”. Me encontré con un gran número de estudiantes secundarios y universitarios, que, como yo, habían sido invitados a participar en una reunión familiar con Mons. Escrivá. Mentiría si dijera que me acuerdo de todo lo que nos dijo en esa ocasión. Mis recuerdos nítidos son los siguientes: vi a un sacerdote que lucía una sonrisa de oreja a oreja, y que transmitía con naturalidad una gran alegría; sus palabras eran positivas, animantes, comprensivas, y, a la vez, amablemente exigentes. Una frase me quedó grabada en el corazón: «Buenos Aires tiene que ser la ciudad de las almas felices». Notaba que en mi interior algo estaba comenzando a arder.

Guardo otro recuerdo bien definido. Uno de los presentes le dijo a san Josemaría: «Padre, usted me ha cambiado la vida». Reconozco que aquello me golpeó. Me sirvió para hacer un examen de conciencia y llegar a la conclusión de que yo también tenía que cambiar.

Fui con el deseo de conocer a una persona importante. Regresé a Buenos Aires con un horizonte existencial distinto del que tenía antes de mi encuentro con él. No volví a ver más a san Josemaría en esta tierra, pero esa breve reunión familiar en una mañana de invierno del 22 de junio de 1974 me cambió la vida. La sonrisa de su rostro quedó grabada en mi memoria y en mi imaginación, y ha supuesto un aliciente para procurar sonreír, también cuando aparentemente no hay motivos para hacerlo.

En esos años setenta se vivía una época convulsionada. El 68 todavía no había dado sus últimos estertores. Todo el mundo exigía libertad: nada de reglas ni de órdenes, sino liberación, espontaneidad, autenticidad. Pocos meses antes de mi encuentro en La Chacra, san Josemaría sostuvo varias conversaciones con algunos universitarios que habían acudido a Roma para participar en un congreso. En uno de esos encuentros se definió como el último romántico. El santo aragonés se consideraba un continuador de los románticos del siglo XIX que luchaban por la libertad personal: «Pienso que soy el último romántico, porque amo la libertad personal de todos —la de los no católicos también—». Y continuaba: «Amo la libertad de los demás, la vuestra, la del que pasa ahora mismo por la calle, porque si no la amara, no podría defender la mía. Pero esa no es la razón principal. La razón principal es otra: que Cristo murió en la Cruz para darnos la libertad, para que nos quedáramos in libertatem gloriae filiorum Dei» (en la libertad y la gloria de los hijos de Dios)[1].

El último romántico. El amor por la libertad caracterizó la vida de san Josemaría. Tenía muchos motivos para ser un auténtico enamorado de la libertad. Entre otras cosas, porque sin libertad no podemos amar. Por eso, consideraba que en el orden natural el mayor regalo que Dios hizo al hombre era precisamente el habernos creado libres: Dios ha querido correr el “riesgo” de nuestra libertad, para que correspondamos libremente con nuestro amor a su Amor infinito.

Amor a la libertad, libertad para amar. Josemaría era un alma enamorada de Dios y de los hombres. En mi breve encuentro con él, me di cuenta de que su corazón rebosaba de ese amor, pero son innumerables las personas que le han tratado y que han testimoniado con hechos concretos la amplitud de su corazón enamorado. Decía de sí mismo: «De pocas cosas puedo ponerme de ejemplo. Y, sin embargo, en medio de todos mis errores personales, pienso que puedo ponerme como ejemplo de hombre que sabe querer»[2].

En otras ocasiones se definía a sí mismo como un pecador que amaba con locura a Jesucristo. Libertad, amor, locura. Este tercer concepto está muy presente en la tradición cristiana, tanto oriental como occidental. En san Josemaría cobra mucha fuerza, pues veía en esa “locura” una correspondencia con la “Locura divina”. Reconocía que estaba loco perdido, pero loco de amor de Dios. Un Dios que es un “Divino Loco”, que se abaja para hacerse hombre, que nace en medio de la pobreza en una aldea perdida de la periferia del Imperio romano, que se entrega con su voluntad libérrima a la muerte de Cruz, que se hace un pedazo de Pan para acompañarnos y alimentarnos en nuestro camino hacia el cielo.

No hace falta tener fe para reconocer que el auténtico amor supera ampliamente las categorías de “lo razonable”, “lo medido”, el “hasta un cierto punto”. Hay unos versos de Antonio Machado que ilustran esta dimensión del amor verdadero: «Huye del triste amor / amor pacato / sin peligro, sin venda, ni aventura / que busca en el amor prenda segura / porque en amor locura es lo sensato»[3]. Podemos acudir también al testimonio de Lope de Vega. En uno de esos sonetos que el madrileño escribe lleno de contrición por su vida pecadora, le pregunta poéticamente al Señor cómo lo tiene que amar. El mismo poeta se responde: «Amaros quiero ya, no preguntaros, / porque el modo de amaros, Jesús mío / Bernardo dice que es sin modo amaros»[4]. Sin modo, es decir sin medida. Como el Amor del Señor, que al prepararse para la Última Cena, preludio de la Pasión, «nos amó hasta el fin» (Jn 13, 1).

El 2 de octubre de 2018 se cumplen noventa años desde el momento en que san Josemaría recibió una luz de Dios, que dio un nuevo sentido a su vida, en donde el amor —con su ingrediente de locura— y la libertad ocupan un lugar central. Los corazones de los hombres y las mujeres de todas las épocas y lugares vibran con el amor y la libertad. Estamos hechos para amar y ser amados. Por eso es tan fácil sintonizar con su espíritu. Su mensaje ha cambiado la vida de muchas personas a lo largo de estas décadas, y contiene una potencialidad destinada a expandirse por el mundo entero. Este aniversario es otra ocasión para meditar algunos aspectos de su mensaje, especialmente iluminantes en las circunstancias de la cultura contemporánea.

El libro que el lector tiene en sus manos no es una biografía: las hay muchas y muy buenas[5]. Tampoco es un estudio teológico —que gracias a Dios, también abundan—, ni una simple recopilación de textos. Se trata de presentar en forma ordenada algunas de las consecuencias de la luz recibida por san Josemaría hace noventa años, y que hoy cobran relevante actualidad. Evidentemente, el orden y los temas elegidos obedecen a una visión personal. Se trata de un mensaje rico que permite enfoques diferentes. Estamos en el ámbito de lo opinable, y como diría san Josemaría, allí debe primar la libertad.

En la primera parte nos detendremos en el contenido de la intervención de la gracia del 2 de octubre en su alma —la llamada a la santificación y al apostolado en la vida corriente— y en los medios que utilizó para difundir esta doctrina por el mundo. En la segunda parte procuraremos esbozar algunos rasgos distintivos de la vida espiritual del fundador del Opus Dei, siguiendo un esquema trinitario. En la tercera analizaremos los “lugares” donde estamos llamados a santificarnos: la Iglesia y el mundo. Los tres capítulos siguientes —que forman la cuarta parte— afrontan el gran tema de la libertad como condición necesaria para vivir nuestra vocación a la santidad. Por último, en la quinta, dedicaremos algunas páginas a los tres ámbitos fundamentales de la vida ordinaria, que estamos llamados a santificar: el trabajo, la familia y la sociedad civil.

[1] BERNAL, S., Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 1976, 242.

[2] Notas de una reunión familiar, octubre de 1968 (AGP, biblioteca, P01, 1969, 493).

[3] MACHADO, A., Antología poética, Edaf, Madrid 1987, 229.

[4] VEGA, LOPE DE, Rimas sacras, edición de Antonio Carreño y Antonio Sánchez Jiménez, Universidad de Navarra-Editorial Iberoamericana-Vervuert, Madrid 2006.

[5] Entre las muchas biografías, cfr. BERNAL, S., Mons. Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 1976; GONDRAND, F., Au pas de Dieu. Mgr. Escrivá de Balaguer, fondateur de l’Opus Dei, France-Empire, Paris 1982; BERGLAR, B., Opus Dei. Leben und Werk des Gründers Josemaría Escrivá, Otto Muller Verlag, Salzburg 1983; SASTRE, A., Tiempo de Caminar, Rialp, Madrid 1989; URBANO, P., El hombre de Villa Tevere, Plaza y Janés, Barcelon 1995; VÁZQUEZ DE PRADA, A., El Fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 1997; TORNIELLI, A., Escrivá, fondatore dell’Opus Dei, PIEMME, Milano 2002; TORRELL, N., San Josemaría, Palabra, Madrid 2013.

PRIMERA PARTE

LOS CAMINOS DIVINOS DE LA TIERRA

1.

UN 2 DE OCTUBRE DE HACE NOVENTA AÑOS

EN LA VIDA DE MUCHAS PERSONAS hay un momento clave, en el que se cae en la cuenta de cuál es el sentido de su existencia: todas las experiencias vividas con anterioridad se ponen en orden, y aparece clara una situación en el mundo, una más profunda identidad. Como cuando se termina de armar un rompecabezas: las piezas aisladas, aparentemente sin sentido, adquieren su razón de ser al verlas colocadas en su sitio, formando parte de la figura final.

La historia sagrada ofrece muchos ejemplos de ese momento clave: en ellos se hace patente la propia vocación. Recordemos a Moisés en el Monte Sinaí (Ex 3, 1-3), o a Leví en la mesa de recaudación de impuestos, cuando Cristo lo llamó (Mt 9, 9-13). Uno de estos momentos, emblemático, es el encuentro de Saulo con Jesús resucitado en el camino a Damasco (Hch 22, 6-16). A partir de allí, su vida cambió de rumbo y se llenó de sentido.

San Josemaría dijo alguna vez que Madrid había sido su Damasco[1]. El Señor había ido preparando con anterioridad su alma: a partir de su adolescencia le hacía sentir en lo íntimo de su corazón que le quería para una misión especial. Era lo que llamaba “barruntos”. El joven Josemaría se mostraba disponible, abierto a lo que el Señor le pidiera, sin saber a ciencia cierta en qué consistía dicha voluntad. Por eso se hizo sacerdote y pedía insistentemente que se convirtiera en realidad aquello que intuía, sin verlo claramente. Le repetía a Jesús, como el ciego Bartimeo: Domine, ut videam! —¡Señor, que vea!—, e imploraba a la Virgen: Domina, ut sit! —¡Señora, que sea!—.

El momento clave, el “encuentro decisivo” tuvo lugar el 2 de octubre de 1928, mientras realizaba un retiro espiritual en el convento de los Paúles de la capital española. En esas circunstancias, recibió una gracia de Dios, que le “iluminó” sobre el proyecto que Dios había preparado para él. Ese día, las piezas del rompecabezas de su vida tomaron forma y color. Los “barruntos” cobraron definitiva coherencia y alcance[2].

¿Cuál era el contenido de esa “iluminación”? ¿Qué es lo que “vio” —habitualmente utilizaba ese verbo para referirse a esta experiencia espiritual— el 2 de octubre? San Josemaría siempre fue parco al explicar su “momento clave”. En las anotaciones que realizaba para su propia vida interior —los llamados Apuntes íntimos— dejó escrito: «Cristo nuestro Rey ha manifestado su deseo». A continuación, se especificaba dicha voluntad: «Estando nosotros siempre en el mundo, en el trabajo ordinario, en los propios deberes de estado, y allí, a través de todo, ¡santos!»[3]. El contenido fundamental de la luz recibida ese día, en palabras del beato Álvaro del Portillo, principal confidente de su vida, era «que la santidad —la plenitud de la vida cristiana— es accesible para todo hombre, cualquiera que sea su estado o condición, y que la vida ordinaria, en todas sus situaciones, ofrece la ocasión para una entrega sin límites al amor de Dios, y para un ejercicio activo del apostolado en todos los ambientes»[4]. Con una bella expresión, percibía que se habían abierto «los caminos divinos de la tierra»[5].

A partir de entonces, su vida se identificó con su misión: difundir el mensaje de la llamada universal a la santidad en medio y a través de las circunstancias ordinarias de la vida. En una carta dirigida a sus hijos, escribía: «Quiere Jesús, Señor Nuestro, que proclamemos hoy en mil lenguas —y con don de lenguas, para que todos sepan aplicárselo a sus propias vidas—, en todos los rincones del mundo, ese mensaje viejo como el Evangelio, y como el Evangelio nuevo»[6]. Pocos años antes había escrito: «Hemos venido a decir, con la humildad de quien se sabe pecador y poca cosa —homo peccator sum (Luc. V, 8), decimos con Pedro—, pero con la fe de quien se deja guiar por la mano de Dios, que la santidad no es cosa para privilegiados: que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión o su oficio. Porque esa vida corriente, ordinaria, sin apariencia, puede ser medio de santidad: no es necesario abandonar el propio estado en el mundo, para buscar a Dios, si el Señor no da a un alma la vocación religiosa, ya que todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo»[7].

Era un mensaje plenamente evangélico, pero que a fuerza de darlo por supuesto, fue cayendo en el olvido. La luz del 2 de octubre iluminaba la vida ordinaria, corriente, común, aparentemente intrascendente, de todos los hijos de Dios. Era una luz revolucionaria, destinada a ampliar sin límites los horizontes habituales de cualquier persona, sin una especial vocación a la vida religiosa o a otro tipo de consagración más allá que la del Bautismo.

Frente a la vida ordinaria se pueden mantener actitudes muy diversas entre sí. Un cuento de origen medieval narra el diálogo que sostiene un caminante con tres trabajadores que encuentra a la vera del camino. Los tres están picando piedra, bajo el duro sol de un día de verano. El caminante pregunta al primer obrero qué está haciendo. Malencarado, este le contesta:

— Ya me ve, picando piedra y sudando la gota gorda.

Repite la pregunta obvia al segundo obrero. La respuesta no es tan evidente. Con un rostro sereno, contesta al curioso caminante:

— Estoy trabajando para mantener a mi familia.

Por último, le llega el turno al tercer obrero, quien, esbozando una sonrisa envidiable, afirma, lleno de sano orgullo:

— ¡Estoy construyendo una catedral!

En el mundo contemporáneo hay millones de personas que viven sin encontrar un sentido a su existencia ordinaria. El primer grupo de almas que Dante describe en el Infierno está formado por aquellos «que en vida no fueron nada»[8], es decir, los que dieron bandazos de aquí para allá, poniéndose bajo el sol que más calienta. Sin valores, ni raíces, ni estrellas que los iluminen. No han dejado huella después de su paso por la tierra. Perezosos, como el siervo del Evangelio que recibe un talento y lo esconde en lugar de negociar con él.

También existen muchas personas que contemplan sus deberes de estado —en el trabajo, en el hogar, en la sociedad civil— como duros pesos que hay que soportar, sin entender demasiado la razón. La existencia se presenta ante ellos como algo absurdo. Albert Camus ejemplificó esta visión de la vida con la imagen de Sísifo, el personaje de la mitología clásica que debe subir hasta la cima de un monte cargando con una gran piedra. Cuando llega a la cima, la piedra cae, y Sísifo baja, vuelve a tomar la piedra, la pone otra vez sobre sus espaldas, y repite la operación una vez y otra[9]. La vida, para muchos, se identifica con esa interminable repetición de rutinas absurdas.

Otros viven según su sentido del deber, pero sin el calor y la luz que da la apertura a lo sobrenatural. Pueden ser admirables en sus virtudes, pero carecen de la atracción del que supera los estrechos límites racionales para lanzarse a la aventura de vivirlo todo por amor a Dios y a los demás.

El mensaje que el Señor quiso transmitir a través de san Josemaría, amplía los horizontes y libera de la angustia agobiante de una visión chata de la vida, o de la frialdad que da el mero cumplimiento del deber por el deber. En el nuevo contexto de la santificación de la vida ordinaria todo cobra relieve, color, profundidad. Nada es indiferente: hasta las circunstancias más nimias pueden transformarse en un encuentro de amor. Todos podemos construir catedrales para la gloria de Dios y el servicio de los hombres. Y eso, sin salirnos de nuestro sitio, en la monotonía cotidiana. Con una imagen lograda, san Josemaría decía que estaba en nuestras manos la posibilidad de transformar la prosa diaria —aquello que hacemos todos los días, en donde si nos descuidamos se puede colar la rutina o el sinsentido— en endecasílabo, en verso heroico[10]. La vida se transforma en poesía, en una aventura de amor.

Federico Nietzsche decía de sí mismo que era dinamita[11], pues con su filosofía quería hacer saltar por los aires el sentido trascendente de la vida. La llamada a la santidad en medio del mundo, por el contrario, es una mirada que descubre el sentido trascendente en las actividades de todos los días. Los cristianos tenemos una “dinamita” mejor, una carga revolucionaria: «Si los cristianos viviéramos de veras conforme a nuestra fe —escribe san Josemaría en Surco—, se produciría la más grande revolución de todos los tiempos... ¡La eficacia de la corredención depende también de cada uno de nosotros! —Medítalo»[12]. Se trata de una revolución de amor, para liberar al mundo de las fuerzas que lo oprimen, angustian y entristecen.

* * *

El 7 de octubre de 2002, san Juan Pablo II pronunció las siguientes palabras frente a una multitud que se había reunido en la Plaza de San Pedro con ocasión de la canonización del fundador del Opus Dei, que resumen lo que hemos intentado transmitir: «San Josemaría fue elegido por el Señor para anunciar la llamada universal a la santidad y para indicar que la vida de todos los días, las actividades comunes, son camino de santificación. Se podría decir que fue el santo de lo ordinario. En efecto, estaba convencido de que, para quien vive en una perspectiva de fe, todo ofrece ocasión de un encuentro con Dios, todo se convierte en estímulo para la oración. La vida diaria, vista así, revela una grandeza insospechada. La santidad está realmente al alcance de todos»[13].

[1] Cfr. Carta, 2-X-1965 (Cit. en ECHEVARRÍA, J., Carta, 1-X-2008, en Cartas de familia, vol. VI, 2011, n. 64).

[2] Sobre los “barruntos”, cfr. ARANDA, A., “El bullir de la Sangre de Cristo”. Estudio sobre el cristocentrismo del beato Josemaría Escrivá, Rialp, Madrid 2000, 81-109.

[3] Apuntes íntimos, n. 154 (Cit. en VÁZQUEZ DE PRADA, A., El Fundador del Opus Dei, vol. I, 302).

[4] DEL PORTILLO, A., Una vida para Dios: reflexiones en torno a la figura de Josemaría Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid 1992, 45-46.

[5] Amigos de Dios, 334.

[6] Carta, 9-I-1932, 91 (Cit. en VÁZQUEZ DE PRADA, A, El Fundador del Opus Dei, vol. I, 568).

[7] Carta, 24-III-1930, 2 (Cit. en BURKHART, E.-LÓPEZ, J., Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, Rialp, Madrid 2010, vol. I, 11-12).

[8] ALIGHIERI, D., La Divina Comedia, Infierno, III, 62.

[9] Cfr. CAMUS, A., El mito de Sísifo, Alianza, Madrid 2004.

[10] Cfr. Es Cristo que pasa, 50.

[11] Cfr. NIETZSCHE, F., Ecce Homo, Por qué soy un destino, párrafo 1.

[12] Surco, 945.

[13] S. JUAN PABLO II, Discurso a los peregrinos reunidos en Roma por la canonización de san Josemaría Escrivá de Balaguer, Roma 7-X-2002.