Civiles

RAFAEL ARRAÍZ LUCCA
@rafaelarraiz

Agradecimientos

Estos ensayos se han ido tejiendo a lo largo de unos cuantos años. Quiero agradecer a varios amigos que leyeron algunos de estos textos y me formularon observaciones muy valiosas que, en la mayoría de los casos, acogí con gratitud. Dejo constancia de mi agradecimiento a Joaquín Marta Sosa, Gustavo Tarre Briceño, Carlos Fernández Gallardo, Edgardo Mondolfi Gudat, Fernando Egaña, Carlos Hernández Delfino, Magaly Pérez Campos; también, a mis amigos colombianos Plinio Apuleyo Mendoza, Enrique Serrano y Álvaro Pablo Ortiz. Todos, en algún momento, tuvieron la amabilidad de leer algún texto específico y formularme alguna sugerencia o expresar un comentario esclarecedor.

Dejo constancia de mi gratitud al personal de la Biblioteca Pedro Grases de la Universidad Metropolitana y al del Centro de Estudios Latinoamericanos Arturo Úslar Pietri en la misma universidad.

RAL

Introducción

¿Qué tienen en común estos hombres de dos siglos (XIX y XX) aquí reunidos? Son civiles, es la primera respuesta. La segunda: los animó un amor sostenido por su patria, y a ella se entregaron en sus tareas vitales.

El vocablo «civil» proviene del latín Civilis, y este refiere a la ciudad y sus habitantes: los ciudadanos y, extremando el argumento, a los habitantes de la polis que se ocupan de sus asuntos se les denomina políticos. De modo que no tiene nada de extraña la sinonimia entre civil, ciudadano y político; precisamente, el perfil de casi todos los venezolanos trabajados en este grupo. Otra acepción del vocablo lo define por oposición, señalando que «no es militar ni eclesiástico», lo que nos obliga a advertir que la inclusión del presbítero José Cortés de Madariaga en este conjunto se debe a sus ejecutorias netamente civiles, de acusada relevancia política, y en ningún caso por su labor de pastor de almas.

Las tareas desarrolladas por estos 19 compatriotas fueron diversas. Hallaremos un abogado estadista, autor del texto teórico más importante del período independentista (Roscio); un sacerdote de raigambre liberal y valiente (Cortés de Madariaga); un autodidacta que descolló como gramático, filólogo, filósofo, abogado, educador y poeta (Bello); un médico que contra su voluntad desempeñó labores de gobierno y fue un educador destacadísimo, primer rector de la universidad republicana (Vargas); un médico enamorado de la historia, autor de nuestras primeras monografías de factura científica (Rojas); un pintor de formación académica y sentido épico (Tovar y Tovar); un médico viajero, naturalista, etnólogo, historiador, lexicógrafo, lingüista, dromómano (Alvarado); un historiador positivista, diplomático, periodista, maestro de esgrima, autor de la primera historia constitucional venezolana (Gil Fortoul); un ingeniero, empresario, modernizador y pionero de la energía eléctrica (Zuloaga); un verdadero maestro de juventudes y novelista principal (Gallegos); un pintor visionario y radicalmente singular (Reverón); un arquitecto pionero, con acendrada sensibilidad artística (Villanueva); un ensayista y biógrafo de primer orden (Picón Salas); un poeta, escritor y periodista de reciedumbre moral y carácter (Arráiz); un abogado laboralista, constructor de un partido de masas y hombre de Estado (Leoni); un humanista de saberes enciclopédicos, narrador formidable y hombre público y de las comunicaciones (Úslar Pietri); un político a tiempo completo, arquitecto de la democracia liberal representativa y del sistema de partidos (Betancourt); un católico confeso que llevó su doctrina al terreno de la vida política (Caldera); un autodidacta de legendario respaldo popular que intentó cambiar la vida nacional en dos oportunidades (Pérez).

Seis de ellos vivieron en el siglo xix; tres fueron hombres de ambos siglos; diez pertenecen al siglo pasado. Sus vidas y obras imantan doscientos años de vida republicana. Me interesa sopesarlas, intento catar sus influencias en la sociedad que integraron. Creo que los individuos jamás pueden ser dejados de lado en ofrenda a la diosa de los procesos sociales. De carne está tejida la historia, de gentes, de humores, de carácter. Ninguno de estos venezolanos empuñó las armas para incidir sobre la realidad. Sus instrumentos fueron otros: la palabra, el estetoscopio, el pincel, el crucifijo, la regla de cálculo, el croquis, los códigos.

Es poco probable hallar en los anaqueles de las librerías un libro como este en ningún otro país de América Latina. La razón es sencilla: desde la fundación de las repúblicas americanas en ningún otro país ha pesado tanto la impronta militar como en Venezuela. Lamentablemente, el hombre de armas ha copado los espacios civiles durante muchos años. Si bien es cierto que los hechos del 19 de abril de 1810 y los del 5 de julio de 1811 son protagonizados por civiles, después de la pérdida de la Primera República el primer lugar en el escenario pasan a ocuparlo los hombres en armas. Durante todo el siglo xix su preponderancia fue abrumadora. Apenas el doctor Vargas, Manuel Felipe de Tovar y Juan Pablo Rojas Paúl ejercieron la primera magistratura, signados por la debilidad. Los tres no suman seis años en el poder.

Durante el siglo xx hubo de llegar la democracia liberal representativa de la mano de un golpe de Estado civil-militar (1945), para luego volver el país a su cauce militar tres años después (1948), y sumergirse en una década de dictadura castrense. Finalmente, la democracia resurge sobre la base de un pacto político (Puntofijo): muestra evidente de la necesidad de acordar el juego democrático en aras de su supervivencia. Es evidente que de los doscientos años de vida republicana el signo lamentable ha sido el militarismo invadiendo el ámbito de la ciudadanía; mandando, más que gobernando; girando instrucciones, más que buscando consensos. Dominados como hemos estado por el mito del «hombre fuerte», la tarea democrática de los civiles en Venezuela ha sido una larga, accidentada y titánica tarea. Suerte de mito de Sísifo a la venezolana.

Pero no debemos incurrir en simplificaciones: algunos militares fueron civiles en su conducta, en su respeto a las leyes. Fue el caso ejemplar de Páez restituyendo a Vargas en la Presidencia de la República; fue el caso de Soublette en su manera de conducirse en el ejercicio de la primera magistratura, por solo citar dos ejemplos. Y lo contrario también ha ocurrido: basta recordar el collar de perlas de intelectuales destacadísimos que el general Gómez se puso al cuello durante su larga dictadura. De modo que como ocurrió con Sancho y el Quijote, que el primero se fue quijotizando y el segundo fue sanchizándose a lo largo de la andadura, vamos a hallar hombres de armas que respetaron el entorno constitucional democrático (Larrazábal) y civiles que le tendieron la cama al dictador todas las mañanas, sin ruborizarse.

¿Por qué a Venezuela le ha costado tanto la democracia liberal representativa? ¿Por qué una parte significativa de la población respalda los desmanes, violaciones del marco constitucional, insultos, vejaciones, abusos de determinados gobernantes en ejercicio del poder? Más aún: ¿por qué celebramos estas conductas contrarias a la civilidad en personajes que ni siquiera provienen del mundo militar? La respuesta forzosamente contempla varios factores, de tal modo que difícilmente es una sola. No obstante, no cabe la menor duda de que el factor militar en nuestra tradición, el mito del «hombre fuerte» que se impone, pesa toneladas en nuestra psique colectiva. Nos embelesa una espada cortando un nudo de cuajo y nos desespera el trabajoso cabildeo de los demócratas tejiendo un acuerdo. Es como si no entendiéramos por qué se teje para que haya democracia y viéramos claro el nudo roto por la espada, sin comprender las consecuencias negativas de esto y las positivas de lo primero.

De lo anterior se desprende que la mitología militarista haya sustituido a la historia, y queden detrás de las cortinas los civiles, que han tejido y tejido, como si fueran unos leguleyos inútiles, incapaces de librar batallas, cuando en verdad buena parte de nuestra tragedia como nación encuentra causa en guerreros, formados para batallar, dedicados a una tarea para la que no tienen formación: gobernar. La estructura y los procedimientos de una fuerza armada no son democráticos, por su propia naturaleza, de tal modo que se produce un cortocircuito cuando se pretende gobernar una sociedad, esencialmente plural, con criterios uniformes y de obediencia vertical. Como sabemos, la democracia exige unas virtudes ciudadanas que los ejércitos no contemplan. Por el contrario, las virtudes de un militar premoderno son anatemas en una sociedad democrática que se quiere crítica, plural, tolerante, dialogante, negociadora, política.

Volvamos a nuestros escogidos. ¿Por qué hemos incluido en este volumen a ciudadanos que no han tenido en sus manos tareas de Estado? Porque no concebimos al Estado como el único centro neurálgico de la brega ciudadana; también lo son las obras de la ciencia, de la tecnología, del arte, de las humanidades. El tejido social es fruto de esta diversidad de quehaceres que incluyen la poesía, la pintura, el periodismo, la arquitectura, la ingeniería y tantas otras disciplinas de significación. Finalmente, debemos recordar que este volumen es ejemplar, nunca exhaustivo. Faltan tantos otros civiles singulares que podrían componerse varios tomos con sus perfiles. Yo contribuyo con estos, por ahora, y sigo tomándoles el pulso a los venezolanos cuyos corazones imantan el mío.

Juan Germán Roscio: el mestizo que no fue

Los datos biográficos acerca de Juan Germán Roscio indican que no se trataba de un hombre perteneciente, en sus orígenes, a los estratos más altos de la pirámide social provincial, pero que dada su solvencia profesional estuvo desde joven sobre el tablero de la realidad política, donde las élites, ante el vacío de poder, tomaron las decisiones. Por sus orígenes no le correspondía estar allí, pero estaba. En este sentido, es un pionero de una trayectoria emblemática de las sociedades postcoloniales: crecer en la significación de las responsabilidades a punta de hechura personal, colocándose por encima del peso muerto de la herencia.

Juan Germán era hijo de un milanés, Juan Cristóbal Roscio, que primero había vivido en España y luego se había trasladado a la Provincia de Venezuela, específicamente a San Francisco de Tiznados (hoy estado Guárico), en donde se dedicó a la cría de ganado vacuno. Ostentaba su pertenencia a las milicias de la Corona española; de hecho, antes de venir a «hacer la América» integró el ejército en tierras italianas. En su nuevo destino, en el llano venezolano, nació su hijo mestizo el 27 de mayo de 1763. Su madre se llamaba Paula María Nieves y era natural del «pueblo de indios» de La Victoria y, naturalmente, mestiza, al igual que su abuela y sus otros ascendientes. No obstante su condición, los abuelos maternos de Roscio, Juan Pablo Nieves y Francisca Prudencia Martínez, contaban con bienes de fortuna, ya que explotaban una hacienda en las inmediaciones de San Francisco de Tiznados.

¿Qué hacía un milanés en la recóndita Provincia de Venezuela, en uno de sus poblados más pequeños? Pues para el momento en que Juan Cristóbal Roscio navega hacia la América española, lo estaba haciendo dentro del ámbito monárquico al que pertenecía Milán, entonces integrante del Imperio español, en razón de que formaba parte del dominio de la casa de los Austrias. De modo que en Venezuela el milanés Roscio estaba en casa, aunque entre Guárico y el Ducado de Milán no hubiese ninguna similitud. ¿Por qué abandonó Milán? No lo sabemos, pero sí comprobamos que antes de hacerse al océano estuvo viviendo en Cataluña.

Todo este cuadro familiar que someramente referimos hacía muy poco probable que el futuro doctor Juan Germán Roscio estudiara en la Universidad de Caracas, ya que para ser admitido en aquella casa de estudios se necesitaba un respaldo particular por parte de los principales de la provincia, un apoyo que obviara su condición mestiza, circunstancia que le impedía probar su «limpieza de sangre». Para alegría del guariqueño, ese espaldarazo llegó de parte de la hija del conde de San Javier, María Luz Pacheco, y pudo trasladarse desde su pueblo natal a Caracas, siendo tenido por blanco, cuando no lo era. La filantropía de la señora Pacheco fue legendaria en Caracas, ya que ayudó a muchos niños de entonces a avanzar en sus estudios y a salir de las sombras, pero seguramente pocos alcanzaron a tocar el cielo de sus sueños como sí lo hizo Roscio, quien también conoció los sótanos de la desesperación.

El doctor mestizo

En 1794 se doctoró en Derecho Canónico y en 1800 en Civil. Sin embargo, los directores del Colegio de Abogados de entonces le negaron la inscripción en la corporación, cosa que lo inhabilitaba para el ejercicio de la profesión, alegando que en el expediente requerido de limpieza de sangre no aparecía el mote de «india» que sí figuraba en otros expedientes del mismo Roscio. El ya entonces abogado incoó un juicio ante la Real Audiencia a partir de 1796 y, finalmente, obtuvo sentencia a su favor en 1805, dados sus brillantes alegatos y la pertinencia de sus destrezas jurídicas, que fueron imponiéndose a lo largo de 9 años de juicio. El razonamiento seguido giró en torno a la consecuencia lógica de una decisión previa: si me dejaron estudiar en la universidad como blanco, tienen que dejarme ejercer la profesión como tal; de lo contrario, ¿para qué me dejaron entrar a la Universidad?

La Real Audiencia caraqueña convino con los alegatos, para asombro de muchos, entonces y ahora. El joven doctor fue admitido en el Colegio de Abogados y, además, pasó la puerta con la aureola del triunfador, el que ha vencido una dificultad mayor que los demás. Había superado las pruebas del héroe, pero no las físicas o de arrojo personal, sino algunas más raras todavía, las de la inteligencia, aquellas que también suelen medir la formación del carácter y la perseverancia.

El triunfo en este proceso judicial hizo de Roscio un precursor en la defensa de los derechos individuales en contra de la discriminación racial. Que sepamos, se trató del primer juicio en el que vence parte interesada, sufriente de una discriminación. Por cierto, la condición pionera será el signo de su vida, como iremos viendo: primer canciller, primer redactor de una constitución, primer redactor de un estatuto electoral, único redactor de un acta fundacional de la República, primer teórico político-teológico de la revolución de independencia.

Estas dificultades iniciales, lejos de amilanarlo, le valieron una bien ganada fama de abogado litigante y de jurisconsulto que, además, le franqueó las puertas de desempeños públicos provinciales de alguna importancia. Fue profesor en su Alma mater, así como asesor de la Capitanía General y de la Auditoría de Guerra. Dados estos antecedentes, no nos sorprende que en el momento de formarse la Junta Defensora de los Derechos de Fernando VII, el 19 de abril de 1810, Roscio integre el Cabildo en calidad de diputado del pueblo. Entonces, comienza una etapa de su vida de particulares realizaciones. Según Manuel Pérez Vila, fue «el alma de la revolución en esa época, y bien mereció el dictado de padre, maestro y defensor de la naciente libertad que más tarde le adjudicó Andrés Bello» (Pérez Vila, 1997: 1005).

El teórico principal redacta los textos fundamentales

Si seguimos sus pasos con atención, convendremos en que no exageran ni Bello ni Pérez Vila, ya que el papel principal de Roscio es indudable, por más que una historiografía de acento guerrerista haya enviado su memoria a las últimas filas del teatro. Es nombrado secretario de Relaciones Exteriores de aquella primera junta emancipadora (es decir, el primer canciller que tuvo Venezuela), y luego formó parte del Congreso Constituyente instalado el 2 de marzo de 1811 en calidad de diputado. En todos estos meses escribió y discurrió oralmente a favor de las ideas de la emancipación con la pertinencia jurídica que lo caracterizaba. El Congreso Constituyente le encarga la tarea histórica de ser el redactor, junto con Francisco Isnardy, del Acta de la Independencia, decidida el 5 de julio de 1811. Luego, integra la comisión redactora de la primera Constitución que tuvo la República de Venezuela, sancionada el 21 de diciembre de 1811. También, fue el redactor del Reglamento para la Elección de Diputados al primer Congreso de la Venezuela Independiente, en 1811, lo que lo erige como el pionero en materia electoral en Venezuela. Además, redacta el Manifiesto que hace al mundo la Confederación de Venezuela en la América Meridional de las razones en que ha fundado su absoluta independencia de la España, de cualquier otra dominación, extranjera, intentada y promovida el 19 de abril de 1810, y declarada el 5 de julio de 1811, formado y mandado publicar por acuerdo del Congreso General de las provincias unidas. Este texto es el sustento teórico más importante de aquellos momentos fundacionales de la República. De modo que, como vemos, de los hechos civiles principales de su tiempo, Roscio es el autor: acta, constitución, sistema electoral y manifiesto.

Recuérdese que para estas fechas, Bolívar es un joven a quien la Junta envía a Londres con Bello y Luis López Méndez, en calidad de embajadores que van a explicar la extraña situación provincial, como representantes de una Junta Defensora de los Derechos de Fernando vii, en oposición a los usurpados por Bonaparte. Ni siquiera al regresar Bolívar es Bolívar. Por el contrario, la pérdida de la Primera República venezolana, en julio de 1812, lo tiene como lamentable protagonista de la derrota en Puerto Cabello, plaza que se ha perdido en sus manos. De modo que, hasta diciembre de 1811, si alguien es figura principal de los hechos, ese es el doctor Roscio, el hombre de las ideas. El autor de una Constitución Federal a la que Bolívar culpó de ser la causa de la pérdida de la Primera República. Eso es lo que puede leerse en el Manifiesto de Cartagena.

En julio de 1812, con el triunfo de Domingo Monteverde y la consecuente pérdida de la Primera República, Roscio es hecho preso y enviado a España el 8 de septiembre de 1812. Mientras Bolívar se hace de un pasaporte que le confiere Monteverde en gratitud por la entrega de Miranda, en la fatídica noche del 31 de julio de 1812 en La Guaira. El joven caraqueño navega a Curazao y luego a Cartagena, donde redacta su famoso Manifiesto y comienza su estrella ascendente. Acaso la entrega de Miranda a Monteverde sea el hecho más vergonzoso de la vida de Bolívar, aunque algunos consideran más sombrío todavía el fusilamiento de Piar en Angostura, en 1819. En todo caso, «quien esté libre de pecados que lance la primera piedra».

Preso en Cádiz y en Ceuta

Nuestro redactor preclaro fue hecho preso junto con otros siete patriotas. Al grupo lo denominó Monteverde el de «los ochos monstruos ». Estaba integrado por Francisco Isnardi, José Barona, Juan Pablo Ayala, José Mires, Juan Paz del Castillo, Manuel Ruiz y el canónigo chileno José Cortés de Madariaga. Primero estuvieron presos en Cádiz, en La Carraca, durante siete meses, y luego en Ceuta, hasta que, en la noche del 17 de febrero de 1814 él y otros tres compañeros de celda logran fugarse y llegar a Gibraltar, en medio de una aventura más cercana a la peripecia militar que a la civil, pero el gobernador inglés de Gibraltar no encontró solución mejor que entregar a los fugados de nuevo en manos de sus carceleros españoles, en Ceuta. Sin embargo, este oprobio llegó hasta oídos del príncipe regente de Inglaterra, gracias a gestiones de Thomas Richard, quien le hizo llegar un alegato escrito por Roscio donde se invocaba el derecho, fechado el 11 de mayo de 1814. Entonces, después de transcurrido más de un año, el príncipe regente solicitó a Fernando vii la libertad de aquellos presos americanos, cosa que el monarca se vio en la necesidad de concederle, y fue cuando los fugados partieron de España por sus propios pasos. Además de Roscio, fueron liberados el presbítero radicado en Venezuela desde 1803, José Cortés de Madariaga, y los coroneles Juan Pablo Ayala y Juan Paz del Castillo. La orden real es del 10 de septiembre de 1815.

Libre en Jamaica y Filadelfia

De la península ibérica salió Roscio con rumbo a Jamaica y luego se estableció en Filadelfia, ciudad en la que publicó El triunfo de la libertad sobre el despotismo. Sin la menor duda, la pieza más importante que Roscio escribió. Afirma Luis Ugalde, S. J., en su libro El pensamiento teológico-político de Juan Germán Roscio, que esta obra fue escrita en las cárceles españolas, y que al poco tiempo de estar en Filadelfia el autor la entregó a la imprenta, en 1817. Entonces desconocía el extraño destino de la obra, editada seis veces fuera de su país, e ignorada en él hasta 1953, como veremos más adelante.

Sabemos que estuvo en Jamaica, en compañía de Cortés de Madariaga, por lo menos hasta mediados de junio de 1816, porque allí fecha una carta enviada a Martín Tovar en Caracas. Sabemos que a finales de este año se traslada a Filadelfia, donde se publica su libro el año siguiente. De los años de prisión en Cádiz y Ceuta (1812-1815) no contamos con cartas, hasta ahora. Después de una corta estadía en Nueva Orleans, llega a Filadelfia, en donde permanecerá hasta mediados de 1818, cuando navega hacia Angostura.

Luego, hacia mediados de 1818, lo encontramos al lado de Bolívar en Angostura, a quien acompañó en las aventuras de los próximos tres años, tanto la de la reconstitución de la República de Venezuela como la de la creación de la República de Colombia, de la que Venezuela pasó a ser un departamento. En estos años, don Juan Germán se desempeñó como redactor principal del Correo del Orinoco, director general de Rentas, presidente del Congreso de Angostura, vicepresidente del Departamento de Venezuela y vicepresidente de Colombia. Murió el 10 de marzo de 1821, cuando ocupaba este último cargo, días antes de reunirse el Congreso de Cúcuta, el que redactó la Constitución de 1821. Fue sustituido por Antonio Nariño, quien también recién regresaba a Colombia de su prisión española.

¿De qué murió? Malestar generalizado apunta el informe. Fiebres, decaimientos, aquella imprecisión típica de la medicina de la época, que cuando no atinaba a ubicar las causas de la enfermedad señalaba los síntomas. Pareciera un cáncer que lo fue minando, porque en cartas ya anuncia sus malestares, en Angostura, cuando se preparaba para cabalgar hacia Cúcuta. No fue un mal respiratorio, como el de Bolívar, porque ese no hay manera de confundirlo. Incluso entre febrero y mayo de 1820 estuvo convaleciente, según consta en sus misivas. No falleció de un mal repentino; lo incubaba.

Su obra escrita

Detengámonos en la obra aludida, acaso la más importante escrita en el período independentista hispanoamericano. Como es sabido, esta obra de Roscio es de las pocas reflexiones teóricas justificatorias de la emancipación de las provincias españolas en América. Del mismo autor contamos con el opúsculo redactado en 1811, en plena faena del Congreso Constituyente, titulado El patriotismo de Nirgua y abuso de los reyes, en el que ya se advertía la tesitura teórica de su autor. Las mismas tesis las hallamos en el Manifiesto aludido antes.

En El patriotismo de Nirgua y abuso de los reyes, un ensayo breve de 1811, ya su posición está clara. Afirma:

«Aunque pecó el hombre quedó siempre ilesa su voluntad y libre albedrío para establecer el gobierno que fuese más conveniente a su felicidad: y de esta fuente nace el derecho que tienen los pueblos para quitar, alterar o reformar el gobierno establecido cuando así lo exige la salud pública, y el convencimiento de ser establecido para servir, no para dominar a los hombres; para hacerlos felices, no para abatirlos, para conservar su vida, su libertad y sus propiedades, no para oprimirlos ni sustraerles sus fueros sagrados e imprescriptibles (Roscio, 1953: 87).»

El triunfo de la libertad sobre el despotismo constituye el más arduo y completo esfuerzo de un católico de la época por hallar razones bíblicas para la libertad, en contra de las razones bíblicas que el monarca esgrimía a su favor, conocidas como el «derecho divino de los reyes». Es sobrecogedor el esfuerzo de Roscio: repasa con lupa la Biblia buscando desmontar el andamiaje opresor que se fundamentaba en textos sagrados, y busca construir otro que, basado en los mismos textos, trabaje a favor de la libertad: «A las páginas del reino espiritual de Jesucristo iban los enemigos de la libertad en busca de textos que sirviesen de dogma al gobierno temporal de las gentes contra la sana intención de su autor» (Roscio, 1996: 8).

Roscio cree hallar en el Antiguo y el Nuevo Testamento toda una organización social sustentada en la igualdad y la libertad, muy distinta a la que la monarquía venía estableciendo. De modo que puede afirmarse que adelanta una lectura filosófica y política de la Biblia desde postulados distintos a los de la monarquía. El propio autor lo señala en el prólogo de su obra: «Por fruto de mis tareas saqué argumentos contra la tiranía, y por la libertad nuevas pruebas del carácter sublime y divino de una religión que hace las delicias del hombre libre, y el tormento de sus opresores» (Roscio, 1996: 5).

El trasfondo filosófico en el que se apoya el autor es el liberalismo. De ello dan fe las diversas alusiones a El contrato social de Juan Jacobo Rousseau, así como a ciertos principios cartesianos, pero no abandonaba su formación católica. En tal sentido, no puede afirmarse que Roscio fuese un liberal ortodoxo, más agnóstico que creyente, ya que su condición de feligrés no la abandonó nunca. De modo que uno de los primeros intentos hispanoamericanos, si no el primero, por avenir postulados liberales y católicos ha debido ser este de Roscio. Más que una refutación liberal de postulados de teología monárquica, nuestro autor se esmeró en dibujar una teología emancipadora, sustentada en los mismos libros sagrados en que se fundamentaba la contraria.

Que el sustento filosófico de Roscio fuese el liberalismo no puede sorprendernos: para nadie es un secreto que fueron estas ideas las que condujeron a la independencia de los Estados Unidos de Norteamérica, primero; a la Revolución francesa, después y, finalmente, a la independencia de las Provincias de España en América. Este cuerpo de ideas, naturalmente, se enfrentó al poder constituido del señor feudal y del monarca por igual, y abogaba por la creación de repúblicas libres, gobernadas bajo el imperio de leyes fundadas en los principios de la libertad y los derechos del hombre, todos ellos consustanciales al individualismo, que no hay manera de disociar de las ideas liberales.

Pero si por una parte El triunfo de la libertad sobre el despotismo es una lectura crítica de los textos sagrados con un fin político, por otra recoge un norte y un programa de acción. Así queda establecido en el mismo prólogo antes citado: «Cooperemos todos al exterminio de la tiranía, al desagravio de la Religión ofendida por el déspota que la invoca en su despotismo; unamos nuestras fuerzas para el restablecimiento de la alta dignidad de nuestros semejantes oprimidos» (Roscio, 1996: 6). Este llamado a la acción lo acompaña el autor con su vida pública, confluyendo así en su sola persona el derrotero del hombre de pensamiento y el del hombre de acción, aunque jamás en el campo de batalla, blandiendo una espada.

El libro, además, está escrito en un lenguaje de gran elegancia, con frecuentes recurrencias al Yo dramático que años después desarrollaría en Venezuela el poeta José Antonio Ramos Sucre. La argumentación, aunque le rinde tributo a la pasión, no deja de lado el peso persuasivo de las racionalizaciones. Entonces, el abogado de correcta formación emerge en el texto, acompañando al tono confesional en que está escrito el libro, recordando las Confesiones de san Agustín: «Adopté el método de confesión, imitando las de San Agustín, por haberme parecido el más propio y expresivo de la multitud de preocupaciones que me arrastraban en otro tiempo» (Roscio, 1996: 5).

No exagero al afirmar que este libro, en muchos sentidos asombroso, constituye el más acabado esfuerzo por justificar la libertad de las provincias españolas en América desde la perspectiva de un católico comprometido, ayudado por el cuerpo de ideas del liberalismo. Además, pasado el período emancipador, el libro que trabajamos es de las pocas fuentes con que contamos de los sustentos teóricos de la empresa independentista.

No obstante el catolicismo confeso de Roscio, no faltan quienes lo ubican en la lista de los masones y, la verdad, pareciera que sí lo hubiera sido, ya que recibió unos apoyos típicos de la cofradía masónica, tanto en su paso por Jamaica como en su estadía en Filadelfia. De la pertenencia de Miranda a la masonería no hay la menor duda, pero la de Roscio no se ha ventilado suficientemente. No nos atrevemos a afirmar su pertenencia diáfana porque no contamos con pruebas testimoniales contundentes, pero lo que sí es cierto es que su confesionalismo católico no habría sido óbice para la pertenencia a una organización secreta que luchaba por la libertad y que, sin duda, fue introductora y animadora de las ideas liberales en América. Pero no es interés de este trabajo dilucidar su filiación masónica; tampoco eludirla, ya que en toda la gesta independentista estuvo presente, sobre todo como sistema de conexión entre mucha gente y efectivo respaldo en «las verdes y las maduras».

Como dijimos antes, consta la filiación masónica de Miranda, fundador en Londres en 1800 de la logia Gran Reunión Americana, que centralizaba las, llamadas por el Precursor, «logias lautarinas» en América, en homenaje a Lautaro, quien dio muerte a Pedro de Valdivia, en Chile, en 1553. Algunos creen que la iniciación mirandina ocurrió en Virginia, a instancias de George Washington, pero no nos atrevemos a afirmarlo porque sospechamos que ha podido ser antes, en Europa. También consta la bolivariana, cuya iniciación se presume en Cádiz, en 1803, pero el Libertador se refirió a la masonería en el Diario de Bucaramanga con desprecio:

«Habló de la masonería, diciendo que también él había tenido la curiosidad de hacerse iniciar para ver de cerca lo que eran aquellos misterios, y que en París se había recibido de Maestro, pero que aquel grado le había bastado para juzgar lo ridículo de aquella antigua asociación, que en las logias había encontrado algunos hombres de mérito, bastantes fanáticos, muchos embusteros y muchos más tontos burlados; que todos los masones se asemejan a los niños grandes jugando con señas, morisquetas, palabras hebraicas, cintas y cordones... (Bolívar, 2010: 221).»

No obstante lo dicho, es evidente que Bolívar se sirvió también de la red masónica en circunstancias difíciles de su vida. En suma, creemos que Roscio se acercó a la masonería y comulgó con sus aspectos liberales en cuanto al republicanismo en ciernes y que, también, recibió apoyo de algunos de sus integrantes, pero estas evidencias no nos conducen a creer que formara parte de una logia de manera sistemática y recurrente, ni creemos que el origen de sus ideas liberales estuviera allí, sino en la lectura directa de los textos liberales de su tiempo.

El meollo del concepto de soberanía

Como puede suponerse, el concepto de soberanía es consustancial a las reflexiones teóricas de Roscio, ya que el determinar en quién reside esta es importantísimo para saber quién puede ejercerla. No olvidemos que la justificación política y teológica de la monarquía estribaba en que la soberanía estaba en manos del rey por decisión divina y, según los seguidores de esta tesis, ello constaba en la Biblia. De modo que para Roscio va a ser fundamental demostrar lo contrario. Desde el capítulo II de su libro, sus esfuerzos se expresan abiertamente:

«Por más que se afanen los déspotas y sus cortesanos, la soberanía ha sido y será siempre un atributo natural, e inseparable del pueblo. Este es un dogma político y cuasi religioso, que no puede recibir lesión alguna en el presente texto, ni en otros concordantes, que por ignorancia, o malicia se han extraído de unos libros destinados, no a la enseñanza del derecho natural y de gentes, sino a la instrucción de otro orden de cosas (Roscio, 1996: 18).»

Más adelante, nuestro autor le voltea la carga de la responsabilidad al monarca. Pasa, de aceptar la excusa de responsabilidad por parte del rey frente a sus súbditos, a exigirle cuentas, vinculadas con el contrato tácito que vive entre quienes delegan su soberanía (el pueblo) y quienes la ejercen por delegación (el gobernante), afirma: «Del número de combatientes y contribuyentes resulta la dignidad y grandeza del monarca, y de la falta de ellos su ignominia y mengua política: de ellos, pues, la dignidad o vilipendio» (Roscio, 1996: 23). A todas luces, nuestro autor va a considerar el ejercicio del gobierno como el fruto de una delegación de la soberanía por parte del pueblo que, a su vez, exige deberes y derechos por parte de los sujetos involucrados en el contrato. Luego, en capítulo posterior, en el tono de confesión característico, y dirigidas sus palabras a Dios, explicándose ante él, se explica ante nosotros, diciendo:

«Imaginaba yo que la soberanía era una cosa sobrenatural e invisible, reservada desde la eternidad para ciertos individuos y familias, e íntimamente unida con la palabra Rey, para infundirla a su tiempo en el cuerpo y alma de aquellos que obtuviesen este título por fas, o por nefas. Otras veces la consideraba como una cualidad espiritual y divina, inherente a tu omnipotencia, de donde se desprendía milagrosamente para identificarse con los monarcas y caracterizarlos de vicedioses de la tierra. Esta idea me había venido de la que yo tenía formada de la Gracia santificante, de la virtud sacramental y la potestad de orden en los ministros del culto (Roscio, 1996: 25).»

En páginas posteriores, Roscio comienza a enseñar sus cartas, y de ellas se desprende que ha abrevado en el pensamiento liberal; de lo contrario, no se explican sus formulaciones acerca de la naturaleza del contrato y, en consecuencia, de la fuente de la soberanía. Señala:

«Se forman compañías en que cada socio pone por capitales aquellas virtudes intelectuales y corporales, que sirven de materia al contrato social; conviniéndose en no disponer ya de este caudal con toda aquella franqueza con que lo hacía en su anterior estado. Ahora la voluntad general de los compañeros es la única regla que debe seguirse en la administración del fondo común, que resulta de la entrada de tantos peculios particulares, del cúmulo de tantas soberanías individuales (Roscio, 1996: 28).»

Evidentemente, ha leído El contrato social de Rousseau y algunos otros textos liberales que no ha sido posible determinar. De hecho, hay un libro que nuestro autor cita en repetidas oportunidades cuya autoría, hasta ahora, los estudiosos de su obra no han podido precisar, ya que se refiere al libro sin citarlo ni mencionar su autor. Se hace evidente que Roscio ha hallado una analogía entre la relación contractual de una compañía y la que existiría en la república entre el pueblo y quien detenta la soberanía delegada por este. Tanto es así, que de inmediato se refiere al marco que le daría legitimidad y cauce a esta relación contractual: las leyes. Dice: «Es la más noble parte de la soberanía este poder legislativo, la más ventajosa facultad que el hombre recibió de su autor» (Roscio, 1996: 28).

Antes de esta cita, ya el autor ha advertido que la ley viene a ser la expresión del voto general, es decir, la expresión escrita de la voluntad general en ejercicio de la soberanía. Como el buen liberal que viene cuajando dentro de él, Roscio advierte que sin leyes la soberanía del pueblo no encuentra cauce; sabe que la inexistencia de leyes beneficia al monarca, del que depende el curso del gobierno cuando no se dispone de un marco regulatorio. Luego, en capítulos posteriores, nuestro autor vuelve al curso de sus reflexiones teológicas con la Biblia en la mano. Entonces halla razones históricas, y señala:

«Más de doscientos años después de la emigración de Jacob, salió de Egipto este pueblo soberano, sin leyes escritas, ni sistema fijo de gobierno: la ley no escrita, su voluntad general, practicada bajo el dictamen de la razón, había sido la regla constitucional de este cuerpo político (Roscio, 1996: 39).»

Unos cuantos capítulos más le dedica Roscio al tema de la soberanía. Después se adentra en otros temas, pero uno de los párrafos más concluyentes en esta materia va a ser este:

«El derecho que el hombre tiene para no someterse a una ley que no sea el resultado de la voluntad del pueblo de quien él es individuo, y para no depender de una autoridad que no derive del mismo pueblo, es lo que ahora entiendo por libertad: leyes humanas, no divinas son las únicas que vienen en esta definición: en ella tampoco están comprendidas las potestades celestiales; todas aquellas que el príncipe de los Apóstoles llama hechura de hombres, son las que tocan a la libertad definida (Roscio, 1996: 67).»

Una vez concluida la lectura de El triunfo de la libertad sobre el despotismo se hace evidente, como creo haberlo demostrado, que la fuente filosófica de su pensamiento es el liberalismo, el llamado hoy en día liberalismo clásico, pero también queda claro que no es esta su única fuente filosófica. La otra, evidentísima, es el cristianismo, en particular el Antiguo y el Nuevo Testamento. Una tercera fuente, de origen profesional, es la jurídica, dada la educación en leyes que recibió Roscio; pero esta última, aunque puede afirmarse que constituyó el camino de entrada a las ideas liberales, en sí misma no representaba una formación liberal. Esto nos lleva a afirmar que la consecuencia lógica de un abogado formado en una provincia española en América no es la natural asunción del liberalismo. Por el contrario, el esfuerzo intelectual de Roscio constituye un aporte de tal importancia precisamente por eso, por su singularidad, por la rareza que significaba entonces el proyecto de hacer compatibles el catecismo católico y las ideas liberales en un ámbito intelectualmente dominado por ideas contrarias.

Quienes han querido ver en el libro de Roscio un lejano antecedente de la llamada Teología de la Liberación se equivocan. Las fuentes de esta teología cristiana son, ciertamente, los textos bíblicos, pero no en diálogo con las fuentes liberales sino con las marxistas, universo conceptual que no existía para cuando Roscio batallaba en el mundo. Las ideas liberales que él maneja son las mismas que van a dar nacimiento a los Estados Unidos de América, a la Revolución francesa y a la independencia de las provincias españolas en América. Es decir, las ideas que dieron nacimiento a las repúblicas, que dieron al traste con las monarquías, y que fueron constituyendo un Estado de Derecho moderno sobre la base, entre otros, de un concepto central para todo el andamiaje posterior: el concepto de soberanía. En esto Roscio puso el dedo en la llaga: una vez determinada, bíblicamente, la residencia de la soberanía, pues todo lo demás constituía una consecuencia de semejante dilucidación, y toda la argumentación del rey a su favor se venía abajo, dando paso a la línea argumental siguiente que ya hemos mencionado.

En el panorama hispanoamericano de su tiempo va a ser difícil que hallemos un esfuerzo intelectual de mayor envergadura que el de Roscio. Ninguno, que sepamos, de los personajes participantes en las guerras de independencia americana adelantó un esfuerzo semejante, pero la verdad es que la divulgación de este libro fue muy escasa en su momento, por no decir inexistente. No ocurrió así en México, don de además de alcanzar tres ediciones, lo que era extraordinario para entonces, fue texto de suma importancia para la formación de Benito Juárez. Así lo certifica el biógrafo de Juárez, Héctor Pérez Martínez, en su obra Juárez, el impasible, cuando afirma: «Juárez hace de este último libro el compañero fiel. En los corrillos del Instituto gusta discutir ardientemente los temas del autor venezolano: la palabra «libertad » toma en sus labios una entonación grave, un sentido misterioso. Parece una invocación...» (Pérez Martínez, 1945: 31).

Los avatares de la edición

La edición venezolana de la obra representa una historia en sí misma y merece ser referida. Siendo publicada por primera vez en Filadelfia en 1817, luego se reedita en la misma ciudad en 1821 y una tercera edición en la misma urbe es de 1847. En México se imprime por primera vez en 1824; luego en 1828 y después en 1857. La primera edición venezolana es de 1953, gracias al empeño de Pedro Grases, quien la compila y le encarga el prólogo a Augusto Mijares. La edición con la que trabajo es la más reciente, la publicada por la Biblioteca Ayacucho en 1996. Grases consiguió en la librería Dolphins, de Oxford, un ejemplar de la obra y se lo llevó a Venezuela. Con ese ejemplar pudo imprimirse la primera edición venezolana, como dijimos, en 1953. Es decir, 136 años después de impresa por primera vez. A partir de aquí, caben algunas inferencias.

Recordemos que Roscio regresa a Venezuela después de su prisión en Ceuta y su paso por Jamaica y Filadelfia. Es de suponer que trajo ejemplares de su obra o que le llegaron después y los repartió entre interesados y amigos, pero no contamos con mucha información al respecto, más allá de algunas cartas en las que hace referencia a su libro. Sabemos que Bolívar, por ejemplo, leyó la Historia de la revolución de la república de Colombia y la América meridional de Juan Manuel Restrepo porque así se lo comenta a Louis Perú de Lacroix en el Diario de Bucaramanga, pero ignoramos si leyó a Roscio. Es poco probable que el autor no le haya entregado a Bolívar en Angostura, en 1819, un ejemplar de su libro. En cualquier caso, ningún comentario bolivariano conocemos, así como ningún otro de algún probable lector. Tampoco conocemos alguna queja de Roscio de tan indiferente acogida para una obra de tanto peso teórico. Por el contrario, las veces que menciona su libro en cartas, lo hace con una humildad conmovedora, como si se tratara de una obra miscelánea o secundaria. Por otra parte, se nos dirá: estaban en guerra, no estaban para lecturas de peso. Es cierto, pero la guerra culmina en la América española en 1824, con la batalla de Ayacucho, y luego en tiempos de paz tampoco se cuenta con alusiones al libro.

Asuntos personales

Indaguemos ahora en aspectos de su vida personal. Sabemos, por carta enviada por Roscio a Francisco Carabaño el 17 de julio de 1820, que tenía un hermano sacerdote en Cádiz, llamado José Félix, quien antes había sido vicario de Puerto Cabello. Sabemos que don Juan Germán estaba casado con doña Dolores Cuevas, natural de Cádiz, y que contrajo nupcias en mayo de 1819, ya en Venezuela. Todo indica que el amor nació en Ceuta, ya que entonces los presos tuvieron la ciudad por cárcel y las posibilidades de establecer vínculos estuvo presente. Ignoramos por qué la pareja tardó tres años en reunirse, pero suponemos que los rigores jamaiquinos y filadelfinos les impidieron juntarse. Recordemos que Roscio no contaba con bienes de fortuna y estuvo al borde de la mendicidad en el exilio. Difícilmente podía hacer venir a su prometida cruzando el Atlántico.

También, gracias a un testamento que firma en Filadelfia el 14 de abril de 1818, cuando estaba postrado al borde de la muerte, sabemos que solo un hermano tenía y que no había procreado. Sospechamos que su hermano murió en España, al igual que su mujer, quien, suponemos, regresó a la península una vez fallecido Roscio en Cúcuta. El apellido no pudo trascender en Venezuela y desapareció, ya que los dos únicos varones no dejaron descendencia. Sin embargo, circula la especie de que una mujer en 1889, muchos años después, solicitó pensión al gobierno venezolano, aduciendo ser hija de Roscio, pero parece poco probable que hubiera procreado una hija sin que nadie se hubiera enterado. De modo que no podemos otorgarle crédito. Tampoco hallamos rastro venezolano de la viuda; por eso estimamos que regresó a España.

Podemos organizar la vida de Roscio en cuatro etapas. La primera, de la infancia y la adolescencia, entre 1763 y 1774, año en que se muda a Caracas, a los once años. La segunda, de formación, entre 1774 y 1800, cuando culmina estudios de Derecho Civil, tiene 37 años y está en pleno juicio en la Real Audiencia. La tercera, entre 1800 y 1809, año en que deja de trabajar para la Capitanía General de Venezuela y comienzan a aflorar sus ideas republicanas. La cuarta, entre 1809 y 1821, entre sus 46 y sus 58 años, donde se entrega plenamente a la causa republicana y conoce la cárcel, el exilio y redacta su obra fundamental.

Apuntes finales

¿No es de una perfecta lógica que el autor y el libro más importante del período de la gesta independentista sean muy poco conocidos en un país doblegado por la infausta impronta militar? ¿Qué lugar reservó la historiografía oficial, a veces más cercana de la teología que de la historia, para un abogado que, para colmo, era federalista, lo que es lo mismo que decir antibolivariano? Pues un lugar muy exiguo en la mitología republicana. Era civil, no era militar. ¿Dónde se ubica a un hombre de ideas, leyes y constituciones en un universo imantado por la magia guerrera? Si llegan a veinte los venezolanos que han leído su obra, exagero; en los países hermanos del continente rara vez han escuchado su nombre, mucho menos la existencia de su libro.

Bello y Roscio comparten lugar en el altar del imaginario colectivo: gente de ideas, no de acción. Menudo pecado en una sociedad sacudida por infantilismos crónicos. No obstante la similitud, el legado de Bello es de mayor magnitud que el de Roscio, naturalmente, lo que hace de su posición secundaria en el panteón patriótico venezolano una falta más elocuente.

La memoria de los pensadores liberales y federalistas en Venezuela ha sido sistemáticamente relegada en aras del centralismo autoritario. Dos ejemplos bastan para confirmar lo que afirmamos: Roscio y Cortés de Madariaga. El peso de Bolívar y su credo centralista, que abrazó la presidencia vitalicia y hereditaria en la Constitución de Bolivia de 1826, ha sido de tal dimensión que quienes profesaban un liberalismo más ortodoxo pasaron a segunda fila. No solo en su tiempo sino en la memoria histórica. De esa injusticia ha sido víctima Roscio, el civilista republicano mejor formado de su tiempo, el autor de mayor peso teórico de los años de la gesta independentista.

Bibliografía

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Ugalde, Luis. El pensamiento teológico-político de Juan Germán Roscio. Caracas, Ediciones La Casa de Bello, Colección Zona Tórrida, 1992.

José Cortés de Madariaga: un cura liberal

La vida de José Cortés de Madariaga está poblada de acontecimientos tan azarosos que bien podría ser un desafío para los astrólogos. Nació en Santiago de Chile el 8 de julio de 1766 y falleció en Río Hacha en la primera semana de marzo de 1826. Precisar el día hasta ahora ha sido imposible, así como ubicar el lugar exacto donde reposan sus restos. Murió a los 60 años, de causa también desconocida. Esta bruma que imanta su fallecimiento no hay manera de despejarla, ya que los registros de Río Hacha fueron consumidos por el fuego y la partida de defunción del chileno no aparece.