Título original: Piedras y sombras. Plazas de la Habana Vieja

Edición y corrección: José Quesada Pantoja y Pilar Sa

Diseño interior: José Quesada Pantoja, Pilar Sa y Maritza Verdaguer Pubillones

Diseño de cubierta y emplane: José Quesada Pantoja

Conversión a ebook, ajuste de imágenes y revisión: Ana Molina G.

Fotografía y dibujos: Maritza Verdaguer Pubillones

 

© Maritza Verdaguer Pubillones, 2015

© Serguei Svoboda Verdaguer, 2015

© Sobre la presente edición:

Ediciones Cubanas, 2016


ISBN 978-959-7230-88-5

 

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Índice de contenido
Agradecimientos
Un libro diferente
Palabras a los lectores
Plazas de la Habana Vieja
Plaza de la Catedral
Catedral de La Habana
La confesión
La importancia de una sonrisa
El desafío de Bernardo Montero
Cuestión de castas
Plaza de Armas
Palacio de los Capitanes Generales
La silla y la posteridad
Palacio del Segundo Cabo
El guardián en la puerta
Hotel Santa Isabel
El Templete
Castillo de La Fuerza
La Giraldilla, los antiácidos y las ilusiones
Plaza de San Francisco
Convento de San Francisco
La caleta de San Francisco
Lonja de Comercio
Plaza Vieja
Casa de los condes de Jaruco
París y los charcos de la plaza Vieja
Al final todo llega
Piel de toro
Casa de las hermanas Cárdenas
Hotel Cueto
Canis persecutio
Bibliografía

Agradecimientos

Primero que todo agradezco a Pilar Sa Leal, que ha sido la editora de la versión original de este libro y que ha estado siempre a mi lado compartiendo el diseño de los formatos que imaginé y que ella materializó digitalmente. Además hizo suya la idea y aportó importantes y creativas soluciones.

A Raúl Torricella Morales, por su entusiasmo y por haber publicado esta obra en la editorial Universitaria como e-book, acción que permitió que ganara el premio de diseño del libro digital en la Feria del Libro de La Habana 2015.

También a mi esposo, Vladimir Svoboda y a nuestro hijo Serguei, por la paciencia, así como por el apoyo emocional y material que me han brindado.

Muy especialmente reconozco la labor constante y observadora de mi nuera Carolina Arteaga, que ha realizado la revisión de este libro en sus diferentes fases.

A Carlos Venegas Fornias, por permitirme utilizar la valiosa información de su libro Plazas de Intramuro, junto a otras publicaciones personales. Agradezco también la corrección rigurosa de cada uno de los resúmenes históricos.

A Felicia Chateloin, que hizo el primer análisis de mis dibujos y efectuó críticas muy certeras.

Por último, quiero agregar a José Quesada Pantoja, que es el editor de esta versión impresa, para la cual ha realizado un excelente trabajo de revisión y adaptación del libro a los requerimientos de Ediciones Cubanas, así como a Susana García Amorós, editora principal y a Tania Vargas, gerente general, por su paciencia y dedicación para complacerme en mi deseo de que el libro quedara lo más parecido posible a su versión original.

Al quedar solo, Aquilino descubrió que no sabía el nombre de su amada. Se respondió a sí mismo que no importaba. Entre los dos buscarían un nuevo nombre y él le daría su apellido. Al niño, si es que era varón, le pondría Amado y si era niña, le pondría algún nombre de reina, como Carolina.

Aquilino Morazén jamás volvió a tener mala suerte. Se radicó en Lisboa, enriqueció, y tuvo cinco hijos además de Carolina, su primogénita. Cuentan que muchos años después gustaba de alardear de su buena estrella de ladrón habanero ante la numerosa familia que había engendrado. Pero por si acaso, cada vez que su esposa le ofrecía revelarle su verdadero nombre, se tapaba los oídos.

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El desafío de Bernardo Montero

A unque conocía de memoria donde estaba, Bernardo Montero miró hacia los letreros que lo ubicaban en la esquina de San Ignacio y Empedrado. Verificó su reloj, a pesar de que sabía de sobra que eran las diez y veinticinco de la noche. Estaba en el lugar correcto y, si no fallaba su cálculo, también había llegado en el momento preciso. De un momento a otro llegaría el capitán Leonidas.

Abrió y cerró su mano derecha varias veces para contrarrestar la tensión de sus nervios, que lo hacían apretar con demasiada fuerza el mango del sable. Mientras vigilaba las sombras inmóviles de la calle, se preguntó cómo él, hombre inteligente y cauteloso, había sido atrapado en discusión tan estéril. Y lo peor, en presencia de Elena.

Ahora estaba condenado, pues bajo ningún concepto podía decepcionarla.

Al recordar las ominosas palabras que el capitán usara, con atronadora voz de barítono para cerrar la discusión, a Bernardo se le aceleró el pulso:

—Ustedes, los que se dicen cubanos, son como los perros malagradecidos, que muerden la mano que les dio de comer toda la vida. Por suerte, la mayoría solo tiene una mitad española en su sangre, así es que solo son la mitad de hombres que nosotros.

Escuchó pasos y apretó con violencia la empuñadura. Una silueta se acercaba por la mal iluminada callejuela. Era un marinero borracho que pasó por su lado sin mirarlo, demasiado concentrado en mantenerse erguido.

Bernardo razonó que después de la discusión pública sostenida con Leonidas, sería el primer sospechoso de lo que ocurriera aquella noche... Si es que lograba salir con vida él, y no el capitán. Este pensamiento lo atemorizó más.

¿Por qué tenía que llevar hasta ese punto las cosas? ¿Acaso alguien le reprocharía su silencio? Todos sabían que de haberle respondido como merecía, con seguridad lo hubieran tomado preso allí mismo. Entonces, ¿no sería mejor posponer la venganza y la restitución de su honor para otro momento más oportuno? En definitiva, la guerra estaba por comenzar y tal vez podrían encontrarse en el campo de batalla.

Bernardo soltó su arma, repentinamente aliviado con esta idea. Eran casi las diez y treinta y cinco. Miró otra vez hacia la esquina. Su adversario demoraba y se le antojó que era una señal. Un gesto del destino que tal vez le indicaba que debía seguir su vida. Y sin pensarlo más, dio media vuelta.

La figura que surgió desde la plaza paralizó su recién tomada decisión. Era Elena que se acercaba con paso apurado. Al llegar junto a él ni siquiera lo dejó hablar mientras le colocaba la suave yema de sus dedos a Bernardo sobre los labios:

—Antes de que digas nada, quiero que sepas que no te juzgo mal. No podías haber hecho más de lo que hiciste. Ese abusador de Leonidas es un cobarde y te ofendió porque sabía que no podrías responderle.

Elena le tomó la cabeza entre sus manos y sus rostros quedaron apenas a unos centímetros.

—Sé que no eres un cobarde, porque mi corazón me lo dice.

—¿Tu corazón? —Repitió Bernardo, sorprendido.

Elena asintió.

—¿Acaso podría enamorarme de un cobarde? Por eso te pido que no hagas esta locura, que además es inútil. Ven ahora mismo conmigo y ya la vida le dará a ese canalla su merecido.

Elena tomó a Bernardo de la mano y trató de halarlo, pero este, como atrapado en un sueño del que no quería despertar, se negó a moverse. La atrajo con suavidad y la rodeó con sus brazos.

—Entonces... ¿Te casarías conmigo?

Elena volvió a asentir. Bernardo se inclinó sobre ella y ambos recortaron el espacio entre sus labios con una mirada intensa, como si se deslizaran por una pendiente ineludible, hasta que sellaron su amor con un beso.

—No lo puedo creer.

La voz de barítono les devolvió a la realidad.

El capitán Leonidas los miraba. Tal vez con desprecio, o tal vez con simple curiosidad, pero era de noche y Bernardo no le dio el beneficio de la duda.

—Vámonos. —Le pidió Elena, enfática.

Bernardo no la escuchaba. Con su mano aprisionaba la empuñadura del sable, devorado por los más encontrados sentimientos.

—Mejor hazle caso a la dama. —Sonrió lúgubre el capitán. —Te conviene.

Bernardo quería vivir. Más que nunca en ese momento. Y aunque no miraba a Elena, su imagen le ocupaba la mente por completo. Por eso mismo comprendió que debía desenvainar su sable. Apartó a Elena y tras apuntar al capitán con su acerada hoja, le dijo con un valor que no sabía que tenía:

—Lo de que somos perros y la mitad de hombres que ustedes, te lo vas a tragar, capitán. Desenvaina o muérete aquí mismo.

Los dos hombres se acometieron con furia, prestos a defender sus ideales con más saña que a sí mismos. El detalle de cuál fue el sobreviviente se perdió en las arenas de la historia, pero lo que sí ha quedado es la tradición secular de que las peleas en San Ignacio y Empedrado se llevan hasta el final.

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