El «trienio adeco» (1945-1948)
y las conquistas de la ciudadanía
RAFAEL ARRÁIZ LUCCA
@rafaelarraiz

Agradecimientos

El tema de esta investigación fue entregándoseme en un seminario del Doctorado en Historia que cursé con el profesor Elías Pino Iturrieta, en la Universidad Católica Andrés Bello. Allí tejí un primer trabajo que fue piedra de base para este libro que se desprende, a su vez, de la tesis doctoral que defendí satisfactoriamente en esa casa de estudios. A los profesores Domingo Irwin, Tomás Straka y Corina Yoris Villasana, jurados y tutora, toda mi gratitud por sus atinadas observaciones.

A la Universidad Metropolitana, que auspició mis estudios de Especialización en Gerencia de Comunicaciones Integradas, la Maestría en Historia de Venezuela y el Doctorado en Historia, dentro de su programa de formación profesoral que me respalda desde que comencé a cursar posgrados, en el año 2001. En esa casa de estudios, destaco el diálogo iluminador con mis compañeros del Centro de Estudios Latinoamericanos Arturo Uslar Pietri.

Muy especialmente, agradezco a mis profesores de los posgrados de Historia en la UCAB, quienes han contribuido con la satisfacción de mi necesidad de formarme.

A Guadalupe, Eugenia y Cristóbal, mi familia, quienes durante años han convivido conmigo mientras reviso libros y papeles, como si estuviera buscando el Santo Grial.

Introducción

Este trabajo está acotado por un lapso muy breve de la historia política venezolana. El llamado «trienio adeco» comenzó el 18 de octubre de 1945 y concluyó el 24 de noviembre de 1948. Tres años y un mes fue la duración de este período que se inició con una insurrección civil-militar y finalizó con otra de orden estrictamente militar.

En esta investigación examinaremos los avances del concepto moderno de ciudadanía, desde el momento mismo en que la Junta Revolucionaria de Gobierno asume el poder el 18 de octubre de 1945 hasta el 24 de noviembre de 1948, cuando el Presidente de la República, Rómulo Gallegos, es depuesto por una conjura militar integrada por el ministro de la Defensa, Carlos Delgado Chalbaud. Se pulsarán los avances a través de las disposiciones del Poder Ejecutivo, bien sea por oficio o por decreto. Igualmente, se examinarán las leyes y decisiones emanadas de la Asamblea Nacional Constituyente, con especial atención en la Constitución Nacional de 1947. Además, se seguirá cronológicamente el proceso de formación de la idea de ciudadanía desde la insurgencia de la Generación de 1928 hasta la fecha ya citada de 1945. Se intenta demostrar que estos hechos estuvieron sustentados en ideas que fueron madurando en el tiempo, en cabeza de una generación que fue determinante para la historia política del país y su modernización.

Nos anima el propósito de examinar el concepto de ciudadanía en este período a la luz de los cambios políticos que tuvieron lugar. Para ello, en un primer capítulo, comenzaremos ofreciendo un mínimo mapa del concepto de ciudadanía en el tiempo, desde los atisbos platónicos hasta nuestros días, pero sólo con el ánimo de ubicar contextualmente el concepto y su desarrollo, en ningún caso pretendiendo hacer un examen exhaustivo.

Luego, en un segundo capítulo, iremos auscultando los primeros documentos producidos por el grupo que comandó este proceso político, remontándonos al año 1928, cuando transcurrió la Semana del Estudiante, en tiempos de la dictadura del general Juan Vicente Gómez. Comenzaremos con el panfleto En las huellas de la pezuña (1929) de Rómulo Betancourt y Miguel Otero Silva. De seguidas, examinaremos el Plan de Barranquilla (1931), obra colectiva y, después, nos detendremos en el texto Con quién estamos y contra quién estamos (1932), del mismo Betancourt. Siguiendo un trazo cronológico, pulsaremos documentos emanados de la agrupación política ORVE (Organización Revolucionaria Venezolana, 1936), del PDN (Partido Democrático Nacional, 1936 y 1939) y, finalmente, de AD (Acción Democrática, 1941). El examen de estas fuentes documentales, así como el análisis de las circunstancias históricas del entorno, nos conducirán a establecer un mínimo mapa de los antecedentes conceptuales que condujeron al 18 de octubre de 1945, fecha en la que ocurrió la insurrección civil-militar que le dio fin al gobierno del general Isaías Medina Angarita.

En un tercer capítulo estudiaremos las fuerzas en juego, los actores y los intereses, así como los proyectos conceptuales atinentes al 18 de octubre de 1945. Historiaremos este hecho, así como antes tuvimos que relacionar la secuencia documental que condujo al mismo. Luego, en un cuarto capítulo, nos adentraremos en el examen de las fuentes documentales que fueron emanando de la nueva administración de la Junta Revolucionaria de Gobierno, presidida por Rómulo Betancourt. Desde sus primeros decretos, pasando por la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente, hasta la redacción de la Constitución Nacional de 1947, que creó un nuevo marco político-jurídico para la República. Nos detendremos en la nueva realidad sociopolítica que surgió con las primeras elecciones universales que hubo en Venezuela y la consecuente consagración de unos nuevos sujetos políticos (mujeres y analfabetos), antes inexistentes como ciudadanos con derecho a elegir a sus gobernantes.

El período que abarca esta investigación, 1945-1948, se corresponde con los gobiernos presididos por Rómulo Betancourt y Rómulo Gallegos, ambos dirigentes principales de Acción Democrática. Igualmente, la etapa estudiada es prolija en avances ciudadanos, ya que el marco conceptual que crea la Constitución Nacional de 1947 permite las elecciones universales, directas y secretas que, hasta entonces, en Venezuela no habían tenido lugar en su aspecto universal. Sí habían sido convocadas elecciones directas y secretas en 1860, en el marco de la Constitución Nacional de 1858, cuando fue electo Manuel Felipe de Tovar, ya con la Guerra Federal en su apogeo. Entonces, además, se consagró el principio de la universalidad del voto, pero a la hora de convocar los comicios no se materializó el principio.

Por otra parte, durante el llamado trienio, Venezuela fue pionera de la Industrialización por Sustitución de Importaciones (ISI), a partir de la creación de la Corporación Venezolana de Fomento (CVF), en 1946, que articuló una política de industrialización nacional, hasta entonces desconocida entre nosotros. Esta política dio pie a la formación de una masa obrera importante, así como a un movimiento sindical y a un desarrollo significativo del Derecho Laboral. A su vez, durante este período se hizo notable énfasis en el tema educativo, buscando su democratización y masificación. Derechos constitucionales y electorales, derechos laborales y educativos son algunos de los avances que hallaremos en la etapa estudiada, además de otros que vayan imponiéndose a lo largo de la investigación.

Durante la dictadura del general Juan Vicente Gómez, el país fue contrayendo una deuda significativa con la Modernidad. Con la llegada al poder de Eleazar López Contreras, en su condición de ministro de Guerra y Marina del régimen de Gómez y jefe del Ejército Nacional, la deuda comenzó a saldarse, pero dando pasos hacia adelante y hacia atrás. Basta con señalar el caso de la legalización de los partidos políticos en 1936 y su posterior ilegalización en 1937, para corroborar las contradicciones en cuanto a la modernidad política. No obstante, en materia económica y social los avances fueron menos contradictorios. Durante la presidencia de Isaías Medina Angarita se avanzó mucho en materia de derechos políticos, al punto que la legalización de todos los partidos políticos conducía a pensar que la reforma constitucional que articulara elecciones universales, directas y secretas era inminente. Sin embargo, no ocurrió así y la deuda política siguió inexplicablemente en pie.

El argumento central de quienes dieron el golpe militar-civil del 18 de octubre de 1945 fue el de saldar la deuda política con la Venezuela moderna, así como el de cobrarse la corrupción administrativa durante los años de gobiernos militares presididos por oficiales tachirenses. Siendo este el eje argumental de la revuelta civil-militar, examinaremos con cuidado cómo durante los tres años de gobierno fue respondiéndose a esa solicitud «nacional», en qué medida se logró satisfacerla, cuáles resistencias halló en el camino el equipo gubernamental que se proponía el cambio y cuál alcance tuvo la transformación en el orden de la ciudadanía.

La hipótesis central estriba en que la modernización política y económica de la nación suponía unos cambios en el orden ciudadano que era indispensable producir, y esos cambios necesariamente debían expresarse en la Constitución Nacional. Se buscaba la creación de una democracia representativa, asentada sobre la institución popular de los partidos políticos, dentro de un Estado de Derecho y este, naturalmente, estructurado sobre la base del respeto a las leyes, los derechos humanos y los tratados internacionales.

Hemos de indagar en el marco conceptual que desembocó en la creación de Acción Democrática y en el pensamiento de sus líderes fundamentales, con el objeto de advertir con claridad el origen de los avances en el concepto de ciudadanía. Para este propósito, no sólo se calibrarán documentos, cartas y libros, sino que se revisará el devenir diario del ejercicio del poder. En tal sentido, se historiará el período, no con el ánimo de hacer una relación pormenorizada de los hechos o una cronología de las circunstancias, pero sí con el norte de fijar los acontecimientos fundamentales para nuestra investigación.

Una vez historiado el período comprendido entre el 18 de octubre de 1945 y el 24 de noviembre de 1948, nos concentraremos en la relación de los hechos y en el estudio de los factores que condujeron al golpe militar que colocó el punto final al gobierno de Rómulo Gallegos. Luego, analizaremos los argumentos esgrimidos por la Junta Militar para perpetrar el golpe, así como las versiones que dieron los partidos de oposición al gobierno para comprender o justificar los hechos. También, auscultaremos las versiones y las causas que ofrecieron en distintos momentos tanto el presidente Gallegos, como Acción Democrática y su líder, Betancourt, para entender la coyuntura.

Finalmente, examinaremos las decisiones de la Junta Militar en relación con el Estado y cómo fue desmontándose la arquitectura jurídica consagrada por la Constitución Nacional de 1947, a partir de la asunción ilegítima del Poder Ejecutivo por parte de las Fuerzas Armadas, erigidas entonces como suerte de árbitro supraconstitucional, por encima de la voluntad popular que eligió a Gallegos.

Al final de esta ruta de investigación esperamos haber esclarecido el tema que nos propusimos abordar, así como abrigamos el anhelo de responder la pregunta que motorizó la investigación: ¿hubo avances en materia del concepto moderno de ciudadanía durante el llamado «trienio adeco»? A responder esta pregunta nos concentraremos en el espacio destinado a las conclusiones.

Aproximación al concepto de ciudadanía

Revisemos, aunque sea someramente, el concepto de ciudadanía y su desarrollo en el tiempo, desde Grecia y Roma hasta nuestros días, tiempos en los que ha renacido un interés por estudiarlo y proclamarlo, por más que en muchos casos se invoque sin que se sepa claramente a qué se refiere.

Platón, Aristóteles y el Derecho Romano

Hallaremos en dos libros capitales de Platón, La República y Las Leyes, los primeros conceptos de ciudadanía. En el primero, brilla el sesgo idealista del autor, mientras que en el segundo sus apuntes nacen de la observación de la realidad, cuando los desengaños de la utopía le llevaron a enderezar el rumbo. El cambio entre La República y Las leyes no es menor, al punto que algunos estudiosos consideran que el segundo se trata de un mentís del primero o, por lo menos, de una revisión a fondo de sus postulados.

A los efectos del concepto de ciudadanía actual, la referencia platónica es fundamental para comprender su génesis, pero es evidente que la evolución del concepto ha sido tal que valdrá como antecedente, acaso el más lejano, junto con el concepto de ciudadanía que manejaban los espartanos, pero lo pensado entonces por los espartanos y Platón conserva poca vigencia en la actualidad. No obstante, es necesario advertir su condición pionera en el mundo occidental, así como la singular circunstancia de que fue La República una obra madre de todo el pensamiento utópico occidental y, a su vez, asomó los primeros atisbos sobre el concepto, que luego otro perfeccionaría, y que el propio Platón matizaría en Las leyes. De las ideas platónicas sobre este particular nos queda un «deber ser» ciudadano que, por más que su dibujo sea utópico, supone una concepción del papel del ciudadano, las leyes y las autoridades, así como de la educación y las tareas que debe desempeñar cada uno de los actores sociales descritos. La idea de la necesidad de organizar una sociedad sobre la base de la división del trabajo y las responsabilidades de cada quien ya será expresión sustancial de la contractualidad tácita que va a regir el concepto de ciudadanía en las ciudades-estado.

Será su discípulo predilecto, Aristóteles, el que dé otra vuelta de tuerca en su obra Política, y apunte una definición que sobreviva con mayor salud que las aproximaciones de su maestro. Afirma Aristóteles:

«Ciudadano, en general, es el que puede mandar y dejarse mandar, y es en cada régimen distinto; pero el mejor de todos es el que puede y decide dejarse mandar y mandar en orden a la vida acorde con la virtud (Aristóteles, 2005: 144).»

Conviene recordar que Aristóteles concebía la virtud integrada por cuatro elementos, y en esto no se separaba de lo que pensaban comúnmente los griegos: templanza, justicia, valor y prudencia o sabiduría. Luego, la reflexión de Aristóteles sobre las constituciones es, también, una cavilación sobre la ciudadanía. Ya entonces se pensaba que no podía haber ciudadanos si estos no ejercían su libertad, de modo que este valor acompaña al concepto de ciudadanía prácticamente desde sus inicios, por más que la libertad no fuese universal sino consagrada a determinados estamentos.

Además, ya el hecho de acompañar a la ciudadanía del concepto de virtud supone que el ciudadano como tal se forja mediante un proceso de socialización, que no se puede ser ciudadano en estado salvaje, que se requiere haber sido formado en la ciudad para desempeñar tal rol, tramado de deberes y derechos. Emparentar la condición del ciudadano con la virtud no es poca cosa, ya que articula una manera de ser ideal para vivir en la ciudad con el proceso de formación del individuo. Otra idea importante que se asienta a partir de Aristóteles es la de la igualdad como presupuesto de la condición ciudadana. Sin ella, no hay ciudadanos sino súbditos.

En Roma, tanto en la República como el Imperio, ser ciudadano supuso una condición más flexible que en Grecia; incluso, se llegaron a concebir distintos grados de ciudadanía en la medida en que las combinatorias se complejizaban. Naturalmente, el concepto, a lo largo de casi ochocientos años de predominio romano, fue experimentando cambios, pero siempre la condición de ciudadano estuvo ligada a la estructura que instituía el Derecho Romano, creando un conjunto de deberes y derechos que establecían parámetros de acción a los ciudadanos. Civis romanun sum (soy ciudadano romano) llegó más allá de la condición ciudadana propiamente, para tornarse en un tinte distintivo o de orgullo, con lo que la condición ciudadana fue más allá de lo jurídico para adentrarse en el campo cultural, en la identidad de una nación con vocación imperial, muy distinta de la pequeña ciudad-estado griega, que no tuvo vocación expansiva hasta la irrupción de Alejandro en este mundo y quien, de hecho, contribuyó a pasar la página. Las condiciones y la extensión en el tiempo del Imperio Romano impusieron cambios en el concepto, ya que el ciudadano romano estaba supeditado a su vocación imperial, pero esta se ceñía a un cuerpo de leyes, estuviese imperando el romano donde estuviese.

Ya en la Edad Media, con el Imperio Romano desaparecido o subsumido dentro del cristianismo, el concepto de ciudadanía entró en una suerte de cono de sombra y muchas autoridades civiles romanas fueron paulatinamente sustituidas por las eclesiásticas. Si un Papa era la autoridad máxima en el orbe, un obispo lo era en la ciudad; pero no hay que olvidar que este cristianismo temprano, influido por Agustín de Hipona, distinguía entre la vida terrenal y el reino de otro mundo que había prometido Cristo. Había una ciudad de Dios y otra de los hombres. De modo que tuvieron que pasar siglos para que Tomás de Aquino trajera a Aristóteles de vuelta, redescubriéndolo, y el mundo de las ideas agustinianas, muy influido por Platón, cediera espacio al fervor por resolver y comprender los asuntos de este mundo pulsando directamente los datos que ofrecía la realidad.

Una vez colocado el énfasis en Aristóteles, y no en Platón y Agustín de Hipona, comenzó a revisarse el mundo clásico y, con él, el concepto de ciudadanía; en particular, el referido a la esfera inmediata de la gente: el municipio. Aquino abrió una puerta, de la mano de Aristóteles, que ya después no pudo volver a cerrarse. No hay manera de entender lo que vino después sin atender a Aquino, ya que fue él quien, al revisar a Aristóteles, abrió una rendija en los bloques adheridos de los asuntos terrenales, y los eclesiásticos. Por esta rendija será por la que penetrarán las ideas de sus sucesores. Además, al atender a Aristóteles, Aquino estaba reviviendo un concepto que se había ensombrecido o supeditado a lo prescrito por el poder eclesiástico, el de ciudadano con deberes y derechos y, en consecuencia, habitante de una polis que se había desdibujado en sus rasgos grecorromanos en la medida que avanzaba la Edad Media.

Marsilio de Padua, Nicolás Maquiavelo y John Locke

Serán Marsilio de Padua y Nicolás Maquiavelo quienes hagan el corte entre el mundo cristiano y el de la polis, y no será gratuito que en las ciudades-estado italianas se retome la reflexión sobre la naturaleza de la ciudadanía. No exagera quien afirme que desde Grecia y Roma no hubo ciudad más avanzada en el tema que Florencia. Pero no siempre la navegación fue plácida: el período de las monarquías absolutas representó un desafío notable para las raíces democráticas del concepto de ciudadanía. Se inició así la hechura de un tejido híbrido que no ha dejado de complicarse. Valga un ejemplo: un «ciudadano inglés» era también «súbdito del rey», una vez que el absolutismo dio paso a las monarquías constitucionales. Había pasado, entonces, el período en que Thomas Hobbes proclamaba la entrega absoluta del mando por parte del ciudadano al gobernante, sin que el ciudadano pudiera hacer nada para resarcirse de la entrega una vez hecha, si fuere el caso. Las monarquías constitucionales trajeron consigo un adelanto en la medida en que se regían por un estatuto de ordenación, un marco legal para el ejercicio del poder, pero no podemos olvidar que fueron de Padua y Maquiavelo, cada uno a su manera, quienes trazaron una línea divisoria entre el ámbito de competencia de la Iglesia y el del Príncipe, hecho que contribuyó a distinguir entre los feligreses, los súbditos y los ciudadanos.

Las ideas sobre el particular de Marsilio de Padua y Maquiavelo son fundamentales, ya que fueron las que abrieron el abismo entre dos mundos que se pretendían parte de uno solo, el de los asuntos de Dios y los terrenales. Más aún, al hacer distinciones entre la conducta del feligrés y la del Príncipe se estaba reconociendo la especificidad de los avatares ciudadanos, su singularidad. Incluso, podría decirse que al hacerlo estaban decretando la laicidad del Estado, condición sine qua non para el concepto de ciudadanía, ya que no puede hablarse de esta en los Estados teocráticos, donde no hay posibilidades de vivir sin profesar las creencias oficiales, lo que constituye una evidente limitación de la libertad. Separar las creencias personales de la vida ciudadana fue un paso enorme en el camino del concepto de ciudadanía o, mejor aún, en la recuperación de este concepto, porque esta laicidad ya estaba presente en la sociedad politeísta griega, aunque parezca un contrasentido. En otras palabras, no había manera de darle vida y salud al concepto de ciudadanía en un Estado teocrático: Marsilio de Padua y Maquiavelo abrieron el camino.

Con la publicación, en 1690, de Segundo tratado sobre el gobierno civil de John Locke, se inicia el camino que desembocó en las revoluciones norteamericana (1776) y francesa (1789), casi un siglo después. Locke apuntaba que todo hombre tenía derecho a proteger «su vida, sus bienes y su libertad», con lo que el concepto de ciudadanía comienza a vincularse estrechamente con los derechos individuales y, entre ellos, el de propiedad. La obra de Locke es indispensable para comprender el futuro del concepto de ciudadanía y de la historia política, en la medida en que contribuyó a configurar los espacios de realización de la convivencia pacífica sobre la base de los deberes y derechos. En este y otros sentidos, fue una obra que abrió una trocha.

En verdad, en Locke decantan muchos de los atisbos anteriores y será en su obra donde se formulen con claridad los derechos fundamentales del pensamiento liberal, siempre basado en el rescate de los derechos individuales, ya dibujados por los griegos, pero para esta época de gran pertinencia. No podemos olvidar que recién se están socavando las bases de un Estado teocrático, que ha dejado escaso o nulo margen para el ejercicio de la libertad individual y será precisamente el individuo el que se refuerce ante la omnipresencia del Estado, reclamando los derechos inherentes a su condición humana.

Locke puso el énfasis en el individuo sin olvidar que formaba parte de una comunidad, pero al colocar el acento en él, estaba introduciendo un cambio sustancial, revolucionario. Contribuyó decididamente con todo el pensamiento liberal que cuestionó el poder del señor feudal y proclamó las libertades individuales, piedra de base de la revolución liberal. Esta, hallará en el Nuevo Mundo americano un ámbito de ensayo excepcional, a partir de la Revolución Norteamericana.

Los conceptos modernos de Ciudadanía: Marshall, Heater, Sartori y Cortina

Será luego, en los Estados Unidos, donde se plantearán los asuntos más interesantes en esta materia. Allá, el federalismo tomará cuerpo y colocará sobre la mesa el tema de las ciudadanías compartidas; similar al del multiculturalismo que se ventilará dos siglos después en Europa y, naturalmente, en Norteamérica. Sobre este aspecto es muy clara la posición de Derek Heater, quien apunta:

«Los estudios sobre las relaciones entre ciudadanía moderna y multiculturalismo han arrojado tres categorías fundamentales de minorías cuyos intereses deben considerarse si lo que se persigue es preservar la buena salud política del Estado y la realidad de la ciudadanía. La primera de ellas es la de los llamados «primeros pueblos», los aborígenes; la segunda, la de los inmigrantes procedentes de otras tierras, y la tercera, aquella constituida por los pueblos que conforman bloques coherentes desde una perspectiva geográfica y que convierten a sus países en auténticos estados multinacionales (Heater, 2007: 172,173).»

Los estudios de Giovanni Sartori sobre este particular son notables, en especial en su libro La sociedad multiétnica (2001), donde advierte sobre los peligros del multiculturalismo y la ciudadanía, sobre cómo este puede conducir a la desaparición o invalidación del concepto clásico de ciudadanía. Al colocar el dedo en la llaga, llama la atención sobre las implicaciones ciudadanas que tiene la realidad multicultural, en particular europea. Afirma:

«La condición fundante de la ciudadanía que instituye el «ciudadano libre» es, pues –también en este contexto-, la igual inclusividad. En cambio, y por el contrario, la ciudadanía diferenciada convierte la igual inclusividad en una desigual segmentación. El paso hacia atrás es mastodóntico. Y, sin embargo, casi nadie da muestras de advertirlo (Sartori, 2001: 103).»

La preocupación del maestro Sartori se ciñe a los hechos europeos de nuestro tiempo, cuando el multiculturalismo amenaza con socavar las bases del igualitarismo ciudadano, sobre la base de las tesis de la ciudadanía diferenciada. Este tema lo consignamos, pero advertimos que a los efectos de nuestra investigación, circunscrita al período 1945-1948, no estaban entonces planteadas estas aristas del concepto contemporáneo de ciudadanía. No obstante, viene al caso advertir los avatares actuales del concepto para señalar su dinamismo, su metamorfosis permanente y, si se quiere, su riqueza.

En suma, el concepto de ciudadanía viene complejizándose en los años recientes. El caso de Europa es emblemático de esto. A partir de los avances globalizadores de la Unión Europea, un ciudadano de una república europea está en camino de ser, además, ciudadano de la Unión, y no faltan quienes vislumbran una ciudadanía planetaria, tema largamente trabajado por los artífices de la utopía, pero está visto que con alguna frecuencia las utopías de antaño alcanzan a hacerse realidad mucho antes de lo previsto. El tema de la ciudadanía planetaria lo ha tocado con insistencia el teólogo alemán Hans Küng, al plantearse la necesidad de avanzar hacia la redacción de una Constitución Universal. También ha sido tema abordado por el filósofo alemán Jürgen Habermas, pero ambas disquisiciones sobrepasan las ambiciones de este trabajo.

Como vemos, de la ciudadanía griega y romana se pasó a la casi desaparición del concepto durante la Edad Media, para recuperarse a partir del Renacimiento italiano e irse perfeccionando luego con la trama del pensamiento liberal. El descubrimiento del Nuevo Mundo por parte de Europa, las aristas del multiculturalismo, los aborígenes y toda la complejidad del Estado multinacional han supuesto una metamorfosis sustancial para el concepto. Apenas las consignamos en líneas anteriores con la intención de señalar su proceso.

A grandes rasgos, éstos son los pasos del concepto en el tiempo y algunos de los problemas que se presentaron y que siguen presentándose para su fijación, pero insistimos en señalar que hemos ofrecido un resumen sucinto. No obstante, podemos acercarnos a algunas definiciones que nos permitan esclarecer la sustancia con la que trabajamos, más allá de la contingencia pasada y actual. Veámoslas.

Es unánime para los estudiosos del tema que el libro de T.H. Marshall, Ciudadanía y clase social, publicado en 1949, constituye una piedra angular de la estructura relativa al concepto moderno de ciudadanía. Incluso algunos, como Derek Heater, consideran que después del Contrato Social (1762) de Rousseau no se escribió nada de importancia sobre el asunto hasta la aparición de este texto. En todo caso, Marshall ofrece una interpretación tripartita de la ciudadanía que es indispensable para comprenderla cabalmente. Establece que está compuesta por tres elementos: el civil, el político y el social. Veamos lo que señala:

«El elemento civil se compone de los derechos necesarios para la libertad individual: libertad de la persona, de expresión, de pensamiento y religión, derecho a la propiedad y a establecer contratos válidos y derecho a la justicia... Por elemento político entiendo el derecho a participar en el ejercicio del poder político como miembro de un cuerpo investido de autoridad política, o como elector de sus miembros... El elemento social abarca todo el espectro, desde el derecho a la seguridad y a un mínimo bienestar económico al de compartir plenamente la herencia social y vivir la vida de un ser civilizado conforme a los estándares predominantes en la sociedad (Marshall y Bottomore, 1998: 22-23).»

Como vemos, prácticamente todos los aspectos de la vida civilizada están cubiertos en la concepción tripartita de Marshall, lo que nos permite intentar una primera aproximación al concepto de ciudadanía, ya que al conocer la integridad de sus elementos (el civil, el político, el social), pues podemos advertir su naturaleza. Las definiciones que citaremos no ignoran lo establecido por Marshall. Por el contrario, reconocen la vigencia de su trabajo.

En este sentido, una primera definición proviene del propio Heater en su libro Ciudadanía. Una breve historia (2007). Allí afirma:

«Llegamos así, por fin, a la ciudadanía, que se define como la relación de un individuo no con otro individuo (como era el caso en los sistemas feudal, monárquico y tiránico) o con un grupo (como sucede con el concepto de nación), sino básicamente con la idea de Estado. La identidad cívica se consagra en los derechos otorgados por el Estado a los ciudadanos individuales y en las obligaciones que éstos, personas autónomas en situación de igualdad, deben cumplir (Heater, 2007: 13).»

Aquí vemos cómo el concepto está ligado con la idea de Estado, lo que supone de manera indispensable un marco legal regulatorio de las relaciones entre el individuo y el Estado, más allá de las particularidades nacionales, a las que acepta y comprende, pero no les adjudica preponderancia de alguna sobre otra. El punto es neurálgico: al ser el Estado el epicentro de las relaciones ciudadanas, las creencias personales, grupales, tribales o nacionales son respetadas, pero no forman parte sustancial de la relación. Esta se da con un ente aséptico, si se quiere. Es evidente, por otra parte, que da por sentados, en su definición, los elementos que Marshall había dejado establecidos.

Por su parte, José Rubio Carracedo en su ensayo «Ciudadanía, nacionalismo y derechos humanos» (2000), ofrece una definición concordante con la de Heater, pero expresada en términos aún más sencillos. Dice:

«Por ciudadanía se entiende habitualmente el reconocimiento por parte del Estado a los individuos que lo integran del derecho al disfrute de las libertades fundamentales, en especial los derechos civiles y políticos. Tal capacidad política y jurídicamente reconocida es la que constituye a los individuos en ciudadanos (Rubio Carracedo, 2000: 10).»

La profesora Adela Cortina, por su parte, ha consagrado varios estudios al tema de la ciudadanía y sus trabajos son especialmente considerados. Acepta la autoridad prácticamente canónica de Marshall, avala las investigaciones de Heater y, además, entrega una definición decantada. Afirma:

«La ciudadanía es primariamente una relación política entre un individuo y una comunidad política, en virtud de la cual el individuo es miembro de pleno derecho de esa comunidad y le debe lealtad permanente. El estatuto de ciudadano es, en consecuencia, el reconocimiento oficial de la integración del individuo en la comunidad política, comunidad que desde los orígenes de la Modernidad cobra la forma de Estado nacional de Derecho (Cortina, 1998: 39).»

De todas las definiciones compulsadas, ésta es la que incluye más claramente todos los elementos consustanciales a la definición de ciudadanía. Es la que mejor ensambla los aportes anteriores y, además, hace mención expresa al concepto de «comunidad política»: básico para entender las relaciones que tienen lugar entre individuos integrantes de una sociedad, bajo el imperio del derecho y como copartícipes de un tejido que le da estructura a sus improntas nacionales. Esta comunidad política es anterior al Estado o, si se quiere, es la que articula al Estado, la que permite decir que éste es expresión de una comunidad política determinada.