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Benito Pérez Galdós

Episodios nacionales IV
Prim

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-314-8.

ISBN ebook: 978-84-9007-230-1.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La obra 9

I 11

II 16

III 21

IV 27

V 31

VI 37

VII 44

VIII 49

IX 55

X 61

XI 67

XII 74

XIII 80

XIV 87

XV 93

XVI 99

XVII 104

XVIII 112

XIX 117

XX 123

XXI 129

XXII 136

XXIII 141

XXIV 147

XXV 152

XXVI 158

XXVII 165

XXVIII 170

XXIX 178

XXX 182

XXXI 189

XXXII 194

XXXIII 199

Libros a la carta 205

Brevísima presentación

La obra

Prim es la novena novela de la cuarta serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.

En esta entrega, Galdós nos presenta las constantes intrigas y conspiraciones de los últimos años del reinado de Isabel II, aglutinados en torno a la figura del general Prim, proyectando las dudas de la sociedad española sobre este militar.

Conoceremos a Santiago Ibero, que escapa de sus padres para tener aventuras y poder formar parte del ejército del general Prim, pero llega tarde porque éste ha ido a México a poner orden en dicho país ayudado de otras naciones europeas. En Madrid, Santiago entra en contacto, entre otros muchos conocidos del lector, con Leoncio Ansúrez (hermano de Lucila), pero por diversos motivos acaba en la cárcel. La búsqueda de Santiago por parte de sus padres da pábilo a hacernos un recorrido por la política de la época, pues dicha búsqueda se realiza mediante influencias.

Además, de la mano de Juan Santiuste, el «profeta» de la paz, el autor relata las conspiraciones de Prim, que culminan con la fallida revuelta de 1866.

I

El primogénito de Santiago Ibero y de Gracia, la señorita menor de Castro-Amézaga, fue desde su niñez un caso inaudito de voluntad indómita y de fiera energía. Contaban que a su nodriza no tenía ningún respeto, y que la martirizaba con pellizcos, mordeduras y pataditas; decían también que le destetaron con jamón crudo y vino rancio. Pero estas son necias y vulgares hablillas que la historia recoge, sin otro fin que adornar pintorescamente el fondo de sus cuadros con las tintas chillonas de la opinión. Lo que sí resultaba probado es que en sus primeros juegos de muchacho fue Santiaguito impetuoso y de audaz acometimiento. Si sus padres le retenían en casa, lindamente se escabullía por cualquier ventana o tragaluz, corriendo a la diversión soldadesca con los chicos del pueblo. Capitán era siempre; a todos pegaba; a los más rebeldes metía pronto y duramente dentro del puño de su infantil autoridad. Ante él y la banda que le seguía, temblaban los vecinos en sus casas; temblaba la fruta en el frondoso arbolado de las huertas. La vagancia infantil se engrandecía, se virilizaba, adquiriendo el carácter y honores de bandolerismo.

Desvivíanse los padres por apartar al chico de aquella gandulería desenfrenada, y aplicarle a las enseñanzas que habían de poner en cultivo su salvaje entendimiento; pero a duras penas lograron que aprendiese a leer de corrido, a escribir de plumada gorda, y a contar sin valerse de los dedos. Y aunque en todo estudio manifestaba despejo y fácil asimilación, el apego instintivo a la vida correntona y a los azares de la braveza dificultaba en su rudo caletre la entrada de los conocimientos.

No concordaban los padres en el mejor método para enderezar el alma torcida de Santiago, desacuerdo que provenía de la distinta naturaleza y gustos de uno y otro. Gracia, que en su marido amaba al hombre fuerte y violento, no quería privar al chico de las cualidades más relacionadas con la virilidad. El padre, que amó en su esposa la delicadeza y la ternura, quería que también su hijo fuese tierno y delicado, cualidades que, transmitidas por la madre a la descendencia masculina, habían de ser mansedumbre, sensatez y aplicación a toda suerte de estudios. Más conspicua que los hombres y siempre soberana, la Naturaleza hizo al hijo semejante al padre, que en su mocedad y en aquellos mismos lugares había sido de la piel del demonio. Gracia y la Naturaleza estaban en lo cierto. El hijo segundo, Fernandito, modoso, cosido siempre a las faldas de la mamá, parecía cortadito para la carrera eclesiástica, y la niña Demetria, de opulenta complexión sanguínea, morenucha, saltona, los ojos como centellas, venía sin duda al mundo para dar de sí una vigorosa empolladura de Iberos bien bragados. El genio criador de la raza mira siempre por sus criaturas.

No había cumplido el Ibero pequeño dieciocho años, cuando fue acometido de terribles calenturas que le pusieron a dos dedos de la muerte. De milagro se salvó, quedando su naturaleza tan destrozada por los efectos del veneno tífico, que se le perdió toda la bravura. Con su voluntad desmayó su memoria, y, olvidado de haber sido león, vegetaba ceñudo y perezoso como un perro inválido que ha olvidado hasta los rudimentos del ladrido. Se pasaba los días enteros sin hablar palabra, y su mirada vagaba incierta por semblantes y cosas, no poniendo más interés en lo vivo que en lo inanimado. Como este lastimoso estupor se prolongara meses después de la convalecencia, y además sobreviniesen estados transitorios de inquietud, en los que el pobre mancebo echaba de su boca expresiones disparatadas e incongruentes, determinaron los padres llamar a consulta a los profesores facultativos de más crédito en aquellos contornos.

El jubileo de médicos animó por cuatro días las calles de Samaniego, y avivó el chismorreo de las ancianas que hilaban a prima noche en los poyos de las cocinas. Los doctores de Oyón y de La Guardia opinaron que Santiaguito estaba tonto, y que para traerle a la discreción no había mejor tratamiento que los baños de mar. Los sabios de Vitoria y Salvatierra calificaron de locura la enfermedad, aconsejando el aislamiento, si no en casa de orates, en un lugar de montaña recogido y salubre. Estos y otros pareceres colmaron las dudas y confusión de los afligidos padres. Por fortuna, se les metió por las puertas, en los días de la consulta, don Tadeo Baranda, eclesiástico, primo carnal de Santiago Ibero por parte de madre, varón sesudo, leído, verboso, que presumía de poseer acción rapidísima para juzgar y resolver todas las dificultades. Si grata era siempre la visita del primo, en aquella sazón vino el tal como caído del cielo; y la solución que propuso a los padres del chico fue tan del gusto de estos, que al punto la hicieron suya, y previnieron lo preciso para realizarla sin demora. Harto sencillo y elemental era el plan curativo de don Tadeo: llevarse consigo al pobre loquinario, tontaina o lo que fuese. Con una temporadita de verano y otoño en la plácida residencia patriarcal que el buen señor poseía en la histórica ciudad de Nájera, quedaría el bobito bien reparado del caletre y con más talento que Salomón.

Era el don Tadeo capellán mayor de Santa María, rico por su casa, como heredero del cura de Paganos, don Matías Baranda. Su vida era honesta y cómoda, feliz aleación de virtudes y riqueza; daba al trato social tanto como a Dios o poco menos; comía casi siempre con amigos; ponía especial esmero en sortear las disputas políticas y religiosas, y con esto y su buena mesa logró ser bienquisto de liberales y estimado de facciosos; salía de caza con buen tiempo, y el malo reservábalo para la lectura; hacía el reparto de estas dos nobles aficiones con tal escrúpulo, que el hombre se ilustraba más cuantos más días de lluvia viniesen en el año. Su biblioteca era escogida, de libros graves y profanos, prevaleciendo los de historia, con algo de poesía, poco de novela, y tal cual centón enciclopédico de los que suministran fáciles toques de sabiduría. Lo primero que hizo con el pobre chico de cuya cura se había encargado fue someterle, por vía de prueba, a las dos aficiones de caza y lectura, para observar cuál de las dos conquistaba más intensamente el ánimo del enfermo.

Empezó Santiaguín por tomar muy a gusto los trajines de caza y pesca. Pero vino temporal frío y húmedo, y don Tadeo metió al sobrino en la biblioteca. Cautivado desde el primer día por la lectura, en ella zambulló su atención tan locamente, que no había medio de sacarle del mar hondo de las letras de molde. Pensó Baranda, viéndole tan aplicado, que por allí vendría la salud de la mollera, y no puso límites al atracón de lectura. Él a echarle libros y más libros, historias y más historias, y el enfermo a devorarlo todo sin hartarse jamás. La Conquista de México, referida con retórica pompa y adorno por Solís, colmó el entusiasmo de Santiaguito, que no contento con leerla una vez, le dio segunda y tercera pasada, y aun se aprendió de memoria alguna de las infladas arengas que en aquel libro, como en otros de su clase y estilo, tanto abundan.

El cerebro del joven, que ya venía recalentado con las Guerras civiles de Granada, de Hita; con la Expedición de catalanes y aragoneses, por Moncada, y otras historias o fábulas de extranjeros y nacionales a cual más seductora, llegó a encenderse hasta el rojo con las increíbles hazañas de Hernán Cortés, y de ensueño en ensueño, o de locura en locura, acabó por la de querer imitarlas o reproducirlas en nuestro tiempo.

Clavose esta idea en el pensamiento de Iberito y su orgullo la remachó. Los extraordinarios sucesos de la Conquista le fueron tan familiares como si los hubiese visto; reproducía los incidentes de la rivalidad con Diego Velázquez, las épicas acciones de guerra en el río de Tabasco, la llegada a San Juan de Ulúa, la quemazón de las naves, la tenaz lucha contra los hombres y la Naturaleza, ya penetrando montes arriba, ya revolviéndose contra Pánfilo Narváez; las guerras y paces con Moctezuma, las peleas en las lagunas, y todo lo demás de aquel poema más hermoso en la realidad que en el espejo que llamamos Historia. Con memoria feliz retenía descripciones, retratos, y hasta las arengas, singularmente aquella con que responde Cortés a la de Moctezuma en este emperifollado estilo académico: «Después, señor, de rendiros las gracias por la suma benignidad con que permitís vuestros oídos a nuestra embajada, debo deciros...» y por aquí seguía endilgando sutiles conceptos, verbigracia: «Mortales somos también los españoles, aunque más valerosos y de mayor entendimiento que vuestros vasallos, por haber nacido en otro clima de más robustas influencias... Los animales que nos obedecen no son como vuestros venados, porque tienen mayor nobleza y ferocidad; brutos inclinados a la guerra, que saben aspirar con alguna especie de ambición a la gloria de su dueño... El fuego de nuestras armas es obra natural de la industria humana, sin que tenga parte alguna en su producción esa facultad que profesan vuestros magos, ciencia entre nosotros abominable, y digna de mayor desprecio que la misma ignorancia...»

Por estos espacios navegaba el buen Santiaguito, cuando una noche del mes de octubre, en la tertulia de su tío, a que solían concurrir los vecinos más calificados de la población, oyó decir que el Gobierno de Isabel II aprestaba soldados y pertrechos para enviarlos a México, y que aquella brava milicia iría bajo el mando del general Prim, cuyas hazañas se le habían metido en el corazón al pueblo español. Cada uno de aquellos señores conspicuos expresó su parecer sobre la expedición, sin que ninguno acertara con la finalidad de ella, hasta que el insigne don Tadeo, que era el oráculo de Nájera por su ciencia y penetración, y el definidor de todas las cuestiones, soltó una tosecilla, limpió el gaznate, y ante el solemne silencio y expectación de los circunstantes, soltó este sibilítico discurso: «Desde que oí el anuncio del envío de estas tropas y máquinas de guerra a la parte de América que llamamos Nueva España, le calé la intención a O’Donnell, la cual no puede ser otra que emprender la reconquista de aquellos estados de Tierra Firme para volverlos al dominio de nuestra Patria, que así, poquito a poco, a esta quiero, a esta no quiero, será otra vez señora de todas las Américas... Claro que ni O’Donnell ni los ministros dicen que esta encomienda lleva Prim a México: deben callarla, o echar a vuelo cualquier mentira para capotear a las Potencias... que siempre han de salir con algún enredo, metiéndose en lo que no les importa... Este es mi parecer... idea mía, que hemos de ver confirmada si Dios nos da vida y salud... El general Prim llevará, con el mando del ejército, el nombramiento de Adelantado de aquella comarca, para gobernarla conforme la vaya conquistando... ¿No les parece que veo largo? ¿Tengo yo buen ojo, amigos?... Idea que a mí me escarbe entre cejas, no falla...»

La idea de Baranda, admitida y apoyada por los conspicuos, hubo de rematar el disloque de Iberito, que se pasó la noche en vela, voltejeando parte de ella en su cuarto, y el resto, hasta el amanecer, en la huerta, entre perales, cerezos y manzanos. Toda la lógica del mundo se condensaba en este pensamiento: «Es mi deber presentarme al general Prim y pedirle que me lleve como soldado a la conquista de México, o como corneta de órdenes. Lo mismo puedo ir de cocinero que de mozo de acémilas; y una vez en aquella tierra, ya me abriré camino para poner mi nombre a la altura de los que más alto suban al lado del de Prim.» Creía que todo el tiempo que tardase en poner en ejecución tan atrevido pensamiento, estarían suspensas o quebrantadas las leyes del universo. Su destino, que hasta entonces había sido un oscuro acertijo, estaba ya bien claro. Dios y la Naturaleza murmuraban en su oído: «Corre; no te detengas... ¿No ves al término de España una llanura sin fin entre azul y verde? Es el Océano ¿No distingues de la otra parte nuevas tierras? Es la inocente América. ¿Ves una figura de matrona que en las rocas traza inseguras rayas con un punzón?... Es la Historia, que ya está aprendiendo a escribir tu nombre.» Pensó Iberito al día siguiente que si consultaba sus planes con don Tadeo Baranda y le pedía licencia para realizarlos, el buen cura soltaría la carcajada, y tomaría inmediatamente la llave del desván para encerrarle. No mil veces: a don Tadeo ni palabra. Con la intención tan solo le diría: Llevad vos la capa al coro; yo el pendón a las batallas.

Dicho y hecho: llegada la noche, aguardó Iberito la hora en que todos dormían, y por la puerta falsa del corral salió a un campo que no era el de Montiel, pero sí pariente suyo. Era el campo de la memorable batalla de Nájera, en que don Pedro I de Castilla derrotó a su hermano don Enrique.

II

Mientras duró la noche y en las primeras horas del día, anduvo Iberito con vivo paso, deseando ganar toda la distancia posible antes que los criados del cura saliesen a capturarle. Con tino estratégico abandonó el valle del Najerilla, pasándose a un afluente de este río. Hizo su primer descanso a la vista de San Millán de la Cogulla, y de allí tiró hacia los montes, por donde a su parecer podría pasar a tierras de Soria. Algún dinero llevaba, casi todo lo que le había dado su madre al salir de Samaniego, y cuidó de ocultarlo distribuyendo las monedas en distintos huecos de su ropa y en el propio calzado. Por única arma llevaba un cuchillo de monte que sustrajo en la armería cinegética de don Tadeo, y con esto y el corto caudal, y su animoso corazón que se creía suficiente para salir airoso en cuantos percances pudieran ocurrirle, iba tan contento y tranquilo como si consigo llevara un ejército. En su esforzada voluntad y en sus altas ambiciones verdaderamente lo llevaba.

No contó Iberito con el riguroso clima que había de oponerle no pocos obstáculos de hielos y nieves al acometer el paso de la divisoria por los puertos de Piqueras o de Santa Inés. Pero todo lo vencían su intrépida confianza y el mismo desconocimiento de las dificultades del paso. Conducido por los ángeles que amparan la inocencia, franqueó los montes, atravesó extensos pinares sin el menor desmayo de su vigor físico, descansó en compañía de pastores y carboneros, con los cuales sostuvo amenas y candorosas pláticas, y al descender por ásperos vericuetos al valle del Duero, después de tres jornadas que para otro menos entusiasta habrían sido fatigosas, llegó a las puertas de Soria, pasando de largo por miedo al encuentro de los parientes de su padre que en aquella ciudad vivían.

Siguió hacia el Sur por senderos de herradura, y al día siguiente de su paso por Soria, encontró a unos caminantes que llevaban dos recuas de yeguas y mulas cargadas de lana. Entablada conversación, invitáronle los trajineros a que cabalgase un buen trecho entre sacas de lana, y él aceptó gustoso, porque iba ya medio derrengado del continuo caminar. Abría la marcha una yegua corpulenta que llevaba un gran campano colgado del pescuezo, y tras ella las demás caballerías, atado el ramal de cada una en la cola de la delantera. Era la procesión pausada, pintoresca, y los pasos de las bestias marcaban el compás lento del esquilón de la yegua que guiaba. Los trajineros obsequiaron a Iberito con pan negro y chorizo, que fue para él sabroso desayuno. Le amaneció comiendo en grata conversación con la buena gente, y agradeció lo indecible aquel alivio de sus piernas y el reparo de su estómago. Dijéronle los caminantes que iban al mercado de Almazán a vender una partida de lana, y el pobre joven callaba, tiritando de frío y de hambre, pues el corto desayuno que le dieron, antes le aumentaba que le disminuía el bárbaro apetito que traía de las cumbres.

No se alegró poco el inocente aventurero cuando vio próxima la gran villa de Almazán, cercada de murallas, coronada de románicas torres. La yegua delantera penetró por una de las arcadas puertas que daban ingreso a la villa, y avivando el sonido de su esquilón llegó a una extensa plaza, casi totalmente invadida ya por la muchedumbre campesina que al mercado concurría. Más que en admirar la variedad de especies que en grupos y montones ocupaban la plaza, granos, frutas, pucheros, leña, carbón, enjalmas, quesos, recoba y utensilios de labranza, ocupose Iberito en buscar albergue y comida. Encamináronle a un mesón cercano a la plaza, y como no inspirara gran confianza por su cara juvenil y el deterioro de su ropa de señorito, desenvainó un duro, y puesto en la mano de la posadera, no fue menester más para que le prepararan un platado de huevos y jamón frito con acompañamiento de vinazo y de pan sin tasa. Atracose el muchacho hasta dar a su cuerpo la reparación conveniente, y luego salió a ver el pueblo y a comprar calzado fuerte y una manta o bufanda de camino, con lo que quedó tan bien arranchado que no se cambiaría por un rey.

Nada le ocurrió en la villa que merezca mención, como no sea un altercado en que se revelaron y surgieron de súbito los ímpetus anteriores a su enfermedad. Hallábase el hombre, por la noche, en la anchurosa cocina del mesón, donde algunos huéspedes, trajinantes y labradores, después de bien comidos y aún no bastante bebidos, jugaban al mus, mientras otros, entre jarros de vino, charloteaban con tanta viveza, que la conversación parecía disputa, y la disputa encarnizada riña. En aquellos rudos caracteres, el lenguaje hervía siempre, como el mosto recién sacado de las uvas exprimidas. En el grupo más animado, donde se bebía más que jugaba, pasaron de las cuestioncillas de campanario a las provinciales, y de estas a las generales o políticas. Iberito, que dormitaba en un rincón, se despabiló en cuanto percibieron sus oídos rumor de cosas públicas.

Despotricaron aquellos bárbaros sin miramiento a persona alguna de las más encumbradas. Un zanganote montuno, negro como el carbón que acarreaba de los pinares, dijo que O’Donnell era un tal y un cual, y que estaba compinchado con La Patrocinio para el mangoneo en toda la Nación; un gordo sanguíneo aseguró que si la reina no llamaba otra vez a Espartero, no acabaría sus días en el trono; y un tercero, cuya voz gargajosa y facha de sayón de los pasos de Semana Santa componían el tipo del pesimista siniestro, echó de sus labios cárdenos, donde tenía pegada una fética colilla, todo el amargor de la opinión recogida en los pueblos míseros. Ni grandes ni pequeños, ni liberales ni moderados se libraron de su sátira rencorosa. Los vicálvaros eran unos pillastres, que se estaban enriqueciendo con los bienes que fueron del sacerdocio; los del Progreso ladraban de hambre y querían el Poder para llenar la pandorga; la reina era... Mujer, con lo que se decía bastante... Las mujeres sirven para todo, menos para reinar. Habló luego de la maldita invención de los ferroscarriles, que significaban la miseria de toda la carretería. La guerra de África no había sido más que un engaña-bobos: O’Donnell volvió de ella con las manos en la cabeza; todas las hazañas que se contaban eran filfa; lo de Tetuán habría sido un desastre si no hubieran comprado a peso de oro la retirada de Muley Abbas; lo de los Castillejos no fue más que una comedia indecente, pues ni hubo los aprietos que decían, ni Prim había hecho más que sacrificar soldados, quedándose él en lugar seguro, haciendo el figurón. Ni era valiente, ni servía más que para intrigar, como lo demostró en los tratos que tuvo con Ortega para traer de Rey a Carlos VI...

No bien oyó Iberito el nombre de su ídolo, sacado a colación con tanta ignominia, se levantó de su asiento con la pausa y aplomo de un valor sereno, y engallándose ante el procaz hablador, le echó esta rociada: «Caballero, quiero decir, caballo, lo que ha dicho usted del general Prim es una coz, y aunque a las coces no se contesta con palabras, yo, por respeto a la concurrencia, con palabras de mi boca le digo que a la gloria de Prim no pueden llegar las patadas de usted, so bruto; y si no está conforme, salga afuera y se lo diré de otro modo...» Levantose gran murmullo al oír estas bravatas tan disconformes con la edad del mancebo, y el feo hablador soltó una carcajada burlesca después de escupir la colilla que pegada a los labios tenía. Uno de los jugadores dijo que el mequetrefe era listillo, y que se le debía dar una mano de azotes y mandarle a la cama. El gordo grasiento quiso poner paz, declarando que a Prim no se le podía negar la nota de valiente, pero que había que agregarle la de farsante, pues las valentías le servían de gancho para sus negocios. La expedición a México que le estaban preparando no era más que un arbitrio para traerse de allá una millonada de pesos duros. «Lo hemos de ver tal como lo digo. Llega el hombre a México, desembarca las tropas, mete miedo a los insulanos con cuatro disparos de cañón, va de Zacatecas a Zacatacas, echando contribuciones, hasta que de unos y otros saca para redondear la pella, y compinchándose con el gran Repúblico para echar un pregón de paces, se vuelve a España repleto de dinero, y venga el darse tono aquí entre cuatro bobalicones, y venga el tocar el higno y el llamarnos todos héroes... O herodes por la perra de su madre.

—No es eso, no es eso —gritó Iberito saliendo rápidamente del rincón en que estaba, y plantándose con gallarda fiereza en mitad de la cocina—. A México no va don Juan Prim para negocio suyo, sino de la Nación, porque va para conquistarnos otra vez a la Nueva España y traerla por los cabezones a la soberanía de Isabel II. Yo lo digo y lo sostengo solo delante de los bárbaros que están en esa mesa; y sin reparar en si son dos, o son seis, o seiscientos, les mando que se desdigan de esos disparates o salgan a verse conmigo al corral, a la calle, o donde quieran, en la misma plaza, delante de Dios y de la Luna que nos alumbra.»

Con tal brío y entereza soltó el chico su reto, que de primera impresión quedaron suspensos y atontados los habladores. Rehiciéronse al punto y empezó la rechifla; a las burlas siguieron las amenazas... Mal lo habría pasado el audaz Iberito si en aquel punto no apareciese junto a él un hombrón formidable, que se levantó de uno de los poyos de la cocina, y avanzaba con el contoneo de quien anda con un pie y una pata de palo. Era de rostro cetrino y disforme estatura; vestía de paño burdo con peluda montera; se auxiliaba de un grueso palo con nudos y porra... Pues llegándose a la mesa de los bárbaros, descargó el garrote sobre ella con tanta furia, que al tremendo golpe saltaron en añicos los vasos, y la tabla maestra se rompió en dos pedazos... Y con el estruendo de la madera y el vidrio se juntó el estentóreo vocerrón del hombre grande y cojo, que así decía: «Sepan los que han hablado mal de Prim, que yo, José Milmarcos, sargento de la guerra de África, me paso sus lenguas por donde me da la gana, maño y moño... Sepan que lo que ha dicho este mozalbete es como si yo lo dijera, moño, y los que no estén conformes que vayan saliendo afuera, con mil moños...» Saltó el gordo con palabras de paz. Hablaban perrerías por pasar el rato, sin mala intención. Y prosiguió el cojo: «Cosida por dentro del chaquetón llevo aquí mi medalla de la guerra, y la guardo porque no es bien que la vean los burros. Yo no enseño mi medalla a las caballerías, sino a los hombres racionales, instructivos, y el que se ría de lo que digo, que me toque los faldones... Ea, yo defiendo a este mozo, y el que le ponga mano en el pelo de la ropa, véase conmigo donde quiera.»

Era Milmarcos muy conocido en aquella sociedad. Su nombre fue aclamado entre pateos, berridos, chirigotas de algunos, jovial entusiasmo de otros. «¡Viva Milmarcos!... Fausta, tráele vino a Milmarcos.»

Dijo el sargento que no quería beber, y a una interrogación airada de la posadera respondió que lo roto debían pagarlo los puercos y deslenguados Carbajosa y Matarrubia, que eran causantes del estropicio. Viendo que la trapatiesta se resolvía pacíficamente, repitió el elogio del desconocido muchacho, alabando su valor sereno y el tesón con que salió a la defensa de la verdad y el honor militar contra la canalla envidiosa. «Señores —gritó luego—, yo puedo hablar gordo en lo tocante a la honrilla militar, porque he sido soldado; y como hombre de los que fueron a Marruecos, no me pesa de haber perdido esta pata, quiero decir, la otra que tuve en lugar de esta de palo. Bien perdida estuvo la pata por la gloria que alcancé... Y si veinte patas tuviera, las diecinueve daría yo gustoso por este orgullo de haberme visto en los Castillejos... y por poder deciros: «Gandules, tengo la cruz pensionada, que vosotros no tendréis nunca... Borrachos, pagad los vasos rotos y la mesa rajada, que es lo menos que podéis pagar por los insultos a Prim... No me toquéis a Prim, hijos de perra. Y tú, Carbajosa, no te rías de verme lisiado, que por tigo no me cambio... Mi cruz, moño, vale una pierna.»

III

Con cháchara gruesa y mugidos desfilaban los bárbaros hacia las cuadras en que tenían sus jergones. Milmarcos echó el brazo por los hombros a Iberito, y cariñoso le dijo: «¡Valiente!... Así me gustan a mí los hombres... Y que es de familia principal, se le conoce por la ropa y por el habla fina. ¿Va usted, aunque sea mala pregunta, a Madrid? ¿Y cómo va tan solo?» Respondió el chico que iba a Madrid de paso para Cádiz, donde se embarcaría para América. Y Milmarcos siguió: «¿Ha oído usted hablar de un pueblo que se llama Tor del Rábano? Pues es mi pueblo; en él nací y en él vivo descansado, con el real diario de mi pensión y otro par de reales que saco de mi trabajo. He traído una carguita de sal de Imón. Con lo que saqué de la sal he comprado dos bacaladas que me encargó el cura y otros encarguillos... Tor del Rábano es camino de Madrid, y si se viene conmigo, le llevaré en mi burra, que es poderosa y de buen paso. Le brindo mi burra porque me ha entrado usted por el ojo derecho con su valentía... Seis leguas tenemos por delante. Si se determina, esté listo para las seis de la mañana.»

No se hizo de rogar Iberito, y a la hora indicada salió de Almazán con Milmarcos, gozoso de ir en la honrosa compañía de uno de los de Prim. Le instaba el sargento a subirse en la burra; pero a esto no accedió Ibero: su delicadeza le vedaba montar, llevando de espolique al que por héroe y por inválido merecía todos los respetos. Lo más que pudo conseguir Milmarcos con sus redobladas instancias, fue que el joven subiese a la albarda breves ratos, solo por probar la buena andadura de la bestia. Platicando agradablemente fueron por todo el camino. Milmarcos no acababa de entender por qué iba tan solo y a pie un joven cuyo mérito y noble condición saltaban a la vista. De la prontitud y arrogancia con que salió a la defensa de Prim, colegía el sargento que el chico era de la familia de los Prines de Reus. Interrogado sobre esto, Iberito negó rotundamente. Entonces Milmarcos le dijo: «Ya lo entiendo: ¿es usted mexicano, de la familia de la señora generala doña Francisca de Agüero?» Ante una nueva negativa quedó el veterano en mayores confusiones.

«Pues le contaré —dijo Milmarcos por amenizar la caminata, ya que no podía satisfacer su curiosidad—; le contaré que servía yo en el Regimiento del Príncipe, número 3 de Línea, y yendo de Málaga a Estepona con el Regimiento de Cuenca, núm. 27, el general Prim pidió veinte hombres para su escolta, los cuales no eran sorteados, sino que voluntariamente y de su motopropio pasaban a formarla. Yo fui de los que se ofrecieron para la escolta, porque no miraba nunca al peligro, sino a la gloria. De Estepona fuimos a Algeciras, y allí embarcamos para Ceuta. Total: que por ser de la escolta, estuve al lado del general en toda la campaña hasta el 4 de febrero, en que una judía bala me dejó sobre un pie como las grullas.»

El hombre iba desembuchando por todo el camino trozos de historia viva, no pasada por escritura ni por letras de molde. Ibero escuchaba silencioso, gozando en beber la historia en su fresco manantial. Entre otras cosas, refirió Milmarcos que Prim montaba un caballo inglés de largo pescuezo. Un macho grandísimo, conducido por un paisano, le llevaba provisión de comida fina y bebidas superiores, y avíos para su limpieza y tocador, todo bien guardado en un desmedido alforjón. No prescindía en campaña de sus hábitos de gran señor: por esto le habían comparado al Gran Capitán, que en su tienda se lavaba y perfumaba antes de entrar en batalla, y después de ella comía con refinada pulcritud y opulencia. «En aquellas alforjas de obispo llevaba el general, por un lado, ropa blanca y frascos de agua de colonia, y por otro, pastel de liebre en unas latas, jamón y cosas muy ricas...» Pues le diré a usted que, sirviendo a su lado y poniéndome como él en los sitios de mayor peligro, llegué a quererle tanto como quise a mi padre. También él me quería. Verdad que se acababan todos los cariños en momentos de apuro, de aquellos en que no había que decir más sino «voy a matar o a que me maten.» Pero cuando no corría prisa de perder las vidas, el general sabía economizar nuestra sangre... De tanto verle y seguirle y mirarle a la cara para leerle las órdenes antes que las dijera, ya nos le sabíamos de memoria, y aprendíamos de él a despreciar la vida... Me parece que le veo al empezar la de los Castillejos... Sobre una peña plantó el caballo, y de allí nos gritaba que avanzáramos. Se puso tan alto para ver quién de nosotros tenía miedo y quién no... Cuando salíamos a tomar posiciones, mirábamos su cara. Si la veíamos más amarilla de lo que estar solía o tirando a verde, ya era seguro que nos aguardaba un día de compromiso. Si apretaba los dientes o se comía los pelos del bigote, ¡malo, malo! Pero la señal más segura de que íbamos a tener jarana y de que no debíamos dar un ochavo por nuestras pellejas, era ver a mi don Juan, con el caballo parado en firme, mirándose las manos y limpiándose las uñas con un hierrecillo que sacaba no sé de dónde... ¡Moño! arregladas las uñas se le avivaba el genio y nos metía en unos fregados horrorosos, él siempre por delante.»

A la admiración de Iberito contestó Milmarcos con esta frase sintética: «El general era su primer soldado.» Dijo luego que vestía sencillamente, sin entorchados más que en la boca-manga, el ros bien ajustado a la cabeza, en el costado izquierdo dos placas con brillantes... Por cierto que la primera vez que Muley Abbas se avistó con O’Donnell para tratar de paces, le dijo: «Gran Cristiano, mándale a ese general que no se ponga en los combates esas placas que relumbran al Sol, porque mis beréberes apuntan al brillo, y fácilmente le darán en el corazón.» Lo que oyó Prim y dije al moro: «Apuntad como queráis, moros de mi alma, que la bala que a mí me mate no está echa todavía.»

Cuando esto decía Milmarcos vieron la torre del pueblo, asomada tras una loma; luego crecía, se echaba al llano cual si saliera a recibirles... Aparecieron después varias casas sentaditas en derredor de la torre; perros vinieron ladrando al encuentro de los viajeros; la burra alargó las orejas y avivó su andar; gallo y gallinas les dejaban libre el paso... Chiquillos se destacaron; luego el cura, dos viejas, un cerdo... La torre se dejó ver bien plantada y altiva, con su nido de cigüeña, y por fin, la casa de Milmarcos, terrera y gacha, sonrió a los llegantes con su puerta blanqueada, su gato escurridizo, su macho de perdiz en jaula, su parra trepadora y su Servanda, que este nombre tenía la mujer de Milmarcos, gorda, jovial y zalamera... No hay que decir que el sargento ejerció la hospitalidad como un gran señor que recibe en su casa a un príncipe. Servanda mató dos pollos y se excedió en la faena culinaria; por no tener lecho apropiado para tal huésped, prestó la alcaldesa un catre sobre el cual armaron un catafalco de colchones como para el obispo. Toda la flor y nata del pueblo visitó a Iberito, y el cura fue el más extremado en la amabilidad, porque Milmarcos había dicho a todos, en reserva, que su huésped era de la familia particular de Prim, como podía verse por la pinta del rostro, y que iba con su padre natural a la nueva conquista de México.

Muy a gusto pasó allí tres días Iberito, reponiéndose de su cansancio y dejándose querer de tan buena gente. Servanda se ufanaba de tenerla en su casa, y por ello se daba no poco pisto con las vecinas. Servíale buen comistraje en platos y cazuelas humildes, y para postre se arrancaba con natillas o arroz con leche. El día de despedida gustaron de unas guindas en aguardiente que regaló el cura, y Milmarcos, a fuer de señor hospitalario, brindó con una guinda al noble huésped, diciéndole con solemnidad: «¡Qué no diera yo, señor, por poder acompañarle a esa expedición, que pienso ha de ser sonada, moño! ¿Pero a dónde voy yo con mi pata de palo? Los cojos, moño, no servimos más que para estarnos en casa haciendo empleita, acordándonos de que así como tejemos hoy el esparto, tejimos un día la historia de España. ¿Verdad, señor, que así es?... Debe uno recordar siempre estas cosas, y a los que no tienen patriotismo y se den de ellas mandarles al moño de su madre... Siento que usted no estuviera aquí el día de San Roque, que es la fiesta del pueblo. En ese día santo, yo me pongo mi uniforme, y en el pecho me planto la cruz y la medalla. Estoy manífico, ¿verdad, Servanda? Pues sacamos en procesión el santo, y yo me pongo delante de las angarillas. Crea, señor, que hago más papel que el cura, estoy por decir que más que el santo, moño; todo por mi cruz, que da dentera a cuantos la ven... Y conforme vamos marchando con la procesión, salta uno y grita: «¡viva Milmarcos!» Pues no queda boca que no responda: «¡vivaaa!» Total, que desde que el santo sale hasta que volvemos a meterle en la iglesia, no se oye más que vítores a Milmarcos. ¿Verdad, Servanda? Yo me incomodo, o hago que me incomodo, y con la mano hago así... que se calmen, que me escuchen... y cuando los tengo muy callados echo todo el pulmón gritando: «¡viva Isabel II! ¡viva San Roque!»

Descansado ya, muy agradecido a los obsequios de la sargenta y su digno esposo, Iberito salió de Tor del Rábano acompañado largo trecho por sinfinidad de chiquillos, a los que seguían personas mayores de ambos sexos, el cura y el alcalde. La burra y Milmarcos prolongaron la despedida hasta Rebollosa, y de aquí siguió el chico a Jadraque, donde se metió en un galeón que dos veces por semana hacía el servicio de viajeros de Sigüenza a Guadalajara. Pudo luego fácilmente continuar a Madrid en el coche correo. Cerca ya del término de su viaje, los atrevidos pensamientos que a tal aventura le habían lanzado iban descendiendo del ensueño a la realidad, y buscaban la forma y modo de encarnarse en hechos.

Desde que tomó la temeraria resolución de abandonar al cura Baranda, hubo de pensar Iberito que en Madrid necesitaba una persona que le guiara en sus primeros pasos por la tumultuosa villa, y que le diese luz y norte para llegar hasta Prim. Lo demás se le presentaba llano y hacedero: tal era la fuerza del ensueño en su disparada imaginación, que contaba con la benevolencia del general en cuanto este le oyera expresar un deseo tan conforme con su propio genio aventurero y heroico. Las amistades de Iberito en Madrid eran de chicos de familias relacionadas con la suya, pretendientes o estudiantes, y entre estos eligió al que más afecto le inspiraba, Juanito Maltrana, hijo de Juan Antonio y de Valvanera, nieto del gran don Beltrán de Urdaneta y sobrino del marqués de Saviñán. Seis años más que Santiago tenía el chico de Maltrana; pero eran buenos camaradas, y juntos habían alborotado locamente en las calles de La Guardia y en la casa de tía Demetria, con los hijos menores de ambas familias. Pensando en tomarle por mentor y guía primero de Madrid, llevaba en un papel sus señas; y he aquí que, apenas pisó la calle de Alcalá el aventurero Iberito, tomó lenguas de los transeúntes para dirigirse al 17 de la calle de Jacometrezo, de la cual sabía que era de las más céntricas, angulosas y hormigueantes de aquel Madrid tan lleno de misterios. La suerte le favoreció aquel día, mejor dicho, noche, pues llamar en el piso segundo, abrir la puerta una moza guapa, preguntar por Juanito, dirigirse tras de la moza a un gabinete próximo, y encararse uno con otro y abrazarse cariñosamente Iberito y su amigo, fue obra de minuto y medio.

Las primeras preguntas del cortesano al forastero fueron las generales de la ley estudiantil: «¿Cómo has venido tan tarde? ¿Vienes a estudiar Leyes? Ya está cerrada la matrícula. ¿Vienes a prepararte para Estado mayor o Caminos? ¿Traes dinero?» Iberito, que era la misma sinceridad y no gustaba de colocarse en posiciones falsas, respondió como un examinando que sabe de memoria la lección: «No vengo a estudiar leyes, ni nada. Traigo muy poco dinero... Me he escapado de mi casa.

—¡Bien, chico!... ¡viva la Pepa! —dijo Maltranita con jovial admiración—. Eres el último romántico... porque ya no hay románticos. Los que quedan vienen de provincias, como tú, escapados y sin guita... Pero se me olvidaba lo más importante. No habrás comido... Tendrás gazuza. Un poco tarde llegas. Pero algo habrá quedado para ti.» Apenas oída la breve respuesta del forastero, salió Maltranita a la puerta y llamó a la patrona con apremiantes voces: «¡Luisa, doña Luisa!» La cual no tardó en mostrar su agradable presencia. Era una mujer más que cuarentona, de tipo suave, de marchita belleza otoñal. «Aquí tiene usted un nuevo huésped —le dijo Maltrana—. Viene huido de su casa y con poco dinero... Pero no vacile usted en darle habitación y asistencia, que es de una gran familia. Yo respondo.» Contrariada respondió María Luisa que había pasado la hora. Todos habían comido ya. Tendría que remediarse con lo que se pudiese preparar deprisa y corriendo. Mientras la señora cuidaba de disponer algo para el nuevo huésped, este oyó de boca de su amigo las mejores referencias acerca de aquella. «Es una persona decentísima, viuda, que ha venido a menos. Su padre, don José del Milagro, fue gobernador de provincia en tiempo de Espartero. Su marido era un famoso bajo...

—¿Bajo de cuerpo?

—No, tonto... ¡qué cerril vienes!... Era bajo de voz, italiano: cantaba óperas y funerales de primera clase... Esta casa es de las mejores de Madrid. No ha sido para ti poca suerte haber caído en ella. Por doce reales estarás muy bien, y por catorce como un príncipe.»

Mientras Ibero cenaba, Maltranita se mudó de camisa, cepilló muy bien su americana y pantalón, y alisó esmeradamente con un pañuelo de seda la felpa de su sombrero. Era muy cuidadoso de su persona, y gustaba de presentarse en el café o en el teatro con facha parecida a la de un dandy. No había terminado sus arreglos, cuando volvió al gabinete el forastero, llena ya la tripa de la bazofia patronil. «Ya que has matado el hambre, y antes que nos vayamos al café —le dijo el cortesano—, vas a decirme a qué has venido a Madrid. No abandona casa y familia un muchacho como tú, sin que le mueva una idea, una pasión, algo que... Dímelo pronto.» No se hizo de rogar Iberito, que a gala tenía manifestar lo que a su parecer le honraba y enaltecía sobremanera. Con firme acento y claridad que revelaban su convicción, declaró el por qué de su escapatoria, el por qué de su viaje... Oyó Maltrana como quien no da crédito a lo que oye; se hizo repetir la declaración, y asaltado de una de esas risas que destroncan, se tumbó en el sofá para reír a sus anchas.