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John Muir. Dunbar (Reino Unido), 1838 - Los Ángeles (EE.UU.), 1914.

Naturalista escocés-estadounidense, autor, filósofo ambiental, glaciólogo y primer defensor de la preservación de la naturaleza en Estados Unidos. Sus cartas, ensayos y libros, que describen sus aventuras en la naturaleza, especialmente en la Sierra Nevada, han sido leídos por millones de personas. Su activismo ha ayudado a preservar el Valle de Yosemite, el Parque Nacional de las Secuoyas y muchas otras áreas silvestres. El Sierra Club, que fundó, es una prominente organización de conservación estadounidense. El sendero John Muir, de 340 km, una ruta de senderismo en Sierra Nevada, fue nombrado en su honor, así como otros lugares como el Muir Woods National Monument, Muir Beach, John Muir College, Mount Muir, Camp Muir, Muir Grove o Muir Glacier. En su vida posterior, dedicó la mayor parte de su tiempo a la preservación de los bosques occidentales. Solicitó al Congreso de Estados Unidos el apoyo para el proyecto de ley del Parque Nacional que se aprobó en 1890, estableciendo el Parque Nacional de Yosemite. La calidad espiritual y el entusiasmo hacia la naturaleza expresados en sus escritos han inspirado a los lectores, incluidos presidentes y congresistas, a tomar medidas para ayudar a preservar las grandes áreas naturales. Hoy Muir es recordado como el «padre de los Parques Nacionales». El Servicio de Parques Nacionales ha producido un corto documental sobre su vida.

 

 

 

Título original: Stickeen: The Story of a Dog (1909)
My First Summer in the Sierra (1911)
The Story of My Boyhood and Youth (1913)

 

© De la traducción: Ernesto Estrella Cózar, Carlos Estrella Cózar

 

Edición en ebook: agosto de 2019

 

© Capitán Swing Libros, S. L.

c/ Rafael Finat 58, 2º 4 - 28044 Madrid

Tlf: (+34) 630 022 531

28044 Madrid (España)

contacto@capitanswing.com

www.capitanswing.com

 

ISBN: 978-84-120830-3-3

 

Diseño de colección: Filo Estudio - www.filoestudio.com

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra Ortiz

Composición digital: leerendigital.com

 

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Escritos sobre naturaleza

 

 

CubiertaEn una vida de exploración, escritura y activismo político apasionado, John Muir se convirtió en el vocero más elocuente de Estados Unidos sobre el misterio y la majestuosidad de los parajes naturales. Su exploración del Gran Cañón y de lo que más tarde serían los parques nacionales de Yosemite y Yellowstone, sus exitosas cruzadas para preservar el desierto, su recorrido temprano por Florida y su viaje a Alaska en 1879 le convirtieron en una figura crucial en la creación del sistema de parques nacionales estadounidense y en un visionario profeta de la conciencia ambiental, que fundó el Sierra Club en 1892. Pero también fue un maestro de la descripción natural, que evocó con poder e intimidad únicos los paisajes libres del oeste americano. John Muir, uno de los pioneros de lo que hoy en día llamamos activismo medioambiental, fusionó su amor por la naturaleza y su habilidad como escritor para elaborar estos ensayos, en los que expone por qué es importante preservar y proteger los espacios naturales. Esta edición recopila sus obras más significativas y más queridas en dos volúmenes. Este primero incluye La historia de mi niñez y juventud (1913), Mi primer verano en la sierra (1911) y Stickeen (1909), y se completa con tres ensayos más breves: «Salvad la secuoya roja», «Lana salvaje» y «Los bosques americanos».

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Índice

 

 

Portada

Escritos sobre naturaleza

«Hacia lo salvaje», por Robert Macfarlane

La historia de mi infancia y mi juventud

01. Una infancia en Escocia

02. Un nuevo mundo

03. La vida en una granja de Wisconsin

04. Un paraíso de aves

05. Jóvenes cazadores

06. El mozo de labranza

07. Conocimiento e inventos

08. El mundo y la universidad

Mi primer verano en la sierra

01. Por las estribaciones con un rebaño de ovejas

02. Acampados en la bifurcación norte del Merced

03. Hambruna de pan

04. Hacia las altas montañas

05. Yosemite

06. El monte Hoffman y el lago Tenaya

07. Una extraña experiencia

08. La ruta de Mono

09. Bloody Canyon y el lago Mono

10. El campamento de Tuolumne

11. De regreso a las tierras bajas

Stickeen

Stickeen

Ensayos

Salvad la secuoya roja

Lana salvaje

Los bosques americanos

Sobre este libro

Sobre John Muir

Créditos

Hacia lo salvaje

Por Robert Macfarlane

De entre los poetas cuya obra se ha centrado esencialmente en un mismo espacio geográfico, Ted Hughes y W. H. Auden son los que más tardaron en llegar a parecerse a los paisajes que tanto amaban. Pensemos en la gran cabeza de granito de Hughes —más peñasco que calavera— o en el rostro de Auden, arrugado y cubierto de surcos laterales, como lo están las superficies de caliza sobre las que se apoya gran parte de su obra de juventud.

También John Muir fue cobrando la apariencia de las montañas que adoraba. La fotografía más famosa de este guardián de Yosemite, hombre de familia, apreciado ensayista y memorialista, nos lo muestra sentado sobre uno de los roquedales de granito californiano que tanto le gustaban. El color de su camisa y el de su barba están en perfecta armonía con el gris pálido de las rocas que aparecen a su espalda: parte patriarca victoriano, parte extrusión geológica.

El propio Muir (1838-1914) nunca estuvo muy seguro de lo que era, y esto le causaba un gran deleite. En una carta de 1873, le contaba alegre a un amigo: «Soy un poeta-vagabundo-geólogo-botánico y ornitólogo-naturalista, entre otros». Cuando uno echa un vistazo a su larga trayectoria vital, es fácil entender que le fuera necesario crear tal descripción para hablar de sí mismo: son muchos los Muir que existen. Está el vagabundo que recorría largas distancias, capaz de atravesar mil millas e ir desde Indianápolis al golfo de México. Está Muir el montañero, que surcaba los altos riscos de la cordillera de la Sierra Nevada en California, convirtiéndose en el primero en alcanzar la cumbre de muchas de sus montañas más altas. Está Muir el explorador, que se abrió paso por regiones de Alaska que eran completamente desconocidas en 1850. Está Muir el botánico, que caminaba entre los prados de la Sierra que las abejas estaban polinizando; o que era capaz de hacer un recuento de las diez mil flores por yarda cuadrada de un pasto subalpino; o al que se le podía ver postrado, adorando la luz de cripta de las arboledas de secuoyas. Está Muir el activista, que logró presionar al Congreso para que creara el Parque Nacional de Yosemite. Y, por supuesto, está también Muir el escritor naturalista, cuya fina prosa es capaz de comunicarnos el placer de entregarnos a la naturaleza con más pureza y grandilocuencia que ningún otro escritor antes que él.

Si habéis escuchado hablar de Muir en alguna otra ocasión, seguramente se trataba del tercer nombre que completaba una frase en la que, previamente, se habían mencionado a Henry David Thoreau y a Ralph Waldo Emerson. Al menos en Inglaterra, este suele ser el tratamiento que recibe Muir, cuyo nombre desaparece entre los bolsillos de los dos grandes naturalistas estadounidenses. Es cierto que la metafísica medioambientalista de Muir era mucho menos compleja que la de Emerson o Thoreau. Pero la naturaleza tocó su alma de maneras que quizá Thoreau y Emerson desconocieron, lo que le hace más importante en el tiempo que cualquiera de sus predecesores.

Cuando uno lee Walden o los ensayos de Emerson el mundo natural puede parecer, en ocasiones, aislado tras una doble cristalera de lógica y de retórica. En contraste, la prosa de Muir es puro milagro de inmediatez. Sus libros, muchos de los cuales no aparecieron hasta un periodo bastante tardío de su vida, no tienen la calidad elegíaca o crepuscular que solemos encontrar en las memorias. Los rayos del sol, la luz de las estrellas los iluminan. El aire fresco y mineral de las montañas, el hedor intenso de la resina de los bosques de coníferas emergen por entre las páginas de estos libros. Ningún otro escritor está tan incesantemente asombrado por el mundo natural como Muir, ni comunica ese asombro con tanta urgencia a sus lectores. Como él mismo escribió, en una hermosa frase típicamente suya, «he vivido en el interior de una infinita tormenta de belleza». Nosotros, sus lectores, lo acompañamos en esta experiencia.

En Norteamérica, Muir tiene estatus de profeta. Fundó el Sierra Club, que ahora tiene más de seiscientos mil miembros y es el grupo de presión medioambientalista más importante de los Estados Unidos. Son muchas las cumbres, lagos y glaciares que han recibido su nombre, hasta el punto de que la Sociedad Geológica Estadounidense se ha visto obligada a emitir un comunicado declarando que «ve imposible que se vuelvan a aprobar, en el futuro, este tipo de conmemoraciones». Tres plantas, una mariposa y un mineral llevan su nombre. Quizá menos apropiado, pero igualmente notable, resulta el que exista un musical sobre él y el que una autopista de cuatro carriles en Martínez (California) lleve el nombre de John Muir Parkway.

La reputación de Muir en Gran Bretaña, lugar que lo vio nacer, es mucho menor, y su influencia mucho menos ubicua. Muir nació en Dunbar (Escocia) y era el tercer hijo de un granjero fanáticamente presbiteriano y predicador laico. Existe, eso sí, una organización británica a la que ha legado su nombre y su visión ética: John Muir Trust. Esta organización es el grupo de protección de terrenos salvajes más relevante de Gran Bretaña. Posee y gestiona siete extensos espacios en Escocia, entre los que hallamos: tres mil acres de la remota península de Knoydar, once mil acres de Sandwood Bay, la gran franja blanca que hay cerca de Cape Wrath en Sutherland, y, quizá lo más importante, el macizo de Ben Nevis, que incluye la cumbre más alta de Gran Bretaña.

«La naturaleza salvaje —escribió Muir— es una necesidad. Las reservas y los parques naturales no solo son fuente de madera y origen de ríos, son también fuentes de vida». Esta es la revelación que Muir nos ha dejado en herencia: el paisaje tiene valor no solo por los recursos económicos y agrícolas que puede ofrecernos, sino también por su profundo efecto espiritual, algo que es mucho más difícil de medir y de probar. En las palabras de uno de los discípulos de Muir, el ensayista y novelista Wallace Stegner: «Debemos tener a nuestra disposición estas zonas salvajes, aunque lo único que hagamos sea conducir hasta sus límites para contemplarlas desde lejos. Esto nos recordará que es posible ser criaturas cuerdas, que podemos convertirnos en una parte de la geografía de la esperanza».

Como les ocurre a todos aquellos que sobreviven a la erosión prolífica de la posteridad, el perfil de Muir es el de un mito. Si creemos lo que él mismo nos cuenta, fue la naturaleza la que provocó su conversión espiritual. Un solo verano excepcional fue suficiente para que Muir pasara de ser el hijo de un predicador a convertirse en un niño de la naturaleza.

En 1849, la familia de Muir dejó Escocia y se trasladó a Wisconsin en busca de una nueva vida. El cultivo de las tierras de Wisconsin era un trabajo realmente duro en aquella época y Muir pasó casi diez años (entre los once y los veintidós) en aquella granja. La familia se despertaba bien temprano y trabajaba durante todo el día, yéndose a dormir una vez habían concluido los rezos al final de la tarde. A los quince años, recibió la misión de excavar un pozo en la roca caliza sobre la que se asentaba la granja. Durante varios meses, todos los días de la semana (con la única excepción del domingo) le hacían descender al fondo del pozo con nada más que una vela para que continuara cavando. Cuando se hallaba a una profundidad de ochenta pies, se desmayó a causa de la falta de oxígeno. Al día siguiente, su padre lo obligó, de nuevo, a bajar al fondo del pozo que estaba cavando. No fue hasta que llegó a los noventa pies de profundidad que encontró agua. Lo que, quizá en otro caso, habría dado lugar a una obra exitosa de memorias y autoayuda, hizo de Muir un holgazán. Las virtudes de la diligencia, del trabajo, que se había visto obligado a interiorizar durante su adolescencia, y que luego el llamaría «viejos días de esclavitud», perderían pronto su efecto durante su verano de ocio y éxtasis en las montañas de California.

En 1868, con veintinueve años, Muir llegó a San Francisco. La vida de la ciudad le resultaba opresiva, y, en un pequeño diálogo que luego se ha vuelto legendario, paró a uno de los viandantes para preguntarle cuál era el camino más corto para salir de la ciudad. «¿Adónde quieres ir?», le preguntó aquel hombre a quien había pedido información tan vital. «A cualquier lugar salvaje», le dijo. Su respuesta, «vete al Yosemite», es lo que hizo que Muir se dirigiera hacia la Sierra Nevada, la cordillera de montañas que cruza el centro de California, entre las cuales se había creado el valle de Yosemite durante la era glacial del Pleistoceno.

Ese mayo, Muir tomó un trabajo en la Sierra como pastor. Debía hacer que un rebaño de ovejas «ascendiera gradualmente a través de las distintas franjas de bosques mientras la nieve se derretía, parándose durante un par de semanas en aquellos parajes que le parecieran más apropiados». Resultado de esta experiencia es Mi primer verano en la Sierra (1911), un recuento de los días que pasó explorando, durmiendo a la intemperie, escalando o examinando plantas, y, sin duda, uno de sus mejores trabajos. Cuando leemos hoy este libro, nos vemos transportados a esos primeros meses llenos de felicidad, a la drástica reinvención de sí mismo que Muir realizó en aquel periodo. Aquí tenemos una de las entradas de su diario, del 6 de junio: «Estamos en las montañas y las montañas están también en nuestro interior, caldeando nuestro entusiasmo, haciendo que cada uno de nuestros nervios vibre, llenando cada uno de nuestros poros y células. Nuestro habitáculo de carne y hueso parece transparente como el cristal ante la belleza que nos rodea, como si fuera inseparable de esta belleza y vibrara junto con los árboles, el viento, los arroyos, las rocas y los rayos del sol. Como si fuéramos parte de la naturaleza, ni jóvenes ni viejos, ni enfermos, ni saludables, simplemente inmortales».

Los pronombres que usa Muir cuentan la historia de esta transformación que va del yo al nosotros. La mónada del alma presbiteriana ha quedado disuelta en una pluralidad panteísta. Vemos aquí una de las expresiones más potentes que el siglo XIX nos ofrece del sentimiento de empatía. No hay tiempo para sentir pena por alguien o por algo, o para sentirse como ellos, sino que hay que convertirse en la cosa misma. La distancia que provoca el símil ha sido abolida. Muir se ha convertido en montaña, las montañas se han convertido en él. En este libro, nos encontramos con pasajes como el que hemos citado, donde la identidad de Muir se deshace en su entorno. Sus raptos de éxtasis y sus experiencias se acercan a aquello que la Grecia clásica llamaba metempsicosis (la transmigración de las almas), o, para darle un bello nombre alemán, Seelenwanderung (el deambular del alma). En una de las entradas del diario perteneciente al mes de julio hallamos lo siguiente: «De nuevo estoy respirando granito. Los montes han vuelto a entrar en mi sangre». En 1870, cuando comenzaba a enamorarse de los bosques de California, escribió una carta a un amigo que comenzaba así: «¡Estoy en los bosques, los bosques, los bosques, y ellos están dentro de mí!». La dirección con que cerraba la carta rezaba: «Pueblo-Ardilla, Condado de Secuoya, Tiempo de las Nueces».

Las obras completas de Muir, que transcurren, en su mayoría, en las montañas de California, son el cántico a la naturaleza salvaje más intenso que se haya escrito jamás. En Gran Bretaña, la expresión «escritura naturalista» es una de las pocas capaces de acabar con el entusiasmo de los lectores. Estas palabras suelen evocar el entusiasmo barbado de una brigada de curas y aristócratas menores excesivamente serios, o un perezoso interés eduardiano, o el estudio enrevesado y miope de las pozas y de los reinos vegetal y animal. Las visiones robustas y vigorosas de Muir muestran la estrechez de miras de tales connotaciones.

El lirismo es una de las funciones de la precisión, y la precisión de Muir a la hora de hablar del paisaje es imposible de olvidar. Tomaba notas sobre «el pesado trabajo de albañilería de la cordillera de la Sierra». Relató la «Historia del viento de los árboles», en la que el ordenamiento de los troncos y de las ramas archiva los patrones atmosféricos dominantes. Atravesó un campo de nieve «tan libre de mácula que parecía el cielo». Disfrutó del «salvaje día de gala del viento del norte». Describió las ardillas sobre los pinos «en su actividad fiera, inquieta, fanfarrona y peleona, con movimientos tan rápidos y precisos que casi hieren el ojo de quien las está mirando». Y siguió a un «abejorro gordo cargado de polen mientras este deambulaba entre las flores».

El carácter intrépido de estas experiencias silvestres de Muir es también inolvidable. En una ocasión, J. G. Ballard especuló sobre cuáles serían nuestras actividades de ocio en el futuro. Entre estas, proponía hacer rafting sobre la lava y surf sobre las avalanchas. Debiera haber leído a Muir, quien, en realidad, cien años antes que él ya había comenzado a habitar este futuro cercano del que habla Ballard. En 1873, Muir tuvo su primera experiencia de surf sobre una avalancha: «Me vi transportado hasta el pie del cañón como por un encantamiento. El ascenso en zigzag nos había tomado casi todo el día y el descenso apenas duró un minuto. Cuando la avalancha comenzó, me eché sobre mi espalda y estiré los brazos para evitar hundirme. Afortunadamente, la inclinación del cañón es muy pronunciada, y no aparece interrumpida por precipicios demasiado grandes, lo que haría que el caudal de nieve se saliera de su cauce o se despeñara. En ningún punto de este descenso me vi hundido en la nieve. Permanecía como incrustado en la superficie o, en algunas ocasiones, algo más abajo, cubierto por el velo de una corriente de partículas de polvo. A pesar de esta enorme masa que me rodeaba y me empujaba desde atrás, no había fricción de ningún tipo. Aun así, me veía arrojado a un lado y a otro continuamente. Cuando la avalancha finalmente se calmó, me hallé sobre un montón de nieve, sin rasguño ni cicatriz de ningún tipo. ¡Qué experiencia tan hermosa […] un vuelo sobre lo que podríamos llamar la vía láctea de estrellas nevadas! Allí recibí las lecciones de movimiento más espirituales y estimulantes que jamás he podido experimentar. ¡Seguro que el vuelo del carro de fuego de Elías no fue tan glorioso y vivificante!».

Hay mucho que admirar aquí, ya sea el «velo de una corriente de partículas de polvo» o «la vía láctea de estrellas nevadas». Lo que, en manos de otro escritor, podría haber quedado reducido a anécdota autocomplaciente y jactanciosa de alguien que ha estado a punto de perder la vida —el equivalente en prosa de estrellar un vaso de cerveza recién apurado contra la mesa—, para Muir se convierte en una experiencia a medio camino entre el experimento científico y la epifanía religiosa.

Sus libros están plagados de este tipo de momentos de éxtasis. Cuando, una noche de marzo de 1872, un terremoto hizo temblar el valle de Yosemite, Muir se despertó y anotó lo siguiente: «Era imposible dejarse engañar por aquel movimiento estruendoso, extraño y salvaje. Salí rápidamente de mi cabaña y me acerqué a Sentinel Rock, contento y asustado, y grité: «¡Un noble terremoto!» […] Las acometidas eran tan violentas y variadas, tan seguidas también, que era necesario hacer un esfuerzo para guardar el equilibrio, como si nos halláramos en la cubierta de un navío azotado por las olas; parecía casi imposible que los altos riscos pudieran evitar verse sacudidos también».

En otra ocasión, en un hoy notorio incidente de práctica de alto riesgo, Muir avanzó por el Yosemite Creek hasta alcanzar uno de sus bordes escarpados, donde este se deja caer a lo largo de una milla en baño de espuma que lo lleva al otro mundo. Deseoso de escuchar la «canción de muerte» del río al caer al vacío, se encaramó a «un estrecho saliente de unas tres pulgadas de ancho justo en el borde, lo suficientemente amplio como para posar sobre él los talones». Desde ahí, empapado por la corriente, logró obtener «unas magníficas vistas desde el corazón de aquellos vórtices nevados y canoros, parecidos a cometas, en que se dividía el torrente en su caída».

No hay en Muir nada perezoso. Cuando uno lo lee, se siente invulnerable. Te da botas de siete leguas. Es capaz de ascender las altas montañas en un solo párrafo. El desprendimiento de las rocas, las avalanchas o las tormentas de nieve no pueden hacerle daño alguno. Hasta su metabolismo es de superhombre. Cuando sale a escalar un pico alto, por lo general «se mete una corteza dura en el cinturón como alimento, por si le apetece pasar la noche en la cumbre de la montaña».

Hay quienes desprecian a Muir por sus excesos como escritor. Y es cierto que mientras que el melancólico W. G. Sebald puede a veces parecernos un Eeyore de la escritura de no ficción, hay ocasiones en los que el entusiasmo incesante de Muir suena muy parecido a Fotherington-Thomas, el escolar amante de la naturaleza de los libros de Molesworth. Este suele exclamar: «¡Hola, pájaros, hola, árboles! ¡La naturaleza sola es bella!». Muir, por su parte, nos dice: «¡No hay nada más celestial que yo pueda concebir! ¡Con qué delicadeza sopla el viento hoy!».

No sorprende, por tanto, que la exclamación sea el signo de puntuación favorito de Muir. En una ocasión, Foster observó que la exclamación era como reírse de nuestros propios chistes. Pero no nos encontramos con ese tipo de solipsismo en la obra de Muir. Para él, el signo de exclamación no es más que un modo de dar cuenta de un estado de éxtasis. No hubo jamás autocomplacencia de ningún tipo en su escritura.

Después de aquel mágico primer verano, Muir pasó seis años en el valle, exploró y escaló, caminó miles de millas, descubrió los primeros glaciares vivos de la región, cartografió la distribución de las grandes secuoyas rojas, sirvió de guía a varios visitantes ilustres (Emerson y Roosevelt entre ellos), y acumuló el formidable archivo de experiencia natural que luego reflejaría en su prosa. Al final de ese periodo, comienza su carrera como escritor con una serie de artículos llamados «Studies in the Sierra». Fue la prosa de Muir, leída en artículos y ensayos, lo que le aportaría un interés tan masivo por parte del público y le daría una gran influencia política.

En las últimas cuatro décadas de su vida, Muir alternó su amor abstracto e intuitivo hacia la naturaleza salvaje con su facilidad para la política. Entendió la necesidad de crear un grupo para presionar en favor de la defensa y la preservación de los paisajes que amaba. Los dos principales resultados de las actividades políticas de Muir —el Sierra Club y el Parque Nacional de Yosemite— son logros que hoy permanecen.

De un modo menos obvio en lo inmediato, pero quizás con una influencia más profunda, la prosa de Muir revolucionó la sensibilidad hacia la naturaleza salvaje. Muir introdujo el concepto de interconectividad, en sus propias palabras: «Cuando tomamos una cosa en sí misma, la hallamos siempre enganchada a todo el resto de las cosas del universo». Esto, demostró, es tanto una verdad estética como una verdad ecológica. La belleza, al igual que la naturaleza, existen como una red interconectada y no como una jerarquía. Muir también dio vida a lo salvaje y explicó el sentido de su valor espiritual. Su pregunta no era qué pueden hacer estos parajes salvajes por la humanidad, sino qué pueden hacerle a la humanidad. Sus proclamas a favor de la naturaleza salvaje son del todo relevantes y son cada vez más pertinentes para nuestra cultura. En 1901, escribía así: «Miles de personas cansadas, excesivamente civilizadas, enfermas de los nervios, han comenzado a darse cuenta de que ir a las montañas es también volver a casa».

De un modo muy diferente a lo que ha ocurrido con muchos otros personajes eminentes de la era victoriana, que, a día de hoy, sobreviven solo en una imagen color sepia o en una estatua cubierta de excrementos, la importancia de Muir ha ido en ascenso desde su muerte. Particularmente, la izquierda norteamericana, en sus luchas interminables con la administración Bush en relación con la política medioambiental, ha tenido que recurrir a él durante estos últimos veinte años. En un intento por hacer que su mandato posea un matiz aún más verde, Arnold Schwarzenegger ha dictaminado que el rostro de Muir sea el símbolo de la nueva moneda de veinticinco centavos del estado de California. También necesitamos a Muir en Gran Bretaña. Vivimos una fase de peligrosa y falsa amnesia en relación con la existencia de parajes salvajes en nuestras islas. Falsa, pues es evidente que las Islas Británicas todavía contienen una gran cantidad de espacios salvajes. Y peligrosa, pues provoca una actitud indiferente hacia las zonas salvajes que aún quedan. Si no pensamos que están ahí, es imposible que seamos capaces de cuidarlas. Ya lo he recordado en más de una ocasión, pero hay que seguir repitiéndolo: el mundo natural se nos hace mucho más cercano cuando está más próximo a nuestra imaginación, y no incluir la mirada literaria puede fácilmente llevar a que nuestra mirada moral fracase.

Es por esto que la atención feroz e inmediata que Muir prestaba a lo salvaje puede hacer que cambiemos como humanos. Los paisajes externos tienen el poder de redefinir y mejorar nuestro paisaje interior, y este poder tiene un alto valor político. La mayor parte de la gente en Gran Bretaña vive en mundos que los humanos han diseñado, sistematizado y controlado. Es fácil olvidar que existen entornos que no dependen de un interruptor o de una tecla, y que tienen su propio ritmo, orden y existencia. Pero si Gran Bretaña llega a entrar en quiebra y pierde todo lo salvaje que tiene —y la veo muy capaz de ello— el cambio en la moral y el ánimo de la nación puede ser devastador. Uno quiere pensar aquí en la observación brillante de Auden, quien nos recordaba que «una cultura determinada no es mejor que sus bosques». La defensa y preservación de los parajes naturales es tan esencial para la geografía de la esperanza británica como lo es la regeneración urbana, y John Muir es el mejor geógrafo de la esperanza que tenemos.