El hechizo de la misericordia


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Imprimatur. Braulio Rodríguez Plaza, Arzobispo de Toledo, Primado de España. Toledo, 25 de marzo de 2018.


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ISBN: 978-84-945948-6-1


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José Rivera Ramírez




El Hechizo de la misericordia


Predicaciones sobre la misericordia




Ediciones Trébedes




15. Misericordia, testimonio de la Iglesia

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Se trata una homilía en Ejercicios espirituales a religiosas, en Sigüenza, en agosto de 1990 [546-B]. En esta homilía (el Evangelio es el de la mujer cananea, cf. Mt 15,21-28), insiste en el realismo de la experiencia del amor de Dios, para abordar –como argumento fundamental– el testimonio que, propiamente hablando, es el de la Iglesia; y terminar proponiendo un examen sobre la misericordia en la Iglesia.

El amor de Dios es una experiencia

Nos demos más cuenta cada vez de esta misericordia de Jesucristo, que es la que nos manifiesta, porque lo realiza, el amor que no tiene el Padre. Recordaba estos días, como una especie de definición de lo que es un cristiano: “Nosotros somos los que hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene” (1Jn 4,16). Conocer es que lo experimentamos, y lo experimentamos partiendo de la fe y por eso creemos. Ahora bien, ¿cómo lo conocemos? No solo porque nos lo dicen y pensamos que será verdad, sino porque lo experimentamos. Y esto, de doble manera, porque estamos siendo conscientes de que Dios tiene misericordia de mí y al ir experimentando esto voy teniendo yo también misericordia, de mí y de los demás. La caridad me hace experimentarme uno solo, una sola realidad con cualquier persona. Acabamos de leer el episodio de la cananea (cf. Mt 15,21-28): ¿experimento como hecho a mí este beneficio? Porque esto del tiempo y del espacio no tiene nada que ver en la vida estrictamente personal, sino solo en lo exterior. El que yo no estuviera allí físicamente no quiere decir que yo no estaba allí, porque yo y todos los que estamos por ahí pues traemos nuestra realidad de la generación del Verbo, que es eterna. Muchos siglos antes, eternamente, ya estábamos nosotros concebidos en el plan de Dios, aunque no hubiéramos comenzado a existir todavía. Y lo mismo respecto de cualquier acto de misericordia de Jesucristo que nos narra el evangelio, es algo que me ha hecho a mí y me lo cuentan para que me entere. Entonces, puedo tener una experiencia de la misericordia de Jesucristo en cualquiera de estos actos de compasión, de misericordia, que ha ido realizando con quien sea; y lo puedo experimentar como propio. Y, claro, lo experimento como propio también en cuanto que voy teniendo misericordia de los demás.

Vamos a usar la plegaria eucarística en la que se recalca más la misericordia de Jesucristo. Ésta la tenemos que experimentar porque creemos en ella y la esperamos, pues al esperarla la experimentamos. Como ven ustedes, en el evangelio, muchísimas veces, lo normal es que Jesucristo haga un acto de misericordia notable, que se ve, despertando primero la esperanza. Y para recalcarlo más, a veces, retarda la concesión de lo que Él nos hace que le pidamos porque nos lo va a dar, de modo que está dado ya. Hace simplemente que tengan que pedirlo, como la cananea, que tengan una dificultad; es decir, que crea más en la misericordia de Cristo que en las palabras que oía. Porque las palabras que oía son para desanimarse ¿no? Lo que ella conoce de Jesucristo, porque le iluminaría el Espíritu Santo pues es la misericordia de Jesucristo, que es capaz de darle lo que necesita y como ella piensa que necesita aquello pues lo pide, ya cierta porque Jesucristo mismo le ha puesto el deseo para hacer él el milagro. Incluso ha permitido que tuviera un demonio muy malo. No sé qué idea tendría la cananea de los demonios, aquel era muy malo (como si los demás fueran buenos). En fin, ¿vamos participando nosotros de esta misericordia? Al recibirla, ¿la volcamos nosotros también sobre los demás? Esto es lo que digo en lo que vamos a insistir.

El testimonio es de la Iglesia

La Iglesia se caracteriza, según el C. Vaticano II –que no pierde ocasión de repetirlo, y si no, lean los documentos– por la atención a la angustia humana, el sufrimiento humano, la pobreza humana, la aflicción humana, bueno, esto es así en la Iglesia. Ahora bien, esto es una pura coincidencia con lo que pasa entre nosotros. Es como cuando en una novela se dice que los parecidos con la realidad son puras coincidencias. Porque no es eso lo que hace la Iglesia. ¡Eso es evidente! Entonces, ésta es la imagen que da la Iglesia. Que en la Iglesia hay personas que tienen misericordia, pues sí; y fuera de la Iglesia, también. Que en la Iglesia hay grupos que tienen misericordia, y fuera de la Iglesia, también. ¡Eso no es el testimonio!

Saben ustedes que hay dos aspectos –ya me figuro que he aludido a ellos– en la misma obra que estamos haciendo ahora, en la celebración de la Eucaristía: hay un aspecto interior de santificación, de sacrificio; y esto en la Iglesia no falta nunca, porque ya se encarga nuestro Señor de hacerlo como sea. De manera que siempre asiste suficientemente a suficiente número de personas en la Iglesia para que exista. Vamos, que Misas no faltan (a veces, estoy por decir, que sobran). Pero, bueno, el que tiene buena voluntad, pues lo puede recibir. Ahora bien, esto supone una cosa y es que se tiene buena voluntad y que se tiene conocimiento (una evangelización, catequesis incluso). Pero, claro, las cosas de la Iglesia tienen otro aspecto, la misma realidad, ¡eh!, que es el del testimonio. Resulta que Jesucristo nos ha encargado que convirtamos al mundo por testimonio. Pero nos ha encargado a la Iglesia, como miembros de la Iglesia.

Vean ustedes que, en el NT, rara vez se habla individualmente; hay conversaciones, pero que tienen además una incidencia implícita de la Iglesia también. Por ejemplo, la conversación con san Pedro: “¿me amas más que estos?” (Jn 21,15), responde precisamente a la función que tiene en la Iglesia. Dense cuenta de que la mayor parte de las veces, con mucho, Jesucristo habla en plural: habla a los discípulos. No les habla como personas individuales. Como personas, sí; tienen que recibirlo personalmente, pero como miembros de la Iglesia que está constituyendo. Viene el Espíritu Santo sobre ellos, pues como fundadores de la Iglesia, y por eso, están con la Virgen. El encargo de ser misericordioso no nos lo da en particular, sino como miembros de la Iglesia. Y el testimonio no lo tienen que dar las personas particulares, ni grupos, sino la Iglesia, para que sea un testimonio que convierta.

Vuelvo a recordar esta frase: “Que todos sean uno, como tú y yo, Padre, somos uno, para que el mundo conozca que tú me has enviado” (Jn 17,23). Cuando cualquiera de ustedes se encuentra con un pobre y toma su pobreza como algo propio, está dando un testimonio –aunque por desgracia no lo solemos hacer, claro–, pero estamos todavía con un déficit muy grande, y es que la gente no tiene por qué entender que eso pertenece a la Iglesia católica. Dirán: «Pues un cura que le ha dado por ahí. Conozco otros cuarenta curas que no lo hacen». Entonces, no es un testimonio de la Iglesia. «Pero ¿puede hacer bien?». «Pues, si hago lo que puedo, me santificaré». «¿Puedo dar un testimonio de que se convierta alguien?». Pues alguien se convertirá; pero desde luego el mundo no se convierte. Porque el Señor ha enviado a convertir al mundo no a fulanito y a menganito, sino a la Iglesia. Y la Iglesia no está representada ahí. Al revés, lo que está representado es que éste es una excepción en la Iglesia.

Piensen ustedes, hace unos días una muchacha intentó suicidarse. El párroco pudo pensar: «bueno, en la parroquia hay cuatrocientas familias, pues la podré llevar al menos a unas trescientas casas». En absoluto, solo se le ocurría una familia, porque no había más donde la niña pudiera pasar la noche. «¿Esto es un testimonio de la Iglesia?». Esto es un testimonio de esa persona y de cuatro que estaban alrededor. ¡Esto no vale! Por eso la gente no se convierte. Por eso, por más que hagamos unas cuantas personas en particular, no basta. Vean ustedes una cosa muy triste, en una vida que es alegre, la de santo Domingo. Si han hecho el Oficio de lecturas, se dice una alabanza de santo Domingo y es que rechazó varias veces el episcopado. ¿Por qué? No veía que pudiera ser pobre. A santo Domingo le dio por ahí y fundó a los padres predicadores. Para que en la Iglesia haya unas personas pobres que prediquen el evangelio hay que hacer un grupo, porque la Iglesia no hace eso. ¡Y ésta es la tragedia! No se le ocurrió: «si sucedo a los apóstoles, más potestad tendré y mejor lo haré, podré ser más pobre». Pablo era apóstol y era pobre, vamos. Desde la base, desde el fundamento mismo. ¿O es que uno tiene que hacer una cosa aparte?

El cardenal Cisneros en Toledo, como era franciscano, quiso vivir pobre. Y los reyes católicos, que eran reyes y eran católicos, le dijeron que no, que tenía que guardar la dignidad oportuna. Y él dijo que la dignidad consistía en vivir evangélicamente. Entonces, recurrieron a Roma y el Papa le mandó que viviera conforme a la dignidad de Cardenal de España. Y tuvo que aguantarse, el hombre. Ésta es la tragedia. Por eso, la Iglesia no avanza; porque los testimonios que se dan son individuales o de grupo, pero no aparece el de la Iglesia. Claro, a mí, que santo Domingo me cae especialmente simpático, pues lo veo como testimonio de la Iglesia, porque sé de dónde sale. Eso lo veo yo que estoy dentro; pero el que no está dentro, no ve nada.

Entonces, que nos demos cuenta de que la misericordia tenemos que vivirla manifestando que es algo que le toca a la Iglesia. Y por eso, la primera misericordia es misericordia de la Iglesia misma, no de la Iglesia como institución, pues de ahí nos viene, claro, del sacrificio de la Eucaristía que estoy celebrando ahora, o del sacrificio de la absolución. Eso ya está hecho, ahora bien, que se reciba mejor la Eucaristía, el sacramento de la absolución, eso sí que puedo hacerlo. Y que trabaje como se me ocurra, Dios me iluminará, para no reducirme a «yo hago lo que puedo», «doy el testimonio de humildad, de pobreza o de misericordia que puedo y lo demás»”. Y es que lo primero que puedo, y fíjense, que esto es lo más radical, lo primero es que el testimonio es de la Iglesia entera. Y segundo, que yo tengo ahí una responsabilidad, que puedo hacerlo. Porque el problema es que partimos de la base de decir: «bueno, y yo ¿qué tengo que hacer ahí?». Pues resulta que desde que estoy bautizado tengo una corresponsabilidad con el Obispo (cómo tengo que hacerlo, eso sería para todo un cursillo pastoral). Cómo tengo que hacerlo, pues Dios me iluminará; pero tengo que estar continuamente insistiendo para que la Iglesia sea misericordiosa. Ésta es la primera misericordia. Es decir, para que la Iglesia, en cuanto congregación de fieles (fieles incluidos los obispos, sacerdotes, religiosos/as, los casados y los aún están solteros), en ella todos tengamos suficiente misericordia.

Destinatarios de la misericordia

Esta misericordia, en primer lugar, supone simplemente que el otro forma una sola realidad conmigo, por tanto, no le veo como algo externo, a lo que yo acudo desde fuera; por eso tengo que darme cuenta de que tengo que tener misericordia conmigo y con él, porque claro los dos estamos en déficit. Y que si yo hago una limosna, en el sentido que sea, sea de cultura, sea de predicación, sea de testimonio, sea económica…, pues será que Cristo tiene misericordia de los dos: a mí que me mueve la caridad y al otro que le permite recibirlo. Y si lo recibe con fe, pues es un favor mucho más grande. Ahora bien, esto tiene que ser la Iglesia. Y, además, esto ¿sobre quién tiene que ejercitarse? Pues, evidentemente, en primer lugar, sobre los pecadores. Pues la obra de misericordia más grande que puedo hacer yo es absolver, claro está, y pedir por los pecadores, y celebrar Misa. En el aspecto de la realidad en sí, perdonar un pecado es mucho más que evitar que una persona se muera de hambre. Y no tengo más que aplicar lo que pienso para mí: es evidente que para mí es más importante que me haga santo que me dé salud física, vamos. Eso está claro. Para mí, por supuesto, que es lo que deseo. Y también se lo deseo a los demás.

Pero resulta que tenemos el aspecto del testimonio. Y en ese aspecto, suele ser más importante atender necesidades naturales que las sobrenaturales. ¿Por qué? Pues porque la gente de lo sobrenatural no sabe nada. Por ejemplo, yo me voy a casa de una persona bien acomodada, y voy precisamente porque está muy mal espiritualmente, y quiero que se convierta, y me paso allí la tarde y estoy hablando con él y estoy sufriendo muchísimo porque veo que no remata, pero al fin lo convierto. Ciertamente, he hecho una obra de misericordia inmensa; pero testimonio no he dado ninguno, porque irse a casa de una persona bien acomodada que te va a dar bien de merendar, que estás allí calentito en invierno y con aire acondicionado en verano, eso no manifiesta misericordia ninguna, ahí va cualquiera. Y el que no va es porque no le dejan, claro. En cambio, me voy a casa de un pobre, donde no hay dónde sentarse, donde está todo sucio, donde no tiene lo que la gente llama educación (porque para mí la educación es otra cosa completamente distinta, más bien es falta de educación la que tienen todas las personas acomodadas), pues esto es un testimonio, de momento, individual. ¿Por qué? Pues porque ahí no quiere ir nadie. Y si encima no consigo lo que quiero, que es de una manera u otra, convertirle, pues estoy dando más testimonio todavía, porque esto es lo que ha hecho nuestro Señor Jesucristo, sencillamente.

Nuestro Señor Jesucristo empieza a predicar desde el principio, pero fíjense que empieza con un lujo de milagros y de atención a la gente que no es, como decía san Pablo… Entonces vean ustedes, que en la Iglesia (digo en la Iglesia, porque esto no es la Iglesia) hace muchos siglos que se tiene la costumbre de hacer al revés: suponemos que, si convertimos a la gente lista, a la gente incluso buena, a la gente acomodada, ellos después convertirán a los demás. Pero no es ése el plan de Dios, porque así no se manifiesta la misericordia. Es al revés: Es atendiendo primero a los pobres; primero, no quiere decir que si aparece un rico no le podamos atender, claro está, pero cojan el evangelio y vean lo que dice. No estoy diciendo más que lo que dice el evangelio y lo que dice san Pablo. Entonces, ni estoy dando testimonio, ni estoy yendo a los que hay que ir primero, y estos son los que convierten después. La Iglesia no se formó al revés. Cuando la Iglesia estaba avanzando continuamente, que son los muy primeros siglos, las comunidades eran de pobres: “Ved, hermanos, que entre vosotros no hay muchos ricos, muchos sabios según la carne, sino lo que no es para convertir a lo que es” (1Co 1,26-27). Ahora suponemos al revés: «si tenemos cogida la Universidad (aunque es muy curioso porque la persistencia de los hombres en sus errores es algo que me enternece algunas veces, ¿no?), si tenemos a los universitarios, tendremos a toda la sociedad». Llevamos siglos, primero, teniéndolos, y no se convertía la sociedad, cada vez estaba peor; y luego, no teniéndolos, pero seguimos atendiéndolos. Ya lo advertía el otro día, todo el apostolado que hacemos es para gente acomodada. Y es que se hacen tal cantidad de retiros, de ejercicios, de campamentos, y de cosas, que todas cuestan dinero, que no pueden ir los pobres, claro, porque si van tendrán que ir de limosna.

San Pablo y los apóstoles hacían al revés: atendían a la gente pobre y estos fueron convirtiendo a los ricos. De manera que un florecimiento realmente cultural en la Iglesia, es ya en el siglo IV o por ahí, en los primeros siglos, salvo un san Justino que era filósofo y poco más, y precisamente en el siglo III, responde un padre, ése sí ciertamente inteligentísimo, Orígenes, a un libro escrito unos 70 años antes, donde se dice precisamente esto: que quiénes son los cristianos, pues una serie de incultos y mujercillas, lo que no es, sencillamente. Ahora vamos al revés: cogemos el cogollo de la sociedad. Pues, entonces, así la Iglesia no puede avanzar, ¿por qué? Porque va en contra de sus leyes constitutivas. Así no se manifiesta misericordia, al revés, así avanza o avanzaría cualquier partido político, pero lo que es la santa Madre Iglesia… Digo los partidos políticos, porque estos han avanzado al revés también, yendo a los obreros.

Pues, que nos demos un poco de cuenta: éste es el orden de la caridad. No es que yo no pueda querer muchísimo a una persona que sea muy rica, pero cuando quiero a una persona que sea muy rica, lo que le deseo es que se haga pobre, ¡eh! Yo, el objetivo que tengo siempre no es que los pobres estén bien situados, es que la gente que tiene dinero (no digo ricos, porque no los trato), gente acomodada, pues se queden sin dinero en el banco. Muy sencillo, que según lo va cobrando, lo va dando. Esto es lo que tiene que hacer: que no tenga nada, que se apoye en Dios. No veo por ningún lado la dificultad. Y me parece que es lo que dice el NT. En el AT, hay una frase que puede ser muy gráfica: “No me des pobreza ni riqueza, sino lo que voy necesitando” (Prov 30,8); ahora bien, en el NT es “dame pobreza, Señor”, proporcional a la tarea que tenga que desempeñar en la tierra. El que tenga ocho hijos pues tendrá que disponer aparentemente de medios, pero bueno, es para dárselos a los pobres, que son los hijos, claro está.

Examen

Pues, vean ustedes, ¿es esto lo que vamos haciendo? Pueden empezar por donde quieran, por examinarse ustedes a sí mismas: ¿yo tiendo a los pobres o tiendo a los ricos? Y cuando tiendo a los ricos, ¿tiendo a ellos en cuanto pobres (en cuanto son indigentes, necesitan evangelización, necesitan quitarse el peligro de la riqueza –y no estoy pensado en grandes capitales–)? Cuando ven un chico ¿piensan primero que debe estudiar (vamos a ver para lo que vale)? Pero es que para darle una cultura un poco especial hace falta que me conste que Dios se la quiere dar, porque si no es una riqueza que puede emplear mal, sencillamente. ¿Le quiero dar ese peligro? Nos pasamos el día procurando que la gente esté en las situaciones más peligrosas posibles. Es algo de locos, vamos. Porque en un momento afirmamos todo esto: las riquezas son un peligro, y luego vemos a un chico cualquiera y queremos hacerle rico. Pues yo, deliberadamente quiero que la gente sea pobre. ¿Por qué? Porque es lo más seguro. Porque es lo que está en el evangelio, ésta es la Buena Noticia: “Bienaventurados los pobres”. Entonces, ¿voy a los pobres porque me parece que aunque no lo sepan me van a contagiar la bienaventuranza y yo quiero pasarlo bien en este mundo y en el otro? Y es fácil, ¡es fácil!: está en las Bienaventuranzas, que son facilísimas de tener; porque si dijera “bienaventurados los millonarios”, pues sería el problema: a ver, ¿cómo ganamos millones? Pero lo que es ser pobre es facilísimo. Está al alcance de cualquier fortuna, hombre, ¡ser pobre! Pues vamos a hacerlo.

Entonces, ¿trabajo para que los demás crean en el evangelio? Y ¿me doy cuenta de que la forma de trabajar es yendo a los más pobres y que esto es precisamente lo que convierte a los ricos? No es que rechace, pero tengan en cuenta de que no nos extrañe que los ricos se rechacen solos. Aparece en el episodio del joven rico (cf. Mt 19,16-22): Jesucristo no le rechaza, al revés, le llama a su intimidad, pero el otro se va, claro. Porque la condición para la intimidad de Jesucristo es que diera lo que tiene. Ahora nos las hemos arreglado para que puedan ser íntimos de Jesucristo la gente que lleve la vida que le dé la gana: puedes tirar el dinero, que no dejas de ser íntima de Jesucristo; se puede organizar una Misa donde va toda la gente vestida de una manera absolutamente intolerable –desde el punto de vista de la pobreza, no digo ya desde el punto de vista de la moral sexual, por ejemplo– es intolerable, pero no importa, «estamos ofreciendo el sacrificio de Cristo». Miren ustedes, lo que habría que decir es «esta Misa, perdonen, yo no la puedo decir porque con estos vestidos que traen ustedes, así no se puede celebrar». Pero ¿hay alguien que se atreva a hacer esto ahora? Yo sí que me atrevo, ¿verdad? Pero, me parece que hay poca gente. Para formar todo este criterio ¿damos la preferencia a la misericordia sobre otra cosa cualquiera?

San Juan Crisóstomo dice que las iglesias tienen que estar dignas, pero que no entiende que se dé un vaso de oro para el Señor y se deje morir de hambre a la gente, no tiene sentido. Que todavía vea mucha gente como normal que quiera hacer una limosna y le regale un manto de no sé qué a la Virgen, que no pasa frío por más que haga porque es una imagen de madera, y que haya gente que no tenga qué ponerse, ¡esto es un despiste tan fenomenal! He dicho muchas veces, ¿qué rayos hace en un tesoro de la Catedral de Toledo un manto de ochenta mil perlas de la Virgen del Sagrario? Y la Virgen del Sagrario ¿para qué quiere ochenta mil perlas mientras hay ochenta mil hijos que se mueren de hambre? Pues que lo vendan y que lo den a los pobres. No estoy diciendo más que lo que decía san Juan Crisóstomo; y después, de otra manera, el papa actual (Juan Pablo II) en la Sollicitudo rei socialis (La solicitud de lo social), ¿no?

Bueno, y esto, ¿por qué no se hace? ¿es tan difícil? Habrá que ver cómo se hace el negocio para venderlo. Y es que nos hemos acostumbrado a que para Dios lo mejor, pero ¿qué es lo mejor para Dios? Pues, un corazón misericordioso y humilde: “Un corazón quebrantado y humillado, Tú no lo desprecias” (Sal 50,19); en cambio, “no aceptas holocaustos, ni sacrificios”, lo decimos tranquilamente todos los viernes, pero después actuamos como si no lo hubiéramos dicho.

En fin, que nos dejemos empapar de que la vida cristiana es una vida de misericordia, que nos empapemos de Cristo que es misericordioso, y que esto es la sustancia de la vida cristiana. Que la sustancia es esto: que la misericordia es el amor al indigente. Viéndole igual que yo, simplemente, como esto del AT, que es tu propia carne. ¿Cómo voy a decir que amo al prójimo si no me importa que el prójimo no tenga para comer? Puede no tener para comer porque se lo ha gastado en drogas, o en vino, o no le da la gana de trabajar; de hecho, no tiene para comer. Siempre que me preguntan «¿cómo se hace esto?», les digo «si fuera hijo suyo ¿qué haría?». Se ocuparía de él mucho más tiempo y entonces quizás no le diera tal o cual capricho. Pero a la señora que me dice: «al niño, como se ha empeñado, le vamos a comprar una moto», pero que está asustada porque igual se queda sin moto y sin niño dentro de nada, esta misma señora me dice que «no se puede tolerar que le compre usted a un gitano una furgoneta». Y bueno, digo yo: «y ¿por qué el gitano no puede tener un capricho? A su niño le gusta la moto, al gitano le gusta la furgoneta; pues vamos a darle el capricho a los dos. Lo único es que el gitano no tiene ninguno y su niño tiene cuatrocientos mil caprichos».

Pues esto, medítenlo, porque nunca lo meditaremos bastante. Que tenemos esta doble tarea: no dejar que nos influya el espíritu del mundo y cambiar el espíritu del mundo, nosotros, por lo menos dentro de la Iglesia. No vamos a llegar nunca ni a que todos los pobres estén evangelizados, ni a que toda la gente acomodada sea solo aparentemente acomodada porque no usa las comodidades y porque no tiene más medios oficiales que los que necesita para cumplir la misión que Dios le dé. Pueden ser necesarios muchísimos millones si un señor está llevando una fábrica, con lo cual está dando de comer a un montón de gente; pues para la fábrica tendrá que tener un montón de millones, de acuerdo, pero él no los tiene como suyos. Y cuando habla, lo dice así y se ve en su forma de vivir particular, que vive mal, sencillamente.

Extender esta mentalidad

Y luego, que nos demos cuenta de que tenemos que extender esta mentalidad. No es cuestión solo de lo que hacemos, sino de extender la mentalidad. ¿Cómo se extiende? –ya hablaremos un poco más–, pero pidiéndolo, pidiendo la misericordia, para la gente de la Iglesia y para todos. Dense cuenta de que en la misericordia dentro de la Iglesia entra que nosotros mismos necesitamos misericordia y, por tanto, la tenemos unos con otros, en la comprensión (no tengo que comprender solo a los gitanos, también a los que no les dan dinero, claro). No tengo que comprender solo a la muchacha que vive con un borracho e intenta suicidarse, tengo que comprender también a los que no son capaces de recibirla. Pero tengo que comprenderles a todos para cambiarles a todos. Si no, con que les comprendamos no sacamos nada en limpio. Tengo que comprender al que vive a mi lado, pero tengo que comprender al que viva lejos. Y al de lejos tengo que ayudarle y al que vive a mi lado también, para cambiarle la mentalidad. Ésta es la misericordia con él.

Y no escandaliza ya en la Iglesia –como congregación de fieles, que es un aspecto que le pertenece esencialmente también a la Iglesia– cuando en ella se multiplican los pecados y se manifiesta la misericordia dentro de nosotros también. Por eso, está muy bien que haya confesiones en las iglesias. Cuántas más haya y más solicitado esté, mejor. ¿Qué quiero decir? Pues que pecamos, claro. Natural, y hemos empezado la Eucaristía pidiendo perdón. Pero una cosa es que nosotros pequemos y lo reconozcamos y procuremos comprender a todos y actuar incluso en las cosas materiales, porque Cristo no es que curaba las enfermedades, Jesucristo no dice «tuve hambre y tuvisteis compasión», sino “tuve hambre y me disteis de comer” (Mt 25,35). De manera que tenemos que plantear las cosas para que la gente coma. Y tenemos que plantear las cosas para que la gente viva, de momento como quiere vivir, que será mal, para que luego libremente, que escoja la forma de vida evangélica. Y así es como lo conseguiremos, no al revés, ¿no?

Entonces, que manifestemos la misericordia comprendiendo a todos, pero que manifestemos la misericordia especialmente comprendiendo y atendiendo a los que están menos atendidos, a los más indigentes. Esto es lo que digo siempre: me importa menos faltar el respeto al obispo que faltar al respeto a un gitano, porque el obispo recibe muchas muestras de respeto al cabo del año, el gitano no recibe ninguna más que la que yo le dé, pero ¡ninguna! Por eso, está más necesitado de muestras de respeto, claro está. Mientras que la gente pensaría al revés: que me haya enfadado con un pobre que se ha puesto pesado, pues es muy disculpable; que la haya contestado mal al obispo… Al obispo le contestan bien a todas horas, no pasa nada porque le conteste mal un día, al obispo, al gobernador civil, o a quien sea. Pero a los pobres es a quienes hay que tratar con muchísimo respeto, porque hay que enseñarles que son unas personas humanas.

Dos frases de gitanos: una, «si me haces algo malo, me aguanto, pero si me lo hace un gitano» y le contestó un seminarista «y ¿por qué no te molesta que te lo haga un payo?», o te aguantas con todo, porque eres cristiano, o no te aguantas con los payos tampoco. Es una degradación. Y dos, la de una gitana que le decía a X: «No me vea usted como a una gitana, véame usted como a una persona necesitada». Tiene que decirlo, porque sabe que no se le ve así. El hecho de que me vea como cura ya sabe que no la voy a ver bien. Pero esto es el escándalo de la Iglesia, precisamente. De esto, ni se acusa la gente, vamos. De los pecados de pensamiento, ni se acusa la gente.

Como siempre, que demos gracias a Dios, porque por lo menos podemos hablarlo, ¡eh! Que no siempre se puede hablar así. En segundo lugar, que le pidamos perdón porque estamos todavía muy necesitados de misericordia, para tener algo nosotros siquiera, ¿no? Pero que pidamos perdón –como insisto siempre– no individualmente, sino como miembros de la Iglesia y por la Iglesia entera. Y pidamos, finalmente, que nos aumente la misericordia, pues como la que tenía santo Domingo de Guzmán, por ejemplo, que estaba evidentemente lleno de misericordia, y por eso, pedía mucho la pobreza, porque la forma de crecer la Iglesia es por la pobreza25. Ya saben ustedes la anécdota, cuando fue a predicar contra los albigenses26


Introducción


¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento el de Dios!” (Rm 11,33)


La ocasión vino con el año santo de la misericordia. Extraer y poner al alcance de todos algún filón del rico tesoro de don José Rivera sobre la misericordia. El objetivo de estas palabras es sencillamente el de ayudarnos a entrar en la vivencia que tuvo don José de la misericordia como participación en la misericordia de Dios Padre1; ciñéndonos particularmente a su predicación. Lo que hemos hecho ha sido escuchar las grabaciones que se conservan de sus predicaciones, dedicadas a la misericordia, ya sea en alguna meditación de retiros, ejercicios u homilías, tanto a religiosas como a seglares o sacerdotes, y transcribirlas, aportando una sencilla subdivisión de cada meditación en una serie de apartados que faciliten su lectura y añadiendo una breve nota al inicio como presentación2.

Hay una frase de la Escritura, del apóstol san Pablo, que nos sitúa en la perspectiva adecuada, que nos centra la mirada al tratar este tema: “¡Qué abismo de generosidad (misericordia3), de sabiduría y de conocimiento el de Dios!” (Rm 11,33). Efectivamente, don José, nos da testimonio de vivir a partir de la fuente que es la misericordia divina, un verdadero abismo, que le hechizaba, pues vivía inmerso en ese inmenso derroche de amor del Padre. En verdad, la vida es cuestión de amor y el amor es cuestión de fuente. No se domina el amor con métodos, con ensayos o entrenamientos, como si se tratara de un deporte; porque es experiencia de participación (“como el Padre”, Jn 15,9).

Al leer y escuchar a Rivera uno se va dando cuenta de que hay al menos dos claves que siempre, o casi siempre, están presentes en sus charlas, a modo de sencilla estructura sobre las que se apoyan la mayor parte de sus consideraciones. En primer lugar, gracias a la centralidad de la Encarnación, las realidades sobrenaturales son al mismo tiempo misterios y dones; esto es, algo que nos excede y desborda por todos lados, pero que nos es ofrecido como un don. Inabarcable, pero a la vez concreto, palpable y desafiante, tanto en la vida ordinaria como en las enseñanzas de don José. En segundo lugar, de una u otra forma siempre aparecen las notas específicas de la revelación neotestamentaria: novedad- radicalidad-totalidad-alegría. ¡Cuántas veces le oímos hablar de ellas!

Lo propio de Jesucristo en su vida y enseñanza está marcado por la novedad: respetando una cierta continuidad con lo creado, en la historia, irrumpe con algo absolutamente nuevo. De hecho, hay dos realidades en las que se pone de manifiesto esta novedad: «que Cristo es el Hijo de Dios (por eso se rasga las vestiduras el sumo sacerdote), ¡eso es muy fuerte!; y que Dios es misericordioso, que el modo de amar Dios –misericordiosamente– como lo expresa Jesucristo, nadie se lo podía imaginar», ni los ángeles podían soñar un amor tan grande. Y esto desde una raíz –la radicalidad– que es nuestro arraigo o injerto en Cristo y por Él en la Trinidad; como un amor que tiende a la totalidad: lo llena todo, lo invade todo, lo transforma todo, lo vence todo (omnia vincit amor); que tiene como fruto, la alegría, profunda y serena de este don y misterio.

Más aún, uno se va dando cuenta de que las grandes verdades reveladas en la Biblia, transmitidas en la Tradición viva de la Iglesia y en su Magisterio sobre la misericordia, ciertamente están presentes en don José, pero asumidas en una profunda síntesis personal y acogidas con tal fortaleza que las vive y predica como sometidas al ímpetu de un huracán que apunta siempre “hasta el extremo” (Jn 13,1). Es verdadera y creativa fidelidad.

De hecho, quienes mejor nos pueden enseñar en qué consiste la realidad de esta participación en la misericordia de Dios Padre son los que la han vivido, los santos; al tiempo que interceden por nosotros para ayudarnos a vivirla. ¿Quieres saber en qué consiste la misericordia? Mira a un santo. Cualquiera de ellos (desde María Magdalena o Dimas hasta Teresa de Calcuta o Maximiliano Mª Kolbe, etc., etc.) nos muestra con su vida en qué consiste la misericordia en cuanto participación en la misericordia de Dios Padre. Y en este contexto podríamos preguntarnos si acaso no será también el Venerable José Rivera parte de este «lugar teológico» donde seguir recibiendo los modos divinos de amar misericordiosamente.

Ahora bien, ¿cómo es este «ser misericordioso como el Padre» según don José Rivera? Unos ejes para orientarnos en estas charlas: primero, la misericordia divina que «hechiza» a don José (se refiere a la novedad y radicalidad); segundo, la esencia de la entrañable misericordia de nuestro Dios (la totalidad); tercero, felicidad y misericordia (la alegría). Como muchas de estas charlas fueron pronunciadas en Cuaresma, también podemos relacionar con la oración, con el ayuno y con la limosna.

La misericordia del Padre no es para él una teoría, ni una idea hermosa, ni siquiera una expresión atractiva sin más, sino la vivencia que experimenta del Amor del Padre, del amor en su fuente: «Mi debilidad no me asusta porque me hechiza su misericordia»; «el estilo de Dios es permitir miserias para manifestar misericordias». Así me lo imagino, sumergido en este abismo de generosidad, es decir, de misericordia; y al mismo tiempo de sabiduría y de conocimiento, ¡el de Dios! (cf. Rm 11,33): sobrecogido, encandilado y hechizado por esta realidad «enorme» (fuera de toda norma), recibiendo y participando de ella. Vive clavado, envuelto y transformado en este abismo infinito de la misericordia divina.

En contraste con un mundo que se «des-vive» porque se «endurece» de corazón (la esclerocardía a la que se refiere Cristo en Mt 19,8), tanto por escasez de misericordia, como por confusión de lo que es verdadera misericordia (capaz de perdonar el pecado, pero no de hacer compatible lo que de suyo es incompatible). De hecho, es muy llamativa la contradicción que en este punto solemos vivir: por un lado, nuestro mundo es refractario a todo lo que parezca una presentación enérgica, fuerte y, en ese sentido, aparentemente «dura» de lo cristiano; pero, por otra, parece que cada vez estuviéramos más «endurecidos» de corazón y no sólo de cerviz. Don José, más bien, dada la conciencia del mal del mundo, se coloca “en la brecha” (Sal 106,23): ante Dios, por todos (en lugar de, a favor de); y, comparando el abismo que contempla –el de la misericordia de Dios– con las expresiones deformes de lo que se suele entender por misericordia, esto le mueve a estudiar y profundizar particularmente en esta realidad. “¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y conocimiento, el de Dios!” (Rm 11,33), es decir, en lo que se refiere a Dios, cuanta más generosidad y misericordia, más sabiduría y conocimiento; no hay que poner entre paréntesis el conocimiento para ser más generosos o para tener más misericordia. En don José, precisamente su conocimiento de Dios, por contemplación y estudio muy serio, le hizo abismal en su misericordia, «como» el Padre.

El Evangelio rezuma sabiduría en forma de paradoja4: Que Dios sea más humano de lo que creemos, ya es asombroso; pero que nosotros seamos más divinos de lo que pensamos, es algo que nos parece demasiado bonito para ser verdad, ¿cómo nos iba a amar Dios tanto como para querer hacernos partícipes de su misma naturaleza (cf. 2Pe 1,4)? ¡Qué abismo de generosidad! La novedad de Cristo siempre nos rompe esquemas; y así, cuanto más nos dejamos mover por el Espíritu de Dios, que es un “espíritu de energía y de fortaleza” (2Tim 1,7) más profundo y sorprendentemente «tierno» se vuelve nuestro corazón; o, de otro modo, cuánto más blandengue parece nuestro mundo, más se globaliza la indiferencia y sufre sus consecuencias. Decía él que «si un médico pincha a alguien en el pie lo hace para ver si tiene sensibilidad, si no se ha esclerotizado». Lo mismo que para la salud del cuerpo vale para el espíritu, y para la Iglesia en cuanto Cuerpo Místico: ¿Cómo revitalizar miembros anquilosados por falta de la verdadera misericordia? Conocer y dar a conocer, recibir y transmitir esta “entrañable misericordia de nuestro Dios” (Lc 1,78), ciertamente, le tenía hechizado.

Misericordia, dice Rivera, «es una manera de amar, la propia de un corazón (cor) que carga con o se hace cargo de la miseria (miser) de aquel a quien ama». Como Dios ama a todos, carga con la miseria de todos y cada uno; y, por tanto, se inclina, se vuelca, con firmeza viril y entrañas maternas, sobre toda miseria. «¡Y se complace en ello!» Dios no tiene que hacer una especie de esfuerzo para cargarse de nuestras miserias, o para perdonar. Nosotros, en cambio, solemos decir: “¡cómo me lo vuelvas a hacer, te vas a enterar!”, mientras que Cristo lo que nos dice es: “vete y no peque más” (Jn 8,11); es decir, derrocha misericordia complaciéndose en ello.

San Bernardo decía que “causa diligendi Deum, Deus est; modo, sine modo diligere5 (la causa de amar a Dios, Dios mismo es; el modo, sin medida). Por eso, no hay manera de dominar o domesticar a Dios, ya que es semper maior; y por eso, siempre nuevo y sorprendente. El pueblo de Israel tendía a hacerse una imagen de Dios, un dios domesticable, llegó a fabricar –con la generosidad de todos– un becerro de oro, pero Moisés lo hizo polvo y se lo hizo tragar al pueblo disuelto en agua (cf. Éx 32,20). De alguna manera, fue ya un primer cáliz, el de beberse la idolatría, porque en sus moldes no cabe el Dios vivo y verdadero, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Porque deformaba la verdad de la misericordia de Dios.

Don José vive en la misericordia de Dios, vive realmente de ella, y la recibe en actitud contemplativa. Sí, sin contemplación no hay participación. Como de la misericordia va a tratar en muchas charlas de Cuaresma, el nexo misericordia-oración, así como misericordia-ayuno/limosna, lo va a encontrar servido en la Liturgia, desde donde afrontará la predicación, el trato personal propio de la actividad pastoral.

Una imagen tomada del Nuevo Testamento, en concreto del Benedictus, nos ayuda a entenderlo mejor: “por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el Sol que nace de lo alto” (Lc 1,78). Contemplar el sol es ya dejarse iluminar y tostar por él; contemplar a Dios es dejarse comunicar su amor. ¿Cómo si no entender lo que nos dice Cristo: “Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos (…) Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,44-45.48)? Nosotros, si pudiéramos controlar el sol, seleccionaríamos a quiénes darles calor y a quiénes no. Por el pecado original tendemos a estrechar el amor (a este sí, a estos no…): «¿cómo voy a querer a esta gente, con lo que me han hecho? Estoy justificado porque llevo razón, es que…». Es que no les miro aún desde Dios. Pues la razón de la razón es el amor, sin medida. El logos y el ágape. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no dejan de darse, devolverse y recibirse el uno al otro eternamente. Ése es el abismo de generosidad. Don José no lo deja de contemplar, vive ahí. Lo dice muchas veces: «vivo en la generación eterna del Verbo», de donde arrancan todas las virtudes. Es más, la virtud que no arranca de aquí no puede pretender esta universalidad e intensidad sin excepciones, propias de Dios. Porque le faltaría fuerza. Depende de la fuerza del principio, que es la generación eterna del Verbo. Si quieres alcanzar tu fin has de vivir conforme a tu principio.

Si nos deja boquiabiertos ver cómo una madre quiere a su bebé, ¿cómo nos dejaría ver cómo el Padre está eternamente amando a su Hijo, dándose a Él, y el Hijo al Padre, en el Espíritu Santo? ¡Un abismo de generosidad! Nuestras reacciones carnales suelen ser: «es que no puedo perdonar», «setenta veces siete, me parece injusto», «es muy difícil, es imposible», etc. Claro, sin la Trinidad es imposible. Así es Dios con nosotros. Y cuánta falta nos hace contemplarlo. Cómo admiraba lo que había experimentado Santa Teresa de Jesús: “Con regalos castigabais mis delitos6. Solo por participación en la misericordia del Padre somos capacitados para esta irradiación perfecta del amor: universal en cuanto a la extensión, extrema en cuanto a la intensidad. Ahí nos jugamos nuestro ser y vivir como hijos de Dios. Aunque sea un poco largo, merece la pena que leamos este texto de sus diarios:

“La fórmula de la absolución actual: Dios todopoderoso…: acción del Padre: todopoderoso, creador, misericordioso: su amor se vuelca sobre los inferiores, en cuanto creaturas, en cuanto pecadores. Con todo el interés –el amor– que se ha manifestado en la entrega de su Hijo al mundo. Y a mí me alcanza de lleno ese amor por hijo concreto, personal, individual, y por apóstol, por hombre, de cuya correspondencia, de cuya fidelidad a la gracia depende, de hecho, la salvación y santificación de muchísimos otros. Innegable la alteza a que me llama. No pone deseos que no quiera satisfacer. (…) Buena experiencia tengo acumulada de que el soplo del Espíritu arrebata de mi horizonte cualquier nube de deseos y pensamientos, sin esfuerzo ni dolor por mi parte, siempre que quiere hacerlo. Confianza. Porque lo que me ofrece este Padre omnipotente es su vida, su propia vida divina como perdón, es decir, como don reiterado. Los pecados pretéritos han ido construyendo en mí un vacío de energías, que debería haber recibido al acoger sucesivamente durante años y años las comunicaciones vitales ofrecidas; y han ido levantando hábitos, maneras naturales pecaminosas, que obstaculizan el ejercicio de la vida, que de todas maneras poseo. Pues bien, el perdón del Padre creador, omnipotente, consiste en crear ahora la gracia antes brindada y no admitida. Y a la par, en destruir esas edificaciones de apegos, levantadas trabajosamente por mí en tantos años. Cuanto más dispuesto acuda al confesionario, más pronto realizará el Padre su amorosa tarea. Notar que este perdón, por venir de Dios, «rico en misericordia», es decir, infinitamente misericordioso, se abate sobre «todos mis pecados», que no hay rincón de mi espíritu, de mi cuerpo, donde pueda quedar construcción alguna perniciosa; que no hay vacío que no alcance su obra plenificadora. Sí, muy enfermo, pero ante un médico omnisciente y todopoderoso.

Y la intervención de Cristo, del Esposo. Notar en mí mismo esta facilidad no ya para perdonar, sino para no pensar que perdono si alguien me ha dañado en algo. Notar mi estupefacción cuando ciertas personas me han pedido perdón algunas veces. Pues en realidad, yo no me siento ni siquiera devolviendo, puesto que mi amor ha quedado ofrecido, ellas no lo han acogido, ciertamente, pero yo no lo he retirado de su contorno. Permanece junto a ellas, como ofrenda que las penetrará en cuanto levanten la actitud obstructora… Y Él, el que me ama hasta la muerte, ¿cómo habría retirado su amor de mí?”7.

Que Dios “ve porque ama y ama a pesar de lo que ve8, es una realidad sublime, fuente de verdadera vitalidad para el ser humano; y esto, a don José le venía al pelo. Cuanto peor fueran las circunstancias, como no deja de contemplar la intención y poder de la Trinidad, más ama, a pesar de lo que ve. Por tanto, no se trata de ser misericordiosos como a nosotros nos gusta, o como al mundo le gusta, o como al destinatario le gusta, sino como la fuente de misericordia es; y entonces, de lo que se trata es de arrimarse. ¡Arrímate! ¡Júntate a la fuente!, que te irá llenando, te contagiará. ¡Ponte bajo el sol! No cuesta tanto. ¿Cómo va a ser tan complicado esto de ser cristiano? ¡Es un gozo recibir! El gozo de dejarte envolver, inundar y transformar por la misericordia de Dios. Quienes así lo han vivido nos muestran que el sujeto agente de la santidad es la misericordia: «Si llego a santo, ¡qué ejemplo de la misericordia de Dios!».

Esta misericordia divina, y no una caricatura de ella, contemplada así, nutre la esperanza. De hecho, el que ora crece en esperanza, ve toda situación como realmente superable, “contra toda esperanza” (Rm 4,18); y “quien ora no pierde nunca la esperanza9. Sin esperanza uno dice «¿para qué voy a rezar?». Es la única condición para recibir las maravillas de Dios:

“Las maravillas divinas no solamente no se desvanecen, sino que se multiplican. Mas la condición única, real, es la esperanza. La contemplación incesante, (…) nos arrebata hacia el Salvador que las realiza, y nutre la esperanza, (…) Pero apenas las contemplamos… Las empresas suyas… (…) La esperanza es ya maravilla en sí misma. (…) Cada persona es apenas lo bastante para fundamentar esperanza. Y por ello, resplandece de la hermosura misma de la esperanza, del amor divino que obra ya secretamente. Y que a nosotros nos ha sido dado adivinar, vislumbrar, y por ello gozar”10.

Es muy significativo lo que dice en uno de sus poemas: “Sálvalos tú solo, Señor, yo soy malo y los condeno”:

Señor, que los amas tanto

que has muerto en la cruz por ellos.

Sálvalos, Señor, Tú solo,

¡yo soy malo y los condeno!

No me pidas que te ayude,

que están mis brazos enfermos,

que está ronca mi garganta

y mis ojos están ciegos.

Que asfixian el alma mía

los ardores del infierno

de los hombres que podía

y no quise alzar al cielo.

Sálvalos entre tus brazos

fuertes de amoroso celo;

no cargues sobre mis hombros

de su dicha eterna el peso.

Sálvalos solo, que yo,

soy débil y me doblego11.

Desde esta luz enfoca la experiencia del propio límite, de la finitud, e incluso del pecado, que la solemos gestionar no desde un enfoque verdaderamente cristiano; pues si “Dios elige lo que no cuenta”12 (1Co 1,28), «¿por qué nos extrañamos de que nos haya elegido a nosotros? ¿por qué nos molesta que realmente no contemos?», decía él con frecuencia. Y en otras ocasiones: «Que a uno le moleste ser indigente es absurdo. El niño cuando no se deja ayudar es precisamente cuando va a hacer una travesura»13.

Frente a tantas críticas y prejuicios, qué bien vivía la expresión del Salmo: “pero yo confío en el Señor; tu misericordia sea mi gozo y mi alegría” (Sal 30,7-8). Y decía: «Que no me quieren, pues me da pena; pero no por mí, sino porque deberían quererme y, sobre todo, porque pudieran estar ofendiendo a Dios. A mí, el amor de Cristo me basta y me sobra, para dar y regalar». Tener prejuicios es como tener piojos, luego hay que «desprejuiciarse»… y ¡con la de cosas que hay que hacer!… Lo nuestro es “ser testigo, no más, de la ternura de Cristo14, ser misericordioso como el Padre15.

Alejandro Holgado