Ni tan chéveres ni tan iguales
El «cheverismo» venezolano
y otras formas de disimulo
Gisela Kozak Rovero
@giselakozak

A mi admirada escritora Elisa Lerner, quien ha revelado los secretos, el saber y el sabor de lo cotidiano con insuperable originalidad.

A la memoria de mi igualmente admirada y recordada tía Jeanette Rovero Caldera porque tenía un humor a prueba de catástrofes que me ha inspirado siempre.

A mis sobrinas Mariana y Tábatha, un ensayo para leer en el Metro.

A Lynette Gómez pues ser mujer a su lado vale no la pena sino la vida.

Prólogo para un libro irónico y leve en una época trágica

Al momento de entrar Ni tan chéveres ni tan iguales en su proceso de producción editorial con vistas a su publicación, Venezuela se encuentra en una espiral de enfrentamientos entre el Estado y la población civil opositora de casi dos meses de duración. Este libro que pretende –de manera (espero) irónica y humorística– acercarse a nuestras maneras de concebir el ser hombre y mujer en relación con temas específicamente venezolanos (el certamen Miss Venezuela, la gasolina regalada, el culto a la maternidad y a la juventud, el menosprecio inconsciente a lo femenino, las obsesiones militaristas y violentas, la cultura popular) verá la luz en medio de las consecuencias de este enfrentamiento. El «cheverismo», tema sobre el que me extenderé en las siguientes páginas, pocas veces ha enfrentado un reto tan grande como en estos días de ruido y furia en los que se demuestra en colores de sangre y fuego que en realidad nuestra ligera forma de la alegría y la amistad es la máscara de una herida jamás sanada: por qué vivimos tan mal si se supone que nos debería ir bien; por qué en realidad no somos iguales y parte de la población se ha convertido en no-pueblo, como constantemente nos recuerda el Gobierno revolucionario, así proclame la igualdad en términos de norte fundamental de su ideario.

La imagen del hijo que resiste los embates de las fuerzas de seguridad y la madre que lo apoya atraviesa las redes sociales constantemente como si en medio del mayor de los peligros se ratificara una manera de ser hombre y mujer en nuestro país en la que poner en riesgo lo que se ama es la forma máxima de ciudadanía. Mas la emocionalidad radical de esta imagen no debe engañarnos respecto a un déficit profundo de músculo civil, de institucionalidad, de valores democráticos, que nos lleva una vez más en nuestra historia por la senda de la violencia política. Entre el liderazgo democrático y la gente que muere hay una ruptura que demuestra qué terribles pueden ser las consecuencias de que la política como arte de convivencia y de creación de mejores condiciones de existencia retroceda ante el empuje de la justificada rabia juvenil y los desmanes de la cara violenta de la revolución. Ver a Caracas ensombrecida por el verde oliva de los militares y el negro de los policías solo me remite a tristes recuerdos de golpes de Estado, a situaciones de conmoción nacional, a la inestabilidad de nuestro espíritu creativo y democrático retado por los básicos y primitivos instintos de la supervivencia inmediata. El Estado niega la realidad, habla de alegrías, del pueblo chévere frente al pueblo fascista, de los que aman la igualdad por sobre los que aman la libertad. El Estado afirma que en el pueblo oficialista todos son chéveres e iguales mientras que los infelices, amargados, tristes, racistas, machistas y clasistas estamos en el otro bando, sometidos y engañados cual niños pequeños por un puñado de líderes diabólicos. El poder autoritario ama lo monocorde y lo unicolor: un solo sonido, la voz oficial; un solo color, el color oficial.

¿Será que ser todos iguales no es tan deseable como creemos? ¿La igualdad absoluta es una liberación de las limitaciones económicas, políticas y sociales que atentan contra la dignidad de cada quien, o una forma de sometimiento ante el poder supremo de un gobierno? ¿Lo mejor del mundo es ser «chévere» o encubrimos con esta manera de definirnos nuestra indiferencia ante los demás y nuestra complicidad con nuestras carencias?

Hoy más que nunca quizás necesitemos ser diversos, multiformes, libres en ideas, sentimientos, preferencias y pasiones; tal vez nuestros liderazgos en todas las áreas no tengan que estar tan pendientes de complacer como de innovar; es posible que las formas de vida y de lucha sean distintas, que solo el reconocernos como diferentes pero animados por la idea de estar en paz y con derecho a nuestra propia vida debe unirnos de manera indestructible.

Dicho esto, espero que disfruten de un libro que habla de ustedes y de mí en el tono de una conversación casual.

I. Como dice la canción, somos diferentes

Ni tan chéveres ni tan iguales, libro escrito desde las libertades que conceden el humor y la ironía, versa sobre las maneras en que la diferencia entre el hombre y la mujer se manifiesta en todas las áreas de la vida social en nuestro país y permea nuestras conductas, hábitos y formas de pensar. Desde luego, no existe una identidad femenina y una identidad masculina venezolana con ingredientes tan precisos como el pabellón con baranda, asunto que espero quede clarísimo. No obstante, hay algunos fenómenos que pueden dejar una huella particular en los tantos estilos de ser hombre y mujer entre nosotros. Desde el político hasta la actriz, desde el «pran» hasta la «supermujer», pasando por los militares y mototaxistas, todos compartimos un marco común a pesar de que nos distinguen también insoslayables diferencias. Dicho marco incluye el culto a la felicidad, el «cheverismo», la importancia de la belleza y el Miss Venezuela, la gasolina regalada, el lugar de la maternidad, la exaltación de la juventud, la mojigatería, la violencia, el caudillismo, el peso del color de la piel, el rentismo petrolero y el igualitarismo. No es, por simple respeto a estas disciplinas, un texto de sexología, psicología, análisis político o sociología. Tampoco trata sobre las relaciones de pareja ni constituye un manifiesto contra la maldad masculina, género por demás exitoso pero que no es mi área de interés.

Mi intención es brindar testimonio sobre lo que me ha tocado enterarme al oír las incitantes voces de la calle, a través de un punto de vista que asume la importancia capital del lenguaje cotidiano como vía para conocer y entender nuestros comportamientos y valores. El lenguaje nos hace gente y grandes inventos como son la sociedad, el conocimiento, el humor y el amor han sido posibles porque hablamos. En el habla más cotidiana e íntima brilla la entraña misma de nuestro modo de entender el mundo. Por ejemplo, en una frase como «no hay hombres» se esconde una queja femenina por la falta de candidatos adecuados a ser pareja más que la ausencia misma de varones. Si la decimos en el terreno político aludimos a la falta de coraje, voluntad y arrojo para enfrentar la injusticia y el autoritarismo... o a la falta de un militar en el poder. Cuando llamamos «mamita» a quienes consideramos cobardes y blandengues o «viejita juegabingo» a personas que intervienen en asuntos importantes sin conocimiento, la guachafita se mezcla con los vínculos familiares, la vida de todos los días, nuestros afectos y, desde luego, una visión determinada acerca de la mujer. Ojo, ninguna de estas expresiones implica necesariamente que quien la profiere odia a las chicas, detesta a su mamá por vieja (juegue o no bingo) y no sabe que hay hombres que valen la pena. Al utilizar la palabra «viejo» como descalificación no quiere decir que no queremos al abuelo o no admiramos a nuestro profesor de mayor edad, sino que apelamos a una descalificación socialmente establecida en tanto sinónimo de desechable. Se trata de explicaciones fáciles sobre lo que nos rodea que no son completamente inocentes pero que se entienden en una colectividad determinada y, desde luego, tienen que ver con valoraciones sociales y culturales que hemos aprendido desde la infancia. Espero que disfruten estas páginas tanto como las disfruté yo a pesar de que el abordaje de algunos mitos caros a nuestra imagen nacional pueda ser a veces algo corrosivo. Dicho esto, las ofrezco a su consideración.

II. Felices y chéveres

Venezuela es un país dado a las estadísticas. Cómo y con cuáles criterios fue hecha la medición no es especialmente importante, sobre todo si nos coloca entre los diez primeros países en «algo», cualquier cosa. Hasta los políticos echan mano de datos que anuncian, por ejemplo, que los venezolanos somos conmovedoramente felices, hombres y mujeres flotando en bienestar, vitalidad y la más pura alegría. Que otras cifras –inseguridad e inflación– también nos pongan en primeros lugares más bien refuerza nuestro éxito, pues no cualquier sociedad cuenta con tanto talento para enfrentar la adversidad con estupendo espíritu. Sería pues un modo de estar en el mundo afincado en una profunda consonancia con lo que nos rodea.

En este momento escribo sentada frente a un ventanal, una brisa fresca y levísima se filtra por las hojas de los jabillos que tamizan la luz de la mañana para quitarle su picor deslumbrante. Oigo una música estupenda –¿la guitarra de Aquiles Báez, la voz de Magdalena Kožená, el piano de Gabriela Montero, el violín de Nigel Kennedy, la voz de Simón Díaz?– y la vida parece estar en paz. Me siento muy bien, claro. Pero esta consonancia entre estado personal y entorno no es permanente en nadie y, desde luego, para mí sería complicado si me preguntasen si soy feliz en términos de ser venezolana y vivir en la Venezuela actual. Dudo mucho que este sea «el mejor país del mundo», tampoco creo que el peor, pero la felicidad colectiva en un país con un sinnúmero de problemas no deja de llamar la atención. ¿Diferencias de clase? ¿Será verdad que las políticas sociales generan bienestar en los sectores populares y, por lo tanto, las quejas provienen de grupos insatisfechos con la cojitranca modernidad venezolana de edificios de lujo con calles rotas? Dice Pedro Trigo en La cultura del barrio que esta, a la que califica de suburbana, y la de los sectores urbanos se distinguen porque aunque todos aspiramos a salud, educación, justicia, seguridad y servicios públicos, entendemos de manera distinta las vías para obtenerlos de acuerdo a nuestras aspiraciones precisas y nuestros modos de existir. Pero me interesa destacar de Trigo la existencia en nuestra gente popular de una indomable voluntad de vivir que quizás sea la recóndita razón de tan sorprendente tendencia al bienestar. Y, desde luego, en Venezuela ser «amargado» desprestigia. Andar con cara muy seria no es bien visto entre nosotros.

¿Felices?

Paso de largo frente a fenómenos como la inflación, la inseguridad, la pobreza, el desempleo, el desabastecimiento, la polarización política, la violencia doméstica y la paternidad irresponsable. Somos felices y punto.

Olvídense de las caras amarradas en el Metro, son efecto de una «sensación de amargura» que no tiene que ver con la realidad. No exageremos respecto a la descortesía rampante en nuestro subterráneo: cuando una joven madre aferra a su bebé aterrada en medio del aluvión de cuerpos que entran y salen, siempre habrá un alma caritativa que la ayude por cada doscientos conciudadanos dispuestos a seguir empujando. El vagón de embarazadas, personas mayores, cochecitos para bebé y discapacitados puede convertirse en un verdadero chiste. En el Metro oí un «pa’lante es pa’dentro, maestro», expresión de doble sentido de un hombrón alto con los pantalones a punto de caer, palabras que hacen reír a unos muchachos todos sentados mientras las amas de casa con las bolsas se calaban su trayecto de pie. Una mujer mayor decidida y de aspecto humilde los mandó a pararse y ellos dieron los asientos de mala gana. Simpatía abundante, la misma simpatía del enjambre de motorizados que no le permite a los carros cambiar de canal en la autopista. Porque, lector(a): somos la gente no solo más feliz sino también la más simpática del mundo, la gran raza de los chéveres. Esos motorizados plenos de amor al prójimo se colocan debajo de los puentes de las autopistas cuando llueve y ocupan uno o dos canales con la consiguiente tranca de la vía. Hay que tener compasión, no sea que los pobres se resfríen y no puedan ganarse el sustento. Dejemos las necedades de la gente que viaja y se da cuenta de los impermeables que los motorizados usan en Bogotá, otrora tan mal vista entre los venezolanos por fea, rural y peligrosa. Nada, aquí no se usan impermeables y hace mucho calor. Nuestros centauros, además, merecen las aceras y ay de quien se atreva a sugerir que son para peatones, puede quedar maltratado con algún insulto relativo a su aspecto, sexo o edad: «vieja», «gorda de mierda», «viejo marico», «puta», y paro aquí porque soy una dama... No nos engañemos, ser varón en Venezuela pasa por no ser pendejo, por ser un «arrecho», que no es lo mismo que un «arrechito»: el arrechito es uno que quiere ser arrecho pero no tiene con qué.

¿Realmente somos así? ¿No será esta parrafada una muestra de esa curiosa oscilación nacional entre el todo y el nada? ¿Entre el somos lo peor y somos lo máximo?

Caracas muerde