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Benito Pérez Galdós

Episodios nacionales III
La campaña del Maestrazgo

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-297-4.

ISBN ebook: 978-84-9007-213-4.

Sumario

Créditos 4

Presentación 9

La obra 9

I 11

II 17

III 23

IV 29

V 34

VI 40

VII 46

VIII 53

IX 59

X 66

XI 72

XII 79

XIII 85

XIV 93

XV 99

XVI 105

XVII 112

XVIII 119

XIX 126

XX 132

XXI 137

XXII 144

XXIII 151

XXIV 158

XXV 166

XXVI 172

XXVII 178

XXVIII 184

XXIX 189

XXX 197

XXXI 203

Libros a la carta 211

Presentación

La obra

Vergara es la séptima novela de la tercera serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.

La primera guerra Carlista se encuentra aparentemente enquistada. Pero la realidad es que las disensiones en el campo carlista están minando la fuerza del dubitativo general Maroto, lo cual es aprovechado por el general Espartero, que enviará a nuestro héroe, don Fernando Calpena, a negociar una paz que no deje en muy mal lugar a su contrincante. Sus buenas artes para la intermediación van a llevarle, convenientemente disfrazado, a adentrarse en territorio carlista con la idea de comprobar la disponibilidad de los mandamases carlistas a un posible final negociado de la contienda. Lo cierto es que a esas alturas de la guerra, los hechos demostraban que el bando carlista iba a tenerlo muy difícil para vencer. Y más tratándose de la parte norteña del territorio faccioso, totalmente rodeado por las tropas cristinas. Vergara fue la villa guipuzcoana que vio unido para siempre su nombre al convenio entre los generales Espartero y Maroto, que puso fin en 1839 a los seis sangrientos años durante los que transcurrió la primera guerra Carlista.

Por otro lado, nuestro protagonista tiene un encuentro con Zoilo Arratia, el marido de Aura y rival en el amor por ella, con quien acabará trabando una amistad que lo llevará a la búsqueda de su antigua enamorada.

I

En la derecha margen del Ebro y a cinco leguas de la por tantos títulos esclarecida Zaragoza, existe la villa de Julióbriga, fundación de romanos, según dicen libros y rezan lápidas desenterradas, la cual, en tiempos remotos, mudó aquel nombre sonoro por el de Fuentes de Ebro, con que la designaron cien generaciones aragonesas. No por los hechos históricos que ilustran esta villa (pues en lo antiguo dicen que fue lugar de moros, y algún chinazo le tocó en la guerra de la Independencia y en los dos inmortales sitios); no por la fertilidad de su término, regado por el Canal Imperial; no por las estameñas que fabrican sus tejedores, ni por las excelentes lechugas que crían sus huertas, ni tampoco por su gótica iglesia parroquial, donde yacen, en desmoronados sepulcros, multitud de condes de Fuentes que rabiaron o hicieron rabiar al pueblo, aparece este en la primera página de la presente relación, sino por la fama del parador de Viscarrués, situado en la plaza junto a la llamada casa del Rey, el cual gozaba de gran crédito y favor entre los arrieros y trajinantes que comunicaban a Zaragoza con el Reino de Valencia. Asimismo confluían allí los trayectos peoniles y carromateros de la parte de Alcañiz, del Maestrazgo y Vinaroz, de la tierra baja de Teruel, Híjar y la cuenca del río Martín. Los barqueros del Canal Imperial, así como todo el personal de fontanería, eran también fieles parroquianos de Viscarrués, el cual daba excelente trato a las caballerías primero, a las personas después, y poseía un amplio local con cuadras extensas, donde podían acomodarse, entre animales y arrieros, como unos treinta pares. En el piso alto no faltaban aposentos para señores, algunos hasta con camas, otros bien acondicionados de mullidos jergones. Era la cocina monumental, con el hogar guarnecido de poyos, y por uno y otro lado mesas largas, donde podían tomar el pienso hasta veinte parroquianos. Servía Viscarrués un Cariñena superior, sin competencia en cuatro leguas a la redonda, y para todo pasto un tintillo de Contamina que en lo de alegrar corazones y cabezas parecía hermano de la jota. Uno y otra procedían de la misma cepa.

Los más de los días Viscarrués y su familia no tenían manos para servir a la mucha y diversa gente que en el parador se juntaba. Uno de los criados, llamado Guasa (verdadero apellido, no apodo), natural de Jaca, y más vivo que el azogue, hacía milagros de ubicuidad y diligencia. Pero llegó un día; mejor dicho, llegaron tres días, en que ni el ventero con sus hijas y su mujer, ni Guasa con toda su agilidad ratonil, pudieron atender al golpe de personas y acémilas que se metieron por aquellas puertas con hambre y sed, pidiendo vino, cebada, carne y un montón de paja para dormir. Furioso Viscarrués por no disponer de cuádruple local, se tiraba de los pelos, y su mujer del moño; Guasa andaba de coronilla; la parroquia se impacientaba; todos pedían a un tiempo su remedio. Con gran trabajo y a puñados les iban acomodando aquí y allí, metiendo ocho en cada cuarto de arriba, estibando a otros en las cuadras, por grupos, por series, por manadas: y para dar de comer se ponían los platos en el suelo, por no haber ya mesas, los jarros de vino pasaban de boca en boca, sin vasos; los guisados iban a la rueda en grandes fuentes, chorreando salsa, y no se oían más que voces airadas del que pedía su parte, del que, no contento con la primera ración, pedía la segunda. Aquí esgrimían cucharas, allá repicaban en los vasos con toque de cuchillos. El vino abundante suplía las escaseces del comer, y si en una parte echaban maldiciones a Viscarrués, en otra le vitoreaban como al primer posadero del mundo. «Hay que dispensar en días como este», decía él, rascándose la cabeza, luego los brazos, levantándose después la faja que se le caía. A Guasa colmábanle de injurias, que le excitaban a un enojo risueño; y era tal su sofocación, que regaba con honrado sudor los manjares que servía.

Fue a causa de tan desmedida aglomeración la coincidencia de dos caravanas de pasajeros, la una que venía de Oriente huyendo de la guerra, la otra de Occidente que hacia la guerra iba. Componían la primera familias neutrales o que querían serlo, algunos lisiados y enfermos; la segunda constaba, principalmente, de la oficialidad y clases de una columna enviada del Norte para incorporarse a la brigada de Borso di Carminati. La guerra mata y resucita; destruye y crea. La sangre que no se derrama en los combates, circula con más vigor, y nutre partes desmedradas del organismo social, mientras otras perecen. Viscarrués, que se estableció sin un cuarto en 1830, se retiró el 46 con el riñón bien cubierto. Sus hijos siguieron carrera en Zaragoza. Traspasado el parador a Guasa, este se hizo también rico, y en 1860 poseía casas en la Almunia, un café en Cariñena, y suyos eran los coches de la estación de Calatayud, y los que hacían el servicio a Paracuellos de Jiloca. Volviendo a lo que se refiere, debe decirse que aquel tumulto del parador de Fuentes de Ebro pertenece a las cronologías del año 37, que hasta en los mesones había de ser año de confusión y trapisondas: el mes era Febrerillo loco. Un solo dato pudo arrancar el historiógrafo a la empedernida memoria de Mateo Guasa: era que aquel día fue el primero del año en que se agregaron al cocido las habas verdes.

Y que estaban muy buenas, como declararon todos, con excepción de una señora, ribereña de Navarra, que sostuvo la superioridad de las habas de tierra de Cintruénigo... A esto observó uno, después de empinar el codo, que mejor que las habas le sabían a él las hembras de la Ribera, y buena muestra del género era lo presente, cuya gentileza y hermosura a todos cautivaban... Replicó ella con donaire que no era ensalada más que para un solo y único dueño, el cual no admitía bromas. Pronto se corrió entre los individuos de aquel jovial grupo que la tal moza era casada, y que iba a la guerra con su marido, sargento recientemente ascendido a alférez, el cual se alojaba también allí, y había salido a ocupaciones del servicio. Entrando en conversación la hermosa mujer, en quien habrá reconocido el lector a Salomé Ulibarri, les dio cuenta, con abundosa y pintoresca verbosidad, de los prodigios de Luchana y Banderas, y de las proezas que allí había realizado Baldomero Galán, su esposo, secundando las disposiciones del otro Baldomero. El empleo de alférez era recompensa mezquina para servicios tan eminentes... Despertada en el auditorio la curiosidad, se prolongó el relato de lo de Bilbao bastante tiempo, tan gustosos ellos de oír a la historiadora, como esta de pregonar tan lucidas hazañas. Emprendieron después los otros historia fresca de lo del Maestrazgo, que habían visto; pero a lo mejor de ella, solicitada de otra parte la atención de Saloma, se apartó de la mesa. Mirando casualmente hacia la escalera del parador, vio que por ella descendía un caballero anciano en compañía de dos mozos, al parecer de su servidumbre, el cual, renegando con agrias voces de no encontrar alojamiento adecuado a su categoría, avanzó hacia la calle cogido al brazo de un criado. Tanto el fláccido rostro del noble señor, como su desmayado cuerpo y su deslucida y polvorienta ropa, declaraban el cansancio de un largo camino. Fue tras él Saloma, y viéndole parado en medio del portal, se le puso delante en actitud de quien intenta dar una sorpresa; mas no hizo el buen señor ademán de conocerla. Impaciente y desconcertada la moza, además movida de grande compasión hacia el caballero, le tocó suavemente en el brazo, diciéndole: «¿Pero es posible que no me conozca o no quiera conocerme el señor don Beltrán de Urdaneta?»

«¡Saloma... hija... Chica! —exclamó el prócer abriendo los brazos—. ¿Tú por aquí?... Maña, te he conocido por la voz... ¿No sabes? ¡Ay, me estoy quedando ciego!... Salgamos un poquito afuera, para que con la luz de la calle pueda ver tu hermosura.

—¿Pero a dónde va por aquí tan descarriadico, señor?

—Hija... Es largo de contar —replicó Don Beltrán, sacando un pesado suspiro de las honduras de su pecho—. Me muero de fatiga, de hambre... y ese bruto de posadero no quiere alojarme... No puedo ya con mi cuerpo... Ni con mi alma.

—Todo lo de arriba está lleno... En cada aposento siete personas... Como sardinas. Tampoco yo tengo cuarto.

—Déjame, déjame que te mire... —dijo el prócer acercando su rostro al de ella, embobado, sobreponiendo su afición estética a las tristezas del desamparo en que se veía—. Sí, sí: te reconozco... ¡Qué linda eres! Si no fuera sacrilegio suponer que Dios se equivoca, le preguntaría por qué no te hizo nacer en posición elevada. Habrías sido una gran mujer, una gran dama, una...»

Más atenta a proporcionar al noble señor el reparo que necesitaba que a sus delicados galanteos, le dijo que urgía disponerle al instante la mejor comida que se pudiese. Enganchándole del brazo, le condujo hacia la cocina, dando voces al paso, en requerimiento de Guasa y de los demás servidores de la posada. «¡Qué desconsiderados sois! —dijo al propio Viscarrués—. ¿Pero no conocéis al señor, el primer noble de Aragón? No sabéis tratar más que con animales.» Disculpose el ventero, alegando que no había conocido al señor don Beltrán, y se apresuraron amo y criados a ofrecerle cuanto tenían. A ratos ayudando a servirle, a ratos sentada frente a él viéndole comer y beber con gana, nuevamente le interrogó Saloma sobre su viaje, movida no tan solo de la mujeril curiosidad, sino del interés afectuoso y desinteresado que el ilustre viejo le inspiraba. «¿Va el señor a Zaragoza, o viene de allí?

—Vengo, hija, vengo... He salido de Cintruénigo con ánimo de no volver más allá. Un rapto de cólera, de orgullo, de dignidad más bien... Yo soy así: no tolero que nadie me humille; y las impertinencias y groserías de Rodrigo y de Doña Urraca han sido tales, que no he tenido alma para tolerarlas más tiempo. Salí del caserón de Idiáquez como un colegial que se escapa. A la falta de libertad, al despotismo de Doña Urraca y de su hijo, prefiero la vagancia, la miseria, la muerte misma... No más, no más...

—Supe que el señor había ido a Medina de Pomar.

—Y no encontré ¡ay de mí! la acogida que esperaba... Ya no hay hijos, quiero decir, hijos buenos. Esa raza concluyó. Con estas malditas guerras entre hermanos, parece que ha venido al suelo toda ley de humanidad, y hasta los sagrados fueros del parentesco y de la sangre... Al hablar de estas cosas, se me atraviesa aquí en el pecho un bulto, una cosa dura y lacerante que no me deja comer ni respirar... Espérate a que pase... Ya pasa... Te contaré en dos palabras que al volver de Mena, donde, lo repito, encontré más egoísmo que piedad, desconsideraciones que me han llegado al alma, recibiéronme los Idiáquez de un modo muy desapacible. Los morros de Doña Urraca se extendían cuarta y media fuera de las líneas borriquiles de su rostro, y mi esclarecido nieto no hacía más que contrariar mis hábitos y rodearme de estrecheces indecorosas. ¿La causa de esto? Es muy sencilla. Sabrás que entre mi nuera y Doña María Tirgo habían concertado la boda de Rodrigo con una rica heredera de La Guardia. Celebráronse vistas. No sé lo que pasó, pues yo me hallaba en Mena; solo supe, antes de salir de allí, que de improviso y con algo de estruendo se vino a tierra todo aquel tinglado de la boda.

—¿Y le echaron al señor la culpa?

—Naturalmente: yo soy el gato, el niño enredador causante de todas las roturas de platos y demás averías que ocurren en la casa. No hay quien le quite de la cabeza a Juana Teresa que por intrigas mías se deshizo el bodorrio. Y yo te aseguro que no he tenido arte ni parte en ello. Declaro ingenuamente, eso sí, que me alegré y me alegro del percance, festejándolo como justicia de Dios y castigo de la conducta inhumana de los Idiáquez con este pobre viejo. Pero nada más, nada más... Cansado al fin de la reglamentación de colegio a que pretendían sujetarme, me vi en el duro caso de preferir la miseria a la esclavitud, y la libertad al vivir triste, al régimen conventual de la casa de Cintruénigo. La imagen de Doña Urraca se me ha hecho tan odiosa, que por no verla me iría descalzo y pidiendo limosna a la más lejana región del mundo. Créelo, chica. Soy noble: no tolero la humillación. En cualquier estado sabré conservar mi dignidad.»

Con pena y lástima muy vivas oyó Saloma el relato de don Beltrán, no atreviéndose a contradecirle ni a proponerle la vuelta al hogar abandonado, porque el respeto a tan gran caballero y a su desgracia la cohibía. Atenta al alivio de su necesidad, le dijo que pues era totalmente imposible recabar de Viscarrués un buen aposento, no había más remedio que acomodar al señor en la cuadra. Ella respondía de arreglarle en aquel humilde lugar un lecho abrigado y cómodo, combinando los haces de paja y las buenas mantas que ella traía, de tal modo que no echara de menos los infames camastros de la posada. Accedió a esto don Beltrán con expresiones de gratitud, muy conmovido, sonándose fuerte, y añadió que pues Jesucristo Nuestro Señor nos había dado ejemplo de humildad naciendo en un pesebre, bien podía sin desdoro un noble, que nada tenía de divino, dormir y hasta terminar su existencia en montones de paja, al abrigo de gentes sencillas y de rústicos animales.

II

«Ya sé —dijo después el prócer a la guapa moza, plegando los ojos para verla mejor—, que al fin te has casado con Baldomero. No ha sido poca suerte para ese bruto. ¡Vaya una hembra que se lleva!

—Sí, señor... ¿Pero usía no sabe que es alférez?

—¡Qué me dices!... ¡Alférez! ¡Hola, hola!... ¡Todo un oficial del ejército! Siempre fue arrojadísimo, con una cabeza más dura que el mármol, y un corazón insensible al miedo... Vaya: ¿y está aquí, en la columna que ha llegado del Norte?

—¡Y que no se alegrará poco de ver a Vuecencia! No tardará en venir.»

A uno de los mozos de Urdaneta, que en otra mesa comían, ordenó Saloma que saliese a buscar a Galán por las calles del pueblo, y a darle conocimiento de la presencia de su antiguo amo. Nacido en Fuenmayor y recriado en Cintruénigo, Baldomero había servido a don Beltrán antes de entrar en el militar servicio. Seis años comió el pan de Idiáquez y Urdaneta, ya en el empleo de ayuda de cámara, ya en el ejercicio de montería, o en otros menesteres de la casa. Bien quisto de sus amos, dejó en la familia memoria de leal y honrado, aunque muy duro de mollera. Andando el tiempo, ya soldado distinguido, sargento después, siempre que su batallón pasaba por Cintruénigo, visitaba a los señores. Allí conoció a Saloma, que, rodando de aquí para allá con borrascosa y turbada vida, después del fusilamiento de su padre en Miranda de Arga, fue a parar a casa de una tía materna, que tenía en arrendamiento tierras de Idiáquez y vivía en una torre próxima al palacio señorial. Toda esta parte de la historia de Galán y Saloma es algo oscura, y no ofrece bastante interés para que se emprendan, por esclarecerla, investigaciones muy minuciosas.

Volviendo al relato, se dirá que don Beltrán manifestó a su amiga que no iba, no, a la ventura por aquellos derroteros, pues le guiaba un fin concerniente a sus intereses y al remedio inmediato de su actual posición lastimosa. «Ya te lo explicaré cuando esté más sosegado —agregó recobrando algo de su animación—, pues supongo que iremos juntos largo trecho. Por de pronto, solo te digo que salí de Cintruénigo con recursos muy inferiores a lo que exige mi categoría, que tendré que resignarme a ciertas privaciones... Mi principal inquietud es que me corten el paso las tropas de Cabrera o las partidas que, sueltas y desmandadas infestan toda la tierra de Teruel. Otro temor me quita el sueño, y es que los dos únicos chicos que he podido traerme, Tomé, el de la Chata, y Francisquillo Maestre, no puedan seguir en mi compañía más allá de Híjar, por el peligro de que les coja la facción. Tú les conoces: dos chicarrones de diecinueve años, que no manejarían mal el chopo, y de uno de ellos sospecho que lo cogería de buena gana, por dar gusto al dedo. En fin, si les pierdo, ya sea por medrosos, ya por atrevidos, tendré que ir solo, encomendándome a Dios y a la Virgen, pues no puedo abandonar mi empresa, única solución decorosa para los pocos días que me restan de vida.»

En esto entró Baldomero, que derechamente, morrión en mano, se fue a besar la de don Beltrán, y poco le faltó para hincar una rodilla en tierra. Sincero, nacido del corazón era su acatamiento, pues amaba al anciano; y cuando este abrió sus brazos para expresarle con un buen apretón su enhorabuena y el regocijo de verle oficial, Galán hizo pucheros, y algunas lágrimas bajaron a humedecer su bigote de moco, imitación del de Espartero.

«Bien, hijo, bien, adelante... Capitán, será ya como tenerlo en la mano. Date prisa a ganar empleos, porque antes de morirme quisiera ver a Saloma hecha una señora coronela.»

Era Baldomero Galán un mocetón en quien la estampa no desmerecía del apellido, alto, garboso, mejor formado de cuerpo que de facciones, pues su nariz excedía un tanto de la medida proporcional, y sus ojos, hermosos y grandes, bizcaban un poco, resultando una desmedida fiereza de expresión. Indomable en la guerra, fiel a sus deberes cual ninguno, pronto a dar la vida cien veces por el honor de su bandera, en la vida doméstica era un angelón, y su esposa no tenía que hacer el menor esfuerzo para dominarle. Hízole sentar don Beltrán a su izquierda: le sirvió vino, después de obsequiarle con un puro. Fumando los dos, el pobre viejo, gozoso de tener a quien contar sus infortunios, hizo segunda edición de lo que ya había referido a Saloma, recargando amargura en las acusaciones contra su nieto y nuera. Suspiraba Galán al compás de los suspiros de su antiguo señor; y no acertando con la mejor fórmula de consuelo, se ofreció a prestarle en su viaje toda la ayuda que el servicio le permitiera. «Tanto Saloma como yo, señor don Beltrán, estamos a la disposición de usía para lo que guste mandarnos, y le cuidaremos y asistiremos como a un padre.» Urdaneta le apeó el tratamiento, pues del chicarrón que tuvo a su servicio al señor alférez que delante veía, había distancia social muy grande: agradeciendo al matrimonio sus ofrecimientos, manifestó que deseaba recogerse. «Véase —dijo a Galán, mientras corría Saloma en busca de las mantas—, cómo Dios no abandona a los buenos. Solo y triste venía yo por esos caminos, agobiado del peso de mis desdichas, afligido al propio tiempo por mi ceguera que crece de día en día, y cuando menos lo esperaba, me salen al encuentro dos amigos cariñosos, dos almas caritativas que me consuelan, que me alientan... ¡Qué hermoso es encontrar en nuestro camino la gratitud! Tú y tu mujer me debéis algunos beneficios; también los prodigué yo al buen Adrián Ulibarri, padre de Saloma, y ahora me veo recompensado por vosotros... ¡Ah! si me pierdo, que me busquen entre los humildes, que son siempre los agradecidos y generosos.»

Irguiéndose, como si al restaurar las fuerzas de su cuerpo recobrase también vigor y esperanza su espíritu, emprendió, asido del brazo de Galán, el camino de la cuadra. Parándose a cada instante, decía: «No, no: Urdaneta no puede ni debe terminar sus días en la humillación. Oye, Mero: ¿será fácil penetrar en tierra de Teruel hasta Mora de Rubielos, siquiera hasta los montes de Gúdar?

—Señor, las hordas de Cabrera son dueñas de casi todo el país —replicó Galán, que hablando de guerra solía emplear las fórmulas usuales de la prensa patriótica, de las proclamas y órdenes generales en campaña—; y mientras no consigamos limpiar de enemigos fratricidas todo el territorio de esta Comandancia general, no le aconsejo a nadie que penetre, señor... A menos que lleve un salvoconducto en regla, expedido por el obcecado Pretendiente.

—Ya, ya lo pensaremos, pues entre los cabecillas facciosos no me faltan amigos.»

En esto, Saloma escogía el rincón más abrigado de la cuadra, el mejor defendido contra las corrientes de aire y las patadas de los mulos, para armar en él un mullido nidal donde descansase el noble viejo. Fue robando puñaditos de paja en este y el otro montón; apartó toda la basura; hizo mudar de sitio a un gallo con varias gallinas, y la obra quedó terminada pronto a satisfacción del que debía disfrutarla. Todas las mantas que tenía las aplicó a la comodidad de Don Beltrán, unas debajo, otras encima de su cuerpo. Mientras Mero le quitaba las botas, envolviéndole los pies en la manta de Tomé, Saloma le liaba a la cabeza una ancho pañuelo de seda, despojándole antes de su levitón y dejándole en mangas de camisa. Ofrecía el aristócrata una extraña figura, de la que él mismo se reía, cuando se tendió de largo a largo sobre la paja. Con refajos y ropa suya improvisó Saloma una almohada, y no pareciéndole bastante, propuso que ella se acomodaría sentada junto a la pared, formando como cabecera del improvisado lecho, y sobre sus rodillas se apoyaría la almohada, sosteniéndola en alto de modo que no se hundiese la cabeza de don Beltrán. Para completar la obra, se convino en que Galán pasaría la noche a los pies del señor, para contener el frío por aquella parte, mientras por la otra sostenía el calor el gentil cuerpo de Saloma. Hallábase Urdaneta algo acatarrado, y estornudaba constantemente; mas no sintiendo otra molestia real que el frío, procuraba agazaparse bien, y en medio de las mantas recobró su buen temple y jovialidad, dando por excelente tal situación y creyéndola un especialísimo favor de Dios en aquellos tristes días. «Paréceme, hijos míos, que no debo quejarme —les dijo risueño—, ¿pues qué más puedo ambicionar que este tranquilo reposo, este abrigo que me habéis dado, y, sobre todo, el calor de vuestra compañía cariñosa? Os veo como a dos ángeles que Dios me envía para asistirme. Y es como si con vuestra presencia me dijera: “Ya ves, Beltrán mío, que no te abandono”. En verdad os aseguro, que no cambiaría este lecho por el del Papa o el Emperador de Rusia. Aquí se está muy bien, con un guardián y calentador por la cabeza y otro por los pies... y esta sencillez, y esta libertad... Vamos, que estoy contentísimo, y ahora me permito despreciar todos los cuartos de fonda, con sus camas frías y sucias, y su soledad triste... Bien, bien: Mero y Saloma, mis buenos amigos, sed caritativos hasta el fin; y pues el sueño se ha declarado mi enemigo, contadme alguna cosita para engañar el tiempo.»

Reclinado a los pies del señor, Galán habló largamente de la campaña del Centro, a la cual se daría gran impulso para exterminar de golpe a los satélites del oscurantismo. No lejos de ellos había otros grupos; y a medida que avanzaba la noche, fueron entrando en la cuadra más huéspedes, y se formaron entre paja y dornajos montones de humanidad que producían extraños ruidos: aquí conversaciones y disputas vehementes, allá un roncar estruendoso.

«Mero, hijo mío —dijo al alférez don Beltrán, de cuya persona no asomaba entre las mantas más que la nariz—, por alguna palabra que llega a mis oídos de lo que hablan esos tres hombres que están a tus pies, entiendo que son de Rubielos. Acércate y pregúntales si conocen a Juan Luco, rico propietario en término de Mora, alcalde que era de esta villa hace dos años.» Poco después se aproximó un hombre, de estatura más que alta gigantesca, vestido a estilo aragonés neto, con su pañizuelo en la cabeza, faja morada y muy caída, mal envuelto en una manta, como herido o enfermo, un brazo en cabestrillo, la faz atezada, ruda, huraña. De su andar no debía decirse que era cojo, sino que cojeaba, y uno de sus pies, envuelto en un lío de trapos, abultaba como la pata de un elefante. Sus primeras palabras, al acercarse al grupo, fueron torpes, balbucientes: «El señor alférez me manda... que le diga... Gran señor, yo no veo dónde está su Ilustrísima, ni sé quién dimonios es... ¡Otra!... Ya le veo como enterrao en el panizo...

—Siéntate... tú eres de Teruel: no puedes negarlo —dijo don Beltrán sin moverse, no enseñando de su persona más que los ojos sin vista y la nariz sin olfato—. Descansa, que, por las trazas, bien lo necesitas.» Con lentitud y ayes de dolor fue doblando su corpachón el aragonés hasta hundir la paja con sus asentaderas, no lejos del puesto de Galán, y cuando halló postura cómoda, dijo que de Teruel mismamente no era, sino de Cuatro Dineros, barrio de Montalbán, y que conocía todo el país entre Ademuz y Puerto de Beceite como la palma de su mano.

«¡Ah —exclamó Saloma prontamente—, si ya te conocemos! Yo bien decía: conozco a este bruto. Tú eres Joreas, el que hace dos años trajinaba con mulas desde Vinaroz a Tudela... Y después te fuiste a la facción, y de la facción vienes ahora, puerco.

—Con perdón de la señá tinienta y de la compañía, digo que lo de puerco no es razón, y sí lo es que me llamo Tanasio Joreas. Como hombre honrado y cabal, no niego haber estuvido en la faición a las órdenes del Serrador primero, del Royo de Nogueruelas dispués, porque sentía de mi natural que debíamos ensalzar los divinos derechos del Rey don Carlos... Pero aquí me tienen harto de desengaños, con más balazos en mi cuerpo que pelos en la cabeza, muerto de hambre, con mi casa y familia perdidas, porque una de mis masadas la arrasó el liberal, otra el legítimo... Mis hijos muertos, todo hecho cenizas, y yo poco menos que cadavérico. Lo que no me ha quitado el neto, me lo ha quitado la usurpadora; y al fin, cansado de pelear, y de sufrir, y de ver espantos, y de pisar tripas de cristianos, dije: «No más derechos legítimos ni no legítimos, no más, no más», y me escapé, y huyendo de la tremolina vengo por trochas y atajos en busca de un terreno donde haiga paz, donde los hombres sean cristianos, no carniceros... Yo he sido malo; yo he sido, como tantos, lo que dice la señora, faicioso y peleador y verdugo de mi natural; pero ya le he tomado asco al matadero. Me llamo Joreas el escarmentado, y voy a Zaragoza en busca de un pedazo de pan que yo pueda meter en la boca sin que, al mascarlo, me parezca que lo han amasado con sangre.»

Callaban todos los oyentes, entristecidos por las lúgubres palabras del escarmentado, y al fin rompió el silencio don Beltrán, diciendo: «Pobre Joreas, tu arrepentimiento es de celebrar, y ojalá se convencieran todos como tú y siguieran tu camino... Pero vamos a lo que me importa. Conocerás a Juan Luco.

—De los mejores hombres de Aragón... Sí, señor... gran presona... Y con muchas talegas. Suyas eran las dos masadas de Rubielos, y en Mosqueruela y Forniche Bajo tenía más de mil cabezas... hombre cabal, buen amigo y padre del pobre...

—Hablas como si Luco no existiera. Explícate: ¿ha muerto?

—Señor, no se enfade conmigo, que yo no he sido más que destrumento. A la vuelta de Manzanera nos salió con catorce hombres armados de escopetas... Le cogió la partida de Peinado, donde yo iba, y no tuvimos más remedio que afusilarle... Señor, puede creérmelo: como Dios es mi padre le digo que le digo la verdad... Fue que cuando me mandaron tirarle y le tiré, las lágrimas me corrían... Yo decía para mí: perdóneme, Don Juan, que no soy más que destrumento...

III

—¡Qué horror! —exclamó don Beltrán, haciendo sonar la paja con el estremecimiento de todo su cuerpo—. Bandido, quítate de mi presencia... No, no te vayas: da más explicaciones...

—Bandido no, señor... Yo lloraba... Es la guerra, señor, la guerra. Aluego que le enterramos fuimos a quemarle la masada de Cabra de Mora.

—¿Y la incendiasteis?

—No pudo ser, señor, porque... la habían quemado ya los cristinos el día antes, llevándose dos yeguas. Fue la columna del coronel Buil, uno muy perro, que fusiló en Concud a mi hijo Agustín.

—Ojo por ojo y diente por diente. Los hijos de Luco vengarán a su padre.

—No, señor. ¿Les conoce Vocencia?

—Sí, y sé que son valientes.

—Eran.

—¿También han muerto?

—No me eche a mí la culpa, sino al Nogueras, el más bruto que hay en la Usurpación.

—¿Luego eran carlistas?

—Bruno sí, señor: desde el tiempo de Carnicer se alistó en las sacras banderas. Luego andaba con el Fraile Esperanza y con el Organista de Teruel. No tenía trato con su padre ni con su hermano Cinto, el cual seguía la bandera puerca de Isabel... Por esto dicen que esta guerra se ha vuelto tan farisea o faricida.

—Fratricida, que quiere decir guerra entre hermanos.

—Y entre padres e hijos, y maridos y mujeres. Cinto Luco, casado en Aliaga con la hija mayor de Crescencio Marlofa, salió con los urbanos de la villa y un destacamento de tropa. Don Ramón, el propio don Ramón, les deshizo... Escapó Cinto con su mujer y el chico menor de Marlofa, y se escondieron los tres en una cueva de Peñarroya de los Pinares, donde, descubiertos por el cura Lorente...

—¿También fusilados? ¡Qué villanía!

—No, señor... les pusieron en cueros, sin distinguir... vamos, que a la chica le quitaron hasta la camisa, y luego les alancearon...

—Cállate, por Dios... Vete, vete a expiar tus delitos.

—Es la guerra, señor. Yo no tuve culpa, ni estuve en eso... Me lo contaron.»

Habíanse agregado otros dos al grupo, recostándose junto a Joreas. Por las trazas eran sus compañeros, como él, escarmentados o arrepentidos.

«Yo le vi —dijo uno de ellos, joven y de palabra fácil y correcta, revelando mejor educación y origen social que sus compañeros—, y desde aquel día me escapé con otros seis de la partida de Lorente, y nos agregamos a Forcadell. Nos teníamos por guerrilleros, no por bandidos.

—No sigáis —dijo don Beltrán, que no sentía ya frío, sino un calor sofocante, y sacó los brazos fuera de las mantas—; no sigáis, por Dios, pues también vais a decirme que el hijo menor de mi queridísimo Juan Luco, el pequeño, mi ahijado, Francisquín, ha perecido también en esa guerra de cafres.

—Francisquín fue pasado por las armas en la acción de Liria —afirmó Joreas.

—Tú no sabes de eso —dijo prontamente el segundo escarmentado—. Yo estuve en Liria, y puedo contarlo.

—Mi parecer —dijo Mero—, es que todas esas historias fratricidas deben quedarse para mañana.

—Lo mismo pienso —manifestó Saloma—. El señor necesita descanso, y no se le han de contar tragedias, sino chascarrillos y donaires.

—Gracias, hijos míos; pero la ocasión es trágica: no podemos sustraernos a estos horrores... Que sigan: usted, joven, infórmeme de lo de Liria y de la suerte de mi ahijado Francisco Luco. ¿Es usted de este país?

—Eustaquio de la Pertusa, natural de Binéfar, en tierra baja de Huesca, para servir a usted; estudiante de Teología y Cánones hasta febrero del 35; después ayudante de Cabañero, alférez en la columna de Pertegaz, y, al fin, escarmentado y desengañado. Pues el 29 de marzo... Recuerdo bien la fecha, porque eran mis días: San Eustaquio, obispo... Sorprendimos la plaza de Liria. Don Ramón recorría el llano de Valencia recogiendo mozos, dinero y caballos. Pertegaz fue el encargado de la sorpresa. Antes de romper el día nos llegamos callandito a las puertas de la ciudad, defendida por nacionales. Abrieron ellos confiados, sin tener noticia de que estábamos en acecho, y fácil nos fue entrar, despachando en la primera embestida siete, después nueve, y cogiendo veintisiete prisioneros, con algunos vecinos del pueblo. Saqueamos no más que dos horas; y al salir, don Ramón, que acampado estaba en Puebla de Balbona, nos mandó ir a Chiva con los prisioneros.

—¿Y entre ellos estaba el pobre Francisquín?... ¡ay!

—Sí señor. Yo le conocía del Seminario de Huesca, donde juntos estudiábamos Teología, y por el camino de Chiva hablamos, y le dije que tuviera paciencia, que de fusilarles, lo haríamos previa confesión, según costumbre y ley de nuestro ejército, con lo que, si se perdía el cuerpo, se ganaba el alma, que es lo principal.

—Grandísimo perro... la hipocresía de tu ferocidad me causa horror —exclamó Don Beltrán sin poder contenerse—. ¡Pobre Francisquín! Sigue, sigue.

—Pues en Chiva se mandó confesar a los prisioneros, que para estos casos lleva cada partida, por pequeña que sea, su capellán... y...

—Basta. ¿Tendrás valor para referir que hiciste fuego sobre tu pobre amigo, tu compañero de estudios teológicos?... ¡Bonita Teología aprendiste, mal hombre, mal subdiácono, si lo eres, mal español!... Si vives tranquilo será porque no tienes conciencia, porque no sabes lo que es Dios, aunque mil veces le hayas nombrado estudiando cosas que no has entendido... No me levanto —agregó el señor excitadísimo, retirando su abrigo y removiéndose sobre la paja—, no me levanto y te doy un par de pescozones, porque creería deshonradas mis manos de caballero poniéndolas en la cara de un bandido.

—¡Eh! sepa el vejete —dijo el otro levantándose de un brinco—, que mi cara no han de tocarla manos nobles y plebeyas. Y si es usted una senectud y no puede hacer la prueba, destaque alguno de estos, y salgamos afuera.

—El que sale afuera bailando, con una patada que voy yo a darte ahora mismo, eres tú, so deslenguado —dijo con fosca serenidad Baldomero, disponiéndose a ejecutar lo que decía, como la cosa más natural del mundo.»

Don Eustaquio se engalló también; pero Joreas y el otro le contuvieron diciéndole: «Guarda, hijo, que es tiniente.

—Y sepan —añadió Galán— que si los señores escarmentados no guardan el respeto debido a las personas, aquí no faltará quien les dé la última mano del escarmiento.

—También aquí fusilamos —dijo Saloma iracunda—. ¿Pues qué creen estos? ¿Que somos de manteca?»

El tercero, que aún no había dicho nada, y era inclinado a la paz y enemigo de pendencias en tal sitio, tiró del brazo del teólogo don Eustaquio para apartarle, ayudándole también Joreas, que venía de la guerra con el cansancio y aborrecimiento de toda querella homicida. Terminó el lance de buena manera; alejáronse los dos más levantiscos; solo quedó en el corrillo de don Beltrán el tercero, que se declaró escarmentado incondicionalmente, con propósito firme de no volver a las andadas; y aproximándose, como deseoso de ganar confianza, hizo la siguiente manifestación: «Yo soy de Ablitas, señor don Beltrán de Urdaneta, y con nombrarle ya está dicho que le conocí desde que le vi meterse en la paja. Conozco también a Saloma Ulibarri y a Baldomero Galán, y a todos me recomiendo para que no me estimen en menos de lo que soy por esta locura de haber ido a la facción.»

Maravilláronse todos de aquel encuentro, y el primero que rompió a reconocerle fue Baldomero, que le dijo:

«¡Ajo! ¿no eres tú Vicente Sancho, hijo de José Sancho? Desde que te vi me chocó el cariz tuyo, y dije: “Yo conozco a este pícaro”.

—El mismo soy. A todos les conocí; pero no quería dar la cara, por vergüenza.

—¡Vaya con Sanchico! —dijo Urdaneta—. Hombre, me alegro de que seas tú de allá... Oye: ¿no era tu abuelo Bartolomé Sancho albéitar en Monteagudo?

—Sí, señor... Pues verán... Son estos dos amigos el uno muy bruto, y el otro, el Epístola, que así le llamamos aunque no tiene las órdenes, muy vivo de sangre... No quisieron ofender al señor don Beltrán; y como les pidió que refirieran, empezaron a contar, poniendo las cosas como fueron, que harto malas son ellas, sin que tenga la culpa el que cuenta con natural.

—Cierto: yo me acaloré —dijo el prócer—. Si a ellos se les ha pasado el enfado, que vuelvan y acaben de contarme lo de Chiva.

—Yo le enteraré mejor que ellos —dijo Sanchico—. Yo estuve también en Liria y Chiva; formé en el cuadro de los fusilamientos, y puedo asegurar que no matamos a Francisquín. En el camino de Chiva se nos perdió, bien porque lograra escapar, bien porque algún amigo le amparase. Matamos a los prisioneros en el patio de un convento, después de desnudarles. Luego, los que tenían gusto para estas cosas y mala entraña, se entretenían en quemarles los bigotes cadavéricos y en pegarles cuchilladas...

—¡Qué espanto! ¡No puedo oír esto! —murmuró don Beltrán—... ¿De modo que el pobre Francisquín...?

—Bien pudo ser que estuviera entre los que quedaron para otro día. Nosotros seguimos con don Ramón, que dio una batalla al general Palarea, en la cual no salimos bien. Nos retiramos ordenadamente hacia Liria. Sé que en Villar del arzobispo fusilaron el sobrante de Chiva, menos unos cuantos que fueron llevados prisioneros a Beceite y de allí a Cantavieja. Tengo por muy probable que entre esos esté Francisquín Luco.

—Dime, Sanchico —preguntó Baldomero—. ¿Estuviste tú en lo de Alcotas? Porque allí pasaron por las armas a un primo mío, cabo primero en el regimiento de Ceuta.

—Aquel día estaba yo en Torrijas, a donde se nos mandó para pegar fuego al pueblo, después de fusilar al alcalde porque no suministró las raciones que se le pidieron. Al volver al Cuartel general supe lo de Alcotas. Fue que a don Ramón le llevaron el soplo de que estaban allí los de Ceuta... Corre allá: los de Ceuta habían salido del pueblo; les sigue, les alcanza, les envuelve.

—Capitularon cuando se les concluyeron los cartuchos... Así lo oí... Y el tigre les dio palabra de respetar las vidas.

—Pues el no cumplir fue porque el padre Escorihuela llevó el cuento de que los de Ceuta habían hecho el entierro de Cabrera, en chanza, cantándole responsos por las calles de Alcotas, y que en la iglesia hicieron burla de los santos. Como don Ramón tenía el alma requemada por lo de su madre, les mandó fusilar. Eran ciento cuarenta y cinco.

—Les confesarían antes —dijo Urdaneta, que había recobrado su actitud de momia egipcia, y adormecía su pensamiento en una resignación filosófica no exenta de humorismo.

—El mismo padre Escorihuela que le contó al general las picardías de los capitulados, se puso a confesarles deprisa y corriendo. Pero como don Ramón quería llegar de día a Manzanera y no sobraba el tiempo, no confesaron más que los oficiales... los soldados no.

—Dime tú, Sanchico —preguntó don Beltrán inmóvil—. Cuando pasaban esas cosas, ¿no caían del cielo rayos y centellas que hicieran polvo a ese padre Estercolera, o como quiera que se llame?

—De eso de caer rayos nada sé: yo no estaba presente, señor. Mi partida se incorporó a Quílez, que nos llevó a tierra de Monreal, cerca de Daroca, donde derrotamos a los Voluntarios de Soria, mandados por Valdés.

—¿Y a cuántos fusilasteis?

—Cayeron treinta y tres Oficiales y diez miñones.

—Bien, hijo, bien. ¿Y hay todavía humanidad, género humano quiero decir, en esa condenada tierra?

—Fuera de los que combaten, señor, por ver quién reina, hombres, ninguno hay; mujeres y caballerías, pocas.

—Ahora que hablamos de mujeres: mi amigo y protegido Juan Luco, además de sus tres hijos varones, tenía una hija.

—Que es monja penitente; no sé... De esto le noticiará Joreas, que, como de Rubielos, conoce a toda la familia...»

Diciendo esto, Sanchico miraba con recelo a un hombre que entró a dar pienso a dos caballerías. A la mortecina luz del candilejo que alumbraba la anchurosa cuadra de negro techo festoneado de telarañas, apenas se distinguía el rostro del tal sujeto; pero el chico debía de conocerle y temerle, porque al verle pasar cerca, en dirección de una de las puertas, se tiró boca abajo sobre la paja, haciéndose el dormido. Pasado el susto, el muchacho se incorporó diciendo: «Es mi padre, José Sancho, que anda al servicio de un señor italiano, muy rico y principal. Llegó esta mañana, y cuando le vi no supe dónde meterme, de la vergüenza que me daba... y del miedo, porque mi padre, al saber que yo me había ido a la facción, dijo que si no me mataban en la guerra, me mataría él cuando me encontrase, por haberle deshonrado... que a deshonra le sabe el ver a un hijo suyo debajo de la bandera de Carlos V.»