LA BOCA DEL DIABLO

 

 

 

TEO PALACIOS

 

Diseño de la sobrecubierta: Estudio Calderón

Primera edición: octubre de 2018

Primera edición en e-book: diciembre de 2018

© Teo Palacios, 2018

© de la presente edición: Edhasa, 2017

Diputación, 262, 2º 1ª

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ISBN: 978-84-350-6313-5

Producido en España

A Mar,

por mantener la puerta abierta trece años después.

Y a Nora,

que no importa que ya se haya ido. Siempre está.

Notas

1 La mayor de las herejías es no creer en las brujas.

2 Señor, a ti clamo. Socórreme con prontitud. Levántese Dios, sean dispersados sus enemigos y huyan ante su presencia aquellos que lo odian.

3 Dios no envió a su hijo al mundo para condenarlo, sino para que encontrara la salvación a través de él.

4 Ante ti nos postramos, Satán. Di una palabra y te obedeceremos.

Agradecimientos

Como siempre, hay mucha gente a la que dar las gracias cuando uno se pone a escribir una novela. Al primero que hay que agradecer es a ti, lector, porque sigues soñando entre las páginas de un libro, por robarle tiempo a internet y a las series para dedicarlo a mis historias. Siempre estaré en deuda contigo por crear esta magia que nos une de algún modo.

A ti, librero. Por aguantar en tiempos difíciles. Por recomendar esta novela. Porque sin tu trabajo el mundo sería más oscuro, más feo, más gris, y mucho menos divertido e interesante.

Una de las cosas que nos permite escribir una novela es fantasear con aquello que jamás haremos..., como, por ejemplo, matar a una persona. Por supuesto, pensar en matar a alguien y saber cómo hacerlo es algo bien distinto, así que cuando me encontré en una de las primeras escenas de esta novela, en la que hay que ofrecer una muerte rápida, y a ser posible espectacular, no supe cómo hacerlo. Por fortuna, tenía cerca a Nieves Muñoz, quien me dio la opción que finalmente aparece en este libro y me explicó qué ocurre cuando se clava una daga en la tráquea de una persona. Y no porque ella haya matado a muchos así (hasta donde yo sé), sino porque es una estupenda profesional en su campo, que es la salud. Por cierto, lector y librero: quedaos con ese nombre, Nieves Muñoz. Pronto vais a conocerla muy bien.

El gallego es un idioma que me sorprende. Tiene palabras para casi todo, hasta para lo más peregrino, y aquello que en español debemos explicar con una expresión larga ellos lo resuelven con una simple palabra. Por eso pregunté a mis amigos gallegos si tenían una frase para cuando una mujer es como una segunda madre para otra persona. Sin embargo, no me supieron decir ninguna. Pero entonces Vanesa Santos me prestó una que su hermano utilizaba con su abuela. Así nació la forma en la que Juan Lobo llama a la madre de Mariña: «mamáUba». Y, además, pasamos una tarde comprobando reglas gramaticales para ver si una expresión estaba bien escrita o no. Amigos así valen un imperio.

Pero si con alguien estoy en deuda al haber escrito La boca del diablo es con Fausto Jesús Arroyo López. A pesar de que la novela mantiene una trama de ficción a lo largo de todas sus páginas, quería que el emplazamiento fuera un lugar real y reconocible. De repente, apareció Casarrubios del Monte, y con él Fausto. Es un apasionado de la historia de su localidad que me ayudó sin saberlo gracias a su blog, http://historiadecasarrubios.blogspot.com, en el que ofrece mucha información que me resultó de gran utilidad. La historia de Juan Huete está basada directamente en sus investigaciones, y obtuve muchos datos sobre la zona leyéndolo. Pero, además, tuvo la gentileza de responder a algunas de mis dudas, y hasta de prepararme el bosquejo de un mapa que ha servido para establecer la fisonomía del pueblo tal como se describe en la novela, para que los paseos de Juan Lobo, fray Bernardo y fray Gonzalo por sus calles tengan sentido. Sin él no hubiera sido posible. Ojalá cada pueblo de España tuviera un Fausto.

Como siempre, mis amigos escritores son un apoyo y un estímulo. Cada vez que paso un rato con alguno de ellos regreso a casa con ganas de encender de nuevo mi ordenador, a pesar de todas las dificultades que conlleva esta profesión. Javier Pellicer, Francisco Narla, Blas Malo, Sebastián Roa, Juan Ramón Biedma, Carolina Molina, Santiago García-Clairac, Ana Morilla, Olalla García... y todos los que no menciono. Echo de menos cada rato que no paso con vosotros.

Daniel Fernández, a pesar de sus chistes, es uno de los mejores personajes que pueda uno conocer en este mundo de los libros. Siempre tiene una palabra amable, siempre me ofrece su apoyo. Es un orgullo pertenecer a la familia que presides.

Y como siempre, al final de todo, las dos mujeres que hacen posible que mis libros lleguen a los lectores. Deborah y Penélope. Esto no sería lo mismo si no os tuviera al lado. Gracias por vuestra confianza. Por vuestro cariño. Por vuestra paciencia. Por vuestros consejos. Os quiero.

LA BOCA DEL DIABLO

Capítulo 1

Lo despertó el sonido de la muerte.

Debían de haber pasado dos o tres horas desde la medianoche. A lo lejos se oían los aullidos de los lobos, algo demasiado frecuente en los últimos tiempos. Su mujer respiraba con fuerza junto a él y por un momento creyó que se habría despertado por uno de sus ronquidos. Entonces volvió a escucharlo: un golpe sordo, lejano, amortiguado aunque claro. Algo pasaba en el granero.

Se levantó de la cama y se acercó a la ventana. La luna apenas era un jirón de luz entre nubes espesas, así que no alcanzaba más que a vislumbrar la silueta del cobertizo, que se elevaba a unos pocos pasos de la casa. Abrió el ventanal y aguzó el oído, pero fuera todo era silencio. De repente, otro aullido de lobos en la lejanía, y un instante después comenzó a caer una lluvia de gotas gruesas y pesadas, perlas oscuras que se estrellaban con estrépito contra el tejado de la casa y el suelo embarrado. Septiembre estaba resultando más lluvioso de lo habitual, otro motivo de preocupación.

«Demasiadas cosas en la cabeza, demasiadas preocupaciones. Demasiadas mujeres desaparecidas… Eso es lo que te pasa. Pero nada hay ahí fuera que esté relacionado con todo eso». Dio un suspiro, y a punto estaba ya de volverse, cerrar la ventana y regresar al calor del cuerpo de su esposa cuando un estrépito aún mayor que el anterior se escuchó en el granero, como si los tablones de madera de una de las paredes se derrumbaran a causa de los golpes de un gigante. Al instante, un bramido intenso y agudo, y constante, que parecía ulular como un canto enfermizo, se alzó en alguna parte y rompió por completo la quietud de la noche.

Recordó las palabras del padre Martín dichas esa misma mañana durante la misa: «El Maligno puede estar rondando nuestras calles. Protegeos de él, no le dejéis entrar en vuestros corazones. Rezad a Dios y él os dará la fuerza que necesitáis para enfrentaros a un enemigo que desea devorar vuestra alma y hacerla arder en el Infierno por toda la eternidad».

–¿Qué haces, Miguel?

La voz de su mujer lo sobresaltó. Tanto que, tras el respingo, se llevó la mano al pecho. El corazón le bombeaba con fuerza y durante un momento no pudo contestar, concentrado como estaba en recuperar el aliento.

Su esposa lo miraba preocupada, atenta ahora al aullido que no cesaba.

–¿Qué está pasando? ¿Qué es ese ruido?

Miguel abrió al fin los ojos y la vio medio incorporada en la cama, tapándose hasta el cuello con las mantas, que aferraba con unos puños blancos de terror. Eso le ayudó a salir de su trance.

–Algo pasa en el granero. Voy a salir.

–¡No! No vayas, Miguel.

–Tengo que ir a ver qué ocurre, mujer. –De dos largas zancadas se acercó hasta ella. Era una mujer rolliza, de sonrisa alegre, aunque en esos momentos su rostro reflejaba una mueca que nunca antes le había visto. La abrazó con fuerza, y no supo si el temblor que notó provenía de ella o era su propio cuerpo negándose a abandonar la habitación–. No me pasará nada.

Pretendía ser una frase que los animara a ambos, pero no pareció surtir mucho efecto. Ella se le aferró al cuello y lo besó con fuerza. Al fin asintió y lo dejó ir sin darse cuenta de que una lágrima caía lentamente por su mejilla. Cuando Miguel ya estaba a punto de salir de la habitación, en calzas y con el torso desnudo, alargó una mano hacia él.

–¡Espera! –Miguel se volvió a mirarla y vio que se llevaba las manos al cuello y se quitaba el cordón de cuero del que pendía una cruz de madera. Acto seguido, se la tendió–. Te protegerá.

Regresó a por ella, retuvo sus manos durante un instante, asintió y salió sin una palabra más. Junto a la puerta de la casa encendió un candil, levantó la tranca de la puerta y tomó un grueso madero con la diestra.

–Quizás esto me proteja mejor…

Pero no soltó la cruz.

Quedó empapado tan pronto como dio dos pasos fuera. Parecía que Dios deseara lavar los pecados del pueblo con un nuevo diluvio. Y entonces se dio cuenta de que la puerta del granero estaba abierta.

Se encaminó a ella con paso lento, atento a cualquier ruido, pero sólo podía escuchar el aporrear de las gotas de agua y aquel aullido, que se hacía cada vez más agudo e intenso. El candil iluminaba con dificultad apenas un par de pasos más allá de su brazo extendido. La respiración apenas le salía del pecho.

Asomó lentamente la cabeza. Al principio no pudo ver nada. El granero estaba atestado. No era especialmente grande, no más de diez varas de largo por otras siete de ancho, pero allí guardaba todos sus aperos. En el lado izquierdo se amontonaban las balas de paja con las que daría de comer a las dos vacas que tenía y que se mostraban inquietas: cabeceaban y golpeaban con los rabos contra los maderos.

–Tranquilas… Tranquilas…

La voz casi no le salía, pero no quería que se les retirara la leche por lo que fuera que estuviera ocurriendo allí dentro.

Porque algo ocurría. Más allá de las luces del candil, las tinieblas parecían moverse con vida propia y se escuchaban gruñidos, y algo como…, como… ruidos metálicos. Los lobos volvieron a alzar la voz, más cerca aún, o eso le pareció.

Adelantó el candil al tiempo que alzaba el palo que le servía como arma, alrededor del cual había anudado el crucifijo que su mujer le diera momentos antes. Avanzó un paso más, conteniendo la respiración.

–¿Quién hay ahí?

La voz le tembló tanto que no la reconoció. Y tampoco obtuvo respuesta. Pero una figura se movía allí delante, oculta entre las sombras. Algo que no era capaz de distinguir. Entornó los párpados en un esfuerzo por vislumbrar mejor qué era aquello… Y de pronto lo comprendió todo.

Ante él, lo que no podía ser otra cosa que un demonio escapado del mismísimo averno apretaba contra la pared de su granero a una muchacha mientras le mordía en el cuello. La pobre chica gruñía casi sin voz. Sus brazos le caían laxos a lo largo de los costados, incapaz de oponer resistencia ante aquel ser endiablado. Miguel sintió que todo su cuerpo temblaba. Incapaz de sostener candil ni madero, la luz descendió, volviendo a dejarlo todo en penumbras.

–Padre nuestro que estás en los cie…

La luz parpadeó un instante y se apagó del mismo modo que lo hubiera hecho si un viento huracanado acabara de irrumpir en el cobertizo. Miguel intentó que su voz se mantuviera firme mientras rezaba, aunque tuvo que tragar saliva.

Y entonces aquel demonio se volvió hacia él. Alto y de complexión fuerte, sostuvo con toda facilidad a la muchacha contra la pared con una sola mano mientras clavaba sus ojos, que refulgían con los fuegos del averno, en los del pobre Miguel. Y la voz que acompañó a aquella mirada vibró entre las paredes de madera, ronca y salvaje:

–Vete ahora, Miguel. De nada servirán aquí tus rezos.

El campesino abrió mucho los ojos. ¿Cómo era posible que supiera su nombre? En ese momento, la muchacha se desplomó en el suelo y el demonio apartó la vista de él para volver a concentrarse en ella. Se le echó encima y clavó su boca en el pecho de la chica.

Miguel no esperó más. Se levantó como pudo y salió corriendo de aquel lugar maldito al tiempo que el aullido que parecía salir de entre los tablones del granero resonaba con más fuerza aún, dando la bienvenida a Satán al reino de los Hombres.

Capítulo 2

Sus manos temblaban y sujetaban a duras penas la aguja con la que remendaba la red de pesca, tan vieja como sus dedos. Ya hacía un par de años que había dejado de subir al barco para faenar, pero se negaba a ser un viejo inútil, así que se dedicaba al arreglo de las redes cuando su hijo regresaba al puerto. Íñigo se había criado en aquellas aguas. Primero aprendiendo de su padre, luego enseñando a su hijo y ahora ayudándolo como podía para que la familia siguiera adelante. Todo el mundo lo apreciaba, se le respetaba en los espolones y siempre le prestaba atención cuando hablaba, cosa que no era demasiado habitual, a pesar de que se le pudiera ver frecuentemente moviendo los labios, como si, en lugar de hablar con los demás, tuviera la necesidad de una continua conversación consigo mismo. Y es que Íñigo pertenecía a ese escaso número de hombres que suele pensar más de lo que habla.

Los últimos tiempos daban mucho en lo que pensar, desde luego. La ciudad había perdido poderío comercial desde que Sevilla se erigiera casi en el centro del mundo, una vez que todos los barcos de las Américas llegaban a su puerto, lo que en la práctica había sumido a muchos en la pobreza. Para complicar las cosas, la guerra con los rebeldes flamencos continuaba, sin que se vislumbrara un posible fin para ella veinte años después de que comenzara. Ni Alba, ni Requesens, ni Juan de Austria, ni Farnesio; nadie parecía ser capaz de meter en cintura a los insurrectos y, mientras, España se desangraba en una guerra lejana. Ningún súbdito de Felipe II entendía del todo los motivos de aquella contienda. Poco comprendían campesinos y pescadores de los intereses de unos y de otros, y mucho menos de la economía envuelta en el conflicto. Pero sí había dos cosas claras: el súbdito que se rebela contra su legítimo rey debe pagar las consecuencias. Y, sobre todo, aquellos herejes no podían quedar por encima de la Fe Verdadera. Y en ésas llevaban el último tercio de la vida de Íñigo, quien no se enroló en su momento en los tercios por estar embrujado por los ojos negros de la mujer que le había dado a su hijo un par de años más tarde.

No contento con eso, al rey se le ocurrió la descabellada idea de invadir Inglaterra. Nada menos. No es que no se lo merecieran; los ingleses eran aún peores que los flamencos: corsarios, piratas, gente con un idioma endiablado que lo mismo se lanzaban contra un barco que contra un pueblo a fin de saquear tanto como pudieran en el menor tiempo posible antes de volver a largar velas y desaparecer como si nunca hubieran estado allí. Así que, harto de sus correrías, Felipe se había lanzado a organizar la mayor armada que el mundo hubiera visto. Los preparativos se prologaron durante años y, como no podía ser de otra manera, la invasión de Inglaterra pronto pasó a ser un secreto del que hablaba media Europa.

Ahora, el mayor de los nietos de Íñigo viajaba en la panza de uno de aquellos barcos destinados a doblegar a la reina Isabel y a los suyos. De nada sirvieron los lloros de su madre ni los de su abuela; el mozo estaba decidido a intervenir, bien se veía en la expresión de sus ojos. «Siempre es bueno tener una sirga desde la que atraer el bote a tierra», le había dicho a su mujer y a su nuera. Bien sabía él que más vale apoyar a un hombre cuando tiene decidido su camino que retirarle el sostén, porque, de lo contrario, no sólo puede equivocarse en el rumbo, sino también perderse por el camino. Así que posó su mano salitrosa en el cuello del muchacho, lo miró como hay que mirar a los hombres, a los ojos, y le dijo lo único que podía decirle: que no quisiera ser un héroe y que procurara regresar con vida.

Pero los barcos habían partido ya hacía tiempo, no llegaban noticias de la invasión y en su casa el ambiente estaba cada vez más tenso. Su mujer pasaba las horas dando paseos por el puerto, arriba y abajo, preguntando a unos y a otros. Nadie contaba nada. O lo que era aún peor: cada uno contaba una historia diferente: que si los barcos se habían hundido; que si los tercios habían encontrado resistencia en Londres; que si Farnesio y los suyos no habían podido embarcar y la flota estaba reunida más al norte, aún esperando el momento; que si toda la Jornada de Inglaterra había sido un desastre y pocos regresarían… Y con cada desconocimiento que llegaba a sus oídos, el semblante de su mujer se tornaba un poco más gris. Estaba perdiendo peso, y no sólo por la difícil situación en casa... Apenas abría la boca para probar bocado y los nervios la tenían consumida. Si seguía con aquellas trazas, no tardaría en perder del todo la salud.

Ésa, y no otra, era la preocupación que consumía a Íñigo en los últimos días. Ésa y el saber que su hijo sufría cada vez más dificultades para mantener a la familia. De ahí que aún remendara redes cuando en el puerto ya no quedaba nadie. Todos se habían ido refugiando en sus hogares cuando el cielo comenzó a vestirse de añil. El sol se despedía ya, y apenas quedaban algunos reflejos que iluminaban las agujas que se afanaba en manejar. La niebla había caído a media tarde y la humedad le aprisionaba los huesos, pero él seguía dando puntadas aquí y allá, los ojos fijos en la red.

Por eso no los vio llegar.

La bruma se elevaba en la orilla y poco a poco había ido tomando la ciudad; un muro blancuzco que parecía apoderarse de todo cuanto tocaba, engullendo y ocultando barcas, aperos, casas y calles. La barcaza apareció de pronto, precedida un instante antes por la sombra que anunciaba su llegada. Pareció rasgar la cortina de niebla. Íñigo ni siquiera había escuchado el sordo golpear de los remos contra las olas que morían en la playa.

De pronto, el inconfundible chapoteo de unos pies que saltaban al agua le hizo levantar la cabeza. Frente a él caminaba un cadáver más que un hombre: tan delgado que los pómulos parecían querer cortarle la piel de la cara, con dedos largos y huesudos, con el rostro enrojecido y la mirada febril. Íñigo se persignó al verlo.

Un patache se mecía a merced de las olas, algo más allá, apenas visible entre la niebla. En la barca que tenía frente a él, aparecida como por arte de magia, unas manos se aferraban a la amura, incapaces, parecía, de asegurar el maltrecho bote.

El recién llegado se acercó hasta él. Traía la ropa manchada de restos de vómito, o eso le pareció. Íñigo se puso en pie y a punto estuvo de echar a correr, pero entonces escuchó que de los labios agrietados de aquel hombre surgía una pregunta. La voz sonó cascada, una campana rota que anuncia desgracias. Íñigo tuvo que esforzarse por entender lo que decía:

–¿Dónde estamos?

No le dio tiempo a contestar. El recién llegado, que hasta entonces había intentado mantenerse en pie, dobló las rodillas y se fue de bruces contra la arena. Íñigo se acercó hasta él con pasos rápidos y lo sujetó de los hombros.

–Esto es San Sebastián –respondió, tratando de ayudarle a incorporarse.

Aquel hombre debía de haber pasado un calvario. Estaba tan delgado que las manos de Íñigo sólo tocaban piel y hueso. Aun así, se las arregló para hacer otra pregunta:

–¿Qué día es hoy?

–Diecinueve de septiembre del año de Nuestro Señor de mil quinientos ochenta y ocho –respondió el viejo pescador justo antes de que el desconocido perdiera el conocimiento.

Poco importó que la noche estuviera ya sobre ella; toda la ciudad de San Sebastián se revolucionó con la noticia de la llegada del patache. Íñigo arrastró como pudo a aquel pobre diablo hasta la arena para evitar que se ahogara, y luego fue a la barca en la que había llegado, tomó un cabo y la aseguró. Comprobó que el hombre que permanecía en ella, el que había empuñado los remos que flotaban ahora entre las olas, estuviera vivo. De hecho, estaba despierto, aunque tan exhausto que apenas podía hacer otra cosa que respirar.

–Tranquilo, voy a buscar ayuda. Volveré enseguida. –Y el del bote sólo pudo asentir cerrando los ojos.

Íñigo corrió cuanto le dieron las piernas y dio aviso a la guardia. Pensó en acudir primero al hospital de peregrinos que se alzaba extramuros, pero algo le decía que aquel bote era importante. El capitán de la guardia lo miró con cierto recelo al principio, pero al fin accedió a que lo acompañaran un par de hombres para que confirmaran lo que contaba el viejo pescador. Para cuando regresaron a la playa, el hombre del bote había salido de él y se sentaba en la arena junto al que parecía ser su señor. Había tomado la cabeza de éste y la había colocado sobre sus rodillas para librarlo de la arena y la marea, que estaba subiendo. Contestó sin titubeos a las preguntas de los soldados:

–Mi nombre es Juan Lobo. Éste que está a mis pies es mi señor, Baltasar de Zúñiga, capitán de infantería de la nave capitana de nuestra armada, bajo el mando del duque de Medina Sidonia. Hemos navegado durante un mes, sorteando el frío, los mares y la muerte, para traer una noticia de la máxima importancia a nuestro rey. Haríais bien en llevarnos a un lugar seco en el que comer y descansar. Allí –señaló con el dedo hacia el mar– está la nave en la que hemos venido, con otros treinta hombres a bordo. Buenos marineros todos ellos que necesitarán de vuestra ayuda.

Transportaron a Baltasar y a Juan en sendas sillas de mano hasta la fortaleza que protegía la ciudad. A su llegada, Baltasar hacía rato que se había recuperado, aunque una palidez cadavérica se había adueñado de su rostro. Comieron y bebieron a toda prisa cuanto les pusieron sobre la mesa, atragantándose con el vino y tragando a medio masticar el pan, el queso y la carne. Comieron tanto y tan rápido, que poco después vomitaban cuanto habían echado en sus estómagos.

El comandante de la guarnición, pese a acosarlos a preguntas, no encontró respuestas. Baltasar confirmó su nombre y su rango, y pidió ayuda para los hombres que habían quedado en el barco. Pero cuando le dijeron que podía estar tranquilo porque ya se estaban ocupando de ellos, se negó a contestar a nada más. En cambio, hizo una pregunta sorprendente:

–¿Cuándo empezaron a llegar los barcos de la armada?

–¿Los barcos de la armada? –El soldado no daba crédito. Se inclinó en la silla para acercarse a Baltasar–. ¿Os referís a los barcos de la armada que partieron para la Jornada de Inglaterra? –Baltasar asintió, un tanto impaciente. ¿A qué otros barcos y qué otra armada podría referirse?, pensó–. Aún no ha llegado ninguno a puerto.

Baltasar miró a Juan, que le dijo casi en un susurro:

–Es un desastre aún mayor que el que dejamos en aguas de Escocia…

Baltasar asintió y centró de nuevo su atención en el comandante, al que le exigió tener un par de caballos listos para poco después del alba, así como raciones abundantes para dos personas. También pidió dos lechos. Partirían hacia Madrid al día siguiente, y era necesario que descansaran todo lo posible antes de su nuevo viaje.

El comandante bufó, más aún cuando no quiso aclararle a qué desastre se referían, pero una mirada le había bastado para comprender que no conseguiría nada. Aquel Baltasar de Zúñiga portaba papeles del duque de Medina Sidonia para el rey y, si no quería compartir las noticias con él, de nada servirían ruegos ni exigencias. Los acompañó hasta un cuarto en el que habían preparado un par de catres y les dijo, con ese regusto amargo que dejan las venganzas miserables y pobres en los labios, que no tenían nada mejor para ofrecerles. Les aseguró que tendrían los caballos enjaezados a la hora solicitada y los dejó sin más.

Baltasar y Juan cayeron dormidos tan pronto como se tumbaron en los camastros, con las ropas todavía puestas. Pero mientras que el primero roncó a pierna suelta, el segundo tuvo pesadillas y malos sueños de los que no despertó únicamente porque no tenía fuerzas para ello.

El alba llegó antes de lo que hubieran deseado. Un cielo rojizo y cuajado de nubes los recibió cuando salieron al patio de la fortaleza. Allí estaban preparados, como pidieran, dos buenas monturas. No las mejores de la cuadra, pero sí animales resistentes con los que podrían hacer muchas leguas a buen ritmo. Cuando empezaran a agotarse, usarían postas para cubrir la mayor distancia posible antes de que cayera la noche. Así esperaban alcanzar la capital al anochecer del día veintidós.

Pero si creían que saldrían de la ciudad sin que ésta se enterara, estaban muy equivocados.

Por las calles se iniciaban ya las labores diarias. Y por todas partes se formaban corrillos que comentaban la noticia: un patache había llegado la noche anterior con la mala nueva del desastre de la Armada. Bernardo miró a Juan, que montaba a su lado, y cabeceó antes de hablar:

–Tendría que haber impedido que los marineros salieran del barco… La noticia del desastre correrá como la pólvora.

Juan negó con la cabeza:

–La noticia correrá como la pólvora hoy o mañana. Poco importa dónde empiece el incendio.

–No si las llamas alcanzan la Corte antes que nosotros. Debemos darnos prisa.

Avanzaron por entre las gentes con una lentitud que ponía cada vez más nervioso a Baltasar. Por ese motivo, tan pronto como dejaron atrás las puertas y las murallas, espolearon a sus caballos hasta ponerlos al galope.

Incluso la colina en la que se levantaba la fortaleza había quedado atrás hacía tiempo cuando por fin hicieron un alto. El sol asomaba entre las nubes, pálido y acuoso, anunciando una mañana más fresca de lo habitual. Dejaron el camino y se adentraron en un bosquecillo en el que buscaron un lugar donde descansar y comer algo. Las alforjas no estaban mal provistas: cecina, queso, unos chorizos, un par de buenas hogazas de pan y dos botas de vino, además de algunas frutas frescas, así que se sentaron en un pequeño claro, cerca de un arroyo en el que los caballos fueron a refrescarse casi de inmediato. Comieron con calma, saboreando cada bocado, muy al contrario que en la cena de la noche anterior.

El sol se liberó del abrazo de las nubes y comenzó a calentar la tierra y, tumbados en la hierba, con el murmullo del arroyo cercano y la barriga llena, a punto estuvieron de quedarse dormidos. Baltasar ya tenía los ojos cerrados, y Juan, con la cabeza embotada por el cansancio acumulado, comenzaba a pensar que debía levantarse cuando el sonido inconfundible de una rama al partirse le puso en alerta. Pronto escuchó rumores de pasos furtivos. Al menos dos o tres personas se acercaban.

Se levantó rápido y sacudió a Baltasar.

–Alguien viene.

Pero el susurro con el que avisó a su señor llegó demasiado tarde. De entre los árboles aparecieron tres hombres grandes, malencarados, portando bastones y porras. Y seguramente guardaban en sus fundas armas más peligrosas que ésas. Antes de que se dieran cuenta, otros dos se dejaron ver a sus espaldas.

–No sabéis lo que estáis haciendo…

La voz de Baltasar sonó triste cuando pronunció aquellas palabras. No parecía preocupado, más bien todo lo contrario. Miraba a los tres que tenía enfrente, mientras Juan controlaba a los que se habían acercado por detrás. Los bandidos, porque no podían ser otra cosa, se echaron a reír.

–Ya lo creo que lo sabemos –respondió uno de ellos al cabo–. Lo que estamos haciendo es conseguir un buen dinero, un par de caballos con los que sacaremos algunas monedas más, y todo sin correr demasiados riesgos. Somos gente fornida, ya nos veis. –Abrió los brazos como queriendo abarcar a sus compañeros de correrías–.Vosotros, en cambio, estáis secos como sarmientos. Así que, con o sin vuestro permiso, os despojaremos de cuanto tenéis y luego os daremos muerte. Es el único modo de asegurarnos de que no nos denunciaréis –concluyó con una sonrisa.

–Si ése es vuestro deseo… –Baltasar de Zúñiga acompañó sus palabras con un asentimiento de cabeza dirigido a Juan.

El movimiento de éste fue tan rápido que los asaltantes no tuvieron tiempo de verlo. Sin saber de dónde había aparecido, una daga salió disparada de la mano del soldado, voló con un silbido que sólo podía ser un anuncio de muerte, y fue a clavarse, con un crujido espantoso y siniestro, en la garganta del que les había hablado.

El tipo, grande como una torre, abrió mucho los ojos por un instante. De inmediato se llevó las manos a la garganta. Quiso hablar, pero en lugar de palabras lo que salió de su boca fue una marea de sangre que era incapaz de contener. No pudo volver a tomar aire. Las manos le resbalaron por el cuello, rojas de muerte. Intentó dar un paso para mantener el equilibrio, pero lo único que consiguió fue desplomarse. La torre había sido derribada.

Los otros cuatro no habían llegado a reaccionar. Aprovechando su estupefacción, Juan se lanzó a por uno de los que tenía a su espalda, a la vez que Baltasar de Zúñiga hacía lo propio con otro.

Juan detuvo el golpe de porra que le lanzaban interponiendo su brazo al del atacante y, aunque no consiguió detenerlo del todo, sí desvió lo suficiente la maza como para que no llegara a tocarle. Con el mismo impulso de su avance, agachó la cabeza y golpeó al ladrón en el esternón. El tipo se dobló de inmediato, falto de aire. Juan se incorporó y le lanzó un rodillazo a la cara. El crujido que acompañó al golpe dejó fuera de toda duda que la nariz se había hecho añicos. El forajido cayó de espaldas, y allí se quedó, con la cabeza dándole vueltas, a punto de perder el sentido.

Baltasar, por su parte, daba buena cuenta del otro bandido. Más hábil y acostumbrado a manejar la espada, fintar, esquivar y golpear, había esperado a que el forajido iniciara su ataque, y entonces giró sobre sí mismo, esquivó el garrote que buscaba su cabeza y, teniendo a su contrincante con la guardia descubierta, le dio un puñetazo en las costillas que le sacó todo el aire del pecho. Acto seguido, unió ambas manos y lo golpeó con ellas en la cabeza. El bandido cayó al suelo de inmediato, y aún le propinó una patada en el rostro que terminó por dejarlo fuera de la partida.

Para cuando Baltasar de Zúñiga se giró, los dos bandidos que quedaban ilesos se daban a la fuga. Habían empezado a correr hacia ellos en cuanto reaccionaron al lanzamiento de cuchillo de Juan, pero al comprobar que se deshacían de sus compinches en menos que canta un gallo, decidieron que habían subestimado a aquellos dos desconocidos y echaron a correr en dirección contraria, dejando en manos de Dios lo que ocurriera con sus compañeros.

Baltasar de Zúñiga y Juan Lobo ni siquiera habían perdido el resuello.

Miraron a los tres hombres que yacían en el suelo y Juan le preguntó a su señor:

–¿Qué hacemos con ellos?

–Dejarlos aquí. Dios –y se persignó mientras hablaba– cuidará de ellos si ve algo de bondad en su corazón. Nosotros no podemos perder tiempo en atenderlos, ni tampoco en buscar un alguacil a quien denunciarlos. Ahora están en manos del Altísimo.

Juan se encogió de hombros y empezó a recoger los zurrones. Tras recuperar los caballos, que permanecían junto al arroyo, volvieron al camino. Aún les quedaban muchas leguas hasta llegar a Madrid.

Capítulo 3

–Ojalá mi hermana estuviera en Madrid y no en Nápoles. Nos serviría no sólo para tener un buen alojamiento, sino también para que me pusiera al día de lo que ha ocurrido en los reinos durante estos meses.

La queja la elevaba Baltasar de Zúñiga cuando ya tenían a la vista los tejados de Madrid. Habían recorrido casi sin descanso las muchas leguas que separaban San Sebastián de la capital, y desde el encuentro con aquellos ladrones no habían vuelto a tener sobresalto alguno. Habían quemado etapas agotando monturas y llegaban con los huesos maltrechos y agotados. El sol de la tarde mediaba ya en el cielo.

–Pero eso nos retrasaría, y si hemos hecho todo el camino dejando monturas al borde de la muerte es porque sin duda tenéis prisa por dar vuestro mensaje.

–Llevas razón, Juan. Eres un hombre silencioso, pero certero cuando te decides a hablar. Vamos, no entraremos en Madrid. Tenemos que llegar a El Escorial esta misma noche, y aún nos queda mucho trecho por recorrer.

Así que Juan maldijo su rapidez de palabra, pues le arruinaba la posibilidad de una noche de descanso en algún colchón, que poco le importaba lo mullido que fuera de tan cansado como estaba, y en cambio le condenaba a seguir a lomos de un caballo lo que quedaba de tarde y buena parte de la noche. Volvió a calarse el sombrero, que se había quitado para secar el sudor de la frente, y partió en pos de su señor.

El camino pronto empezó a serpentear entre colinas obligándolos a ralentizar un tanto la marcha. El sol ya se ocultaba, pintando las nubes de tonos carmesí, cuando al fin ascendían la ladera del monte Abantos. Poco antes de llegar al llano en el que se alzaba el edificio al que se dirigían, Baltasar de Zúñiga detuvo a su caballo y miró al frente, a los valles que se extendían a sus pies, pero no dijo una sola palabra. Al fin, Juan preguntó extrañado:

–¿Os ocurre algo?

Un suspiro precedió a las palabras de su señor:

–Sólo quería disfrutar de un momento de paz, Juan. Me temo que estoy a punto de enfrentarme a una tormenta peor que aquella que sufrimos en el canal de la Mancha. Y la vista desde aquí bien merece un momento de sosiego.

Juan comprendió de inmediato: no debía de ser fácil lidiar con la idea de dar al rey la noticia de que la mayor flota que jamás hubiera surcado las aguas había sido derrotada y que los planes del rey prudente habían demostrado ser baldíos. Así que se arrellanó en la silla e, imitando a su señor, disfrutó del paisaje.

La elección del lugar en el que Felipe II quiso levantar su mayor monumento no había sido tomada a la ligera. El edificio, que aún no veían, se situaba en una llanura orientada hacia el suroeste, sobre una pendiente mucho menos pronunciada que la de los montes que la rodeaban. Gran parte de esa pendiente había tenido que ser rellenada durante los trabajos de construcción de la enorme mole del edificio, pero desde donde estaban aún tenían una hermosa vista que se abría ante ellos como si sus ojos desearan abarcar el mundo entero. El sol se ocultaba tras la quebrada del camino de las Navas y, allí a lo lejos, los montes se alzaban más allá de Toledo y las dehesas de la Herrería y la Fresneda, en las que el rey gustaba de ir a cazar, uno de los motivos por los que se había elegido el emplazamiento.

Permanecieron allí media hora, quizá, deleitándose con una brisa que era cada vez más fresca. Cuando ya apenas quedaba luz, Baltasar tiró de riendas y puso al caballo al paso para afrontar las últimas subidas.

Poco después llegaban al llano, y Juan se asombró de lo que veía a pesar incluso de que no había luz que le permitiera disfrutar de los detalles. Porque los caballos caminaban ahora entre jardines y huertas que, con la llegada de la noche, se hacían aún más fragrantes de lo que hubiera podido imaginar. Había pasado tanto tiempo en el mar, y habían cabalgado con tanta prisa desde su regreso, que apenas había tenido tiempo de disfrutar el mundo que se abría ante él. Y le pareció que, tras el pequeño descanso que se habían tomado, la tierra que pisaba era otra: una tierra llena de misterios inescrutables, de maravillas en las que nunca había acertado a fijarse, como el simple olor de las plantas al caer la noche. Y algo más allá, la magnitud, la solidez, la sombra omnipotente de la planta del palacio que había levantado el rey.

No tuvo tiempo de pensar demasiado en todo eso, pues casi de inmediato aparecieron unos guardias que, tras darles el alto, los hicieron pasar a toda prisa tan pronto como conocieron la identidad de los visitantes y el motivo de su llegada. Dejaron a los agotados caballos en manos de los palafreneros, y enseguida apareció un ujier, que, mientras los conducía por unos pasillos tan profusamente decorados como Juan nunca había podido imaginar, les dio una mala noticia:

–Lamento tener que deciros que el rey no podrá atenderos hoy. –La voz, aguda y seca, reverberaba contra el techo–. Contra su costumbre, se ha acostado pronto. Lleva unos días sufriendo dolores y está de mal humor. Los médicos le recomendaron reposo, y por una vez les ha hecho caso.

–Y en cambio he de insistir en verlo cuanto antes. Las noticias que me traen hasta aquí son de lo más urgente y no sería pru…

–Entiendo vuestra situación –le cortó el sirviente de palacio–, pero nada podemos hacer, ni vos ni yo. El rey está en su cámara y no atenderá a nadie. Habréis de esperar hasta la mañana.

Baltasar de Zúñiga miró a Juan, que se encogió de hombros con aquel gesto tan suyo. Nada había que pudieran hacer, en efecto, y, con un suspiro y una negación de cabeza por parte del noble, siguieron tras los pasos del ujier, que había continuado la marcha sin esperarlos. Los llevó hasta una cámara en la que podrían pasar la noche. Un buen caldo caliente, una hogaza de pan, un capón cuyo simple olor les hizo salivar y algunas fuentes con frutas fueron llevadas hasta la mesa dispuesta para ellos poco después.

Dieron buena cuenta de aquellas viandas, con apetito pero sin prisas. Y lo regaron todo con un vino decente para Baltasar, exquisito para Juan, acostumbrado a caldos de peor calidad. Cenaron en silencio: por agotamiento, por llevar meses de viaje juntos y por no tener nada que decirse, por disfrutar al fin de un poco de paz. También por llevar su mente hasta todos aquellos amigos que nunca regresarían con los suyos. Por saberse afortunados. Y porque Baltasar de Zúñiga tenía su mente más puesta en la entrevista que al día siguiente tendría con el rey. Había estado nervioso todo el día ante la situación que se le presentaba. Al final del viaje la tensión casi había desaparecido, pero ahora que se aplazaba el encuentro la angustia volvía a hacer presa en él.

Los sirvientes aparecieron para retirar platos y viandas justo cuando se levantaban de la mesa para ir al excusado y prepararse para dormir. Baltasar de Zúñiga se acostaría en una cama amplia, de buen armazón y con un colchón blando y cómodo. Juan lo haría en un camastro situado en un lado de la habitación.

No tardaron más de unos minutos en caer en los brazos del sueño.

* * *

Juan despertó de repente. No podían haber transcurrido más de una o dos horas desde que se acostara, pensaba, cuando empezó a escuchar unos sonidos extraños. Alguien se movía furtivamente fuera de la cámara. A su alrededor todo era oscuridad, y una sensación de peligro creció en él con rapidez. Tanteó en busca de su espada, pero no la encontró. Tampoco la daga que tan buenos servicios le había dado a lo largo de los años. Fuera, sin embargo, el sonido se hacía cada vez más audible…

De pronto creyó ver un fogonazo, y una explosión hizo retumbar la cámara.

–¡Nos atacan! ¡Los ingleses!

Lanzó el grito al tiempo que saltaba de la cama.

Cayó de bruces al suelo, que notó frío y seco. Entonces se calló y miró a su alrededor.

–¿Te encuentras bien, Juan?

La voz sorprendida de Zúñiga le hizo mirar en su dirección. Por el ventanal, la luz de un nuevo día volvía a ponerlo todo en marcha, y fue gracias a ella que pudo ver cómo su señor lo apuntaba con la pistola, prevenido por su grito, aunque mirándolo extrañado.

Juan se llevó la mano al pecho, donde su corazón galopaba furioso en un intento por dejar atrás el espanto con el que se había despertado. Asintió, pero fue incapaz de decir nada. Notaba la boca y la garganta secas.

La puerta se abrió en ese instante y un sirviente asomó la cabeza, con más cautela que curiosidad.

–He llamado a la puerta…, justo antes de escuchar unos gritos. ¿Va todo bien?

Fue Baltasar quien contestó:

–Sí. Ha sido sin duda un sobresalto. Decís que habíais llamado… ¿Qué deseáis?

–Me envían a buscaros, don Baltasar. El rey se ha levantado y quiere veros cuanto antes.

No fue necesario que dijera nada más. Zúñiga saltó de la cama y comenzó a vestirse con rapidez ayudado por Juan, que había recuperado el temple. Cuando se disponían a salir, Baltasar de Zúñiga posó una mano sobre el hombro del soldado:

–Quédate aquí, Juan. No podrás entrar en la cámara ni estar presente mientras hablo con el rey. Y te vendrá bien descansar.

–Pero, don Baltasar…

–No valen peros aquí, Juan. Me sirves bien, no he de olvidarlo. Pero ahora, quédate y descansa. Éste es un trago que he de pasar solo, y ha llegado el momento de beberlo.

Y tras decir eso, salió cerrando la puerta.

Juan se sentó a la mesa en la que cenaran la noche anterior, aunque pronto se dedicó a caminar de un lado a otro de la habitación. Sin nada que hacer, comenzó a ponerse nervioso. Pensó en salir a dar un paseo para ver a la luz del nuevo día los jardines que vislumbrara apenas la noche anterior, pero estaba demasiado cansado y, además, quería estar allí cuando regresara su señor. Al fin volvió a recostarse en la cama y, tras muchas vueltas, se quedó dormido de nuevo.

Lo despertó el sonido de unos pasos. Se levantó deprisa y, cuando la puerta se abrió, simulaba estar mirando por la ventana. El sol había completado buena parte de su viaje matinal, se acercaba el mediodía. Baltasar de Zúñiga entró en la habitación, algo cabizbajo, y fue a sentarse con un resoplido.

Estuvieron en silencio unos momentos. Al fin, Juan se le acercó.

–¿Ha ido todo bien? –preguntó preocupado. No le gustaba la expresión que veía en el rostro del noble.

Al principio no encontró respuesta. Luego, de repente, Baltasar lo miró como si no esperara encontrarlo allí.

–¿Qué? ¡Oh!... Me temo que no sé contestarte a esa pregunta, mi buen Juan. –Calló de nuevo y se tomó un tiempo para pensar. Al cabo, continuó con una negación de cabeza–. No, no sé muy bien qué contestar. Nuestro rey parece… confundido. Cuando le he explicado lo que ha ocurrido, casi ni me ha mirado. Se ha limitado a tomar los documentos que Medina Sidonia me entregó para él y los ha leído en silencio. Su rostro ni siquiera se ha oscurecido por la noticia. No ha cambiado el gesto… ¡Nada! Era como si lo que le estuviera contando le resultara ajeno por completo. –Volvió a callar, para retomar la palabra poco después–: ¿No hay nada para beber? ¿No han traído algo para que comas?

Juan negó lentamente con la cabeza.

–Estoy hambriento –señaló el noble. Luego volvió al tema del que hablaban–. Después de leer las misivas, el rey por fin habló. Y lo hizo para preguntarme por Medina Sidonia. Le dije que había sido prudente y se había ceñido con exactitud a las órdenes recibidas por Su Majestad, a pesar de que algunos le urgieron a introducirse en el río que lleva a la capital inglesa para acabar con la flota. Le expliqué que, tras meditarlo, Medina Sidonia desechó la idea por apartarse del plan original, lo que pareció que le complacía.

»También me preguntó por Farnesio, y por alguna cosa más, como cuándo creía que llegarían los barcos que quedaban de la flota. Contesté lo mejor que pude y al final me despidió. Tuve la sensación de que pensaba que había enviado a sus barcos a luchar contra hombres, y no contra tormentas.

»¿Acaso no comeremos nada hoy? –Baltasar se había puesto en pie haciendo grandes aspavientos, cansado sin duda, incapaz de comprender la reacción del rey. Inspiró profundamente intentando calmarse y luego ordenó–: Juan, sal al pasillo y busca a un criado, un ujier, un mozo de cuadra, un cocinero… Me da igual. Pide que traigan algo de comer y de beber a los primeros supervivientes del desastre de la Gran Armada.

No pasó mucho tiempo antes de que les llevaran comida y bebida. Baltasar comió con apetito, pero Juan parecía ahora más que inquieto. Jugaba con la comida en la boca y movía con nerviosismo la pierna derecha, dando pequeños golpecitos que pronto perturbaron al noble.

–¿Qué te ocurre, Juan? –El soldado negó con la cabeza, pero continuó con la misma actitud. Baltasar se lo quedó mirando unos instantes antes de volver a preguntarle–: Te conozco bien, hemos pasado muchos meses juntos. Sé cuándo algo te ronda por la cabeza, así que dime: ¿qué te pasa? –concluyó, y tomó un racimo de uvas.

A Juan no le quedó más remedio que responder:

–Me preguntaba qué haremos ahora…

Baltasar bebió un largo trago de vino antes de contestar.

–Regresaré a Madrid. He de ver a mi hermano, ponerlo al día de las últimas noticias y que me cuente si ha habido algún avance con los pleitos que mantenemos con los condes de Lemos.

Juan asintió.

–¿Cuándo partimos?

Baltasar hizo un movimiento de negación con la mano izquierda mientras apuraba su copa.

–No, Juan –explicó al acabar–; partiré solo. Ya has hecho bastante por mí. Te libero de mi servicio. Regresa a casa, a Monterrey. Cásate con aquella mujer que me dijiste. Yo no tardaré mucho en volver, y entonces nos veremos de nuevo. –Juan soltó de mala gana el cuchillo con el que había estado pelando una manzana–. ¿Ocurre algo?

El soldado tuvo que morderse la lengua para no decir cuanto le pasaba por la cabeza, pero decidió no permanecer callado.

–Lo que me ocurre, don Baltasar, es que no sé qué voy a hacer ahora. –Habló más afligido que enfadado. Dándose cuenta de que el noble no lo entendía, trató de explicarse–. Mi intención era poder vivir una temporada gracias a la soldada que sacara en la empresa de Inglaterra, pero, tal como han salido las cosas, dudo mucho que llegue a cobrarla alguna vez. Entonces, ¿qué haré? ¿Trabajar como campesino? Mis herramientas son la espada y la daga, no el azadón y el arado. Además, no tengo tierras, y me siento cansado, incapaz de iniciar ningún tipo de empresa o negocio.

Baltasar se lo quedó mirando con una medio sonrisa. Juan tamborileaba con los dedos sobre la mesa. Al fin, el noble se inclinó un poco hacia él, apoyó los brazos sobre la madera y le tomó las manos para calmarlo.

–He notado que apenas comes, Juan. Y que duermes mal. Has pasado momentos difíciles, mucho peores que los míos, y aun así te las has arreglado para seguir vivo, y para servirme bien. Confía en mí, Juan: regresa a casa y tómate un tiempo de descanso. Visita a tu madre, a tus hermanas, y cásate con esa mujer a la que amas.

En ese momento, le soltó las manos y se puso en pie. El sol estaba tan alto que ya no entraba por las ventanas. Fuera debía de hacer calor. Baltasar fue hasta sus bolsas de viaje, rebuscó en ellas y sacó una faltriquera, la sopesó y regresó a la mesa. Una vez allí, hizo sonar la bolsa para llamar la atención de Juan.

–Aquí tienes dinero suficiente para pasar unos meses sin penurias. Mucho antes de que se te agote, yo habré llegado a Monterrey. –Se acercó hasta Juan y le puso la mano en el hombro–. No sé cuántas veces me has salvado la vida en este viaje, pero han sido muchas, y puedes estar seguro de que no he de olvidarlo. Cuando volvamos a vernos, habré encontrado un trabajo adecuado para ti.

Juan partió al día siguiente, poco después del alba, en esa hora aún fría en que la luz empieza apenas a mostrar el mundo. Se marchaba con sentimientos encontrados; a la alegría de ver de nuevo a su madre y sus hermanas se unía el desasosiego de tener que dar malas y dolorosas noticias, y la inquietud de no saber qué podía esperar de su reencuentro con Mariña. Su pasado estaba lleno de temas pendientes, y ahora que se dirigía hacia ellos no tenía demasiada prisa por enfrentarlos.

Tanto era así que dilató las etapas de su viaje. A veces le podía el deseo de ver a los suyos y clavaba espuelas a la montura que don Baltasar le había prestado, sabiendo que la entregaría en palacio nada más llegar; pero otras veces se detenía junto a un arroyo, dispuesto a echar una siesta que se convertía en toda una noche de descanso.