Portada: Cerca del corazón salvaje. Clarice Lispector
Portadilla: Cerca del corazón salvaje. Clarice Lispector

Créditos

Edición en formato digital: julio de 2015

 

Título original: Perto do coração selvagem

En cubierta: Fotografía de © Paulo Gurgel Valente

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Clarice Lispector, y Herederos de Clarice Lispector, 1944

© De la traducción e introducción, Basilio Losada

© Ediciones Siruela, S. A., 2015

 

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Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 9788416465378

Índice

Introducción

 

CERCA DEL CORAZÓN SALVAJE

Dedicatoria

 

PRIMERA PARTE

El padre...

El día de Juana

... Un día...

El paseo de Juana

... La tía...

Alegrías de Juana

... El baño...

La mujer de la voz y Juana

Octavio

 

SEGUNDA PARTE

La boda

El amparo en el profesor

La pequeña familia

El encuentro de octavio

Lidia

El hombre

El amparo en el hombre

La víbora

La partida de los hombres

El viaje

Introducción

En la literatura brasileña, tan próxima a la oralidad, tan vinculada a una realidad sociológica y al mismo tiempo tan libre, tan creativa, tan desinhibida, la obra de Clarice Lispector destaca por sus características insólitas. Muy lejos de la oralidad y del folclorismo, se asienta toda su obra en una investigación del lenguaje, de las relaciones humanas y, sobre todo, en un análisis minucioso del alma femenina. No creo que haya en ninguna literatura de nuestro tiempo un ejemplo tan perfecto de literatura de mujer, y quizá nadie ha llegado a una precisión, a veces incluso obsesiva pero plausible siempre, de las posibilidades de la palabra como manifestación de mundos interiores.

Podría pensarse que esta ruptura con la tradición colorista de la literatura brasileña —pensemos en José Lins do Rego, en Jorge Amado— se debe al origen de Clarice Lispector. Ucraniana de nacimiento, aunque de origen incierto, porque su nacimiento en Ucrania fue la consecuencia de la huida de sus padres, judíos rusos, en busca de una tierra de acogida. Ni siquiera el año de su nacimiento nos consta realmente, aparte de lo que de púdica ocultación del yo, tan ávidamente explorado en sus novelas, había en la personalidad de Clarice. Nació, quizá, en 1917, o en diciembre de 1920, como constaba en sus papeles. Tenía dos meses cuando sus padres se instalaron en Brasil: Recife, Río, São Paulo marcan etapas de su integración. No se sintió judía, al menos en el aspecto religioso, aunque algunos críticos, y Antonio Maura en primer lugar, han rastreado en su obra claras resonancias hebraicas. Estudió en escuelas judías, y está enterrada en el cementerio judío de Río de Janeiro. Posiblemente, este judaísmo ni practicante ni conscienciado, fue en Clarice un elemento más de la búsqueda de identidad que centra toda su obra. En este sentido, y en su acuciante consciencia de soledad, la obra de Clarice Lispector aparece con elementos sustanciales que la aproximan a Kafka. Despatriados los dos, difícilmente integrados en su entorno familiar, en ruptura con su mundo burgués, hay entre Clarice y Kafka una identidad difusa por encima de cualquier diferencia evidente.

La lengua es el elemento central de su obra. La búsqueda de la precisión analítica en un esfuerzo denodado por sentir suyo un mundo y un ámbito lingüístico al que, sin ser ajena, se sabía solo integrada a través de un aprendizaje trabajoso. Parece ser que en su casa hablaba portugués, incluso con su padre, pero hubo siempre en ella la consciencia de un instrumento lingüístico en cierto modo ajeno y por ello más amado aún. Casada con un diplomático, vivó casi veinte años lejos de Brasil, y estas experiencias de contacto con otras lenguas y con situaciones diversas en su inserción social y cultural, acentuaron la búsqueda de una expresión propia en la lengua que sentía como suya de origen. Era la procura acuciante de una identidad. La lengua como medio para penetrar en una realidad que, en el fondo, apenas siente como suya, pero que ama y sabe, oscuramente, que es la única que le es dada. Habría que ver si este no es un signo de la creación literaria de muchos judíos en nuestro tiempo. Dice Antonio Maura: «Siguiendo la tradición judía, busca el santuario que cada uno alberga en sí mismo, allí donde habita la divinidad, por medio de anécdotas, de cuentos que sirvan tanto a quien cuenta como a quien escucha. La obra literaria se vuelve así sapiencial o profética, el relato se convierte en un mensaje repetido y recibido como una oración». Clarice dejó dicho que al escribir Cerca del corazón salvaje aún no había leído a Kafka. Había, sin duda, entre los dos, un mundo muy hondo de relaciones y coincidencias.

La obra de Clarice se centra toda en la palabra: la palabra entrañada en espíritu de mujer. No es la suya una literatura de mujer calcada sobre los esquemas de la literatura masculina y con intención de transgredirla. El hombre apenas aparece, y no se establecen sobre él juicios ni tácitos ni expresos. El hombre es algo que dispara los elementos centrales del alma femenina para construir una historia que quizá solo pueda ser comprendida enteramente desde una perspectiva que escapa a la mentalidad masculina.

Elena Losada, que ha aportado elementos fundamentales para una adecuada comprensión de la obra de Clarice, nos dice que esta obra aporta percepciones, no hechos; una mirada de mujer, mirada urbana, mirada contemporánea. Y que se centra en la lucha entre la necesidad de comunicación y la tentación del silencio.

Un crítico portugués, Benedito Nunes, definía a Clarice como «una mujer tímida y altiva, más solitaria que independiente». Podría añadirse que fue un espíritu obsesionado por la introspección y por los rincones oscuros del lenguaje, buscando siempre la máxima precisión en el análisis de los estados del alma (del alma de mujer), y preocupada por el fracaso de la palabra como medio de penetrar en la realidad. ¿Influiría quizá en ello todo el misterio de su nacimiento, todo el misterio con el que intentó desesperadamente rodearse, al tiempo que necesitaba acuciantemente la comunicación al nivel más profundo, quizá para sentirse viva?

Su obra, a partir de Cerca del corazón salvaje (1944), fue acogida por la crítica y los lectores de Brasil con una mezcla de entusiasmo y desconcierto. Rompía con la tradición barroquizante de la narrativa brasileña, con el desborde idiomático de un João Guimarães Rosa, por ejemplo, y se instalaba incómoda en una introspección obsesiva. A partir de su muerte, en 1977, la obra de Clarice ha obtenido un reconocimiento universal. El reconocimiento relativo que puede obtener una literatura como la brasileña, inmensa y sugestiva quizá como ninguna otra de nuestro tiempo, pero que no tiene entrada en los circuitos del mundo editorial, quizá por su misma peculiaridad.

Desde la consciencia de la radical incomunicación y del fracaso de la expresión conceptual para penetrar en el mundo de las vivencias, Clarice trabaja sobre lo indecible desde una inmensa, desmedida, pasión por la escritura, y renuncia a contar historias para expresar sensaciones. Lo valioso entonces es la escritura en sí, la búsqueda de la consciencia a través del lenguaje. Solo la palabra puede salvarnos de la contingencia.

Las élites culturales de Brasil vivieron deslumbradas la eclosión de una obra diferente. Hoy, nadie duda de que la narrativa de Clarice Lispector constituye uno de los testimonios más profundos de nuestro tiempo, un intento, quizá sin esperanza, de expresar las contradicciones, los riquísimos matices, el misterio profundo del alma femenina.

Clarice Lispector era tan minuciosa y obsesiva en la plasmación de estados cambiantes de un alma de mujer como en la meditación sobre las raíces de la escritura. Declaraba querer escribir una historia sin fin, que no acabara nunca, algo semejante a la elaboración inconsciente de Joyce. Incluso el título, Cerca del corazón salvaje, procede del genial irlandés. Pero hay en Clarice también una obsesión por la claridad, por la comunicación, a sabiendas de que le resultará imposible, porque jamás se pueden expresar las vivencias mediante conceptos.

Cerca del corazón salvaje es el intento de construir la biografía de Joana, no el personaje central, sino uno de ellos, desde la infancia a la madurez, buscando la verdad interior, estudiando la complejidad de las relaciones humanas, intentando olvidar la muerte, la muerte del padre, que Joana no aceptará jamás. Clarice se mueve en una atmósfera vocabular dominada por el ansia de la precisión sintáctica, aunque las palabras se muevan en un halo semántico variable, de imprecisión matizadísima. Solo las palabras pueden expresar el silencio, las palabras o los sonidos ordenados en música según una precisa ordenación sintáctica. El silencio es el centro de su obra. Y también, la meditación y la experimentación sobre los límites de la palabra.

Nadie duda hoy de que la obra de Clarice Lispector es, en nuestro tiempo, una de las experiencias más profundas para expresar temas que nos desbordan: el silencio y el ansia de comunicación, la soledad en un mundo en el que la comunicación ficticia nos abisma en el desamparo, la situación de la mujer en un mundo creado por los hombres. Cerca del corazón salvaje es ya, en este sentido, un clásico, y su importancia no hará más que destacarse con el tiempo.

 

Basilio Losada

CERCA DEL CORAZÓN SALVAJE

 

Estaba solo. Abandonado, feliz, cerca del salvaje corazón de la vida.

 

JAMES JOYCE, Retrato del artista adolescente

Primera parte

El padre...

La máquina de papá hacía tac-tac... tac-tac-tac... El reloj sonó con un tintineo callado. El silencio se arrastraba zzzzzz. El guardarropa decía ¿qué? ropa-ropa-ropa. No, no. Entre el reloj, la máquina y el silencio había un oído a la escucha, una oreja grande, color de rosa, muerta. Los tres sonidos estaban ligados por la luz del día y por el crujir de las hojas de los árboles que rozaban unas contra otras radiantes.

Apoyando la cabeza en la vidriera brillante y fría miraba hacia el patio del vecino, hacia el gran mundo de las gallinas que-no-sabían-que-iban-a-morir. Y podía sentir, como si estuviera muy cerca de su nariz, la tierra caliente, prieta, perfumada y seca, donde muy bien sabía, muy bien sabía que una u otra lombriz de tierra se estaba desperezando antes de ser comida por la gallina que las personas se iban a comer.

Hubo un momento grande, parado, sin nada dentro. Dilató los ojos, esperó. No pasó nada. Blanco. Pero de repente, con un estremecimiento le dieron cuerda al día y todo empezó de nuevo a funcionar, el tecleteo de la máquina, el puro de papá humeando, el silencio, las hojitas, los pollos pelados, la luz, las cosas reviviendo llenas de prisa como una tetera a punto de hervir. Solo faltaba el tintineo del reloj, que adornaba tanto. Cerró los ojos, fingió escucharlo y al son de aquella música inexistente y ritmada se alzó sobre la punta de los pies. Dio tres pasos de danza muy leves, alados.

Entonces súbitamente miró todo con disgusto, como si hubiera comido demasiado de aquella mescolanza. «¡Huy!, ¡huy!, ¡huy!...», gimió bajito cansada y después pensó: ¿qué va a ocurrir ahora ahora ahora? Y siempre, en la gotita de tiempo siguiente nada pasaba si ella continuaba esperando lo que iba a pasar, ¿comprenden? Apartó aquel difícil pensamiento distrayéndose con un movimiento de su pie descalzo en el suelo de madera polvoriento. Restregó el pie mirando de soslayo hacia su padre, esperando su mirada impaciente y nerviosa. Pero nada vino, sin embargo. Nada. Resulta difícil aspirar a las personas como el aspirador de polvo.

—Papá, he inventado una poesía.

—¿Cómo se llama?

—El sol y yo. —Y sin esperar mucho recitó—: «Las gallinas que están en el corral ya se han comido dos lombrices pero yo no lo he visto».

—¿Ah, sí? ¿Qué es lo que tú y el sol tenéis que ver con la poesía?

Lo miró un momento. Él no había comprendido...

—El sol está encima de las lombrices, papá, y yo hice la poesía y no vi las lombrices... —Pausa—. Puedo inventar otra ahora mismo: «Oh, sol, ven a jugar conmigo». Y otra más larga:

 

Vi una nube pequeña

pero la pobre lombriz

creo que no la vio.

 

—Son muy bonitas, pequeña, muy bonitas. ¿Cómo consigues hacer unas poesías tan bonitas?

—No es nada difícil, solo hay que ir diciéndolas.

Cuando vestía a la muñeca o la desnudaba se la imaginaba yendo a una fiesta donde lucía entre todas las otras hijas. Un coche azul arrollaba a Arlete, la mataba. Después llegaba el hada y su hija revivía. Su hija, el hada, y el coche azul no eran sino Juana, de lo contrario habría sido un aburrimiento. Siempre se las arreglaba para colocarse exactamente en el papel principal cuando los acontecimientos iluminaban a una u otra figura. Actuaba seria, callada, con los brazos rígidos a lo largo del cuerpo. No necesitaba acercarse a Arlete para jugar con ella. Poseía las cosas incluso desde lejos.

Empezó a divertirse con los papelotes. Los miraba un momento y cada papel era un alumno. Juana era la profesora. Uno de ellos era bueno y el otro era malo. Sí, sí, ¿y qué más? ¿Y ahora qué? Nunca ocurría nada si ella... bueno.

Una vez inventó un hombrecillo del tamaño del dedo índice, con pantalones largos y corbata de pajarita. Lo llevaba en la mochila de ir al colegio. El hombrecillo era una perla, una perla de corbata, tenía la voz gruesa y decía desde dentro de la mochila: «Su Majestad doña Juana, ¿podéis escucharme un minuto, podéis interrumpir vuestro continuo trabajo solo por un minuto?». E inmediatamente decía: «Soy vuestro siervo, princesa. Mandad y yo obedeceré».

—¿Papá, qué puedo hacer?

—Vete a estudiar.

—Ya he estudiado.

—Vete a jugar.

—Ya he jugado.

—Entonces cállate y no molestes.

Dio una carrerita y se paró, mirando sin curiosidad las paredes y el techo que rodaban y se desmoronaban. Anduvo de puntillas pisando las tablas oscuras. Cerró los ojos y empezó a andar con las manos extendidas hasta encontrar un mueble. Entre ella y los objetos había siempre alguna cosa, pero cuando cogía aquella cosa con la mano, como si fuera una mosca, y después la miraba —tomando grandes precauciones para que no se escapase—, encontraba solo su propia mano, rosa y decepcionada. ¡Ya lo sé, es el aire, el aire! Pero no servía de nada aquello, nada explicaba. Ese era uno de sus secretos. Nunca se permitiría contarle a nadie, ni siquiera a papá, que no conseguía nunca agarrar «aquella cosa». Lo que de verdad más le interesaba no lo podía contar. Solo decía tonterías cuando hablaba con las personas. Cuando le contaba, por ejemplo, algunos secretos a Rute, luego la odiaba. Lo mejor era callar. Otra cosa: si tenía algún dolor y mientras le dolía miraba las agujas del reloj, veía entonces que los minutos que contaba el reloj iban pasando pero el dolor seguía doliendo. Y si no, incluso cuando no le dolía nada, si se quedaba frente al reloj mirando, lo que ella dejaba de sentir también era mayor que los minutos contados en el reloj. Pero, cuando tenía una alegría o una rabieta, corría hacia el reloj y observaba pasar los segundos en vano.

Fue hacia la ventana, trazó una cruz en el alféizar y escupió hacia fuera en línea recta. Si escupiera otra vez —ahora solo podría hacerlo de noche—, el desastre no tendría lugar y Dios seguiría siendo amigo de ella, tan amigo que... ¿que qué?

—¿Papá, qué puedo hacer?

—Ya te lo he dicho: ¡vete a jugar y déjame en paz!

—Pero si ya he jugado. Te lo juro...

El padre se echó a reír:

—Nunca se acaba de jugar...

—Sí se acaba.

—Pues inventa otro juego.

—No quiero jugar ni estudiar.

—¿Qué quieres hacer entonces?

Juana se quedó meditando:

—Nada de lo que sé...

—¿Quieres volar? —le preguntó papá distraído.

—No —contesta Juana. Pausa—. ¿Qué puedo hacer?

Papá le contestó esta vez:

—¡Date de cabezadas contra la pared!

La niña se aparta y empieza a hacerse una trencita con sus lacios cabellos. Nunca nunca sí sí, canta bajito. Aprendió a trenzarlos hace poco. Se va hacia la mesita donde están los libros, juega con ellos mirándolos de lejos. El ama de casa, el marido y los hijos, el verde es el hombre, el blanco la mujer, el encarnado puede ser tanto chico como chica. «Nunca» ¿es hombre o mujer? ¿Por qué «nunca» no es chico ni chica? ¿Y «sí»? Había muchas cosas completamente imposibles. Se podía quedar pensando en todo aquello tardes enteras. Por ejemplo: ¿quién dijo por primera vez así: nunca?

Papá termina su trabajo se acerca a ella y la encuentra sentada llorando.

—¿Pero qué es eso, pequeña? —La coge en brazos y mira tranquilo aquella carita ardiente y triste—. ¿Qué pasa?

—No tengo nada que hacer.

Nunca nunca sí sí. Todo era como el ruido del tranvía antes de quedarse dormido, hasta que uno siente un poco de miedo y se duerme. La boca de la máquina se había cerrado como una boca de vieja, pero venía aquello oprimiendo su corazón como el ruido del tranvía, solo que ella ahora no se iba a dormir. Era el abrazo del padre. El padre medita un instante. Pero nadie puede hacer nada por los demás. Anda tan suelta la pequeña, tan delgadita y precoz... Respira aceleradamente, mueve la cabeza. Esto es un huevecito, un huevecito vivo. ¿Qué será de Juana?

El día de Juana

Estoy segura de que soy mala, pensaba Juana.

¿Qué sería si no aquella sensación de fuerza contenida, a punto de reventar con violencia, aquel ansia de emplearla a ojos cerrados, entera, con la seguridad irreflexiva de una fiera? ¿No era acaso solo en el mal donde alguien podía respirar sin miedo, aceptando el aire y los pulmones? Ni el placer me daría tanto placer como el mal, pensaba sorprendida. Sentía dentro de sí un animal perfecto, lleno de inconsecuencias, de egoísmo y de vitalidad.

Se acordó de su marido que posiblemente la desconocía en ese aspecto. Intentó recordar la figura de Octavio. Tan pronto como él salía de casa, ella se transformaba, se concentraba en sí misma y, como si solo hubiese sido interrumpida por él, continuaba lentamente viviendo al filo de su infancia, le olvidaba y se movía por los aposentos profundamente sola. De aquel barrio quieto, de casas aisladas, no llegaban ruidos. Y, libre, ni ella misma sabía qué pensaba.

Sí, sentía dentro de sí un animal perfecto. Le repugnaba la idea de dejar suelto aquel animal algún día. Por miedo tal vez a la falta de estética. O por temor de alguna revelación... No, no —se repetía a sí misma—, es preciso no tener miedo de crear. En el fondo posiblemente el animal le repugnaba porque todavía había en ella el deseo de agradar y de ser amada por alguien poderoso como la tía muerta. Para después sin embargo pisotearla, repudiarla sin contemplaciones. Porque la mejor frase, e incluso la primera, era: la bondad me da ganas de vomitar. La bondad era tibia y sin consistencia, olía a carne cruda guardada mucho tiempo. Sin que llegara a pudrirse enteramente pese a todo. De vez en cuando la refrescaban, le echaban un poco de condimento, el suficiente para conservarla como un pedazo de carne tibia y quieta.

Un día, antes de casarse, cuando aún vivía su tía, había visto a un hombre comiendo con glotonería. Había visto aquellos ojos desencajados, brillantes y estúpidos, mientras intentaba no perder ni el menor sabor del alimento. Y la mano, las manos. Una de ellas sujetando el tenedor clavado en un pedazo de carne sanguinolenta —no silenciosa y quieta, sino vivísima, irónica, inmoral—, mientras la otra se crispaba sobre el mantel, arañándolo nerviosamente, ya con el ansia de comer un nuevo bocado. Debajo de la mesa las piernas marcaban el compás de una música inaudible, la música del diablo, de la pura e incontenida violencia. La ferocidad, la riqueza de su color... Rojiza en los labios y en la base de la nariz, pálida y azulada bajo los ojos menudos. Juana se había estremecido horrorizada delante de su pobre café. Pero después no sabía si fue de repugnancia o de fascinación y voluptuosidad. Seguro que de ambas cosas. Sabía que el hombre era una fuerza. No se sentía capaz de comer como él, era sobria por naturaleza, pero aquella demostración la perturbaba. También la emocionaba leer las terribles historias de los dramas donde la maldad era fría e intensa como un baño de hielo. Era como si hubiera visto beber agua a alguien y de pronto hubiera descubierto que ella tenía sed, una sed vieja y profunda. Tal vez fuera solo falta de vida: estaba viviendo menos de lo que podía y su sed tal vez pedía inundaciones. O tal vez solo unos sorbos... Es una lección, es una lección diría la tía: nunca hay que adelantarse, nunca hay que robar antes de saber si lo que quieres robar existe en alguna parte honestamente reservado para ti. ¿O no? Robar hace todas las cosas más valiosas. El gusto del mal, masticar rojo, engullir fuego empalagoso.

No debo acusarme. Tengo que buscar la base del egoísmo: todo lo que no soy no me puede interesar, es imposible ser algo que no se es —sin embargo yo me excedo a mí misma incluso sin el delirio, soy más de lo que suelo ser normalmente—; tengo un cuerpo y todo lo que haga es continuación de mi principio; si la civilización de los mayas no me interesa, es porque nada tengo dentro de mí que se pueda relacionar con sus bajorrelieves; acepto todo lo que viene de mí porque no tengo conocimiento de las causas y es posible que esté hollando lo más vital sin saberlo; y esa es mi mayor humildad, adivinaba.

Lo peor era que podía suprimir todo lo que pensaba. Sus pensamientos eran, una vez concebidos, estatuas de un jardín por donde ella pasaba mirando y siguiendo su camino.

Estaba alegre aquel día, y bonita también. Un poco febril también. ¿Por qué ese romanticismo un poco febril? Pero la verdad es que tengo fiebre: ojos brillantes, esa fuerza y esa debilidad, latidos desordenados del corazón. Cuando la brisa leve, la brisa de verano, golpeaba en su cuerpo, todo él se estremecía de frío y calor. Entonces pensaba a borbotones, sin poder parar de inventar. Es porque soy muy joven aún y siempre que me tocan o no me tocan, siento —reflexionaba—. Pensar ahora, por ejemplo, en arroyos rubios. Exactamente porque no existen arroyos rubios, ¿comprendes?, así se huye. Sí, pero los dorados por el sol son rubios en cierto modo... Es decir que no lo imaginé realmente. Siempre el mismo fallo: ni el mal ni la imaginación. En principio, en el centro final, la sensación simple y sin adjetivos, tan ciega como una piedra rodando. En la imaginación, pues solo ella tiene la fuerza del mal, solo la visión engrandecida y transformada: bajo ella la verdad impasible. Se miente y se cae en la verdad. Incluso en la libertad, cuando alegremente escogía nuevos caminos, los reconocía después. Ser libre era proseguir, he aquí de nuevo el camino trazado. Ella solo vería lo que ya poseía dentro de sí. Perdido, pues, el gusto de imaginar. ¿Y el día en que lloré? —había cierto deseo de mentir también—, estaba estudiando matemáticas y súbitamente sentí la imposibilidad tremenda y fría del milagro. Miro por esa ventana y la única verdad, la verdad que no podría decirle a aquel hombre, abordándolo, sin que él huyera de mí, la única verdad es que vivo. Sinceramente, vivo. ¿Quién soy? Bien, eso ya está de más. Me acuerdo de un estudio cromático de Bach y pierdo la inteligencia. Es frío y puro como el hielo, pero se puede dormir sobre él. Pierdo la consciencia pero no importa, encuentro mi mayor serenidad en la alucinación. Es curioso cómo no sé decir quién soy. Es decir, lo sé muy bien, pero no lo puedo decir. Sobre todo tengo miedo de decirlo, porque en el momento en que intento hablar, no solo no expreso lo que siento, sino que lo que siento se transforma lentamente en lo que digo. O al menos lo que me hace actuar no es lo que siento, sino lo que digo. Siento quien soy y esta impresión está alojada en la parte superior del cerebro, en los labios —en la lengua principalmente—, en la superficie de los brazos y también penetrando dentro, muy dentro de mi cuerpo, pero dónde, dónde exactamente, no lo sé decir. El gusto es ceniciento, un poco enrojecido, en los pedazos viejos un poco azulado, y se mueve como la gelatina, perezosamente. A veces se vuelve agudo y me hiere, golpea contra mí. Muy bien, ahora pienso en el cielo azul, por ejemplo. Pero ¿de dónde viene esa certeza de que estoy viviendo? No, no va bien. Nadie se hace esas preguntas y yo... Pero es que basta con silenciar para vislumbrar, debajo de todas las realidades, la única irreductible, la de la existencia. Y bajo todas las dudas —el estudio cromático—, sé que todo es perfecto, porque siguió de escala en escala el camino fatal en relación consigo mismo. Nada escapa a la perfección de las cosas, esa es la historia de todo. Pero eso no explica por qué yo me emociono cuando Octavio tose y se pone la mano en el pecho, así. O cuando fuma y la ceniza le mancha el bigote sin que él lo note. Entonces siento piedad. La piedad es mi forma de amor. De odio y de comunicación. Es lo que me sustenta contra el mundo, así como hay quien vive para el deseo y quien para el miedo. Piedad por las cosas que ocurren sin que yo lo sepa. Pero estoy cansada a pesar de mi alegría de hoy, alegría que no se sabe de dónde viene, como la de una mañana de verano. ¡Ahora estoy terriblemente cansada! Vamos a llorar juntos, bajito. Por haber sufrido y continuar haciéndolo tan dulcemente. El dolor cansado en una lágrima, simplificado. Pero ahora ya es deseo de poesía, lo confieso, Dios. Durmamos con las manos enlazadas. El mundo rueda y en alguna parte hay cosas que no conozco. Durmamos sobre Dios y el misterio, nave quieta y frágil flotando sobre el mar, he aquí el sueño.

¿Por qué ella estaba tan ardiente y leve como el aire que viene del horno cuando se abre?

El día había sido igual a los otros, y tal vez de ahí procediera el cúmulo de vida. Se había despertado plena de la luz del día, invadida. Hasta en la cama pensaba en arena, mar, en beber agua del mar en casa de la tía muerta, en sentir, sobre todo en sentir. Esperó algunos segundos en la cama y como nada ocurrió vivió un día común. Todavía no se había liberado del deseo-poder-milagro de cuando era pequeña. La fórmula se realizaba tantas veces: sentir la cosa sin poseerla. Solo era preciso que todo ayudase, la dejase leve y pura, en ayunas para recibir la imaginación. Difícil como volar, y, sin apoyo en los pies, recibir en los brazos algo extraordinariamente precioso, un niño por ejemplo. A veces, en un momento del juego, perdía la sensación de que estaba mintiendo —y tenía miedo de no estar presente en todos sus pensamientos—. Quiso el mar y sintió las sábanas de la cama. El día prosiguió su marcha y la dejó atrás, sola.

Se había quedado silenciosa, todavía acostada, casi sin pensar, como solía sucederle a veces. Observaba distraídamente la casa llena de sol a aquella hora, y las cristaleras altivas y brillantes como si ellas mismas fueran la luz. Octavio había salido. No había nadie en casa. Y hasta tal punto no había nadie dentro de sí misma que podía tener los pensamientos más desligados de la realidad, si quisiera. Si yo me viera en la tierra, allá desde las estrellas, tendría solo la sensación de mí misma. No era de noche, no había estrellas, imposible observarse a tal distancia. Distraída, se acordó entonces de alguien —grandes dientes separados, ojos sin pestañas— diciendo muy seguro de su originalidad, pero sincero: tremendamente nocturna es mi vida. Después de hablar, ese alguien se quedaba parado, quieto como un buey en la noche; de cuando en cuando movía la cabeza en un gesto sin lógica ni finalidad, para después volver a concentrarse en la estupidez. Llenaba de asombro todo el mundo. Ah, sí, aquel hombre venía de su infancia y junto a su recuerdo había un ramo húmedo de grandes violetas, trémulas de lozanía... En este instante, más despierta ya, Juana, si quisiera, con un poco más de abandono podría revivir toda su infancia... Su corto tiempo de vida junto al padre, la mudanza a casa de la tía, el profesor enseñándole a vivir, la pubertad creciendo misteriosa, el internado..., la boda con Octavio... Pero todo aquello era mucho más corto, una simple mirada sorprendida agotaría todos aquellos hechos.

Era un poco de fiebre, sí. Si existía el pecado, ella había pecado. Toda su vida había sido un error, era trivial. ¿Dónde estaba la mujer de la voz? ¿Dónde estaban las mujeres solo hembras? ¿Y la continuación de lo que ella había iniciado de niña? Era un poco de fiebre. Resultado de aquellos días en que vagaba de un lado a otro repudiando y amando mil veces las mismas cosas. De aquellas noches, vividas, oscuras y silenciosas, mientras las pequeñas estrellas brillaban en lo alto. La joven tendida sobre la cama, ojo vigilante en la penumbra. La cama blanquecina nadando en la oscuridad. El cansancio arrastrándose por su cuerpo, la lucidez huyendo del pulpo. Sueños desgarrados, inicios de visiones. Octavio viviendo en el otro cuarto. Y de repente todo el cansancio de la espera concentrándose en un movimiento nervioso y rápido del cuerpo, el grito mudo. Frío después, y sueño.

... Un día...

Un día el amigo del padre llegó de lejos, y lo abrazó. A la hora de la cena, Juana vio estupefacta y apenada una gallina desnuda y amarilla sobre la mesa. Su padre y aquel hombre bebían vino y el hombre decía de vez en cuando:

—No puedo llegar a creer que tengas una hija...

El padre se volvía riendo hacia Juana y decía:

—La compré en la esquina...

El padre estaba alegre pero miraba serio mientras hacía bolitas de miga de pan. A veces bebía un largo trago de vino. El hombre se volvía hacia Juana y decía:

—¿Sabes que el cerdito hace ron-ron-ron?

Y el padre decía:

—Lo haces muy bien, Alfredo...

Su nombre era Alfredo.

—No ves, continuaba diciendo el padre, que la pequeña ya no está en edad de andar jugando a lo que hace el cerdo...

Todos reían, y Juana también. Papá le ponía otra ala de gallina y la niña se la comía sin pan.

—¿Qué sensación produce tener una chiquilla? —mascullaba el hombre.

El padre se secaba la boca con la servilleta, inclinaba la cabeza hacia un lado y decía sonriendo:

—A veces la de tener un huevo caliente en la mano. Otras veces ninguna: pérdida total de la memoria... Alguna que otra vez la de tener una cría mía, verdaderamente mía.

—«Cría, cría, mía...» —cantaba el hombre mirando a Juana—. ¿Qué vas a ser cuando crezcas y seas toda una mujer?

—No tiene la menor idea, amigo mío —decía el padre—, pero si ella no se enfada ya te contaré yo sus proyectos. Me dice que cuando crezca va a ser héroe...