ÍNDICE


Portada

Página de título

Dedicatoria y epígrafe

Introducción. El camino hacia el silencio

1. Los guerrilleros. Dos costosos desaparecidos

2. Los petroleros. El naufragio de las mandarinas

3. Los presidiarios. Dulcinea sale de la cárcel

4. Los migrantes. ¿Dónde está mi hijo?

5. Los mineros. El carbón y la entraña

6. Los invasores. La construcción de Golondrinas

7. Los periodistas. En la boca del lobo

8. El Poeta. La vuelta del infierno

Datos del autor

Página de créditos

Nacido en la ciudad de México en 1982, Emiliano Ruiz Parra fue reportero del diario Reforma y colaborador de Gatopardo. Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México y Teoría Política en la Universidad de Londres. Es autor de Ovejas negras. Rebeldes de la Iglesia mexicana del siglo XXI, publicado por Océano.

Diseño de portada: Jorge Garnica / La Geometría Secreta

Fotografía del autor: Diego Barruecos

LOS HIJOS DE LA IRA
Las víctimas de la alternancia mexicana

© 2015, Emiliano Ruiz Parra

D.R. © 2015, Editorial Océano de México, S.A. de C.V.
Blvd. Manuel Ávila Camacho 76, piso 10
Col. Lomas de Chapultepec
Miguel Hidalgo, C.P. 11000, México, D.F.
Tel. (55) 9178 5100
info@oceano.com.mx
www.oceano.mx

Primera edición en libro electrónico: septiembre, 2015

eISBN: 978-607-735-762-9

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o trasmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo y por escrito del editor.

Libro convertido a ePub por

Information Consulting Group de México

title

 

 

A Diego Osorno y Daniela Rea, en la amistad.

La injusticia
[...]

Podrás herir la carne
y aun retorcer el alma como un lienzo:
no apagarás la brasa del gran amor que fulge
dentro del corazón, bestia maldita
.

Podrás herir la carne.
No morderás mi corazón,
madre del odio.
Nunca en mi corazón, reina del mundo
.

Dámaso Alonso, Hijos de la ira


INTRODUCCIÓN.
EL CAMINO HACIA EL SILENCIO


—¿Qué es? —me dijo.

—¿Qué es qué? —le pregunté.

—Eso, el ruido ese.

—Es el silencio.

Juan Rulfo, “Luvina”

I. El ruido

Las noticias reportaban dos policías muertos y un sobreviviente. La tarde del 23 de noviembre de 2004, cientos de pobladores de San Juan Ixtayopan, Tláhuac, habían golpeado a tres agentes federales y habían quemado a dos de ellos. La prensa había llegado al lugar antes que las autoridades, y el linchamiento se había transmitido por televisión, incluso con entrevistas a los federales vapuleados. Yo cumplía tres meses de ser reportero en Reforma y Roberto Zamarripa, subdirector del periódico, me envió al hospital de Xoco —en Cuauhtémoc y Río Churubusco, al sur de la ciudad de México— a presenciar la llegada del sobreviviente.

Esa noche fue mi primer contacto con familiares de víctimas de la violencia extrema. A las puertas del hospital atestigüé la desesperación de la familia de Víctor Mireles Barrera, un policía federal de 49 años especializado en espionaje político. Su esposa mantenía la esperanza de que su marido fuera el sobreviviente. Hacia las once de la noche las televisoras confirmaron que, junto con Cristóbal Bonilla, Mireles había muerto. Su familia se retiró en silencio.

Unos minutos después, en esa calle repleta de reporteros y policías, se dio una convergencia inusual. Llegó la familia de Edgar Moreno Nolasco, el federal de veintiséis años que había sido rescatado de la muerte. Y poco después apareció Ramón Martín Huerta, secretario de Seguridad Pública del gobierno de Vicente Fox y jefe de la Policía Federal Preventiva, la corporación a la que pertenecían los tres agentes linchados. Fue de las rarísimas ocasiones en que las víctimas estuvieron cerca de los más altos funcionarios (en febrero de 2006, en Pasta de Conchos, ocurrió una escena similar: los familiares de los mineros sepultados increparon al secretario del Trabajo, Francisco Salazar).

—¡Se pudo haber evitado! —le gritó el hermano de Moreno Nolasco.

—Claro que se pudo haber evitado —reconoció Martín Huerta.

—¿Por qué esperaron a que los quemaran y no fueron por ellos? —replicó una prima de Edgar Moreno.

En ese momento los parientes no sabían si Moreno sobreviviría. Lo único cierto, para ellos y para el resto del país, era que la turba asesina había dispuesto de tres horas para someter, golpear y quemar a los policías ante la inacción del gobierno, que veía los hechos por televisión. La furia escaló cuando sonó el teléfono celular de la prima del joven agente. La llamada provenía del celular de Edgar Moreno. Eran sus linchadores, que la increparon con majaderías. Ella gritó a la bocina:

—¡Van a cargar en su conciencia la muerte de dos inocentes y de mi primo!

Martín Huerta sólo atinó a culpar a la policía del Distrito Federal —que le había bloqueado el paso a sus agentes cuando se dirigían a San Juan Ixtayopan— y se retiró. El ambiente se relajó al poco tiempo, cuando llegó la ambulancia con Edgar Moreno. Zamarripa acudió también, echó un ojo y me dio una recomendación periodística: “Quédate y haz como que estás pendejeando, a ver qué oyes”. A las dos de la mañana se autorizó la entrada del hermano de Moreno al hospital, y el director de Xoco salió a decir a la prensa que el joven estaba grave pero estable.

La versión oficial sostuvo que los tres federales acudieron a investigar una narcotiendita. La población de San Juan Ixtayopan los había confundido con secuestradores de niños y había hecho justicia por mano propia. Años después, en 2011, el entonces comisionado de la Policía Federal, Facundo Rosas, reconoció que los tres agentes —de la división de antiterrorismo— investigaban grupos subversivos. En esa colonia había vivido el matrimonio formado por Tiburcio Cruz Sánchez y Florencia Canseco, los fundadores y dirigentes del Ejército Popular Revolucionario (EPR).

En 2004 yo era un novato de veintidós años y todavía no me ganaba el derecho a firmar mis notas. La crónica de esa madrugada no apareció con mi nombre, como tampoco un texto publicado días después: “Crece sin control violencia extrema”. Era un recuento hemerográfico de 122 ejecuciones y doce linchamientos en cuatro meses. La mayoría de las ejecuciones se atribuían al narcotráfico y se concentraban en Sinaloa, Michoacán, Baja California y Chihuahua.

Sin embargo, esa violencia era uno más de los fenómenos del país, ni el más interesante ni el más importante para Reforma ni para la prensa nacional. San Juan Ixtayopan fue un aviso que no advertimos. Un par de meses después obtuve mi plaza definitiva. El año siguiente, 2005, fue para mí de especialización periodística. Me asignaron la cobertura de los asuntos religiosos, un campo tan revelador y fértil que, años después, se convertiría en la materia de mi libro Ovejas negras. Rebeldes de la Iglesia mexicana del siglo XXI (Océano, 2012).

A fines de 2005 fui asignado a la cobertura política y viví con intensidad el 2006, uno de los grandes años para hacer periodismo en México. Recibí el año en La Garrucha, una comunidad bajo el control del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), desde donde el Subcomandante Marcos inició un recorrido nacional llamado La Otra Campaña. Días después fui asignado a las campañas presidenciales. Cubrí todas, pero me concentré en la de Andrés Manuel López Obrador, el favorito en las encuestas. Yo era también el suplente en la cobertura de la presidencia de la República, así que acompañé a Vicente Fox por casi todo México y lo seguí a Viena y Bratislava. Cuando no estaba de viaje, debía reportar lo que ocurría en la Secretaría de Gobernación y el Partido de la Revolución Democrática (PRD), que postulaba a López Obrador.

Tenía veinticuatro años, me ataba una corbata al cuello (uniforme del chico Reforma) y descubría un país a punto del estallido social. Desde las alturas del helicóptero presidencial, aun el volcán Pico de Orizaba aparecía minúsculo a mis ojos y la sierra de Durango asemejaba el rostro arrugado de un anciano. Allá arriba, en una aeronave tripulada por militares, era muy fácil sentirse un gigante. Pero mis asignaciones me bajaban a tierra de inmediato: en torno de López Obrador bullía una insurrección electoral: en Puebla, Hidalgo, Veracruz y, por supuesto, Tabasco, miles de personas retacaban sus cinco mítines diarios y a veces lo detenían en el camino para saludar una o dos concentraciones fuera de agenda.

Más abajo aún estaba la base social que el Subcomandante Marcos buscaba a la izquierda de López Obrador. En marzo y abril lo seguí, con el fotógrafo Juan Pablo Zamora, por Querétaro, Guanajuato y Jalisco. Conversé con él en Mexquitic, una comunidad wixárica (huichol) en los límites de Jalisco y Nayarit, lejos de la luz eléctrica, la señal de celular y las dos patrullas de la Policía Federal que acompañaban —sin invitación— el convoy zapatista. Marcos tenía curiosidad por saber cómo iban las otras campañas. Yo ya había recorrido Chihuahua con Felipe Calderón —el candidato del PAN— y podía asegurar que había más gente en los mítines neozapatistas que en los encuentros cerrados del panista.

Vivía esos meses con gran intensidad periodística y emocional. Estaba enamorado y después del aeropuerto me dirigía al lecho tibio del cariño. Construía, además, amistades con otros reporteros como yo, que serían mis amigos de toda la vida. En Chiapas conocí a Diego Osorno —fue “amistad a primera vista”, como él dice—, Marcela Turati y John Gibler (Marcela, con siete años de ventaja, me dio tres vueltas en la cobertura de Marcos). En Gobernación coincidí con Fabiola Martínez y, unos meses después, hice amistad con Daniela Rea en la redacción del diario. Con ellos empecé a compartir el deseo de contar historias y no sólo de redactar noticias.

Los personajes eran fascinantes y yo conversaba con ellos en privado. López Obrador se presentaba como el purificador de la vida pública. Demandaba a cambio plenos poderes: le pedía a la gente que le diera mayoría absoluta en el Congreso. Fox era el reformador fracasado, el vaquero que había echado al PRI de Los Pinos, pero que había gobernado sin modificar el aparato represor y excluyente del Estado. Marcos era un guerrillero desarmado que recorría el país con una capucha y una pipa, advirtiendo que López Obrador sería más de lo mismo o peor. Y por si algo faltara, el secretario de Gobernación, Carlos Abascal, era un intelectual de la derecha católica, hijo del dirigente sinarquista Salvador Abascal. Una vez al año, Abascal se reunía con el papa Juan Pablo II para hablar de política.

Se podía decir todo. Exhibir al presidente en las crónicas: sus dislates, sus chiflidos, incluso su torpeza física cuando se pegaba con el techo del avión presidencial. Se publicaban los gastos de su oficina y se escribían historias sobre los negocios que sus hijastros —los Bribiesca Sahagún— hacían al amparo del poder. Apenas seis años atrás había llegado la alternancia y disfrutábamos una libertad traviesa. La sección nacional del periódico superaba las veinte páginas y había espacio para notas y crónicas. En un día normal de campañas presidenciales yo mandaba diez mil caracteres. A veces se publicaban completos. Una ocasión envié trece notas y mi nombre apareció once veces en la edición de ese día.

El escenario empezó a cambiar el 19 de febrero. Una explosión en la mina Pasta de Conchos, municipio de San Juan de Sabinas, Coahuila, sepultó a 65 mineros. Fox engañó a las familias de los deudos con la ilusión de ir por ellos. Ni vivos ni muertos. Su gobierno los dejó yacer en el fondo de la carbonífera. Un sector de los familiares —agrupados en la Organización Familia Pasta de Conchos— acusó a Fox de negar el rescate para ocultar las graves irregularidades con las que operaba la mina y que configuraban el delito de homicidio industrial. El dueño de la mina era Germán Larrea, el segundo hombre más rico del país y donante de las campañas del PAN.

En abril, López Obrador no llenó las plazas en Michoacán —tierra del cardenismo— aun cuando decía que su victoria sería tan importante como la Independencia, la Reforma o la Revolución mexicana. Publiqué la menguada convocatoria a sus mítines (a veces ni la mitad de la plaza) y la rechifla al candidato a diputado Silvano Aureoles. López Obrador me desmintió en público: “eso sólo lo dice Reforma”. Las encuestas empezaban a registrar un avance de Calderón.

Pero el cambio cualitativo ocurrió el 3 y 4 de mayo. El 3 de mayo una batalla entre comuneros y policías en San Salvador Atenco había terminado a favor de los campesinos, que pertenecían a La Otra Campaña y al Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra que, cuatro años antes, había impedido la construcción del aeropuerto de Texcoco. Al día siguiente la represión fue brutal. Unos cuatro mil policías federales y estatales invadieron el pueblo con la orden de entrar a las casas, saquear, golpear y arrestar. Asesinaron al niño Javier Cortés —con arma de fuego— y al adolescente Alexis Benhumea, a quien mataron con una lata de gas lacrimógeno disparada a la cabeza. Detuvieron a 207 personas y veintiséis mujeres fueron violadas o abusadas sexualmente. A policías locales los habían provisto de condones. Era un operativo conjunto de la policía federal de Fox con la policía estatal del gobernador del Estado de México, Enrique Peña Nieto.

El 5 de mayo seguí al Subcomandante Marcos en un trayecto muy tenso de la colonia Obrera, en el Distrito Federal, a la Universidad de Chapingo. Se bajó de la camioneta en la que viajaba y de ahí caminó a San Salvador Atenco. Esa noche, Marcos retomó simbólicamente la plaza. Lo cierto es que sus principales aliados —entre ellos su médico personal, el oficial zapatista Guillermo Selvas— habían caído presos, y La Otra Campaña nunca se recuperó de ese golpe.

Días después estuve en Viena con Fox, en la cobertura de un encuentro entre jefes de Estado europeos y latinoamericanos (la estrella ascendente era Evo Morales), y en cada evento público había algún activista que le reclamaba a Fox la represión encarnizada.

Apenas un mes después México presenció la mayor insurrección urbana después de 1968. El 14 de junio, el gobernador de Oaxaca, Ulises Ruiz Ortiz, ordenó el desalojo violento del plantón de maestros de educación básica. La Sección 22 —fuera del control de los charros del SNTE— tenía como rutina enviar un plantón al centro histórico de Oaxaca mientras negociaba el contrato colectivo. De madrugada los granaderos fueron a retirar el plantón a toletazos. Su ofensiva fue exitosa y tomaron el control del zócalo. Pero su incursión provocó una reacción popular inesperada. De los barrios bajaron cientos, quizá miles de personas, a enfrentar a la policía, que tuvo que salir corriendo ante la ira popular.

El fallido desalojo provocó un movimiento que demandó la renuncia de Ruiz Ortiz. En una ciudad de medio millón se dieron tres megamarchas de cien mil personas (quizá más, cien mil eran los que reconocía el Estado). La respuesta fue sangrienta. Escuadrones de la muerte acudían a las marchas a disparar al bulto. El movimiento reaccionó con la colocación de casi cien barricadas, que buscaban impedir el paso de los pistoleros. Después se supo que estos escuadrones los integraban policías estatales y municipales. Las autoridades fueron expulsadas y Oaxaca estuvo unos meses bajo un gobierno popular similar a la Comuna de París. Las negociaciones se dirimían en la Secretaría de Gobernación y mi tarea consistía en reconstruir sus detalles.

Luego vino el 2 de julio y la apretadísima victoria de Felipe Calderón. López Obrador alegó fraude electoral. Lo cierto es que estaba confiadísimo y se negaba a ver lo que ocurría a su alrededor: cada día perdía la confianza de la gente y bajaba en las encuestas. Recuerdo que los reporteros que cubríamos su campaña nos reunimos con él, el 28 de junio, en su casa de campaña. Era un encuentro informal y privado, porque eran los días de veda proselitista. Un colega le pidió a López Obrador que acudiera a votar en la tarde. Eso permitiría a los periodistas votar por la mañana. Pero si Obrador votaba temprano, tendríamos que estar con él desde el amanecer sin permitirnos un minuto para sufragar. El candidato, de elegante traje negro, nos contó con el dedo índice: “uno, dos, tres, cuatro...” Llegó al número 24 y nos lanzó en la cara: “veinticuatro votos menos, no importa”, y luego sonrió con malicia. Más allá de que hubiéramos votado por él o no, pudo haberse ahorrado ese desplante de desprecio.

A fines de julio el país era un mapa de rebeliones. En el Distrito Federal se instaló el plantón de López Obrador, que exigía un recuento voto por voto o, de perdida, la anulación de las elecciones presidenciales. En Oaxaca la ciudad estaba tomada por un movimiento sindical y popular; los familiares de los mineros acampaban en la bocamina de Pasta de Conchos y Marcos se movilizaba por la liberación de los presos de San Salvador Atenco.

En septiembre el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (Trife) determinó que Calderón había ganado la presidencia por poco más de 250 mil votos o medio punto porcentual. López Obrador levantó el plantón del Zócalo capitalino —que moría de inanición, sobre todo en el campamento del Paseo de la Reforma— y se quedó con una victoria simbólica: a cambio de permitir el desfile militar del 16 de septiembre, exigió que el Grito de Independencia lo diera el jefe de Gobierno, su delfín, Alejandro Encinas, desde el Palacio del Ayuntamiento. Para entonces López Obrador ya no era el político amigable y conversador con quien nos sentábamos a comer en las fondas de los pueblitos. Si me veía cubriendo sus mítines me señalaba con el dedo y decía: “Ahí está Reforma, el boletín del PAN, el boletín de la derecha.” Había que irse a esconder de la furia de sus seguidores.

En noviembre, uno de los escuadrones de la muerte asesinó al reportero estadunidense Brad Will en Oaxaca. El gobierno federal encontró el pretexto ideal para tomar la ciudad con la policía federal. Calderón estaba en una extrema debilidad política y le daba al PRI lo que pidiera, y le devolvió Oaxaca a Ulises Ruiz. Tras la recuperación policiaca me enviaron a cubrir los resabios del conflicto. Al llegar, mi compañero Benito Jiménez me dijo que me había dejado el chaleco antibalas en el hotel y que era una instrucción del periódico usarlo si cubríamos alguna manifestación, para que no nos mataran como a Brad Will. Era la primera vez, tras muchas movilizaciones, que se percibía que nuestra seguridad ya no estaba garantizada, que echarse a correr cuando empezaran los madrazos ya no era el protocolo suficiente. No lo usé por irresponsable. Afortunadamente no pasó nada.

Nunca hubiera viajado tanto ni cubierto situaciones históricas sin la confianza de Roberto Zamarripa, mi jefe y maestro. Lo recuerdo haciendo preguntas como “¿Y cuántas cajas de refrescos se tomaron en el mitin de Marcos?”, para rastrear los detalles de importancia simbólica. Le entusiasmaban las confidencias de los poderosos, pero siempre prefería la voz de las mujeres y los hombres comunes que iban a las campañas, ya por acarreo o convicción, y que nutrían los movimientos sociales o que eran víctimas de la violencia. Un par de veces interrumpió el cierre de la sección nacional para sentarse conmigo a corregir mis crónicas. Siempre le estaré agradecido.

Y siempre con ganas de ponerme en donde estaba la acción, me envió al Congreso el primero de diciembre. Los diputados del PAN habían ocupado la tribuna para madrugar a los de López Obrador, que tenían la orden de impedir la toma de protesta de Felipe Calderón. Pero el PAN se la había ganado semanas atrás. Esa mañana las curules sirvieron de barricadas y hubo trancazos por aquí y por allá. Pero Calderón se coló por una puerta trasera, leyó el juramento constitucional y se echó a correr por donde había llegado. Le ayudó la asistencia de los diputados del PRI —con lo que logró el quórum— y la protesta más bien perezosa de los diputados del PRD, que hicieron como que repelaban pero con muy poco entusiasmo.

En medio de ese espectáculo me encontré a Carlos Abascal y me contó la negociación de la víspera con el PRD: sacrificar la asistencia de Fox a la Cámara a cambio de no hacerle bulla a Calderón. El acuerdo se rompió en la madrugada y Fox siempre sí iría. Frente a mí le llamó por teléfono y le dijo que ya podía entrar, que la policía federal había despejado la entrada y hasta le sugería cómo portar la banda presidencial. Esa nota se publicó en la portada del día siguiente.

Aun cuando los tres movimientos de 2006 estaban ya derrotados —Atenco, Oaxaca y el plantón poselectoral— el país parecía dirigirse a una etapa de protestas sociales y de descontento con Calderón. Ante un gobierno débil vendría —suponíamos— una época de auge de los sectores que reclamaban justicia social y derechos humanos. En 2007 Diego Osorno fue a Oaxaca a reportar la incidencia de malaria, que negaba Ulises Ruiz. Daniela Rea acudió al poblado indígena de Mininuma, en Guerrero, que había ganado un histórico amparo que protegía su derecho a la salud. Marcela Turati fundaba la organización Periodistas de a Pie que, en esa etapa, se proponía impulsar el periodismo social. John Gibler contaba las gestas de personas y grupos en pie de lucha. Yo le pedí a Zamarripa menos fuente política y más historias. Empecé a colaborar en Enfoque, suplemento dominical de Reforma, en donde reconstruí algunos casos policiacos, y me cedieron las entrevistas con Mario Vargas Llosa y Giovanni Sartori.

Pero el país dio un giro que tardamos meses en advertir. El 11 de diciembre de 2006 el gobierno federal anunció el operativo conjunto Michoacán: el despliegue de siete mil efectivos federales en esa entidad. Parecía un mero golpe publicitario, un exabrupto de Calderón enmarcado en la frivolidad. El 3 de enero de 2007, por la mañana —me tocó cubrirlo— recibió al equipo campeón del futbol mexicano y se puso la camiseta de las Chivas del Guadalajara. Por la tarde —lo cubrió Ernesto Núñez— vistió una casaca militar que le quedaba grande. Dos poses para las cámaras de televisión. Unos días después empleó la palabra guerra para referirse a la militarización de diversas zonas del país, no sólo Michoacán.

De la malaria en Oaxaca, Diego Osorno se fue a reportear las decapitaciones en Michoacán. Nadie tenía conciencia del peligro, así que se iba en su pick-up con placas de Nuevo León. Vaquero del periodismo, Diego fatigaba carreteras con sombrero, botas picudas y cinturón piteado. Podía ser confundido con algún enviado de un cártel rival, pero en ese entonces no sabíamos que se cocinaba una guerra por las rentas del crimen organizado. De vuelta de ese viaje, lo recuerdo en la sala de mi casa, mientras me enseñaba en su computadora las fotografías de las cabezas que le había dado un fotógrafo local.

Diego fue, desde mi punto de vista, el pionero del periodismo narrativo de mi generación. Era la estrella precoz de Milenio y eso le permitía concentrarse en contar historias más que en llenar planas con declaraciones de políticos, como hacíamos la mayoría, rehenes de la agenda impuesta en nuestras redacciones. Estuvo en todos los grandes acontecimientos de México —Chiapas, Atenco, Pasta de Conchos, Oaxaca— y se daba escapadas a Venezuela, Bolivia y hasta Medio Oriente. Desde entonces fue un amigo generoso que compartió su experiencia y sus contactos y nos impulsó a varios al periodismo largo.

Su proceso —de la malaria a los decapitados de Michoacán, y luego al Cártel de Sinaloa— se replicó de distintas maneras. Daniela Rea pasó de contar acerca de Mininuma y la pobreza extrema en Guerrero a los dramas de desaparecidos y sus familias. John Gibler dedicó su segundo libro a contar los ataques a los periódicos en zonas de extrema violencia. Marcela Turati se especializó en víctimas del fuego cruzado, y Periodistas de a Pie mutó de la promoción de periodismo social a la defensa de los comunicadores asesinados o amenazados por su cobertura de la guerra. El mapa se modificó. Los periodistas sociales dejaron la Montaña de Guerrero —la región más pobre del país— y se trasladaron a Ciudad Juárez, Culiacán, la frontera chica de Tamaulipas... de repente la lista de ciudades sangrientas crecía: Monterrey, Tijuana, Apatzingán, Acapulco. Las tasas de homicidios se disparaban ahí donde había operativos del ejército, la marina y la policía federal.

Hacia fines de 2007 conseguí mi cambio definitivo a Enfoque, a donde me fui con la ilusión de escribir crónica. Así le llamábamos al periodismo narrativo que queríamos hacer: desarrollo de personajes, historias largas y complejas, que explicaran lo que ocurría en el país. Me recibieron con entusiasmo su editor, mi amigo Ernesto Núñez (conocido como el Chamán porque ganaba las buenas notas como si fuera un mago) y René Delgado, director del periódico y también del suplemento dominical. Tuve que cumplir con algunos reportajes políticos, aburridos de leer y de escribir. Pero a cambio, el Chamán me impulsó a contar historias. Fui a Oaxaca a reconstruir el perfil de Gabriel Alberto Cruz Sánchez, segundo al mando del EPR. Su desaparición forzada en Oaxaca había despertado al grupo guerrillero, que puso bombas en ductos de Pemex en tres distintos ataques. En este libro se publica una versión ampliada de dicho reportaje.

A principios de 2008 obtuve la mejor asignación de mi vida. El 23 de octubre de 2007, un frente frío había golpeado la plataforma Usumacinta. El impacto provocó una fuga de crudo y gas que alarmó a los trabajadores. Aterrorizados, abandonaron la plataforma en botes salvavidas redondos y anaranjados conocidos como mandarinas. En el trayecto desesperado a tierra las mandarinas naufragaron, los petroleros se echaron al agua y vieron morir a veintidós personas. El Chamán me envió a Ciudad del Carmen a reconstruir la historia.

Siempre he sido un bicho de ciudad. Mi contacto con el mar se limita a mojarme las patas en la playa tibia. Estaba, pues, pobremente equipado para contar esa historia. Pero mientras recolectaba testimonios leí Tifón de Joseph Conrad y Relato de un náufrago de García Márquez. Me encontré con dos fascinantes narradores orales que recordaban detalles valiosísimos de su vigilia en el mar embravecido, Alfredo de la Cruz, Pensamiento, y Sergio Córdoba, el Negro. Con el relato de una decena de sobrevivientes y familiares, me imbuí en el lenguaje marino y escribí mi texto más ambicioso hasta entonces, “Tragedia en la plataforma”, que he renombrado como “El naufragio de las mandarinas” y aparece, mejorado, en este libro.

La crónica provocó una rabieta presidencial. Calderón se enojó y el director de Pemex, Jesús Reyes-Heroles, reclamó al diario. El redactor de la nota de portada se había tomado la licencia de hacer la información más sexy: en lugar de decir que había expirado una orden de servicio, afirmó —sin consultarme— que se había vencido el contrato de la empresa de seguridad industrial. No eran sinónimos y ese redactor había sembrado un error grave en la nota de portada, que apareció con mi firma. De ahí se agarró Pemex para desafiar la información. A mi crónica de siete mil palabras, publicada en las páginas del suplemento, no le encontraron falla.

A pesar de la embestida de Pemex yo estaba satisfecho de haber publicado el texto más largo en la historia de Reforma. Mi abuela, Ana Ortiz Angulo, docente y escritora, vivía entonces una pesada agonía por la esclerosis lateral amiotrófica —una enfermedad neurológica que ataca los músculos— que le impedía caminar y le hacía muy difícil hablar y comer. Con un ronroneo de voz me dijo que estaba orgullosa de mi crónica que, para ella, “era literatura”. Fui feliz de darle esa alegría unos meses antes de su muerte.

Pero en el periódico no todos pensaban lo mismo. El 12 de febrero, en una reunión con unos veinticinco editores, uno de los directivos me regañó por el texto. Dijo que me había dejado llevar por “la fascinación del lenguaje” y me instruyó a evitar la literatura en mis próximos trabajos. Sentí un portazo en la nariz. Yo quería escribir literatura —con el rigor del periodismo— y dejarme, por supuesto, fascinar por el lenguaje y sus inagotables vetas narrativas. Pero ese día comprendí que en el diario no les interesaba. Aguanté un par de meses más y renuncié.

II. El silencio

En 2008 me dediqué a escribir mi tesis de licenciatura (nada que ver: sobre el pensamiento político de don Juan Manuel, un escritor muy chingón del siglo XIV) y en 2009 me fui a Londres a estudiar una maestría en filosofía política. Para entonces mis cuates ya se habían especializado en violencia: Diego Osorno, valiente hasta la temeridad, coleccionaba historias sobre el Cártel de Sinaloa y los Zetas. Daniela Rea iba y venía a Ciudad Juárez, lo mismo que Marcela Turati.

Mientras yo estaba en Europa ocurrieron dos hechos capitales: Periodistas de a Pie organizó una marcha en la ciudad de México para protestar por las agresiones a periodistas. Fue un éxito con más de mil profesionales en las calles. Y luego el crimen exhibió su rostro más cruel: 72 migrantes, la mayoría centroamericanos, fueron asesinados en San Fernando, Tamaulipas, por los Zetas. Años después nos enteraríamos de la hipótesis más convincente: los mataron como una represalia a los polleros que no trabajaban para el cártel.

Al mismo tiempo ocurría un fenómeno en el periodismo mundial: ante el auge de internet, los periódicos impresos, día a día, dejaban de ser negocio (si alguna vez lo fueron en México, porque la mayoría vivieron de la publicidad oficial, con dignas excepciones). Los diarios recortaron sus páginas y sus presupuestos, echaron a periodistas a la calle y trataron de competir en el mundo digital. Al mismo tiempo, los que queríamos escribir crónica nos fuimos saliendo de los diarios en los que nos formamos: Diego se fue de Milenio, Marcela de Excélsior, y Daniela fue la que más aguantó en Reforma, hasta 2012. Los menciono a ellos porque los conozco, pero muchos cronistas se retiraron de los diarios, en donde ya no encontraron espacio para el periodismo largo.

Los periodistas narrativos o cronistas nos refugiamos en revistas. Yo regresé a México en 2010 y Diego me recomendó con Guillermo Osorno (no son parientes), entonces director de Gatopardo, que me recibió con generosidad. Pero ese brinco implicó convertirnos en freelancers: nos acostumbramos a deber la renta y vivir de prestado. Reporteábamos una crónica en noviembre, la escribíamos en diciembre, se publicaba en febrero y la cobrábamos en junio.

La matanza de los 72 migrantes fue otro aviso de que los días nublados apenas estaban por llegar: en los diarios de Tamaulipas la masacre se registró en páginas interiores. Era un escándalo mundial pero ahí donde había ocurrido apenas podía contarse. Si le era lícito asomar el rostro, debía ser traspapelada entre las notas de los delitos comunes.

La cobertura de la violencia se convirtió en un trabajo de alto riesgo. En muchas ciudades del país el periodismo ha sido siempre un oficio precario, mal pagado y expuesto a la corrupción. Entre más pequeña la ciudad, más probable que el periódico local dependa financieramente de sus acuerdos de publicidad con el gobierno estatal o municipal. Es una práctica que los reporteros deban vender publicidad a sus fuentes, lo que distorsiona su trabajo como periodistas.

Con la guerra de Calderón (que ha continuado Peña Nieto sin hacer alharaca) ese escenario se complicó más. Porque la guerra no es contra el narco sino por el narco. A nadie le interesa erradicar el fenómeno sino controlar las rentas económicas y políticas del crimen organizado. La violencia se convirtió en un mecanismo de acumulación de capital y de poder. En regiones del país, los cárteles surgieron como un poder fáctico que ha establecido alianzas con los gobiernos de los estados y municipios. Apareció la figura del Jefe de plaza, un nuevo tipo de cacique que controla la extorsión, los secuestros y, a veces, también las instituciones legales.

Esa nueva figura de autoridad le impuso silencio a los diarios y periodistas locales. Las tácticas de terror han sido múltiples, desde las amenazas personales hasta los granadazos a las redacciones y, lo más doloroso, la ejecución de periodistas. Ser reportero local en las zonas de violencia se ha convertido en un trabajo heroico.

La guerra contra el narco le dio a Calderón estupendos resultados: obtuvo popularidad (a los mexicanos les gusta la mano dura) y desmovilizó al país. Si en 2006 parecía que asistíamos al preludio del estallido social, en los años siguientes las imágenes en la televisión y los diarios retrataban decapitados, cadáveres colgados de puentes, cartulinas con mensajes que yacían junto a los cuerpos sin vida de hombres acribillados. La protesta social se desactivó y le dio paso a una crisis de derechos humanos. El conteo de muertos se convirtió en el símbolo de la victoria oficial: mueren, Sancho, señal de que avanzamos.

Calderón consintió la desaparición forzada de los militantes del EPR Gabriel Alberto Cruz Sánchez y Edmundo Reyes Amaya el 25 de mayo de 2007. Más allá de la bruma que envuelve el caso (como a todo crimen político) la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) estableció dos certezas: la primera, los eperristas fueron trasladados a la Procuraduría de Oaxaca, que estaba bajo las órdenes del gobernador Ulises Ruiz. Y la segunda: un escuadrón del ejército participó en el operativo de captura. Uno de los tramos más reveladores de la recomendación de la CNDH sobre el caso relata las frecuentes trabas que el gobierno federal le puso a la investigación. Quizá Calderón no ordenó su desaparición, pero no pudo ser ajeno al entorpecimiento de las pesquisas.

Con la desaparición de Cruz Sánchez y Reyes Amaya —y el encubrimiento de los culpables— se dio el banderazo a un regreso a las prácticas de la Guerra Sucia, como se le llamó a la ofensiva policiaco-militar que, entre 1967 y 1979, el régimen del PRI lanzó contra opositores. Desapareció a unas 1,300 personas y sometió a otros cientos a torturas, detenciones arbitrarias y diversos mecanismos de agresión política ilegal (impedir reuniones, destruir imprentas de prensa disidente, disolver manifestaciones pacíficas).

XXI