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Índice

Portada

El universo en tu mano

Créditos

Prefacio

Primera parte. El cosmos

1. Un estallido silencioso

2. La Luna

3. El Sol

4. Nuestra familia cósmica

5. Más allá del Sol

6. Un monstruo cósmico

7. La Vía Láctea

8. El primer muro del fin del universo

Segunda parte. Comprender el espacio exterior

1. Ley y orden

2. Un pedrusco problemático

3. 1915

4. El pasado en capas

5. Expansión

6. Sentir la gravedad y sus ondas

7. Cosmología

8. Más allá de nuestro horizonte cósmico

9. El Big Bang: pruebas de cargo

Tercera parte. Rápido

1. Preparación

2. Un sueño peculiar

3. Nuestro propio tiempo

4. Cómo no envejecer

Cuarta parte. Un chapuzón

1. Un nódulo de oro y un imán

2. Como pez en el agua

3. Al entrar en el átomo

4. El duro mundo de los electrones

5. Una cárcel peculiar

6. La última fuerza

Quinta parte. Hasta el origen del espacio y el tiempo

1. Tener confianza

2. La nada no existe

3. Antimateria

4. El muro detrás del muro

5. Los pasados perdidos están por todas partes

Sexta parte. Misterios inesperados

1. El universo

2. Infinidades cuánticas

3. Ser y no ser, más bien

4. Materia oscura

5. Energía oscura

6. Singularidades

7. El gris es el nuevo negro

Séptima parte. Un paso más allá de lo conocido

1. De vuelta al inicio

2. Muchos Big Bangs

3. Un universo sin límite

4. Un pedazo inexplorado de realidad

5. La teoría de cuerdas

Epílogo

Agradecimientos

Bibliografía

Nota editorial

Notas

portadilla

La perrita Blackie estaba hecha de polvo de estrellas.

Como todos nosotros.

portadilla

CHRISTOPHE GALFARD (París, 1976) se doctoró en física en la Universidad de Cambridge bajo la tutela del mismísimo Stephen Hawking. Le gusta decir que aún conserva la camisa que vestía cuando investigaba con él los agujeros negros, aunque hace tiempo que abandonó el ámbito académico más cerrado para acompañar al gran público de la mano por los misterios del universo. Desde entonces se ha convertido en el divulgador joven más brillante y riguroso del momento, alternando animadas conferencias, apariciones en programas televisivos y alimentando la conversación directa con sus lectores a través de su página web (en especial en la sección «Pregúntame sobre el universo»). Con ese espíritu ha publicado tres novelas y también ayudó a su maestro y a su hija Lucy Hawking a escribir una exitosa novela juvenil, bestseller de The New York Times y traducida a 45 idiomas. Todas sus inquietudes y anhelos han quedado condensados en el titánico pero accesible El universo en tu mano, un libro en el que se propone dos cosas: no dejar a ningún lector atrás y emplear una sola fórmula (E=mc2). En Para entender a Einstein, su segundo ensayo, enfrenta al gran público a la teoría de la relatividad, aquella que cambió el curso de la ciencia y sentó las bases teóricas del mundo tal y como lo conocemos.

A Marius y Honoré

Prefacio

Antes de empezar, hay dos cosas que me gustaría compartir contigo.

La primera es una promesa; la segunda, una intención.

Mi promesa es que en todo el libro solo hay una ecuación. Esta:

E=mc2

La intención, mi intención, es que a lo largo de este libro ningún lector se quede rezagado.

Estás a punto de emprender un viaje por el universo tal y como lo entiende la ciencia actual. Estoy plenamente convencido de que todos somos capaces de comprender la información que nos puede proporcionar.

Y tu viaje comienza ahora, muy lejos de tu hogar, en la otra punta de la Tierra.

Primera parte

El cosmos

1

Un estallido silencioso

Imagina que te encuentras en una remota isla volcánica durante una calurosa y despejada noche de verano. Las aguas del océano que te rodea están tan calmas como las de un lago. El insignificante oleaje apenas alcanza a lamer la arena de la orilla. No se oye ningún ruido. Estás tendido en la arena, con los ojos cerrados. La arena, recocida por el Sol, calienta el aire, saturado de aromas dulzones y exóticos. Nada perturba la paz del ambiente.

De repente, un chillido a lo lejos te hace respingar y otear con preocupación la oscuridad.

Y a continuación... Nada.

Lo que fuera que chillaba calla ahora. No hay nada que temer, después de todo. Puede que esta isla sea peligrosa para algunas criaturas, pero no para ti. Eres un ser humano, el más poderoso de los depredadores. Tus amigos vendrán en breve para tomar una copa contigo; estás de vacaciones, así que te recuestas en la arena para concentrarte en pensamientos propios de tu especie.

Una infinidad de lucecitas parpadea a lo largo y ancho del firmamento. Incluso a simple vista notas que están por todas partes. Y recuerdas las preguntas que te hacías de niño: ¿qué son esas estrellas? ¿Por qué parpadean? ¿A qué distancia están? Y, por último, te preguntas: ¿llegaremos a saberlo algún día? Luego, con un suspiro, vuelves a relajarte sobre la arena calentita, te desentiendes de esas tontas preguntas y te dices a ti mismo: «¿Qué más da?».

Una diminuta estrella fugaz atraviesa el cielo y, justo cuando estás a punto de pedir un deseo, sucede algo extraordinario: como en respuesta a tu pregunta, 5.000 millones de años transcurren en un instante y, antes de que te des cuenta, ya no te encuentras en una playa, sino en el espacio exterior, flotando en el vacío. Eres capaz de ver, oír y sentir, pero tu cuerpo ha desaparecido. Eres etéreo. Una mente pura. Y ni siquiera tienes tiempo para preguntarte qué ha sucedido, ni para gritar pidiendo ayuda, porque te encuentras en una situación de lo más peculiar.

Ante ti, a unos pocos cientos de miles de kilómetros, vuela una esfera recortada sobre un fondo de estrellas diminutas y muy distantes. Refulge con una luz de un tono anaranjado oscuro y avanza hacia ti girando sobre sí misma. No tardas mucho en comprender que lo que recubre su superficie es roca fundida y que ante ti tienes un planeta. Un planeta licuado.

Desconcertado, una pregunta te pasa por la cabeza: ¿qué monstruosa fuente de calor es capaz de licuar así un mundo entero?

Y justo entonces aparece a tu derecha una estrella inmensa. Su tamaño, comparado con el del planeta, es asombroso. Y también gira sobre sí misma. Y, además, se desplaza por el espacio. Y parece estar creciendo.

Pese a que ahora está mucho más cerca, el planeta parece una diminuta canica naranja frente a la gigantesca bola que continúa creciendo a un ritmo insospechado. En apenas un minuto ha doblado su tamaño. Ahora mismo tiene un tono rojizo y expulsa violentos y descomunales filamentos de plasma de millones de grados de temperatura, que atraviesan el espacio a una velocidad muy similar a la de la luz.

Todo cuanto ves es de una belleza monstruosa. De hecho, estás presenciando uno de los acontecimientos más violentos de cuantos se producen en el universo. Y, aun así, no se oye nada. Todo está en silencio, porque el sonido no se propaga en el vacío espacial.

Esa estrella no puede seguir creciendo a ese ritmo, piensas para tus adentros; pero continúa haciéndolo. Supera ya cualquier tamaño que pudieras haber imaginado, y el planeta licuado, incapaz de resistir las fuerzas que lo asaltan, termina por desintegrarse. La estrella ni se percata de ello: sigue creciendo, centuplica su tamaño inicial y entonces, de repente, explota y lanza toda la materia que la componía hacia el espacio exterior.

Una onda de choque atraviesa tu forma incorpórea y, después, solo queda polvo esparcido en todas direcciones. La estrella ya no existe. Se ha convertido en una nube colorida y espectacular que se expande ahora por el vacío interestelar a velocidades propias de los dioses.

Lenta, muy lentamente, te repones de tu asombro y, mientras vas entendiendo lo que ha sucedido, un extraño momento de lucidez abruma tu mente con una verdad aterradora. La estrella que has visto morir no era una estrella cualquiera. Era el Sol. Nuestro Sol. Y el planeta derretido que ha desaparecido a su paso era la Tierra.

Nuestro planeta. Tu hogar. Desaparecido.

Acabas de presenciar el final de nuestro mundo. No una especulación ni una descabellada fantasía de supuesto origen maya. El final de verdad. El que la humanidad sabe —desde pocos años antes de que nacieras, y 5.000 millones de años antes de que suceda lo que acabas de ver— que ha de producirse.

Mientras intentas poner en orden esas ideas, tu mente regresa de inmediato al presente, a tu cuerpo, a la playa.

Con el pulso acelerado, te incorporas y miras a tu alrededor, como si acabases de despertarte de un sueño muy extraño. Los árboles, la arena, el mar y el viento siguen ahí. Tus amigos estarán contigo en un momento, puedes verlos a lo lejos. ¿Qué ha sucedido? ¿Te has quedado dormido? ¿Has soñado lo que viste? El desasosiego se extiende por tu cuerpo mientras empiezas a plantearte nuevas preguntas: ¿hay algo de todo eso que sea real? ¿De verdad explotará el Sol algún día? Y en ese caso, ¿qué pasará con la humanidad? ¿Puede alguien sobrevivir a semejante apocalipsis? ¿Desaparecerá todo, incluido el recuerdo mismo de nuestra existencia, en la extinción cósmica?

Contemplas de nuevo el estrellado cielo nocturno y, desesperadamente, intentas dotar de sentido a lo que acaba de suceder. En lo más profundo de tu ser sabes que no lo has soñado. Aunque tu mente ha vuelto a la playa y se ha reunido con el cuerpo, te consta que has viajado más allá de tu época hacia un futuro muy lejano, donde has presenciado algo que nadie debería ver nunca.

Inspiras y espiras lentamente para tranquilizarte y empiezas a escuchar ruidos extraños, como si el viento, las olas, los pájaros y las estrellas se hubiesen puesto juntos a susurrar una canción que solo tú puedes oír, y de repente entiendes qué es lo que están cantando. Es una advertencia y, al mismo tiempo, una invitación. De todos los futuros posibles que existen, dice su murmullo, solo una vía permitirá a la humanidad sobrevivir a la inevitable muerte del Sol y a casi cualquier otra catástrofe.

Esa vía es la del conocimiento, la de la ciencia.

Un viaje que solo está al alcance del ser humano.

Un viaje en el que estás a punto de embarcarte.

Un nuevo aullido salvaje rasga la noche, pero esta vez apenas lo percibes. Como una semilla plantada en tu mente que empieza a germinar, sientes la necesidad de descubrir lo que se sabe de tu universo.

Con humildad alzas de nuevo la vista y contemplas las estrellas con los ojos de un niño.

¿De qué está hecho el universo? ¿Qué hay cerca de la Tierra? ¿Y más allá? ¿Hasta qué distancia puede uno mirar? ¿Se sabe algo sobre la historia del universo? Es más, ¿tiene siquiera una historia?

Mientras las olas barren mansamente la orilla, mientras te preguntas si alguna vez serás capaz de penetrar esos misterios cósmicos, el titilar de las estrellas parece arrullar tu cuerpo hasta que cae en un estado de semiinconsciencia. Todavía escuchas las conversaciones de tus amigos mientras se acercan, pero curiosamente tu percepción del mundo es ahora muy diferente de la que tenías hace pocos minutos. Todo parece más rico y profundo, como si tu cuerpo y mente fuesen parte de algo mucho, mucho más grande que cualquier otro pensamiento que hayas tenido hasta ahora. Tus manos, tus piernas, tu piel... Materia... Tiempo... Espacio... Campos de fuerza entrelazados a tu alrededor...

Un velo que cubría el mundo, y del que ni siquiera tenías constancia, acaba de desvanecerse para dejar al descubierto una realidad misteriosa e inesperada. Tu mente ansía regresar junto a las estrellas, y tienes la sensación de que un viaje extraordinario está a punto de llevarte muy lejos de tu planeta natal.

2

La Luna

Si estás leyendo esto, significa que ya has viajado 5.000 millones de años al futuro. Un buen comienzo, se mire como se mire. Puedes estar bastante seguro de que tu imaginación funciona, y es bueno que sea así, porque la imaginación es lo único que vas a necesitar para viajar por el espacio y el tiempo y la materia y la energía, para descubrir todo cuanto sabemos acerca de nuestra realidad desde la perspectiva de comienzos del siglo XXI.

Aunque no fuera tu intención, te has acabado asomando al destino que le espera a la humanidad o, mejor dicho, a todas las formas de vida sobre la Tierra, si no se hace nada para comprender cómo funciona la naturaleza. Para sobrevivir a la larga, para evitar que nos engulla el furor de un Sol moribundo, solo tenemos una esperanza: aprender a tomar las riendas de nuestro futuro. Y para que eso suceda tenemos que desentrañar por nuestra cuenta las leyes de la naturaleza y aprender a utilizarlas a nuestro favor. No me equivoco si digo que nos queda bastante faena por delante. En las próximas páginas, sin embargo, verás más o menos casi todo lo que sabemos hasta ahora.

Al viajar por nuestro universo descubrirás en qué consiste la gravedad, y cómo interactúan entre sí los átomos y las partículas sin llegar a tocarse nunca. Descubrirás que nuestro universo está hecho, sobre todo, de misterios, y que estos han llevado a la introducción de nuevos tipos de materia y energía.

Y luego, una vez que hayas visto todo lo que se conoce, saltarás a lo desconocido y verás en qué trabajan algunos de los más brillantes físicos teóricos de la actualidad para explicar las extrañísimas realidades de las que al parecer formamos parte. Se hablará de universos paralelos, multiversos y dimensiones extra. Después de eso, probablemente en tus ojos refulgirá el brillo del conocimiento y la sabiduría que la humanidad lleva milenios reuniendo y puliendo. Eso sí, debes estar preparado para ello. Los descubrimientos de las últimas décadas han cambiado todo lo que considerábamos que era cierto: nuestro universo no solo es inimaginablemente más extenso de lo que creíamos, sino que también es inmensamente más hermoso de lo que ninguno de nuestros antepasados supuso jamás. Y ya que estamos, ahí va otra buena noticia: haber sido capaces de deducir tantas cosas nos hace a los humanos diferentes de todas las formas de vida que han pasado por la Tierra. Y eso no es malo, porque la mayoría de las formas de vida que ha conocido el planeta se han extinguido. Los dinosaurios dominaron la superficie terrestre durante unos 200 millones de años, mientras que nosotros no sumamos más que unos pocos centenares de milenios. Los dinosaurios tuvieron tiempo de sobra para analizar su entorno e inferir unas cuantas cosas. No lo hicieron, y así les fue. Hoy, los humanos tienen al menos alguna esperanza de detectar la amenaza de un asteroide con la suficiente anticipación como para intentar desviarlo. Es decir, tenemos poderes que ellos no tenían. Puede que no sea justo expresarlo en estos términos, pero sabiendo lo que conocemos ahora se puede relacionar la extinción de los dinosaurios con su desconocimiento de la física teórica.

Sin embargo, tú de momento sigues en la playa y tienes todavía muy presente el recuerdo del Sol moribundo. Aún no sabes gran cosa y, si somos sinceros, los puntitos titilantes que tachonan la noche parecen completamente ajenos a tu existencia. La vida y la muerte de las especies terrestres no les afectan en absoluto. Parece que el tiempo, en el espacio exterior, funciona en escalas que tu cuerpo no es capaz de asimilar. Para esos dioses distantes y relucientes, el conjunto de la existencia de una especie en la Tierra dura apenas lo que un chasquido con los dedos...

Hace trescientos años, uno de los científicos más famosos y eminentes de cuantos han vivido —Isaac Newton, el hombre que desde la Universidad de Cambridge nos trajo la gravedad— pensaba ya en estos términos a propósito del tiempo: para él, existía el tiempo de los humanos, que todos percibimos y que medimos con nuestros relojes, y luego estaba el tiempo de Dios, que es instantáneo y no fluye. Desde el punto de vista del Dios de Newton, la línea infinita del tiempo humano, que se extiende hacia atrás y hacia delante hasta el infinito, no es más que un instante. Puede verlo todo en todo momento.

No obstante, tú no eres Dios, y mientras observas las estrellas y una amiga te sirve una bebida, la inmensidad de la tarea a la que debes hacer frente empieza a parecerte abrumadora. Todo está demasiado lejos, y es demasiado grande, y demasiado extraño... ¿Por dónde empezar? No eres un físico teórico... pero tampoco eres de los que se rinden sin más. Tienes ojos, y eres de natural curioso, así que te tumbas en la arena y empiezas a concentrarte en lo que puedes ver.

El cielo es, en su mayor parte, oscuridad.

Y hay estrellas.

Y entre una estrella y otra eres capaz de percibir a simple vista una tenue franja que reluce muy débilmente con una luz blanquecina.

Sea esa luz lo que sea, sabes que se conoce esa franja como la Vía Láctea. Su anchura da la impresión de ser unas diez veces la de la luna llena. De niño la miraste muchas veces, pero últimamente no la has contemplado tanto. Ahora que te fijas en ella, te parece tan evidente que piensas que tus antepasados tienen que haberla conocido desde siempre. No te equivocas. Resulta irónico que ahora, tras tantos siglos durante los cuales hombres y mujeres han debatido acerca de su naturaleza, sepamos por fin de qué se trata... Justo cuando la contaminación lumínica hace que sea invisible en la mayoría de los espacios habitados.

Desde tu isla tropical, sin embargo, su presencia es abrumadora y, a medida que la Tierra gira y la noche avanza, la Vía Láctea se mueve por el cielo de este a oeste, como el Sol durante el día.

La posibilidad de que el futuro de la humanidad esté ahí fuera, en algún lugar más allá del firmamento terrestre, empieza a aparecerse ante ti como una posibilidad real, que además resulta fascinante. Te concentras y piensas si es posible ver todo cuanto hay en el universo a simple vista. Pero luego niegas con la cabeza. Sabes que el Sol, la Luna, algunos planetas como Venus, Marte o Júpiter, varios cientos de estrellas* y esa mortecina cinta de polvillo blancuzco que llamamos la Vía Láctea no es el conjunto de cuanto existe. Hay misterios ocultos allí arriba, invisibles a nuestros ojos, más allá de las estrellas, misterios que esperan a ser desentrañados... Si pudieras explorarlo todo, ¿qué harías? Empezarías en las inmediaciones de la Tierra, claro, pero luego... saldrías disparado e irías tan lejos como fuera posible. Y de repente... ¡tu mente obedece!

Pese a que parece increíble, tu mente empieza a alejarse de tu cuerpo y asciende hacia las estrellas.

Te invade el vértigo a medida que tu cuerpo, y la isla sobre la que está tumbado, se alejan rápidamente de ti. Tu mente, que ha adoptado etéreamente tu silueta, asciende hacia el este. No tienes ni idea de cómo puede ser posible, pero aquí estás, a una altitud superior a la de la más alta de las montañas. Ante ti aparece una Luna muy roja, suspendida en un horizonte muy lejano, y en menos tiempo del que se tarda en decirlo te encuentras fuera de la atmósfera terrestre, mientras recorres a toda velocidad los 380.000 kilómetros que separan nuestro planeta de nuestro único satélite natural. Desde el espacio, la Luna parece tan blanca como el Sol.

Tu viaje a través del conocimiento acaba de empezar.

Has llegado a la Luna, algo que solo una docena de humanos ha conseguido antes que tú. Tu cuerpo espectral camina sobre su superficie. La Tierra ha desaparecido tras el horizonte lunar. Estás en lo que se ha dado en llamar su cara oscura, la que nunca ve la Tierra. No hay cielos azules ni sopla el viento, y no solo ves muchas más estrellas encima de tu cabeza de las que jamás podrías ver desde cualquier punto de nuestro planeta: además, ninguna parpadea. Y eso se debe a que la Luna no tiene atmósfera. Allí, el espacio comienza un milímetro por encima de su superficie. No hay climatología que borre las cicatrices que surcan el terreno. Por todas partes se ven cráteres, recuerdos congelados en el tiempo de lo que impactó en el pasado contra este suelo baldío.

Mientras emprendes el camino hacia la cara de la Luna visible desde la Tierra, la historia de su génesis aparece como por arte de magia en tu inquisitiva mente y tú, anonadado, solo puedes contemplar el suelo bajo tus pies.

¡Cuánta violencia!

Hace aproximadamente 4.000 millones de años, nuestro entonces joven planeta sufrió el impacto de otro planeta del tamaño de Marte que arrancó un trozo considerable de su masa y la lanzó al espacio. A lo largo de los milenios siguientes, los escombros de aquella colisión fueron compactándose en una única esfera que orbitaba en torno a nuestro mundo. El resultado de ese proceso fue la Luna sobre la que ahora estás plantado.

Si se produjese hoy una colisión de ese calibre sería más que suficiente para erradicar toda forma de vida de la Tierra. En aquel entonces, sin embargo, nuestra Tierra estaba vacía, y se hace raro pensar que sin aquella catastrófica colisión no tendríamos una Luna que iluminase la noche, ni mareas significativas, y la vida, tal y como la conocemos, no existiría en el planeta. Cuando el azul de la Tierra aparece ante ti en el horizonte lunar, comprendes que los acontecimientos catastróficos a escala cósmica pueden ser para bien, y no solo una calamidad.

Visto desde aquí, tu planeta natal tiene el tamaño de cuatro lunas llenas puestas una al lado de la otra. Una perla azul recortada sobre un fondo negro y salpicado de estrellas.

Comprobar la verdadera magnitud de nuestro mundo en el contexto espacial es, y será siempre, un ejercicio de humildad.

Mientras caminas un ratito más por la superficie lunar y ves nuestro planeta asomar en el horizonte, tienes muy claro que harás bien en no fiarte de la calma aparente, aunque todo parezca tranquilo y seguro. Aquí, el tiempo tiene un significado distinto: los eones continúan con su avance y la violencia del universo parece inevitable. Los cráteres que salpican la superficie de la Luna son un buen recordatorio de ello. Cientos de miles de peñascos del tamaño de montañas deben de haberla azotado a lo largo de la eternidad. Y también la Tierra tiene que haber recibido impactos parecidos, pero las heridas de nuestro planeta han sanado porque nuestro mundo está vivo y oculta su pasado bajo los cambios constantes que se producen en su suelo.

Aun así, en un universo semejante, presientes de manera repentina que tu mundo natal, pese a toda su capacidad de recuperación, es frágil, casi indefenso...

Casi.

Pero no del todo. Ahora nos tiene a nosotros. Te tiene a ti.

Colisiones como la que produjo la aparición de la Luna son, en términos generales, cosa del pasado. Hoy no hay planetas desbocados que amenacen nuestro mundo, solo asteroides sueltos y cometas, y, en parte, la Luna nos protege de esas amenazas, y también nos sirve de escudo. El peligro, sin embargo, acecha por doquier y, mientras observas la azulada esfera de la Tierra suspendida en la oscuridad del espacio, a tu espalda aparece una bola de luz extraordinariamente brillante.

Te das la vuelta y topas con una estrella, el objeto más luminoso y violento de cuantos pueden encontrarse cerca de nuestro planeta natal.

Lo hemos bautizado con el nombre de Sol.

Se encuentra a 150 millones de kilómetros de nuestro mundo.

Es la fuente de toda nuestra energía.

Y a medida que tu mente se ve obnubilada por la ingente luz que emana de este extraordinario farol cósmico, dejas atrás la Luna y empiezas a volar hacia él, hacia nuestra estrella local, el Sol, para descubrir por qué resplandece.

3

El Sol

Si el ser humano fuera capaz, de una manera u otra, de captar toda la energía que el Sol irradia en un segundo, sería suficiente para sostener las necesidades de todo el planeta durante los próximos 500 millones de años.

A medida que te acercas volando a nuestro astro, sin embargo, te das cuenta de que el Sol no es tan grande como el que viste 5.000 millones de años en el futuro, cuando llegaba a su fin. Aun así, es muy grande. Para ponerlo en perspectiva, si el Sol fuera del tamaño de una sandía grandota, la Tierra estaría a unos 43 metros de distancia y necesitarías una lupa para verla.

Has llegado a unos pocos miles de kilómetros de la superficie solar. A tu espalda, la Tierra apenas se distingue como un puntito luminoso. Frente a ti, el Sol ocupa la mitad del firmamento. Por todas partes estallan burbujas de plasma. Miles de millones de toneladas de materia a temperaturas inimaginables salen despedidas ante tus ojos y atraviesan tu cuerpo etéreo, mientras sobre el campo magnético del Sol aparecen gigantescos bucles aparentemente aleatorios. Es una escena extraordinaria, cuando menos, y, enardecido por tanta energía, te preguntas qué es lo que le falta a la Tierra para ser tan especial como el Sol. ¿Qué hace de una estrella una estrella? ¿De dónde nace su energía? ¿Y por qué diantres tiene que extinguirse antes o después?

Para dar respuesta a estas preguntas, te diriges al lugar más inhóspito que pueda imaginarse: el centro del Sol, a más de medio millón de kilómetros bajo su superficie. A modo de comparación, la distancia que separa la corteza terrestre del núcleo es de 6.500 kilómetros.

Mientras te zambulles de cabeza en este horno abrasador, recuerdas que toda la materia que respiramos, vemos, tocamos, percibimos o detectamos, incluida la materia que contiene tu cuerpo, está hecha de átomos. Los átomos son las piezas con las que se construye todo. Son los ladrillos de Lego de nuestro entorno, por decirlo así. A diferencia de los Lego, sin embargo, los átomos no son rectangulares. Son más bien redondeados y consisten en un núcleo denso y con forma de balón en torno al cual giran los diminutos y lejanos electrones. Sin embargo, los átomos sí que se parecen a las piezas de Lego en que es posible clasificarlos por tamaños. El más diminuto ha sido bautizado como hidrógeno. Al segundo de menor tamaño se le llama helio. El conjunto de esos dos átomos constituye aproximadamente el 98 por ciento de toda la materia de la que tenemos noticia en el universo conocido. Es mucho, desde luego, pero también una proporción menor de lo que fue en el pasado. Se cree que hace unos 13.800 millones de años esos dos átomos sumaban casi el ciento por ciento de toda la materia conocida. El nitrógeno, el carbono, el oxígeno y la plata son ejemplos de átomos que existen hoy y no son ni hidrógeno ni helio. Es decir, tienen que haber aparecido en una fecha posterior. ¿Cómo? Es lo que vas a descubrir ahora.

Te zambulles más y más en el interior de Sol: las temperaturas aumentan hasta alcanzar cotas inimaginables. Una vez en el núcleo, nos ponemos ya en los 16 millones de grados centígrados. Puede que más. Y aquí abundan los átomos de hidrógeno por todas partes, aunque la energía circundante los ha despojado de todo: han perdido sus electrones y solo perviven los núcleos desnudos. La inmensa presión y el peso que la estrella ejerce sobre su propio centro hacen que esos núcleos estén apretadísimos y no tengan apenas espacio ni libertad para moverse. En lugar de ello, se ven obligados a fundirse unos con otros para formar núcleos de mayor tamaño. Lo ves suceder ante tus propios ojos: una reacción de fusión termonuclear, es decir, la creación de núcleos atómicos grandes a partir de otros más pequeños.

Una vez formados, y a medida que se alejan de la caldera en la que nacieron, esos pesados núcleos van combinándose con los electrones sueltos y libres que les fueron arrebatados a los núcleos de hidrógeno y forman átomos nuevos y más pesados: nitrógeno, carbono, oxígeno, plata...

Para que se produzca una reacción de fusión termonuclear (es decir, la formación de átomos grandes a partir de otros más pequeños) es necesaria una cantidad desorbitada de energía, que en este caso la aporta la aplastante gravedad del Sol, que lo atrae todo hacia su núcleo y lo comprime hasta límites insólitos. Una reacción semejante no puede producirse de manera natural en la Tierra, ni en su superficie ni en su interior. Nuestro planeta es demasiado pequeño y no lo suficientemente denso, por lo que su gravedad no es capaz de hacer que el núcleo alcance las temperaturas y presiones necesarias para desencadenar una reacción semejante. Esa es, por definición, la principal diferencia entre una estrella y un planeta. Ambos son objetos cósmicos aproximadamente esféricos, pero los planetas son, en términos generales, cuerpos pequeños con núcleos rocosos que en ocasiones están rodeados de gases. Las estrellas, en cambio, pueden considerarse como unas inmensas centrales de fusión termonuclear. Su energía gravitatoria es tal que por su misma naturaleza están obligadas a forjar materia en su interior. Todos los átomos pesados que componen la Tierra, todos los átomos necesarios para la vida, los átomos mismos que componen tu cuerpo, fueron forjados en lo más profundo de una estrella. Cuando respiras, es lo que inhalas. Cuando tocas tu piel, o la de otra persona, estás tocando polvo de estrellas. Te preguntabas antes por qué las estrellas como el Sol tienen que morir y explotar al final de su existencia, y aquí tienes la respuesta: sin esos finales, solo existiría el hidrógeno y el helio. La materia de la que estamos hechos se encontraría prisionera para siempre en el interior de estrellas eternas. La Tierra no habría existido. La vida, tal y como la conocemos, nunca se habría producido.

Pensemos en ello de otra manera: dado que no estamos hechos exclusivamente de hidrógeno y helio, dado que nuestros cuerpos y la Tierra y todo cuanto nos rodea contiene carbono, oxígeno y otros muchos átomos, sabemos que nuestro Sol es una estrella de segunda o incluso de tercera generación. Una o dos generaciones de estrellas tuvieron que explotar para que su polvo se convirtiera en el Sol, y en la Tierra, y en nosotros. ¿Qué es lo que desencadenó su muerte? ¿Por qué están las estrellas condenadas a terminar su resplandeciente existencia con una espectacular explosión?

Una de las propiedades más asombrosas de una fusión nuclear es que, por grande que sea la cantidad de energía necesaria para que se produzca (¡el peso de todo un planeta!), la energía que libera es mucho mayor.

Puede que los motivos de esto te resulten sorprendentes, pero puesto que estás viendo ante tus ojos cómo sucede no te queda más remedio que aceptar que es cierto: cuando los núcleos de dos átomos se funden uno en otro, parte de su masa desaparece. El nuevo núcleo tiene menos masa que los dos a partir de los cuales se creó. Es como si el resultado de mezclar un kilo de helado de vainilla con otro kilo del mismo helado no fuesen dos kilos de helado, sino una cantidad menor.

Eso, en la vida cotidiana, no pasa nunca. En el mundo nuclear, sin embargo, sucede constantemente. Por fortuna para nosotros, sin embargo, esa masa no se pierde. Se transforma en energía, y la famosa fórmula E=mc2 de Einstein refleja la tasa de cambio.*

En nuestra vida cotidiana estamos acostumbrados a que los tipos de cambio se refieran a divisas extranjeras, y no a la masa y la energía. Por eso, para ver si E=mc2 es buen negocio para la naturaleza, vamos a imaginar que en el aeropuerto nos ofrecen el mismo tipo para cambiar libras esterlinas (que serían la masa inicial) por dólares estadounidenses (que serían la energía que te dan a cambio). El tipo de cambio, en este ejemplo, es c2: «c» sería la velocidad de la luz y «c2», la velocidad de la luz multiplicada por sí misma. Por una libra te darían 90.000 billones de dólares. No es un mal negocio, me parece a mí. Es más, es el mejor tipo de cambio que existe en la naturaleza.

Evidentemente, la masa que falta en cada reacción de fusión nuclear es muy pequeña. Pero en el centro del Sol hay tantos átomos fusionándose cada segundo que la energía que liberan es inmensa, y tiene que ir hacia algún sitio. Así que entonces esta sale despedida en dirección al espacio, lejos del núcleo del Sol, y en todas las formas que puede. Al final, la energía de esta fusión nuclear equilibra la gravedad que atrae todo hacia el núcleo de la estrella, lo cual estabiliza su tamaño. De no ser por ello, y si la gravedad fuera la única fuerza presente, el Sol se encogería.

La fusión nuclear emite una cantidad tremenda de luz y partículas que hacen que todo lo que las rodea se transforme en un reluciente caldo de núcleos y electrones que llamamos plasma.

Ese estallido de luz, calor y energía es lo que hace que las estrellas brillen.

El Sol, al ser una estrella, no es una enorme bola de fuego: el fuego necesita oxígeno y, aunque el Sol genera un poco de oxígeno junto con otros elementos pesados, en el espacio exterior no hay oxígeno libre en cantidades suficientes para alimentar una llama. Por mucho que rascásemos una cerilla en el espacio, nunca prendería. El Sol, al igual que el resto de estrellas del firmamento, no es más que una reluciente bola de plasma, una tórrida mezcla de electrones, de átomos despojados de algunos de sus electrones (llamados iones) y de átomos a los que se les han arrebatado todos sus electrones; núcleos pelados, vaya.

Mientras haya un número suficiente de esos minúsculos núcleos comprimidos en el centro del Sol, su gravedad y la energía resultante de la fusión se mantendrán equilibradas. Tenemos mucha suerte de vivir cerca de una estrella en un estado semejante.

En realidad, no tiene nada que ver con la suerte.

Si nuestro Sol no se encontrase en ese estado, nosotros no estaríamos aquí.

Y como ya sabes ahora, el Sol no se mantendrá en ese estado de equilibrio eternamente: el núcleo de nuestra estrella agotará algún día su combustible atómico y, entonces, cesará el impulso hacia el exterior que se encuentra en competencia con la gravedad. Entonces se impondrá esta última, que desencadenará la secuencia final de la vida de nuestra estrella: el Sol se encogerá y ganará densidad hasta que se desate una nueva reacción de fusión nuclear, pero en esta ocasión alejada del núcleo, más cerca de la superficie. Esta renacida reacción no equilibrará la gravedad, sino que la superará, y la superficie del Sol se verá impelida hacia el exterior, con lo que el astro crecerá. Es algo que ya viste en tu viaje al futuro. Un arrebato final de energía anunciará, por último, la muerte que presenciaste y esparcirá por el espacio todos los átomos que el Sol ha forjado a lo largo de su existencia al tiempo que crea algunos más, los más pesados de todos, como, por ejemplo, los de oro. Con el tiempo, esos átomos se combinarán con los restos de otras estrellas moribundas próximas para formar inmensas nubes de polvo de estrellas que, quizá, plantarán las semillas de nuevos mundos en un lejano futuro.

La forma que tienen los científicos de estimar cuándo se producirá esa explosión es calculando la cantidad de hidrógeno que queda en el núcleo de la estrella, y los resultados apuntan a que el Sol estallará en aproximadamente 5.000 millones de años; en jueves, para ser precisos, con un margen de error de tres días.

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Nuestra familia cósmica

Lo que has descubierto del Sol hasta ahora te permite conocerlo mejor que cualquier humano que viviese antes de mediados del siglo XX. Toda la luz que baña tu cuerpo día tras día procede de átomos forjados en el corazón de nuestra estrella, de partes de su masa transformadas en energía. Sin embargo, la Tierra no es el único objeto celeste que aprovecha la energía del Sol.

En un abrir y cerrar de ojos, tu mente regresa a la superficie efervescente y abrasadora del Sol y miras a tu alrededor como un halcón. Ocho puntos brillantes se mueven frente a un fondo aparentemente fijo de estrellas lejanas. Esos puntos son planetas, esferas rellenas de materia que son demasiado pequeñas para soñar siquiera que un día se convertirán en una estrella. Cuatro de ellos, los más cercanos al Sol, parecen diminutos mundos rocosos. Los cuatro más alejados están formados principalmente de gas. Siguen siendo minúsculos comparados con el Sol, pero son gigantes respecto a la Tierra, el mayor de los cuatro pequeños mundos rocosos. A pesar de todo —y aunque todos nacieron de la misma nube de polvo de estrellas extinguidas hace mucho—, ninguno de esos mundos, con excepción de la Tierra, y tampoco ninguno de sus cientos de satélites ofrecen un refugio potencial para el futuro de la humanidad. Todos permanecen sometidos a la gravedad del Sol y todos desaparecerán cuando nuestra estrella termine explotando. Si hay algún refugio posible, tiene que estar más alejado todavía.

Con una cierta alarma, tu mente se dispara tan lejos como puede para echar un vistazo a lo que hay más allá de la esfera de influencia del Sol. Por el camino, visitarás a los primos lejanos de nuestro planeta, los gigantes de nuestra familia cósmica.

La distancia que te separa ahora del Sol es tres veces la que existe entre la Tierra y nuestra estrella. Ya has dejado atrás Mercurio, Venus, la Tierra y Marte, los cuatro mundos rocosos más cercanos al Sol. Vista desde aquí, nuestra estrella es un punto brillante algo más pequeño que una moneda de un céntimo sostenida en alto a un brazo de distancia de los ojos. Si la Tierra estuviera aquí, un mediodía típico de mediados de julio, el día más caluroso del año, por ejemplo, sería más frío que el invierno más frío de la Antártida.*

Cuanto más te alejas del Sol, más escasea su luz.

Pasas como un bólido junto a unas rocas, restos de los días lejanos en los que se formó nuestro planeta. La mayoría son asteroides amorfos que, en su conjunto, forman lo que los astrónomos denominan el cinturón de asteroides, un enorme anillo de rocas que rodea al Sol y separa los cuatro pequeños planetas terrestres de un mundo de gigantes. Las rocas están bastante separadas entre sí y, mientras vuelas a través del cinturón, te das cuenta de que es muy poco probable que choques contra una de ellas. Muchos satélites de fabricación humana lo han atravesado sin recibir un rasguño.

Dejas atrás el cinturón y vuelas junto a Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno, los gigantes gaseosos, todos ellos planetas enormes con unos núcleos rocosos relativamente diminutos ocultos en la profundidad de unas atmósferas enormes y tumultuosas. Todos estos planetas parecen haber sido dotados de un magnífico sistema de anillos, aunque el de Saturno supera con creces, en tamaño y belleza, a los de los demás planetas juntos.

Vuelas junto a todos ellos y los contemplas con el respeto que merecen esos mundos gigantescos, incluso aunque no sean adecuados para la vida.

Más allá de Neptuno, el más alejado de los planetas que orbitan alrededor del Sol, no esperabas encontrar nada, pero te equivocabas. Hay otro cinturón de bolas de nieve sucias de todas las formas y tamaños, probablemente más restos del nacimiento de nuestro sistema solar, cuando sus miembros actuales se formaron al agruparse el polvo resultante de las explosiones de estrellas que se produjeron mucho tiempo atrás. Este cinturón se denomina cinturón de Kuiper. Desde aquí, el Sol es del tamaño de la cabeza de un alfiler, como cualquier otra estrella, y aunque a estos lugares remotos no parece llegar mucho calor, sí se produce algo de acción.

De vez en cuando, y debido a colisiones o a perturbaciones de otro tipo, una o más de estas bolas de nieve sucias son expulsadas de su tranquila y lejana órbita alrededor del Sol. Al verse impulsada hacia nuestra estrella, alcanza climas progresivamente más cálidos y empieza a derretirse a medida que gana velocidad en sentido opuesto al de la radiación solar, y deja tras de sí largos rastros de rocas pequeñas y heladas que brillan en la oscuridad. Se convierte así en una de esas maravillas celestes que llamamos cometas. En noviembre de 2014, la robusta sonda Philae de la Agencia Espacial Europea aterrizó en uno de ellos para estudiar su superficie. Rosetta, la nave que había llevado a la sonda hasta allí, giraba en órbita a su alrededor mientras se aproximaba al Sol y se alejaba luego para observar cómo se convierten en gas sus capas exteriores...

El pobre Plutón, que recientemente perdió su título de planeta y fue reclasificado como planeta enano, también forma parte de ese cinturón helado, junto a (por lo menos) otros dos planetas enanos llamados Haumea y Makemake. Es curioso pensar que Plutón, junto con su satélite Caronte, está tan alejado del Sol y tiene que recorrer una distancia tan inmensa para recorrer una órbita completa a su alrededor, que transcurrió menos de uno de sus propios años entre su descubrimiento y su bautismo como planeta y el momento en el que fue desprovisto del título, setenta y seis años terráqueos más tarde. En realidad, los astrónomos tardaron décadas en comprobar que su tamaño apenas alcanzaba la cuarta parte del de nuestra Luna. Por supuesto, al Plutón de color marrón fangoso junto al cual vuelas en este instante no le ha afectado lo más mínimo que lo hayamos rebautizado, y no tardas en dejarlo atrás mientras te alejas todavía más de la protección de nuestra brillante estrella.* Más planetas enanos y cometas se cruzan en tu camino, e incluso ves mundos congelados que todavía no ha descubierto nadie, pero tu atención se centra de inmediato en una esfera gigante que engloba todo lo que has visto hasta ahora.

Todos los planetas, planetas enanos, asteroides y cometas que has visto se extienden sobre un disco más o menos plano en cuyo centro brilla el Sol. Sin embargo, lo que estás viendo en este momento no pertenece a ese disco. Una reserva de billones y billones de cometas potenciales forma una colosal nube esférica que parece ocupar todo el espacio que separa al Sol del reino de otras estrellas. Esta reserva se llama la nube de Oort.

Su tamaño es abrumador.

Delimita las fronteras del reino de nuestra estrella, que contiene a todos los miembros de nuestra familia cósmica, una familia llamada sistema solar.

Más allá, te adentras en territorios inexplorados y te diriges a la que crees que es la estrella más cercana a la nuestra. Se descubrió en 1915, hace un siglo, justo cuando empezábamos a entender nuestro universo. Se llama Próxima Centauri.

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Más allá del Sol

Aunque tu cuerpo permanece en una playa de algún lugar de nuestro planeta, tu mente se encuentra tan alejada de la Tierra como lo ha estado el objeto de fabricación humana que más lejos ha viajado jamás.* Tras salvar el límite exterior de la nube de Oort, abandonaste el sistema solar y penetraste en el reino de otra estrella. Al cruzar esa línea borrosa, y como si quisieran darte a entender lo que realmente significaba ese límite, viste que algunos de los cometas más alejados del sistema solar cambiaban de órbita: su trayectoria pasaba de trazar una curva remota alrededor del Sol a trazar una curva igualmente remota alrededor de otra estrella, hacia la cual te diriges ahora: Próxima Centauri.

Próxima Centauri pertenece a una familia de estrellas llamadas enanas rojas. Es mucho más pequeña que el Sol (su tamaño y su masa son aproximadamente siete veces menores) y es de un tono bastante rojizo, de donde deriva su nombre. Las enanas rojas son muy comunes, hasta el punto de que los científicos creen que la mayoría de las estrellas del cielo son de ese tipo, pese a que son demasiado tenues para distinguirlas a simple vista.

A medida que te vas acercando a ella, aprecias constantes cambios violentos en su brillo y la ves expulsar enormes cantidades de materia incandescente de un modo bastante errático.

Pero ¿hay algún planeta alrededor de esta enana roja tan furiosa? No ves ninguno.

En cierto modo es una lástima porque, aunque sería difícil vivir cómodamente en un planeta que orbitase alrededor de Próxima, si una civilización lograse crecer en sus dominios podría planear las cosas a muy pero que muy largo plazo. Cuando el Sol, nuestra estrella, estalle, Próxima no habrá cambiado lo más mínimo. Por lo que sabemos, brillará como ahora durante el equivalente a 300 veces la edad actual del universo. Un período de tiempo muy largo, se mire como se mire.

Al ser Próxima más pequeña que el Sol, los diminutos núcleos atómicos que la conforman se fusionan para formar núcleos mayores a un ritmo mucho más reducido. En el mundo de las estrellas, el tamaño sí importa: cuanto mayor es la estrella, más corta es su esperanza de vida... Y para los planetas que las orbitan, la distancia es la clave. Para tener agua en estado líquido en su superficie (y poder albergar vida tal y como la conocemos), un planeta no debe ser ni demasiado frío ni demasiado cálido. Para que esto ocurra, no puede estar ni excesivamente cerca ni excesivamente lejos de la estrella alrededor de la cual orbita. La zona alrededor de una estrella que permite la presencia de agua líquida en la superficie de un planeta se llama zona de habitabilidad. ¿Qué pasaría entonces si encontrásemos un planeta similar a la Tierra que orbitase alrededor de otra enana roja a la distancia precisa? Sería un mundo parecido a nuestro acogedor planeta y, básicamente, duraría para siempre...

Te sientes algo culpable por haber tenido esa idea, así que te vuelves hacia el sistema solar y a tu planeta natal, mientras esperas que el Sol brillará con más fuerza que el resto de los puntos brillantes del cielo, pero esto no es ni mucho menos lo que sucede, y de pronto tomas conciencia de las monstruosas dimensiones de las distancias cósmicas.

Te preguntas cuánto tardaría en llegar una señal a la Tierra si de verdad fueras un viajero espacial, en vez de un ente puramente mental.

Si estuvieras equipado con un teléfono móvil interestelar, habrías podido llamar a tus amigos desde cada una de las paradas que has realizado para compartir tus descubrimientos con ellos. Los teléfonos móviles convierten tu voz en una señal que viaja a la velocidad de la luz, por lo que la comunicación en la Tierra parece instantánea. Sin embargo, en el espacio exterior, las distancias suelen ser demasiado grandes, y todo deja de parecer instantáneo. La luz tarda un segundo en alcanzar la Tierra desde la Luna y otro más en regresar. En caso de que le hubieras preguntado a algún amigo de la Tierra si podía verte con unos prismáticos cuando estabas en el satélite, habrías recibido su respuesta dos segundos más tarde.

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