Venezolanos excepcionales
Diez entrevistas
RAFAEL ARRAÍZ LUCCA
@rafaelarraiz

Para Almudena Manzano Arráiz, mi segunda nieta, recién nacida en Caracas, las voces de esta decena de venezolanos que enriquecen con sus obras el patrimonio de la república, nuestra comunidad histórica. Nuestro orgullo.

Prólogo

Las diez voces que se escuchan en estas páginas son excepcionales en grado extremo. Esa condición las reúne. Dos hombres públicos y escritores de aportes venezolanistas sustanciales (Úslar Pietri y Velásquez); un economista sobresaliente con marcada influencia nacional durante muchos años y un prestigio de honestidad acendrado (Maza Zavala); dos artistas de dimensión universal como no ha habido otros en Venezuela (Soto y Cruz-Diez); un dramaturgo, guionista de televisión y articulista con una personalidad histórica (Cabrujas); dos poetas de voces centrales que sellaron la historia de la poesía venezolana (Montejo y Ossott); un educador, sacerdote y rector, dueño de una celebrada inteligencia, para muchos el venezolano de mayor auctoritas de nuestros días (Ugalde) y una cantante que marca décadas en la música popular latinoamericana (Bravo). Todos se han distinguido por su trabajo de manera excepcional.

Entre las diez entrevistas, hay dos que gozan de notoriedad histórica por las consecuencias que trajeron. La primera en el tiempo es la de José Ignacio Cabrujas (1986), que dio origen a una polémica pública que incluyó a decenas de articulistas en distintos medios de comunicación. La cerilla que encendió la pradera fue la opinión del dramaturgo sobre Bolívar. La diatriba fue recogida en un libro intitulado La polémica sobre Simón Bolívar del teniente Raúl Oviedo Rojas. El teniente registra, entre artículos, caricaturas y cartas, 144 piezas. Esta fue, que mi memoria advierta, la última gran polémica que hubo en Venezuela. En ella intervinieron todos los articulistas e historiadores de la época: Manuel Caballero, Juan Nuño, Kotepa Delgado, Rubén Monasterios, Aníbal Nazoa, Manuel Pérez Vila, Manuel Rafael Rivero, Luis Villalba Villalba, Pedro Díaz Seijas, Jesús Sanoja Hernández, entre muchos otros.

Veamos qué fue lo que afirmó Cabrujas que pudo desatar aquel vendaval.

Señaló:

«Bolívar nunca se dio cuenta de dónde estaba parado, a lo mejor si se da cuenta se hubiera paralizado, pero Bolívar era lo suficientemente loco y disparatado como para olvidarse de que él vivía en un territorio con limitaciones históricas determinadas. El creía que esto formaba parte de la historia. Como él trabajaba para la gloria y la gloria era Europa, quería tener la admiración de los franceses, por lo tanto escogió este decorado para impresionar a los europeos. Fue un pésimo político porque era un hombre de acción, mientras la acción duró, el tipo andaba muy bien […] Bolívar es un personaje fantástico, no por lo que siempre se dice de bajarlo de la estatua (cosa que le hubiera molestado muchísimo porque trabajó para una estatua, se hubiera indignado si alguien le dice que no era una estatua) sino porque es un personaje excepcional, porque es un tipo demasiado solitario, arbitrario y con un «yo» que no creo que ningún otro venezolano haya tenido. Tenía un concepto de sí mismo tan apabullante, tan carente de paisaje. El se cree el centro del mundo y no ve esto sino como decorado, no le importa en lo absoluto la realidad, por eso llegó a tanto. Un tipo que comete el exabrupto, cuando está liquidado políticamente, de andar pensando cómo van a ser sus relaciones con Inglaterra. Bolívar era un alucinado, un desaforado, un delirante tapando su yo en todo momento para que nadie captara su intimidad, con una vida sentimental terrible.»

La otra entrevista fue la última que Arturo Úslar Pietri concedió in extenso. Antes de la conversación intitulada Arturo Úslar Pietri: ajuste de cuentas (2001), tan solo dos libros de entrevistas con el autor se habían publicado. Nos referimos a Conversaciones con Úslar Pietri (1978) de Alfredo Peña y a Úslar Pietri: muchos hombres en un solo hombre (1988) de Margarita Eskenazi. De modo que estos diálogos que tuvieron lugar en la biblioteca de su casa de La Florida han quedado como una suerte de última palabra, a sus 94 años.

En la entrevista, Úslar opina libremente sobre sus contemporáneos y ello ha causado no pocas urticarias. De Rómulo Gallegos afirmó: «Gallegos era un hombre muy débil, muy perezoso mentalmente, la obra de pensamiento de Rómulo Gallegos no existe. Nada, ni un artículo. Era muy timorato, le costaba muchísimo tomar decisiones ». Acerca de Rómulo Betancourt no fue menos lapidario. Dijo: «Era un hombre con un potpourri atravesado, no tenía ningún estudio serio, un hombre de mucha ambición y de mucha audacia». La misma severidad expresó al referirse a Rafael Caldera: «Caldera es un hombre muy raro. Yo creo que, básicamente, es un hombre muy limitado de horizontes y tiene, en el fondo, una tendencia autoritaria y monástica». De Carlos Andrés Pérez señaló: «Carlos Andrés Pérez es un aventurero, muy astuto, muy ambicioso». Y, finalmente, dijo de Hugo Chávez: «Un delirante, ignorantísimo, dice disparates, qué desgracia, el país no logra encaminarse».

Aclaro, una vez más, que al terminar de transcribir y editar estas conversaciones con Úslar Pietri le envié el manuscrito para que lo leyera (eso ocurrió en diciembre del 2000 y en enero del 2001 recibí el manuscrito de vuelta). Como entonces casi no veía, se lo leyó su hijo Federico Úslar Braun. Estuvieron conformes, no modificaron nada de fondo; tan solo una coma mal puesta, que se me había pasado, y un hecho nimio: que el premio Príncipe de Asturias no se lo entregó el rey de España, Juan Carlos I, sino, naturalmente, el príncipe Felipe, hoy monarca.

Las entrevistas con Domingo Felipe Maza Zavala, Jesús Soto y Carlos Cruz-Diez no se han publicado antes, son inéditas. Por distintas causas se mantuvieron así hasta ahora que las entrego en manos del lector. Las otras siete que conforman la decena se publicaron antes, pero no con el criterio con el que ahora se recopilan. El orden en que aparecen las conversaciones es cronológico en relación con la edad de los entrevistados, no en cuanto a la fecha en que se sostuvo el diálogo. Concluyo recordando a Jorge Luis Borges y su relación con la entrevista. Él, que fue centenares de veces entrevistado, no dejaba de señalar que todo diálogo era un homenaje a Platón, que en el fondo eso era una entrevista: un eco del diálogo platónico. Pero también habría que añadir muy borgeanamente que se trata de una forma de civilidad, de cortesía, de interés por el otro. Los violentos no dialogan; de allí que podamos asegurar que la conversación es el ejercicio de paz por excelencia. Sin diálogo no hay democracia, no hay reconocimiento del otro.

Por último, quiero agradecer muy encarecidamente a estos diez venezolanos, quienes me abrieron las puertas de sus casas y estuvieron dispuestos amablemente a responder mis preguntas. Sin ellos, las páginas que siguen no habrían pasado de ser un sueño. Ellos las hicieron una realidad.

RAL

Arturo Úslar Pietri: ajuste de cuentas

La cuadrícula urbana caraqueña comenzó a ser desbordada hacia finales del siglo xix. Aquel trazado típico de la obra colonizadora española en América se desdibujó por el efecto de la urbanización de las haciendas de la periferia. Uno de los primeros trazados urbanísticos hacia el este de la ciudad fue el de la urbanización La Florida, hacia la tercera década de la presente centuria. Allí queda la casa de Arturo Úslar Pietri: una edificación característica del tiempo en que fue levantada, bajo las pautas de diseño arquitectónico de Carlos Raúl Villanueva.

La mayor parte de su existencia ha transcurrido en esta residencia. El largo período de su vida matrimonial con Isabel Braun Kerdel y el nacimiento de sus dos hijos, Arturo y Federico, encuentran marco entre las paredes de este espacio austero. El centro del inmueble, quién lo duda, está en la biblioteca. Dos rectángulos tapizados por estantes de madera, que construyó el padre ebanista de su amigo el escultor Francisco Narváez, constituyen el epicentro de la vida de un hogar que se distingue por su sobriedad. Apenas tres imágenes saludan entre la vivacidad de los libros: una miniatura de Bolívar, pintada por Espinoza, que le regaló su primo hermano y amigo entrañable Alfredo Boulton, y dos fotografías de enorme poder simbólico en su vida: una con el presidente Isaías Medina Angarita, en el momento en que firma el acta como secretario de la Presidencia, y otra con Jorge Luis Borges, cuando el maestro argentino estuvo de visita en Caracas, en 1982. Úslar y dos personajes centrales de sus dos devociones: la política y la literatura.

Para llegar a la biblioteca se atraviesa el comedor. Allí, sobre una mesa, reposa el premio Príncipe de Asturias que el escritor recibiera de manos de don Felipe de Borbón en 1990. Una talla de madera oscura de Narváez dialoga, desde la pared, con la madera clara de los muebles escandinavos del comedor. Antes una suerte de recibo, columna vertebral que distribuye, nos espera una vez que hemos franqueado la puerta. Los mosaicos del piso, rojos y con pequeñas ilustraciones como medievales, me remiten al tiempo en que en Caracas se hacía este tipo de piezas. En el jardín un pastor alemán expresa su poder amenazante ladrando, una vez que un portón negro, encuadrado en una pared cubierta de hiedra, se ha abierto para nosotros. Desde hace casi veinte años vengo a conversar con el doctor Úslar con alguna frecuencia, pero solo ahora hemos decidido de mutuo acuerdo grabar unas cuantas horas de diálogo. El preludio de estos diálogos está en una entrevista que sostuvimos con motivo de sus 80 años, momento en el que el país entero se dispuso a celebrar su vida y su obra. Incluso sus adversarios históricos participaron entonces del homenaje. El escritor ha cumplido 94 años y se anima a hacer un recuento de sus avatares y a volver sobre sus obsesiones temáticas. Corren los meses finales del 2000: vamos del calor bochornoso de agosto al reconfortante fresco decembrino. El cielo se va despejando.

I) La estirpe familiar, los primeros años

El 16 de mayo de 1906 nace en Caracas el hijo de Arturo Úslar Santamaría y de Helena Pietri Paúl. El primer Úslar en llegar a Venezuela fue Johann von Uslar, nacido en Lockum (Hannover), en 1779. Servía en el ejército inglés y, por tal motivo, en 1819 se embarca hacia Venezuela a luchar contra los españoles. Aquí llega al frente de un contingente de 36 oficiales y cerca de 300 soldados que lo conducen hasta la cúspide de la victoria patriota: la batalla de Carabobo.

Una vez concluida la guerra se establece en Valencia, donde contrae matrimonio con María de los Dolores Hernández. De ambos desciende el también general Federico Úslar Hernández, a quien sabemos partidario de la causa liberal de Guzmán Blanco, de quien fue condiscípulo. Federico fue el padre de Arturo Úslar Santamaría, quien también abrazó la carrera de las armas y alcanzó el grado de coronel en el ejército gomecista.

Por la rama de los Pietri, los puntos de llegada a Venezuela, como se sabe, son Carúpano y Río Caribe: puertos por los que desembarcó la gran inmigración corsa de principios del siglo xix. Su abuelo fue el médico y general Juan Pietri, quien llegó a desempeñar altísimos cargos en el aparato del Estado de su tiempo. De sus antepasados, Úslar Pietri conserva un lejano recuerdo.

Por el lado paterno, Juan Úslar, que era un alemán, hannoveriano, que se había educado en Inglaterra, había ido con Wellington a España y, por unas razones difíciles de explicar, resolvió organizar una expedición en Alemania y se vino con dos barcos y con una cantidad de voluntarios a Margarita, a sumarse a la independencia de Venezuela.

***

–¿Es su bisabuelo?

–Sí, el primer Úslar en Venezuela.

–¿Conoció a sus abuelos?

–Conocí a algunos de ellos; a don Federico Úslar, mi abuelo paterno. Cuando él murió yo tendría cuatro años. Pero a mi abuelo materno, el doctor y general Juan Pietri, lo conocí más. El murió siendo del Consejo de Gobierno y fue una figura política y militar muy curiosa. Cuando murió, yo tendría seis años. Recuerdo que iba con mi madre a saludarlo con mucha frecuencia. Lo veo sentado en el corredor de la casa leyendo el periódico con un gorrito en la cabeza, un gorrito de esos bordados. Tenía una barba y al entrar yo siempre le decía: «Bendición, gran papá».

–Aquel 16 de mayo es esperado en una casa caraqueña que quedaba entre las esquinas de Romualda y Manduca.

–Hasta hace poco existía. Cuando fui director de El Nacional hice que la retrataran para guardarla. Por ahí tengo un juego de fotografías. No sé cómo está ahora; no sé si la tumbaron o no.

–Después de Manduca viene Ferrenquín.

–Eso de darle nombre a las esquinas es cosa de Caracas; en el interior no es así. Es una herencia colonial. Eso vino de un obispo que hubo aquí, muy religioso, que resolvió, para poder rendir mayor culto a los santos, dedicarle cada esquina a uno distinto.

En 1912 es inscrito en la Escuela Unitaria que dirige Alejandro Alvarado, en su ciudad natal, pero al año siguiente lo cambian para el colegio de los padres franceses, bajo la égida del padre Benjamín Honoré. En 1916 su padre es nombrado jefe civil de Cagua y la familia se traslada a vivir a Maracay. Allí culmina la escuela primaria en la escuela municipal Felipe Guevara Rojas. Luego es inscrito en el bachillerato en el Colegio Federal de Varones, en la misma ciudad.

–Hice lo mejor que pude y tuve suerte de conseguirme algunos maestros muy buenos en Maracay, entre ellos el bachiller Rodríguez López, que era un hombre muy valioso, quien me enseñó mucho sobre el conocimiento de la naturaleza.

–En ese entonces Maracay era un pueblo.

–Era un pueblo que tenía cuatro mil habitantes, pero tenía unas casas grandes, muy buenas, porque Maracay tradicionalmente ha sido una ciudad preferida por los caudillos. A Páez le gustaba mucho Maracay; y a Gómez, desde luego.

–Es que el sitio es muy bonito. Esos valles son preciosos.

–Es muy bonito. Pero ahí está La Victoria, que era más ciudad, y, sin embargo, la gente prefería Maracay.

–De su infancia en Maracay nos llega la anécdota de su primer encuentro con el general Gómez.

–Yo iba para la escuela a las dos de la tarde; iba con alguno de los compañeros repasando la lección, y cogí la acera de la casa del general Gómez y venía absorbido en mis cosas y de repente sentí que iba a tropezar con alguien y era el general Gómez, que venía caminando con un policía por toda guardia.

–¿Venía con uno de esos trajes raros que él usaba?

–Sí, él se vestía de un modo muy caprichoso. Usaba unas botas sueltas de cuero muy fino hasta las rodillas. No usaba, salvo en actos oficiales, gorra militar. Usaba generalmente un panamá y una guerrera que no era regular tampoco, porque no usaba correaje; lo que se ponía era la presilla de general en jefe y usaba unas blusas de tela de seda.

–Probablemente Tarazona iba con él ese día.

–No, Tarazona no salía con él como edecán; Tarazona le servía en la mesa. Fue su asistente desde la época de las campañas, un hombre de su absoluta confianza, claro.

–Era un indio, ¿no?

–Creo que era más negro que indio. En esa casa del general Gómez en Maracay él tenía cosas muy valiosas, pero todo eso desapareció. Recuerdo que tenía un cuadro, de no sé cuál pintor venezolano, en el que estaban los hombres de la Revolución Libertadora. Entre ellos estaba mi abuelo. También recuerdo que tenía una copa de oro grande, muy bonita, que se la regaló una compañía petrolera, sobre un escritorio en un rincón, desde donde despachaba.

A mí me contaba Rubén González, que fue su ministro del Interior, que un día en que fue a darle cuenta allí donde estaba el escritorio, en una mesita al lado vio un folletico que el propio González había publicado años antes. Se llamaba «El gañán de La Mulera». Entonces, cuando González entró y vio el folletico, Gómez le dijo: «Alguien que no es amigo suyo lo trajo, pero no se preocupe, doctor; eso lo escribió usted cuando no éramos amigos; ahora somos amigos y eso ya no importa».

–En aquella infancia maracayera nació su amistad con un hijo del general Gómez, Florencio, y la consecuente cercanía doméstica con el general, además de que su padre trabajaba a su servicio.

–Yo fui amigo desde niño de Florencio Gómez y el pobre negro Gómez murió un día en Caracas. Era una excelente persona. Tuvimos una amistad toda la vida y eso me permitió ver unos aspectos muy interesantes de lo que era la vida de Gómez. A veces este se iba de Maracay a El Trompillo, a Güigüe, cuando le compró esas haciendas a Pimentel. Y entonces Florencio se empeñaba en que me fuera con ellos y a veces lo hacía, de modo que pasé muchos días en la misma casa del general y me sentaba en la misma mesa.

–¿Era de buen comer el general Gómez?

–Cómo no, pero le gustaba la comida muy tradicional, hervidos y cosas de esas.

–Y hablaba poco.

–No, a veces estaba muy hablachento. A veces se ponía a recordar, sobre todo cuando estaba allí Tobías Uribe, que fue su compañero de infancia.

–¿En qué se iban hasta El Trompillo?

–En un carrito, por carreteras que estaban parcialmente pavimentadas. En esa ruta conocí Magdaleno, una aldeíta que sale en Las lanzas coloradas. A veces el general Gómez comentaba la impresión que le produjeron los primeros negros que vio, cuando salió del Táchira. En esa época en el Táchira no había negros.

–¿Alguna vez oyó al general Gómez hablar de Castro?

–No.

Los años de la infancia y la adolescencia, que suelen ser los de la primera formación, fundamentales, transcurrieron, como vemos, en Maracay. De esos días, la opinión que hoy en día formula nuestro autor no es la más condescendiente.

–Mi formación fue muy pobre. Crecí en una aldea. Mi primera apertura al mundo fue cuando fui a Francia en el año 1929, cuando pude quedarme allá a lo largo de cuatro años. La mayor parte de mi formación tuvo lugar en colegios públicos de poco vuelo y no fui un estudiante brillante; no, nunca lo fui.

–¿Algún maestro, además del bachiller Rodríguez López en la ciencia, le enseñó el camino de la literatura?

–No, en verdad, mi educación fue muy mala, muy falla, toda en colegios públicos.

–¿De modo que usted se educó a sí mismo?

–Bueno sí, gracias a la vida y la curiosidad, por mi cuenta. Pero el joven Úslar no va a terminar el bachillerato en Maracay.

Primero pasa seis meses estudiando en Valencia, en el colegio salesiano, interno, y luego se muda a Los Teques, con su familia, en 1923, y estudia en el Colegio San José.

–Yo viví en Los Teques un tiempo, porque sufrí un paludismo pernicioso que me iba matando, y el médico recomendó aquel clima. Mis padres se mudaron para allá. Tuve una gran suerte: mi padre y mi madre se ocuparon mucho de mí, fueron excelentes conmigo.

–Usted tuvo un hermano menor, ¿no es cierto?

–Sí, Juan, 19 años menor que yo. Ya murió.

–De modo que usted creció como hijo único.

–La verdad es que sí, evidentemente, y eso me obligó a cierta soledad, a vivir mucho tiempo solo.

En 1924, a los dieciocho años, el joven Úslar presenta su tesis para optar al título de bachiller. Se titula: «Todo es subjetividad». El mismo año es admitido en la Universidad Central de Venezuela para seguir estudios de derecho. Comienza su vida adulta en Caracas, en la soledad de las pensiones, ya que sus padres regresan de Los Teques a Maracay.

–Cuando entré en la universidad mis padres permanecían en Maracay, y yo vivía aquí en casa de pensión. De entonces recuerdo que en la misma casa vivía el cabezón Guruceaga. Para un hombre de su edad, Rafael, es muy difícil comprender la pobreza, el aislamiento, la ignorancia, la precariedad y la limitación de lo que era la vida venezolana hasta la muerte de Gómez. Era una cosa terrible lo que había aquí, era muy inhóspito el ambiente. En esa época nos reuníamos mucho en la Tipografía Vargas, la imprenta, precisamente, de Guruceaga. El cabezón, como se le decía, era un alma de Dios, un excelente amigo, y nos sirvió a todos de apoyo, de ayuda. Yo, que fui de los primeros que publicó un libro, lo logré en parte porque mi padre me ayudó y en parte por las facilidades que Guruceaga me dio.

Los años universitarios del joven Úslar, entre 1924 y 1929, obviamente, serán fundamentales para la historia política y literaria de la Venezuela del siglo XX. Ya entonces Úslar colabora con frecuencia en la revista Élite, mientras se desempeña como escribiente en el Juzgado de Primera Instancia en lo Civil del Distrito Federal.

En 1928 va a fundar la revista de la vanguardia literaria venezolana Válvula, publicación de un solo número, y entregará su primer libro de cuentos: Barrabás y otros relatos. Pero así como sus compañeros de generación lo encuentran en primera fila en lo literario, no ocurre lo mismo en política. Mientras la mayoría enfrenta a Gómez, Úslar hace silencio. En varias oportunidades ha ventilado este asunto, y siempre ha confesado que hubiera sido muy difícil para él enfrentar el régimen para el que trabajaba su padre, el régimen presidido por el padre de sus amigos entrañables de infancia.

–La Generación del 28 es un mito que hay que revisar. La generación literaria fue muy pequeña y en ella yo sí tuve una participación muy grande, por el famoso editorial de la revista Válvula, pero lo que después se llamó, por intereses políticos, la Generación del 28 fueron aquellos estudiantes que protestaron contra Gómez en Caracas.

***

En 1929 se gradúa de doctor en ciencias políticas con la tesis «El principio de la no imposición de la nacionalidad y la nacionalidad de origen» e, inmediatamente, parte hacia París con un cargo diplomático: agregado civil de la Legación de Venezuela y, a su vez, secretario de la Delegación de Venezuela ante la Sociedad de las Naciones. Comienza otra etapa.

II) París era una fiesta

Los años parisinos de Úslar van a ser motivo de exaltación permanente en el momento en que el autor hace el recuento de su vida. No es para menos. El mundo le abre sus puertas. Es la primera vez que sale de Venezuela; cuenta con 23 años, y todas las ganas de hacerse un escritor. Al no más llegar a la capital de Francia asiste a las tertulias que presidía Ramón Gómez de la Serna, y en ellas conoce a quienes van a ser sus amigos más cercanos en su experiencia europea: Miguel Ángel Asturias y Alejo Carpentier; pero también conoce a Rafael Alberti, Luis Buñuel, Salvador Dalí, Luis Cardoza y Aragón, Robert Desnos, André Breton, Curzio Malaparte, Paul Valéry, Jean Cassou. Este último va a ser el traductor de su primera novela al francés; todos ellos personajes de aquel París mítico de los años veinte y treinta.

***

–Me fui a París el año 29 y me quedé, afortunadamente para mí, cuatro años y pico, que fueron muy importantes. Descubrí el mundo, salí de una Venezuela muy atrasada, aislada, muy ignorante, y me soltaron en medio de aquella fiesta, como decía Hemingway. Una fiesta en una época muy rica; eso que llaman la Europa de entreguerras, la época del surrealismo, de la Revolución rusa. Una época muy fecunda, llena de innovación, de motivaciones. Fue el momento en que aparece Sartre.

El viaje fue épico. El barco salía de La Guaira y tocaba en Carúpano, luego en Trinidad, Barbados, Martinica; allí cargaba carbón y el vapor se llenaba de polvo; luego Guadalupe, hasta que finalmente llegaba a Le Havre, 12 días después. En aquellos barcos, que se movían mucho, se leía; también había una orquestica y la gente bailaba. Otros, como el Colombie, en el que regresé casi cinco años después, tenían una piscina.

–¿Allá surgió la idea de escribir Las lanzas coloradas?

–Yo siempre he sido muy venezolano, y me preocupaba la llegada de 1930, que era el año del centenario de la muerte de Bolívar, y me preocupaba qué íbamos a hacer los jóvenes venezolanos con ese centenario. Entonces le escribí a Rafael Rivero, que se ocupaba de cine, a ver si hacíamos una película. En aquellos días yo había visto una película que me había impresionado mucho, de un autor ruso, que se llamaba Tempestad en Asia, y entonces pensé que podríamos hacer algo parecido, una película sin protagonista, como una rememoración o como el descubrimiento de nuestra civilización. Pero aquellos sueños no terminaron en nada y, bueno, el guion que era Las lanzas coloradas se convirtió en una novela.

–No es poca cosa, ¿no?

–La escribí en tres meses.

–¿En esos tres meses no hizo otra cosa?

–Sí, trabajaba en la Delegación venezolana con César Zumeta: un hombre muy fino, con quien tuve estupendas relaciones. Le servía de secretario; él me dictaba cartas y otros documentos. Conocía a fondo la historia de Venezuela.

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Después de aquella primavera en que escribe su primera novela, viaja a Italia, y al año siguiente hace un alto en sus labores y viaja a España: busca un editor para su primer fruto novelístico. Lo consigue (Editorial Zeus, Madrid) y el éxito es inmediato: se pone en marcha el mecanismo de la traducción y en años siguientes salen a la calle las versiones francesa y alemana. Se detiene, el mismo año, con su amigo Asturias, enfrente de las pirámides de Giza, en Egipto. Su vida parisina sigue en marcha, pero ya no es un autor inédito y, por el contrario, el aprecio de los hispanoamericanos residentes en París va en ascenso.

De su novela, en 1970, Asturias escribe un prólogo. Entonces recuerda sus años parisinos:

«Medio siglo ha pasado. Montparnasse… Otro Montparnasse. El «Falstaff». Aún queda. Está como entonces. Un café-bar-rincón entre holandés y noruego, propio para que la figura de nórdico de este joven escritor venezolano, alto como escalera, de modales medidos, diera lengua suelta a su creación novelística, leyendo para algunos amigos Las lanzas coloradas, novela con claves para la interpretación de nuestra realidad americana. Esta, desde entonces, nuestra preocupación de novelistas: lo americano-nuestro. Andando y hablando. Así teníamos que hacerlo, de paso y con nuestras palabras. Fábula y epopeya. Descubrirnos nosotros, en medio de la más demoledora revolución literaria de los últimos tiempos –el surrealismo–, apresuradamente, para salvarnos con lo propio, con lo nuestro.»

Años después, el propio Úslar rememora sus tiempos parisinos, en una crónica de viaje signada por la nostalgia. Va de visita a la ciudad que le abrió las puertas. Dice:

«Hace veinte años yo era muy joven y vivía en París. Estaba entregado a esa ciudad como una fascinación mágica. Su color, su olor, las formas de su vida, me parecían el solo color, el solo olor y las únicas formas de vida apetecibles y dignas de un hombre verdaderamente culto. A veces me ocurría soñar que me había marchado, y me despertaba, en mitad de la noche, con el sobresalto de una pesadilla. Cuando salía a un corto viaje, el regreso me parecía una maravillosa fiesta.»

En la misma crónica, más adelante, sentencia: «La gente que se da a París no solo lo sienten como el centro del mundo, sino, además, como si todo el mundo válido estuviera resumido y puesto en él… No solo sienten que han recibido todo lo más deseable para el hombre en su mejor forma, sino que, además, siente la ilusión de no haber renunciado a nada». Años después aquel joven regresa a vivir a la ciudad imantada, pero ya lo hace como embajador de Venezuela ante la Unesco y cuenta con casi setenta años. Habrían pasado, entonces, cincuenta de su primera estadía.

La primera, la del joven funcionario diplomático, concluye en enero de 1934, cuando la notificación del fin de su gestión en Francia ha llegado a la sede de la embajada. Emprende, entonces, su primera vuelta a la patria.

III) Los días del poder

El trabajo que le espera a Úslar al regresar al país es el de presidente de la Corte Suprema de Justicia del estado Aragua, pero no permaneció mucho tiempo allí. Funda en 1935, con sus amigos Alfredo Boulton, Julián Padrón y Pedro Sotillo, la revista El Ingenioso Hidalgo, publicación en la que comienza a dar a conocer sus relatos. Pero es en la revista Élite donde publica uno de sus mejores cuentos, uno de los memorables: «La lluvia».Su amistad con los Gómez no conoce fisura, y el día de la muerte del general, el joven Úslar está en la casa en la que ocurre el suceso.

***

–Estaba allí cuando él murió, en el alto de la casa, como a un cuarto para las doce. Al minuto bajó Santos Matute y llamó al general López Contreras y le dijo: «Acaba de morir el Benemérito General Juan Vicente Gómez». Trasladaron el cadáver para Maracay en la madrugada, en un furgón, por la carretera de Las Delicias.

Cuando yo estaba haciendo la investigación para escribir Oficio de difuntos conversé mucho con José María Márquez, uno de los edecanes de Gómez, y cuando él comprendió que yo iba a utilizar honestamente su información, pues se franqueó mucho conmigo. De las conversaciones con él recuerdo una anécdota muy significativa. Me contó que el general Gómez salía dos veces al día en un automóvil, que se desplazaba lentamente, con un carro de edecanes por toda escolta; iba por las fincas de los alrededores y se paraba a hablar con los campesinos. En una finca vivían unas viejitas que, cuando se paraba el automóvil, ellas venían a conversar con él, y él les regalaba doscientos bolívares. Un día no aparecieron las mujeres y él preguntó por ellas, y le respondieron que las habían matado para robarlas. Ordenó que buscaran a los asesinos, hasta que horas después llamaron de La Victoria afirmando que allí tenían preso al hombre que había matado a las viejitas. Llamaba el jefe civil, y quería saber qué hacía con el preso. Gómez le mandó a decir que «no lo dejé allá, ni me lo mande».

Con el advenimiento sucesoral del general López Contreras, Úslar pasa a trabajar en el Ministerio de Hacienda como jefe de la sección de Economía y luego como director de Política. Compartía sus labores con las de editorialista del diario Ahora y las de presidente de la Asociación de Escritores de Venezuela. Publica su segundo libro de relatos: Red (1936). Funda, entonces, la Revista de Hacienda. Estos años de interés por los asuntos de la economía lo llevan a ser profesor de Economía Política en la Facultad de Derecho de la UCV y luego promueve la creación de una escuela libre de ciencias económicas y sociales, que va a ser la semilla de la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales.

–Yo fui el que introdujo los estudios económicos en la universidad. No existía una cátedra de Economía. Entonces hablé con Castillo, que era el rector, y me reuní con José Joaquín González Gorrondona, Tito Gutiérrez Alfaro y José Manuel Hernández Ron, y entre todos fuimos preparando un cuerpo de textos que luego se publicó con el título de Sumario de economía venezolana.

Para entonces, ya el general López ha advertido que este colaborador puede enfrentar destinos mayores. A comienzos de 1939 es nombrado director del Instituto de Inmigración y Colonización.

–Cuando me nombraron director de este instituto me encontré con una cosa horrible, un disparate: estaban trayendo daneses para que trabajaran en haciendas venezolanas; entonces traté de organizar aquello. En una oportunidad convencí al general López Contreras de traer un grupo de casi 300 vascos, y me cayeron encima porque yo había traído una manada de comunistas. Así editorializó La Esfera al día siguiente de que los vascos hubieran colocado una ofrenda floral enfrente de la estatua ecuestre de Bolívar y cantaran una canción de su folclore.

Hacia mediados de año es nombrado ministro de Educación. Tiene 33 años y acepta el reto que le ofrece el general tachirense.

–Cuando a mí me nombraron ministro de Educación yo no me había casado todavía; vivía con mis padres. Un día me llamó López Contreras, pero antes había ido a casa Diógenes Escalante a verme y me dijo que me iban a ofrecer el ministerio, y que lo aceptara. En efecto, en la tarde llamó el presidente y me trasladé hasta su casa, en La Quebradita, y me preguntó: «¿Escalante habló con usted?». Sí –le respondí–, pero le digo lo mismo: yo no tengo apremio en ser ministro». Ya habían pasado varios ministros por allí y habían fracasado, a lo que el general me respondió: «Es cierto, pero no he sido yo quien ha quitado a esos ministros; a ellos se les cayeron los pantalones». Acepté el cargo.

Un ministro entonces ganaba 5 000 bolívares y 1 500 en gastos de representación. Lo primero que hice fue hacer un viaje por el país para pulsar la situación de la educación. En mi gestión al frente del ministerio conté con gente estupenda. Le debo mucho a la ayuda de Augusto Mijares, un hombre valiosísimo, que ha sido olvidado, lamentablemente. También estuvo un tiempo conmigo Mariano Picón Salas, que hizo una labor estupenda en el Pedagógico, trayendo a los profesores chilenos.

En una oportunidad, Vicente Fuentes, quien era mi director de administración, me dijo que había un millón de bolívares en una partida, en suspenso. Entonces le dije: «guarda eso allí» y le propuse al general López que fundáramos la Biblioteca Popular Venezolana. Allí se publicó a Humboldt, a Codazzi, a Baralt, la Antología del cuento venezolano y la de la poesía venezolana. Todo se hacía con las uñas. Luego me tocó presidir la comisión que redactó la Ley Orgánica de Educación. Fueron años de mucho trabajo.

En 1941, como era ya tradición de la hegemonía andina, el ministro de Guerra y Marina del presidente López Contreras, Isaías Medina Angarita, asume la Presidencia de la República. Al igual que sus antecesores, es militar y tachirense. Entonces le ofrece la Secretaría de la Presidencia al joven Úslar, quien ya se había fogueado en el Ministerio de Educación.

–Yo tuve la suerte de trabajar con dos presidentes muy importantes, que fueron López Contreras y Medina, particularmente con Medina, con quien tuve una amistad personal muy grande toda la vida, hasta que murió. Medina era un hombre excelente; es lo que antes llamaban un patriota, muy venezolano. Sentía mucho el país y lo sirvió.

Él decía y lo repetía muchas veces: «Yo nací militar –y es verdad, porque él entró a la escuela militar muy joven, de 16 años, y toda la vida estuvo en las Fuerzas Armadas de Venezuela– y me moriré militar, pero no seré nunca militarista».

–Y usted: ¿nunca pensó en ser militar?

–No, no. En aquella época ser militar era un castigo. Cuando un joven era muy revoltoso y molesto, intranquilo, lo amenazaban con meterlo en un barco de guerra.

Esta circunstancia, obviamente, pesó mucho en el futuro político de Úslar. Era difícil que alguien ajeno a la estirpe tachirense y, además, civil llegara al poder. El mismo Úslar relata la línea de sucesión.

–Gómez designó a López su sucesor el año 30 y todavía le duró cinco años. Era evidente que era el sucesor: tenía todo el mando militar.

–Un hijo de Gómez aspiraba, también.

–Decían que José Vicente, pero eso no tuvo ninguna base. Cierto día en que se presentó José Vicente, en su rutina diaria de vicepresidente de la República, y el general Gómez estaba resuelto a apartarlo, le dijo: «Vicente, antes de que salgamos vete a tu casa y quítate el uniforme y vuelve», y este le obedeció y regresó para salir con su padre en blusa.

–Tenía muy claros los símbolos del poder.

–¡Cómo no!

–López también escogió a Medina.

–Sin duda. Ya Medina había trabajado con él en el Ministerio de Guerra, durante el proceso de la muerte de Gómez.

–Se venía creando una hegemonía tachirense.

–Desde Castro.

–El general Medina intentó deshacerla con el tachirense, pero civil, Escalante. ¿Era posible que Medina lo escogiera a usted?

–Era muy difícil que me escogiera a mí: yo no soy tachirense, y la tradición de militares tachirenses se imponía. Hubiera sido un atrevimiento, una osadía contra los instrumentos del poder. Un día me dijo: «Vamos a hablar, Arturo; vamos a hablar de la sucesión de la presidencia. Tu deberías ser el presidente de Venezuela; tienes todas las condiciones para serlo, pero desgraciadamente en las circunstancias actuales yo soy el heredero de Cipriano Castro, a pesar de que mi padre murió peleando contra él, y no sería posible que yo rompiera esa tradición. Vamos a ver en quién pensamos». Entonces, de esa conversación surgió la candidatura de Escalante.

–¿Usted se la sugirió?

–No, yo no se la sugerí, pero él la asomó y entonces lo llamamos a Washington y vino y pasó una de las cosas más trágicas que yo he presenciado en mi vida: ese proceso de pérdida de la personalidad de Escalante.

–La historia comenzó con la pérdida de unos pañuelos en su habitación del Hotel Ávila.

–Sí, desde que llegó comenzó a dar síntomas de no estar bien, que se le atribuían a cansancio, pero ya vemos que era algo mucho más grave. Desde luego, inmediatamente se comenzó a decir que yo estaba detrás de eso, que yo estaba manejando los hilos para inutilizarlo a él y ser yo presidente. Eso es Venezuela.

–Paralelamente, viene corriendo el proceso de distanciamiento entre López y Medina, ya que el primero aspiraba de nuevo al poder.

–Así es. Incluso un día fue a verme a Miraflores Manuel Egaña, hombre a quien yo apreciaba mucho, y él se ofreció para arreglar una entrevista con López, cosa a la que yo me dispuse inmediatamente. Entonces hablé con Medina y él me autorizó. Antes me dijo: «No vas a lograr nada, ya he intentado hablar con él del tema y está intransitable». El general Medina pensaba, y con razón, que iban a quedar muy mal él y López. En la historia, iban a quedar como dos compadres que se pusieron de acuerdo para pasarse el poder.

–Sin embargo, ¿el general López quería volver a toda costa?

–Bueno, también lo empujaban los amigos.

–¿La entrevista se dio?

–Sí, claro. Yo le dije al general López que se decía que uno de los inconvenientes para que llegaran a un acuerdo él y Medina era yo, y le dije que si eso era así, pues yo me retiraba, me iba de Venezuela en un cargo diplomático y así quitábamos el estorbo. Me dijo, entonces: «No, Arturo, de ninguna manera; eso lo dice la gente, pero no lo digo yo». Y luego me manifestó su confianza.

–Si no hubiese habido ese problema entre López y Medina, ¿el 18 de octubre no habría ocurrido?

–Posiblemente. Los golpistas aprovecharon esa ruptura dentro del régimen.

–¿Durante la presidencia de Medina el general López no tuvo influencia?

–Hubo un momento patético a raíz del 1.º de mayo. El general López nunca había querido declarar ese día como el Día del Trabajador, porque era una fecha revolucionaria. Él quería que se celebrara el 24 de julio que, en verdad, no tiene nada que ver. Medina resolvió que lo lógico era que se celebrara el 1.º de mayo y a partir de allí se hicieron muy difíciles las relaciones. Yo traté de mediar en todo lo que pude, pero no había manera; el juego se trancó.

–El general López era muy anticomunista.

–Mucho.

–Y el general Medina era más bien…

–Era un hombre ecléctico y muy abierto. Comunista no era, claro.

–¿Medina y usted llegaron a conversar a fondo la posibilidad de hacer unas elecciones?

–Sí, cómo no. En esa época se habló de muchas posibilidades, pero el problema era complejo. Medina siempre me decía lo que le dije antes: «Arturo, mi padre peleó con un fusil contra Castro, y ahora yo soy su sucesor».

Medina era un hombre excelente, un caso excepcional, un hombre de una gran limpieza de propósitos; no tenía odios. Yo recuerdo cuando estábamos desterrados, en Miami. Una noche en una fiestica yo estaba hablando con el general Medina y se acercó Irma, su mujer, y se me quedó mirando y me dijo: «¿Usted sabe quién lo quiere a usted?». «No, Irma, ¿quién?» le repregunté, y ella me dijo: «Pues ese señor con el que usted está hablando». Además, me dijo: «Yo le quiero pedir disculpas públicamente porque yo hice todo, todo para malponerlo con usted, y hay que ver lo que una mujer puede, y no logré nada, de modo que ese hombre lo quiere mucho a usted». Inmediatamente le respondí que yo le pagaba con la misma moneda y hasta el momento de su muerte mantuve la misma relación con Medina: un hombre lleno de generosidad, de bondad, de rectitud.

Medina ha sido el presidente más querido por el pueblo venezolano. Mire, una de las cosas más conmovedoras que yo he presenciado en mi vida fue el entierro del general Medina. Él había ordenado que sus restos no los llevaran a ningún edificio público, que los llevaran directamente al cementerio. A las 10 de la mañana llegó un destacamento de tropa a rendirle los honores militares, allí en su casa del Country Club. Mientras tanto fue congregándose gente en los alrededores de la casa, y cuando fuimos a colocar el féretro en la carroza fúnebre la gente se opuso y se lo llevaron en hombros y a pie hasta el cementerio, cantando el himno nacional.