Línea de fuga

MUERTE EN MURÉLAGA

Título original: Death in Murélaga

(1970, University of Washington Press)

Traducción de Eduardo Estrade, revisada por el autor.



© 1970, William A. Douglass

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ISBN edición digital Mobipocket: 978-84-9868-109-3

Depósito legal: SS. 638/2003

WILLIAM A. DOUGLASS

MUERTE EN MURÉLAGA

E N S A Y O

A L G A

Un americano entre los vascos

Eran los años sesenta. La antropología había sido para los vascos una disciplina fundacional durante las primeras décadas del siglo. Casi de forma militante, arqueólogos, folcloristas y antropólogos físicos habían utilizado las armas de la ciencia para redescubrir y reinventar a los vascos. Pero para entonces, sumerjidos en la larga noche franquista, la etnografía apenas era otra cosa que un armario de curiosidades, un hobby apasionado de los amateurs, casi una ciencia nostálgica del exotismo vasco. Lo único que quedaba vivo de aquella época gloriosa del arqueólogo como héroe y del antropólogo como hombre sabio era la presencia severa de dos sobrevivientes: José Miguel de Barandiarán y Julio Caro Baroja.

A Barandiarán finalmente se le había permitido retornar del exilio de Sara a Ataun. El único testigo de la promesa que había supuesto la antropología vasca hacía casi un siglo de manos de Eusko Ikaskuntza y de su Revista Internacional de Estudios Vascos, este cura octogenario, no hallaría otro lugar que el Opus Dei en Pamplona para impartir su magisterio. “Iría hasta el infierno para enseñar cultura vasca”, respondió a alguien que puso objeciones sobre sus nuevos patronos. Su único discípulo, más jóven y sofisticado que él, era un solitario Caro Baroja dedicado a investigar los aspectos históricos y antropológicos de los navarros, vascos y españoles, y que carecía de un puesto de enseñanza. “Para ser productivo no hay como cuarenta años de franquismo”, respondía a los jóvenes que preguntaban sobre su larga lista de publicaciones con más de cien libros.

Era 1963, y un estudiante de antropología de Chicago de veinticuatro años, Bill Douglass, se disponía a entrar en este desierto de la antropología vasca. De muchacho, su héroe había sido Richard Halliburton, autor de novelas con títulos como El camino real a las aventuras románticas. Siguiendo esta literatura, a los diecisiete años Douglass había dejado su Nevada natal para pasarse un verano en Méjico atrapando culebras. Al año siguiente se fue a Venezuela a buscar diamantes. Su verdadera pasión era la caza, no la Academia. Ante la desesperación de sus padres, quienes le suplicaban que se apuntara a alguna universidad, Douglass optó por la Universidad de Madrid, con el objetivo de estudiar literatura española y tomar un curso con Joaquín Rodrigo, el maestro del Concierto de Aranjuez. Fue en Madrid donde cayó en la cuenta de la variedad de culturas que existían en España y donde decidió hacerse antropólogo. Su elección se debía a una sencilla confusión: la creencia de que la antropología equivalía a viajes y aventuras. Afortunadamente, no se dio cuenta de su error hasta que era ya demasiado tarde.

Decidido a hacer antropología en España, ¿qué grupo humano iba a estudiar? No es difícil adivinar qué grupo interesaría a alguien a quien gustaba la literatura de Halliburton. Los vascos, por supuesto. Más tarde, Douglass iniciaría una serie vasca en la prensa universitaria de Nevada con la obra A Book of the Basques del folclorista británico Rodney Gallop, quien escribe lo siguiente en el primer párrafo del libro: “El misterio que rodea los orígenes y la historia de los vascos, la dificultad de su inculta lengua (…) les han investido con un aire de lejanía remota y urdido en torno a ellos una atmosfera romántica”. Se han vendido ya más de 10.000 copias del libro.

Durante sus años de colegio en Reno, Douglass había conocido a vascos con apellidos como Gaztanaga y Echeverria. El único problema era que él los tenía por italianos. Le hizo falta pasión literaria y etnográfica para descubrir que había cientos de familias vascas en su ciudad y estado. Nunca me he atrevido a preguntarle por qué se decidió a estudiar a los vascos, no fuera que le obligara a confesar los motivos reales de su fascinación por semejantes nativos exóticos.

Hasta mi mentor James Fernandez, cuando, camino de África, paró en Barcelona a fines de los cincuenta para arreglar en el consulado español los papeles necesarios para viajar a la antigua colonia de Guinea, se enteró de boca del cónsul de que para hacerse antropólogo no necesitaba ir a África. Si buscaba una tribu primitiva, le dijo el cónsul, no tenía más que quedarse en España e ir al País Vasco. Fernandez no prestó atención al consejo del cónsul, pero una década más tarde también él se uniría, desde Asturias, a la lista de iberianistas. Yo siempre he sospechado que la verdadera razón por la que me admitió a mi, vasco, en su departamento como estudiante graduado fue para borrar su mala conciencia por no haber seguido el consejo del cónsul de estudiar a los vascos. De lo que sí estoy seguro es de que yo había decidido estudiar antropología no precisamente para quedarme en el País Vasco, sino más bien para huir de él. Para mí el Otro etnográfico más cercano estaba en África, lo cual no le impresionó mucho al africanista Fernandez, que no parecía tener dudas de que mi verdadera África eran los vascos. Él sí podía ignorar la llamada a estudiar a los vascos, pero no yo, que al parecer tenía que hacerlo por los dos. Así terminaron mis sueños de la experiencia africana.

Es bien sabido que, para los franceses, África empieza en los Pirineos.Y si para los oficiales españoles el País Vasco sigue siendo su África particular, no es de extrañar la confusión de nuestro estudiante de Chicago camino de una aldea cualquiera en el Pirineo vasco en compañía de su joven esposa y de un niño de meses. Seguro que se preguntaba a sí mismo si su destino sería algún lugar de contrabando en la frontera, o tal vez alguna de las aldeas ibéricas que había visto en las películas, o incluso si estaría retornando a alguna de las comunidades vascas que finalmente había descubierto en su Nevada, o quién sabe si no se sentiría viajando directamente al corazón de África, como antes hiciera Fernandez.

El hecho es que el mentor de Douglass en Chicago, Julian Pitt-Rivers, había tenido ya su desencuentro con África, y lo había sustituido con un apego romántico a los vascos. En un acto de rebelión disciplinar, Pitt-Rivers había decidido no seguir los pasos de su mentor y gran africanista Evans-Pritchard. En su lugar decidió hacer trabajo de campo en Iberia (todavía son excepción los antropólogos británicos que consideran que Europa sea un campo de estudio digno de la alta misión de la Antropología). ¿En qué lugar de Iberia? Pueden imaginárselo. Así es cómo se hizo amigo de Caro Baroja. Hasta escribió el artículo sobre los vascos para la Enciclopedia Británica. Éste es el tono de su escrito: “Los vascos son conocidos por su honestidad, energía y fidelidad, por su agilidad en el baile, por sus estupendas voces, por su marcado catolicismo y por su creencia en las brujas”. Ni la flema británica puede resistirse al aura romántica de los vascos. Pero, durante los años de la posguerra, el interés en los vascos no era políticamente correcto, en especial si uno le había robado la mujer al embajador español en Londres, hermano de Antonio Primo de Rivera. Así es cómo Pitt-Rivers terminó en Andalucía y produjo su clásico People of the Sierra.

Pero, así como Fernandez me tendría a mí más tarde, también Pitt-Rivers iba a tener en Bill Douglass un estudiante a quien transmitir su entusiasmo por el Otro antropológico más genuino en Iberia, el sustituto primordial de África. Y así es cómo un día, con ocasión del trabajo de campo que Douglass iba a efectuar en el País Vasco, Pitt-Rivers se hallaba escribiendo una carta de presentación para su amigo Caro Baroja que el estudiante le iba a entregar en persona en Vera de Bidasoa. La moraleja de esta historia es obvia: cualquier antropólogo/a que, lejos de África o de Nueva Guinea, vaya a cometer el pecado de estudiar Europa y así hacer una antropología de segunda clase, tiene una última posibilidad de redirmirse a base de asociarse con los vascos.

Era julio de 1963 y allí estaba Douglass en Itzea con la carta de presentación de Pitt-Rivers. Nunca olvidará que don Julio le hizo dormir en la habitación de Pío Baroja. Douglass pronto se hallaría instalado en Echalar estudiando la estructura social del caserío, el éxodo rural, y más tarde los ritos funerarios de Murélaga. El estudiante tenía el singular privilegio de poder visitar periódiamente al maestro. Debatían sobre los métodos del trabajo de campo y sobre las nuevas teorías de la antropología. Pero pertenecían a dos mundos diferentes, dos generaciones aparte, dos antropologías distintas. El joven estudiante estaba inmerso en el funcionalismo y el estructuralismo; el viejo superviviente se mostraba escéptico, y las nuevas corrientes le dejaban frío. Uno hablaba de estructura social y de cultura; el otro prefería los grandes ciclos históricos. Para el estudiante, el trabajo de campo era la obligada iniciación al conocimiento antropológico; la educación del maestro derivaba mucho más del trabajo de archivo, siendo su trabajo de campo casi insignificante. El extranjero estaba estudiando el lenguaje local como instrumento indispensable de conocimiento de la cultura nativa; el historiador social vasco no necesitaba hablar euskera. Lo poco que el estudiante sabía de los vascos lo había aprendido a través de una combinación de lecturas, debates teóricos, y experiencia de trabajo de campo. El maestro tenía una erudición increíble sobre la historia tanto de los vascos como de los españoles, pero no habría sido capaz de describir sistemáticamente las relaciones de vecindad de una comunidad de caseríos o el ciclo ritual funerario de un pueblo tradicional.

El joven estudiante, en su ignorancia, estaba describiendo por primera vez estructuras sociales vascas que estaban allí a la vista para ser estudiadas, pero en las que, al parecer, nadie hasta entonces había reparado. Al hacerlo, el estudiante estaba recreando la antropología vasca por su cuenta. Era el primer etnógrafo de los vascos en el sentido contemporáneo postmalinowskiano de la etnografía como método descriptivo y analítico para estudiar una cultura. Es decir, lo que importaba por encima de todo era el presente etnográfico, y esto exigía, de acuerdo con las formas contemporáneas de hacer antropología, un largo período de inmersión participante en una cultura. La primera etnografía moderna de los vascos tuvo que esperar por tanto hasta que en los años sesenta Douglass se desplazara a Echalar y Murélaga.

Este ponerse al día de la antropología vasca equivalía en la práctica a crear un nuevo campo de conocimiento en los estudios vascos. Ya no era suficiente una mera recolección, a lo Barandiarán, de materiales folclóricos y vestigios del pasado en un intento de hallar correspondencias con el presente. Sea lo que fueren las prácticas ritualizadas de la brujería o los comportamientos lúdicos de los carnavales, el uso del presente no parecía ser otra cosa que una forma devaluada, una referencia pálida de lo que una vez había sido enteramente real. Con Douglass, el presente adquiría finalmente una fuerza etnográfica autónoma y dejaba de ser una sombra del pasado. Pronto le seguirían Davydd Greenwood, Sandra Ott, Marianne Heiberg y otros. Sus monografías describen las formas sociales ordinarias, a la vez que estudian sus implicaciones económicas, comunitarias, religosas y culturales. Esto requería profundos cambios en la metodología, marcos conceptuales e incluso en la definición misma de conocimiento antropológico.

Metodológicamente, hubo que abandonar nociones como “ciclo cultural” para sustituirlos con las dos ideas claves de “cultura” y “estructura social”. La noción moderna de cultura, desarrollada en contra de la noción uniformista de la Ilustración que asumía una naturaleza humana incambiable, se ha esforzado en obtener un estatus paradigmático en la antropología contemporánea a base de ir más allá de la concepción tradicional de cultura como una serie de costumbres y tradiciones. La aplicación al caso vasco de esta visión más elaborada de la cultura como una serie de mecanismos de control, un acercamiento sintético que combina factores psicológicos, sociológicos, económicos y culturales como variables a ser estudiados dentro de un marco único de análisis, tenía que esperar hasta los sesenta. Por otra parte, si ahora todo parecía ser “cultura”, ¿qué pasaba con conceptos tales como “ethnos”, “raza”, “pueblo”, “mentalidad popular”, “ciclo histórico”, etc., que habían sido usados masivamente para estudiar a los vascos? Caro Baroja y Bill Douglass tenían de qué hablar.

Como pionero de una nueva generación de etnógrafos, Douglass se metería de lleno en el análisis de formas sociales observables por inmersión participativa en el trabajo de campo. No iba a dedicar sus energías a la búsqueda de arquetipos mentales o a la descripción de ciclos culturales multiseculares. La observación participativa iba a obligarle a aprender el lenguaje de la comunidad y a vivir allí por largos períodos de tiempo durante sus años de graduado. La transición efectuada por la antropología británica en los años 1920 desde la “antropología de sillón” de Tylor y Frazer al solitario trabajador de campo representado por Malinowski tuvo que esperar en la antropología vasca hasta 1963, año en que Douglass tomó residencia en Echalar.

Barandiarán y Caro Baroja habían dedicado décadas a la etnografía vasca. Habían recogido muchos volúmenes de historias orales, mitos, tradiciones folclóricas, arquitectura rural y diversas expresiones de cultura material. Pero la nueva etnografía marcaba un paso cualitativo. Ya no se trataba de una búsqueda mecánica de información a base de responder a una lista de preguntas previamente elaborada. Lo que hacía falta ahora era el descubrimiento de las estructuras sociales implícitas y la aplicación de las hipótesis más creativas para entender el funcionamiento del orden cultural. De este modo, la etnografía se convirtió en una práctica vivida así como en un estilo de escritura sustentado por el conocimiento de las formas de vida cotidianas. El investigador se deja sumergir en la realidad social más corriente mientras utiliza su propia subjetividad como caja de resonancia.

Muerte en Murélaga de Douglass es el primer resultado de esta nueva sensibilidad etnográfica. Presentada como tesis de Masters en la Universidad de Chicago en 1966, es la primera monografía etnográfica en el sentido moderno del término. Es un estudio clásico de una pequeña comunidad rural al estilo de The Little Community, la influyente obra de Redfield (1955).

La introducción de Douglass nos da muestras de su posición ambivalente entre el respeto y el desafío hacia los autores vascos que habían trabajado los mismos temas anteriormente a él. Por una parte, nos dice: “Los dos últimos siglos han supuesto una enorme aportación a la investigación de la cultura vasca (…) En los últimos diez años, han sido numerosas las investigaciones sociológicas y antropológicas que se han llevado a cabo en el País Vasco”. Pero añade a continuación: “Ahora bien, hasta la fecha, no se han publicado estudios sobre la estructura social de una comunidad rural vasca, utilizando la metodología y la teoría propias de las Ciencias Sociales. Conseguir ésta, es una de las finalidades perseguidas por el presente trabajo”. Y, consciente de los enemigos que le puede acarrear semejante acto de rebeldía, sigue una larga nota a pie de página que empieza así: “No quiero decir con esto que falten estudios sobre la naturaleza de la sociedad rural vasca…”, y siguen a continuación los nombres de Echegaray, Caro Baroja, Barandiarán, así como de revistas vascas. Esta larga nota en la segunda página de una introducción de cuatro páginas es sintomática de la difícil relación entre la vieja guardia y la nueva sangre de la disciplina. Parece estar diciéndoles a sus maestros en una nota a pie de página, sotto voce, como para no enfadarlos: “Okay, habéis escrito obras estupendas de las que yo he aprendido tanto; pero, por favor, no os equivoquéis, el objetivo de mi obra es diferente, es poner al día la antropología vasca y de paso hacer de vosotros autores del pasado”. Ni a Barandiarán ni a Caro Baroja se les pasó por alto el desafío del estudiante americano.

La etnografía de Douglass sobre el ciclo ritual funerario en una aldea vasca ilustra el potencial de la nueva metodología. Tras invocar en su introducción el estudio de los Nuer de Evans-Pritchard y el trabajo de Geertz sobre los rituales slametan de Java como modelos de complejos culturales que compaginan varios aspectos de la intersubjetividad social con la experiencia individual, Douglass utiliza el ciclo funerario para mostrar la estructura social y la mentalidad de una comunidad rural. Los resultados fueron sorprendentes: la etnografía muestra que la muerte de un vecino moviliza un ciclo ritual que se extiende a través de todo un año y que, a base de activar sistemáticamente relaciones de vecindad, se plasma en una estructura social precisa. Previamente, otros escritores habían recogido una extensa información sobre la relevancia de la muerte, las relaciones de vecindad, el grupo doméstico, las redes de parentesco, el caserío, etc. Lo que separa a la etnografía de Douglass de los trabajos previos es precisamente el engranaje íntimo del medio ambiente, la estructura social y el ciclo ritual funerario. Cada una de las diversas esferas (casa, familia, vecindad, aldea, muerte, ritual) refleja e ilumina el resto de los componentes etnográficos. Nunca una etnografía había revelado analíticamente tanto sobre la estructura social del caserío tradicional o sobre la cohesión moral de una aldea vasca. Para ello no habían hecho falta grandes erudiciones ni grandes proyectos nacionales. Estaba allí a la vista para que fuera examinado y descrito por cualquier investigador preparado en las nuevas técnicas de la antropología social.

De hecho, lo producido por Douglass no era sino la clásica monografía impuesta décadas antes por los funcionalistas británicos como el nuevo canon de la antropología sociocultural. Era todo lo que hacía falta para superar las listas de recados de los cuestionarios tradicionales, la descripción de tradiciones situadas en la lista de prácticas en peligro de extinción, las relaciones inconexas entre los varios campos de un área cultural, o las reconstrucciones altamente hipotéticas de los ciclos culturales. El nuevo modelo etnográfico requería una observación participativa de al menos un año de duración, con datos recogidos a base de hablar con los locales en su idioma nativo, y centrado en el análisis de sus formas de vida diarias. El objetivo no era exotizar o magnificar las diferencias culturales para convertir a los nativos en objetos etnográficos de interés, ni contribuir a teorías evolutivas para remitificar al grupo en cuestión. El objetivo era, sin más, la investigación empírica de una forma de vida concreta.

En estudios posteriores, Douglass iba a ampliar los análisis estructurales, económicos y de emigración tanto rural como global de la sociedad vasca. Varias de estas obras siguen siendo todavía referencias indispensables. Publicó también numerosos artículos dedicados a la etnicidad, estructura familiar, fronteras y política vascas.

En resumen, Douglass y su generación de etnógrafos volvió a hacer de la antropología vasca un campo de estudios interesante. A base de trabajo, profesionalidad y pasión por la escritura, aplicaron al estudio de los vascos los conceptos, métodos y perspectivas más innovadores de la antropología contemporánea. Éste es su mérito. Las limitaciones obvias de semejantes estudios de “la pequeña comunidad” son bien conocidas y no merecen ser repetidas aquí. Si no fuera por esta etnografización plena, la antropología vasca andaría todavía de casa en casa con la lista de recados confeccionada por Barandiarán durante los años 1920; o podría seguir –lo que es igualmente anticuado– con las interpretaciones especulativas según la moda del momento.

Para dramatizar la génesis de este nuevo giro de la antropología vasca uno tiene que volver a Itzea durante el invierno de 1963-64 e imaginar los debates entre el estudiante de Chicago, presentando sus conceptos y trabajos de campo, y el maestro escéptico que con su sonrisa mantenía la distancia. Eran los entusiasmos de un hombre joven, con poca experiencia en la vida y en los estudios, que apenas conocía la historia y la sociedad vascas. El solitario Caro Baroja se mantenía en guardia, y no sin razón, ante el nuevo giro de una antropología tan entregada al trabajo de campo. “Yo no soy antropólogo”, respondía a los argumentos del osado estudiante, él que era tenido por el mayor antropólogo social tanto vasco como español. Su negativa venía a confirmar que lo que buscaba el estudiante era crear un nuevo campo de conocimiento y casi una nueva disciplina sobre los vascos.

Según han pasado los años, mi impresión es que el estudiante de antes entiende cada vez más la postura escéptica del viejo maestro. Irónicamente, ahora le toca a él hallarse a menudo en la posición incómoda del gruñón inquilino de Itzea cada vez que tiene que enfrentarse con la ignorancia y la arrogancia de los “jóvenes turcos” que apenas saben nada de historia, que nunca han visitado un archivo, para quienes el trabajo de campo no es fundamental, pero que no obstante se dedican a pregonar sus teorías e interpretaciones arriesgadas de la cosa en sí. Aunque nunca llegará a ser el distante y sombrío Caro Baroja, resulta reconfortante tenerle cerca, siempre interesado en las nuevas corrientes, pero también siempre escéptico respecto a los últimos novísimos en teoría y etnografía.

La antropología es a fin de cuentas la ciencia de las ruinas –arqueológicas, rurales, ahora industriales– dejadas por el paso del tiempo y de las culturas. En ausencia de otros discursos fundacionales, la antropología y la arqueología cumplieron con el rol de fundamentar la identidad histórica vasca en una cultura científica y humanista. En este sentido, a base de desenterrar fósiles, restos etnográficos y vestigios históricos, la antropología de Barandiarán y Caro Baroja fue para los vascos “el ángel de la historia” Benjaminiano que rescató su pasado del olvido y del desprecio completo. La tarea de la nueva generación de antropólogos consistió en recoger las ruinas de esas disciplinas y hacer que su mezcla de cientifismo y romanticismo pudiera desenbocar en una ciencia social viable. Douglass fue el boy scout pionero en esta aventura. ¡Vaya tarea para un cazador de culebras y diamantes cuya única pasión juvenil era buscar “el camino real a las aventuras románticas” de Richard Halliburton! Ningún otro boy scout pudo haberlo hecho con más inteligencia, determinación, profesionalidad y elegancia.

Joseba Zulaika

Abril 2003

Los datos utilizados en este estudio fueron recogidos en la aldea de Murélaga, en la provincia de Vizcaya entre enero y agosto de 1965. Estuve en la aldea viviendo dos meses más durante el verano de 1966. Quiero agradecer al National Institute of Mental Health su ayuda para realizar mis prácticas y para la preparación de mi licenciatura.

En marzo de 1966 presenté a la Facultad de Antropología de la Universidad de Chicago una versión resumida de este trabajo, como parte de los requisitos exigidos para la obtención del título de Master of Arts. Más tarde, estuve en Murélaga en el verano de 1969, y tuve la oportunidad de actualizar mis conocimientos antes de publicar la versión inglesa de este libro en 1970.

Quiero aprovechar esta oportunidad para expresar mi agradecimiento a todos los vecinos de Murélaga, porque no sólo soportaron mi presencia como investigador sino que además hicieron que mi vida en la aldea se convirtiese en una experiencia de profunda satisfacción personal. Tengo una gran deuda con D. Emilio, el párroco de la aldea. A los muchos investigadores del País Vasco que tanto me ayudaron les doy las gracias. En particular, D. Julio Caro Baroja, D. Luis Michelena y D. Fausto Arocena fueron de una generosidad sin límites con su tiempo y sus sugerencias. Quiero agradecer a Davydd Greenwood, Warren d’Azevedo y Joy Leland sus comentarios sobre los primeros borradores del manuscrito. Naturalmente, es mía toda la responsabilidad por los defectos de la actual versión. Por último, quiero expresar al Dr. Julian Pitt-Rivers de la Universidad de Chicago mi más sincero agradecimiento por la dirección y ayuda que me prestó, en mucha mayor medida de la que merezco.

W. A. D.

Reno, Nevada

Julio 1969

Introducción

Los vascos del sur de Francia y del norte de España son reputados, desde hace mucho, como el pueblo “misterio” de Europa. Ello se debe al hecho de que son, evidentemente, únicos en el amplio panorama de los grupos étnicos y culturales de Europa, según demuestran los descubrimientos realizados por los filólogos y antropólogos.

Los antropólogos basan sus alegaciones en la tipología sanguínea. Observan que los vascos tienen un índice de tipo sanguíneo B más bajo y un índice de tipo sanguíneo 0 más alto que ningún otro grupo europeo. Además, en los vascos se da un índice de factor Rh negativo más alto que en cualquier otro grupo étnico del mundo.

Durante varias generaciones, los filólogos, profesionales y aficionados, han intentado demostrar una afinidad entre el euskera y otros idiomas. Una y otra vez han descubierto semejanzas con idiomas tan distintos como el primitivo egipcio, el bereber, el japonés y el iroqués. Los más atrevidos teóricos han sugerido que el euskera fue el idioma primitivo que se habló en el Edén o que fue la lengua vernácula en el desaparecido continente de la Atlántida. Por lo general, la investigación lingüística atiende a la posible relación con los idiomas caucásicos o a su directa relación con el ibero (el idioma que se habló en la península ibérica antes de la invasión romana).

La mayoría de los investigadores extranjeros han centrado su atención sobre la singularidad biológica y lingüística de los vascos, y sobre el discutido problema de su origen. Ahora bien, estos trabajos sólo representan una mínima parcela de la larga tradición investigadora sobre los problemas vascos. Los dos últimos siglos han supuesto una enorme aportación a la investigación de la cultura vasca, patrocinada por instituciones académicas situadas en el mismo País Vasco o realizada independientemente por estudiosos tanto vascos como no vascos. Dejando aparte el problema de los orígenes, estos estudios se proponen investigar diversas facetas de la cultura, historia, literatura y folklore vascos. En los últimos diez años, han sido numerosas las investigaciones sociológicas y antropológicas que se han llevado a cabo en el País Vasco. Ahora bien, hasta la fecha, no se han publicado estudios sobre la estructura social de una comunidad rural vasca, utilizando la metodología y la teoría propias de las Ciencias Sociales [1]. Conseguir ésta es una de las finalidades perseguidas por el presente trabajo.

Todo intento de describir la estructura social de una comunidad implica, por parte del investigador, un elevado criterio de selectividad. Formula su modelo observando la conducta de los actores individuales y de los grupos de actores. Su descripción subraya consistencias o esquematizaciones en la conducta social, prescindiendo de los aspectos menos consistentes o meramente fortuitos. Además, su descripción de la estructura social no supone que sea totalmente congruente con la manera con la que el actor individual contempla a su comunidad. El actor, como participante, tiene necesariamente una visión egocéntrica de la sociedad rural, profundamente teñida o contagiada por la posición que en ella ocupa. En cuanto tal, la visión del actor es parcial y predispuesta. Aunque el investigador adopta una visión más amplia de la realidad, ello no quiere decir que su descripción suponga una mayor aproximación a la realidad social. Así como la visión del actor está limitada por su egocentrismo, la del investigador es propicia a pecar de ecléctica. Su descripción de la sociedad es necesariamente teórica, de un tipo idealista. Los modelos de las estructuras sociales, ya se consigan mecánica o estadísticamente, sólo existen en la mente de los científicos sociales, pero no en la naturaleza.

La interacción social de los actores expresa un grado de consistencia o esquematización en tanto medie una cierta adhesión a un sistema común de valores. Sólo con referencia al sistema de valores, puede ego ser capaz de prever las respuestas de alter. Esta previsión es la que les permite entrar en una interrelación social significativa. Paralelamente, sólo mediante el estudio del sistema de valores es capaz el investigador de apreciar el significado de la interrelación.

Cada sistema de valores se caracteriza por ciertos énfasis o temas que le distinguen de los demás. Mediante el cuidadoso estudio de estos temas, el investigador es capaz de comprobar sus teorías en el ámbito de un contexto cultural henchido de detalles y significados sociológicos. E. E. Evans-Pritchard adopta este criterio al estudiar el tema vacuno en la cultura Nuer. Afirma que “la mayor parte de las actividades sociales (de los Nuers) se relaciona con el ganado y ‘cherchez la vache’ es el mejor consejo que se puede dar a todo aquel que aspire a comprender la conducta Nuer” (Evans-Pritchard 1940:16). Clifford Geertz adopta un criterio parecido en su estudio sobre la religión javanesa, al explorar la significación del ritual slametan. Afirma que “en el centro de todo el sistema religioso javanés destaca un rito sencillo, formal, no dramático, casi furtivo: el slametan” (Geertz 1960:11). Además, “el slametan forma una especie de engranaje social universal, que se adapta conjuntamente a los diversos aspectos de la vida social, y de la experiencia individual, de un modo que llega a minimizar la incertidumbre, la tensión o el conflicto, o por lo menos, así se supone que deben hacerlo” (ibid).

Según mi opinión, en la sociedad vasca, las respuestas individuales y colectivas a la crisis causada por una muerte ocurrida en la comunidad son tan complejas y ocupan una posición tan destacada en la visión que del mundo tienen los actores, que nos autorizan a diferenciar en el sistema de valores el tema de la muerte. Así como el conocimiento del tema vacuno es fundamental para comprender la conducta Nuer y el conocimiento del rito slametan es básico para comprender la religión javanesa, de la misma manera, en la sociedad rural vasca, el tema de la muerte reviste tal importancia para los mismos actores, que lo convierten en un vehículo adecuado para estudiar la estructura social de la comunidad local.

Cuando en el texto hago referencia al “presente” se trata del período de mis investigaciones, o sea, a los años comprendidos entre 1963 y 1966.

Una advertencia referente al empleo de los términos vascos en el texto. He seguido la norma ortográfica de emplear -a para el artículo o sea “baserria”, aunque no refleja exactamente la peculiaridad dialectológica de Murélaga. En el pueblo algunas palabras como “kandela”, “atxa”, “onrak”, etc., reflejan en su pronunciación la vocal -a, pero hay otras en las que se emplea más bien, -e, como “osabie”, “lobie”, “sepulturie”, “lengosiñie”, “konatie”, “ogistie”; mientras que en otros casos, se oye más un sonido como -je (parecido al j’ai francés), por ejemplo, “baserrije”, “familije”, “familijekue”, “argije”, “errije”, “memorije”, etc. La pronunciación de tx- es parecida a la ch en castellano. Siempre que se emplee un término en plural sigo la costumbre vasca de añadir el sufijo pluralizador -k. Así auzoa (vecindad) se convierte en auzoak (vecindades). En la primera edición opté por enlazar los sustantivos en vasco con un artículo castellano, el o la y sus plurales, en la mayoría de los casos. En la presente edición en castellano, por el contrario, he prescindido de dichos artículos, evitando así una redundancia inútil.

MUERTE EN MURÉLAGA

Es evidente que la muerte de un hombre es asunto de los supervivientes más que un problema del interesado.

Thomas Mann

1 El marco

Murélaga es un pequeño pueblo rural del País Vasco al norte de España, situado en la provincia de Vizcaya, cerca del límite con la vecina provincia vasca de Guipúzcoa. El euskera que se habla en la aldea corresponde al dialecto vizcaíno aunque los modismos locales reflejan la influencia del guipuzcoano. Murélaga es representativa de casi todas las aldeas vascas en el sentido de que la agricultura sigue conservando una destacada importancia en la economía local.

Está a 40 kms. de Bilbao, que es la capital de la provincia y centro industrial en pleno desarrollo. La distancia y los deficientes medios de transporte contribuyen a que sean poco intensos los contactos entre la aldea y Bilbao. Se encuentra a 19 kms. de Guernica, que es el mercado más importante de la comarca y centro de importancia política y recreativa. Ahora bien, la mayor parte de los aldeanos de Murélaga sólo se desplaza a Guernica cuando tienen que ir al mercado, a visitar a un médico especialista o, a lo sumo, para ver un partido de pelota. Los 12 kms. que separan a Murélaga del pueblo costero de Lequeitio, son suficientes para impedir que los aldeanos participen en las actividades marítimas de ese puerto. A diferencia de otras aldeas próximas al mar, son raros los naturales de Murélaga que van a engrosar las nutridas filas de pescadores y marinos vascos que andan por el mundo. La distancia entre Murélaga y la villa industrial de Eibar (Guipúzcoa) es de 21 kms. Cierto número de personas ha abandonado la aldea para ir a vivir a Eibar, trabajando en sus fábricas. De todas maneras, el hecho es que entre la aldea y Eibar no hay una línea directa de transporte público, lo que contribuye a restringir la influencia cotidiana de la villa sobre la vida de la aldea.

El aislamiento físico de la aldea no es absoluto ni insuperable. Ha sido parcialmente superado por la mejora en los medios públicos y privados de transporte y comunicación. Hay un servicio diario de autobús para Bilbao, Guernica y Lequeitio; carreteras asfaltadas hacen posible el desplazamiento en moto o coche a Eibar y a Marquina (pueblo industrial más pequeño pero más próximo). El contacto con la zona circundante es mucho más intenso que el de hace unos cuantos años.

Estos contactos no son unidireccionales. Las vendedoras de pescado, desde Lequeitio, y los panaderos, desde Marquina, van todos los días a Murélaga para surtir al mercado local. Son muchos los camiones que suministran a los almacenes de la aldea y que llegan desde Bilbao.

Las intrusiones en la economía local no se limitan a los contactos transitorios, ya que la escena local ha experimentado modificaciones permanentes. Hace poco tiempo, una conservera de Lequeitio estableció una planta de envasado en Murélaga y proporciona empleo parcial por temporada (durante las costeras de anchoa y bonito) para un cierto número de mujeres de la aldea. Las autoridades religiosas de la aldea consiguieron que una importante fábrica de escopetas de Eibar instalase una pequeña planta de montaje que emplea a unos 15 hombres.

Un cierto número de hombres trabaja en jornadas completas en el próximo pueblo de Marquina (a 8 kms.), donde pequeñas fábricas y canteras de mármol han atraído a gran parte del exceso de mano de obra masculina perteneciente a las pequeñas aldeas del contorno. Tanto en el municipio de Murélaga como en las zonas colindantes hay varias canteras de mármol que proporcionan a los miembros masculinos de varios grupos domésticos trabajo en jornadas completas o parciales. Unos 35 hombres de la aldea trabajan en las canteras. Hay varias serrerías, en cada una de las cuales trabajan de cuatro a ocho hombres. Por último, en la aldea hay unas cuantas industrias artesanas. Tres grupos domésticos hilan lana para después venderla o bien para hacer medias. Dos grupos domésticos hacen cestos de mimbre que venden a los aldeanos o a agentes comerciales que se encargan de su venta en otras zonas. Dos grupos domésticos hacen chocolate que se vende en la localidad o en la comarca. En todos estos casos el trabajo en la industria artesana supone una actividad a la que sólo se dedica una parte del tiempo disponible.

En resumen, aunque Murélaga ocupa una posición marginal con relación a los complejos industriales y pesqueros que caracterizan a la industria vizcaína, no por ello deja de sufrir su influencia. El aislamiento físico es cada vez menos efectivo respecto a esas fuertes influencias exteriores, pero es todavía suficiente para mantener a la aldea en la periferia de la transformación. Hasta la fecha, la aldea ha ingresado en el proceso de modernización sólo indirectamente.

Un indicio revelador de esa indirecta participación de la aldea en el actual proceso de cambio social se manifiesta al analizar la estructura étnica de la población local. Durante todo este siglo Vizcaya ha recibido una considerable cantidad de inmigrantes de toda España. Trabajadores de regiones pobres se han acumulado en el creciente complejo industrial del Norte. A medida que las industrias se desparramaban por el campo en comunidades, antes agrícolas, gran número de no-vascos fueron a vivir a muchas aldeas vascas. Siempre que esto sucede las consecuencias para el pueblo vasco son las mismas: un rápido hundimiento en la cultura vasca y en el uso del idioma.

Esta faceta del cambio no ha afectado por ahora a Murélaga. Su relativa carencia de industria local y su aislamiento físico de los centros industriales no la hacen muy atractiva a posibles inmigrantes. Por consiguiente, casi toda la población local es homogéneamente vasca y el euskera es todavía el principal medio de expresión en la aldea[2].

La agricultura prevalece en la economía local. En 1966 la población era de 1.133 habitantes, de los que 787 vivían en caseríos (baserriak). Los restantes vivían en el núcleo que está situado poco más o menos en el centro de las 2.436 hectáreas que comprende el municipio.

La casa rural o baserria consiste en un edificio, ajuar doméstico, aperos, terrenos y un lugar en el suelo de la iglesia del pueblo (sepulturie). Baserria es considerado como inmutable a través del tiempo. Es decir, se supone que cada baserria contiene los recursos suficientes para mantener a un solo grupo doméstico dedicado a la agricultura. Según la visión de los actores, tanto desde un punto de vista moral como económico se considera reprensible el desmembramiento de baserria, ya sea mediante ventas de terrenos, ya sea mediante transmisiones hereditarias (por ejemplo, nombrando dos o más herederos del patrimonio en una sola generación). El radical énfasis atribuido a la inmutabilidad del caserío implica que la mayoría de baserriak de Murélaga tiene raíces históricas que se remontan en el pasado hasta varias generaciones.

Baserria permanente no es anónimo; cada caserío tiene un nombre propio que también persiste en el transcurso del tiempo y que entre los aldeanos lo distingue de otros baserriak. Hay una íntima identificación entre el grupo doméstico y el caserío donde reside. En el ámbito de las conversaciones locales las personas adoptan su identidad social del nombre de su baserria. Pedro Armaolea, que vive en el caserío Zuberogoiti, es conocido como Zuberogoitiko Pedro o Pedro Zuberogoiti [3]. De este modo, la identificación entre edificio, terrenos y grupo doméstico es total. Dicha identificación procede de los elementos permanentes en la trilogía, es decir, el edificio de baserria y los terrenos [4]. En consecuencia, la simbolización no depende de una serie de grupos domésticos unidos por lazos de sangre y que ocupan baserria en el transcurso del tiempo. El caserío puede haber albergado en diferentes momentos de su historia varios grupos domésticos sin relación alguna entre sí.

Teóricamente, en cada baserria sólo vive un grupo doméstico. Normalmente, este grupo comprende un hombre activo (etxekojauna), su mujer (etxekoandrie), sus hijos, sus parientes y/o los consanguíneos solteros del cónyuge que vive en su caserío natal. Es también posible que exista un criado o ayudante agrícola, masculino o femenino; hoy en día, este caso no se da más que ocasionalmente.

Los miembros del grupo doméstico se dedican fundamentalmente a actividades agrícolas. Excepcionalmente, uno o dos miembros masculinos de un grupo doméstico determinado pueden trabajar en canteras de mármol o en actividades forestales, pero en tal caso, después del horario normal de su trabajo y en los fines de semana, se dedican a trabajos agrícolas. Podemos, pues, decir que en el conjunto agrícola baserria es la unidad básica de la sociedad y de la economía rurales.

Baserria en cuanto edificio es una sólida estructura de piedra con tres pisos. Es una planta doméstica y agrícola autosuficiente. En el piso inferior hay un establo, un gallinero y un sector para almacenamiento de aperos. En el segundo piso están los cuartos donde vive el grupo doméstico. El tercer piso es una área para almacenar la provisión invernal de heno, las cosechas de maíz y de trigo y los productos de la huerta.

La abrupta naturaleza y las muy difíciles características del terreno originan una gran diversidad en la clase de los terrenos pertenecientes a cualquier baserria. El grado de pendiente, la profundidad y condiciones del suelo, la exposición al sol y a la dirección del viento, así como la distancia de un terreno con relación al edificio, son factores todos que determinan el valor del conjunto. Los terrenos del caserío pueden llegar a estar divididos en treinta o cincuenta parcelas de superficie variable entre unos pocos metros cuadrados y una o dos hectáreas. Algunos de los mayores baserriak pueden llegar a abarcar veinte o más hectáreas y los más pequeños, unas cuatro hectáreas. La mayoría oscila entre siete y trece hectáreas.

De las diez hectáreas que comprende el baserria medio, unas siete son de bosque o terreno yermo. En la actualidad, en los bosques se plantan pinos que suponen un ingreso dinerario a largo plazo. De las tres hectáreas restantes, aproximadamente dos se dedican a prados que proporcionan la hierba fresca y la alfalfa seca para dar de comer al ganado. La hectárea restante está integrada por la tierra cultivable de la casa donde se siembran los cereales. Teóricamente, la hectárea cultivable se divide en dos secciones, cada una dedicada anualmente a una distinta clase de cereal. En una parte se siembra maíz y en la otra, trigo. Al año siguiente se cambia la distribución. Además de la siembra de cereales, en la misma sección se plantan nabos que se usan como pienso para los animales y trébol que se corta a principios de primavera, con la misma finalidad.

En el pequeño terreno cultivable, perteneciente a cada baserria, la agricultura es intensiva, ya que nunca se deja en barbecho, sembrándose aun durante los meses invernales. Esta explotación intensiva es posible mediante la amplia utilización de abonos químicos y orgánicos. El clima mismo se presta a la agricultura intensiva. La zona de Murélaga se caracteriza por un clima marítimo de inviernos suaves y veranos templados. La lluvia es regular; su régimen, aunque concentrado a finales de otoño, en invierno y a principios de primavera, resulta adecuado durante todo el año. El regadío no es necesario. El peligro de las heladas sólo existe entre diciembre y marzo y las nevadas son raras.

Además de las cosechas de trigo y maíz –las dos más importantes–, una pequeña parcela de tierra cultivable se dedica a huerta, donde el grupo doméstico planta diversidad de productos para completar su dieta. Las hortalizas preferidas son los tomates, lechugas, alubias, zanahorias, puerros, pimientos, cebollas y ajos. Todos los grupos domésticos reservan un rincón de la huerta para plantar patatas. Con relación a éstas (que constituyen un importante ingrediente de su dieta), la mayoría de los grupos domésticos son autosuficientes. Los caseríos también plantan frutales (cerezos, manzanos, melocotoneros y perales) así como castaños y nogales. De todos éstos, los manzanos son los más importantes. La mayor parte de los caseríos plantan en los campos extensos manzanales. Su fruto puede convertirse en sidra (que se emplea como bebida de mesa), comerse crudo, guardarse o venderse en los mercados de Bilbao.

El énfasis en la agricultura se dirige tanto a satisfacer las exigencias del grupo doméstico con relación a ciertos productos (por ejemplo, productos de la huerta, frutas, nueces, y la harina de trigo para hacer pan) como a la producción ganadera comercializada. Los productos de la huerta generalmente no constituyen una fuente directa de ingresos, aunque a veces los labradores también vendan manzanas. Normalmente, el ingreso de dinero procede de la venta de ganado y leche.

Actualmente (1966), la industria ganadera de Murélaga está destinada fundamentalmente a la producción de leche de vaca. Cada caserío mantiene entre una y diez vacas lecheras. Esta cantidad depende de sus recursos básicos, del número de sus miembros y condiciones de la mano de obra, y del grado de dedicación a la agricultura. Unas veces la leche se vende directamente; en otras, se utiliza para criar terneras. Así, la cría de terneras es más importante que la producción de leche. Normalmente, el caserío tiene doble número de terneras que de vacas ya que incrementa la producción anual de la recría mediante la compra de terneros en los mercados cercanos. Engorda las terneras con leche y hierba fresca durante un período de doce a dieciocho meses, vendiéndolas para carne.

Además de la leche, las vacas producen otros beneficios: proporcionan el abono, esencial en una agricultura intensiva; se usan como animales de tiro para arar y para acarrear pesadas cargas; cuando tienen muchos años son vendidas para carne y el dinero así conseguido se emplea para comprar otros animales que los sustituyen.

Los demás animales de la granja desempeñan funciones menos importantes para la economía doméstica. La producción de pollos se dedica unas veces a satisfacer las necesidades tanto del grupo doméstico como del mercado. Los pollos proporcionan proteínas para la dieta ya que los huevos constituyen un importante ingrediente de la misma. Unos pocos caseríos crían cerdos, aunque no con finalidades comerciales. El grupo doméstico se limita a comprar anualmente un lechón en el mercado local y lo engorda para después comerlo en casa. En otros tiempos la cría de ovejas era importante para la economía. Muchos caseríos tenían pequeños rebaños de quince a cincuenta animales que pastaban en los terrenos comunales. Ahora sólo unos pocos caseríos crían ovejas. Por último, la mayoría de los caseríos tienen un burro que emplean para labores agrícolas ligeras y para acarrear víveres desde el núcleo.