Agradecimientos

El libro número diez. Este era mi número, el número de libros que esperaba tener la suerte de escribir y de lanzar al mundo. Y aquí estoy, en la línea de meta, gracias a vosotros, mis lectores. ¡Gracias! Gracias por vuestros ánimos y vuestro apoyo. Gracias por leer mis palabras, por mandarme mensajes graciosos y críticas positivas y por estar siempre a mi lado. ¡Sois los mejores! Os aprecio muchísimo. No creo que pudiera seguir escribiendo sin vosotros. Y parece que no voy a quedarme en diez libros, porque tengo unos cuantos más encargados, ¡así que espero que estéis preparados para seguir leyéndolos!

También quiero darle las gracias a mi familia. Esta no es la profesión más fácil que podría haber elegido: tiene muchos altibajos, muchas noches en vela y muchos momentos en los que me sumerjo en mi propia mente mirando a la pared. ¡Y, aun así, me quieren! Y menos mal, porque el amor no correspondido es lo peor. Así que a Jared, mi marido, y a mis hijos, Hannah, Autumn, Abby y Donavan: os quiero. Lo sois todo para mí.

Luego, me gustaría darle las gracias a mi agente, Michelle Wolfson. Puede que no sea imparcial, pero creo que es la mejor agente del universo entero. Y estaréis pensando: «Si no has viajado por el universo entero», pero yo me reafirmo de todas maneras. ¡Gracias por todo lo que haces, Michelle!

Gracias a mi increíble editora, Aimee Friedman. Siempre tienes ideas y sugerencias geniales, y sé que mis libros no serían igual de buenos sin ti. Eres maravillosa. Y gracias al resto del equipo de Scholastic por todo lo que hacéis: Yaffa Jaskoll, Rachel Gluckstern, Monica Palenzuela, Charisse Meloto, Rachel Feld, Isa Caban, Olivia Valcarce, David Levithan, Lizette Serrano, Emily Heddleson y los equipos de Ventas y Canales Educativos al completo.

Tengo algunas de las mejores amigas de la historia; amigas que se leen mis libros y me dan consejos, amigas que me sacan de mi propia cabeza, amigas que me quieren hasta cuando estoy gruñona… Esas personas que tengo en mi vida son Stephanie Ryan, Candi Kennington, Rachel Whiting, Jenn Johansson, Renee Collins, Natalie Whipple, Michelle Argyle, Bree Despain, Elizabeth Minnick, Brittney Swift, Mandy Hillman, Jamie Lawrence, Emily Freeman, Misti Hamel y Claudia Wadsworth.

Y, por último, pero no por ello menos importante, gracias a mi familia, que me apoya pase lo que pase: Chris DeWoody, Heather Garza, Jared DeWoody, Spencer DeWoody, Stephanie Ryan, Dave Garza, Rachel DeWoody, Zita Konik, Kevin Ryan, Vance West, Karen West, Eric West, Michelle West, Sharlynn West, Rachel Braithwaite, Brian Braithwaite, Angie Stettler, Jim Stettler, Emily Hill, Rick Hill y los veinticinco niños que existen gracias a todas estas personas. Os quiero muchísimo a todos.

CAPÍTULO 1

El cielo era de un perfecto color azul. Ni una sola nube mancillaba su superficie. Yo estaba tumbada bocarriba sobre el asiento de la moto acuática, con los pies encima del manillar. Dejé caer la mano y rocé la superficie del agua.

–Será broma, ¿no? –le pregunté al cielo–. Hoy, precisamente. –Me saqué el móvil del bolsillo y le hice una foto. La subí a Internet con la descripción: «Esto no está pasando».

El teléfono sonó, me asusté y casi se me cayó al lago. Me incorporé y contesté.

–¿Hola?

–Kate. ¿Dónde estás? –preguntó mi madre.

–Eh…

–No es una pregunta difícil –dijo con una sonrisa en la voz–. En el lago, ¿no? Tienes que ir a clase en veinte minutos.

–Puf.

Las clases. Había estado intentando fingir que no empezaban hoy. Si mi instituto hubiera estado en Lakesprings, la ciudad donde vivía, no habrían empezado hasta el primer lunes de septiembre. Sin embargo, no había bastantes habitantes empadronados en Lakesprings como para abrir uno, así que el mío estaba a treinta minutos montaña abajo, en Oak Court. Y en Oak Court les daba igual la temporada lacustre.

–Venga –dijo mi madre–. Es el primer día de tu hermano y de tu prima, así que no los hagas llegar tarde.

–Ahora mismo voy –dije. Colgué y arranqué la moto acuática. Justo entonces, otra moto pasó a mi lado y me tiró encima una cortina de agua por todo el lado derecho.

–¡¿Hola?! ¡¿Distancia?! –grité. Odiaba que la gente pasara tan cerca cuando me veían perfectamente.

Limpié la pantalla del teléfono con la manga izquierda, me lo volví a meter en el bolsillo trasero de las bermudas y conduje la moto de vuelta al puerto.

Mi madre me estaba esperando en el muelle mientras aparcaba. La gente solía decir que era exactamente igual que ella. La verdad, no es lo que una chica de dieciséis años quiere oír cuando su madre tiene cuarenta, pero lo entendía: las dos teníamos el pelo largo y castaño claro, una tez de bronceado fácil y los ojos de color avellana, que solo era una forma fina de decir «marrones con un poquito de verde».

–Te quedan quince minutos –dijo mientras le daba un repaso con la mirada a mi bañador mojado.

Le dediqué una sonrisa rápida.

–Solo tengo que cambiarme. No pasa nada. –Paré la moto en el muelle y ella alargó la mano para amarrarla.

–Está alquilada desde las ocho –le dije.

–¿Hay que echarle gasolina?

–Seguramente –dije–. Se la puedo poner.

–A clase, Kate. –Me dio un medio abrazo.

A veces sentía que ir a clase era inútil, porque ya sabía qué quería hacer con mi vida: dirigir el puerto con mis padres.

–Vale, vale. –Le di un beso en la mejilla–. Gracias, mamá.

–¡Que tengas un buen día! –me dijo mientras me iba.

Crucé la callé, doblé la esquina y entré por la puerta principal de nuestra casa. Una personita pasó corriendo por mi lado, seguida de cerca por otro crío que iba gritando:

–¡El tío Luke ha dicho que me toca a mí!

Nuestra vida doméstica estaba organizada de la siguiente manera: mis abuelos eran de Lakesprings y tenían en propiedad el puerto y cinco acres de terreno al otro lado de la calle. Cuando decidieron jubilarse, se lo cedieron todo a sus tres hijos, que a su vez lo dividieron en tres partes y construyeron tres casas en fila. Mis tíos, como ya tenían otros trabajos, les vendieron sus partes del puerto a mis padres, que ya se estaban haciendo cargo de él. Y así fue como acabamos dirigiendo un puerto y viviendo en una comuna familiar.

Corrí por el pasillo hacia mi habitación y me puse rápidamente unos pantalones cortos limpios y una camiseta a rayas. Me pasé un cepillo por el pelo; aún estaba húmedo, pero se me secaría de camino al instituto. Luego recogí la mochila y salí a toda prisa de la habitación.

Mi hermano pequeño, Max, me estaba esperando en la puerta de casa con la mochila puesta.

–¿Listo? –le pregunté.

–Listísimo –me dijo, cortante.

–¿Y Liza? –Eché un vistazo alrededor para buscar a nuestra prima.

–No ha venido todavía.

–Voy a por ella.

Salí y torcí a la derecha. Nuestra casa estaba en el medio, embutida entre la del tío Tim, que estaba a la izquierda, y la de la tía Marinn, a la derecha. Ambos estaban casados y tenían cada uno un puñado de niños.

Llamé a la puerta de la tía Marinn. Nadie más en la familia consideraba necesario llamar a la puerta antes de entrar en una casa, pero yo me aferraba a esa muestra de cortesía con la esperanza de que otros siguieran mi ejemplo. Como nadie abría, suspiré y entré.

–¡Liza! –la llamé–. ¡Tenemos que irnos!

Mi prima de catorce años apareció en la puerta con un bonito vestido de verano y envuelta en una nube de fragancia afrutada. Empecé a toser.

–¿Qué es eso? ¿Te has bañado en ello?

–Es Mango Dreams, y ya se disipará. –Se apartó el pelo rubio y me sacó de la casa por el brazo, como si fuera ella la que me hubiera estado esperando.

Max ya estaba en el asiento del copiloto de mi coche. Liza se subió detrás de él y le apretó los hombros.

–¡El primer año! –gritó–. ¡El comienzo de un nuevo capítulo donde todo es posible!

–Eso es –dije. O quizás fuera exactamente lo mismo que el año anterior: la antesala del verano.

* * *

El timbre de primera hora sonó mientras aparcaba en el instituto. Nunca había visto a Max y a Liza moverse tan rápido como lo hicieron entonces para salir del coche. Ya habían atravesado medio aparcamiento cuando lo cerré y me metí las llaves en la mochila.

–¿Llegas tarde ya el primer día de clase? –dijo Alana mientras se acercaba a mí y entrelazaba su brazo con el mío.

–Aún no es tarde. Y no tenías que esperarme.

–¿Qué clase de mejor amiga sería si no lo hiciera?

–Una que quiere ser puntual.

–Ya estamos en tercero: los timbres son arbitrarios –declaró Alana mientras se ponía las gafas de sol en cabeza.

–Creo que dijiste algo parecido el año pasado.

Alana se encogió de hombros mientras entrábamos juntas en el edificio.

–No esperarás que recuerde todo lo que digo.

El instituto Secuoya era exactamente lo que su nombre indicaba: un colegio situado en medio de un bosque de secuoyas. Era un edificio grande de tres pisos, pero la cafetería y la biblioteca eran independientes, así que podíamos disfrutar de la libertad y del aire fresco de vez en cuando a lo largo del día.

Ese año, Alana y yo habíamos conseguido compartir tres de las seis clases, incluida la primera hora, así que seguramente me habría esperado por eso. El móvil me vibró en el pantalón mientras recorríamos el pasillo. Esperé hasta que estuvimos sentadas en clase de Historia, escuchando al señor Ward hablar sobre sus expectativas de ese año, para sacar el teléfono.

Hunter había subido a Internet la típica foto de primer día de clase. Era una selfi con su hermana delante de su nueva casa. Bueno, lo de «nueva» era relativo; llevaban ahí tres meses ya, desde que se mudaron al acabar el curso anterior. Debajo de la foto había escrito: «Deseadnos suerte».

Parecía… feliz. Se había apartado el pelo rubio ceniza de la frente y los ojos azules le brillaban. Entré en su perfil y me desplacé por sus publicaciones antiguas hasta que encontré su «foto de primer día de clase» del año anterior: nosotros dos junto a su coche. Yo lo miraba desde abajo con una sonrisa que me hacía entrecerrar los ojos. Él estaba mirando a la cámara. La descripción era: «He pescado a esta chica en el lago para que se venga con nosotros al instituto». Se me había olvidado que también había ido al lago antes de clase el año anterior.

Alana carraspeó y levanté la vista, pues pensé que el señor Ward me había llamado la atención. Aún seguía escribiendo en la pizarra. Alana bajó las cejas y señaló mi móvil con la cabeza. Era obvio que quería saber qué pasaba. Dije que «nada» con los labios y cerré el perfil de Hunter. Tenía que parar. Ya lo había superado. Nos dijimos que seguiríamos en contacto, pero durante el verano empezó a dejar de contestar a mis mensajes y a mis correos hasta que tuve que admitir la derrota. Guardé el teléfono y puse más empeño en seguir el resto de la clase.

–¿Qué estabas mirando en el móvil? –preguntó Alana cuando sonó el timbre y nos dirigíamos por el pasillo hacia la siguiente clase–. Te tiraste como diez minutos seguidos mirándolo embobada.

–No, solo estaba ojeando las fotos que han subido todos por el primer día de clase.

–Sí, claro –dijo. No creo que hubiera dejado el tema con tanta facilidad de no haber sido por algo que le había llamado la atención al final del pasillo. Tomó aire de golpe.

–¿Qué?

Tiró de mí hacia un lado para apartarnos del flujo de personas.

–¿Sabes quién es Diego? –susurró.

–¿Quién?

–Diego Martínez. ¿Del año pasado?

–No, no me acuerdo.

–¿En serio? Juraría que lo habré mencionado una… o quinientas veces. ¿Recuerdas cuando tuve que ir al refuerzo de Matemáticas en mayo? Pues él me ayudaba. Estaba saliendo con la tal Pam esa, así que no pude ir a por él, pero… ¿No? –preguntó Alana, porque era obvio que aún seguía rebuscando en mi cerebro–. El que coló a su cachorrita en el instituto porque su madre no estaba en la ciudad y no podía cuidar de ella. Y no le pasó nada.

–¿Te lo estás inventando? –pregunté–. Porque no me acuerdo de nada de esto.

–Es porque no es del lago, ¿no? –preguntó Alana, y puso los brazos en jarras–. Es que ni te esfuerzas por conocer a la gente de la ciudad.

Los llamábamos «gente de la ciudad», aunque la verdad es que Oak Court no llegaba a ser una ciudad. Solo albergaba una población de quince mil personas, pero ya eran trece mil más que Lakesprings.

–¡Eso no es cierto! –rebatí–. Yo no me esfuerzo por conocer a nadie. Sabes que odio a la gente.

Alana se rio porque sabía que, al menos en parte, era broma.

–Me acuerdo del tipo con el piercing en la nariz de que me hablabas… Duncan –dije, e incliné la cabeza–. Y luego había otro que se llamaba Mac…

–Vale, lo pillo. Has desmentido mi «teoría del lago».

Esa teoría iba bien encaminada; yo no pasaba mucho tiempo en Oak Court. Prefería el lago a todo lo demás.

–No es que haya elegido el lago frente a la ciudad –dije–, es que hablas de un montón de chicos distintos.

–Me gustan. ¿Algún problema con eso?

–No. Solo te estaba explicando por qué no me acuerdo de este.

–¿Aunque te haya hablado de él quinientas veces?

–No, ese era Brady, el que te encendió una bengala por tu cumple en la cafetería y tuvo que quedarse castigado una semana.

Alana era el tipo de chica por la que los chicos hacían esas cosas. Era alta, con curvas, el pelo oscuro y los ojos casi negros. Era polinesia y a todo el mundo le gustaba escuchar las historias sobre su infancia en Hawái, como si las islas fueran un universo alternativo. A mí también me encantaban sus historias, así que no los culpaba. Ella giró la muñeca en el aire.

–Brady es muy del año pasado. –Me agarró por los hombros y me colocó de cara al final del pasillo. Había un chico con el pelo oscuro y desgreñado frente a una taquilla–. Ese es muy de este año –dijo.

–¿Ese es que el trajo la perrita a clase?

–Sí. Diego.

–¿No has dicho que estaba saliendo con una tal Pam? –Tampoco tenía ni idea de quién era Pam. Solo estaba repitiendo información.

–Parece ser que rompieron durante el verano.

–Vale, tomo nota. ¿Nos vamos ya?

–Primero tienes que decirme qué te parece.

–¿El qué?

–Él.

–¿Por qué?

–Porque eres mi mejor amiga y, si voy a dedicar todo mi tiempo a pensar y a hablar sobre un chico, quiero tu aprobación.

Me reí. Alana nunca pedía la aprobación de nadie. Le di un golpecito suave en la mejilla.

–Qué detalle por tu parte hacerme sentir importante.

–No, en serio. ¿Qué te parece?

–¿Quieres que lo evalúe a quince metros de distancia y con cero información?

–Básate en tu primera impresión y en la historia de la cachorrita.

Lo miré entrecerrando los ojos, como si así pudiera percibir mejor quién era.

–Creo que lleva un rato bastante exagerado frente a su taquilla.

Como si me hubiera oído, Diego sacó un libro, cerró la taquilla y se giró hacia nosotras.

Alana seguía atornillándome los hombros con las manos, lo cual evidenciaba aún más que lo estábamos observando. Él me miró con sus mansos ojos marrones y luego reparó en Alana. Ahora que le veía la cara, comprendía por qué mi amiga estaba dispuesta a dedicar horas a pensar en él. Era mono. Tenía el pelo castaño ondulado, la piel morena perlada, los pómulos altos y los labios carnosos.

–Hola, Alana –dijo al pasar por nuestro lado, como si actuar así fuera lo más normal del mundo, como si las chicas se pusieran en fila al final del pasillo para verlo meter y sacar libros de la taquilla todo el tiempo.

Y se fue. Alana me liberó los hombros y me di la vuelta para mirarla.

–¿Y? ¿Qué te parece?

–Me parece que damos mucha vergüenza.

–No, digo él. Quiero que me aconsejes.

–Sí, es mono. Y, a juzgar por la forma en la que te ha dicho hola, ya está medio enamorado de ti. Lo apruebo.

Sonrió.

–Gracias. –El timbre volvió a sonar, lo que constataba que teníamos que irnos ya a la segunda clase.

–Nos vemos en la comida –dije, y la saludé con la mano mientras nos separábamos.

–Hasta luego. ¡Ah, y no olvides que tenemos Podcast a última hora! –dijo ella mientras me devolvía el saludo.

–¿Cómo olvidarlo? –gruñí–. Aún no puedo creerme que me hayas convencido.

Alana me dirigió una sonrisa triunfante antes de darse la vuelta y salir corriendo por el pasillo.

CAPÍTULO 2

Hasta aquí el superpodcast del instituto Secuoya. Por, para y sobre adolescentes. El único podcast que se graba en un instituto. Al menos, que nosotros sepamos. Las clases han terminado, pero ¿no percibís el aroma que han dejado seiscientos adolescentes a su paso? No hay nada como la amalgama de Cheetos calientes, desodorante y sudor. Los que nos graduamos este año lo echaremos casi tanto de menos como vosotros a nosotros, pero no os preocupéis, porque la clase que se encargue del podcast el año que viene estará aquí para dejarnos a la altura del betún o para mandarlo todo a freír espárragos. Me muero de ganas de saber qué pasará al final. ¡Chao!

La señorita Lyon apagó el sonido pulsando un botón con dramatismo y se giró hacia la clase. Era bajita y tenía los ojos grandes; ahora, más grandes todavía por la emoción.

–Y ese fue el último episodio del año pasado –dijo–. Tenéis el listón muy alto. Ya sé que es el primer día de clase, pero el público está hambriento. Hemos tenido más descargas este verano que en los dos anteriores. Puede que nuestro podcast sea como un niño de preescolar todavía, a comienzos de su cuarto año, pero está ganando fuerza y depende de vosotros que no la pierda.

Alana y yo nos miramos. Demasiado drama para el primer día.

–¿En qué me has metido? –susurré.

Alana me había suplicado que me apuntara a esa optativa con ella. Hasta me rellenó la solicitud diciendo que sería genial.

–Los podcasts –me decía– son entretenimiento instantáneo en la palma de tu mano. Programas pregrabados y descargables sobre prácticamente cualquier tema que se te pueda ocurrir.

En serio, lo dijo así. Como si el inventor del podcast la hubiera contratado para vender la idea por todas partes. Como no me convencía, añadió que podría aprender a mezclar sonido, a editar o cualquier otra cosa que me resultase útil en mi vida diaria. Parecía mejor que la clase de Cerámica, así que accedí.

–Lo que tenéis que hacer esta semana –continuó la señorita Lyon– es pensar el tema sobre el que va a tratar el podcast este año. Cada uno tenéis que presentarme una sugerencia. Id mirando la web, porque los temas se irán asignando según se propongan y no aceptaré repeticiones. Luego votaremos con la lista. Las únicas normas son que no puede ser algo que ya hayamos tratado y que tiene que centrarse en los adolescentes, que para algo este podcast es por, para y sobre adolescentes.

Alguien levantó la mano a mi derecha.

–¿Sí…? –La señorita Lyon consultó la lista que había rellenado cuando nos sentamos al empezar la clase–. ¿Mallory?

–¿Qué temas se han tratado antes?

–Ah, me alegro de que lo preguntes. Esperaba que ya hubierais hecho los deberes y que os hubieseis puesto al día con los episodios del año pasado, pero supongo que era demasiado pedir.

Yo no había escuchado ningún episodio, pero parecía que otros sí.

–Yo me sé los tres temas de los últimos tres años. Llevo escuchándolo desde primero –intervino una chica a mi izquierda.

–¡Genial…! –La señorita Lyon volvió a consultar la lista.

–Victoria –se adelantó la chica.

–Victoria. Ese es el entusiasmo que me gusta. ¿Por qué no vienes y escribes los temas en la pizarra? –Le tendió el rotulador y pensé que igual Victoria le decía que mejor no, que es lo que habría hecho yo, pero se levantó y agarró el rotulador con confianza. Hasta los describió según los apuntaba.

–En el primer año se habló de inventos: buscaban información sobre diferentes inventos creados por adolescentes y la compartían en el programa. También permitían que la gente llamara para que hablase sobre los proyectos en los que estaban trabajando o sobre inventos fallidos. Estuvo entretenido. –Victoria se giró y sonrió–. Mi favorito fue una aplicación para ayudarte a elegir qué ropa ponerte. –Me pregunté si Victoria iría a la asignatura de Teatro. Parecía estar en su salsa ahí arriba, como si se hubiera preparado una exposición para la clase.

–A mí también me gustó esa –dijo la señorita Lyon.

–El segundo año iba sobre adolescentes célebres de la historia –continuó Victoria–. Era divertido escuchar anécdotas sobre gente de nuestra edad que hizo cosas interesantes en el pasado, como gobernar naciones o robar bancos…, pero en general ese año fue un poco fiasco, en mi opinión. No era lo bastante interactivo. La gente no podía intervenir. Solo se hablaba y se hablaba.

Alana soltó un gruñido a mi lado.

–Creo que se le está subiendo el rotulador a la cabeza –susurró.

Me sorprendió que Victoria expresara críticas negativas sobre los programas anteriores delante de nuestra profesora, que era precisamente quien lo dirigía. A fin de cuentas, ella tenía el poder sobre nuestras notas. La señorita Lyon subió las cejas de golpe.

Victoria siguió hablando:

–Sin embargo, por suerte, la clase del año pasado subió el listón al confrontar opiniones sobre casos judiciales polémicos que tenían que ver con adolescentes. La gente podía intervenir y contar qué pensaban. ¿Tenían investigadores en el equipo?

La señorita Lyon asintió.

–Sí, y todos contribuiréis con el programa de alguna forma, desde la investigación hasta la edición, pasando por el control de sonido y los materiales. La grabación de podcasts abarca muchos ámbitos y los aprenderéis todos este año.

Me pregunté cómo se habría informado la señorita Lyon sobre los podcasts. Parecía mayor, como de cuarenta y tantos años. No debían de existir todavía cuando ella fue a la universidad.

–Y hablando de tareas –dijo Victoria con el rotulador aún en la mano, aunque ya había terminado de escribir–, a mí me gustaría ser presentadora.

–Yo asignaré a las personas adecuadas para esa tarea y para todas las demás la semana que viene. –La señorita Lyon alargó la mano y Victoria le dio el rotulador–. La máxima prioridad ahora mismo es buscar el mejor tema posible. –Señaló la pizarra y movió la mano hacia un lado–. Estos ya no se pueden usar, pero todo lo demás vale. Sed creativos, id más allá de lo obvio. Tenéis que proponer un tema antes del viernes.

Se oyeron varios gruñidos por el aula.

–No sirve de nada quejarse por algo tan importante como el tema –dijo la señorita Lyon–. Y espero que todos los quejicas sepáis ya que el taller de esta asignatura será una vez a la semana, después de las clases. Un tercio de vosotros vendrá al taller de producción los miércoles y los dos otros tercios vendrán al de posproducción los jueves. –Dio dos palmadas y un golpecito en la pizarra–. ¿Os habéis olvidado todos de traer un cuaderno el primer día? Apuntad estos temas. Después, podéis dedicar el resto de la hora a pensar temas con vuestro compañero de al lado.

El sonido de las cremalleras de las mochilas y de los cuadernos abriéndose inundó el aula. Copié los temas prohibidos y me giré hacia Alana.

–¿Alguna idea? –pregunté.

–Ni una –respondió.

–Yo es que pensaba que el tema venía impuesto.

–Y yo. Vamos, ¿a qué clase se le ocurriría escoger «adolescentes en la historia»? –dijo en voz baja.

–A mí ese me parece interesante.

–¿En serio? Creía que te conocía. –Escribió la palabra «historia» en la hoja en blanco de mi cuaderno y la tachó con una gran X.

–Podríamos hacer algo sobre el lago –dije mientras dibujaba un monigote sobre la X, como si estuviera haciendo surf–. Sobre adolescentes que hacen wakeboard o sobre cuentos populares relacionados con el lago.

–Ah, pues mira, sí que te conozco.

–¡Es buena idea! –protesté.

–¿Tú te crees que los chavales de ciudad votarían eso?

Eché un vistazo por el aula para ver cuántos alumnos de Lakesprings había en la clase. Ahí fue cuando me di cuenta de que Frank Young estaba en la última fila. Fruncí el ceño. Sus padres eran los dueños de medio Lakesprings y querían apropiárselo todo. Llevaban años intentando comprarles el puerto a mis padres; estaba situado en un terreno muy rentable y le habían echado el ojo para construir un hotel de lujo. Como mis padres no querían venderlo, los Young habían intentado echarlos con estudios de conservación, denuncias por incumplimiento de normativas…, y la lista seguía y seguía.

–¿Lo has visto? –siseé.

–Sí. Me sorprende que hayas tardado tanto.

–¿Tú sabías que se había apuntado a esta asignatura?

–¿Cómo iba a saberlo?

Frank estaba sentado al lado de Victoria y hacía dibujitos en un cuaderno abierto mientras ella proponía distintos temas.

–Yo creo que hablar de música estaría guay. No lo ha hecho nadie –decía ella.

–Hay un millón de podcasts sobre música, sin contar las emisoras de radio que se dedican principalmente a ponerla –respondió Frank.

–Victoria se lo está tomando muy en serio –dijo Alana. Era obvio que también la había oído.

Me obligué a relajar el entrecejo y respiré hondo. No iba a pensar en Frank. A lo mejor podíamos ignorarnos en esa asignatura. Podría irnos bien así.

–Será porque quiere ser presentadora –contesté–. Veo normal que le importe el tema si va a tener que hablar de él durante quién sabe cuántas semanas.

–A mí no me importaría ser presentadora –dijo Alana.

–Lo harías muy bien. –A mí me parecía una tortura.

–¿Tú qué quieres hacer? –preguntó.

Me encogí de hombros.

–Investigar, supongo.

–Por que nos toque nuestra primera opción. –Tocó mi boli con el suyo, como si fuera un brindis con material escolar.

Sonó el timbre y metí el cuaderno en la mochila. Me levanté y alguien se chocó contra mi hombro al pasar por mi lado.

–Hola. Distancia –dijo Frank, y siguió andando.

–¿Perdona?

–Al menos esta vez no te has mojado –me espetó por encima del hombro, y salió del aula.

Me quedé confusa durante un segundo, pero luego me acordé de lo que había sucedido en el lago por la mañana: Frank era el tipo de la moto acuática. Me había salpicado a propósito. Un año entero en la misma clase que Frank Young no iba a ser divertido.

CAPÍTULO 3

Cuando llegué a casa después del instituto, paré por la cocina, donde mi madre estaba removiendo una jarra de té frío.

–¿Le hago falta a papá en el puerto? –pregunté.

–No, la cosa está más tranquila esta tarde.

Levanté las cejas de golpe.

–¿Eso significa que hay una moto de sobra que puedo usar?

Mi madre se rio.

–Estás empeñada en gastarte toda la paga en gasolina, ¿no?

–Sí, deberíais pagarme en gasolina a partir de ahora.

Abrió el frigorífico y sacó una manzana.

–¿Qué tal las clases?

–No han estado mal.

–Puede que el tercer año sea el mejor hasta ahora.

–Eso dices todos los años.

–Me gusta ser positiva. –Abrió el grifo, lavó la manzana y me la dio.

–Gracias, mamá. –Salí de la cocina justo cuando Max entraba y mi madre se puso a hacerle preguntas sobre su primer día de instituto.

De camino a mi habitación, por el pasillo, me sonó el móvil y lo saqué de la mochila.

–Buenas, Alana. ¿Me echas de menos ya?

–Tenemos que pensar más temas para el podcast –contestó.

–¿Por qué? Acabamos de salir de clase y es para el viernes.

–Porque los eligen muy deprisa. Cuanto más esperemos, más difícil será. Por cierto, ¿has escuchado algunos de los podcasts que te comenté?

Abrí la puerta de mi habitación y dejé caer la mochila hasta el suelo deslizándola por mi brazo. Luego me desplomé sobre el puf de la esquina mientras le daba un bocado a la manzana. Miré hacia el otro lado de la habitación, hacia el póster de una persona haciendo wakeboard y creando un arco con el agua que salpicaba. Me recordó que quería salir al lago.

–He estado ocupada.

–Sabes que puedes escuchar podcasts en la moto acuática.

–Sí, sí. ¿Cuál es tu favorito? Que lo escucho.

–Me gusta el de las opiniones graciosas sobre películas… o el de opiniones graciosas sobre comida. O también hay uno de primeras citas que es genial.

–¿Todos, entonces?

–Básicamente, sí.

En ese momento, mi prima entró en la habitación mientras emitía un sonoro «Uuuuuuf».

Tomé aire de golpe y casi me atraganté con la manzana que tenía en la boca.

–¿Qué pasa? –preguntó Alana.

El intenso perfume cítrico de Liza entró después que ella.

–Es Liza. Parece contenta.

No estoy contenta.

–Ah, solo hueles a contenta. Me he confundido.

–A ver si superas el problema que tienes con mi colonia.

–¿Estás hablando conmigo o con Liza? –me preguntó Alana por el teléfono.

–Contigo, perdona –le dije.

–Tengo un problema –dijo Liza en voz alta.

–¿Ha dicho Liza que tiene un problema? –preguntó Alana.

–Sí.

–Pon el manos libres.

Suspiré, pero le hice caso.

–Hola, Liza –dijo Alana–. Cuéntanos qué te pasa.

–Mi madre quiere que vaya a clases de apoyo en la academia que está al lado del súper, en la ciudad –dijo Liza con el ceño fruncido.

–Vale… –dijo Alana.

–Una vez a la semana, después de clase. Para «atajar el problema», dice.

–¿Qué problema? –pregunté.

–Ya lo sabes, el de mis notas.

No lo sabía.

–¿Tienes problemas con las notas?

Liza se encogió de hombros.

–Me falta motivación para hacer los deberes. –Estiró un trozo del chicle que tenía en la boca con dos dedos.

–¿E ir a clases de apoyo es algo malo? –preguntó Alana–. ¿Qué pasa por obligarte a ti misma a hacer deberes una vez a la semana con alguien que te ayude al momento si hace falta?

Liza retorció el chicle con el dedo índice y se lo despegó con los dientes.

–Estoy en primero. Piensa en mi reputación.

No estaba muy segura de a qué reputación se refería, pero entendía lo que estaba diciendo.

–¿Quién se va a enterar? –pregunté–. Los que vayan allí también necesitarán apoyo.

Liza puso los ojos en blanco nuclear, como si yo fuera la persona más ignorante del mundo, y se sentó en el borde de mi cama.

–Está al lado del supermercado. ¿Sabes cuánta gente de nuestro instituto va a ese supermercado?

–Pues no. –Apenas iba a comprar a Oak Court. Ya teníamos un mercadito en Lakesprings y, aunque fuese de los Young, era más práctico que la alternativa.

–Yo tampoco –admitió Liza–, pero seguro que mucha. Alguien me verá.

La voz se Alana sonó a través del teléfono.

–¿Por qué no hablas con tu madre, a ver si le puedes demostrar que estás dispuesta a hacer los deberes sola? Dile que mire la web del instituto cada semana y que, en cuanto vea que te falta algún trabajo, te apuntarás a las clases de apoyo.

Liza se inclinó hacia delante con una sonrisa.

–Una idea excelente, Alana. Siempre das los mejores consejos. ¡Gracias! –Se levantó de un salto y salió corriendo de mi habitación para compartir esa idea con su madre en aquel mismo segundo, parecía ser.

–De nada –le dijo Alana a la habitación vacía.

–Se ha ido –dije.

–Qué graciosa es esta chica. En fin, mi madre acaba de llegar del trabajo y está esperando pacientemente para hablar conmigo.

–Vale. Hasta mañana. –Colgué y fui al armario a por un bañador. Cuando me giré para cerrar la puerta, mi madre estaba allí, apoyada en el marco.

–No es mala idea –dijo.

–¿El qué?

–Mirar la web para asegurarme de que haces los deberes antes de irte al lago.

–Nadie ha sugerido eso.

Me guiñó un ojo.

–Lo he apañado un poco. He oído que le decías a Alana que tenéis algo para el viernes.

–Solo el tema del podcast. No es gran cosa.

Se le iluminó la cara.

–¿Qué tal la clase de Podcast? ¿Te ha gustado?

Alana le había vendido a mi madre lo de los podcasts el año anterior como parte de su estrategia para convencerme.

–Está bien.

–Dale una oportunidad. Puede que te sorprenda.

–¿Quieres venir a clase de Podcast tú también, mamá?

–Muy graciosa. ¿Y tienes que pensar un tema para el programa?

–Sí. –Tiré el corazón de la manzana en la pequeña papelera que tenía debajo del escritorio.

–¿Qué se os ha ocurrido hasta ahora?

–A mí, nada. Ya se me ocurrirá algo con Alana.

–¿Qué tal consejos sobre moda?

Bajé la vista para observar el aburrido conjunto que llevaba, compuesto por unos pantalones cortos viejos y una camiseta a rayas.

–¿Eso es una indirecta?

–Para nada. Solo estoy intentando pensar en algo que les pueda interesar a los adolescentes.

–Pues déjaselo a los adolescentes –dije con una sonrisa.

–¿Y algo en plan Está pasando? Con noticias de investigación sobre lo que ocurre en el instituto.

–Mamá, te quiero, y gracias por intentarlo, pero no.

Señaló el bañador, que aún tenía en la mano.

–Pues más vale que se te ocurra algo rápido, porque no irás al lago hasta que lo tengas.

Me quedé con la boca abierta mientras se alejaba.

–¿Desde cuándo?

–Desde ahora –me dijo mientras caminaba por el pasillo.

Porras.

Mi hermano pasó junto a mi puerta.

–¡Max! –grité, desesperada.

Él retrocedió para situarse frente a la puerta abierta.

–¿Se te ocurre alguna idea para un podcast? –le pregunté.

Lo pensó durante un segundo.

–Eh… ¿Videojuegos? ¿Cómics?

–¿Algo más universal?

–A mucha gente le gustan esas dos cosas.

–Ya, pero el programa les tiene que gustar a todos. –La verdad es que a lo mejor no importaba. La señorita Lyon no había dicho que tuviera que atraer a un público amplio, solo que tenía que ser original–. Igual debería proponer mitología lacustre. O deportes que se practiquen en lagos.

Max se encogió de hombros y siguió andando.

Tiré el bañador sobre la cama, saqué el portátil y me metí en la web de la asignatura de la señorita Lyon.

Me sorprendió comprobar que ya había una lista de ideas ahí. ¡La gente había sido más rápida que yo! Y me sorprendió aún más ver que una de las ideas era «Historias sobre lagos». Gruñí. ¿Lo habría propuesto Frank? ¿Había alguien más de Lakesprings en clase? Las entradas eran anónimas (solo la señorita Lyon podía ver quién había escrito qué). ¿Sería «Deportes en lagos» demasiado similar a «Historias sobre lagos»?

Liza volvió a entrar como una exhalación y se tiró sobre mi cama.

–¡Me ha dicho que no!

–¿Eh?

–Mi madre. Dice que las clases de apoyo son innegociables, por lo menos durante el primer trimestre. Hasta le he dicho que me ayudarías .

Fruncí el ceño.

–¿Por qué le has dicho eso?

–Porque lo que me había dicho Alana no estaba funcionando.

Puse los ojos en blanco.

–Empiezo la semana que viene –dijo Liza con aire sombrío.

–Lo siento, Liza. No será tan malo, ¿no?

–¿Que mi madre me lleve a clases de apoyo una vez a la semana?

–Puedo llevarte yo.

Liza arrugó la nariz, como si no lo hubiera pensado y no estuviese segura de que fuera una buena idea.

–Vale, pues… Sí. A fin de cuentas, estás en tercero. Eso te hace más guay que mi madre, al menos.

–Gracias…, creo.

–¡Puede que funcione! –Y, con esas, se volvió a ir. Esa chica era una bola de energía.

Volví a repasar la lista de temas. No solo estaba «Historias sobre el lago», sino que también habían puesto «Cómics», «Música» y «Moda». Alguien había escrito la sugerencia de mi madre sobre noticias de investigación en torno a la vida estudiantil y todo. ¡Y solo era el primer día! Si seguía esperando, no quedaría nada.

Toqueteé las teclas con suavidad. Solo tenía que pensar en una idea. No es que fuéramos a usarla, porque toda la clase tenía que votar. A lo mejor podía volver a llamar a Alana y pedirle consejo.

Consejo.

Lo que Alana quería sobre Diego. Lo que Liza quería sobre sus clases de apoyo. ¿Qué es lo que los adolescentes buscan siempre? ¿Lo que les piden a sus amigos, padres o profesores? Un programa de consejos podía funcionar muy bien.

Escribí la idea. Era buena. O, al menos, lo bastante original para que contara. Corrí a la cocina a decirle a mi madre que había mandado mi tema y me dio el visto bueno con el pulgar. En segundos, ya me había puesto el bañador e iba de camino al lago.