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Benito Pérez Galdós

Episodios nacionales III
Luchana

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-300-1.

ISBN ebook: 978-84-9007-216-5.

Sumario

Créditos 4

Presentación 9

La obra 9

I 11

II 16

III 22

IV 27

V 33

VI 40

VII 47

VIII 52

IX 59

X 65

XI 72

XII 78

XIII 85

XIV 91

XV 97

XVI 102

XVII 109

XVIII 115

XIX 122

XX 127

XXI 133

XXII 140

XXIII 147

XXIV 155

XXV 161

XXVI 167

XXVII 174

XXVIII 181

XXIX 187

XXX 193

XXXI 200

XXXII 206

XXXIII 211

XXXIV 216

XXXV 222

XXXVI 230

XXXVII 236

XXXVIII 241

XXXIX 246

XL 252

Libros a la carta 259

Presentación

La obra

Luchana es la cuarta novela de la tercera serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.

Con su gran maestría, en el principio de esta novela Galdós nos narra la famosa Rebelión de los Sargentos, un episodio de nuestra historia que tiene mucho de grotesco. En Segovia, un grupo de oficiales de baja graduación fue capaz de poner en brete a sus superiores en el rango y a la corona (con su regente María Cristina al frente). No pidieron gran cosa ni se mostraron especialmente agresivos, pero subvirtieron con su breve golpe de estado el orden militar y casi el del país, consiguiendo la restitución de Mendizábal como ministro de Hacienda.

Con el trasfondo de la primera guerra Carlista, continúan las aventuras de don Fernando Calpena, nuestro enamorado héroe, quien inicia su camino hacia Bilbao, sitiada por las fuerzas de Carlos V, donde confía encontrar a su enamorada Aura.

Mientras Fernando hace su camino, Aura será festejada por Zoilo, un primo suyo de la familia Arratia que, al final, conseguirá imponer su voluntad a su familia y a ella misma. A pesar de la resistencia de la joven, Zoilo fijará la boda para la víspera de Navidad.

El autor aprovecha esta romántica historia para mostrarnos, con la épica acostumbrada, los efectos del asedio a la ciudad de Bilbao, donde sus ciudadanos esperan la ayuda y socorro de Espartero. Ayuda que llegará, por fin, la noche de Navidad.

I

«En mi carta de ayer —decía la señora incógnita con fecha 14 de agosto— te referí que nuestro buen Hillo me mandó recado al mediodía, recomendándome que no saliese a paseo por el pueblo, ni aun por los jardines, porque corrían voces de que los soldados y clases del Cuarto de la Guardia, los de la Real Provincial y los granaderos de a caballo, andaban soliviantados, y se temía que nos dieran un día de jarana, cuando no de luto y desórdenes sangrientos. Naturalmente, hice todo lo contrario de lo que nuestro sabio Mentor con notoria prudencia me aconsejaba: salí de paseo con dos amigos, señora y caballero, prolongándose la caminata más que de costumbre, y no exagero si te digo que anduvimos cerca de un cuarto de legua por el camino de Balsaín; luego atravesamos todo el pueblo, llegando hasta más allá del Pajarón, y nos volvimos a casita con un si es no es de desconsuelo, pues no vimos turbas sediciosas, ni soldadesca desenfrenada, ni cosa alguna fuera de lo vulgar y corriente. El drama callejero, género histórico en España, que deseábamos ver no sin sobresalto en nuestra viva curiosidad, permanecía entre bastidores, en ensayo tal vez. Sus autores, temerosos de una silba, no se atrevían a mandar alzar el telón.

»Por mi parte, te aseguro que no sentía miedo; mis acompañantes sí: solo con la idea de que la revolución anunciada no pasase de comedia, se atrevían a presenciarla. Y comedia tenía que ser en la presunción de todos, pues de los jefes, del comandante general del Real Sitio, conde de San Román, nada debía temerse, conocida de todo el mundo su adhesión a la reina y a Istúriz; de los jefes tampoco, que eran lo mejor de cada casa. Las clases y tropa no son capaces de escribir por sí solas una página de la Historia de España, y el día en que la escribieran, ¡ay!, veríamos, a más de la mala gramática de hoy, una ortografía detestable.

»Al pasar por el teatro nos hizo reír el título de la comedia anunciada: A las diez de la noche, o los síntomas de una conjuración. En las puertas del Café del teatro vimos paisanos y sargentos en grupos muy animados, y por las palabras sueltas que al paso hirieron nuestros oídos, comprendimos que hablaban de política. Luego nos dijo Pepito Urbistondo, a quien encontramos junto a la Comandancia, que las clases de toda la guarnición estaban incomodadas porque el general había prohibido, bajo graves penas, cantar canciones patrióticas, y mandado que las bandas y músicas no tocasen otras marchas que las de ordenanza. A este Pepe Urbistondo no le conoces: ha venido no hace un mes del ejército de Aragón; es valiente y audaz en la guerra; en los saraos de Madrid el primero y más arrojado bailarín de gavotas y mazurcas; buen chico, solo que tartamudea un poco, y empalaga un mucho con sus alardes de finura, a veces sin venir a cuento. Hoy le tienes aquí de ayudante de San Román, y es el que anima con sus donaires los corros que diariamente, mañana y tarde, se forman en las Tres Gracias o en Andrómeda... Pues sigo diciéndote que la noticia comunicada por Pepito del mal humor de los señores cabos y sargentos, no nos causó grande inquietud. Pero luego nos encontramos al canónigo de la Colegiata, don Blas de Torres, que nos puso en cuidado refiriéndonos lo que había ocurrido momentos antes, en el acto de la lista. Después de la música, y cuando ya la tropa formaba para volver al cuartel, el tambor mayor mandó a la banda tocar la marcha granadera. Obedecieron los tambores; pero no los pífanos, que salieron por el himno de Riego, resultando un guirigay de mil demonios, efecto de la discordancia entre músicas tan diferentes. El comandante, volado, mandó callar la banda, y la tropa se dirigió al cuartel al son de sus propias pisadas. La vimos pasar. Era una escena triste, lúgubre. No sé por qué me impresionó aquel marchar de los soldados sin ningún son de música o ruido militar. Me fijé en las caras de muchos, y no eran, no, las habituales caras de soldados españoles, siempre alegres. Cuando entrábamos en casa de mis amigos, volvimos a encontrar a Urbistondo, y nos dijo que, al llegar al cuartel, el comandante había mandado arrestar a toda la banda; que al tambor mayor, a quien se atribuía connivencia con los desentonados pífanos, le habían metido en un calabozo. La oficialidad recibió orden de permanecer en el cuartel toda la noche, y se prohibió que salieran los sargentos. Cuando nos daba Pepito estos informes, ya casi anochecía; los paseantes de los jardines volvían presurosos a sus casas; notábase en algunos aprensión, recelo; de la sierra bajaba un airecillo sutil, que nos hacía echar de menos los abrigos. Yo mandé a casa por el mío: la persona que me lo trajo, traía también un billete en que se me instaba, mejor dicho, en que se me hacía el honor de llamarme a Palacio... Yo tiritaba; me había enfriado un poco al volver de paseo: creo que contribuyó a ello el ver aquellos soldados tan tristes, marchando sin tambores ni cornetas... Aplacé la visita a Palacio para después de comer; pero luego vino un recadito más apremiante, verbal, y tomando el brazo del digno caballero que lo había llevado, me fui allá. Quién me llamó de Palacio, no puedo decírtelo, niño, ni hay para qué.

»Creí encontrar alarma en la morada Real, pero me equivoqué... ¡en tantas cosas nos equivocamos! Sabían todo lo ocurrido en el cuartel del Pajarón y en la lista; tenían noticia de la descompuesta actitud de los sargentos en el Café del Teatro, donde suelen reunirse; de la llegada de paisanos de Madrid, siniestros pajarracos que anuncian las tempestades políticas; mas no por eso habían perdido la tranquilidad y confianza. No debo ocultarte que yo había recibido de la Villa y Corte informes preciosos de lo que piensan y dicen ciertas personas de las que influyen en la cosa pública, lo mismo cuando están en candelero que cuando están caídas. Alguien se enteró de que yo tenía tales referencias y quiso oírlas de mis propios labios. De lo que yo sabía, comuniqué lo que estimaba prudente y oportuno en las circunstancias actuales, lo que a mi parecer podría ser de utilidad y enseñanza para la persona que me interrogaba; lo demás me lo callé. ¿No te parece que hice bien? Ya veo que afirmas. Me gusta que opines en todo como yo.

»Pues verás: pasé un rato muy agradable con las niñas cuando las acostaban. La Reinita Isabel discurre como una mujercita; Luisa Fernanda le gana en formalidad. Es grave la pequeñuela, y en su corta edad parece sentir y comprender ya que tanto ella como su hermanita son personajes históricos, y que están llamadas a desempeñar primeros papeles en la escena del mundo. Isabel despunta por su inteligencia: cuentan de ella salidas y réplicas verdaderamente prodigiosas. Ya conoce por sus nombres a todos los palaciegos y a muchos generales; distingue los cuerpos y armas del ejército por los uniformes, y los grados y empleos de los oficiales por los galones y charreteras. La cronología de los Reyes, desde los Católicos para acá la sabe de corrido, y en etiqueta suele dar opiniones saladísimas, que revelan su agudeza y disposición. Es muy juguetona, demasiado, según dicen algunos, para reina. Pero esto es una tontería, porque los niños ¿qué han de hacer más que enredar? Nuestra angélica Isabel, a quien aclaman pueblo y ejército como la esperanza de la patria, se iría gustosa, si la dejaran, a jugar a la calle con las chiquillas pobres. Dios la bendiga. Si esa guerra tiene el término que deseamos y el don Carlos se queda como el gallo de Morón, veremos a Isabel en el Trono, digo, la verás tú, que yo no pienso vivir tanto.

»No sé por qué me figuro que la juguetona y despabilada Isabel ha de ser una gran reina, como la primera de su nombre. El toque está en que sepan rodearla, en sus primeros años de reinado, de personas buenas, de severo trato y rectitud, de conocimiento en los negocios de Estado, pues no siendo así, ¿qué ha de hacer la pobre niña? Ni con las dotes más excelsas que Dios pone en la voluntad y en la inteligencia de sus criaturas, podría desenvolverse Isabelita en medio del desconcierto de un país que todavía anda buscando la mejor de las Constituciones posibles, y que no parece dispuesto a dejarse gobernar con sosiego hasta que no la encuentre; de un país que todavía emplea como principal resorte político el entusiasmo, cosa muy buena para hacer revoluciones cuando estas vienen a cuento, mas no para gobernar a los pueblos... En fin, no quiero que me llames fastidiosa, y suspendo aquí mis acerbos juicios acerca de un país que todavía ha de tardar siglos en curarse de sus hábitos sentimentales... Con que ya ves lo que le espera a la pobre niña, mayormente si la dejan sola y no cuidan de poner a su lado quien la guíe y aconseje. Quiera Dios que mis recelos sean infundados, y que Isabel reine sin tropiezos, y haga feliz, poderosa y rica a esta pobrecita nación. Yo no he de ver su reinado, y si es próspero y grande, eso me pierdo. Lo que en la Historia resulte de la preciosa niña, a quien he dado tantos besos esta noche, tú me lo contarás cuando nos veamos en el otro mundo.

»Bueno: pues sabrás que al salir del cuarto de las niñas, me dieron la noticia de que cuatro compañías de la Guardia Real Provincial, alojadas en el Pajarón, se habían sublevado. Me lo dijo una dama en quien el ingenio corre parejas con la edad (uno y otra son grandes), y sin duda porque su conocimiento práctico de la historia del siglo la familiariza con los motines, no acompañó la noticia de demostraciones de sobresalto. Ya no era joven cuando el tumulto de Aranjuez, en marzo del año 8, que presenció y refiere con todos sus pelos y señales. ¡Con que figúrate si habiendo visto desde la barrera aquella función y todas las que han venido después, estará curada de espanto la pobre señora! “No se asuste usted —me dijo—. No será de cuidado: todo quedará reducido a que nos machaquen los oídos con el himno, y a que pidan quitar el Estatuto u otra majadería semejante. Yo, a ser la reina, no vacilaría en variar el nombre de la primera ley del Estado, pues esto ni da ni quita poder... Estos pobres liberales son unas criaturas que se pasan la vida mudando motes y letreros, sin reparar en que varían los nombres, y las cosas son siempre las mismas. Ahora les da por jugar a las Constitucioncitas... ¡qué inocentes!... Yo me río... En fin, veremos en qué para esto. No le arriendo la ganancia al amigo Istúriz”.

»Respondile que no podía yo participar de su tranquilidad, y hallándome bastante desfallecida y con un poquito de susto en mi pobre espíritu, le rogué que mandase me dieran una taza de caldo. “Pediré otra para mí, y además dos copitas de Jerez con sus bizcochos correspondientes, porque, amiga mía, no puedo avenirme a esta novísima costumbre de comer a las tres y cenar a las once de la noche... Costumbres napolitanas deben de ser éstas... Y además, como podría suceder que en noche de revolución no haya la debida puntualidad en la hora de la cena, bueno es que nos preparemos para los ayunos que nos depare Dios de aquí a mañana. Y si a usted le parece, mandaremos que nos sirvan algún fiambre o una perita en dulce...”.

»A todas estas, notamos entrada y salida de militares, vimos caras de sobresalto; mas ningún rumor desusado se oía por la parte del pueblo. Cuando mi amiga y yo estábamos en el comedor chico haciendo por la vida, nos dijo el mayordomo de semana, todo trémulo y asustadico, que se había cerrado la puerta de hierro que comunica con la población, trayendo las llaves a Palacio; pero se temía que los sublevados de fuera violentarían la puerta de la verja con ayuda de los sublevados de dentro. “¡Los de dentro! —exclamó mi amiga—. ¿Según eso, los del Cuarto Regimiento también...? Era natural. Ya lo tendrían bien amasado entre todos.” Añadió el informante que el jefe de Provinciales y parte de la oficialidad trataban de contener el movimiento con exhortaciones y buenos consejos; pero se dudaba que lo consiguiesen. Aún quedaba la esperanza de que los Guardias de Corps se mantuviesen fieles a la disciplina, y en este caso, andarían a tiros unos contra otros. A esto, dijimos las dos señoras que no, no... De ninguna manera... Nada de tiros ni matarse, no, no... Que se avinieran todos, y a la buena de Dios; que si ello quedaba en un cambio de Gobierno, con himno a pasto, proclamas, entusiasmo y un gracioso cubileteo de Constituciones, nos dábamos por satisfechas... Sobre todo, lo que hubiera de venir, viniera pronto, para poder cenar, aunque fuese un poquito tarde, y dormir tranquilamente.

»Al volver a la antecámara, ya sentimos extraordinario ruido al exterior, y en Palacio turbación, perplejidad, azoramiento, miedo.»

II

«Por aquí, por aquí —nos dijeron señalando las salas cuyos balcones dan a la plazuela llamada la Cacharrería, y allá nos fuimos mi amiga y yo, deseosas de ver y gozar las escenas que se preparaban, presumiendo, no sé por qué, que estas no habían de ser tumultuosas, ni menos sangrientas. Sonaron algunos tiros ¡ay qué miedo!; advirtieron por allí que eran disparados al aire, más en son de fiesta que de hostilidad, y el murmullo de voces que subía de la plazoleta no parecía en verdad resuello de revolución, sino más bien algo del ¡ah, ah! con que en los teatros imitan torpemente el bramido de las multitudes furiosas. La noche no era muy clara. Desde los balcones, atisbando tras de los cristales, distinguíamos el hormigueo de bultos oscuros moviéndose sin cesar, brillo fugaz de objetos metálicos, bayonetas, cañones de fusil, chapas de morriones, charreteras. Se intentaba, sin duda, la formación ordenada, y no era fácil lograr tal intento. En los vivas, que a poco de llegar los sublevados a la plazuela empezaron a oírse, alternaba la reina con la Libertad, uno y otro grito proferidos con igual ardor, de lo que deducíamos que nuestras vidas, así como las de las reinas, no corrían peligro alguno. Revolución que aclama a las personas que encarnan la autoridad, no viene con mal vino. “Puede que ahora —observó mi amiga— salgan esos infelices con que han armado toda esta tremolina para pedir aumento de paga, lo que me parece muy justo, porque ya sabrá usted que ya no les dan más que nueve cuartos, de los cuales ocho son para el rancho. Reconozcamos que el soldado español es la virtud misma, pues por un cuarto diario consagra a la patria su existencia, por un cuarto se somete a los rigores de la disciplina, por un cuarto nos custodia y nos defiende hasta dejarse matar. No creo que en ningún país exista abnegación más barata. Pero ya verá usted cómo estos desdichados vienen pidiendo algo que no les importa, algo que no ha de remediar su pobreza. Verá usted cómo se descuelgan reclamando más libertad... libertad que no ha de hacerles a ellos más libres, ni tampoco menos pobres. Alguno habrá quizás entre ellos que crea que la Constitución del 12 les va a dar cuarto y medio”.

»Otra dama que se nos agregó, esposa de un general que ha hecho su brillante carrera hollando alfombras palatinas (no te digo su nombre: es feíta la pobre; tan poco agraciada, que todo el mundo cree que tiene talento... y el mundo se equivoca), nos aseguró que el escándalo que presenciábamos era obra del masonismo; que los soldados de la Guardia no entendían de Constituciones, ni sabían si la libertad se comía con cuchara o con tenedor, y que se sublevaban porque las logias les habían repartido dinero. Cuatro días antes habían llegado de Madrid doce mil duros... Mi amiga la interrumpió para decirle que no creía en esos viajes de las talegas. Yo fui de la misma opinión. Pero ella insistió, asegurando lo de los miles como si los hubiera contado. Lo sabía por la doncella de una camarista, que tenía un novio cabo de Provinciales. El domingo anterior habían salido de paseo, y él la convidó a merendar en la Boca del Asno, y le mostró piezas columnarias, de esas que tienen dos globos y el letrero que dice más allá... Dijo a esto mi amiga, revistiendo su socarronería de exquisitas formas, que con tales señas no podía ponerse en duda la venalidad de los sargentos sediciosos, y yo me vi precisada a expresar la misma opinión, añadiendo que en ningún caso es conveniente que las logias tengan dinero. Las tres hubimos de maravillarnos de que, poseyendo el Rey y la Grandeza los mayores caudales de la Nación, sean todas las revoluciones contrarias a la Monarquía y a la Aristocracia. Por fuerza tiene que haber gran cantidad de moneda oculta, repartida en muchos poquitos entre la masa enorme de gentes ordinarias, oscuras y aun descamisadas que hormiguean en ciudades y aldeas.

»Bruscamente apartaron nuestra atención de estas filosofías a lo mujeril, el aumento de ruido en la plaza y en la entrada de Palacio, la estrepitosa sonoridad del himno de Riego, cantado por mil voces, y el movimiento que advertimos hacia la escalera principal. Pronto vimos que subían los jefes de las compañías sublevadas. San Román y el duque de Alagón salieron a recibirles. No olvidaré nunca el breve, picante diálogo entre los generales palatinos y los jefes que tan desairado papel representaban en aquella comedia. “¡Pero ustedes...!” “¡Mi general, nosotros...!”, y no decían más. Escribían un poquito de historia con estas palabras premiosas, acompañadas de un expresivo encoger de hombros. Uno de ellos pudo al fin explicarse con más claras razones: “Nosotros no nos sublevamos... los sargentos de todos los cuerpos son los que se sublevan... ¿Qué habíamos de hacer? Hemos tenido que seguirles para evitar el derramamiento de sangre”. Y Alagón repetía: “¡Pero ustedes!...”. “Mi general —se aventuró a decir el comandante de Provinciales—, creemos que dejándonos llevar de esta corriente irresistible, prestaremos un servicio a la reina... Sin nosotros, sabe Dios a dónde llegaría el movimiento...”

»San Román, pálido, dando pataditas, estampa viva del azoramiento y la perplejidad, creyendo que era su deber incomodarse para decir las cosas más sencillas, desplegó toda su cólera en estas palabras: “Pues ahora van ustedes a manifestar a la reina... Eso, eso... A explicarle las causas del escándalo... y eso... Eso... que ustedes se han dejado llevar, se han dejado traer, para evitar mayores males... y eso... El derramamiento de sangre”.

»Más sereno Alagón, como hombre de trastienda y con más conchas que un galápago, les invitó a pasar a la presencia de Su Majestad, con el fin de darle conocimiento de lo ocurrido y de reiterarle su firme lealtad y adhesión. Adentro fueron todos, y los de fuera seguían desgañitándose con el himno, cual si lo hubieran aprendido en viernes. Poco duró la conferencia de los jefes con la gobernadora. Al verles salir, acompañados de un conde y un duque, no pudimos menos de observar que si ridícula era la situación de la oficialidad dejándose mover de la indisciplina de los inferiores, más ridículamente desprestigiados resultaban los generales, cuyo papel quedaba reducido al de introductores de las embajadas que los sediciosos enviaban a la reina.

»”Que suba una comisión, una comisión de las clases... —decía San Román—: veremos qué piden... Que suban seis.” Opinó Alagón que era excesivo este número. Bastaba, según él, que subieran uno de Provinciales y otro de la Guardia... todo lo más tres: un tercero por los granaderos de Caballería... En esto reclamaron a mi amiga de parte de la reina. A mí se me llamó poco después, y entré con otras dos señoras en el comedor pequeño, donde estaba Su Majestad disponiéndose a cenar antes de recibir a la comisión de los amotinados. No podía disimular la ilustre señora su turbación, su miedo ante aquel problema que el pueblo le planteaba, y que tenía que resolver pronto y con entereza, sin que la ayudaran ministros ni próceres. Creo que desde las tremendas noches de septiembre del 32, en aquel mismo palacio, cuando se vio sola junto al Rey moribundo, y enfrente la intriga de los apostólicos, no se ha visto Doña María Cristina en trance tan apretado como el de agosto del año que corre. Quería comer, y lo dejaba por hablar y hacer preguntas atropelladas; queriendo decir algo importante, interrumpía los conceptos para comer precipitadamente sin saber lo que comía. Probó de una sopa, picó de un asado, tomaba la cuchara cuando debía coger el tenedor... Y en su exquisita amabilidad y hábito de corte, para todos tuvo una palabra grata, equivocando personas y nombres: eso ni qué decir tiene. Advertí su rostro un poco arrebatado; a cada instante se pasaba la mano por la frente... ¡y qué frente aquella más bonita!... O miraba en derredor, fijándose, más que en las personas, en los huecos que estas dejaban al moverse. ¿Qué buscaba? Sin duda lo que no tenía ni podía tener: un hombre, un Rey.

»Vestía la reina de blanco con sencillez soberana. Ordinariamente Su Majestad come muy bien. Aquella noche, un tanto tempestuosa para la Corona, la inapetencia, la nerviosa ansiedad del primer tripulante del bajel del Estado, revelaban que no era insensible al malestar del mareo. Verdad que los tumbos del barquito eran horrorosos: la caña del timón había venido a ser irrisoria, como la que le pusieron a Cristo en su santa mano. Tan turbada estaba la Señora, que nos preguntó muy sorprendida que por qué no cenábamos, sin reparar que no cenábamos porque no nos servían. La servían a ella sola. Pronto echó de ver su inadvertencia, lo que fue causa de endulzar con un poco de risa forzada los amargores de la situación. Algo dijo la reina, no lo entendí bien, de que luego cenaríamos chicos y grandes con formalidad, si la revolución nos dejaba llegar a media noche con vida; y de aquí tomaron pie los presentes para bromear un poco, mientras seguía por dentro de cada uno la tumultuosa procesión. Ni aun en aquel caso se eclipsaba la sonrisa ideal de María Cristina; sonrisa que era como un astro siempre luminoso en medio de tales tristezas. Los hoyuelos lindísimos de su cara, el repliegue de aquella boca, no tienen semejante, ni creo exista en humanos rostros un anzuelo tan bien cebado para pescar corazones. Cuantos españoles han visto a esta reina se sienten dominados por su atractiva belleza. Es, creo yo, entre todas las testas coronadas, la única que posee el secreto del estilo gracioso, con preferencia al grave, para la expresión de la majestad.

»Como anunciara el duque que los sublevados habían elegido ya su comisión, y que esta esperaba la venia de la Soberana para presentarse a ella, se discutió en qué departamento de Palacio se recibiría tan singular embajada. No por humillar a los sargentos, sino por alejarse lo más posible de las estancias donde se sentía el temeroso bullicio militar y el insufrible sonsonete del himno, dispuso la reina recibir a la comisión en una de las salas del archivo, que están en la parte del Norte, lo más desamparado, triste y recogido de la casa. Te daré una idea de la estancia en que se efectuó el imponente careo entre pueblo y Rey, que, según dicen, ha de cambiar la faz del país... (Puede que varíe la cara nacional; el alma poco variará...) Es el archivo una pieza larguísima, como de doce varas, con la mitad de anchura, rodeada toda de armarios de madera rotulados, que supongo estarán llenos de papeles del Patrimonio, los cuales tengo para mí que no servirán para nada. El cielo raso del techo se ha caído en algunas partes, mostrando la armadura y tillado; el suelo está cubierto por esteras de las más ordinarias. Los muebles son una mesa de nogal y otra de mármol, arrimada a un lado como un trasto que estorbaba en otra parte y lo han metido allí, donde también estorba. Elegida esta pieza para parlamentar la Corona y la Revolución, llevaron un sitial para la reina, dos grandes candelabros con bujías, y creo que nada más. Pusieron guardias de Alabarderos en todo el trayecto desde la escalera hasta el archivo; en la puerta de este dos guardias de Corps, y un número grande de ellos en la pieza inmediata. Preparado todo, se dijo a la plebe armada que podía pasar.

»Formaban la diputación de los sublevados dos sargentos. El soldado que entró con ellos creímos que venía representando la clase de tropa; después supimos que, movido de la curiosidad, la cual debía de ser en él tan grande como su frescura, se había colado, agregándose a los sargentos sin que nadie le dijera nada. Así andaban las cosas aquella noche. En la escalera les recibieron el duque de Alagón y el general San Román, que después de mandarles dejar las armas, les echaron la correspondiente exhortación a la prudencia, no como autoridades inflexibles, sino como compañeros, pues se había borrado toda jerarquía, aunque los signos de estas permanecieran adornando las personas, sin más valor que el que podrían tener los botones y ojales de la ropa. Dijéronles que miraran bien lo que decían ante la augusta persona de la reina; que doblaran ante ella la rodilla y le besaran la mano respetuosamente, y que si Su Majestad, siempre bondadosa, les recomendaba que se retiraran a sus cuarteles, lo hicieran calladitos y sin ningún alboroto. A esto dijo uno de los sargentos con bastante firmeza: “Mi general, si no hemos de poder manifestar a la Señora las causas de esta revolución y lo que pide España, excusado es que entremos”. A este golpetazo de lógica, nada pudo contestar el jefe de la guarnición. El duque añadió: “Sí, sí, entrad... Su Majestad quiere veros y que le digáis las razones de haber dado vosotros este paso, sin que nadie os lo mandara... Entraréis; ¡pero cuidado, cuidado...! No nos deis una noche de vergüenza, ni nos pongáis en el caso de...”. Lo demás no se oía... Precedidos de los generales, acompañados, escoltados más bien por los jefes de Provinciales y de la Guardia, avanzaron de sala en sala los dos sargentos y el soldado intruso. El nombre de este no lo supimos; los de los sargentos nos los dijeron ellos mismos a la salida: el uno se llama Alejandro Gómez y tiene veintidós años; el otro Juan Lucas y dos años más de edad. Ya ves qué pronto y con qué poco trabajo han entrado en la Historia estos dos caballeros: ¡Alejandro Gómez, Juan Lucas! ¿Qué significa esto?, te pregunto yo. ¿Cómo se entra en la Historia? Y tú me responderás que en la Historia, como en todas partes donde hay puertas, gateras o ventanillos, se entra... Entrando.»

III

«Cuando llegaron a lo que en aquel caso era sala de embajadores, los tres emisarios de la Revolución iban tan azorados y temerosos, que se habrían alegrado, creo yo, de que les mandaran volver a la plazuela. El lujo de Palacio, para ellos sorprendente, desconocido; las personas graves, de alta representación social, que a su paso veían; la idea de encontrarse pronto frente a la Majestad representada en la hermosa reina, toda gentileza, elegancia, superioridad por dondequiera que se la mirase, les abrumaba, les hacía temblar como reos míseros. Te aseguro que el soldado tenía cara de tonto; pero que no lo era, bien lo probaba su audacia. Y no hubo entre los palaciegos que les recibían o entre los jefes que les acompañaban uno a quien se le ocurriera decir: “Pero tú, soldadillo, ¿qué tienes que hacer aquí? ¿Quién te ha llamado, quién te ha dado poderes para llegar en comisión nada menos que al pie del Trono?”. Esto te probará cuán azorados andaban aquella noche los grandes y los medianos. La ola que subió tan súbitamente les privaba de todo sentido.

»De los sargentos, el Gómez era sin duda el más despabilado: arrogante muchacho, de color moreno encendido, vivos los ojos. Lucas parecía menos listo. Miraba al suelo: su papel político le agobiaba como un remordimiento. Por fin, entraron en el archivo silenciosos. Y al ver a la reina, rodeada de tantas personas de categoría y de la alta servidumbre, quedáronse como encandilados, tan cohibidos los pobres, que sus jefes tuvieron que cogerles del brazo para hacerles avanzar a lo largo de la sala. Detrás y a los lados del sillón regio estaban el señor Barrio Ayuso, ministro de Gracia y Justicia; el marqués de Cerralbo, el alcalde de La Granja, señor Ayzaga, y varias damas. San Román y Alagón se situaron a derecha e izquierda de Su Majestad. Hincaron la rodilla los tres representantes de la Revolución y besaron la mano de la gobernadora, que desde aquel instante pareció recobrar su serenidad. Abriendo camino a las explicaciones, la reina les electrizó con la sonrisa primero, y después con estas cariñosas palabras: “Hijos míos, ¿qué tenéis?, ¿qué queréis?, ¿qué os sucede?...”. La contestación de ellos tardó un mediano rato, que a todos pareció larguísimo. Los sargentos se miraban uno a otro, como diciéndose: “Habla tú”; pero ninguno de los dos rompía. Tuvo la reina que repetir su pregunta, y al fin, el comandante de Provinciales mandó al Gómez con gesto imperioso que contestase. En voz muy baja, balbuciente, rectificándose a cada sílaba, dijo el sargento algo muy extraño, que no parecía tener congruencia con la pregunta. Interpretando las cortadas expresiones del joven militar, como se interpreta una borrosa inscripción, o como se lee una carta rota, cuyos pedazos no están completos, resultaba poco más o menos el siguiente concepto: “Señora, lo que nosotros pedimos a Vuestra Majestad es que conceda a la Nación aquello... Aquello por que nos hemos batido en el Norte durante tres años, aquello por que han perecido la mayor parte de nuestros compañeros”.

»La reina interpretó al instante en el sentido más conforme con sus ideas las inciertas demostraciones del militar, que, en su rudeza, quería ser delicado evitando la palabra poco grata a los Reyes, y el pobrecillo no tenía bastante dominio del lenguaje para poder emplear eufemismos hipócritas. Pues bien: la señora reina se aprovechó de la turbación del soldado para sostener que aquello era ni más ni menos que los legítimos derechos de su hija la reina de las Españas Doña Isabel II.

»Vimos entonces en el rostro del sargento la rápida iluminación que da el hallazgo del concepto apropiado a las ideas que se quieren expresar. “Sí, Señora —dijo—: nos hemos batido por los legítimos derechos de nuestra reina; pero también creíamos que peleábamos por la Libertad.” Viendo la gobernadora que no le valía la evasiva, extremó su bondad para decir: “Sí, hijos míos: por la Libertad, por la Libertad”. Animándose Gómez con su primer éxito, se atrevió a responder: “De la Libertad se habla mucho; pero no veo yo que la tengamos”. Expresó entonces la reina una idea de las que más han usado y manoseado los estatuistas: Libertad es que tengan fuerza las leyes; que se respete y obedezca a las autoridades constituidas. Al oír esto, despabilose súbitamente el sargento, y en tono decidido, dueño ya de su palabra y de su asunto, salió con esta retahíla que habría sido fácil ajustar a la música del himno famoso: “Entonces, Señora, no será Libertad el oponerse a la voluntad de todas las provincias para que se ponga la Constitución; no será Libertad el desarme de la Milicia Nacional en todos los puntos donde está pronunciada; ni la persecución de liberales, como está sucediendo hoy mismo en Madrid; ni será tampoco Libertad el que vayan al Norte comisionados a proponer arreglos y tratos con los facciosos para concluir la guerra”.

»Iba tomando un carácter poco grato la conferencia, que casi picaba en disputa, y la reina, un tanto nerviosa, la exacerbó asegurando que lo dicho por Gómez no tenía nada que ver con la dichosa Libertad, y que por su parte desconocía las persecuciones de liberales y los pronunciamientos de la Milicia Nacional. Ya notaban todos que el sargentito no se mordía la lengua. San Román estaba de veinticinco colores, y Alagón de uno solo: su palidez era intensa, su silencio absoluto. Gómez no perdía ripio: allí fue contando por los dedos las capitales pronunciadas, particularizando a Zaragoza, y, por último, se dejó decir que si Su Majestad no sabía lo que pasaba en el Reino, era porque le ocultaban la verdad. ¡Amigo, esta fue la gorda! Sonó un murmullo en toda la sala. La reina dejó de sonreír; el ilustre concurso estimaba irreverente y absurda la conferencia, que únicamente el miedo podía consentir. ¿Y quién era el guapo que la suspendía? ¿Quién mandaba a los sargentos retirarse con las compañías al cuartel? No había más remedio que hacer de tripas corazón. Los sublevados tenían la fuerza: cuanto miraban delante de ellos no era más que una debilidad ostentosa. Creciéndose más a cada instante, el sargento de veintidós años declaró respetuosamente, en nombre de sus compañeros, y juzgándose intérprete de miles y aun de millones de españoles, que para devolver la tranquilidad a España y evitar el derramamiento de sangre, se hacía indispensable que Su Majestad mandase publicar el Código constitucional del 12, pues no era otro el motivo de la insurrección.

»Tragando un poquito de saliva, quiso probar la gobernadora los efectos de su graciosa sonrisa para reducir y aniquilar a su contrario, el cual, si nada representaba por sí, por la masa humana que tenía detrás adquiría proporciones gigantescas. “¿Pero tú conoces la Constitución del 12? ¿La has leído?” le dijo; y él contestó impávido que en ella había aprendido a leer. Prodújose en todos los presentes un movimiento de sorpresa, de hilaridad, y la reina mandó traer el libro de la Constitución. No fue preciso salir de la estancia, pues ya lo tenían allí preparado. El señor Barrio Ayuso, ministro de Gracia y Justicia, era de los que creían que aquella grave situación se dominaba con triquiñuelas, y entre él y la reina habían armado una: la oportunidad de ponerla en práctica no tardó en llegar. Abrió María Cristina el venerable librote, y leyó el art. 192, que previene han de ser tres o cinco los Regentes. “¡Según eso —exclamó Su Majestad—, sois vosotros lo que queréis traer a Don Carlos al Trono! (Asombro e indignación de los sublevados.) Sí, vosotros, pues por esta Constitución no puedo ser yo la Regente del Reino ni tutora de mis hijas, y eso por vosotros, que tantas pruebas me habéis dado de adhesión.”

»El efecto de este argumento fue desastroso en los inocentes revolucionarios, y las caras de triunfo que ponían los palaciegos al oír a su Señora acabaron de desconcertarles. Miráronse por segunda vez uno y otro sargento, como diciéndose: “ahora sí que estamos lucidos”, y el señor Barrio Ayuso, reventando de vanagloria por el éxito de su pasmosa zancadilla, reforzó las palabras de la Soberana con otras hinchadas y oscuras, de jurisprudencia constituyente, con las cuales creía llevar a su último extremo la confusión y apabullo de los sublevados. El alcalde, señor Ayzaga, que en el curso de la conferencia había demostrado su parcialidad, apoyando con mímica expresiva cuanto decía una de las partes, y poniendo morros de burla y menosprecio siempre que hablaba Gómez, se creció con el triunfo de la reina, y quiso acabar de hundir a la desdichada comisión, interrogando al pobrecito soldado que en ella desempeñaba un papel mudo, pues aún no se le había oído el metal de voz... “Y tú, vamos a ver —le preguntó, entre las risas de los circunstantes—, ¿qué razones tienes para querer la Constitución del 12?” Como el soldado, estupefacto y hecho un poste, no contestara, repitió el otro la carga. “Te pregunto, fíjate bien, que por qué te gusta a ti la Constitución.” El soldado miró al techo, como los chicos que no se saben la lección, y respondió al fin con no poco trabajo: “La quiero, la queremos... porque es mejor”.

»Ya iba picando en sainete la histórica escena: la inocencia del soldadillo había puesto fin a toda seriedad, y de ello se aprovechó el alcalde para estrecharle y confundir más a sus compañeros de armas. “Pero, hombre, explícate mejor: di a Su Majestad en qué te fundas para creer que esa Constitución que ahora defiendes es mejor que otra cualquiera.” Tanto le apremiaron, que el pobre chico se arrancó con sus razones. “Pues yo no sé... lo que sé es que el año 20, en mi pueblo, que es la Coruña, para servirles, estaba libre la sal (Risas.) y libre el tabaco.”

»Y con estas candideces se regocijaban más los primates allí congregados sin acordarse de que a pocos pasos de la estancia real, donde tales simplezas oían, se apiñaba inquieta y displicente una muchedumbre armada que pedía la Constitución del 12, sin que ninguno de los sediciosos supiera justificar su deseo con razones de más sustancia que aquella expresada por el soldado: que era mejor.

»Explícame esto, tú que sabes tanto. ¿Cómo se forma el sentimiento popular, casi siempre irresistible? ¿Quién enseña a las multitudes a querer ardientemente una cosa, sin saber decir por qué la quieren? ¿Cómo es que la sinrazón popular, cuando es persistente y honda, tiene siempre razón? Explícamelo tú, que sabes de estas cosas... Pero no: ahora no me expliques nada, porque no tendría yo cabeza para enterarme de tu sabiduría, como no la tengo, ni ojos, ni tampoco mano, para seguir escribiendo. El sueño me rinde. No puedo más. Me permitirás que termine aquí esta carta, y no me reñirás por suspenderla en lo más interesante. Mañana seguiré, tontín; mejor dicho, empezaré otra, pues esta quiero que salga en el correo que parte del Real Sitio al amanecer. Mas no la terminaré sin decirte que en la presente confirmo y ratifico cuanto en otras te manifesté respecto a mi tolerancia y deseos de transacción. No solo no pongo ya el veto a tu frenesí amoroso, sino que para evitar mayores males te incito a que vayas en seguimiento de tu Aura. Sí, niño, sí: ¿tú lo quieres?, pues sea. Como reventarías si no la encontraras y la hicieras tuya, tómala, te lo permito. Quiero que despejes esa incógnita de tu destino. Si he de decirte la verdad, ya me va interesando también a mí esa pobre joven, tan traída y llevada por parientes y tutores, oprimida y explotada por gentes mercenarias. Es muy triste no tener padres, ¿verdad? Mira tú, por esto solo, por ser huérfana tu novia, he principiado yo a encariñarme con ella. Y es de poco tiempo acá la transformación de mis sentimientos con respecto a tu Aura. Debo esta mudanza a la señora de que te hablé... ¿ya no te acuerdas?, la que te ha visto y no te ha visto; la que te conoce y no te conoce, la que... Vamos, niño, tengo mucho sueño. Hasta mañana.»