Historia menuda
de un país que ya no existe
 
MIRTHA RIVERO
@mirthariverogil

Ya no nos parecemos ni a nosotros mismos, porque nosotros, los de entonces, nunca volveremos a ser los mismos.

Pasado perfecto

Leonardo Padura Fuentes

Una vez leí –¿o soñé?– que alguien quería escribir un libro blanco y sencillo para regalárselo a su papá. Yo quise hacer lo mismo pero –disculpa, papá– para entregárselo a mi mamá.

Una cuenta pendiente

Las historias que aquí se cuentan fueron escritas entre los años de 1997 y 2001. Mucho antes de siquiera pensar en un texto que se llamaría La rebelión de los náufragos. En 1997 mi principal reto era arriesgarme a escribir, y mi objetivo central, luego de superada esa prueba, retratar a mi país a través de las voces y las vidas de venezolanos comunes y corrientes, normales y sencillos. Quería contar –contarme– la historia de la Venezuela contemporánea a partir de seres alejados de la palestra, la prosopopeya, la escarcha, el éxito o el fracaso público. Los desafíos eran grandes; no solo significaba arriesgarme de una vez por todas a «escribir» sino hacerlo de una manera que resultara atractiva cuando el motivo o el personaje central de lo que iba a escribir, de entrada, era un perfecto desconocido. Es decir: cuando el «gancho» del texto era precisamente que no había «gancho». No es lo mismo –me dije– narrar la vida de Andrés Galarraga, pelotero de grandes ligas, que narrar la de Pastor Silva, pescador de Isla de Coche.

Me embarqué en esa aventura después de haber renunciado «al empleo» (entre comillas, porque no era cualquier trabajo: nunca antes me habían pagado tan bien y tal vez nunca más me pagarán), pero me embarqué de frente porque ya estaba bueno de tanto alargue. El asunto me venía rondando desde mucho tiempo atrás.

En el año 1990, trabajaba en El Diario de Caracas, y a cada tanto, de repente, me encontraba garabateando en libretas, tomando notas y referencias para un proyecto que se me había metido entre las cejas. Sin embargo, en aquella época no tenía la idea tan clara, ni tampoco la serenidad ni el tiempo. Vivía entonces lo que para mí –y para muchos– fueron los mejores momentos del periodismo económico en Venezuela: apenas un año antes el país había iniciado un vuelco en su modelo de desarrollo y los cambios hechos por el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez parecían afianzarse. Parecían irrevocables. Definitivos. Irreversibles. Hoy sabemos que todos esos adjetivos no alcanzaron a ser verdad; pero entonces, se creía otra cosa. Se vivía otra cosa, y para los periodistas que cubríamos la fuente implicaba una nueva y retadora forma de cubrir las informaciones económicas que durante un buen rato pasaron a ser notas obligadas de primera página en todos los periódicos.

Una sala de redacción –quien haya tenido la dicha de vivirla, lo sabe– es un ambiente cautivador, y la adrenalina que allí se genera y los lazos que allí nacen y se estrechan son muy fuertes. Se marcha al compás de un ritmo frenético que continuamente se reinventa, que nace y muere en cuestión de horas: el tiempo que tarda una edición en nacer, crecer, hacerse vieja y caducar. Y esa atmósfera, aunque desde lejos luzca apabullante, es seductora. Mucho más si, como me tocó a mí, se está en medio de una experiencia que enriquece la manera de ejercer el oficio. Para un periodista económico no había nada más emocionante que cubrir lo que estaba aconteciendo en nuestras narices.

Vivíamos años de ebullición y de reto profesional. Estábamos en el centro de una vorágine, en el ojo de un huracán que embriagaba, y no había evento de la economía en el que los periodistas de El Diario de Caracas, «el tercer periódico», no estuviéramos presentes. Los otrora dueños de la noticia contra su voluntad tuvieron que aceptar un competidor. No solo ellos dictaban la pauta, El Diario... se había colado en la fiesta y convertido en un referente y una presencia imprescindible. O por lo menos así lo sentíamos nosotros. Y yo estaba orgullosa de pertenecer a ese equipo, de participar en primera fila.

No podía estar en mejor época, repito; pero en mi mente crecía otro asunto, construía y añoraba otra cosa. Sumida en sentimientos encontrados, codiciaba escribir algo que fuese más allá del dato duro o la cifra exacta. Imaginaba aventurarme en un proyecto diferente a lo que estaba haciendo. Un texto que me permitiera abordar la realidad –el país– de una manera distinta.

Pero, había muchos peros...

Porque en el año de 1990, además, acababa de divorciarme y arrullaba la ilusión de beberme el mundo por entero. Quería desplegar las alas y vivir un reestreno.

¿Cómo abstraerme para pensar en un proyecto profesional distinto? ¿Cómo alejarme para ver y percibir el país, la vida misma, desde una perspectiva diferente? ¿Cómo hallar tiempo? ¿Cómo envalentonarme? Sobre todo eso: cómo encontrar valor para arriesgarme.

El tema siguió martillándome durante siete años más y no fue sino hasta después de encontrar al amor de mi vida (hoy, mi marido) que hallé también la estabilidad y el valor suficientes para retomar mi antigua idea: escribir crónicas distintas a las que viven y mueren en un solo día. En 1997, hice un primer intento, pero fue un año después, siempre gracias al abrigo emocional de mi marido –y a que mis cuentas pasaron a ser suyas– que decidí encarar a tiempo completo lo tantas veces demorado. Y durante los tres siguientes años eso fue lo que hice. Dedicarme a entrevistar, investigar y hurgar en la memoria propia y ajena para construir un texto que reuniera en ocho capítulos las historias de nueve venezolanos comunes. Nueve seres generosos que me dieron el permiso de contarlos y, de pasada, me ofrecieron el pretexto para contar la vida del país en que viven, vivieron o querrían vivir.

En enero de 2001 creí poner el punto final a esa empresa y guardé en un cajón el legajo de hojas. Lo engaveté arguyendo excusas, esgrimiendo argumentos difusos. Sin cambiar una sola coma, lo saqué en contadas ocasiones –y con mucho miedo– solo para enviarlo a un concurso o enseñarlo a un potencial candidato a editor. Nunca corrí con suerte. Entre tanto, los años iban pasando. Un amigo quiso leer el manuscrito, y me hizo una sugerencia; sin embargo, para entonces yo estaba enfrascada en otro proyecto y seguí dejando en la gaveta las doscientos y pico de páginas escritas. Y los años siguieron transcurriendo, pero el texto engavetado poco a poco comenzó a cobrar otro significado.

Cuando arranqué a escribir estos relatos no tenía idea de que al terminarlos –enero de 2001– el país que conocía habría comenzado a desdibujarse. Mucho menos que años después también me mudaría de país, y que entonces el texto cobraría otro sentido para mí. Otro significado. A finales de 2006, en un descanso que me di entre lecturas y transcripciones de entrevistas para La rebelión de los náufragos, me puse a hojear el viejo volumen, y me arriesgué a seguir el consejo que me había dado mi amigo. En ese momento, ya vivía en México y acababa de regresar de un viaje a Venezuela con un dolor punzante entre pecho y espalda. Estaban próximas las elecciones presidenciales, y los análisis más agudos daban cuenta de que nos seguiríamos hundiendo en esa especie de hoyo negro sin fin en el que ya estábamos. Las encuestas y el olfato me decían que no había vuelta atrás. Fue por eso que retomé con afán la revisión de lo escrito. Porque esa tarea me devolvía mi pasado en el momento en que la nostalgia y el sentimiento de pérdida eran enormes.

A lo ya escrito, añadí un hilo conductor, ingresé una nueva voz que, narrando en primera persona, enlazara y a la vez presentara los cuentos y los distintos personajes que los protagonizan. Fue entonces cuando, sin querer, las vidas que se cuentan dejaron de ser nueve para transformarse en diez.

Las historias no tienen parecido alguno con La rebelión de los náufragos, el libro por el que algunos me conocen. Son trabajos diferentes, solo hermanados tal vez por el objetivo común de hurgar en el pasado de mi país. Son historias sencillas, sin autoridades, funcionarios, personalidades de primera plana o interés noticioso. Textos que fueron escritos cuando aún no se me había «soltado la mano». Por eso los quiero tanto. Porque con ellos me arriesgué. Con ellos aposté. Y con ellos (y con las personas que me contaron su vida) tengo una deuda, una cuenta pendiente.

Lo que sigue son relatos que, hoy más que nunca, me recuerdan de dónde vengo, de dónde soy. Son relatos para leer de noche. Cuentos sencillos, de seres también sencillos que vivieron la Venezuela del siglo XX. Todos ellos –en conjunto o por separado– recogen costumbres, andares cotidianos, comportamiento colectivo. Vivencias que forman parte de mi equipaje. Es la historia menuda de un país que ya no existe.

Monterrey, 15 de marzo de 2011

Historia menuda 1

Siempre he dicho que soy urbana. Nací, crecí, me hice mujer y madre en la capital de la República, y no me hallo sin las ventajas de una ciudad: servicios, cine, librerías, autopistas, televisión. Soy caraqueña y, como colofón, de la primera generación de venezolanos de apartamento. Me llenaba la boca diciéndolo. Y es que si bien el viento modernizador había comenzado a soplar en Caracas en 1936, tras la muerte de Juan Vicente Gómez –el mandamás de la hacienda que era Venezuela hasta entonces– y los primeros edificios para viviendas se empezaron a construir a principios de los cuarenta, no fue sino hasta la mitad del siglo pasado que las casas hacia arriba comenzaron a ser aceptadas por la gente común y corriente. Desde entonces fue que vivir en edificios –o en palomares, como los llamaba mi abuela– pasó a ser mucho más que un proyecto aislado. Mucho más que el empeño urbanizador de un gobernante (llámese Eleazar López Contreras, Isaías Medina Angarita o Marcos Pérez Jiménez). Desde entonces, mediados de la década de los cincuenta, vivir en apartamentos además de moderno comenzó a ser casi normal. Yo vine al mundo por esos días, y desde que tuve conciencia me vi montada en uno de esos palomares.

Nací en Caracas en la madrugada del último lunes de enero de 1956, poco después de que mis papás regresaran de una función de cine. Habían ido a ver una película de Cantinflas –Abajo el telón–, pero muy bien pudo ser una de Pedro Infante, Tin Tan, María Félix, Marga López u otra estrella del cine mexicano, como también pudo ser alguna con Frank Sinatra, Sofía Loren, Gina Lollobrigida o Tony Curtis, que eran los artistas que inundaban las pantallas caraqueñas de entonces. En esos días ir a comer pollo a la brasa, ir a las plazas públicas o al cine eran las salidas de las parejas que con las lochas y las puyas contadas iniciaban una vida en común. Los espectáculos teatrales o las idas a clubes y cabarets eran distracciones costosas, y a la televisión aún le faltaba para enseñorearse de las casas de familia.

Ese día de enero de 1956, al terminar la última gala del Teatro Continental –el segundo más grande de la ciudad–, a mi mamá le empezaron unos dolores de barriga y aunque era madre primeriza y «no era tiempo» para mi debut en la escena, ella supo lo que venía en camino. Tras caer el decorado de Cantinflas en el cine, en un hospital de la parroquia Santa Rosalía en vez de bajar, subía un telón, y yo lloré por primera vez.

El hospital que escuchó mis primeros gritos era una sencilla construcción de dos plantas con piso de granito y paredes inmaculadas de blanco. Era una clínica privada que quedaba –y sigue quedando– a orillas de la avenida Roosevelt, al sur de la ciudad, y a una cuadra escasa de la avenida Nueva Granada, que mucha gente seguía llamando por su antiguo nombre: la carretera de El Valle, pese a que ya no era carretera.

A la luz de la distancia, nacer en una clínica privada puede parecer como lujo o tal vez desvarío de un matrimonio que ni siquiera tenía techo propio. Pero la verdad es que aquello no era fausto ni ostentación, y no lo digo por las líneas simples de la clínica. Lo digo porque los trescientos bolívares que costó mi función de estreno no fueron pagados por mis padres, tampoco por un alma caritativa o algún especulador en calidad de préstamo. Nada de eso. El primer parto de mi mamá –y los otros tres que después vinieron– lo canceló el instituto público en donde trabajaba mi papá. Y es que en aquellos años de pesadilla para el movimiento sindical, que fueron los del régimen de Pérez Jiménez, los beneficios de un contrato laboral le permitían a un modesto empleado público que su mujer pariese en un centro de salud privado. Con más atenciones y más tranquilidad que alumbrar en la maternidad o en un dispensario. Y ese contrato de trabajo siguió amparando a mi papá y a su familia, luego de irse la dictadura y llegar eufórica y esperanzadora la democracia.

En enero de 1956 todavía faltaban dos años para que cayera el gobierno militar, mas el país, pese a la cárcel y la represión a los disidentes, vivía en una carrera desarrollista. Era el Nuevo Ideal Nacional que el general dictaba desde el Palacio de Miraflores, y por el que se construían monumentales obras públicas –autopistas, puentes, edificios, urbanismos enteros– que generaban empleo y dejaban la impronta del régimen –empezar y terminar en las fechas pautadas–, cambiando para siempre la silueta de la ciudad capital.

De la clínica de la avenida Roosevelt (en esa época no era mal visto poner nombres de gringos a las calles; al revés: daba caché), me llevaron a vivir a un apartamento del que solo guardo los cuentos que me contaron. Estaba en La Puerta de Caracas, al pie del cerro Ávila, en La Pastora. Era modesto, era chiquito y era alquilado. Pertenecía a un hombre somnoliento que vivía en el primer piso y que con su perenne cara de borrachera ahuyentaba a los vecinos. Con el tiempo se supo que la mirada turbia y perdida de nuestro casero –que mi mamá pensaba libidinosa– no era por trasnocho ni por embriaguez sino por enfermedad. Una diabetes mal tratada y en fase terminal le comía el brillo de los ojos y la vida que le quedaba en el cuerpo.

En La Puerta de Caracas no nos quedamos mucho rato, y si lo hicimos no recuerdo. Ya lo he dicho: no tengo memoria de ese tiempo. De lo que sí me acuerdo es del tiempo que vivimos en el edificio Últimas Noticias, a pocos metros del Panteón Nacional. En el mismo lugar en donde en 1959 funcionaba –y todavía cuarenta y siete años después sigue funcionando– la redacción del tabloide. Era un inmueble pequeño, distinto al que ahora alberga a la Torre de la Prensa. En los sótanos se hallaban la imprenta y los laboratorios de fotografía; en el piso inmediato, las oficinas del matutino, así como las de las revistas Élite y Páginas, y las del vespertino El Mundo, que Miguel Ángel Capriles había fundado recién salido de la cárcel al caer la dictadura. Y arriba de la redacción y de los periodistas estaban los apartamentos. Unos más grandes que otros, pero todos rentados a través de anuncios que se publicaban en el propio periódico. El nuestro era uno de dos habitaciones desde donde, si se miraba hacia la izquierda, se podía ver el histórico Panteón, que se emperifollaba en los días de fiestas patrias y, más atrás, como marco de una escenografía, el cerro Ávila verde y brillante.

Era muy niña pero creo retener, como en un sueño, el alboroto de las camionetas en la madrugada cuando salía la edición del periódico, y las discusiones destempladas que se dejaban colar por el pasillo, y de las que nada podía entender en ese momento pero de las que ahora es fácil presumir que fueran por los acalorados días que se vivían. Se estrenaba la libertad de expresión, el derecho a la crítica y, encima, a la vuelta del mapa estaba la Revolución cubana, que en la sala de redacción bajo nuestros pies tenía a sus defensores y sus detractores. Unos y otros apasionados en sus discursos, pero todos embarcados en la misma lancha, que debía levar anclas y zarpar todos los días a la misma hora, a la hora en que estaba listo el diario para entregarlo a los pregoneros.

Al evocar aquellos ruidos pienso que ya en ese entonces me llamaba la atención el ambiente que llegaba hasta mi casa. No sé si de aquella temporada viviendo sobre la sala de redacción de Últimas Noticias haya nacido mi interés por el periodismo. No tengo la menor idea de si es por eso o por algún misterio bioquímico que me gusta empujar las teclas de una máquina. Lo que sí puedo afirmar, sin ninguna duda, es que de aquel entonces son los primeros tres hechos noticiosos de los que guardo registro: el día en que enseñé a chupar dedo a mi hermana Paola –porque yo no podía ser la única a la que señalaran por el mal hábito–; la vez que a mi hermana y a mí nos rescataron –saltando desde balcones vecinos– porque nos habíamos quedamos encerradas, y la noche en que me intoxiqué y terminé en un hospital por comerme, yo sola, una fuente de sardinas.

De Últimas Noticias nos fuimos a vivir a la parroquia San José, a un edificio con fachada de ladrillos rojos, equidistante de la plaza Candelaria y del cine Anauco. El inmueble tenía cuatro plantas y siete apartamentos, todos propiedad de unos portugueses. A los apartamentos se llegaba después de atravesar un corredor ancho y oscuro y subir una escalera igual de ancha y oscura, con piso de granito verde y pasamanos de hierro y madera, que terminaba en una puerta de vidrio esmerilado que convertía en sombra a la figura que tocara el timbre. El nuestro era un hogar cómodo sin vista al frente, pero con unas ventanas amplias y luminosas abiertas en la retaguardia que dejaban entrar al Ávila, y permitían ver las azoteas y los patios traseros de las viviendas de la manzana. De allí, a lo mejor, venga mi interés por conocer el fondo de las casas, de las cosas, la historia de todo más allá de la fachada. El patio de atrás de las vidas. Tenía cuatro años cumplidos cuando llegué y comencé a dibujar en las paredes de aquel apartamento.

En la planta baja del edificio había una panadería en donde unos portugueses, sin la excusa de la Navidad, horneaban durante todo el año un exquisito pan de jamón, del tamaño y la forma de un bollo. Un verdadero manjar que de enero a enero le aguaba la boca al más exigente, por la masa delicada, el relleno generoso y la piel que se despegaba al instante si se presionaba con los dedos. Así era de divino: lo que perdía en tamaño lo compensaba en sabor. Por desventura, esa delicia duró hasta el día en que mi madre –la más ferviente defensora del pan de los lusitanos– asomada a la ventana descubrió que los panaderos se lavaban los pies en la misma batea en donde fregaban las bandejas de los panes. ¡Y hasta ese día se comió pan de jamón en esa casa! Todavía lamento la pérdida.

Al lado de la panadería, caminando hacia el oeste había una frutería, una ferretería, una heladería y, en sentido contrario, una escuela de primeras letras que recibía a niños entre cuatro y ocho años de edad. La escuela y los negocios eran iniciativas familiares avecindadas en las propias casas de familia que contaban con zaguán, sala, antesala y patio central. Subsistían sin aparentar apremio ante el empuje transformador que había empezado a hacer acto de presencia.

A pesar del tráfico, era un sector tranquilo, de calles estrechas con carros estacionados a cada lado. Se podía ir a pie a misa, al cine o al parque público que corría a orillas de la quebrada Anauco. Sin embargo, para mí y mis dos hermanas –otra se sumó al desfile mientras tanto– no había posibilidad de ir solas para ningún lado. La máxima aventura que podíamos emprender consistía en ir a comprar el real de pan salado o la guanábana o la lechosa para el jugo del almuerzo («pide que te la den madura»). Para comer helados había que cruzar la calle, y para eso nos faltaban centímetros de estatura. La única forma de salir era a través de los cuentos que nos echaba la televisión. Y es que para eso servía el modernismo: además de autos, avenidas y teléfono, servía para retener a los hijos viendo las comiquitas de Popeye y el gato Félix, los shows de Víctor Saume y Renny Ottolina y las historias de charros y cómicos que traían las películas mexicanas. La pantalla en blanco y negro de un televisor de tubos era la mejor defensa ante los riesgos que insinuaba Caracas, la ciudad que había dejado de ser aldea y en donde, al contrario de antiguos días, se ignoraba quiénes eran y en qué parte estaban los buenos, los malos o los rocheleros. Comenzaba una nueva década y la capital de la República pasaba del millón de habitantes. El bululú y la bulla iban ganando terreno para acomodarse –definitivos– en la existencia cotidiana.

Gobernaba Rómulo Betancourt, el primer mandatario electo tras la salida de Pérez Jiménez. Atrás quedaba la era de los militares; pero la recién nacida democracia necesitaría de muchos arreglos si quería sobrevivir. Desde el gobierno se hicieron malabarismos para sellar acuerdos y amarrar voluntades, pues en los cuarteles no estaban todos ganados para el nuevo proyecto de nación, y en los partidos políticos comenzaban a surgir voces y –de modo especial– acciones disonantes. Hubo desacuerdos, deslindes, atentados, intentonas golpistas, protestas laborales. Pero sobreponiéndose y hasta desplazando a la disconformidad, hubo también en el ánimo colectivo sensación de comienzo, de nueva etapa. En las calles se ensayaba el debate público, la opinión y la oposición abierta, y nada más por eso, para la mayoría de la población los albores de los sesenta fueron vividos como días de inicio, de estreno. Se ejercitaba y disfrutaba la democracia. A pesar del descontento que pudiera haber y de la guerrilla que pronto explotó en el horizonte.

El país dejaba atrás su pasado rural, y yo –igualándome– también me creí urbana. Y me lo seguí creyendo. Porque aprendí a ver las calles y la gente desde arriba, a través de una persiana metálica y entre paredes de ladrillos que rápido pasaron a ser de concreto cuando nos mudamos y nos volvimos a mudar a edificios de más y más pisos. Soy urbana porque nací, crecí, estudié, trabajé y he vivido dentro de los linderos de una ciudad. Soy caraqueña. Citadina. Siempre lo dije, siempre lo sostuve... pero no es del todo cierto.

Aprendí a vivir y a leer los códigos de la ciudad que me vio nacer. Es verdad. Pero también soy del mismo pueblo de donde vienen mis padres y mis abuelos. De donde son mis afectos más remotos. Mis primos, mis tíos, mis primeros amigos. Soy de Tejerías, en el estado Aragua.

Tejerías es un pueblo pequeño que, empezando por el principio, no se llama así. Su nombre oficial es Las Tejerías, con el artículo por delante, pero nadie que yo conozca lo nombra así. Se encuentra a una hora de Caracas, en la puerta de los valles que sirvieron de asiento a las más ricas haciendas de los mantuanos caraqueños, y sus orígenes se vinculan a la construcción del ferrocarril Caracas–Valencia a finales del siglo XIX; pero hay, sin embargo, quien sostiene que ya para el año 1846 aparece registrado en la historia por la revuelta de peones y esclavos que allí se sumaron al primer alzamiento del general Ezequiel Zamora.

Al pueblo lo rodeaban plantaciones de caña, pero con el correr de los años la caña fue cediendo su puesto a fábricas y talleres. Al principio, las industrias llegaron con timidez; primero la huesera que fabricaba peines y botones, y que a las cinco de la tarde, y durante sesenta minutos, bañaba con su perfume rancio los solares desguarnecidos; luego, la ensambladora de camiones y más tarde la de los jeeps. Después fueron llegando más y más fábricas. Y las plantas se afincaron con descaro, con la arrogancia que da el saber que se llega ofreciendo empleos. Pero todo ese movimiento sucedió más tarde. Al comienzo de los sesenta, a las afueras de Tejerías no había fábricas ni talleres y, en honor a la verdad, casi tampoco quedaban cañaverales.

En el año 1960, Tejerías podría parecer un pueblo detenido. Crecía a partir de la iglesia y la plaza Bolívar, en torno a cuyo eje se ubicaban seis de las siete familias más importantes (la otra vivía sobre la calle real en un caserón inmenso que ocupaba casi toda una cuadra). No había más que ocho calles, doce manzanas y tres o cuatro callejones que terminaban en acequias secas que llevaban a pequeñas barriadas en donde se establecían los habitantes más recientes, los que venían de otros lados. Las casas eran de bahareque con frisos de cal, techos a dos aguas de zinc o tejas y patios grandes en donde sembraban cayenas, crotos, uñas de danta y sobresalían copas espesas de tamarindo, tapara, almendrón, guayaba o mamón. Los adelantos modernos se desconocían: las caraotas, el arroz y las tajadas se cocinaban en estufas a querosén, las arepas se hacían con el maíz desgranado que en la madrugada se había llevado al molino, y como no había acueducto, tampoco había agua de grifo y los platos sucios se lavaban en el patio en dos ollas inmensas –una para remojar y otra para enjuagar– y el baño era un excusado minúsculo, dominio exclusivo de los mayores porque los niños, aunque ya camináramos y no lleváramos pañales, utilizábamos bacinillas –primero de peltre, luego de plástico–. Faltaba tiempo para que llegara el agua corriente, y con ella la poceta, la regadera y el fregador. Faltaba todavía más para las cloacas.

Era un poblado caliente, pequeño, modesto. Mi abuelo usaba liquiliqui a diario, los muchachos bailaban trompos, las misas se decían en latín, los policías vestían de caqui, en el dispensario del doctor Rodríguez recetaban gotas de aceite de hígado de bacalao y en el número siete de la calle Sucre, bajo la sombra frondosa de un mamón, vivía mi abuela. Y en la casa y en el pueblo de mi abuela yo jugaba al aire libre.

En Caracas no se podía hacer algo semejante. Por un lado, porque «es Caracas, y a quién se le ocurre». Por otro lado, porque la calle estaba reservada para los varones. A ellos sí se les podía ver volando papagayos o corriendo por las aceras. A las niñas, no. Las niñas no debían hacer eso. Y nosotras, mis hermanas y yo, hijas de un matrimonio de provincia, ni soñar con brincar a la intemperie citadina. Al salir del colegio nos enclaustrábamos en la casa para hacer tareas, ver televisión, rayar las paredes y jugar a la casita debajo de la mesa del comedor.

El desquite lo tomábamos cuando llegaban las vacaciones. Sobre todo en diciembre y agosto. En esos meses salíamos del encierro y nos llevaban a Tejerías, al abrigo de mi abuela –la mamá de mi mamá– y de un árbol de mamón. Ahí éramos las dueñas del mundo, las reinas de la cuadra y las consentidas de una casa que llenábamos de muchachitos de todas las edades y en número suficiente para jugar a la familia –con mamá, papá, hijos, abuelos y tíos incluidos–, o para formar un conjunto de aguinaldos que tocara de puerta en puerta en las noches decembrinas. Porque en Tejerías no teníamos límites de horario: a las seis de la tarde, después de cenar –arepa, caraotas refritas y una taza de guarapo de café– corríamos hasta la esquina para jugar matarile, laere, el escondío –nunca el escondido– en una explanada de tierra ancha y larga que quedaba al doblar la calle. Tampoco pedíamos permiso, era un derecho ganado a punta de zalamerías. Solo necesitábamos autorización, y escolta de adultos, si queríamos ir en excursión al río Morocopo. Para allá nos acompañaban los tíos, que conocían el territorio porque era el mismo en donde ellos cazaban pájaros –que luego encerraban en jaulas– y buscaban iguanas preñadas para sacarle los huevos. Ese era el único paseo que requería aprobación previa. De resto, andábamos sueltas. Realengas. Oyendo cuentos de fantasmas y aparecidos. Barriendo con la barriga la acera lisa y encerada de la casa de Margarita Santana, las tardes en que nos bañábamos bajo la lluvia. Haciendo papagayos y bailando gurrufíos. Jugando hasta las nueve o diez de la noche, cuando, rendidas, dormíamos en un cuarto largo y oscuro donde se colaba el sonido del viento chocando contra las hojas del mamón y la música de la rocola del bar de Esteban –el Bar Morocopo–. La televisión no había llegado al pueblo, las noches eran largas y los días, eternos.

Soy caraqueña –es obvio–. Caracas es la ciudad que extraño: con su verde, su caos, su geografía, su gente. Pero también soy de Tejerías. Del pueblo chiquito y tranquilo que era a mediados del siglo XX, del pueblo en donde pasé mis mejores días de infancia, de donde son mis modismos, mi forma de hablar, mis primeros juegos, mis primeras canciones y de donde son, también lo dije, mis afectos más antiguos.

Y porque soy también de un modesto poblado del interior del país, casi enseguida me sentí vinculada con los cuentos que me echó Oswaldo Romero, el primer protagonista de las historias que vienen ahora. Quizá porque soy de Tejerías, de inmediato me sentí conectada con su humor particular y también con la forma llana con que él aborda y cuenta la vida. Por eso escuché encantada sus chistes y su relato, e ingresé maravillada –y agradecida por la deferencia– a los aposentos que lo vieron nacer a principios de la década de los veinte en la capital del estado Bolívar. En 1923, año en que nació, Ciudad Bolívar era una ciudad vibrante, más adelantada que Caracas o que Maracay –que entonces era la capital oficiosa del país porque desde allí mandaba Juan Vicente Gómez–; sin embargo, mucho del ambiente que me refirió Oswaldo me pareció conocido.

Pero llegar a Oswaldo no fue fácil. Tuve que pagar mi peaje. Cuando ya habíamos acordado una reunión, un torrencial aguacero en Caracas y una consecutiva tranca en la autopista Caracas–La Guaira (vivía sus últimos años el viaducto que construyó Marcos Pérez Jiménez) hicieron que perdiera el vuelo que me llevaría hasta el estado Bolívar. Llamé desde el aeropuerto para excusarme y postergar por unas horas el encuentro, pero desde el otro lado de la línea me advirtieron que él no estaba en casa, que ese mismo día en la mañana había viajado a Upata y «no se sabe cuándo regresa». A los dos días volví a llamar desde Caracas, y luego al otro. Al final saqué la promesa de que me iba a esperar y a recibir, pero aun así el día fijado para la entrevista me dejó esperando una hora. Después intuí la razón de sus largas. Él creía que yo me iba a cansar y desistiría de mi empeño. Comprendí también su reticencia. A pesar de que le había explicado mis intenciones y de que algunos amigos habían cabildeado a mi favor, Oswaldo Romero no terminaba de entender las razones que me llevaban a hablar con él, a escribir sobre él, a contar su historia. ¿Por qué? –me cuestionó cuando por fin nos sentamos a conversar por primera vez–. Si mi criterio es más barato que un pocillo de peltre. Yo soy un elemento que no tiene ni el primero de instrucción primaria.

¿Cómo podremos vivir sin nuestras vidas?
¿Cómo sabremos que somos nosotros si no tenemos pasado?

Las uvas de la ira

John Steinbeck

El hombre al que le salen buenas todas las cuentas

No soporto el escandaloso silencio de la soledad
ni el fragmentado desparpajo de los tumultos.

Eliseo Alberto, Esther en alguna parte

El otro día se molestó con una secretaria (una secretaria bruta). Ella le preguntó el nombre, para escribirlo en una planilla. Él le dijo: «Señorita, ponga ahí: Oswaldo Julián Romero». «¿Y qué más?», exigió la joven. Él reclamó: «Cómo que qué más, no hay más; yo soy Oswaldo Julián Romero, y soy bastardo». Ella escribió: Oswaldo Julián Romero Bastardo. Y él explotó: «¡Pero señorita! ¿No entiende? Que yo soy bastardo, que tengo un solo apellido». Salió refunfuñando de aquella oficina porque cómo es posible que exista gente que con bachillerato aprobado no sepa lo que quiere decir la palabra «bastardo».

Si alguien hubiese visto esa escena, quizá se hubiera formado una imagen falsa del personaje. Podría pensar que es un tipo agrio, malencarado. Nada más alejado de la verdad. Bastaría con seguirlo unos cuantos pasos para darse cuenta de que antes de caminar una cuadra, ya Oswaldo cuenta un chiste de lo sucedido. Y es que, al igual que el Alka-Seltzer, echa espuma y luego se vuelve agua. Se queja y critica, pero de inmediato se le pasa. Rezonga porque no durmió bien anoche, porque alguien se le atravesó con el carro o porque un vigilante no le contestó los buenos días. Rezonga y rezonga, pero como la sal se disuelve con el agua, él vuelve a su estado natural: el temperamento jocoso (no hay que darse mala vida porque uno no sabe si llega a diciembre; si es que ahorita yo estoy en lista de espera. En cualquier momento, desde allá arriba me llaman a abordar el avión: ¡Oswaldo Romero! Y listo, salió el avión y se acabó la vaina). Explosiones como la que tuvo frente a la secretaria puede llegar a tener ocho en un día, pero todas son como cartuchos de salva: puro ruido. Es un hombre que ignora lo que significa guardar resentimiento o amargura. Es una persona agradable, de conducta predecible y manías conocidas.

Siempre ha vivido a orillas del río, pero nunca se ha atrevido a meterse en sus aguas (me he bañado, pero en la orillita y con totuma). Le disgusta cargar niño en brazos, recibir visitas en su casa o asistir a fiestas. Tampoco se cuenta entre los que han visitado un cuartel de policía o entre los que piden favores a la puerta de un partido político. Tiene principios muy arraigados con respecto a lo que está bien y lo que está mal y, definitivamente, apropiarse de lo ajeno –una vez recorrió cien kilómetros para devolver quinientos bolívares que le habían pagado de más–, adular al poderoso y faltar al trabajo está muy mal. Siguiendo esos mandamientos vive y deja vivir. Así ha podido conservar amistades por más de sesenta años y mantener el sentido del humor suficiente como para hacer que de las veinticuatro horas que tiene el día, por lo menos quince estén destinadas a la broma y la ocurrencia. El resto lo gasta en rezongar y dormir.

Todos los días al levantarse, después de sus oraciones matutinas, en vez de café toma un trago de brandy (¡de un solo guamazo!), siguiendo al pie de la letra el consejo que hace cuarenta años le dio un anciano para resguardar la vitalidad. Luego comienza su vida metódica: compra el pan en la misma panadería, la carne en la misma carnicería, se encuentra con los mismos amigos, y si es domingo va al cementerio a la misma hora: a las diez de la mañana. Cada tarea tiene ritmo y tiempo estimado porque él la calcula y la cuenta, del mismo modo que hace con las distancias que hay de un sitio a otro (en diez minutos llego a ver a Carlos Ferrara, porque de aquí allá, manejando, hay cinco kilómetros y doscientos metros; de la puerta de mi casa a la entrada de El Dorado hay cuatrocientos cuatro kilómetros, ni uno más ni uno menos). Cumple cabal con sus hábitos, como cuando era vendedor de mantequilla y sopa y se ceñía a un programa de visitas, diligencias y objetivos (¡compa!: te voy a dejar un cuarto de docena, pero págueme esos tres potecitos para empezar). Con disciplina, pero sobre todo con ingenio, sorteó lo que para otros pudo ser una biografía monótona y aburrida, y la ha transformado en una sucesión de recuerdos amables que lo mantienen aferrado al suelo que pisa (¿y quién va a querer morirse? ¿Quién va a querer irse de este mundo tan sabroso?).

A los setenta y seis años goza de una memoria prodigiosa que le permite contar más de cien chistes –uno tras otro–, recordar las placas de los carros y las fechas de cumpleaños de todos sus conocidos. Viudo y vuelto a casar, en su cartera lleva una foto de su primera esposa. Cree en Dios, reza a sus muertos, pero va a misa solo de cuando en cuando, porque prefiere practicar la religión a su modo: no hacer mal a nadie, no meterse en los asuntos de nadie ni cogerse algo ajeno. Dios dice: con la vara que mides, serás medido.

2

Padre es el que mantiene. El que hace, no. Ese no. Ese lo que hizo fue gozar un rato, y listo. Hacer muchachos es más fácil que pelar mandarinas.

El 12 de agosto de 1923, María Ernestina sintió los dolores de parto y se preparó para parir en el cuarto en donde ya lo había hecho una vez. Momentos antes de sentir la primera contracción, había estado leyendo un ejemplar atrasado de El Luchador: se distrajo con la noticia de los vapores que salían para La Guaira, Puerto Cabello, Curazao, Puerto Colombia y Cartagena, con la nota sobre los funerales en memoria de Juancho Gómez y con los avisos de Mentol Davis –calmante sedativo– y Elixir de Leonardi –remedio eficaz en los casos de sífilis, gota, anemia y debilidad nerviosa–. El periódico la entretuvo unos minutos. Ese domingo, como cualquier otro de agosto, era muy caluroso. Salió a tomar aire. Con una mano se arremangó el vestido que le molestaba en el talle ensanchado, y con la otra, se apoyó en el pretil de la cocina que daba al patio, donde llegaba la sombra del merecure. Le pegó en la cara la leve brisa del barinés que anunciaba lluvia, y suspiró. Por un rato diluiría el sofoco.

Agosto, por lo regular, es mes de lluvias y crecidas, pero ese año no había llovido en las cabeceras del río. El pescado tampoco había sido abundante, y los pescadores, que esperaron once meses por la zapuara, se quejaban de la escasez que achacaban al mal tiempo. Era, pues, una temporada de aguas anormalmente bajas. Ese domingo, sin embargo, hubo un chubasco con truenos largos y sonoros. Fue el día en que María Ernestina Romero parió a Oswaldo, su segundo hijo.

La casa en donde vivía estaba en lo que eran las afueras de Ciudad Bolívar. Lo que hoy se conoce como el sector Cruz Verde del Paseo Heres, pero que a principios del siglo XX llamaban La Busca. Una zona que no quedaba ni muy lejos ni muy cerca del casco colonial, porque nada estaba demasiado lejos o demasiado cerca, y la gente iba a pie adonde fuera. En aquellos días solo había unos cuantos carros que hacían sonar la bocina al llegar a las esquinas. La cacería de palomas se consideraba un deporte aristocrático. Los varones llevaban pantalones cortos hasta los quince años. Las mujeres se envolvían la cabeza con paños negros cuando tenían la regla. Y el aire, pese a la seca, estaba impregnado de olor a agua corriendo.

La ciudad –construida sobre piedra– guardaba celosa entre sus muros una reputación de respetabilidad, no obstante el agite que la envolvía. Que se espiaba a través de las celosías de madera. Aislada del resto del país por la falta de carreteras, Ciudad Bolívar, en cambio, estaba abierta al mundo por el río que traía a sus muelles mercancías y personas de muchas nacionalidades. En sus calles se confundían italianos, trinitarios, españoles, corsos, árabes. Inmigrantes de diversas calañas: los que llegaban a establecerse de modo definitivo, los que iban a vender o a comprar y se quedaban justo el tiempo para el negocio, y los que nada más hacían un alto en la aventura que los llevaba más al sur, al intrincado territorio del diamante, la sarrapia o el balatá. Toda la ciudad miraba entonces al Orinoco: las casas principales que estaban en el centro y lucían cielorrasos de madera, corredores con columnas y ventanas de romanilla; las casas que había en La Busca, y que tenían techos de moriche, pisos con lajas de arcilla y ventanas de dos postigos.

Según mi mamá, con quien me hizo fue con un tal Matías Aguilera. Él y la familia de él son, lo que aquí llaman, de sangre azul. De la sangre azul de aquí, pero mi mamá no se casó con él. No. Ni con él ni con ninguno.

3

Matías Aguilera, un educado y próspero español de primera generación, quiso casarse con María Ernestina y darles apellido a sus hijos, pero ella no lo aceptó. María Ernestina, o Ernestina «a secas» como le decían todos, rechazó el compromiso porque no andaba en busca de protección. No era lo que pretendía al meterse en la cama con un hombre. Lo que pretendía era una hija, y una hija no se hacía firmando papeles o andando con un mismo hombre o quedándose encerrada en la casa. Ella no había nacido para esas cosas y tampoco había nacido el hombre que la obligara. Independiente, liberada, iba para donde quería a la hora que se le antojara, y jamás alguien consiguió detenerla. Ni siquiera cuando se hizo anciana. Con ochenta y pico de años encima, apenas despuntaba el sol, se levantaba de la cama, tomaba un jugo de naranja con zanahoria y agarraba el garrote para salir a caminar durante tres horas seguidas.

Tenía amistades en todos lados y en todos lados la querían porque poseía una extraordinaria habilidad para descubrir los problemas y aconsejar soluciones. Si un marido se convertía en dolor de cabeza, Ernestina sugería el mejor remedio para quitárselo de encima. Si alguien se enfermaba de verdad, estaba pendiente de las medicinas; si había que hacer algún mandado, se ponía a la disposición; y si se necesitaba un voluntario para ir a Caracas, no faltaba más. En una época en que trasladarse a la capital constituía una verdadera travesía, Ernestina, en un santiamén, se alistaba para la marcha. Cuando nadie entre los suyos pensaba en viajar –porque nadie viajaba–, ya ella había ido a San Félix, Upata, El Tigre, Barcelona, Puerto La Cruz, Puerto Cabello, Coro y Maracaibo (era una caminadora, que no es igual a lo que ahora llaman caminadora. La caminadora de ahora es la que vende el producto que tiene debajo del ombligo). Fue una andariega que aprovechó las oportunidades que se le presentaron para andar, para conocer y alternar con personas de regiones distantes. Por eso la apreciaban y respetaban. Tenía ascendencia sobre quienes la rodeaban, y la utilizaba. Decidía y aconsejaba: a las mujeres para que dejaran a los hombres y a los hombres para que dejaran a las mujeres. Y le hacían caso.

Tuvo cuatro maridos, y a los cuatro los botó después de parirle a cada uno un hijo. Cuatro hijos –Tomás, Oswaldo, Julio y Sobella– en cuatro tipos distintos porque no le paría dos muchachos a un mismo hombre. Para ella, los hombres solo eran necesarios mientras buscaba la hembra, y cuando la tuvo no quiso más nada con ellos.

Como no quiso ser mantenida, practicó muchos oficios. Cosió, tejió, bordó, hizo turrones, lavó y planchó lencería para los barcos grandes que cargaban pasajeros –el Guayana y el Bolívar–, y trabajó como camarera de a bordo. Rendida y entregada nunca estuvo, porque no era su talante. Solo se le veía disminuida y atribulada cuando se le aparecía enfrente Sabás Núñez con su sombrero alón. Cuando eso sucedía, Ernestina perdía la compostura. Le empezaba una angustia y le entraba una temblequera. Sabás había sido el dueño original de la casa construida al lado del merecure, y una vez que dejó esta vida nadie más supo de él, como era de esperar. Hasta el día en que Ernestina llegó a La Busca a finales de 1800, y Sabás reapareció con su habitual sombrero de ala grande. El muerto se presentaba –no se pudo precisar si llegaba porque era un alma en pena o porque quería avisar de un entierro de morocotas–, y en cuanto Ernestina distinguía su silueta contra el muro, el cuerpo entero se le llenaba de espanto. Para que recobrara sus cabales había que quemar plumas, cepillarle las plantas de los pies y ponerla a oler botellitas de cuerno ’e ciervo. Y aun así. Nada parecía volverla en sí. En toda la existencia de Ernestina, Sabás Núñez fue el único, el único hombre que consiguió agitarla. Pero él no era de este mundo.

Se desconoce quiénes fueron los padres de Ernestina y cuáles los pormenores de su nacimiento. Se ha dicho que nació en la ciudad de Barcelona y que entre sus antepasados hubo una abuela alemana, pero ninguna persona viva puede ratificar ese cuento. Tampoco se conserva registro escrito de su origen, y por su apariencia es difícil sacar conclusiones sobre ancestros: todos la recuerdan vieja, con el pelo blanco y la piel curtida –empezó a parir pasados los treinta años–. Igual permanece en el más completo misterio la forma y los motivos por los que se crió con una familia ajena. Un día –imposible precisar fecha– la dejaron en la casa de La Busca, al amparo de una mujer –Vidal Lara– y allí se quedó medio siglo.

También se ignora el número de años que vivió, pero se da por descontado que pasó de los cien (dura y curvera; murió el 6 de octubre de 1989) porque entre los cuentos de su adolescencia narraba la batalla que por más de cincuenta horas se peleó en Ciudad Bolívar (pensé que era un embuste de ella). Aquello sucedió en 1903, y cuando eso –aseguraba– tenía entre trece y catorce años.

4

Los primeros tiros se escucharon en la madrugada del 19 de julio, pero esa guerra era una guerra avisada. Desde hacía una semana en Ciudad Bolívar no esperaban otra cosa.

El día 12, el vicepresidente Juan Vicente Gómez había desembarcado por los lados de Santa Ana: llegó con tres mil soldados, tres vapores y una cañonera para enfrentarse a los últimos dos mil hombres, seis cañones y tres mil fusiles que le quedaban a la revolución. El 13, el obispo de Guayana y el cónsul de Alemania –por encargo del rebelde general Nicolás Rolando– trataron de negociar una rendición, pero el esfuerzo resultó en vano porque Gómez pidió a cambio la cabeza de Cecilio Farreras (el presidente del estado que se había ido con el bando revolucionario). El 15, los gobiernistas llegaron a Cañafístola. El 17, para detener ese avance, los rebeldes volaron el dique y las aguas inundaron las tierras bajas. El 19, a las tres de la mañana, se oyó el primer cañonazo en la ciudad.

Durante todo ese día y el siguiente se peleó sin taima. El humo y la pólvora llegaron a todos lados. Ninguna zona escapó de la batalla. El Dique, La Alameda, La Aduana, Ojo de Agua, El Convento, Los Morichales, San Isidro, El Zamuro, El Capitolio, La Esperanza, Mango Asado, El Cementerio, La Busca. Casa por casa, calle por calle, las tropas de Gómez fueron ganando terreno. El 20, cayó el cuartel que estaba en el cerro El Zamuro y el desánimo cundió entre los insurrectos. El 21 de julio de 1903, a mediodía, dos de losbarcos del gobierno remontaron el río y cañonearon la ciudad. Ahí se acabó la Revolución Libertadora. El general Rolando se rindió, y con él la mayoría de sus generales. Solo Cecilio Farreras pudo escapar, pero apenas por unos días: lo capturaron disfrazado de mujer cuando buscaba embarcarse en un bote que iba para Trinidad.

Entre los escombros quedaron regados mil doscientos muertos, y una partida de hambrientos y necesitados –Ernestina, uno de ellos– se lanzó a las calles a registrar los bolsillos de los difuntos. Un centavo fuerte o una barretica de añil era, si acaso, el único botín que sacaron de aquella, la que se creyó la última poblada.

5

Oswaldo Romero tendría trece años el día en que se presentó emocionado a la Casa Liccioni y colocó veinte bolívares en el mostrador. Había reunido las monedas haciendo mandados, cargando agua, lavando chiqueros, barriendo patios, recogiendo basura. Tareas –todas– desagradables para él, pero la recompensa bien valía el sacrificio. Al cabo de varias semanas juntó el capital para llegarse al almacén del paseo Falcón. El propietario, un veterano comerciante descendiente de corsos, no mostró sorpresa por la demanda del jovencito que iba con otro de su misma edad (mi llave: Antonio Bolívar, Bolivita). Muchos clientes se acercaban pidiendo la misma cosa: un rifle de aire. Cambiar la honda por el arma era la moda de aquellos días (todos los hijos de esa gente con plata tenían uno). Oswaldo y su amigo eligieron el modelo de los balines más pequeños. Lo probaron –abrir, cargar, cerrar– y tomaron rumbo al sur, hacia Quita Calzón, un lote apartado en Los Morichales.

Eso era monte y culebra, y nosotros nos metíamos por ahí hasta llegar a un charco –una lagunita entre dos morichales– y nos poníamos a esperar a las palomitas. Uno esperaba, esperaba, esperaba... y las mataba a traición. En lo que ellas bajaban a beber agua: ¡pstch!!... y después nos las echábamos al bigote... ¡Divinas!