9788490072127.jpg

Benito Pérez Galdós

Episodios nacionales III
De Oñate a la Granja

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-296-7.

ISBN ebook: 978-84-9007-212-7.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La obra 9

I 11

II 17

III 21

IV 27

V 32

VI 39

VII 46

VIII 51

IX 57

X 62

XI 70

XII 78

XIII 83

XIV 89

XV 96

XVI 101

XVII 108

XVIII 116

XIX 124

XX 129

XXI 135

XXII 141

XXIII 147

XXIV 152

XXV 159

XXVI 164

XXVII 169

XXVIII 174

XXIX 180

XXX 184

XXXI 191

XXXII 196

XXXIII 202

XXXIV 208

Libros a la carta 215

Brevísima presentación

La obra

De Oñate a la Granja es la tercera novela de la tercera serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós, relata incidentes relaciones con el motín de La Granja de San Ildefonso o motín de los sargentos de La Granja. Esta fue una sublevación que tuvo lugar en España en mayo de 1836, durante la Regencia de María Cristina de Borbón. Durante el motín, un grupo de sargentos obligó a María Cristina de Borbón a que volviera a poner en vigor la Constitución de 1812 y a que nombrara un gobierno liberal progresista presidido por José María Calatrava con Juan Álvarez Mendizábal de nuevo en la cartera de Hacienda.

En la primera parte del libro, Fernando Calpena e Hillo están en la cárcel de Madrid, donde van a tener la suerte de toparse con otros presos políticos como ellos. De estas fuentes conoceremos las últimas noticias políticas que nos hablan del fracaso del gobierno Mendizábal y del estado de la guerra Carlista en el norte.

Una vez libre, el protagonista Fernando se debatirá entre el amor inflamado y romántico con Aurora (Aura) Negretti y el aprecio fraternal (o así al menos lo cree) con Demetria, una joven a quien, junto con su hermana y su padre, ha ayudado a escapar de los «facciosos», tal como los constitucionalistas llamaban a los tradicionalistas. Mientras tanto, continuamos con la incógnita de quién es la benefactora y protectora del joven, que ha acabado aceptando, aunque de mala gana, la pasión de Fernando por Aura. Incógnita que ya no lo es para don Pedro Hillo, el cura que se ha convertido en el mentor de Fernando y puente entre la secreta benefactora y nuestro héroe.

Esta última parte del libro es una epopeya muy del estilo de Pérez Galdós, en la que se suceden los encuentros con desconocidos y donde nos recorremos las comarcas vascas en una escapada hacia los llanos riojanos.

I

Debemos dar crédito a los cronistas que consignan el extremado aburrimiento de los reos políticos, don Fernando Calpena y don Pedro Hillo en sus primeros días de cárcel. Y que los subsiguientes también fueron días muy tristes, no debe dudarse, si hemos de suplir con la buena lógica la falta de históricas referencias. Instaláronse en una habitación de pago, de las destinadas a los presos que disponían de dinero, y se pasaban todo el día tumbados en sus camastros, charlando si se les ocurría algo que decir, o si juzgaban prudente decirse lo que pensaban, y cuando no, mirábanse taciturnos. El aposento, con ventana enrejada al primer patio, no hubiera sido más desapacible y feo si de intento lo construyeran para hacer aborrecible la vida al infeliz que morara en él. Componíase el mueblaje de dos camas jorobadas, de una mesa que bailaba en cuanto se ponía un dedo sobre ella, de una jofaina y jarro en armadura de pino sin pintar, de cuatro sillas de paja y una percha con garfios como los de las carnicerías, clavada torcidamente en la pared. Depositario Hillo de los dineros de la incógnita, podían permitirse aquel lujo, propio de conspiradores, que les apartaba de la ingrata compañía de ladrones y asesinos. Otros presos políticos habíanse aposentado en iguales estancias del departamento de pago; en ellas han comido el pan del cautiverio, generación tras generación, innumerables héroes de los clubs y del periodismo, que desde tales cavernas se han abierto paso, ya por los aires, ya por bajo tierra, hacia las cómodas salas del Estado.

Días tardó el señor de Hillo en salir de su cavilación silenciosa; no estaba conforme, ni mucho menos, con el papel que forzosamente se le hacía representar en aquella comedia lúgubre, y una noche, después de cenar malamente, quiso romper ya el freno de la reserva o cortedad que le impedía dar suelta a las turbaciones de su alma; mas no encontrando la formulilla propia para empezar, se arrancó con unos versos de don Francisco Javier de Burgos, a quien tenía por el primer poeta del siglo, y en tono altisonante recitó:

De cera en alas se levanta, julio,

Quien competir con Píndaro ambicione;

Ícaro nuevo, para dar al claro

Piélago nombre...

«No me recite versos clásicos, don Pedro —le dijo Calpena—, si no quiere que yo vomite lo que cené... ¡Vaya con lo que sale ahora!

—O al púgil claro que la elea palma

Al Cielo eleva, o rápidos bridones

Inmortalice...

—Que se calle usted, hombre, o allá le tiro una bota.

—Ya no me acordaba de que nos hemos hecho románticos. Así estamos. Hemos caído, nuevos Ícaros, derretidas las alitas de cera, y nos hemos roto el espinazo...

—Y no en un claro mar, sino en esta cárcel nauseabunda, ha venido usted a purgar el pecado de meterse a redentor... Yo me alegro; créalo, me alegro como si me hubiera caído la lotería... Porque todo lo que le pase se lo tiene usted bien merecido.

—Es verdad; lo reconozco. Y con toda la honradez de mi carácter, declaro que la conducta de la señora invisible con este su humilde servidor, es la conducta de un sátrapa de Oriente.

—¿Lo ves, clérigo, lo ves? —dijo riendo Calpena, que empezó a tutearle con familiaridad desdeñosa—. ¿No me oíste protestar del despotismo de la velada?... Ahora que sientes el palo sobre ti, lo reconoces...

—Ahora sí, pues si considero natural que la señora incógnita desee que una persona grave y sesuda custodie al niño en este encierro donde ha sido forzoso meterle, no me parece bien que arroje sobre mí el vilipendio de la prisión, sin acordarse de que soy sacerdote, aunque indigno...

—Las incógnitas, mi querido clérigo, suelen ser desmemoriadas. Esta que ahora nos ha metido en el estaribel, no se para en pelillos; va a su objeto, caiga el que caiga. A los que se prestan a servirla, les convierte pronto en esclavos.

—Bien sabe Dios —dijo don Pedro suspirando—, que me metí en este negocio de tu corrección con alma y vida, llevado de un sentimiento fraternal... Ningún sacrificio me parecía bastante. Olvidé hasta mi dignidad, vistiéndome de seglar y metiéndome en los clubs, donde he contrariado mis gustos y perdido el estómago, oyendo de ciega plebe el vocear insano... Por amor al bien y a ti, por respeto de esa señora deidad, hice mil desatinos y ridiculeces. ¿Merecía yo que se arrastrara por la inmundicia de una cárcel la sagrada orden que profeso? Dime tú ahora con qué cara me presento yo en una iglesia pidiendo misa. ¿Más qué digo, si a estas horas ya me habrá retirado el diocesano las licencias? Verdad que yo ahorqué los hábitos; pero me proponía volver a ponérmelos cuando lograra mi santo propósito de echarte el lazo y traerte a la virtud y a la honestidad. ¿Y ahora, quién me quitará la tacha de clerizonte renegado? ¡Preso por conspiración jacobina, envilecido mi nombre, pues aunque todo resulte de mentirijillas, a la opinión no le consta, en lo que me queda de vida ¡ay! he de pasar por un sacrílego, por uno de esos desdichados monstruos, como el organista de Vitoria en Zaragoza, el infame Fr. Crisóstomo de Caspe, que de fraile se trocó en masón, y de revolucionario en asesino!

—Yo creo —indicó Fernando con sorna—, que la señora maga, si ha tenido poder para meternos en chirona con tanto salero, lo tendrá para darte a ti ¡oh venerable capellán! la reparación que te debe. ¿No dices que todo esto es pura comedia? Pues luego se te darán satisfacciones: resultará que te han preso por equivocación, que eres un sacerdote ejemplar, un santo misionero que ibas a las logias a predicar el amor al despotismo y la mansedumbre de los carneros de Dios... Como esta es luz, ten por cierto que la invisible no se quedará corta en la compensación. Para mí, en cuanto suban los nuestros, digo, los de ella, te largan una mitra, clérigo, una mitra, y no veo que se puedan tasar en menos los sofocones que te han dado.

—¡Mitra! No te burles.

—Bien te la has ganado, hijo: ya estoy viendo a Tu Ilustrísima echando bendiciones. Por de pronto, para quitarte el amargor de la cárcel, te tendrán dispuesta una canonjía... Eso seguro, como si lo viera... A estas horas tendrá firmado el nombramiento el señor Álvarez Becerra...

¿Crees tú...? Hombre, no puede ser... Pues mira, en justicia... No es que yo lo pretenda, que soy, como sabes, desinteresado hasta la pazguatería... Pero...

—Pero tú debes renunciarlo; debes mantenerte en tu forzado papel de presbítero de armas tomar, y rebelarte ahora contra la incógnita y contra todos los poderosos que nos oprimen... Pásate a mi partido; unámonos contra ese poder oculto que nos trata como a parias; persigámosle hasta dar con él, y asaltemos esa Bastilla hasta no dejar piedra sobre piedra.

—Fernando, no disparates más, o quien tira la bota soy yo, y te rompo con ella las narices.

—Ahora pienso, mi buen clerizonte, que, en efecto, desvarío, porque la estoy llamando incógnita, y para ti no debe de serlo ya... para ti, afortunado mortal eclesiástico, se ha quitado la careta...

—¡Por San Blas, por San Críspulo, tanto la conozco como a mi tatarabuela! No, hijo, no se ha quitado la careta: lo que hizo aquel día fue señalarme los medios perentorios de comunicación con su escondidísima y siempre encapuchada persona, y por tal medio pude participarle lo emperrado que estabas en el mal, para que tomara, si quería, las medidas heroicas... que... ya sabes... ¡Cuán lejos estaba yo que de la tal medicina heroica me había de tocar a mí esta toma, más amarga que la hiel!...

—¿Y en los días que llevamos en este infierno, no has recibido la cartita de letra menuda?»

Don Pedro, clavados en el techo los aburridos ojos, denegó con la cabeza; y como el otro insistiese, denegó también con los pies, y por fin, con la boca.

«Puedes creer que no ha venido carta. Lo que trajo ayer Edipo fue recado verbal, que me dio en el rastrillo. No hizo más que preguntarme si estábamos bien asistidos y si necesitábamos algo: ropa, dinero y comida buena. Yo contesté que todo lo comprendido en estos tres sustantivos nos vendrá muy bien, mientras no nos devuelvan la preciosa libertad.

—¡De modo —dijo Calpena echando por delante de la frase un sonoro y descarado terno—, que no sabemos cuándo nos sacarán de aquí! Esto es horrible, criminal. Si en España hubiera justicia, ya veríamos en qué paraban estas bromas horripilantes. Alguien había de sentirlo... Y ahora ¿a quién, a quién, San Cacaseno bendito, hemos de endilgar nuestros chillidos de rabia y desesperación? ¿Es esto un país civilizado? ¿Así se prende a las personas; así se priva de libertad a un ciudadano, aunque sea enchiquerándole en calabozo de preferencia y pagándole la bazofia? También a los que están en capilla se les da de comer cuanto piden. ¡Qué sarcasmo! ¡Qué indigna y cruel farsa!... Ya ves que no ha parecido por aquí ningún cuervo jurídico a tomarnos declaración. ¿Y aquellas terribles conjuras en que estábamos metidos? ¿Y los delitos de lesa majestad, dónde están? Un país que tal consiente, merece ser gobernado por mi jefe de oficina, el patriarca de los mansos, don Eduardo Oliván e Iznardi.»

No dijo más, y se volvió hacia la pared, donde se proyectaba su sombra, a la macilenta luz del quinqué. La situación psicológica del antes protegido y después encarcelado mozo no era fácilmente apreciable y definible a los pocos días del encierro. La primera noche de prisión fue terrible: acometido Calpena de violentísimo frenesí, no cesaba de blasfemar, clavados los dedos en el cráneo; y se arrancaba los cabellos mostrando su ira en formas destempladas y tremebundas. Trabajillo le costó a don Pedro contenerle: si no es por él, sabe Dios lo que habría ocurrido, y a qué extremos de furor y barbarie hubiera llegado el pobre Fernandito. Vino al siguiente día la sedación, y lentamente fue cayendo el preso en un estoicismo melancólico. Su pensamiento tejía sin término el monólogo doliente, inacabable: «¿Qué habrá sido de Aura? ¿Qué pensará de mí? ¿Sabe acaso que estoy preso?» Conocedor del temple arrebatado y de la fogosa fantasía de su dama, no podía menos de temer los efectos de la desesperación. Aura tenía instintos trágicos: misteriosas querencias la llamaban a los desenlaces fatalistas, puestos en moda por la literatura... La casa, la infernal cueva de la Zahón no se apartaba de su mente. ¿Habría llegado el tío carnal para llevarse a la infeliz huérfana? Y esta, ¿se habría dejado conducir sin oponer siquiera resistencia pasiva, que es la fuerza de los débiles? Sin duda pasaban o habían pasado tremendas cosas, y el no saberlas le abrumaba más que le abrumaría el conocimiento de las mayores desdichas. «Es seguro —pensaba entre pensamientos mil—, que esta farsa de mi prisión concluirá cuando esté conseguido el objeto; cuando Aura, si es que aún vive, haya salido de Madrid... Habrán tomado precauciones para que yo ignore el punto a donde se la llevan, y quizás me tengan aquí más tiempo, pues transcurriendo días entre su partida y mi libertad, me será más difícil averiguar a dónde tengo que dirigirme para encontrarla... O quizás confían en la acción del tiempo, en mi cansancio. Esperan que me dé por vencido, que desmaye mi voluntad... ¡En qué error están, Dios mío! Mi voluntad con el castigo se crece... Como ignoro a quién debo la vida, digo que mi padre es el No importa, y mi madre elMás vale así

El tiempo, que en aquel cautiverio tristísimo centuplicaba su extensión, le llevó a donde menos podía pensar. Es el tiempo un Océano de aguas hondas y corrientes insensibles, que lleva los objetos flotantes a playas desconocidas y los arroja donde menos se piensa. Si en las primeras horas de su encierro, veía Calpena en la desconocida gobernadora de su vida un tirano insoportable, lentamente fueron ganando otras ideas el campo de su turbado espíritu. Sin dejar de creerse víctima, sin que se amenguaran los dolores del tremendo garrotazo que había recibido, la figura ideal de la persona designada con el vago nombre de mano oculta, fue perdiendo aquel aspecto de deidad inexorable con que se la representaba su imaginación... Como se manifiestan indecisas por Oriente las primeras luces del alba, apuntaron en el alma de Fernando sentimientos más benignos respecto a la desconocida. Y aumentada de hora en hora la intensidad de estos sentimientos, se modificó su criterio en aquel punto, llegando a ver en el acto de la prisión algo que podía ser comparado a los procedimientos de la cirugía, la crueldad y la piedad juntas. La tiranía no podía negarse; pero ¿cómo dudar que el móvil de ella era un sentimiento tutelar, intensísimo?... Determinaron estas razones el ansia vivísima de descubrir a la invisible y arrancarla el velo, para comunicarse con ella, en la esperanza de llegar a la paz, conciliando las ideas de una y otro. Tal idea fue la verdadera medicina de su grave turbación, y acariciándola y fomentándola en su alma, llegó a soportar resignado la sombría tristeza de la clausura. La idea de que se restableciese pronto la comunicación con el mundo, donde había dejado sus afectos más vivos, le alentaba, y deseando diariamente el mañana, esperándolo con fe, parecía que las horas eran menos pesadas, menos lentas. Viniera pronto noticia del exterior, aunque fuese mala; viniera pronto carta, papel o cifra que revelasen el negro misterio de lo sucedido en los días de cautividad. Que alguna voz sonara en aquella sepulcral caverna, aunque fuese la fingida voz de la mascarita, de la piadosa tirana.

No estaba menos inquieto Hillo por la tardanza de algún papel con explicaciones que confirmaran el carácter inofensivo de aquel bromazo, pues recelaba verse empapelado para toda su vida, y metido en deshonrosos líos policíacos o judiciales. Por fin, en la mañanita que siguió al coloquio que referido queda, fue llamado al despacho del sotaalcaide el señor don Pedro, y allí recibió de manos del señor Edipo un voluminoso pliego. ¡Hosanna!... La conocida letra del sobrescrito le colmó de júbilo. Para mayor satisfacción, Fernando, que había pasado la noche en vela, dormía como un tronco, y así pudo el buen clérigo entregarse a sus anchas a la lectura, reservándose el dar cuenta o no a su amiguito del contenido de la carta, según fueran comunicables o secretas las instrucciones que contenía.

II

«¿Con qué palabras, mi buen Hillo —leyó este—, pediré a usted perdón por el ultraje que de esta pecadora por caminos tan ocultos ha recibido? No hay términos para expresar mi pena, como no puede haberlos para la expresión de su inaudita paciencia y bondad. Porque no solo ha sabido usted sufrir a Fernando en su demencia, sino que me sufre a mí en esta locura que padezco, y que voy soportando con ayuda de las almas caritativas, como el señor don Pedro Hillo... Sí, mi excelso amigo y capellán: obra mía y de mis artes infernales es el paso audacísimo, la temeraria estrategia de su detención y encierro. ¿Verdad que usted aguanta ese atropello y esos sonrojos por amor al prójimo, por amor a Fernando? ¿Verdad que usted, como buen sacerdote, sabe padecer por los méritos de Nuestro Señor Jesucristo? ¿Verdad que en su conciencia siente el gozo del bien obrar, y desprecia las opiniones humanas? Me consuelo pensando que tales son sus sentimientos, caro señor mío, y si me equivoco, que Dios me confunda. Las atrocidades que la demencia de Fernando proyectaba, yo no podía impedirlas sino encerrándole en una cárcel, único sitio de donde no se sale a voluntad. Yo no podía dejarle solo en ese antro sombrío; su desesperación y su abatimiento me daban más miedo que sus ignominiosos amores. ¿A qué persona en el mundo, como no fuera usted, podía yo confiar su custodia en tan peregrinas y nunca vistas circunstancias? ¡Qué hacer, Dios mío! Calcule usted mi ansiedad y discúlpeme. “A Roma por todo —me dije—, y que Dios y el señor de Hillo me perdonen”, ¿Hice mal?... Aún no he podido determinarlo en mi conciencia: solo sé que no podía hacer otra cosa.

»Pues bien: dicho lo más amargo, voy a manifestar lo que estimo triaca de tanto veneno. ¿Soy mala, señor mío? Quizás lo haya usted pensado así. ¿Podré algún día destruir esa desfavorable opinión, apartando de mi pobre cabeza las maldiciones que arrojado habrá sobre ella la indignación de mi noble víctima? Lo veremos. Por de pronto, sepa el señor don Pedro que sobre su respetable persona no recaerá ningún oprobio por esta prisión; sepa que su nombre figura en los registros de la cárcel de tal modo desfigurado, que no le conoce ni el cura que se lo dio en el bautismo; sepa que saldrá sin mácula de ese muladar, y que sus delitos políticos se cargarán a cualquiera de los cándidos masones comprendidos en la última redada. No quedará rastro, señor de Hillo, ni nadie ha de vituperarle. Solo me resta decirle que, siendo de estricta justicia que mi víctima tenga la compensación que por su extraordinario desinterés le corresponde, le doy a escoger entre los dos métodos o caminos para alcanzarla. ¿Se decide por colgar el manteo, renunciando a la ventaja que pueda ofrecerle su carácter eclesiástico? Pues no vacile en secularizarse, y junto a Fernando tendrá usted siempre una posición, no digo de tutor, sino de amigo, de esos amigos que igualan a los hermanos más cariñosos. ¿Que no quiere usted renunciar a la carrera sacerdotal? Muy bien: pues yo le garantizo que tendrá la que más le acomode, y ya puede ir pensándolo mientras llega la anhelada libertad... Por hoy, mi buen presbítero, le recomiendo otra pequeña dosis, o toma, como usted quiera, de aquel precioso elixir que llamamos paciencia, y que corre en el mundo con la bien acreditada marca de Job. Entre paréntesis, hay marcas mejores, aunque no son del dominio público. Yo las conozco... y las uso, ¡ay!»

Al llegar a este punto, tuvo Hillo que suspender la lectura para respirar. Sentimientos diversos agobiaban su espíritu y oprimían su corazón. «¡Extraordinaria mujer! —pensaba—. ¡Cuánto sabe!... Que quieras que no, Pedro Hillo, perteneces a ella en cuerpo y alma. Con su garra enguantada te tiene cogido... ya no escapas, no. Si Dios así lo quiere, adelante. Sigamos la lectura.

»Ya estoy viendo la cara que me pone mi bendito don Pedro al llegar a este párrafo de mi carta. “Pero esta mujer estrafalaria, ¿hasta cuándo nos va a tener encerrados aquí?... ¿Me ha tomado a mí por instrumento de sus artimañas y enredos?... ¡Vive Dios, que ya se me está subiendo a la coronilla el tal Fernandito! ¿Qué tengo yo que ver con que se le lleven los demonios o los Zahones y Negrettis, que es lo mismo? ¿Ni qué me va ni qué me viene a mí con que esta dama incógnita quiera o no quiera resguardar al niño y apartarle de la perdición? ¿Por qué no lo hace ella? ¿Por qué no le llama a su lado?...”. Esto dice usted, y yo respondo: “Espérese un poco carísimo maestro y capellán. Usted es muy bueno, y no se me enfadará si le digo que puesto ya en el camino del sacrificio y la abnegación, no hay más remedio que recorrerlo hasta el fin. Todavía, siento decírselo, tienen ustedes Saladero para un rato, más claro, para unos días. ¿Qué significa esa corta esclavitud si la comparamos con la de los infelices magnates que estuvieron encerraditos en la Bastilla veinte y treinta años? ¿Y los que en otras prisiones o fortalezas, sin más culpa que la de usted en este caso, entraron jóvenes, rebosando vida, y salieron encorvados y llenos de canas? Hay que conformarse, y esperar días, señor don Pedro, porque usted imagínese si suelto a Fernando hoy o mañana, poco habremos adelantado, encontrándonos ante los mismos peligros y cuidados graves de aquella tristísima noche”.

»Si son ciertas, como creo, las noticias que me traen, hoy o mañana debe partir con su tío Negretti, a quien la endosa Mendizábal, la muñeca romántica por quien ha enloquecido el niño. Pásmese usted, don Pedro: en su desesperación, creyéndose abandonada de su amante, hizo el paripé de querer quitarse la vida. Bajo la almohada le encontraron un cuchillo carnicero. Han tenido que ponerle centinelas de vista... En fin, que se la llevan con mil demonios, no sé aún a dónde. Creo que al Norte. Me dicen que ese Negretti es hoy armero de don Carlos, contratista de cartuchos, y fundidor de cañones para la Causa. Nada de esto me importa: que le hagan a don Carlos cien mil piezas de artillería, con tal que me tengan por allá a esa calamidad de niña hasta el día del Juicio... Ahora conviene que el prisionero no esté libre hasta que le pase la calentura. Podría volver a las andadas; podría antojársele correr tras ella. No, no: que no sepa dónde está. De eso nos cuidaremos oportunamente... Entre paréntesis, señor cura: tengo que decirle que he comprado el famoso abanico que vio usted en casa de la Zahón. Era gusto mío, capricho, disculpable vanidad. Fue allá una persona de toda mi confianza, que conoce la joya, y se hizo trato por ochocientos duros. Ya lo tengo en mi poder. Es cosa lindísima, de gran mérito: me paso algunos ratos contemplándolo. Cuando usted salga, me hará el favor de volver allá, y comprará unas perlas que necesito, ya le diré cuántas, para emparejar con otras que poseo... También quiero unos brillantes superiores. Le preparo una sorpresa a Fernando para cuando sea bueno, y se nos entregue arrepentido y bien curado de su demencia. Pero es prematuro hablar de esto.

»Repito, mi querido capellán, que deseche todo recelo, pues no figurará usted ni como conspirador, ni como clerizonte renegado... Las buenas disposiciones de la policía las habrá comprendido usted por el hecho de no haberle registrado ni retenido sus papeles. Bien guardaditas habrán quedado allá mis cartas y el aljófar comprado a la Zahón. Y si se pierde, que se pierda. Volverá usted a casa de Méndez con la verídica historia de que ha estado ausente por una misión electoral que le confió el Gobierno... O misión eclesiástica, lo mismo da...»

Hillo tomó segunda vez aliento, y se dijo: «¡Pero qué enredadora es esta madama oculta, y qué cosas discurre! Verdad que arma sus tramoyas con suma gracia, movida de un elevado y nobilísimo sentimiento. No hay más remedio que bajar la cabeza, y decir a todo amén. Adelante, y déjeme yo querer hasta que vea en qué paran estas misas.» La carta concluía con varias advertencias:

«Si tiene usted algo que decirme, escríbalo y dé la carta a Edipo. Pero mucho cuidado, amigo mío: este recurso no debe usted emplearlo sino en caso urgentísimo y perentorio. No siendo así, vale más que se guarde sus pensamientos para mejor ocasión. Acompañan a esta tres pliegos, que son para Fernando. Ya sé que la estancia de pago en que viven ustedes no es de las peores... ¿Y qué tal les dan de comer? Supongo que será malísimamente. Veré si puedo mandarles algo superior... Adiós, mi buen amigo y capellán. Que Dios le asista en su santa obra; que vigile usted la salud, la vida, el honor de esa criatura, no por demente menos adorada... Adiós.»

Por los tres pliegos escritos a Calpena pasó rápidamente su vista don Pedro, y aguardó a que despertara para entregárselos. Dormía el joven profundamente: en su rostro demacrado advertíanse huellas de los pasados insomnios, de la cólera y tribulación de aquellos días. Contemplole el clérigo con entrañable piedad, creyéndole digno de los extremados sacrificios que por él se hacían. En la sangre juvenil, en los hervores de la imaginación, en la misma inteligencia soberana de Fernando, hallaba disculpa de su desvarío, que esperaba sería sofocado pronto por las hermosas prendas de su alma. «Todo te lo mereces, hijo —decía—, y andaremos de cabeza hasta llevarte a puerto seguro... Y que no es floja tarea... Tantæ molis erat...»

En esto despertó Calpena desperezándose, y al verle abrir los ojos, le dijo Hillo con risueño semblante: «¡Lo que te has perdido, hombre, por dormilón!...

—¿Qué hay... Clérigo maldito? ¿Ha llegado carta?

—¡Qué carta, ni qué niño muerto! ¡Si ha estado aquí la señora deidad, y te miró dormidito...!

—¡Aquí!... No fuera malo. Pues mira tú: yo soñé que venía, que entraba la máscara, con su careta puesta... y...

—¿Y qué? ¿No te enteraste de que dejaba para ti estos tres pliegos?

—¡Me ha escrito!... A ver —gritó Calpena, arrojándose del lecho—. ¿Quién lo ha traído? ¿Qué dice? ¿Y a ti no te escribe? ¿Hasta cuándo nos va a tener en este panteón?

—En esta cripta funeraria estaremos hasta que a Su Señoría le dé la gana. Somos románticos, y la nueva escuela manda que nos tengamos por felices en la tumba, máxime si hay ciprés. Quédanos el recurso de tomar un filtro narcotizante que nos haga parecer difuntos, para que nos lleven a enterrar, y así salimos... Luego le damos una bofetada al sepulturero y pegamos un brinco... Toma, entérate...

III

«¡Buena la has hecho, niño; buena la has hecho! —leyó Fernando medio vestido y sentado en la cama—. No te faltaba más que ser preso por masón y revolucionario, por vociferar en los clubs como el último de los patriotas hambrones. ¿Te parece que está eso bien? Ya ves, ya ves a dónde conducen las fogosidades políticas, ¡oh mancebo inexperto y desatinado! ¿Creías tú, nuevo Mirabeau, o Danton en ciernes, que ibas a traernos con un gesto una revolucioncita a la francesa, con degollina, Convención y su poquito de derechos del hombre? Vamos, tal vez piensas que el Trono de la angélica Isabelita se tambalea con el aire que hacen tus discursos. ¿Crees que halagando las orejas de los patrioteros, milicianos y demás alimañas libres, se puede alcanzar otra cosa que vilipendio, cárcel y coscorrones? Todo te lo tienes muy bien merecido. ¡Vaya que hablar horrores del paternal Gobierno que nos rige, y confundir en un mismo anatema al Gabinete Toreno, al Gabinete Martínez, al Gabinete Cea, y a todos los gabinetes y camarines que hemos tenido desde que Dios llamó a su seno al angélico Fernando! Ahora te fastidias, y si esperas que yo te saque, estás en grave error, pues quiero que recibas el duro pago de tus delitos contra la patria, contra el orden santísimo, contra la religión pública, y la libertad de nuestros mayores. De todos esos sagrados objetos hiciste escarnio, y es justo que caiga sobre tu cabezademocratista la cortante espada de la ley. No, no te saco: podría hacerlo con una palabra, y lo que siento es que no haya en esa Bastilla mazmorras muy oscuritas y muy románticas donde no veas la luz del día, y sayones que te atormenten, y un fiero alcaide que te ponga a pan y agua hasta que te quedes diáfano, transparente, con la melena larga como esclavina, bien enjutito y en los puros huesos, conforme al ritual de la escuela... Para que tus ensueños sean reales, quiera Dios que te visiten espectros, que te rodeen telarañas, que tengas por ropita un sudario y un capuz, que oigas responsos y Dies iræ, que a las rejas de tu cárcel se asomen los simpáticos murciélagos, y por las grietas del suelo penetren los diligentes ratones para cantarte lapitita y el trágala, únicas trovas que cuadran a la insulsa canturria de tu romanticismo. Dime una cosa, niño: ¿qué pensarán de esto Víctor Hugo y Dumas? Llámalos para que vayan en tu ayuda. ¿Y Robespierre, Saint-Just y Vergniaud, los románticos de la política, qué hacen que no te sacan? Buena es la cárcel, buena, buena, buena... Como diría tu amigo Miguelito, porque en ella han tenido fin las inauditas aventuras de nuestro inflamado caballero.»

—Puedes creer, amigo Hillo —dijo Fernando, sonriendo por primera vez desde que estaba en la cárcel—, que me gusta esta señora, quien quiera que sea, por el donaire que pone en sus burlas despiadadas. ¿Y sostiene que esto es cariño? No diré que no. Sigamos leyendo, que el cartapacio parece que trae miga.

«Soy justa; pero no soy inhumana: no he de acortar el castigo que mereces; pero quiero y debo hacértelo menos penoso, proporcionándote algún esparcimiento en tus horas tristes. Te contaré diversas cosas buenas y malas que van ocurriendo en Madrid durante tu prisión, para que la soledad no te abrume; para que tus ideas se acompañen de otras ideas, enviadas a tu calabozo por el mundo de fuera, a que ahora no perteneces. La noticia, dulce amiga del hombre, te visitará y te consolará.

»¡Lo que te has perdido, badulaque, por meterte a politiquear en tonto! Si hubieras seguido formal y obediente, habrías asistido al estreno de El trovador en el príncipe. ¡Qué bonito drama, qué versos primorosos! Pocas veces ha estado nuestro gran coliseo tan brillante como aquella noche... ¡Qué selecto gentío, qué lujo, qué elegancia! La obra es de esas que hacen llorar en algunos pasajes, y en otros encienden el entusiasmo. Quizás tú la conozcas; el autor es un jovencito de Chiclana que andaba contigo y con Miguel de los Santos. Cuentan que la presentó a Grimaldi hace unos meses, y que este la estimó en poco, determinando que fuese estrenada en la Cruz. Carlos Latorre fue el primero que vio en El trovador, por la lectura, una obra de éxito probable, y algo de esto hubo de olfatear Guzmán, porque la escogió para su beneficio. La primera escena, en prosa, pasó bien; las siguientes en verso gustaron: todo el acto fue bien acogido; el segundo, con las escenas de la gitana, cautivó al público; el tercero le entusiasmó, y el cuarto le arrebató. Me parece a mí que este drama esconde una médula revolucionaria dentro de la vestidura caballeresca: en él se enaltece al pueblo, al hombre desamparado, de oscuro abolengo, formado y robustecido en la soledad; hijo, en fin, de sus obras; y salen mal libradas las clases superiores, presentadas como egoístas, tiránicas, sin ley ni humanidad. ¡Vaya con lo que sacan ahora estos niños nuevos! El hecho que constituye la patética emoción del final de la obra, aquello de resultar hermanos los dos rivales, también tiene su miga: no es otra cosa que el principio de igualdad, proclamado en forma dramática. Bueno, bueno. Si he de manifestar lo que pienso, no creo en la igualdad, digan lo que quieran poetas y filósofos. La prosa y el verso nos hablarán de igualdad sin lograr convencerme... Pero ello no quita que en el fingido mundo del teatro admitamos todas las ideas cuando el artificio que las expone es de buena ley: por eso aplaudimos a rabiar a ese inspirado chico, después de haber mojado los pañuelos con nuestras lágrimas... Cree que en uno de los mejores pasajes me acordé de ti. Al Trovador me le tienen encerradito en una torre, y allí coge el laúd y se pone a cantar. ¡Pobrecito! Y esto lo hace cuando ya le tienen en capilla y andan pidiendo por su alma los agonizantes. Pensaba yo si tendrás ahí guitarra o bandurria con que acompañar las trovas que eches al viento por la reja, y si habrá por la calle alguna naranjera que te oiga, y, compadecida, riegue con sus lágrimas el feo muro de tu cárcel... Por fortuna, no estás condenado a muerte, aunque por menos de lo que tú haces le cortaron la cabeza al sin ventura Manrique... En fin, que El trovador gustó de veras, y no contento el público con aplaudir frenéticamente al autor, pidió que compareciese en las tablas. ¡Ay, qué paso y cuánto siento que no lo hubieras visto! ¡Cómo salió allí el pobre hijo, casi arrastrado por la Concha Rodríguez! Es una criatura; cayó soldado en la quinta de 100.000 hombres, y se hallaba de guarnición en Leganés, de donde ha venido a gozar este ruidoso triunfo... ¡Cómo estaría aquella pobre alma! digo yo. No sé si tiene madre... Cuentan que en el teatro estaba vestidito de soldado, y que para salir a las tablas le quitaron el uniforme y le pusieron una levita de Ventura de la Vega. Esto me parece una tontería. Véase cómo los partidarios de la igualdad la contradicen en los actos corrientes de la vida. ¿Por qué no salió el hijo del pueblo con su verdadero traje a recibir el homenaje de las clases altas? ¿A qué esa levita, que es una nueva y postiza ficción? En fin, no hagas caso; no sé lo que digo. Continúo no creyendo en la igualdad.

»Me han dicho que en los pasillos no se hablaba más que del drama, y de los alientos que se trae este chico. Todo era elogios, congratulaciones, calor de simpatía, y esperanzas risueñas de días luminosos para la literatura. Pero no faltaban ratoncillos que entre los grupos se deslizaran, hincando el envidioso diente. Para que fuese completo y redondo el éxito de El trovador, los roedores, mordiendo el laurel, lo hicieron más fragante. Uno de los que morían, sotto voce, era ese amigo tuyo y compañero de oficina, que está tísico pasado. Para él no hay nada bello, como nada hay puro ni honrado. Quisieran estos que el Universo se volviese tísico, como ellos; que el Sol enflaqueciera, y escupiese con horribles toses la pálida Luna. Ahora me acuerdo: se llama Serrano. ¿No sabes? De ti cuenta horrores. Tan pronto dice que eres pariente del verdugo, como que desciendes del moro Muza, y que fue tu nodriza una princesa del Congo. Asegura que estás preso por haber hociqueado en un complot para asesinar a Mendizábal... ¡Ya ves qué desatinos! Lo gracioso es que él habla de su jefe peor que tú, y está libre. Ha dicho que don Juan y Medio lleva señoras a su despacho ministerial, por las noches, y que allí trincan y retozan, derrochando el champagne. ¡Qué infamia! ¡Dios mío, en qué repugnante atmósfera de hablillas indecentes viven nuestros pobres políticos! ¡Con qué armas tan viles les atacan! No sé cómo hay quien se resigne a ser hombre público en este país. Ya ves la que le armaron al pobre Toreno el año pasado con la hermosa gallega, cuyos favores le disputaban él y el Embajador de Inglaterra, Williers... Como que este asunto, y los catálogos que armaron las lenguas viperinas, contribuyeron no poco a que el conde saliese del Ministerio. La chismografía se ha tomado en esta desdichada tierra las atribuciones que en otros países corresponden a la opinión. Y que la manejan bien los españoles. Esto y las guerrillas, son las dos manifestaciones más poderosas del genio nacional.

»Quiero hablarte de Mendizábal, para que veas la injusticia con que le has denigrado en logias y cafés. El hombre está ya con un pie fuera del poder, aunque crea o aparente creer otra cosa. Es indudable que Palacio le ha hecho la cruz, y que se aguarda la apertura del nuevo Estamento para que el puntapié sea parlamentario, parodiando ridículamente la política inglesa. Está el buen señor tan ciego, tan penetrado del carácter providencial de su papel político, que no hace caso de las advertencias de los amigos más leales. Con todo, creo que la procesión le anda por dentro. Su amor propio no le permite declararse vencido, fracasado (¡como todos, niño, como todos!); pero en su forro interno, como dice mi peluquero, se siente enfermo del mal político más grave: del desafecto de Palacio. ¡Abajo, pues, y otra vez será! Esto le decimos, y su cara se pone sombría. Es realmente hombre de gran mérito por sus cualidades morales, que no abundan en la gente política de acá. Quiere hacer el bien; su ambición es espiritual; anhela que perpetúen su nombre los bronces de la Historia... Cree, tal vez, que lo de los frailes le valdrá una estatua. Podrá ser; pero por de pronto, su ambición de gloria estorba a otras ambiciones menos desinteresadas, y es forzoso quitarle de en medio. La prensa se ha desatado en denigrarle. En los corrillos se pondera su ignorancia, su falta de lecturas, como si nuestros políticos fueran prodigios de ciencia y erudición. Salvo dos o tres, la turbamulta no es más que un cúmulo de ignorancia; el craso de todas las cosas, envuelto en una cascarita de latín, y con tropezones de abogacía indigesta.

»Si es injusto tildarle de ignorante, aquí donde hay ministros que creen que La Habana es camino para Filipinas, la injusticia sube de punto cuando le tachan de interesado, de poco escrupuloso en la administración de los dineros del pro-común. Tal juicio es absurdo, villano: no ha gobernado a España hombre más puro, menos picado de la codicia. En él la pasión patriótica es una verdad, no un papel, como los que otros desempeñan, mejor o peor aprendido. Por venir a salvarnos, por la ilusión de implantar en su país ideas nuevas, este hombre, este niño grande, tiró una fortuna por la ventana. De aquellas ideas solo ha podido realizar una pequeña parte. Lo demás... No le han dejado ni siquiera planearlo. Le tiran de los pies, de las manos, del cabello, de los faldones, y le imposibilitan todo movimiento. Lo que le falta a don Juan de Dios no es entusiasmo ni voluntad recta: fáltale coordinación en las ideas, madurez, método. Quiere hacer muchas cosas a la vez; se encariña demasiado con sus proyectos, y en su viva imaginación llega a persuadirse de que es un hecho consumado lo que no es más que deseo ardiente. No conoce bien el personal político, ni tampoco el país que gobierna. Ha vivido largo tiempo fuera de España, medio seguro para equivocarse respecto a cosas y personas de acá. El hombre de Estado se forma en la realidad, en los negocios públicos, en los escalones bajos de la administración... No se gobierna con éxito a un país con los resortes del instinto, de las corazonadas, de los golpes de audacia, de los ensayos atrevidos. Se necesitan otras dotes que da la práctica, y que, unidas al entendimiento, producen el perfecto gobernante. Aquí no hay nadie que valga dos cuartos. Todos son unos intrigantes en la oposición y unos caciquillos en el poder.»

—Para, hombre, para —dijo el clérigo echándose atrás en la silla, para poder expresar más vivamente su entusiasmo—, y déjame que estático admire ese talento sin par... ¿Pero quien esto escribe es una mujer o un monstruo compuesto de los siete sabios de Grecia? ¿Has visto, has conocido quien con más arte y donosura exprese la triste realidad de nuestras pequeñeces políticas?... No, nuestra incógnita no es una dama. Estamos en grave error... Es Séneca redivivo, quizás con faldas... ¿Y tú, gaznápiro, no te admiras, no te deleitas, no pierdes el sentido ante los esplendores de ese entendimiento, y ante las gallardías de esa pluma, que sí, sí... Es de mujer, ahora lo veo, por el claro análisis, por la gotita maliciosa que pone en sus conceptos? Créelo, este amarguillo me sabe a gloria. Sigue, hijo, sigue, que esto es oro molido.