La estrategia del parásito

César Mallorquí

El asunto Miyazaki

Óscar Herrero

 

 

 

Este libro está dedicado a Elena y María Astier Álvarez, porque tienen estrellas en los ojos e iluminan el mundo con sus sonrisas

capítulo uno

 

Estoy muerto, lo sé; tan muerto como Mario. Sigo respirando, me muevo, como, duermo, hablo, escribo, pero soy un cadáver que se niega a aceptar lo inevitable y finge vivir una vida ficticia, como un fantasma.

¿Alguna vez habéis tenido problemas? Hablo de problemas de verdad, no de chorradas; hablo de esa clase de problemas que te hunden en la mierda tan profundamente que haría falta un batiscafo para sacarte de ella. ¿Sabéis lo que es eso? No, qué va; ni siquiera conocéis el auténtico significado de la palabra «problemas».

Pero yo sí; soy el campeón mundial de los problemas, récord Guinness de la especialidad. Por ejemplo, no puedo hablar por teléfono, ni por un fijo ni por un móvil, y tampoco puedo navegar por Internet, porque enviar un simple correo electrónico sería como firmar mi sentencia de muerte. No me atrevo a caminar por las calles por miedo a que alguna cámara de seguridad capte mi imagen, ni me atrevo a usar una tarjeta de crédito, aunque lo cierto es que ya no tengo crédito. Debo mantenerme siempre oculto, porque asesinos a sueldo me persiguen para matarme y, además, la policía me busca como responsable de varios asesinatos y violaciones.

No está mal para un estudiante de veintidós años, ¿verdad?

¿Serviría de algo que os jurase que jamás he matado ni violado a nadie? ¿Me creeríais si os dijese que no tengo la culpa de nada, que todo ha sido por azar, que si estoy metido en este lío es única y exclusivamente porque hace años Mario y yo fuimos compañeros de clase? Supongo que no. Pero permitidme al menos que os cuente mi historia, el relato de cómo un estudiante de periodismo acabó convirtiéndose en un prófugo condenado a muerte. Empecemos por mi nombre: me llamo Óscar Herrero y todo comenzó...

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Todo comenzó con un accidente de tráfico. Recuerdo que lo leí en el periódico; una breve reseña en la sección de sucesos informaba de que Mario Rocafort Sedano, un estudiante universitario de veintidós años, había fallecido al estrellarse la moto en que viajaba contra una furgoneta de reparto en una avenida de las afueras de Madrid. La noticia me llamó la atención porque yo conocía al accidentado; o, mejor dicho, le había conocido en el pasado.

Mario y yo estudiamos en el mismo colegio de Burgos, desde primaria hasta el final de la secundaria. Éramos compañeros de clase, pero no íntimos amigos. No es que nos llevásemos mal, al contrario; sencillamente, nuestros intereses no coincidían. Además, Mario era muy reservado; algunos lo consideraban un friki y en cierto modo lo era: un friki de los ordenadores, aunque también el tipo más inteligente que he conocido.

Al comenzar el bachillerato, Mario se cambió de colegio y prácticamente dejamos de vernos. Después, me trasladé a Madrid para estudiar periodismo y le perdí la pista definitivamente, aunque me contaron que él también estudiaba en Madrid. Como no podía ser de otra forma, en la Facultad de Informática. De hecho, hará cosa de un año nos encontramos casualmente en un cine e intercambiamos direcciones y teléfonos, pero no volví a saber de él. Hasta que leí la noticia de su muerte.

Aunque, pensándolo bien, la reseña del accidente solo fue el preámbulo, porque el auténtico comienzo tuvo lugar dos días después, cuando una tarde, al volver de la universidad, encontré en el buzón un pequeño paquete dirigido a mí y remitido por Mario Rocafort.

Aún recuerdo la extrañeza que me produjo aquel envío. Subí a casa a toda prisa, saludé de pasada a Emilio, mi compañero de piso, me encerré en mi cuarto y abrí el paquete. Solo contenía una nota escrita a mano y un pendrive. La nota decía:

Hola, Óscar. Supongo que te sorprenderá que me ponga en contacto contigo después de tanto tiempo, casi desde la época en que coincidíamos en las clases del Barreda, pero precisamente de eso se trata: no es fácil que nadie nos relacione.

Voy a pedirte un favor: ¿Has visto el pendrive que te he mandado junto con esta carta? Quiero que me lo guardes. Si todo sale bien, iré a verte en los próximos días para que me lo devuelvas. Pero si me sucediera algo, entonces el favor que voy a pedirte será aún más grande.

Préstame mucha atención, Óscar. He tropezado con un asunto muy grave. Se trata de algo que te afecta a ti, a mí, a todo el mundo. Literalmente, Óscar: a toda la humanidad. No puedo contarte de qué se trata, porque es una historia larga y complicada, y además pensarías que me falta un tornillo. Aunque supongo que ya debes de pensar que estoy loco. Pero, por desgracia, no es así. Ojalá lo estuviese. Mañana voy a intentar sacarlo todo a la luz; ya he reunido suficientes pruebas y voy a presentarlas. Pero puede que no lo consiga.

En el pendrive hay dos archivos. Uno se llama «Camaleón» y el otro «Miyazaki». Si me sucediera algo, Óscar, es vital que localices a Ernesto Figuerola, un profesor de la Facultad de Informática, y le entregues el pendrive. Si no pudieras encontrarle, o si le hubiera sucedido algo, entonces ya solo quedarás tú. Puesto que vas a ser periodista, quizá te interese saber que este asunto es la noticia más importante de la historia. Siempre te he considerado un tipo inteligente, Óscar. Tú tienes la clave.

En cualquier caso, supongo que intentarás echarle un vistazo al pendrive. Para hacerlo, es importante que tomes las siguientes precauciones: debes utilizar un ordenador con el disco duro recién formateado y que no esté conectado a la Red. No utilices ninguna clase de equipo de Tesseract Systems; desconfía de esa compañía. No hables de este asunto, ni de mí, por teléfono o a través de Internet. No recurras a la policía.

En fin, espero que nada de esto sea necesario y dentro de poco pueda pasarme por tu casa para tomarnos unas cervezas y hablar de esto tranquilamente. Pero si no es así, si a mí me ocurriera algo y no pudieras localizar a Ernesto, entonces tú serías la única esperanza. No me defraudes, por favor.

El texto, firmado por Mario, llevaba la fecha del día anterior al accidente. Releí la carta un par de veces y me quedé pensativo. Nada de lo que ponía en aquel papel parecía tener sentido, salvo una cosa: Mario temía que pudiera pasarle algo. Y ahora estaba muerto.

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Tardé bastante en asimilar el contenido de la carta. Lo primero que pensé fue en llamar a la policía; a fin de cuentas, el hecho de que, unas horas después de escribirme diciéndome que temía por su vida, Mario hubiese muerto, resultaba cuando menos sospechoso. No obstante, se suponía que Mario había fallecido a causa de un accidente de circulación, y un accidente es, por definición, algo fortuito. ¿O no?... En cualquier caso, Mario me pedía en la carta que no recurriese a la policía. Pero, ¿por qué?

La cabeza empezó a dolerme; por muchas vueltas que le diese, me faltaba información para entender la carta de Mario. Durante un instante consideré la idea de insertar el pendrive en mi ordenador portátil para examinar su contenido, pero no tenía el disco duro formateado y estaba conectado a la Red. Y de nuevo otra pregunta: ¿por qué aquellas precauciones? ¿Qué problema podía haber en echarle un vistazo a un archivo de memoria en un ordenador cualquiera?

Guardé el pendrive en un cajón y releí por tercera vez la carta. Según Mario, los archivos que me había enviado se llamaban «Camaleón» y «Miyazaki». Un camaleón es un camaleón, pero ¿qué demonios era «Miyazaki»? Conecté el ordenador, escribí la palabra en Google y pulsé enter. Obtuve seis millones de entradas. Al parecer, Miyazaki era una prefectura y una ciudad de Japón, y también un apellido. El Miyazaki más famoso que encontré fue Hayao Miyazaki, un realizador de animes, los dibujos animados japoneses.

No saqué nada en claro de aquella búsqueda, pero supongo que esa fue la primera vez que llamé la atención. Al escribir «miyazaki» en Google, la dirección IP de mi ordenador fue automáticamente archivada por algún programa remoto. De momento no sonaron las alarmas, pues miles de personas debían de escribir diariamente esa palabra en Internet; pero si en el futuro yo volvía a introducir en la Red alguna referencia relacionada con el Miyazaki «inadecuado», por decirlo así, entonces los datos se cruzarían y toda la atención de algo muy poderoso se centraría en mí.

Por desgracia, eso fue exactamente lo que acabó sucediendo.

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Finalmente, decidí que solo tenía tres alternativas: tirar la carta a la basura y olvidarme del asunto; no hacerle caso a Mario y dar parte a la policía, o seguir las instrucciones de mi viejo compañero de colegio y ponerme contacto con ese tal Figuerola. En realidad, pensé, no le debía nada a Mario; ni siquiera éramos amigos, así que no tenía por qué hacer lo que me pedía que hiciese. Sin embargo, aquella historia había despertado mi curiosidad y, a fin de cuentas, no me costaba nada darme una vuelta por la Facultad de Informática.

Después de comer, me dirigí a la emisora de radio donde estaba haciendo prácticas y pasé las siguientes cuatro horas dedicado a recopilar datos sobre diversos temas, preparar café, archivar papeles, llevar recados de un lado a otro y, en fin, los habituales quehaceres de un miserable becario. A última hora de la tarde, después del trabajo, me reuní en un bar con Paloma y un par de amigos.

Paloma era, más o menos, mi chica. Estudiaba medicina en la Complutense, justo enfrente de mi facultad, y llevábamos saliendo un par de meses. Nada serio; éramos algo así como «amigos con derecho a roce». Sin embargo, no le conté nada acerca de la carta de Mario; ni a ella ni a mis amigos. No sé exactamente por qué lo hice; de algún modo, tenía la sensación de que había tropezado con algo importante, y mi incipiente instinto de periodista me aconsejaba no contar nada hasta que conociese toda la historia. Además, supongo que no quería sentirme ridículo si al final aquello no conducía a ninguna parte. El caso es que no conté nada y, después de unas cervezas y un rato de charla, me despedí de Paloma y de mis amigos y me fui a casa.

Al día siguiente me levanté temprano. La Facultad de Informática se encuentra en el campus de Montegancedo, en Boadilla del Monte, un pueblo próximo a Madrid, así que tuve que coger un par de autobuses para llegar. Una vez allí, me dirigí a la secretaría del centro y pregunté por Ernesto Figuerola. El funcionario que me atendió, un cuarentón calvo y con aire malhumorado, me informó de dos cosas.

En primer lugar, que Ernesto Figuerola era profesor de «sistemas distribuidos: arquitecturas de comunicaciones», sea esto lo que sea; y en segundo lugar, que Figuerola estaba de baja y había solicitado la excedencia. Llevaba más de un mes sin aparecer por la facultad.

capítulo dos

 

Aunque insistí mucho, aquel maldito funcionario se negó en redondo a darme la dirección y el teléfono de Figuerola. «No podemos facilitar esa información», fue todo lo que le saqué. Frustrado, abandoné la secretaría, me detuve en el amplio vestíbulo de la facultad y observé el ir y venir de los estudiantes. Durante unos segundos pensé en largarme de allí y olvidarme de todo, pero ¿qué clase de periodista pretendía ser si me rendía al primer contratiempo?

Comencé a examinar los tablones de anuncios que colgaban de las paredes. Al poco, descubrí que «sistemas distribuidos: arquitecturas de comunicaciones» era una asignatura optativa de quinto curso, pero ese día no había clase. Consulté el plan de estudios y averigüé que la clase de «sistemas informáticos», una de las asignaturas obligatorias de quinto, estaba a punto de acabar, así que, tras enterarme de dónde estaba el aula, me dirigí allí. A los pocos minutos, las puertas de la clase se abrieron y una riada de estudiantes comenzó a dispersarse por el corredor. Entonces empecé a repetir en voz alta:

–¿Alguien conoce a Mario Rocafort?

Al cabo de unos segundos, un estudiante con gruesas lentes de miope se acercó a mí y dijo:

–Yo le conozco.

–Ah, cojonudo. ¿Eres amigo suyo?

–Compañero de clase. Oye, ¿sabes que Mario ha...?

–Muerto, sí. De eso se trata. Verás, me llamo Óscar Herrero y fui al colegio con Mario. El otro día leí en el periódico la noticia de su accidente y... bueno, hacía mucho que no nos veíamos, y me gustaría saber algo más de él. Si no te importa, te invito a tomar un café en el bar y charlamos unos minutos.

–Como quieras –respondió con un encogimiento de hombros–. Yo soy Tomás, Tomás Rodríguez, pero... Oye, tampoco te creas que conocía mucho a Mario.

–Por poco que sepas, seguro que sabes más que yo.

Nos dirigimos al bar de la facultad y, tras pedir en la barra un par de cafés con leche, nos sentamos a una de las mesas.

–Tengo clase dentro de diez minutos –dijo Tomás mientras vertía un sobrecito de azúcar en el café–, así que mejor nos damos prisa.

–Vale. Mario estudiaba quinto, ¿no?

–Qué va. El muy cabrón acabó la carrera en cuatro años. Ahora estaba preparando el doctorado.

–Así que era buen estudiante...

–¿Buen estudiante? Ese tío era un genio. Sabía más que la mayor parte de los profesores.

–Entonces, si ya había acabado la carrera, supongo que últimamente no le verías mucho.

–Ni últimamente ni nunca. Mario iba a su bola.

–¿No tenía amigos?

–Muy poquitos. Que yo recuerde, solo Fran.

–¿Quién es Fran?

–Francisco Melgar, el segundo cerebrito de la clase, después de Mario.

–¿Está hoy aquí, en la facultad?

Tomás sacudió la cabeza.

–Hace días que no le veo.

–¿Y Mario no tenía más amigos? –insistí.

Se encogió de hombros.

–En la facultad, que yo sepa, no... –sus cejas se alzaron de golpe, como si hubiera recordado algo–. Espera, tenía una novia. También era rarita, pero estaba muy buena. Estudiaba exactas, creo.

–¿Recuerdas cómo se llamaba?

Tomás entrecerró los ojos y, tras reflexionar unos segundos, chasqueó los dedos.

–¡Judit! –exclamó–. Eso es, se llamaba Judit.

–El apellido no lo sabrás, ¿verdad?

–No, tío, ni idea. Pero es inconfundible: morena, con el pelo corto, guapa... Lleva un piercing en la nariz y siempre viste de negro, en plan gótico o así.

–¿Y dices que estudia exactas?

–Sí, seguro. Lo recuerdo porque me llamó la atención que a una tía tan maciza le fueran las matemáticas.

Le di un sorbo al café y dije:

–Antes has comentado que Mario estaba preparando la tesis doctoral. ¿Sabes de qué trataba?

–Ni puñetera idea. Pero su tutor era Ernesto Figuerola, el profesor de «arquitecturas de comunicaciones».

Casi me atraganté con el café al oír aquel nombre.

–Me han dicho que está de baja –comenté.

–Eso he oído –Tomás consultó su reloj–. Oye, lo siento, voy a tener que irme...

–Vale, solo un par de cosas más. Me gustaría hablar con Figuerola; ¿sabes cómo puedo localizarle?

–Yo no doy clase con él, pero... Espera un momento, creo que Carmen tiene su teléfono.

Tomás se levantó de la silla, caminó hasta la barra y habló con una chica que estaban tomándose una coca-cola con un amigo. Le vi sacar un bolígrafo y apuntar algo en una servilleta de papel. Luego se aproximó y, sin volver a sentarse, me entregó la servilleta. Había un número escrito en ella.

–Es el móvil de Figuerola –aclaró.

–Gracias –dije al tiempo que lo guardaba en un bolsillo. Me puse en pie y añadí–: Una cosa más: ¿tienes la dirección o el teléfono de ese amigo de Mario, Fran Melgar?

–No, pero puedo preguntar en clase. Dame tu teléfono y te llamo si me entero de algo.

Le di mi número de móvil y, tras agradecerle la ayuda, nos despedimos; él se dirigió al interior de la facultad y yo al exterior, a la parada de autobuses. Mientras aguardaba, saqué la servilleta del bolsillo y contemplé el número de teléfono con una sonrisa. Después de todo, no había sido tan difícil. Cogí el móvil, tecleé el número... y el alma se me cayó a los pies cuando una voz grabada dijo en el auricular: «El número que acaba de marcar no corresponde a ningún abonado».

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Entonces no lo sabía, ni siquiera ahora estoy seguro, pero supongo que esa llamada también despertó la atención de un lejano, y a la vez muy próximo, poder oculto. Cualquier llamada al antiguo número telefónico de Ernesto Figuerola lo habría hecho. De modo que aquella frustrada comunicación telefónica, al igual que había ocurrido con la dirección IP de mi ordenador, debió de ser archivada en algún banco de datos. Con una diferencia: el móvil estaba a mi nombre, lo cual significaba que ya podía ser identificado. Pero los datos no se cruzaron. Aún no.

Tras descubrir que el número telefónico de Figuerola era equivocado, o que la línea había sido anulada, guardé el móvil y esperé la llegada del autobús. Intenté no pensar en nada durante el trayecto de regreso a la ciudad, ni luego, cuando cogí otro autobús que me condujo a la Complutense; pero al bajarme frente a la Facultad de Ciencias de la Información, decidido a no perder las últimas clases de la mañana, me detuve frente a la entrada con el convencimiento de que me resultaría imposible prestar atención. Por mucho que lo intentase, no podía quitarme de la cabeza el asunto de Mario.

Mi compañero de colegio había muerto y su tutor para la tesis doctoral estaba aparentemente desaparecido. Y Mario, según traslucía su carta, le tenía miedo a algo. Pero ¿a qué y por qué?

Qué, cuándo, dónde, cómo... Esas son las preguntas que, según uno de mis profesores, todo periodista debe responder al escribir una noticia y, de momento, no podía contestar a ninguna de ellas. Apenas tenía nada, solo un par de nombres: Fran Melgar, el compañero y amigo de Mario, y una chica llamada Judit, la novia.

Una chica que estudiaba exactas.

Y su facultad estaba muy cerca de la mía...

Casi sin darme cuenta de lo que hacía, puse rumbo a la Facultad de Ciencias Matemáticas.

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Había supuesto que no habría muchas chicas matriculadas en Exactas y era cierto: tan solo un treinta por ciento de los alumnos pertenecía al sexo femenino. No obstante, el treinta por ciento de más de 1.200 alumnos era un montón de chicas. Recorrí la Facultad de Matemáticas de arriba abajo, preguntando a cuantos se cruzaban conmigo por una estudiante llamada Judit, pero nadie me dijo nada concreto. A algunos les sonaba, otros la habían visto en clase, pero no la conocían; uno me dijo que Judit estudiaba tercero, otro insistió en que era alumna de cuarto y otro más aseguró que cursaba quinto. Al parecer, nadie sabía cómo se apellidaba.

Finalmente, a última hora de la mañana, harto de dar vueltas hablando con desconocidos, me dirigí al bar de la facultad, me acodé en la barra, pedí una cerveza y me quedé allí un rato sumido en mis pensamientos, dándole distraídos sorbos a la bebida. Al cabo de unos minutos, después de apurar el botellín y cuando me disponía a pagar la consumición, una voz dijo a mi espalda:

–Creo que me buscas.

Giré en redondo y me quedé mirando a una chica de mediana estatura, morena, con el pelo corto y los ojos del color de la miel. Aunque su ropa, totalmente negra, y un maquillaje muy oscuro le daban un aire algo siniestro, saltaba a la vista que era muy, pero que muy guapa. Si me quedaba alguna duda sobre su identidad, el aro de oro que llevaba en una de las aletas de la nariz la disipó.

–Eres Judit... –dije. No era una pregunta, así que ella se me quedó mirando en silencio, expectante–. Te estaba buscando, es cierto –continué–. Soy Óscar Herrero y fui compañero de colegio de Mario Rocafort. Eh... supongo que sabes que Mario...

–Ha muerto. Un accidente de moto, ya lo sé.

Lo dijo con voz neutra, sin mostrar la menor emoción. Un tanto desconcertado, proseguí:

–Verás, estuve en la Facultad de Informática y un compañero de Mario me dijo que tú eras su novia...

–Lo fui –me interrumpió–. Cortamos hace un par de meses. Y «novia» no es la palabra adecuada. Salíamos de vez en cuando, eso es todo.

–Ya... Bueno, quería hacerte unas preguntas sobre Mario...

–Mario me habló de ti –volvió a interrumpirme.

–¿Qué?

–Un par de días antes del accidente, vino a verme y me pidió que, si te ponías en contacto conmigo, te ayudara.

–¿Que me ayudaras? ¿A qué?

Se encogió de hombros.

–No lo sé. Dímelo tú, que me estabas buscando.

Me apoyé en la barra y respiré hondo.

–Perdona –dije–, pero estoy un poco perdido. Escucha, Mario y yo fuimos compañeros de colegio, pero no éramos especialmente amigos. De hecho, hacía mucho que no nos veíamos y ayer, de repente, recibí por correo un paquete suyo.

Por primera vez, el inexpresivo rostro de Judit mostró una emoción: curiosidad.

–¿Qué había dentro? –preguntó.

–Una carta y un pendrive. En la carta me decía...

–¿Dónde está?

–¿El qué?

–La carta. ¿La tienes aquí?

–No, en mi casa.

Judit asintió con un cabeceo y dio un paso hacia la salida.

–Vámonos –dijo.

–¿Adónde?

–A tu casa. Prefiero leer la carta yo misma a que me lo cuentes. Vamos, tengo coche.

Parpadeé y, tras abonar la consumición, me dirigí al aparcamiento junto a aquella extraña chica.

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Judit tenía un Mini Cooper Sport negro. «Mucho coche para una estudiante», pensé. Durante el trayecto intenté charlar, pero ella se limitó a contestarme con monosílabos acompañados de largos silencios, de modo que no tardé en desistir. Cuando llegamos a casa encontramos a Emilio, mi compañero de piso, en el salón, sentado frente al televisor, comiéndose un bocadillo. Tras unas rápidas presentaciones, llevé a Judit a mi cuarto, cerré la puerta y le entregué la carta de Mario. Judit se sentó en una silla y comenzó a leerla lentamente, con mucha atención, como si quisiera memorizar cada palabra. Cuando acabó se me quedó mirando, inexpresiva.