El hijo de la panadera
ÍNES QUINTERO
@inesquinterom

Prólogo a la segunda edición

Al comenzar el año 2005, Simón Alberto Consalvi me propuso que escribiese la biografía de Francisco de Miranda. Ese mismo año se había iniciado la publicación de la Biblioteca Biográfica de Venezuela, hazaña promovida y dirigida por el mismo Consalvi, en una alianza editorial entre El Nacional y el Banco del Caribe, cuyo propósito era ofrecer a los lectores dos biografías de venezolanos todos los meses, hasta alcanzar el número de 100. La idea era que, dentro de ese ambicioso proyecto, me ocupara de hacer el libro dedicado a Miranda.

En principio, me pareció una temeridad. Escribir una biografía de Miranda representaba un esfuerzo monumental. La dimensión del personaje, la cantidad de biografías ya escritas, el inmenso volumen de información podía resultar inabarcable: solamente su archivo constituye una fuente inagotable de posibilidades. Estaba, sencillamente, aterrada con la sola idea de enfrentar una tarea de esta magnitud y, además, con una fecha inamovible de entrega: el libro tendría que estar impreso y en circulación durante el mes de marzo del 2006, cuando se cumplía el bicentenario de la expedición libertadora de Miranda a las costas de Venezuela.

Naturalmente, mi primer impulso fue negarme a la solicitud de Consalvi; pero fue inútil. Su poder de persuasión no permitía negativas; él estaba seguro de que yo podría acometer este compromiso, insistió en que se trataba de ponerle un poco de empeño; era cuestión de sentarse a trabajar, a leer, a pensar, a escribir y listo. En un año tendríamos el libro en la calle; además, «... no hay otra persona que pueda hacerlo, doctora», fueron sus palabras. No hubo excusa, pretexto o argumento que tuviese el peso suficiente para escurrir el bulto. De manera que mientras entregaba y defendía mi tesis doctoral en la Universidad Central de Venezuela y tenía la dicha de ingresar a la Academia Nacional de la Historia, me dediqué por entero a la investigación sobre Francisco de Miranda.

Fue una proeza. La lectura de las más representativas biografías de Miranda, que no son pocas; la revisión de los documentos del archivo; la identificación de los aspectos que no podían estar ausentes; la comprensión del personaje, de sus contradicciones, ambiciones, expectativas, emociones; sus pareceres y consideraciones sobre su entorno; la enorme complejidad de los procesos en los cuales tuvo oportunidad de participar; su mirada sobre la experiencia de la revolución de los Estados Unidos; su presencia y actuación en la Revolución francesa; su obsesivo empeño por alcanzar la independencia de Hispanoamérica; sus cartas, sus proclamas, sus proyectos... todo ello fue despertando en mí una inmensa curiosidad, una inagotable avidez de seguir indagando, de conseguir las claves que me permitiesen construir un relato que fuese convincente, cercano y, sobre todo, que me permitiese dar cuenta de los vínculos y complejísimas relaciones existentes entre un personaje como Miranda y el cambiante y exigente contexto histórico en el cual le tocó vivir.

Debo reconocer, como se lo manifesté a Consalvi cuando le entregué el libro, que si no hubiese sido por su confianza y su enorme poder de convencimiento no me habría enfrascado en una investigación tan exigente y, al mismo tiempo, tan satisfactoria y gratificante.

Concluido el esfuerzo y cumplido el compromiso, el libro se presentó en la Academia Nacional de la Historia el 30 de marzo, en el marco de un ciclo de conferencias referido a las fallidas expediciones mirandinas de 1806; también se presentó en Coro, con la participación de mi amiga y colega Elina Lovera, y el propio Consalvi.

Desde entonces, no se me ocurrió que podía reeditar el libro. Sin embargo, en tiempos más recientes, producto de las recurrentes conversaciones sostenidas con mi esposo, Rogelio Altez, sobre la vida y vicisitudes de Miranda, especialmente sobre su regreso a Venezuela y el fatal desenlace que representó para su vida el fin de la Primera República, su entrega, prisión y posterior fallecimiento en La Carraca, consideramos la posibilidad de escribir un libro, a cuatro manos, sobre estos hechos. No se concretó, pero Miranda se mantuvo presente en nuestras rutinas, diálogos y viajes. Así que, poco a poco, resultado de este intercambio, de compartir pareceres, diferencias y lecturas, fui aproximándome a la idea de volver sobre lo escrito, de acercarme otra vez a la biografía de Miranda para hacer una edición más amplia que me permitiese profundizar algunos aspectos que no pude desarrollar en la versión original. Me animaba la idea de hacer nuevas indagaciones, realizar otras pesquisas, conseguir alguna novedad. Y, sobre todo, quería disfrutar nuevamente la revisión del fascinante y abrumador archivo de Miranda con la ilusión de hacer una lectura más sosegada, más tranquila, que fuese más allá de la política, de sus proyectos, ideas, ambiciones, documentos y proclamas; con la mirada y la atención puestas también en los detalles de su vida cotidiana, pendiente de sus placeres, sus gustos, sentimientos, afectos, dolencias y caprichos; buscando un contacto más personal, más humano, más cercano, como si lo tuviese enfrente.

Releí con deleite el minucioso y detallado diario de Miranda en su largo periplo por los lugares más recónditos del planeta, los recorridos realizados, sus viajes a caballo, en carretas, barcos, carruajes, por montañas, lagos, mares, ríos, valles, a temperaturas extremas, bajo la lluvia, de día y de noche; los contactos personales con gente tan diversa, su manera de relacionarse con mujeres, sirvientes, condes, científicos, reyes, príncipes, artistas, creadores, músicos, su estadía en la corte de Catalina; las persecuciones de que fue objeto; revisé sus cartas, sus peticiones, reclamos, alegatos, inventos, excesos, sus relaciones afectivas, sus contactos galantes, su pasión por la política, su capacidad infinita para convencer a sus interlocutores, su insólita habilidad para conseguir que le prestaran dinero; su insaciable entusiasmo por los libros y la lectura; sus desengaños, sus manías, sus desplantes. La impresión que tengo de Miranda luego de este nuevo acercamiento es que fue, sin la menor duda, un sujeto de una personalidad avasallante, de una vehemencia incontenible, histriónico, de trato complicado, soberbio, pedante, simpático, locuaz, terco, caprichoso e intransigente, de muy buen ver, elegante, cuidado de sí mismo, pendiente de su ropa y apariencia: un seductor. Una de estas personas que resulta muy grato conocer, aunque sea desde tan lejos.

En esta edición tuve oportunidad de trabajar con mayor dedicación su participación en la Revolución francesa; igualmente desarrollé con más detalle aspectos de su vida íntima y privada; también me detuve con más interés en el debate y controversias que ha suscitado y sigue suscitando el espinoso episodio de la entrega de Miranda por Bolívar, en 1812. Pude revisar documentos que no había visto con anterioridad, como fueron las cartas que le escribieron varias mujeres durante los meses de su última campaña militar en Venezuela. Esto fue posible gracias a la información que me suministró la historiadora canadiense Karine Racine, autora del libro Francisco de Miranda. A transatlantic life in the age of Revolution, quien las localizó en el National Maritime Museum de Inglaterra ubicado en Greenwich, una total novedad. Viví la extraordinaria experiencia de visitar el cuartico donde pasó Miranda sus últimos años en La Carraca, en la isla de San Fernando, muy cerca de Cádiz. La historiadora y amiga Marieta Cantos, profesora de la Universidad de Cádiz, hizo las gestiones para que pudiésemos visitar el Arsenal de La Carraca, que en la actualidad es un astillero de la Armada española. Allí fuimos recibidos Rogelio y yo por el capitán Antonio Arroyo Carrillo, encantado de hacernos un completo paseo por las instalaciones del arsenal, incluida la celda donde fue encerrado Miranda hasta su muerte.

Así como estos, hay muchos otros detalles que formaron parte de esta experiencia y que nutrieron y enriquecieron la escritura de esta edición ampliada. Nunca deja uno de sorprenderse cuando está investigando. Y así fue este nuevo recorrido por la vida de Miranda que está recogido en estas páginas.

Durante este reencuentro con Miranda conté con el apoyo y colaboración de numerosos y solidarios aliados. Antonieta de Rogatis, conocedora del archivo, estuvo siempre atenta a ofrecerme su ayuda; igual María Angélica Goncalves cuando necesité su auxilio en la localización y revisión de los tomos de Colombeia. Como en otras oportunidades, conté con la eficiente asistencia de Ester Correa en la biblioteca de la Academia Nacional de la Historia y por supuesto con el soporte de la muy querida Celina Salas, siempre pendiente a la hora de resolver los requerimientos y solicitudes que se fueron presentando en el camino. Miriam Pierral, investigadora del departamento de investigaciones de la Academia, estuvo en la mejor disposición de apoyarme en la transcripción de documentos que resultaban de difícil lectura, y Johana Vergara me tendió la mano cuando me atasqué con algunas traducciones del inglés.

Las gratas conversas con Edgardo Mondolfi, amplio conocedor de la vida y obra de Miranda, fueron especialmente orientadoras a la hora de afinar y precisar detalles sobre la diplomacia británica, los proyectos de Miranda y el estallido de la insurgencia. También fue especialmente gentil cuando necesité su auxilio en la traducción de alguna carta o documento.

Resultó de gran ayuda en la revisión del texto original una larga lista de recomendaciones y sugerencias que me hizo en el 2006 Gloria Henríquez, autora del libro Historia de un archivo, quien trabajó largos años en la edición de los 20 tomos de Colombeia junto a Josefina Rodríguez de Alonso. Desde entonces la guardé, por si acaso algún día reeditaba este libro. Fue, pues, muy oportuno contar con sus acuciosos y generosos comentarios.

Con mis amigos, alumnos, tesistas, asistentes, familiares, colegas y con mis dos hijos, Luis y Alejandro, he conversado incansablemente sobre Miranda. Todos han sido siempre muy corteses, amables y generosos al escucharme. Sus preguntas, sus sugerencias, sus inquietudes, la curiosidad manifestada por distintos temas fueron de gran utilidad mientras pensaba y escribía estas páginas, así que les agradezco un montón el interés y la paciencia.

Y, por supuesto, Rogelio, el más entusiasta y cercano aliado, compañero y cómplice en este trayecto mirandino. Sus juicios, acotaciones, precisiones me hicieron pensar, reflexionar, volver sobre lo escrito, revisar nuevas fuentes y sobre todo disfrutar plenamente el placer de saberlo cercano mientras escribía cada una de estas páginas. Gracias, mi sol. Una vez más.

La muy poco conocida imagen de Miranda que acompaña esta edición fue cedida por el Museo Nacional de Colombia y forma parte de su colección de miniaturas. Agradezco muy especialmente el gesto y el apoyo brindado.

Desde que me dispuse a revisar la biografía de Miranda, los amigos de la Editorial Alfa fueron absolutamente receptivos. Así que de nuevo he contado con el respaldo absoluto de Ulises Milla y de todo ese extraordinario equipo que garantiza la calidad de la edición para que llegue impecable y primorosa a los lectores, como tiene que ser. Muchas gracias a todos por su dedicación y profesionalismo.

El hijo de la panadera

El 25 de enero de 1771, Francisco de Miranda abandona Venezuela y se embarca en la fragata Prince Frederick de bandera sueca con destino a España. Dos meses más tarde, el 28 de marzo, cumplirá 21 años.

No parece una coincidencia que la decisión de Miranda de marcharse a Europa ocurriera poco tiempo después del incómodo y escandaloso incidente promovido por los criollos principales de la capital contra Sebastián Miranda, su padre, en abril de 1769. Una narración de lo acontecido fue hecha por Ángel Grisanti en 1950 en su libro El proceso contra don Sebastián Miranda, padre del precursor de la Independencia continental; también en mi libro El último marqués, publicado por la Fundación Bigott y en mi tesis doctoral El marquesado del Toro 1732-1851. (Nobleza y sociedad en la provincia de Venezuela), se hace extensa alusión a este episodio. Los hechos ocurrieron de la siguiente manera:

El 16 de abril de aquel año, el gobernador y capitán general José Solano y Bote había convocado a una ceremonia a fin de instalar las compañías de milicias de la ciudad, organizar sus respectivos batallones y designar a sus oficiales.

Al día siguiente en casa de Juan Nicolás Ponte, nombrado comandante del batallón de blancos en la ceremonia del día 16, se reunieron la mayoría de los oficiales que habían recibido nombramientos aquel día y acordaron dirigir un memorial al capitán general para expresarle que, si bien no tenían la intención de excusarse de cumplir con el real servicio, no estaban dispuestos a aceptar los empleos otorgados si no se excluía a Sebastián Miranda como oficial del batallón de blancos. La negativa obedecía a que todos ellos pertenecían a las primeras esferas de la ciudad y eran descendientes de sus más ilustres pobladores; en consecuencia, no podían alternar con un individuo de inferior calidad, que notoriamente ejercía el oficio de mercader y que, como tal, estaba casado con una panadera. Desatenderían las circunstancias y méritos de sujetos de su clase y constituiría un agravio evidente a la calidad de sus familias si convenían en admitir a un sujeto de baja condición, y de quien se decía era mulato, para que compartiese junto a ellos la distinción de oficial en el batallón de blancos de la ciudad. La representación estaba firmada por Juan Nicolás de Ponte y Mijares, Francisco Felipe Mijares de Solórzano, marqués de Mijares; Martín Tovar y Blanco, Francisco Palacios y Sojo, José Galindo y Gabriel Bolívar y Arias, todos ellos connotados mantuanos caraqueños.

Ese mismo día, el cabildo de la ciudad, integrado en su mayoría por los blancos criollos, dirige una comunicación al capitán general para exponerle sus reservas respecto a los nombramientos del día anterior, los cuales habían recaído en forasteros y en personas de escasa notoriedad. Solicitaba muy respetuosamente su anulación y que se delegasen en el cabildo las propuestas y nombramientos referidos.

Al día siguiente, todos los agraviados a título individual dirigen misivas al capitán general para exponer sus reparos y manifestarle que no admitirían sus empleos si no se excluía a Sebastián Miranda del citado batallón. Las cartas van firmadas por Sebastián Rodríguez del Toro, marqués del Toro, Antonio Blanco y Herrera, José Antonio Bolívar y los mismos individuos que habían firmado la carta colectiva promovida por Juan Nicolás Ponte y Mijares.

Todos reiteraban el mismo argumento: no estaban dispuestos a alternar en el batallón de blancos con un hombre tan bajo, que tenía tienda abierta de mercader, que estaba casado con una mujer de baja esfera, sin ninguna estimación y que, además, ejercía el oficio de panadera. Lo que les molestaba de manera más visible era que pudiese valer lo mismo ser un plebeyo isleño de Canarias, cajonero y mercader, hijo de un barquero, que ser caballero, noble, cruzado y aun titulado como lo eran, en su mayoría, los agraviados.

El capitán general intentó disuadir a los mantuanos invitándolos a su casa, pero fue inútil. Martín Tovar y Juan Nicolás Ponte, en presencia de los concurrentes, denigraron de la calidad de Miranda. Miranda, por su parte, abrió causa contra Ponte y Tovar por injurias, promovió una certificación de limpieza de sangre que permitiese demostrar que tanto él como su mujer eran blancos y de notoria calidad y renunció al grado de capitán que le había sido otorgado en el batallón de la discordia. Los mantuanos, por su lado, argumentaron que, aunque fuese blanco, era un hombre ordinario porque baja era su condición y bajas sus conexiones.

El capitán general aceptó la solicitud de retiro de Miranda y le concedió la baja ordenando que se le conservasen las gracias, honras y preeminencias correspondientes a su investidura de capitán. El cabildo insistió en la querella y dirigió al monarca un largo memorial denunciando la afrenta irrogada a la nobleza de la ciudad por parte del gobernador. Alegaba el cabildo que lo ocurrido el 16 de abril había sido una ofensa inadmisible contra la parte más virtuosa y decente de la ciudad.

Ponte y Tovar no se quedaron atrás y abrieron causa contra Miranda exigiendo que ofreciese las pruebas de la culpa que les imputaba. Mientras tanto, Francisco de Ponte y Mijares, alcalde de la ciudad y hermano del querellado, acusó a Miranda por el uso del uniforme y el bastón de oficial del batallón de blancos y ordenó que se presentase al cabildo para justificar el uso de ambas distinciones, amenazándolo con castigar su infracción con un mes de cárcel y, en caso de reincidir, le aumentarían la pena a dos meses, le retirarían el uniforme y el bastón para venderlos por piezas y utilizarían el producto de la venta en la manutención de los presos.

Los españoles se sumaron a la querella para apoyar a Miranda. Con ese fin redactaron una larga representación al monarca explicando lo sucedido, denunciaron el abusivo control del cabildo ejercido por los mantuanos, todos ellos emparentados entre sí, en detrimento de los nacidos en la península, a quienes calificaban de forasteros o pasajeros, negándoles el derecho a optar a los cargos de honor y distinción.

El episodio conmovió a la ciudad; todo el mundo comentaba el incidente y, tal como exponían los españoles en su comunicación al rey, hasta las mujeres habían tomado cartas en el asunto.

En julio, el capitán general elaboró un extenso informe y lo envió a España con todos los documentos e incidencias del caso: las cartas de los mantuanos, las réplicas de Sebastián Miranda, la correspondencia del cabildo y sus propias consideraciones sobre el episodio. Transcurrido más de un año, el rey se pronunció sobre el suceso. La respuesta del monarca no solamente desautorizaba de manera contundente todas las actuaciones del cabildo capitalino incluyendo la persecución a Miranda por el uso del uniforme, sino que le ordenaba abstenerse de tomar resoluciones sobre materias para las cuales no estaba facultado, mandándole que borrasen del libro capitular todo lo concerniente al día 17 de abril de 1769; exigía perpetuo silencio sobre la indagación de la calidad y el origen de Sebastián de Miranda, mandando a privar de sus empleos y condenando a severas penas a cualquier militar o individuo que por escrito o de palabra lo motejara o no lo tratase en los mismos términos que acostumbraba anteriormente. Ordenaba igualmente que se alternasen los cargos de alcalde entre criollos y españoles y que los nacidos en la península no fuesen considerados forasteros.

Esta Real Cédula, de fecha 12 de septiembre de 1770, llegó a Caracas en el mes de noviembre, año y medio después de la discordia, y fue leída en el cabildo en la sesión del día 19. Si bien constituía una severa reprimenda y una desautorización clara a los miembros del cuerpo capitular y por extensión a los blancos criollos, el mandato del rey no alteró la composición del cabildo, el cual siguió controlado por las mismas familias, no afectó el predominio político de los mantuanos en el control del gobierno capitalino y tampoco modificó sus sentimientos y pareceres respecto a Sebastián Miranda. Fueron obedientes y diligentes mandando a tachar hasta hacer ininteligible el acta del día 17 de abril, pero el canario Miranda, aunque estuviese autorizado por el rey a usar el uniforme y el bastón de capitán, seguía siendo un sujeto inferior, de baja esfera, sin honor ni calidad, cajonero, mercader y esposo de una panadera.

La forma de proceder de los mantuanos se correspondía con el sentido y normativas jerárquicas de la sociedad de entonces, regida por fórmulas y principios que establecían un orden desigual entre los individuos que componían la sociedad. En la esfera superior estaba la nobleza criolla, descendiente de los conquistadores quienes, por mandato divino, eran los responsables de proteger y conservar el buen orden de la sociedad; y en la esfera inferior estaba el resto de los mortales, los plebeyos, la gente de baja esfera, sin linaje, honor ni privilegios, como Sebastián Miranda y, por ende, toda su descendencia.

Para Francisco de Miranda la situación resultaba inescapable. Era el primogénito de Sebastián Miranda y de Francisca Rodríguez, hijo de canarios el primero y de portugués y canaria la segunda, una pareja de personas trabajadoras que se habían establecido en Caracas y levantado una familia de seis hijos, un origen muy distinto y distante al de los oponentes de su padre. A los doce años ingresó en la cátedra de latinidad en la Universidad de Caracas, paso indispensable para preparar la tesis y presentar los exámenes que le permitirían obtener la licenciatura. Continuó sus estudios de bachiller en artes, pero solamente por dos años; no terminó el tercero, de manera que no se graduó; tampoco siguió la carrera de las armas para convertirse en oficial al servicio de la Corona.

Cumplidos los 20 años, el porvenir de Francisco de Miranda no ofrecía muchas opciones. En una sociedad fuertemente jerarquizada como la caraqueña del siglo XVIII, en la cual el futuro de las personas estaba determinado por la calidad e hidalguía de sus ascendientes, y cuando todavía estaba fresco el incidente que había enfrentado a su papá con los principales mantuanos de la ciudad, el hijo mayor de los Miranda Rodríguez tenía dos posibilidades: o se conformaba con vivir en un entorno en el cual sería considerado y valorado como el hijo de la panadera, un sujeto ordinario y de baja esfera, o se disponía a labrarse un futuro diferente fuera de su lugar natal.

Francisco de Miranda optó por lo segundo. El 22 de diciembre de 1770, un mes después de conocerse en Caracas el contenido de la Real Cédula que condenaba el proceder de los mantuanos y le daba la razón a su padre, Francisco de Miranda solicita licencia para certificar su legítimo nacimiento, limpieza de sangre y buenas costumbres. Era el primer trámite que le permitiría abandonar la ciudad en la cual había nacido el 28 de marzo de 1750.

El 3 de enero de 1771 le dirige una comunicación al gobernador y capitán general Solano, en la cual le manifiesta su interés de servir a su majestad en los reinos de España. Solicita que se realice el trámite de información de testigos a fin de que respondiesen si les constaba que era hijo legítimo de sus padres, si había sido instruido y aplicado por sus padres en las primeras letras y estudios de artes y si había vivido cristianamente, frecuentando los Sacramentos de Nuestra Santa Madre Iglesia, sin haber dado escándalo ni mala nota de su persona. Además, solicitaba que se le diese testimonio certificado de la información de limpieza de sangre de sus padres en la causa seguida con Juan Nicolás Ponte y Martín Tovar y de la Real Cédula de San Ildefonso de 12 de septiembre de 1770, despachada por su majestad a favor de su padre.

El último trámite lo realiza ante el señor provisor y vicario general de Caracas a fin de que se le expidiese una certificación en la cual constase que era soltero, honrado y de arreglados procedimientos y así obtener la licencia que le permitiera embarcarse a España.

Con el expediente completo que demuestra su legítimo origen, limpieza de sangre, cristiandad, honradez, soltería y la buena estimación en la cual se tenía a su padre, sale en busca de su propio destino. En ese mismo instante comienza a escribir el diario de su nueva vida: «1771. Enero día 25 al 26 de 1771. A las doce del día nos hicimos a la vela en compañía del Paquebot, también sueco».

Al servicio de la Monarquía española

Miranda desembarca en Cádiz el 1.º de marzo de 1771 y allí recibe, por encargo de su padre, la suma de 2 000 pesos. Este dinero lo gasta totalmente en hacerse de un vestuario de primera calidad. Al llegar a la capital del reino, destino final de su viaje, era fundamental dar la mejor impresión, que su apariencia no despertase dudas ni reservas respecto a su origen y condición. Al bajarse del barco compra 5 varas y media de paño de primera color moldoré para hacerse un traje, 2 pares de charreteras con tresillas de oro, 4 varas de paño azul para un cabriolé, botones, medias de seda y de lana, pañuelos de seda y de algodón, dos sombreros negros, un quitasol de seda, una bolsa para el pelo y 4 pares de zapatos. La primera noche duerme en la posada La Nueva España, junto a San Francisco; luego en la casa de las Cuatro Torres, propiedad del señor D’Añino, amigo de su cuñado Francisco Arrieta, quien lo aloja hasta que sale de la ciudad.

Llega a Madrid tres semanas después, conoce los alrededores y se ocupa de tomar clases de francés, de matemáticas y de arte militar. Antes de que termine el año, realiza el trámite de ingreso al Ejército español para lo cual presenta los papeles que ha traído de Venezuela, a los que se suma un «Informe de Hidalguía» de su familia y ascendientes preparado por un cronista de la corte. Admitidas las pruebas adquiere, por la suma de 8 000 pesos, el empleo de capitán en el Batallón del Regimiento de Infantería de la Princesa. Hasta este momento, la manutención y necesidades de Miranda las cubre su padre, mediante el envío de fanegas de cacao a Cádiz, a cuyo cargo se descuentan los gastos del viajero, quien se ocupa de llevar las cuentas de manera minuciosa.

Por sus notas de gastos cotidianos se puede advertir que Miranda vive con bastante holgura. En Madrid se manda a hacer una bata de ratina, compra polvos y pomadas para el pelo, nuevos pares de zapatos, un baúl para guardar la ropa blanca, una flauta, un reloj de plata, un bolsillo de seda fina para las monedas, va al teatro de comedias y a las fiestas de toros, paga 5 pesos al mes por sus clases de francés, aprovecha para comprar algunos regalos a la familia: una caja de pañuelos, varios abanicos y, para su hermana Rosa, una fina y costosa cofia de última moda, exacta a una que había sido llevada desde París para la princesa de Asturias.

Al recibir el nombramiento de capitán, Miranda es destacado a servir entre Andalucía y las posesiones de España en África. Su primera campaña es en Melilla contra las fuerzas del sultán de Marruecos, durante los últimos meses del año de 1774 y hasta marzo de 1775. En esta etapa inicial, Miranda no está conforme con su situación ni con la valoración que se tiene de su desempeño militar. Son numerosas las comunicaciones que dirige a diferentes autoridades de la monarquía para que se le otorgue un ascenso o algún tipo de distinción. Desde Melilla le escribe al conde de O’Reilly, inspector general del Ejército, en junio de 1774, y le expone su interés en que se le seleccione para pasar a América. En su comunicación hace valer ante O’Reilly sus cualidades y educación y su dominio de los idiomas inglés, francés, italiano y latín. Al año siguiente, desde Melilla, el destinatario de su solicitud es don Bernardo O’Connor Phaly, inspector general del Ejército en Málaga. Le pide que lo recomiende para obtener alguna merced del soberano; al poco tiempo le dirige una representación directamente al rey en la que respetuosamente le suplica que considere su nombre para alguna condecoración militar y le conceda su real gracia para una de las órdenes militares. En junio de 1776 le escribe al marqués González de Castejón, ministro de la Marina, para solicitarle que lo pusiese a su servicio y, un mes después, decide dirigir una nueva comunicación, esta vez a don Martín Álvarez, inspector de Milicias. En ella le manifiesta el gran disgusto en que se hallaba y su descontento porque no se tomaban en cuentas sus estudios ni sus solicitudes, a pesar de haber dado muestras de fidelidad y de haberse sacrificado por el rey en el sitio de Melilla. Imploraba al alto funcionario que protegiese «... la honrosa ambición de un individuo que solo desea emplear la vida en servicio y gloria de su patria». Ninguna de sus diligencias tuvo el menor resultado.

Ese mismo año, en agosto, al enterarse de que don Pedro Ceballos dirigiría una expedición con destino a Buenos Aires, le escribe y le suplica que, en su condición de comandante general de la importante comisión, se digne incorporarlo a sus fuerzas franqueándole algún pequeño encargo en el que pudiese «manifestar su amor y celo al Real servicio». Tampoco fue llamado por Ceballos para viajar a Buenos Aires.

Mientras está en el sur de España, a la espera de algún reconocimiento a sus méritos o de algún ascenso o traslado a otro destino, conoce en Cádiz a John Turnbull, comerciante inglés, con quien tendrá una duradera y estrecha amistad. Será él quien apoye económicamente a Miranda en muchos de sus proyectos. En esta misma ciudad se vincula afectivamente con dos jóvenes gaditanas: Pepa Luque y María Teresa.

La relación amorosa que mantiene con la primera no cuenta con la aceptación del padre, un alto oficial del Ejército español; de su correspondencia se desprende que se ven a escondidas, cuando el padre ha ido a los toros, cuando la familia ha salido a la comedia o a la oración; en una ocasión Miranda dejó el reloj olvidado en una silla, y Pepa se apresuró a esconderlo para evitar sospechas, de la misma manera que hacía con las cartas que le enviaba su enamorado. Ella le escribe unas veces en francés y otras en español, lo llama «vida mía», «alma mía», «Miranda de mi corazón», «dueño mío».

La relación con María Teresa se presenta diferente. Sus cartas son más directas, más apasionadas, lo llama «querido dueño mío» y «dueño absoluto de mi corazón». Sabe que tiene una rival, no esconde su malestar y se lo manifiesta por escrito: «voy temiendo verte acompañado de tu querida y mi competidora». Le reprocha sus ausencias, sus disgustos, sus celos sin razón: «ya sabes que no soy tan fácil para querer a otro, pues las pruebas las tienes en la mano». En uno de sus desencuentros le escribe una extensa carta que concluye con este párrafo:

no se si lo entenderás

pues lo turbada y enfa

dada no me deja hacer

más ni acabo de comer

se puede como sabes

como yo quisiera, pero

mi boluntá, ya la bes

Ingrato Dueño

Cuando en julio de 1778 Miranda obtiene licencia del Despacho Universal de Guerra para viajar a Madrid, ambas le expresan el desconsuelo en el que se encuentran ante la perspectiva de no volverlo a ver. Pepa le escribe: «No puedo vivir sin ti, pues estoy como una loca sin hacer más que llorar y hablar de ti».

María Teresa es más enfática al expresarle sus sentimientos frente a la separación: «Adiós hasta mi muerte, que es la que espero cuanto antes, pues sin ti es morir».

Su relación amorosa, galante, afectiva o simplemente sexual con las mujeres es una constante en la vida de Miranda. Numerosas y diversas manifestaciones de ello están presentes en su correspondencia y en su diario. En los diferentes momentos de su existencia, no importa lo complejo y comprometido de las circunstancias, es posible encontrar el rastro o la huella de diferentes mujeres con quienes mantuvo alguna proximidad de mayor o menor intensidad. Así será hasta el fin de sus días.

Concluida temporalmente su estadía en Cádiz, se instala en Madrid. Allí tiene oportunidad de conocer a Juan Manuel Cajigal, nacido en La Habana, y para ese entonces coronel del Regimiento de la Princesa. La amistad, cercanía y empatía entre ambos no tardará en convertirse en sólida alianza. Será Cajigal su principal defensor y protector cuando Miranda se vea perseguido por las más altas instancias de poder de la monarquía, incluyendo la Santa Inquisición.

La licencia otorgada inicialmente por cuatro meses se convierte en traslado a la guarnición de Madrid. En marzo de 1780, transcurridos casi dos años de su llegada a la capital, recibe la orden de incorporarse al Segundo Batallón del Regimiento de la Princesa que se encontraba en Cádiz. Antes de partir, hace el inventario pormenorizado de todos los libros adquiridos hasta ese momento: son cerca de 220 títulos que en total hacen 675 volúmenes por un costo de 1 714 pesos, una suma nada despreciable, tomando en consideración que sus ingresos como capitán del Ejército español no alcanzaban los mil pesos al año. La variedad de títulos y temas expresan la amplitud de intereses que animan a su dueño: hay diccionarios, atlas, libros de matemáticas, gramática, historia, geografía, filosofía, música, poesía, teatro, literatura, arte, todos ellos en diferentes idiomas: francés, inglés, latín, español, italiano.

Los libros, al igual que las mujeres, serán otra constante en su vida. Dondequiera que esté, su interés por los libros lo acompaña y está dispuesto a endeudarse, si es necesario, para hacerse de una completísima biblioteca, independientemente de las circunstancias en las cuales se encuentre y de la posibilidad de cargar con ellos.

Además de los numerosos libros que deja depositados en Madrid, aparecen en el inventario una serie de objetos personales: 11 sillas finas de Holanda, 4 bracitos para cortina, 4 cortinas de listado guarnecidas, 1 velón, 1 cama de bayeta, otra con colgadura de listado inglés, un colchón, una brasera, una papelera, una mesa, un estante de caoba, una silla de montar, un florete, una bomba de cristal y una palangana de peltre. Todo hace pensar que su propósito era conservar sus libros, sus muebles y objetos de uso cotidiano, bien para recuperarlos cuando volviese a Madrid, si ese era el caso, o para mandar a buscarlos si se instalaba en cualquier otro lugar. Queda bastante claro que no escatimaba en gastos y que, obviamente, no vivía de sus ingresos como oficial al servicio de la Corona.

Resueltos sus asuntos en la capital, llega a Cádiz y poco tiempo después zarpa con su batallón en dirección a La Habana. Allí es nombrado capitán del Regimiento de Aragón y edecán de Juan Manuel Cajigal, quien ha sido ascendido a general.

Bajo las órdenes de Cajigal pasa a territorio de La Florida a apoyar las fuerzas españolas que, al mando de Bernardo de Gálvez, han puesto sitio a la ciudad de Pensacola con la finalidad de expulsar al Ejército inglés de aquellos territorios. Los ingleses capitulan frente a Gálvez, Cajigal es ascendido a teniente general y Miranda a teniente coronel. Concluida la campaña regresan a La Habana.

Es este uno de los episodios de la vida de Miranda que ha sido valorado de manera un tanto equívoca. Muchos autores consideran la acción de Miranda en Pensacola como expresiva manifestación de su participación y compromiso con la independencia de los Estados Unidos y, por tanto, como su primera acción en la lucha por la libertad contra la dominación colonial. Síntesis elocuente de esta apreciación está en la introducción elaborada por el historiador José Luis Salcedo Bastardo en la obra América espera de la Biblioteca Ayacucho, en la cual él mismo hace una selección de documentos fundamentales de Miranda. Dice Salcedo:

«En las jornadas de Pensacola tiene Miranda como un deslumbramiento. Todo conducía al despertar que ahí ocurrió. Fue una plural revelación A su genio se hizo presente la diferencia entre el vivir lleno del que lucha y se da por su patria, y el vivir vacío de quien no tiene patria por la cual inmolarse...desde Pensacola no solamente capta él la dimensión y signo del escenario, sino cuál es la meta y cómo alcanzarla: El objetivo es nuestra América, su Independencia y Libertades.»

Esta idealizada interpretación de la actuación militar de Miranda en Pensacola habría que ponderarla a fin de apreciarla en su debido contexto. La presencia del Ejército español en La Florida se inscribe en unas circunstancias donde lo que está en juego son los intereses de las potencias europeas por los territorios de América del Norte. En 1779 España, en alianza con Francia, le declara la guerra a Inglaterra; entre los propósitos estaba la reconquista de Gibraltar, recuperar la isla de Menorca y hacerse con el territorio de La Florida. Ese mismo año, Bernardo de Gálvez, comandante del Ejército expedicionario español, en nombre del rey, reconoce la independencia de las 13 colonias. La campaña, en su momento, despertó posiciones encontradas dentro de la misma monarquía respecto a las consecuencias que podría tener haberse enfrentado al poderío inglés y favorecido la independencia de sus colonias. El tema sigue siendo, aun en el presente, objeto de intensos debates políticos, históricos e historiográficos.

La participación de Miranda en la campaña de Pensacola, por tanto, es necesario interpretarla y valorarla en este particular contexto; estuvo allí como militar bajo las órdenes del Ejército español en combate contra las tropas inglesas, sin que ello represente que su figuración en la citada campaña estuviese inspirada en un designio personal cuya motivación fuese liberar a las colonias inglesas de la opresión colonial. Además, en la relación que hace Miranda del episodio, no hay ningún comentario implícito o explícito respecto al significado de aquella campaña como una contribución a la lucha por la independencia norteamericana, mucho menos como antesala de su futura obsesión por alcanzar la libertad de la América toda.

Lo significativo del hecho, en mi opinión, es que le tocase vivir o estar presente en territorio norteamericano precisamente en el momento en que se estaba librando la guerra de independencia, aun cuando no hubiese tomado partido por la causa de los colonos, más allá de cumplir cabalmente con las órdenes de sus superiores, sujetas, obviamente, a los intereses de la monarquía española.

Cuando concluye el sitio de Pensacola, Miranda viaja a Jamaica por órdenes de Cajigal a realizar un canje de prisioneros con los ingleses. Entre sus instrucciones está adquirir unos buques y conseguir información militar acerca del enemigo.

La misión es un éxito. Miranda trae de regreso un número importante de prisioneros españoles y le deja saber a Cajigal que, como resultado de su visita, había logrado obtener noticias exactas de las escuadras enemigas que existían en la isla, del número de tropas veteranas y de la milicia; además había obtenido planos topográficos y había comprado tres embarcaciones ligeras. El resto de su informe se lo rendiría personalmente. No sabía Miranda que, cuando se encontraba cumpliendo su misión en Jamaica, se había expedido una orden de arresto en su contra.

En noviembre de 1781, José de Gálvez, ministro de Indias, le escribe dos oficios a Cajigal, gobernador y capitán general de La Habana y superior inmediato de Miranda, ordenándole mandar irremisiblemente a este oficial en el primer barco que saliese en dirección a España, sin confiarle pliegos ni encargo alguno del real servicio. La orden era terminante.

No era la primera vez que Miranda era acusado o perseguido por las autoridades militares españolas. En julio de 1777 había sido encarcelado por orden del conde O’Reilly, inspector general del Ejército, por contravenir las ordenanzas militares relativas al uniforme; el año siguiente fue acusado y arrestado por insubordinación y en 1779 nuevamente se había visto involucrado en un embrollo con el coronel Juan Roca, su superior en Madrid. Entre los cargos que le hacía Roca estaban su descuido en el manejo de los intereses de la compañía a su cargo en contravención de sus órdenes; el extravío sin explicación de 23 casacas enviadas a Cádiz; el trato inhumano y castigo indebido a soldados de su compañía desoyendo los mandatos de las Ordenanzas Reales en esta materia. Por todo ello fue sometido a prisión a fin de enmendar su conducta.

De todos estos incidentes, Miranda salió con bien. Sin embargo, en esta nueva ocasión el asunto era mucho más complicado y se complicaría aún más. En la orden de arresto remitida desde Madrid por el ministro de Indias, se le acusaba de haber facilitado la visita del general inglés John Campbell a las instalaciones militares españolas en La Habana (Campbell era el jefe de las tropas inglesas derrotadas en Pensacola). La orden estaba dirigida a Cajigal, quien la recibe en marzo de 1782, cuando ya Miranda estaba de regreso de Jamaica, había concluido satisfactoriamente su misión y Cajigal se encontraba preparando una nueva campaña hacia las islas de las Bahamas.

Cajigal desatiende la orden de arresto que pesa contra su subalterno, entre otras cosas porque, como gobernador en La Habana, tenía pleno conocimiento de que Miranda no estaba presente en la ciudad durante la visita de Campbell, de manera que no había la menor posibilidad de que fuese culpable del delito que se le imputaba. Le hace saber a las autoridades que quien había cometido la falta era Joseph de Montesinos. No había nada más que decir. Desde ese momento y de manera totalmente inquebrantable, Cajigal se constituye en el principal defensor y protector del caraqueño.

Sin embargo, la situación de Miranda no era nada fácil. Sobre él, además de la orden de arresto proveniente directamente del poderoso ministro José Gálvez, estaba la implacable mirada de la Santa Inquisición, la más temible instancia de persecución ideológica del absolutismo católico español. En noviembre de 1778, estando Miranda en la capital del reino, el Santo Oficio de Sevilla envió a la Suprema de Madrid una sumaria de 115 folios declarando a Miranda «reo por delitos de proposiciones heréticas, retención de libros prohibidos y pinturas obscenas». Con anterioridad, su nombre había sido mencionado en la causa abierta por el Santo Oficio contra Manuel Villalta, criollo nacido en Perú. Uno de los testigos declaró que Miranda, en la tertulias promovidas por Villalta, había expresado opiniones contrarias a la Inquisición, afirmando que era «perniciosa a la literatura». Ese mismo mes de noviembre, el Santo Oficio condenó por «herético infame» a Pablo de Olavide, criollo del Perú. Fue sentenciado a ochos años de reclusión en un convento, a llevar traje rústico de color amarillo, a la pérdida y confiscación de sus bienes, y quedó incapacitado para ocupar cargos públicos de por vida y exiliado perpetuamente de Madrid, Lima y Andalucía.

Tres años después del primer sumario, la Inquisición no había cejado en su empeño de aprehender a Miranda. En diciembre de 1781, el tribunal de Sevilla levantó un segundo informe y lo envió a Madrid. Un mes antes, en la misma ciudad, tuvo lugar un auto de fe en el cual una bruja terminó sus días en la hoguera. No era, pues, insulso ni aparente el poder que asistía al Santo Oficio, ni la vehemencia con la cual ejercía sus amplias potestades.

Cuando llega el segundo sumario a Madrid, la decisión de la Suprema es enviar el expediente al Tribunal de Cartagena, en virtud de que el acusado se encontraba más cerca de su jurisdicción. La orden era que fuese sometido a prisión y que se le embargasen sus bienes para seguirle la causa hasta la definitiva.

A todas estas, Miranda no estaba al tanto ni de la persecución desatada en su contra por la Inquisición, lo cual era parte del método secreto del tribunal, ni de la orden de arresto enviada por Gálvez a Cajigal, ya que las instrucciones del ministro así lo establecían para evitar una eventual fuga.

En marzo de 1782, el ministro Gálvez le envía un nuevo oficio a Cajigal para que entregue a Miranda. También le escribe con el mismo fin a Bernardo Gálvez, su sobrino, jefe del Ejército de Operaciones en las Antillas, cuyo cuartel general se encontraba establecido en Guarico, Santo Domingo.

Las acusaciones que pesan sobre el oficial caraqueño, además de las ya existentes, incluyen haber introducido mercancía de contrabando desde Jamaica. Cajigal sale nuevamente en defensa de su edecán, les explica a las autoridades los detalles de la misión que le había encomendado, aclarando las circunstancias en las cuales se había hecho la introducción ilegal de aquellas mercancías. En su opinión, Miranda no había hecho otra cosa que cumplir sus órdenes y todo era un malentendido. No había, pues, delito alguno que imputarle. Su decisión es mantenerlo como su edecán. El 22 de abril zarpan en dirección a las islas de las Bahamas a una nueva campaña militar contra los ingleses.

Al regreso de esta misión la situación ha empeorado visiblemente tanto para Cajigal como para su edecán. Cuando Miranda llega a Cabo Francés (Haití), para su sorpresa, no es recibido con honores por el éxito de la misión, sino sometido a prisión por Bernardo Gálvez, quien de esta manera daba cumplimiento a las órdenes de su tío, el ministro de Indias. En cuanto a Cajigal, gobernador y capitán general de la Habana, se desautoriza su actuación en la misión de Jamaica encomendada a Miranda y se critica la defensa hecha a favor del acusado en el caso Campbell.

El 8 de agosto Miranda es puesto prisionero; sus libros, papeles y pertenencias son incautados. En septiembre llega a La Habana, pero el gobernador Cajigal no lo encierra en el castillo de San Carlos, tal como estipulaba la orden enviada de España, sino que lo mantiene como su edecán y en libertad. Bernardo Gálvez se apresura a escribir a España para ponerlos sobre aviso de la situación. En su comunicación emite un severo juicio contra Miranda: «... este oficial no deja de sembrar la discordia entre sus jefes, divulgando opiniones perjudiciales a todos, por este hecho es indigno de cumplir funciones de confianza».

Los días de Miranda al servicio de la Corona española están contados. Cajigal, no obstante, apela una vez más ante el poderoso ministro de Indias, con la finalidad de demostrar la inocencia de su protegido, sin ningún éxito. Antes de que termine el año de 1782, Cajigal es destituido de su cargo y, en su lugar, es nombrado Luis de Unzaga.

En febrero de 1783, desde Madrid se emite una quinta orden de captura contra el «reo de Estado» Francisco de Miranda, esta vez dirigida a Unzaga, el nuevo gobernador de La Habana. Cuando llega la orden a sus manos, se organiza una campaña de captura con la asistencia de un ayudante del gobernador, el apoyo del comandante Gálvez, quien viaja expresamente a La Habana con ese fin y, por si fuese poco, cuenta con la asistencia de un emisario del Santo Oficio.