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Índice

Portada

Infelices

Créditos

Primera parte. Eros

1. El Círculo del Viena

2. Primera parte del testimonio de un asesor

3. Junio: William Burroughs

4. Adverbios

5. Still Ill

6. Amara

7. Segunda parte del testimonio de un asesor

8. No More Auction Block For Me

9. Enero: Christer Petterson

10. Haz lo que quieras

11. Tercera parte del testimonio de un asesor

12. Suite n.º 1

13. Julio-agosto: Robert Durst

14. Don’t Blame Your Daughter

15. Luz

16. Cuarta parte del testimonio de un asesor

17. Diciembre: Jim Gordon

18. Escorpiones

19. You Hold The Key To My Love In Your Hands

20. La Venus de Willendorf

21. Quinta parte del testimonio de un asesor

22. Mariposa

23. Septiembre: Mehmet Ali Agca

24. The Everlasting

25. Sexta parte del testimonio de un asesor

26. Manguito

27. Razonablemente felices

28. Half A World Away

29. Octubre: Andreas T.

Segunda parte. Tánatos

30. Por la boca muere el pez

31. El hombre de la paleta

32. There There

33. Séptima parte del testimonio de un asesor

34. Vocación o muerte

35. Cuando volví de Cuba

36. Noviembre: Michel Fourniret

37. Rape Me

38. Octava parte del testimonio de un asesor

39. Marzo: Krystian Bala

40. Hey

41. Inmaculada (Tríptico flamenco)

42. Novena parte del testimonio de un asesor

43. Febrero: Mary Bell

44. Aftershave y carmín

45. El matrimonio Arnolfini

46. Décima parte del testimonio de un asesor

47. Abril: Jack Unterweger

48. The Stranger Song

49. Oskar y Bebra

50. Undécima y última parte del testimonio de un asesor

51. Epitaph for my heart

52. La mujer que llora

53. Mayo: Rudolph Carnap

portadilla

La perrita Blackie no sabía lo que quería decir eso de la felicidad.

Por eso era tan feliz. Sin saberlo.

portadilla

JAVIER PEÑA nació en A Coruña en 1979, aunque desde hace más de veinte años vive en Santiago de Compostela, adonde se mudó para estudiar periodismo. Licenciado en Ciencias de la Información por la USC en 2001, ejerció la profesión durante nueve años en la, ahora ya extinta, delegación del Diario AS en Galicia. En plena celebración del Xacobeo 2010, aceptó una oferta para unirse al gabinete de la Consellería de Cultura de la Xunta. Durante los siete años siguientes su cometido sería escribir discursos para los conselleiros: llegó a contabilizar más de 1.000 discursos salidos del teclado de su ordenador. Tras una remodelación de gobierno en 2012 fue reubicado en Traballo e Benestar. Allí comenzó la escritura de Infelices, una novela sobre el fracaso y la tiranía de las expectativas que le ayudó a enfrentarse a sus propias frustraciones. Al terminarla decidió abandonar su puesto en la Xunta. Desde entonces escribe novelas, codirige la web cultural Inorantes, de la que también es fundador, colabora en diversas revistas y publicaciones, e imparte talleres de escritura creativa.

A Paula

Primera parte

Eros

1

El Círculo del Viena

Se llamaban a sí mismos el Círculo del Viena, aunque la razón era tan prosaica como que el café en el que se reunían cuando se saltaban una clase se llamaba Viena, un local con mesas macizas donde los jubilados se juntaban a jugar al dominó y te servían un churro seco con cada consumición. No solo habían bautizado su pequeño grupo, también se habían dado un apodo para cada uno. Eran Rudolph, Hans y Moritz, quien como fundador ostentaba el honor de llevar el nombre de Moritz Schlick, el promotor del verdadero Círculo de Viena. A ella, más adelante, la llamarían Karl, por Popper, que colaboró con el Círculo sin llegar a ser nunca un miembro de pleno derecho. En un primer momento protestó porque la llamasen Karl siendo una mujer; parecía como si les molestase tanta feminidad en su club particular. Desoyeron sus quejas y poco a poco fue asumiendo el sobrenombre que hoy sigue presente en sus recuerdos.

Conoció a los miembros del Círculo en Santiago en el primer año de facultad, no pasaban desapercibidos ni se esforzaban por caer simpáticos. Asunción, que compartía cuarto con ella en la residencia universitaria, solía llamarlos simplemente gilipollas número uno, gilipollas número dos y gilipollas número tres. Santiago era entonces, a finales de los noventa, un enjambre de estudiantes que zumbaba al ritmo de los días lectivos. Hace ocho años que no recorre sus calles, desde que en 2007 se mudó a Madrid. Le han contado que ya no hay estudiantes, que solo hay turistas. Le han contado que el Viena ya no es un café, sino la recepción de un hotel. ¿Es posible que una ciudad de piedra esté tan cambiada? Si ocho años han hecho eso con Santiago, qué no habrá hecho el tiempo con ellos, con esos tres infelices de carne y hueso y traumas.

El nombre de Círculo del Viena era la típica broma de Moritz; le encantaban los juegos de palabras. Aquel cuatrimestre habían estudiado a Schlick, Carnap, Hahn y Popper en una materia absurda llamada Métodos de Investigación, que, como tantas otras de la licenciatura, nunca les serviría de nada en la práctica del periodismo. No cree que ni siquiera entonces, cuando la realidad aún no había apagado sus ambiciones, se considerasen filósofos, científicos ni genios, pero, a decir verdad, no ha vuelto a encontrarse con un grupo de seres humanos tan extraños y pagados de sí mismos como aquellos Moritz, Hans y Rudolph, aquellos tres gilipollas que disertaban de casi todo porque de casi todo sabían, mientras sostenían las tazas de café americano, menta poleo (Hans, que siempre ha sufrido del estómago) o cacao soluble.

Era Moritz quien dirigía el rumbo de las conversaciones, ya entonces un torrente de creatividad con jerséis de ochos desgreñados como sus rizos; no resultaba difícil intuir que acabaría convirtiéndose en escritor, lo que no imaginaban era que un día utilizaría ese talento para desnudar sus miserias, las de todos ellos. El pequeño Hans apenas hablaba en el Viena, aunque tampoco es que abriese demasiado la boca fuera de allí; visto en retrospectiva, se hace natural encajar a aquel hombrecillo paticorto de pantalones escurridos, los bajos deshilachados de tanto pisárselos, en el oscuro gabinete en el que terminaría trabajando, arrinconado como asesor mientras sus entradas se convertían en calvicie, pelo por pelo. Pero quien de verdad concentraba el interés de Karl en aquellos primeros meses de universidad era Rudolph, el más alto de los tres, en la actualidad cronista de criminales, el gilipollas número uno en la nomenclatura de la compañera de residencia de Karl, con la tez morena y una magnífica cicatriz que le recorría media cara de arriba abajo. No era una de esas cicatrices rojizas y dubitativas que avanzan a trompicones, sino un hachazo perfecto integrado en el rostro por un artista de la costura; camisas impecables a las que levantaba el cuello, la voz grave y el aplomo de quien detecta que quieres acostarte con él; y lo cierto es que ella, a punto de cumplir los dieciocho, se moría de ganas por perder la virginidad.

En las novelas americanas que leía Karl, las quinceañeras se lo hacían con el capitán del equipo de lucha en una fiesta clandestina con mucho alcohol y algo de marihuana, pero ella entonces no bebía, no le había dado una calada a un porro, y nunca se había cruzado con un miembro del equipo de lucha. No es que fuera una estrecha, un calificativo que rehuía como a la peste, más bien al contrario: le costaba decirle que no a los chicos, pero nunca pasaba a mayores, que era lo que decían sus amigas para indicar si habían practicado sexo. Ese era el problema: no encontraba el momento de pasar a mayores.

A los pocos días de llegar a Santiago, Karl había aceptado la invitación para dormir con un compañero de residencia al que todos llamaban Mofeta (no hace falta explicar el motivo del apodo ni por qué nadie quería compartir cuarto con él). Sabía que ir a dormir, como pasar a mayores, era un eufemismo, y que en absoluto significaba dormir. Se habían besado un buen rato y él le había palpado (apretujado más bien) las tetas por encima del jersey, pero eso era todo lo que ella estaba dispuesta a permitir de un tipo al que llamaban Mofeta. Nadie podía culpar a Mofeta de querer algo más (y ella desde luego no lo hacía), ni de que cogiera la pequeña mano de Karl y se la llevase a la entrepierna, donde permaneció posada durante algo más de un segundo, lo suficiente para notar la dureza y darse cuenta de que medio segundo más significaría una aceptación tácita del pasar a mayores. Por eso la retiró con brusquedad y tal mueca de disgusto que el pobre Mofeta se quedó sin ganas de una segunda intentona, apagó la lamparita de estudio oxidada que colgaba sobre la cama y se durmió dándole la espalda y roncando rítmicamente.

No quería perder la virginidad con Mofeta. No es que pensara que en el futuro fuera a recordarlo con lágrimas en los ojos: «Le regalé mi flor a un maloliente». Lo que recorrió entonces su cabeza fue una experiencia de ese verano, que no había sido en sí pasar a mayores pero tampoco se había limitado al besuqueo de costumbre. Sucedió en unas fiestas de pueblo en las que se celebraba una victoria insignificante contra Napoleón, la noche anterior al día grande en que carrozas, fusileros, húsares, dragones, caballos engalanados y guerrilleros con trabucos tomaban las calles. Era agosto pero llovía a cántaros y las carrozas estaban guardadas bajo una lona para evitar que el cartón se deshiciera como un terrón de azúcar en una taza de café. Bajo la lona la condujo de la mano un francés un año más joven que la había besado en el bar. Ella le pidió con los ojos a su hermana gemela que la esperase en un portal para acompañarla después al hostal donde se alojaban. Estaban empapados y se reían tontamente como si estar calados fuese algo gracioso. El francés tenía un incipiente bigote pelirrojo que le restregó por la cara y le provocó un sarpullido que tardó días en desaparecer. Besaba fatal, metía la lengua tan adentro que Karl apenas podía respirar y de vez en cuando tenía que quitárselo de encima de un pequeño empujón. Cuando empezó a toquetearla por debajo de la camiseta, ella se dejó hacer pensando si por fin había llegado el momento de dar un paso más. Pero su pensamiento no duró demasiado. Antes de que se diera cuenta, él ya había deslizado la mano bajo su falda y se las había apañado para introducirle un dedo en la vagina; el corazón rápidamente acompañó al índice. Por supuesto, ya había tenido dedos alojados allí dentro, pero era la primera vez que esos dedos pertenecían a una persona distinta a ella misma. La sensación no fue agradable, ni en absoluto placentera, si hubiera tenido que definirla entonces, hubiera dicho que era como un bastoncillo para las orejas que se cuela más adentro de la cuenta.

«¡Quita!», gritó dándole un empujón al francés que lo hizo trastabillarse e hincar una rodilla en tierra. Los dedos intrusos se retiraron bruscamente dejando tras de sí un aguijonazo de dolor. El chaval estaba perplejo, debía de esperar gemidos, jadeos, un sí sí, un sigue sigue, un dios dios, o como poco cierta indiferencia, lo que de ninguna manera esperaba era acabar estampado contra una carroza. Se hizo un silencio que rompió Karl diciéndole: «Prefiero hacértelo yo» (que fue la mejor traducción que encontró del no soy una estrecha). Con torpeza, a oscuras bajo la carpa que repelía la lluvia estruendosa, manipuló por primera vez un pene. Al tacto el miembro le resultó decepcionante; también le resultó extraño que, antes de correrse, el francés sacase del bolsillo de los dockers marrones una pequeña linterna para que ella pudiera contemplar su sexo en apogeo; supuso que estaba orgulloso de él, a pesar de que no era gran cosa (pero eso Karl entonces aún no lo sabía).

Al día siguiente, cuando por fin dejó de llover y pudieron salir las carrozas, Karl vio al pelirrojo en el otro extremo de la avenida que el desfile dividía por la mitad. Se saludaron con un movimiento de cabeza antes de que los fuegos artificiales iniciasen sus silbidos y explosiones. Eso fue todo. Es posible que debajo del bigote, en la sonrisa del francés, hubiera expresión de victoria, de venganza napoleónica, de allons enfants, pero ella estaba demasiado ocupada intentando descubrir en qué parte de qué carroza desfilaba la salva de semen que había caído propulsada por tres certeros cañonazos. Han transcurrido diecisiete años desde aquel día pero, incluso hoy, con treinta y cinco, pocas cosas ha contemplado Karl que le hayan sorprendido tanto como aquella estampida biológica que ella misma había provocado. (Cuando más adelante le confesó el episodio a Moritz, él se encogió de hombros, le robó un cigarrillo del bolsillo trasero de los vaqueros, y comentó que, en su opinión, la prohibición del lanzamiento de enanos con casco en el estado de Florida atentaba contra la eyaculación masturbatoria).

La velocidad inhumana del líquido blanquecino cruzó su cabeza durante el segundo y medio en que su mano permaneció posada en la erección de Mofeta, y si algo tuvo claro era que no deseaba otro allanamiento de vagina. Al Rudolph de entonces, en cambio, con sus dedos largos y callosos de tocar la guitarra, estaba dispuesta a mostrarle el cartel de entren sin llamar.

Cuando invitó al Círculo del Viena a unirse a la fiesta de cumpleaños de Asun en la residencia universitaria, provocó el enfado de su compañera de habitación, que pasó dos semanas sin hablarle. Solo le levantó el castigo para saber si había pasado a mayores con el gilipollas número uno.

¿Quién le iba a decir entonces que acabaría teniendo una hija con uno de aquellos tres gilipollas?

2

Primera parte del testimonio

de un asesor

A lo largo de mi vida he sido parco en palabras, pero hoy pienso usarlas todas. Hoy escribiré palabras alojadas en mi cabeza que nunca han atravesado mi boca. Hoy hablaré con mi voz tras quince años hablando con la de otros. Dejaré a un lado la máscara y traeré al hombre: he aquí. Traeré ante vosotros al hombre al que llaman Óscar, aunque durante años, por un motivo u otro, me conocieron como Hans, quizá porque asociar mi persona al nombre de un premio les parecía poco pertinente. Una pequeña indisposición me obliga a escribir lo que debía decir de viva voz; nadie en el juzgado lamentará la pérdida, nunca he sido agradable a la vista. Es probable que en el proceso se escuche de mí que soy raro o que carezco de cualquier atisbo de inteligencia emocional: no me preocupa. Durante un tiempo creyeron que era superdotado y no me fue mejor. Siempre he pensado que no es más listo el que más habla: suele ocurrir lo contrario. ¡Y qué aburridos son todos! Me asusta pensar que llegue el día en que pueda aburrir a alguien tanto como ellos me aburren a mí. Espero que hoy no sea ese día. Odio a los verborreicos que se acercan a mí y me saludan y me preguntan a qué me dedico. En el fondo, les importa una mierda lo que hago o dejo de hacer. Lo único que quieren es una excusa para contarte su vida. No es que lo intuya, es que lo he comprobado empíricamente. Lo anoto en la libreta que llevo siempre en el bolsillo de mi trenca gris. En el último año me han interrogado acerca de mi puesto de trabajo un ingeniero de minas, un abogado laboralista, el rector de una universidad privada, un farmacéutico con el negocio en el centro y un funcionario del Grupo A —de entre todas las taxonomías humanas, la más inmodesta—. Yo, la verdad, prefiero pasar por antipático, aunque admito que tal vez «pasar por» no sea la expresión más adecuada, tal vez sencillamente sea antipático. La verbosidad es enemiga del intelecto, y sin embargo en mi entorno los que más hablan coinciden con los de carrera más exitosa, los más valorados por los jefes. Pienso ahora en un bocazas que tenía por compañero, un gracioso que cuando salíamos de cañas intentaba ligar con trucos de magia. Hacía una mierda con un cigarrillo encendido y un pañuelo que las dejaba boquiabiertas. Admito que ignoro dónde estaba la trampa, pero aunque fuera capaz de levitar o teletransportarse seguiría pareciéndome lamentable preparar trucos en casa para impresionar a chicas fáciles de impresionar. A esas cañas, lo confieso, me apuntaba por ella —y no muy a menudo—, por la chica del cáncer, la artífice de este testimonio, aunque entonces estaba convencido de que mis opciones de introducirme en su cuerpo deteriorado eran escasas. Sé que a algunos os ofenderá que la llame así: la chica del cáncer; sé que hay palabras, como cáncer, que os asustan. Si os acobardan las palabras, mejor que abandonéis la lectura de este testimonio, porque hoy pienso usarlas todas. Las palabras acotan, esculpen como el cincel, pocas lo hacen mejor que la chica del cáncer; y yo admito mi extraño culto por las palabras, tan maltratadas, utilizadas en exceso y excesivamente mal. El Prestidigitador —si no os importa, lo llamaré así, el asunto ya es suficientemente desagradable como para dar nombres que no me han requerido— contaba un chiste que he podido oír cientos de veces. Comienza pidiendo perdón, diciendo que es muy malo, aunque en realidad está deseando soltarlo, está convencido de que tiene gracia y, lo que es peor, a él se la hace y se ríe dando palmas cuando lo cuenta. Lo mismo me ocurría en la universidad cuando un amigo me venía con sus relatos —léelos, por favor, sé que no son buenos, pero necesito tu opinión—. ¡Venga ya! Si pensara que eran tan malos para qué iba a torturarme. Me pone enfermo. Mi amigo de la facultad decía que era un recurso retórico, yo lo llamo darse importancia y el Prestidigitador vive de eso. Pero bueno, el chiste en cuestión dice algo así: «Mamá, tengo que confesarte algo: soy un asesino». Y la madre: «Hijo, qué susto, pensaba que ibas a decir asesor». Lamentándolo mucho, no estáis ante un asesino. Si así fuera, este testimonio ganaría en interés, dónde va a parar. Pero no, soy asesor del Gobierno autonómico. Quiero decir: era asesor en el Gobierno autonómico. Aunque admito que cada vez que el otro contaba el chiste sentía un punto de envidia de los asesinos. De un buen asesino, no de un yonqui con el mono y una navaja de mariposa. De un Ted Bundy, un Ed Gein, un Charles Manson. Estaréis conmigo en que hay asesinos que son verdaderos artistas en lo suyo, tipos con un atractivo por encima de lo normal. El otro día leí que hay una tarada de veintipocos que quiere casarse con Manson, lleva años enviándole cartas, y mientras sus compañeras de instituto perseguían a cantantes adolescentes ella gastaba su paga semanal en un autobús a la prisión de Corcoran. No puedo imaginarme a nadie peleándose con sus padres, perdiendo a sus amigos o huyendo de casa para casarse con un asesor. Por otra parte, ¿cómo iban a hacerlo si nadie sabe qué es en realidad un asesor? El concepto en sí es muy vago, agrupa a expertos en protocolo con periodistas y licenciados en Ciencias Políticas; abundan también, es cierto, los familiares del Partido. Que nadie tenga ni idea de qué es un asesor no excluye que se les culpe de la corrupción, el paro o la crisis económica. Seguro que lo habéis oído alguna vez. ¡Por supuesto! El culpable de la crisis es este asesor que hoy escribe un alegato con su voz como antes escribía discursos con la voz de otros. O eso dicen, porque yo me niego a considerar discurso al martilleo compulsivo de ideas banales que me obligaban a repetir una decena de veces por semana y que, como trabajaba en el departamento de Bienestar, variaban en su temática entre el alzhéimer, el síndrome de Down, la parálisis cerebral, la pobreza infantil, la adicción a las drogas o el descenso de la natalidad. El Prestidigitador siempre decía lo mismo: «Con el discurso del alzhéimer no te mates, total no se van a acordar». Lo peor es que tenía razón. La Consejera cuando visitaba a los enfermos llevaba consigo los folios que yo había escrito ¡y se los leía! A los críos con síndrome de Down, a los de la parálisis que apenas se tienen en pie, a los drogadictos que solo piensan en la próxima dosis de metadona. Les leía las plazas que se habían creado para ellos, el porcentaje de crecimiento, el dinero que se había invertido. Era admirable porque lo decía de tal forma que hasta ella misma se convencía de que había salido de su bolsillo; repasaba con ellos equipamientos y reformas, refuerzo del personal y avances tecnológicos, tantos por ciento, número enteros, números con decimales, números primos, números simpáticos, cifras y más cifras, cifras infinitas, la sucesión de Fibonacci. Lo decía arrastrando la erre, porque encima la tía no sabe decir la erre. Tal vez, con suerte, brevemente, antes de la despedida, le dedicase unas palabras a lo bonito que era trabajar para ellos mientras la cuidadora le limpiaba la baba teatralmente a uno de los niños con parálisis. Un día en mitad de un discurso un viejo se cagó del modo más ruidoso y oloroso que se pueda imaginar. Por primera vez en mi vida me atraganté reprimiendo una carcajada, hasta el punto de que un enfermero intentó hacerme la maniobra de Heimlich.

3

Junio: William Burroughs

Te escribo desde Nueva York:

A través de las cortinas del Hyatt veo resplandecer el acero del edificio Chrysler, da la impresión de que si alargo el brazo podría tocar una de las águilas encaramadas al piso sesenta y uno, que sobresalen como el puño amenazante de un boxeador. El televisor centellea sobre las sábanas deshechas, un rótulo recorre la parte inferior de la pantalla, el mismo rótulo que ayer pude leer en los neones de Times Square. «Rudolph Giuliani pone en duda que el presidente Obama ame a América». Contemplar la caída de ese otro Rudolph me causa cierto desasosiego, como si se tratase de un presagio. Lo decías a menudo: «Nomen omen». El nombre es el destino. Tú, Moritz, me diste el nombre de Rudolph. ¿Significa eso que también has marcado mi destino?

En Times Square cruzo la calle cuarenta y dos en dirección oeste con la cámara Nikon colgada al cuello. Al dejar Broadway a mi espalda, Manhattan pierde su encanto y me envuelve cierta melancolía de drugstores y pharmacies, de amplios gimnasios y sudorosos ventanales. Llego al Hudson, el perfil de Nueva Jersey se dibuja al otro lado del río; ajusto el objetivo de la cámara y disparo una y otra vez.

De regreso al hotel me detengo en un Kentucky Fried Chicken. La cola de neoyorquinos aguardando su turno llega hasta la puerta. Ver a tanta gente esperando me ha abierto el apetito, como si hubiese racionamiento y los alimentos se fuesen a agotar si no me uno a la fila. No hay mesas libres y tengo que sentarme junto a dos chicas de veinte años, una negra con un traje beis de dos piezas y una pelirroja con vaqueros y camiseta veneciana. Dan cuenta de un cubo rebosante de pollo frito y sorben cocacola por una pajita haciendo estallar las burbujas y riendo tontamente. Hablan por los codos mientras devoran el pollo; cuento los pedazos que recorren el camino entre el cubo y su boca y me pregunto cuántos pollos habrá habido que colgar y desangrar para alimentar a dos jóvenes tan menudas.

Acabo con ellas en un local con música en directo en Washington Square practicando un deporte que consiste en introducir una pelota de ping pong en un vaso lleno de alcohol sobre el tapete de un billar. Quien encesta obliga al otro a beber el contenido. La más tímida, la negra, también la más guapa, atina siempre con el vaso ante las protestas de su amiga. «Fuck you, nigga!». A mí me falta práctica, pero mis lanzamientos pronto experimentan cierta mejoría. Curiosamente, la ebriedad mejora mi precisión. En la universidad solías decirme que me sucedía igual con las mujeres. Decías: «Rudolph, las peores decisiones las tomas cuando estás sobrio». No reparabas en que cuando estaba bebido eran ellas quienes decidían por mí. Anoto un punto y la pelirroja me ofrece con acento cerrado una compensación para no tener que beber: levanta su camiseta y me enseña los pechos. No lleva sujetador, tampoco lo necesita, sus tetas son tan diminutas que cuesta distinguir los pezones de las pecas. Propongo una última apuesta dejando caer sobre el tapete verde un billete de cien dólares tan nuevo que parece falso. La pelirroja se coloca el vaso sobre la cabeza, yo me sitúo al otro lado de la mesa de billar y lanzo la pelota de ping pong con todas mis fuerzas. Le doy de lleno en la nariz. El cristal estalla en el suelo y el whisky se derrama por los tablones de madera como la meada de un gato.

NO SOPORTO LA SANGRE

En 1951 William Burroughs y su esposa Joan viven en México. Se han marchado de Estados Unidos por un asunto turbio de drogas y posesión de armas. El 6 de septiembre están en casa de un americano llamado John Healey, junto a dos compatriotas, Lewis y Eddie, y un montón de botellas de alcohol que han sobrado de la fiesta del día anterior. Bill está allí para vender su pistola y obtener dinero para heroína. Aunque procede de una familia adinerada, cualquier asignación es poca para poder seguir inyectándose y no sabe hacer otra cosa que no sea cultivar hierba y drogarse. La Star nacarada del calibre 38 descansa sobre la mesa. Él bebe, Joan también; redondas gotas de sudor se escurren por la frente de Bill y se acumulan en el hueco que forma la axila de su mujer. Llevan juntos seis años, desde que los presentaron Jack Kerouac y Allen Ginsberg. La homosexualidad manifiesta de Bill no le ha impedido tener un hijo llamado Billy con Joan. El niño se ha quedado con unos amigos junto a su hermana Julia, hija de un matrimonio anterior de Joan. Quizás en ese momento de 1951 la relación entre Bill y Joan sea insalvable. Es difícil mantener cualquier tipo de relación con Bill, siempre está colgado, buscando cómo meterse o acostándose con chicos cada vez más jóvenes. Joan tiene 27 años, diez menos que él, pero parece mayor; apenas sonríe, su labio superior permanece inmóvil, Lewis y Eddie llegan a pensar que le faltan los dientes. Mientras beben, esperando a que John Healey aparezca con un comprador para el arma, Bill divaga. Dice que le gustaría vivir en Sudamérica cazando jabalís salvajes para alimentarse. Joan comenta con desdén que si tuvieran que vivir de lo que él cazara se morirían de hambre. Bill acepta el desafío: va a demostrar que es un buen tirador. Le pide a Joan que se coloque el vaso en la cabeza. Ella bromea. «Voy a cerrar los ojos, ya sabes que no soporto ver la sangre». William Burroughs dispara la pistola que ha ido a vender a casa de John Healy y le vuela los sesos a su mujer.

Vengo de estar arrodillado frente al váter en la postura más humillante en la que se puede hallar un ser humano, devolviendo un revoltijo de alcohol y bilis entre una letanía de ojalás. Ojalá no me hubiese parado en el Kentucky Fried Chicken. Ojalá no hubiese acompañado a las chicas a Washington Square. Ojalá tuviese mejor puntería. Ojalá durmiese plácidamente enrollado en las sábanas como hace la pelirroja de los pezones-pecas. Ojalá mi cuerpo tolerase el alcohol como cuando bebíamos agua de Valencia en las Galerías de Santiago. Una noche se me fue la mano y os perdí a ti y a Hans. En mi cabeza os buscaba sin cesar, pero es probable que no me moviese de la misma baldosa. A quien encontré fue a Asunción, que me preguntó si buscaba algo. Por mi forma de mirar al suelo, creyó que había perdido algo diminuto, una lentilla o una moneda de dos céntimos. Le dije que no buscaba nada, sabía que si le decía que os había perdido a vosotros no pararía de hacer bromas sobre vuestro tamaño.

Una cosa llevó a la otra y acabamos en mi casa. Debí de sufrir un espasmo o retorcer la boca cuando me tumbé desnudo sobre ella, porque desde ese momento no hizo más que repetir: «No me vomites encima, por favor, no me vomites encima». Así que no, Moritz, borracho tampoco tomo buenas decisiones. Anoche mientras lo hacía con la pelirroja aguantaba las arcadas concentrándome en evitar que ella me pidiera que no le vomitase encima.

Ahora me concentraré en no despertarla con el ruido de la ducha y poder abordar así el verdadero motivo de mi viaje. Quiero entrevistar a Julia, la hija de Joan Vollmer, la hijastra de William Burroughs. A su hermano Bill Jr. no podré entrevistarlo: le trasplantaron el hígado a los 28 años y murió de cirrosis con 33. Billy debía de tener una puntería terrible con la pelota de ping pong. Julia es la protagonista de esta historia, la niña de la madre muerta, la niña de la perdedora. Siempre he sentido una atracción irresistible por los perdedores.

Julia será el corazón del primer reportaje de una serie que me ha encargado La Revista. Once asesinatos. Yo propongo los asesinos, ellos no se meten en eso, me han ofrecido un año de contrato, una cantidad fija, sin dietas, sin facturas, apenas llega para costearme los viajes. Me siento Bill Burroughs dependiendo de la fortuna familiar para las drogas. A cambio me piden cinco mil palabras por reportaje, fotografías con buena resolución y puntualidad en la entrega. No han mencionado la calidad, pero hablamos de periodismo, la calidad es la última de las preocupaciones. ¿Y cuál es la alternativa? ¿Redactar sermones como Hans? ¿Ser escritor como tú y pagar para que publiquen mis relatos? He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la mediocridad.

Lo que veo en la ventana es la cicatriz que surca mi cara, esta cicatriz que ya es más parte de mí que los ojos porque nadie dice de mí es el tipo de los ojos negros, sino es el tipo de la cicatriz. Veo también el reflejo de la pelirroja subiéndose las bragas con un pequeño meneo del trasero. Siempre me han excitado más las bragas que suben que las que bajan, seguro que eso quiere decir algo sobre mí, pero ignoro el qué. Confieso que ahora me gustaría que la pelirroja susurrase lo que me susurró Asun la noche en que no le vomité encima. «Resulta que no eras tan gilipollas».

Rudolph.

4

Adverbios

MORITZ SCHLICK

Número de Registro: AC-68-15

Quiere que sea la novela perfecta.

Por eso ha tardado tanto en escribirla. Toda una vida ha tardado en escribirla. Hoy ha puesto la última coma y le ha dado a imprimir. Se ha bebido una cocacola mientras iban saliendo los folios unos encima de otros. Ha aplastado el bote del refresco hasta rajar la hojalata y la impresora seguía escupiendo papel. Ha tenido que cambiar el cartucho de tinta y el mazo de folios para que las páginas continuaran amontonándose. Finalmente, allí estaba su novela, tan voluminosa que cuando la ha levantado en el aire a punto ha estado de salir volando y desperdigarse como en aquella película de Woody Allen en la que al escritor se le cae al agua la única copia, página por página.

Quiere que sea perfecta, pero no quiere leer ni una sola palabra más de su novela. La reescritura del borrador ha sido dolorosa y sabe que si ahora la lee volverá a cambiarla. Probablemente deshaga algunos de los últimos cambios que luego rehará en otra relectura y así sucesivamente. Eso supondrá volver a darle a imprimir y beber una cocacola y rajar la lata y cambiar el cartucho y el mazo de folios.

Escribir es lo único que sabe hacer, aunque le duela. Escribir le ha dejado sin amigos porque se ven reflejados en sus relatos y no se gustan. Las mujeres que se acostaron con él no quieren que se vean sus rarezas, y todas las tienen. No les gusta identificarse en las partes más oscuras del relato, aunque lo hacen y siempre aciertan. Hasta ahora ninguna se ha equivocado. Y eso que no da nombres a sus personajes. Los hombres que le contaron con quién se acostaron también se enfadan porque no quieren que sus mujeres los descubran, aunque lo hacen y siempre aciertan. Lo insultan y amenazan como en aquella película de Woody Allen en la que su cuñada blande un revólver contra el escritor por haber contado que se la comió delante de su abuela ciega.

Al menos le queda un amigo, el único ahora, al que le da igual si cuenta algo sobre él; el único que le anima a que siga escribiendo aun con el dolor que le provoca. Es un hombre de mundo, que se acuerda de él y le escribe y le cuenta sus historias de asesinos y nunca lo hace desde la misma ciudad.

Escribir le duele porque las ideas vuelan de su cabeza como los folios de la película si no las plasma pronto sobre el papel. Si le surge una idea, puede dejarte con la palabra en la boca y marcharse corriendo a sentarse junto al ordenador, la cocacola de lata y el cartucho de repuesto. A menudo cuando le hablas está ausente y contesta con adverbios que no encajan en la conversación. Le dices: «Cuántas horas tardas en coche hasta allí». Y él te responde: «Sí». Le dices: «Te vas a acabar el cruasán». Y él te contesta: «Más». Le dices: «Estás escribiendo algo ahora». Y él te replica: «Bien». Luego echa a correr junto a su ordenador y cocacola y cartuchos.

Escribir le duele aunque es lo único que sabe hacer. Está obsesionado con que le plagien como en aquella película de Woody Allen en la que el escritor le plagia una novela al amigo que cree muerto y resulta que solo está en coma. Por eso cada vez que termina un relato, y es capaz de hacerlo a diario, se apresura en ir al registro de la propiedad intelectual y espera allí en la puerta a que abran a primera hora de la mañana. Y el funcionario lo ve y suspira y le dice que por qué no junta varios relatos y los lleva agrupados y así no tiene que ir todos los días. Y él le contesta que, claro, así le dará tiempo a alguien a robarle las ideas. Y eso es lo que le responde cuando no está concentrado en un nuevo relato y simplemente le dice «mucho» o «todavía» o cualquier otro adverbio y se marcha corriendo a escribir a su casa. Y el funcionario piensa que está loco.

Pero ahora no son relatos, ahora está escribiendo una novela, la primera, y quiere que sea perfecta, por eso ha tardado una vida en escribirla. Y le ha enviado el primer borrador a su amigo, el único del que se fía, el que viaja por el mundo y le cuenta historias y no le importa que se sepan. Porque los otros, si no quieren que se sepan, ¿para qué se las cuentan? Y si ellas no quieren que se sepa que se han acostado con él, ¿para qué lo hacen? ¿Qué sentido tiene hacer nada que no se pueda contar después? Y si las amigas de ellas son capaces de identificar lo que han hecho en la cama, tal vez sea porque ellas mismas se lo han contado. Así que ellas sí pueden decírselo a una amiga, pero él no puede escribirlo. Además, ¿de qué quieren que escriba? ¿Hay alguien que escriba que no lo haga sobre su vida? ¿Hay alguien que sea capaz de hacer tabla rasa y escribir como si no viviera en este mundo? Admite que quizá sea posible en escritores de ciencia ficción, pero él no escribe ciencia ficción. ¿Cómo puede escribir alguien sobre sexo sin practicar sexo? ¿Cómo puede alguien escribir bien sobre el sexo que no ha practicado? O, en el peor de los casos, sobre el sexo que no le han contado. Y su amigo que tiene mundo porque viaja, le entiende. Tiene mundo y se nota, y buen gusto, porque le ha dicho que su novela le ha emocionado hasta la lágrima. Y eso que solo ha leído el primer borrador porque las reescrituras son mejores, aunque ahora no sabe si deshacer los cambios y volver a imprimir.

En cualquier caso, mañana a primera hora estará en la puerta del registro, a pesar de que al funcionario no le gusta que espere sentado en el portal, y luego irá a celebrarlo con su amigo que, aunque viaja mucho, está aquí desde ayer para hacer una gestión que no le ha explicado. O puede que sí se la haya explicado y no haya prestado atención y le haya contestado «quizás» o «desde luego» o «estupendamente».

Lleva consigo dos copias de la novela que él mismo ha encuadernado en espiral, aunque lo ha hecho con los ojos entornados para no leer ni una palabra más y no tener que hacer más cambios porque ya ni siquiera le quedan cartuchos de tinta para poder imprimir. Sí le quedan cocacolas y ahora tiene una en la mano mientras espera por el funcionario que cuando lo ve suspira, saca las llaves del registro y le pregunta qué va a ser hoy. Luego se acomoda en la silla de oficina y él le entrega dos copias de la que quiere que sea la novela perfecta. El funcionario enciende el ordenador y teclea el nombre del escritor, que sabe de memoria, entra en su archivo y desciende con el ratón, relato tras relato, hasta imprimir la yema en el botón izquierdo. Al llegar al final del archivo le pregunta el título de la obra que quiere registrar esta vez. Cuando se lo dice, lo mira fijamente. Lo mira con sorpresa. Lo mira con perplejidad. Algo va mal. Está tardando demasiado en volver a teclear. Le ha dado tiempo a terminarse la cocacola. El funcionario le dice que eso no puede ser. Le dice que ayer estuvo allí ese famoso hombre de mundo, ya sabe, ese que viaja tanto. Le dice que registró una novela con el mismo título. El mismo. Le dice que la tiene allí encima de la mesa. Le dice que, aunque no suele hacerlo, la ha estado leyendo por ser de ese hombre con tanto mundo. Le dice que le ha emocionado hasta la lágrima.

Y realmente la novela se parece mucho a la suya. Se parece tanto como la última reescritura al primer borrador. Mientras aplasta la lata de cocacola hasta rajar la hojalata, se acuerda de lo que le dijo ayer su amigo. Le dijo que, como viaja mucho, van a tener que pasar un tiempo sin verse. Le dijo que su avión sale hoy a mediodía.

Qué va a hacer entonces, le pregunta el funcionario. Él le responde «a menudo» mientras le secciona la yugular con la lata de cocacola. Mira el reloj. Aún está a tiempo de ir a casa de su amigo. Parece que finalmente la novela va a tener un último cambio, pero no le importa, él lo que quiere es que sea perfecta.

5

Still Ill

THE SMITHS

Marga da un sorbo al gin-tonic.

Sus amigas la han dejado plantada. Ella hace un esfuerzo por salir, acarrea consigo sus células defectuosas, unidades reproduciéndose por mitosis de manera incontrolada, fichas de dominó que caen hacia el lado equivocado sin motivo aparente. Pero eso a sus amigas les importa una mierda. Al parecer, no pueden dejar a sus hijos con sus novios porque temen que los pongan a la venta en eBay, o algo semejante. Luego le dicen: «Mejor quedamos en el parque a las cinco y nos vemos, allí los niños están ocupados y podemos hablar». ¿Hablar? ¿Hablar de qué? Hablar de niños. No se dan cuenta de que ella los detesta. Marga tiene veintisiete años y un carcinoma de mama, su plan ideal dista bastante de sentarse en un banco del parque a ver a unos monstruos cuellicortos saltar sobre un tatami acolchado.

Otro sorbo de gin-tonic, pequeño, de los que mojan la lengua.

En la sala del bar va a comenzar el concierto. Los tres músicos apenas pueden moverse sin tropezar. El calor ocupa los intersticios, huele a sudor, a orina, a algo agrio; los olores se mezclan y se vuelven indistinguibles.

Es su primera copa en cuatro meses. Cuatro meses sin experimentar la euforia del alcohol, esa euforia inicial que se solidifica a cada trago y acaba convertida en lastre. Cuatro meses desde que un cansancio agotador se hizo uno a uno con sus miembros, primero las piernas, luego los brazos, después el cuello, como una presencia insólita que toma una casa estancia por estancia hasta que te expulsa, cierras la puerta y tiras la llave a la alcantarilla.

Un dolor en el pecho la arrastró al médico por primera vez. Doctor Inútil Número Uno le habló de neumonía o herpes zóster. Marga dijo: «Excelente, veo que lo tienes claro». La sometieron a nuevas pruebas. Doctora Inútil Número Dos culpó a un virus y le indicó que un día entero bajo el edredón sería suficiente. Se arropó con un nórdico de Ikea que amarillea porque no tiene funda. El dolor en el pecho fue suavizándose, pero la casa permanecía tomada. Los dos bultos de la axila brotaron en esa etapa. Marga dijo: «Conociéndome, es probable que haya contraído la peste bubónica». De vuelta al hospital, Doctora Inútil Número Dos aseguró que los bultos eran consecuencia de la depilación y le aconsejó que dejara de hacérsela unas semanas. Un mes más tarde, los bultos seguían en el mismo sitio y lo único que habían avanzado era que Nico, su hermano, la llamaba la hippie tuerta desde que la vio salir de la ducha de casa de sus padres con un sobaco depilado y el otro rebosante de pelos tiesos como espigas de un trigal.

La fase final del proceso comprende a un Doctor Inútil Número Tres, dos biopsias, el sorteo de Lotería Navidad y un papel con la letra apretada y trece palabras en mayúscula. CARCINOMA DUCTAL INVASIVO EN ESTADIO DOS EN MAMA IZQUIERDA CON GANGLIOS LINFÁTICOS AFECTADOS.

Ese fue el diagnóstico que Marga recibió el mediodía del 22 de diciembre. En la pantalla del televisor de la sala de espera una pareja descorchaba cava riendo y llorando al mismo tiempo.

En Nochebuena condujo hasta casa de sus padres; su madre no había dejado de abrazarla cuando Marga le dijo que tenía cáncer. Su hermano se pasó la noche cantando vuelve a casa por Navidad.

Hoy, transcurridas cuatro de las ocho sesiones de quimioterapia programadas antes de la operación, Marga se ha atrevido a emborracharse. Ha vaciado el gin-tonic sin darle tiempo al hielo a deshacerse. El cubito baila ahora ruidosamente en la copa tratando de llamar la atención, como si se percatase de su inutilidad, alborotador como todo lo inútil.

Marga no sabe explicar el motivo de su buen ánimo; no es que le haya encontrado el sentido a la vida ni ninguna mierda por el estilo. Probablemente sea porque el tratamiento le está resultando más llevadero de lo esperado.

Ha elaborado una lista:

1. Cansancio

2. Mareos

3. Ardor de estómago

4. Calambres

5. Vagina seca

6. Menopausia

7. Uñas débiles

Los corticoides que le inyectan le provocan calambres en el vientre como si un hámster con el rabo ardiendo correteara por sus intestinos. La goserelina que le inyectan para inducir la menopausia desajusta su cuerpo como un virus informático desajusta un ordenador. La regla se ha ido, se ha desvanecido, no regresará en diez años. Al revolver en el bolso para pagar el gintonic, encontró un tampón perdido, un anacronismo, un vigía en la selva de Guam cuando la guerra ha terminado. La menopausia le genera sofocos que nacen en la garganta y la hacen sudar a chorros por el labio superior. Le han salido unas manchas pardas en las uñas, que se han debilitado como si fueran a caerse.

Hasta ahí el recuento de daños. Es tan llevadero que la anima. El cáncer la anima. El día de la primera sesión unas viejas la vieron llegar sonriente. «Mira qué feliz viene esta», dijo la más arrugada. «Pues ya se le quitará la sonrisa», dijo la otra. «Y mira qué pelo tan bonito», dijo la arrugada. «Pues ya se quedará sin él», dijo la otra. Marga, sin cambiar de gesto, les dijo: «Señoras, que las oigo, que tengo cáncer, no estoy sorda». ¿Dónde estarán ahora? Puede que muertas. Le gustaría que la vieran, cuatro sesiones después, y aún con la sonrisa en los labios.

. Corticoides

2. Goserelina

3. Polla

Asume el sexo a cambio de la compañía, como en una transacción comercial, un intercambio de favores, el fundamento de las relaciones humanas, eso que algunas parejas llaman amor, y otras, simplemente, pareja.

Evidentemente, el sexo que ella quiere, el que a ella le gusta, es algo diferente, y no está dispuesta a renunciar a él para siempre. Pero sí por ahora. Si algo le ha enseñado el cáncer es a vivir cada día, o mejor dicho cada tres semanas, de sesión en sesión de quimioterapia. En esta sesión tiene pareja, la siguiente, Dios dirá.

En esta sesión, el bajo toca los Smiths, el cantante canta Still Ill, y Marga está feliz, borracha por primera vez desde el 22 de diciembre. En esta sesión lo tiene claro: la vida para ella es solo tomar y no dar.