9788490072196.jpg

Benito Pérez Galdós

Episodios nacionales III
Vergara

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-303-2.

ISBN ebook: 978-84-9007-219-6.

Sumario

Créditos 4

Presentación 9

La obra 9

I 11

II 15

III 22

IV 26

V 28

VI 30

VII 38

VIII 43

IX 47

X 51

XI 53

XII 60

XIII 67

XIV 75

XV 81

XVI 87

XVII 94

XVIII 101

XIX 107

XX 113

XXI 119

XXII 125

XXIII 132

XXIV 138

XXV 144

XXVI 151

XXVII 157

XXVIII 164

XXIX 170

XXX 176

XXXI 181

XXXII 187

XXXIII 194

XXXIV 200

XXXV 206

XXXVI 211

XXXVII 217

XXXVIII 219

Libros a la carta 223

Presentación

La obra

Vergara es la séptima novela de la tercera serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.

La primera guerra Carlista se encuentra aparentemente enquistada. Pero la realidad es que las disensiones en el campo carlista están minando la fuerza del dubitativo general Maroto, lo cual es aprovechado por el general Espartero, que enviará a nuestro héroe, don Fernando Calpena, a negociar una paz que no deje en muy mal lugar a su contrincante. Sus buenas artes para la intermediación van a llevarle, convenientemente disfrazado, a adentrarse en territorio carlista con la idea de comprobar la disponibilidad de los mandamases carlistas a un posible final negociado de la contienda. Lo cierto es que a esas alturas de la guerra, los hechos demostraban que el bando carlista iba a tenerlo muy difícil para vencer. Y más tratándose de la parte norteña del territorio faccioso, totalmente rodeado por las tropas cristinas. Vergara fue la villa guipuzcoana que vio unido para siempre su nombre al convenio entre los generales Espartero y Maroto, que puso fin en 1839 a los seis sangrientos años durante los que transcurrió la primera guerra Carlista.

Por otro lado, nuestro protagonista tiene un encuentro con Zoilo Arratia, el marido de Aura y rival en el amor por ella, con quien acabará trabando una amistad que lo llevará a la búsqueda de su antigua enamorada.

I

De don Pedro Hillo a los señores de Maltrana

Miranda de Ebro, octubre de 1837.

Señora y señor de todo mi respeto: Con felicidad, mas no sin estorbos, por causa del sinnúmero de tropas que nos han acompañado en todo el camino, marchando en la propia dirección, llegamos a esta noble villa realenga ayer por la mañana. Soldados a pie y a caballo descendían por las cañadas, o aparecían por atajos y vericuetos, y engrosando la multitud guerrera en el llano por donde el Ebro corre, nos vimos al fin envueltos en el torbellino de un grande ejército, o al menos a mí me lo parecía, pues nunca vi tanta tropa reunida. Generales y convoyes pasaban sin cesar a nuestro lado tomándonos la delantera, y ya próximos a Miranda vimos al propio caudillo, conde de Luchana, seguido de brillante escolta, y a otros afamados jefes y oficiales, que al punto conocieron a Fernando y le saludaron gozosos. Nuestra entrada y acomodamiento en la antigua Deóbriga fue, como pueden ustedes suponer, asaz dificultosa. Éramos un brazo que se empeñaba en introducirse en una manga ya ocupada con otro brazo robusto. En ningún albergue público ni privado de los que en toda población existen para personas y caballerías hallamos hueco, ni aun pidiéndolo del tamaño preciso para alfileres; y ya nos resignábamos a la pobreza de acampar en mitad del camino, como mendigos o gitanos, cuando nos deparó Dios a un sujeto, que no sé si llamar enemigo o amigo, aunque en tal ocasión y circunstancias bien merece este último nombre, el cual, con demostraciones oficiosas y todo lo urbanas que su rudeza le permitía, nos colocó bajo techo, entre cabos y sargentos de artillería montada, con los correspondientes arreos, armones, sacos, cajas y regular número de cuadrúpedos.

Era el tal don Víctor Ibraim capellán castrense, antaño en la Guardia Real, hogaño en un regimiento de artillería, y tengo que calificarle, con perdón, como uno de los más soberbios animales que han comido pan en el mundo, si bien yo creo que a este sujeto todo lo que come le sabe a cebada y paja, y como tal alimento lo saborea. Cuando yo tenga el gusto de volver a esa noble casa contaré a ustedes motivos de la santa inquina que profeso a mi colega, el marcial presbítero, andaluz por más señas, y tengo por seguro que se han de reír de tan donosa historia. Por hoy conste que perdono al señor Ibraim sus agravios de otros días, y reconozco que nos ha dado a Fernando y a mí una prueba de cordialidad, procurándonos este alojamiento, que si detestable y con enfadosas apreturas, nos permite comer algo caliente y guardar nuestras personas al abrigo de la intemperie. Nuestras bestias campesinas han entrado en gran confianza con los guerreros caballos del regimiento; Sabas y Rufino hacen buenas migas con la tropa, y nosotros anudamos cada hora nuevas y más alegres amistades con oficiales muy simpáticos y con capellanes menos brutos que el desdichado Ibraim. No nos va mal, y Fernando ha tenido el gusto de encontrar amigos queridísimos entre estos campeones de Isabel II: don Juan Zabala, don Antonio Ros de Olano y otros cuyos nombres y títulos se me escapan de la memoria.

Antes que se me olvide, señora y caballero: recibí de manos del propio, en Leciñana del Camino, el mensaje reservado, y puedo asegurarles que el pobre chico lo hizo con la discreción que le fue que prescrita. No se enteró Fernando, a quien di la carta de su mamá, dejándole que se entregara con avidez al gozo de leerla; y en cuanto yo tuve coyuntura de soledad leí la de ustedes, que me ha causado sorpresa, ira y recelo. ¿Pero qué pretende ese badulaque? ¡Habrá insolencia igual! ¡Atreverse a medir su barbarie con la finura de Fernando, y brindar a este una concordia que para nada le hace falta, o amenazarle con una hostilidad que no puede infundirle ningún temor! En fin, sea lo que quiera, y venga con estas o las otras intenciones, yo estaré con muchísimo cuidado, a fin de cortarle el paso si a nuestro caballero quiere aproximarse, o inutilizar su malicia y audacia, aunque para ello tenga que valerme de nuestras relaciones en el Cuartel general... ¡y qué relaciones, señora y señor míos!

Ya comprenderás que teniendo Fernando tantos amigos en la liberal milicia, y gozando como nadie del don de simpatía, en pocas horas se ha visto obsequiado y traído de una parte a otra. De boca en boca llegó su nombre a oídos del gran Espartero, el cual anoche le mandó llamar por uno de sus ayudantes. Allá se fue; departieron un ratito, casi todo consagrado a comentar el increíble viaje de don Beltrán al campo del Maestrazgo, y su prisión y nunca vistas desventuras en aquella tierra facciosa. Hoy repitió la visita, regresando al poco rato con la embajada de que fuese yo también a la presencia del de Luchana, pues este deseaba verme, y tenía que hablarme, ¡ay!, de mi incumbencia eclesiástico-castrense. Creí que eran bromas del señorito, o que con mi timidez y cortedad quería divertirse, pues ya sabe él y saben todos que no soy hombre para codearme con señorones y celebridades de tal fuste; pero tanto insistió mi discípulo, que allá nos fuimos, después de dar restregones a mi balandrán para limpiarlo de barros y otras materias, y tuve la satisfacción de ver de cerca al gran héroe y de platicar mano a mano con él durante unos diez minutos, que me parecieron diez horas; tan sofocado y descompuesto estaba yo por el honor inmenso de aquella entrevista. Díjome que había separado del servicio a tres capellanes, por sospechas de espionaje, y que celebraba y agradecía que el Vicariato pusiese mano en purificar el personal, desechando a todos los individuos del cuerpo que por sus antecedentes o su mala conducta no eran dignos de seguir bajo las banderas gloriosas. Contestele con trémula voz manifestando un asentimiento incondicional a todo lo que de sus autorizados labios salía... Añadí la oferta de mi inutilidad para mejorar el importantísimo servicio castrense... indiqué, divagando, que en el cuerpo hay dignísimos sacerdotes; mas otros, aunque en el servicio se muestran puntuales, fuera de él, y en los ratos de ocio, emulan con los oficiales en la desvergüenza de palabras y en la liviandad de la conducta... que se intentaba purgar el cuerpo y limpiarlo de todo maleficio para que respondiese a los fines del ministerio militar y religioso... Etc. Serenándome al fin, solté cuatro generalidades pomposas, para disimular mi indiferencia de todo lo que al dichoso cuerpo se refiere...

Ya ven los señores que mi conferencia con el insigne caudillo fue luminosa por todo extremo, inspirada en el bien público y en el espíritu del siglo. No me asombrará que de ella den cuenta los papeles, pues mis palabras fueron gratas al general, que las apoyó con cabezadas enérgicas. Espero que el día del juicio dará óptimos frutos la inspección que el Vicariato ha encomendado a mi ardoroso celo castrense, a mi...

Obligado me veo a interrumpir esta, porque del Estado mayor me llaman para un asunto muy grave... No asustarse, señora y caballero, pues no es cosa nuestra, ni hay en ello relación derecha o torcida con el señor don Fernando. Solo a un servidor de ustedes afectan las tristezas del desagradable negocio que me encomienda el Estado mayor, y en cuanto me desocupe de esta obligación dolorosa tendrá el gusto de referirla puntualmente su obligado servidor, amigo y capellán — Pedro Hillo.

II

Del mismo a los mismos.

Terminada por don Fernando Miranda 30 de octubre.

Señores míos muy amados: Si no lo sabían, esta carta les informará de que soy el hombre más pusilánime y para poco que ha echado Dios al mundo. ¡Ay de mí! Jamás pensé verme en trance tan aflictivo como el que hoy ha llenado mi espíritu de turbación y congoja. Ni en pesadilla sentí jamás angustias como estas: tales fueron, que durante largo rato las tuve por hechura de mi mente febril. Figúrense mi terror cuando el brigadier señor Aristizábal me comunica que tengo que auxiliar a no sé cuántos reos de muerte, por no haber en este ejército suficiente personal de capellanes para tan triste servicio. Yo que tal oigo, échome a temblar; los cabellos se me ponen de punta y no me queda gota de sangre en el mísero cuerpo. Nunca había visto yo la muerte violenta más que en la Plaza de Toros, donde, por tratarse de animales, rarísima vez de personas, nuestra emoción no pasa del grado inferior, y va compensada del entusiasmo y alegría que a los aficionados a este arte nos comunica el calor del fiero espectáculo. Pero ¡ay, Jesús mío!, en ningún tiempo vi matar a mis semejantes, y menos con la fría serenidad aterradora de los actos de justicia. No, no: yo no sirvo para eso, y abomino del ministerio castrense, que somete al mayor de los suplicios mi alma generosa y cristiana. «Pero ¿qué reos son esos a quienes tengo yo que auxiliar? —me decía yo, vagando como un demente de una parte a otra con las manos en la cabeza—. ¿Qué delito han cometido para que se les sacrifique inhumanamente? Antes que conducirles al matadero, iré a ver a mi amigo el de Luchana, y de rodillas le pediré la vida de esos infieles, probablemente condenados por alguna falta de disciplina, la cual, digan lo que quieran los espadones, no es ley moral ni cosa que lo valga.»

Y cuando esto decía, me vi cogido del brazo por Fernando, el cual me hizo notar que toda la tropa se ponía en movimiento hacia el camino de Vitoria, con vivo estrépito de cajas y clarines. Hermoso era el espectáculo según él, a mis ojos tristísimo, porque la formación, y los toques militares, y el paso guerrero, y la vista de los gallardos jefes a caballo, y todo aquel tumulto de vocerío y colorines, traía con más vigor a mi mente la idea de la cruel Ordenanza. Llevome consigo Fernando a los alcances de la tropa, y por el camino me dijo que se preparaba un acto de reparación con toda la pompa y rimbombancia que la justicia militar exige. Espartero quería castigar con mano severa los actos sediciosos de Miranda, Hernani, Vitoria y Pamplona, y a los infames asesinos de Ceballos Escalera y don Liborio González, de Sarsfield y Mendívil, pues si no se contenía la indisciplina, el ejército se convertiría en horda salvaje; el arma creada por la Nación para su gloria y defensa sería una herramienta de ignominia... y entre facciosos y jacobinos harían mangas y capirotes de la pobre España, resultando al fin que las naciones extranjeras vendrían a ponernos grilletes y bozales. Declaro que Fernando me convencía y no me convencía; no sé cómo expresarlo. Sus razonamientos eran juiciosos; pero a mí no me entraba en la cabeza que por achaque de marcial honrilla tuviese yo que añadir mi autoridad religiosa al acto fúnebre de castigar a los que por matar sin reglas deshonraron su oficio de matar. Esta idea me volvía loco. En el principio se dijo: «no matarás.» Cristo Nuestro Señor nos ordenó perdonar las ofensas y hacer bien a nuestros enemigos. Al que me compagine esto con las guerras y con la Ordenanza militar, le regalo mi jerarquía vicarial castrense, con el uso de collarín y botones morados, y de añadidura mi encomienda de Isabel la Católica, última gracia que merecí de los superiores, sin que sepa nunca por qué.

De nada me valía mi santa indignación, y allá me fui casi arrastrado por Fernando, que presenciar quería la hecatombe. Y por Cristo que don Baldomero había dispuesto con arte la escena, formando toda su hueste en un grandísimo cuadro. Detrás de la infantería del Provincial de Segovia, que era el cuerpo delincuente, vi masas de caballería formidable; a esta otra parte, la artillería, cargada con metralla, según me dijeron; enfrente, los Guías del general, la tropa de más confianza; en medio, recorriendo las filas, el de Luchana, en un fogoso caballo que pintado parecía. El gallardo mover de sus remos, la arrogancia de su enarcado cuello, como su espumante boca, mostraban el hervor de su sangre guerrera. Con militar grito, que hacía poner los pelos de punta, Espartero mandó armar bayoneta. El chirrido que a esta operación acompaña recorrió las filas de un cabo a otro, produciendo en mi pobre piel el mismo efecto que si todas las puntas de aquellos hierros quisieran acariciarla. Siguió un silencio angustioso, en el cual se precipitó de improviso, como los truenos en el seno de la noche, el ruido de todos los tambores redoblando juntos. Cuando callaron, el silencio era más imponente. En mis oídos zumbaba la sangre de mi cerebro, repitiendo la palpitación de los pulsos de todos los hombres que estaban allí. Mirando a las caras mas próximas, en ellas veía reflejada mi pavura.

Mandó Espartero a su escolta y ayudantes que se alejasen, y se quedó solo en medio del cuadro... Accionando con la espada, rompió en voces que parecían truenos... Nunca, ni en el púlpito, ni en los clubs, ni en las Cortes, oí una voz que más hondo penetrara en el oído de los que escuchan. Apliqué mi oreja, haciendo con la mano pabellón, y sin entender bien los conceptos, ello es que me conmovían, no sé por qué. El tono elocuente me llegaba al alma, y si el sentido se quedaba en el aire, yo adivinaba en él no sé qué grande, sublime lección. Al principio apenas cogía palabras sueltas; luego, como si el silencio, a cada instante más profundo, destacase las ideas, llegué a pescar trozos oratorios. Oí este: Sangre preciosa tantas veces prodigada en los campos de batalla... El orador hizo luego una interrogación, a la que contestó todo el ejército con un sí, que me sonaba como el silbido de un huracán.

Después oí algo más, esta frase: Era la noche... un fúnebre ensueño ocupaba mis sentidos... La feroz discordia que peina serpientes por cabellos... Por Dios que fue de mi agrado la figura; mas no comprendí a qué venía. Pareciome después que el general se lanzaba a la idolopeya... Describía la aparición de un espectro, que no podía ser otro que el de Ceballos Escalera... Sombra ensangrentada, despeluznada, yerto el rostro y despedazado su cuerpo... Pensé yo que en el estilo militar podían perdonarse tantas asonancias... La sombra habla al orador, y le dice: Mira cómo me dejaste, mira cómo me ves. Repara mi agravio, salva a la patria... En aquel momento, la voz de Espartero no parecía voz humana. Sin poder fijarme en la retórica, yo lloraba. Quería ser crítico, y era un pobre ignorante, fascinado por la ocasión, por el aparato escénico, y, sobre todo, por el acento, por el arranque, por el gesto del orador. Vuelto hacia el paraje donde yo me agazapaba tras de la tropa para oírle, señaló con la espada a la villa, y pude oír claramente estas expresiones: Allí... Allí unos cuantos asesinos, pagados por los agentes de don Carlos, clavaron el alevoso puñal en el corazón de un hijo predilecto de la patria... Allí el trono de la inocente Isabel se conmovió al faltarle una de sus más fuertes columnas... Allí os arrebataron un amigo, digno de serlo vuestro, porque lo era mío; allí el príncipe rebelde consiguió una brillante victoria con la muerte de un poderoso enemigo, y allí, por último, los manes humeantes de la ilustre víctima claman venganza... Vuelto hacia el otro lado, soltó un hermoso epifonema, después una vituperación, inmediatamente una histerología o locución prepóstera, y luego, señalando al Provincial de Segovia, en cuyas filas se ocultaban los asesinos, gritó: Que les delaten inmediatamente sus compañeros, o el regimiento será diezmado en el acto. La voz y la espada eran rayos... Me retiré con las manos en la cabeza. No podía oír más. ¡Horrible susto!... Creí que ya estaban contándolos para matar uno de cada diez.

Después supe que, aterrados y confusos, algunos delataron a los culpables. Eran éstos treinta y tantos... Yo corrí; pero con mala suerte, porque me cogió Fernando, señalándome el camino que había de seguir, el cual a una venta próxima conducía. «¿Y qué tengo yo que hacer en la venta?» le dije... No pude escabullirme, y allá me llevaron, teniendo la desdicha de encontrar por el camino al maldito Ibraim, que me daba prisa, como si fuéramos a una fiesta, o a apagar un fuego. La tropa se puso en marcha... Vi a los delincuentes escoltados por los Guías... Metiéronles en la venta... Un consejo de guerra, que actuar y sentenciar debía sumariamente, les aguardaba... Cinco capellanes éramos; pocos a mi entender para tantas víctimas. Luego supe que los condenados a morir, o sea los más criminales, eran solo diez. Los demás irían a presidio. ¡Diez! También me parecía mucho.

No tuvimos que esperar largo tiempo los ministros espirituales, porque los de la ley humana despacharon en un periquete, dándonos el ejemplo de la brevedad, tan recomendada en cosas militares. Ibraim me pareció satisfecho de contribuir con su capacidad eclesiástico-castrense a la purificación del ejército. Encontraba muy natural la pena, y se condolía de que hubiera tardado tanto su aplicación. Mejores entrañas revelaban los otros tres compañeros, y uno de ellos allá se iba conmigo en aflicción y pusilanimidad. Al entrar y ver el tristísimo grupo de los diez pobres condenados, no pude contener mis lágrimas, y mentalmente les dije: «Pero, hijos míos, ¿a qué habéis hecho esa gran tontería de matar a vuestro general? ¿No sabéis que esas locuras se pagan con la vida...? ¡Vaya, que si vuestras madres os vieran en este trance...! ¿Por qué no os acordasteis de ellas antes de hacer fuego contra el superior...? Sin que me lo digáis, sé yo que todo fue obra de un arrebato, una funesta obcecación. No fuisteis a él, no, con intento de matarle; pero la enredó el demonio, y os perdisteis en un momento. Sin duda habíais bebido más de la cuenta... Ya os veo arrepentidos; lo estabais antes de ser condenados, ¿verdad? No sois vosotros tan malos como el general os cree. ¡Vaya, que os ha dicho unas cosas...! Perdonadle también, y preparaos a gozar de Dios, que os espera...» Casi las mismas expresiones empleé después con los dos que me tocaron, guapos chicos, ¡ay dolor! Y que estaban de veras arrepentidos. Mataron como por juego, sin mala idea. La guerra les enseña a segar vidas, a hendir con la bayoneta vientres y espaldas, a disparar el fusil contra cráneos y pechos, y acaban por apreciar en poco las vidas de nuestros semejantes. Cierto que su general era su general. ¡Pues estaría bueno que las honrosas armas empuñadas para defender a la reina, contra un corifeo de la misma augusta señora se volviesen! Hay que matar con reglas, ya que el matar dicen que es necesario. ¡Maldita guerra, escuela de pecados, salvoconducto de los impíos, precipicio a que ruedan las almas, simulacro del infierno!

El segundo que confesé era un chiquillo, que para interesarme y conmoverme más demostraba un valor sereno, enteramente a la romana. Creía merecer su castigo, lo aceptaba con estoica fiereza y una torva conformidad con tan cruel justicia. La confesión fue breve y me llenó el alma de angustia. Con la ternura más viva le prometí el Cielo, le pinté en breves rasgos las miserias de este mundo, ponderé las delicias de la bienaventuranza con que galardona Dios los pecadores que llegan a Él purificados por el martirio, limpia la conciencia de todo mal... El pobrecillo me creía... Vi en su rostro un no sé qué de confianza y placidez... Díjome que era vizcaíno, y que por intimar demasiado con camaradas de mala conducta se veía en aquel trance; que si era cierto que podía entrar en la Gloria, moriría pensando que Dios le franqueaba las puertas de ella, y pediría misericordia con toda su alma. Repetile mis consuelos, las seguridades de que pasaba a un mundo de perdón y felicidad. Le di un abrazo apretadísimo... Habría prolongado mis exhortaciones, mis cariños; pero no podía ser: ya todos concluían; las ejecuciones debían seguir al acto religioso con la prontitud que es norma del procedimiento militar. Breve es la misa, breve la confesión, todo rápido y a paso de carga, para tener contento al tiempo, el gran amigo de Marte.

Sacáronles a unas eras cercanas, y les colocaron de rodillas junto a una tapia, nosotros junto a ellos, hasta que con una seña nos mandaron retirar. Ibraim daba fuertes voces a los dos que asistía. Yo, a los míos, no sabía ya qué decirles. Creyérase que me fusilaban también a mí, según estaba de macilento y lívido. Por fin... Yo no había presenciado nunca cosa tan horrible. Sentí un pánico superior a toda mi entereza de varón y de sacerdote; quise huir; tropecé... Recogiome en sus forzudos brazos el bruto de Ibraim. Por un instante perdí el conocimiento, y al abrir los ojos vi los diez cuerpos en el suelo entre charcos de sangre. Sonaban los tambores como mil truenos.

Vi al capitán y a dos capellanes que se inclinaban sobre el fúnebre montón, reconociendo entre las víctimas a una que se incorporaba, pataleando. Era el mío, que había quedado vivo, sin ninguna herida mortal. ¡Jesús, qué susto, qué congoja! Alguien habló de rematarle. Sintiendo como si un rayo me traspasara, me arrodillé ante el capitán de Guías y le dije: «Si a este, que se ha salvado milagrosamente, no se le perdona la vida, que me fusilen también a mí. Así se lo diré a mi amigo el general en jefe.» En tanto, el pobre chico se ponía en pie, ensangrentado, más por la sangre de los demás que por la suya. Le cogí en mis brazos, gritando como un loco: «¡Perdón, perdón!» Los oficiales, para gloria suya lo digo, se pusieron de mi parte, y el capitán corrió a ver a Espartero. Minutos después venía el indulto... Dispénsenme mis buenos amigos: al llegar a este punto me siento tan mal por causa de la extenuación, de las terribles angustias de este crítico día, que me veo precisado a suspender la carta. Mi temblor y debilidad exigen que me recoja. La pluma dejo a Fernando, que rabiando está por quitármela, no solo por su afán de que yo descanse, sino por el gustazo de escribir a ustedes. Él lo hará con menos turbación que este su atribulado amigo y capellán —Pedro Hillo.

Termina don Fernando. ¡Qué pena, amigos de mi alma, ver a nuestro pobre clérigo en funciones tan impropias de su alma candorosa, de su condición pacífica y dulce! El pobre ha sufrido lo indecible, sacando fuerzas de su flaqueza, y alientos de su cristiana ternura. He quitado de su mano la pluma, pues su estado nervioso y febril me inspiraba inquietud, y obligándole a tomar algún alimento, le mando a la cama, entendiendo por esto un abrigado espacio entre albardones, mullido con buenas mantas.

Leída su relación, la encuentro tan ajustada a la verdad, que en ella no tengo que añadir ni una tilde. Contará la Historia el terrible escarmiento tal y como nuestro capellán lo ha referido, con la añadidura del milagro del pobre chico ileso, que más bien parecía resucitado. Le corresponde cadena perpetua; pero su juventud puede confiar en los indultos que traiga la política, o en los sucesivos actos de regia clemencia. Se llama Buenaventura Iturbide, y es natural de Bilbao. Le han metido en la cárcel, donde apenas pueden revolverse los infelices presos por espionaje, deserción y otros delitos. Mis amigos y yo les hemos socorrido para que no perezcan de hambre. Las tristezas del desgobierno de la nación, el espectáculo de los infinitos males y desórdenes que ocasiona la guerra, abruman nuestro espíritu, incitándonos a buscar en un oscuro retiro el olvido y el aislamiento. Deseo con toda mi alma salir de este pueblo, reponerme del fúnebre espectáculo de la justicia militar. Terminada esta carta, escribiré a mi madre con la extensión que ella desea y que es para mí el más grato empleo del tiempo; le contaré todo, le daré razón detallada de mis pensamientos más íntimos, y cumplido este deber, buscaré algún descanso entre albardas, para continuar nuestro viaje mañana tempranito.

En mi cerebro traje y conservo con amor vuestra casa y vuestras personas. Vivís todos en mí: la casa con su placidez, con su blancura; vosotros con la bondad y el cariño que en mí habéis puesto, y a que correspondo queriéndoos como a hermanos. ¿Qué me dicen mis discípulas, qué mis queridos chicuelos? Me considero estampado en su memoria, como ellos están en la mía, donde les veo y les oigo. Nos hemos quedado muy tristes con esta ausencia, ¿verdad? Yo les juro que de buena gana picaría espuelas hacia Villarcayo, si no tuviera el compromiso de acompañar a mi capellán hasta Vitoria. No se conoce la intensidad de los afectos, y la dureza de sus ligaduras, hasta que nos damos un tirón como este que me ha separado de vosotros. En fin, no digáis que me pongo romántico y sentimental. Más sencillo es deciros llanamente que os quiero con el alma. No os he perdido, no, porque deje de veros. Feliz como ninguno será el día en que os recobre vuestro hermano — Fernando.

III

De Pepe Iturbide a su padre, Casiano Iturbide, residente en Bilbao

Miranda de Ebro 1.º de noviembre.

Señor padre: Sabrá que mi querido hermano Ventura es salvo, no por misericordia del superior, sino por milagro que hizo el Altísimo, no permitiendo que le dieran muerte las balas disparadas sobre él; con lo que queda dicho que le fusilaron, sin que pudiéramos mis compañeros y yo hacer nada para librarle de la pena, por lo que le diré ahora o después; que tantas cosas desgraciadas nos ocurren, juntamente con la felicidad de ver vivo a Ventura, que no sé por cuál empezar. Trajéronle a la cárcel, donde le están curando las heridas, que no son graves; su condena, por conmutación, es de presidio para toda la vida, y aquí le tenemos, con lo que dicho queda que en esta malditísima cárcel moramos todos, el que suscribe, y Zoilo Arratia, y también el amigo Pertusa, a quien damos la encomienda de escribir por todos, pues ya sabe usted lo torpes que somos Zoilo y yo para la escritura corrida, y lo bien que menea la pluma don Eustaquio.

La parada que por cosas de Zoilo tuvimos que hacer en Villarcayo nos retrasó, y llegamos aquí más tarde de lo que creíamos. Era mi propósito entregar al general Van-Halen la carta del señor de Gaminde, y empezar mis diligencias al objeto de sacar a Ventura del Provincial de Segovia (señalado por indisciplina para un severo castigo) y pasarle a otro cuerpo. Pero la mala suerte o nuestra tardanza, ¡ay de mí!, quisieron que aquellos cálculos tan juiciosos salieran fallidos, pues apenas entramos en el pueblo, y cuando nos hallábamos reparando el cuerpo con unas sopas, fuimos detenidos y apaleados, se nos registró de la coronilla a los calcañales, quitándonos cuanto llevábamos, dinero, armas, cartas y papeles, y para remate de tanta picardía nos encerraron a los tres en el más pestilente calabozo de esta cárcel, donde pedimos a Dios y a la Virgen Santísima que los gruesos muros se vuelvan de cartón para escaparnos, o que a traernos la preciosa libertad venga una mano bienhechora.

Pero han pasado dos días, y no viene a salvarnos mano de hombre ni providencia de Dios, y estamos ya en el colmo de la desesperación, maldiciendo al cielo y a la tierra. Zoilo es el más inconsolable: se da golpes en la cabeza, se arrastra por el suelo, echa de su boca horrores, muerde los barrotes de la reja, como un ratón cogido entre alambres. Pertusa es el que lleva con más calma nuestra prisión, pues su acendrada fe le da confianza en Dios misericordioso y en el triunfo de la inocencia. Mientras Zoilo blasfema y se da golpes, Eustaquio reza; su religiosidad se me va pegando, aunque no tanto como yo quisiera. Yo lloro; pienso en mi casa y mi familia, y aguardo el instante de la libertad preciosa que nos han robado estos cafres. Desde el calabozo, diré más bien sepulcro, oímos ayer el ruido de la tropa que salió a formar cuadro hacia la parte del camino de Vitoria. Al estruendo de los tiros, temblamos de pavor, redoblando cada cual sus demostraciones: yo mis llantos, Zoilo sus blasfemias, Eustaquio sus Padre nuestros y Avemarías. A poco de esto vimos por la reja que traían a Ventura vivo, aunque manchadito de sangre; me puse a chillar con fuertes alaridos, y los carceleros se apiadaron de mí, permitiéndole entrar en nuestra mazmorra, para que yo pudiera abrazarle y él contarnos el caso feliz de su fusilamiento milagroso. Dice Eustaquio que ya en esto se ve claramente la mano de Dios, la cual no ha de tardar en venir hacia nosotros, pobrecitos inocentes perseguidos de infame justicia. Luego se llevaron a mi hermano a la enfermería, para curarle sus leves heridas con salmuera y vinagre, y no he vuelto a verle, aunque sé por el calabocero que está bien, comiendo como un descosido y deseando que le destinen a donde ha de cumplir su condena.

Por la declaración que hoy nos han tomado caigo en la cuenta de que nos acusan de espías del faccioso, y a mí, por añadidura, de desertor, lo que si es verdad por un lado, por otro no lo es. Cierto que me escapé del Provincial de Toro; pero yo y otros doce muchachos bilbaínos que fuimos agregados al batallón, no servíamos como tales soldados de la reina, sino como milicianos auxiliares, y no teníamos obligación de estar en filas más que dentro del terreno de Vizcaya, conforme a fuero, y así consta en papeles que firmaron don José Arana y el general San Miguel... De los trece, cinco abandonamos el batallón en Guardamino, después de batirnos heroicamente, aunque me esté mal el decirlo. Bilbaínos somos, y pertenecemos a la sacra Milicia Urbana, que obligada está, ¡vive Dios!, a defendernos contra esta picardía de meter en la cárcel a tres hombres de bien, que han derramado sangre preciosa por la patria, bajo estas o las otras banderas.

Haga por librarnos de tan horrendo suplicio, amado padre, poniendo en conocimiento del señor Arana, del señor Gaminde y de todos los pudientes de esa, la desgracia que nos aflige, para que manifiesten al señor Van-Halen y al invicto general Espartero nuestra honradez y circunstancias.

Cedo la vez a Zoilo, que ahora sale con la tecla de no querer escribir, porque su rabia le corta el dictado y no sabe poner sus ideas en orden, como es conveniente en todo buen discurso. Reniega del género humano, y hasta de las potencias celestiales, llegando a la gran abominación de decir de Dios cosas muy feas por haber consentido este vituperio. Tanto yo como don Eustaquio, con su bendita mansedumbre, tratamos de traerle a conformidad, y le hablamos de su cara familia para despertar en él sentimientos que no sean la ira loca. Pero no cede a nuestras razones blandas, ¡pobre amigo!, y me temo que su furor de independencia y el ver su voluntad entre hierros le lleven a convertirse de hombre sesudo en bestia feroz. ¡Dios tenga piedad de él y de nosotros!, ¡ay! Por su cuenta notifico que no hemos encontrado a Churi, y que en ningún punto de los recorridos nos han dado razón del desdichado sordo. Dice don Eustaquio, y por su cuenta lo pone, que cuando le conoció en el Bocal, iba pegadito a las faldas de una que llaman Saloma la baturra, de quien estaba locamente enamorado, en tal extremo de pasión, que era un puro volcán que reventaba con gestos furiosos y expresiones desatinadas. Le tuvo entonces por hombre perdido, abocado a un fin desastroso, el cual teme sea ya un hecho, o, lo que es lo mismo, que ya no se encuentre el pobre Churi en el mundo de los vivos. Con todo, si nos devuelven la libertad y Zoilo recobra su ser, indagaremos hasta encontrarle, empezando por tomar lenguas de esa señora baturra, que pertenece a la cuadrilla del llamado Uva, cantinero.

Concluyo, mi señor padre, pidiendo a usted la bendición, y mandando los cariños más acendrados a mi amadísima hermana Mercedes, y a mis hermanitos Deogracias y Lucas, a quien repartirá usted cuantos besos sean menester para contentarles a todos, así como buenas memorias a la Encarnación y a Camilo, y a los demás de casa. ¡Cuánto han de llorar, señor padre, usted el primero, cuando sepan la infausta prisión mía! Señor, desde este infierno lanza un ¡ay!, dolorido en demanda de socorro, y con las alas del corazón hacia Bilbao gimiendo vuela, su cautivo amante hijo —José Iturbide.

P. Don— Como hasta hoy martes, día de los Fieles Difuntos, no puede salir la carta, le añadimos este parrafito para que sepan que seguimos en la propia miseria y desesperación, ignorantes de cuál será nuestro fin. A mi hermano le oímos cantar anoche en el calabozo donde está con sus compañeros, condenados a pasarse la vida en Ceuta. ¿Qué harán con nosotros? Espartero se ha ido; Van-Halen con él, y estos tres míseros mortales sepultados aquí, esperando que la caridad y la justicia nos abran la puerta. ¿Por dónde andan estas señoras...? ¿Y entre los tantísimos Santos de ayer, ¡solemne fiesta!, no hay uno, uno siquiera que nos salve? ¡Oh injuria del Cielo, oh negación de la Omnipotencia!... Señor, estamos locos. Don Eustaquio le escribe al obispo, a la reina gobernadora, a don Pío Pita Pizarro, y creo que también al Papa. Me ha dicho que esta mañana mientras yo dormía, Zoilo dictó y firmó una carta para el caballero de Villarcayo. Ha trocado el furor por la risa, una risa enferma que da escalofríos. A sus carcajadas acompañan temblores de todo el cuerpo, y cuando don Eustaquio le habla de Dios, ríe mordiéndose las manos. ¡Señor, Señor, piedad de estos pobres!...

IV

De don Pedro Hillo a los señores de Maltrana

La Puebla de Arganzón, noviembre.

Aprovecho, mis caros amigos, un corto descanso en esta villa para darles referencia de nuestra feliz salida de Miranda, ambos con triste impresión de la tragedia que muy a pesar nuestro presenciamos. Si Fernando goza de perfecta salud, no puedo decir lo propio de su acompañante, el cual, por el camino, ha sentido que le rondan achaques antiguos. Hállase el tal, es decir, yo, un tanto febril, y no veo las santas horas de llegar a Vitoria para descansar a mis anchas. Creo que el susto de Miranda, que considero el más terrorífico de mi vida, me ha revuelto toda la naturaleza, sacando de los últimos fondos de esta males viejos, que yo creí dormidos o arrumbados para siempre. No se asusten, porque ello no será nada, y con reponerme de aquel terror, y con alimentarme y coger un largo sueño, pienso que he de tornar a mi habitual temple.

El tal Zoilo Arratia y sus dos compañeros entraron en Miranda, según mis noticias, el mismo día que nosotros, habiendo hallado alojamiento con rara prontitud, aunque la vivienda que se les dispuso no fuera muy de su agrado. A poco de llegar, se abrieron para los tres las puertas de la cárcel, donde gimen por los graves delitos de deserción y espionaje. De esto se les acusa; falta que sea verdad su delincuencia, y me guardo muy mucho de sentenciar a nadie sin conocimiento, que yo también, ¡ay!, he sido enchiquerado por conspirador, hallándome tan inocente y puro como los ángeles del cielo. Sean o no criminales los antedichos sujetos, tienen mi compasión por la pérdida de su libertad, y les deseo un buen juez, rara avis, que les redima o les condene según su merecido. Creí yo que el bilbaíno, tan oportunamente puesto a la sombra, no nos molestaría; pero no ha sido así. Poco antes de partirnos de Miranda, y cuando nuestro caballero se despedía de sus amigos en el parador cercano, llegó al nuestro una esquela escrita en la prisión por el Arratia, y a Fernando dirigida, en la cual manifiesta sentimientos contradictorios, extraña confusión de arrogancia y miedo, de amenaza y súplica, bien como quien se engendró en una cárcel, donde toda desesperación y delirio tienen su asiento. No viendo que por ahí nos pueda venir peligro, y atento a evitar a Fernando hasta el más leve motivo de disgusto, guardé la carta y nada le dije. Informo a ustedes del suceso, porque es mi deber procurar que nada ignoren; mas no vean en él motivo alguno de intranquilidad, pues para mí no lo hay. Solo me inquieta mi endeble salud y el deseo de llegar pronto a la gran Vitoria, donde nos alojara mi amigo el Canónigo patrimonial, don Vicente de Socobio y Zuazo, a quien daríamos el gran berrinche si nos fuéramos a la posada. Cualquiera que sea nuestro albergue, el señor de Socobio recibirá las cartas que de Villarcayo, de Madrid o de otra parte del globo terráqueo se nos dirijan... Ya viene Fernando; ya nos avisan que todo está dispuesto. Oigo el piafar de los briosos corceles. Partamos... Dios nos acompañe. Reciban los vivos afectos del caballero y los dos mozos, así como de este humilde capellán —Pedro Hillo.

V

De don Fernando Calpena a Pilar de Loaysa

Vitoria, noviembre.

Querida madre: Ya no puedo ocultar a usted por más tiempo el verdadero motivo de nuestra larga detención en esta ciudad. No había querido hablarle de la penosa dolencia de nuestro buen don Pedro, esperando a que su estado me permitiese juntar en una sola noticia la enfermedad y su alivio. Por desgracia, no puedo hacerlo así, ni sabe ya contenerse mi aflicción, la cual ha de ser mayor si no la manifiesto a la persona que más quiero en el mundo. Sí, madre querida; nuestro excelente y leal amigo, el que a entrambos nos dio consuelo y ayuda en los tristes días de nuestra separación, se halla gravemente enfermo desde que a Vitoria llegamos, y hasta hoy vanos han sido los cuidados y la solicitud con que le asistimos tanto yo como el señor de Socobio y sus angelicales sobrinitas. El mal que le aqueja es de los peores y más dolorosos: una antigua afección a la vejiga, exacerbada en este viaje. Gran quebranto sufrió la flaca naturaleza de nuestro amado presbítero con el espanto de las terribles escenas de Miranda de Ebro; mas aunque le vi profundamente afectado, pensé que con la distracción del viaje y mi compañía, para él siempre la más grata, no quedarían rastros de aquel trastorno. Ello es que no volví a ver en mi amigo la jovial sonrisa y el temple festivo que constituyen su personalidad. En La Puebla empezaron a molestarle los síntomas primeros de su mal: su tristeza en todo el camino me reveló su padecimiento, aunque se esforzaba en ocultarlo. En cuanto nos apeamos, fue preciso llamar al médico, y el ataque tomó en los días siguientes alarmantes proporciones. Mantúvose una semana en situación estacionaria, sin alivio notorio del sufrimiento ni crisis de mayor gravedad. Pero en la siguiente, esta se ha manifestado con caracteres inflamatorios que me hacen temer un desenlace funesto. Nada he de decir a usted de la conformidad y paciencia con que este santo varón lleva su terrible mal: ahoga sus quejidos para no causarme pena, y en los trances más dolorosos intenta enmascarar su inmenso padecer con una sonrisa que me destroza el alma. Habla de la muerte sin temor y hasta con regocijo; asegura que no le importa morirse después de ver arreglados nuestros asuntos, y a usted y a mí en libertad y disposición de amarnos. Esta era su aspiración, este su anhelo. Viéndolo cumplido, no tiene nada que hacer en el mundo. ¡Cuánta abnegación, qué alma tan hermosa!

La asistencia facultativa es excelente, pues el señor Busturia, hombre de no común saber, grave y estudioso, pone sus cinco sentidos en mi enfermo. De mi cuidado y vigilancia, velando a su lado noche y día, nada tengo que decir a usted, pues ya comprenderá que no haría más por el hermano más querido... Si ocasiono a usted una gran pena contándole el malestar de nuestro pobre amigo, me consuela el dar a mi madre una parte de mi tribulación, seguro de que la tomará generosa, por ser mía, y por ser objeto de ella el hombre nobilísimo y desinteresado que con tanta lealtad nos ha servido.

En estas ansiedades que sufro, siento a mi madre conmigo; ella me da aliento; ella redobla mi abnegación; su grande espíritu me conforta. Quiera Dios que en mi próxima carta pueda enviarle mejores noticias su amante hijo — Fernando.

VI

Del mismo a la misma

Vitoria, diciembre.

Madre querida: Si en mis tres últimas vengo transmitiendo a usted esperanzas con gradación muy lenta, en esta, que es la cuarta de diciembre, creo poder darlas con menos miedo de equivocarme. Me dice el médico que cree sorteado el gran peligro, y que el enfermo entra en un período de reparación, si bien es tal su debilidad, que aquella no puede ser rápida. Ya su estómago admite alimento, y estas noches últimas ha dormido con sosiego algunos ratos. El grave riesgo de la reabsorción parece conjurado totalmente. No obstante, me abstengo de entregarme aún a la alegría del triunfo, pues este es dudoso. Aprovechando los momentos en que le tenemos despejado, le he leído algunos trozos de las últimas cartas de Madrid, y aquel en que me expresaba usted su anhelo de vernos juntos los tres festejando el restablecimiento de nuestro capellán le afectó de tal modo, que hube de suspender la lectura porque el llanto le ahogaba.

Por cierto que no sé cómo hemos de pagar a este señor de Socobio y a su familia abnegación tan extremada. Llevamos aquí cuarenta días, con las increíbles molestias que ocasiona un enfermo grave, y ni un instante he visto desmentida la bondadosa paciencia de estos señores, ni en ninguna cara muestras de contrariedad o cansancio. ¿Proceden así por efusión caritativa, o por un exceso de sociabilidad, en la cual prevalece el culto de los cumplimientos? Creo que de todo hay en un grado superior.

Mucho me complace que ya esté en Villarcayo nuestro ínclito don Beltrán. Aguardo impaciente su primera carta. Ojalá sea histórica, y que siga el hombre con la vena de comunicarte los sucesos políticos y militares con su gracioso pesimismo. La última que me escribió de Madrid con la reseña biográfica del nuevo Ministerio es deliciosa. ¡Cuánto más dignas de los honores de la letra de molde son esas donosas pinturas que las infinitas insulseces que fatigan las prensas uno y otro día, y que solo servirán, como dice Bretón, para envolver los dátiles y el queso! Y ya que hablamos de notas biográficas, algo tengo que decir a usted de las mías, pues mi pobre historia, aunque parece dormida, no lo está, y cuando menos lo pienso se remueve, causándome tristezas y zozobra. Cuando esté más tranquilo y vea libre de todo peligro a mi caro capellán, le contaré a usted... Pero no, no: se lo contaré ahora mismo, para que no caiga en cavilaciones, que la mortificaran más de lo justo.