Miniaturas salvajes
 
SALVADOR FLEJÁN
@salvadorflejan

Uno paga para que lo sorprendan

Federico Vegas

SF Reloaded

1. Un escándalo de tintes cómicos se desató entre los incipientes blogueros venezolanos (las redes sociales todavía no se llamaban de ese modo; Facebook y Twitter apenas salían de los programas de diseño) cuando la división caraqueña de la editorial española Alfaguara publicó Las voces secretas (2006), una antología de cuentos de los más recientes narradores del país, según la perspectiva de su compilador Antonio López Ortega. Envalentonados por la impunidad del anonimato, la mayoría de aquellos pioneros de la web interactiva se rebelaron sin decoro contra la muestra al considerar que los textos no reunían los méritos señalados por su selector ni, mucho menos, precisaba el estado actual del género. No obstante, todos los polemistas coincidían en que «Albóndiga en salsa», el trabajo de un desconocido (hasta ese momento sin libro publicado), sobresalía en el conjunto: en esas páginas se revela la madurez de una prosa que juega con versatilidad, humor e ironía con elementos de la cultura pop y, al mismo tiempo, con detalles históricos de la sociedad latinoamericana contemporánea, con énfasis, por supuesto, en Venezuela. Unos meses después aparece Intriga en el car wash (Caracas: Random House Mondadori, 2006), el primer tomo de cuentos con el que Salvador Fleján corroboraría, finalmente, las dotes adelantadas en aquella composición memorable del grupo seleccionado por López Ortega.

Hay que aclarar, sin embargo, que no era por completo cierta la falta de noticias sobre Fleján antes de Las voces secretas. En 2003 «Óvnibus» (recogido junto con «Albóndiga en salsa» y otros cuatro relatos en Intriga) resultó ganador del IV Concurso Nacional de Cuentos de SACVEN, para solo citar un certamen que en la última década ha adquirido un irrefutable prestigio. Así, el reconocimiento estrepitoso y un tanto acrítico de los ocultos blogueros de 2006 respecto del talento de Salvador puso al descubierto uno de los motivos caracterizadores de su narrativa: el chisme, la maledicencia, lo atrabiliario de las decisiones de sus personajes sobrevivientes de naufragios amorosos o de empresas truculentas.

De modo pues que la charada cibernética con la cual se dio propaganda a uno de los cuentos de Salvador Fleján, y que para algunos devendría obra iniciática, constituye una suerte de tautología simbólica que imagino divertiría mucho al autor al ver pixelada en los comentarios sin firma de los blogs la idiosincrasia de cierta clase venezolana que cifra su vida sobre la base de frivolidades como la forma más intensa de pasar las vacaciones, alcanzar rápida fama en los medios audiovisuales o ganar dinero con poco y tramposo esfuerzo, entre otros comportamientos civiles.

2. Pero todo hay que decirlo: el ruido en la web en relación con la antología de López Ortega y el texto de Fleján hizo que, apenas publicarse Intriga en el car wash, el lector enganchado desde «Albóndiga en salsa» se precipitara sobre el libro. El resultado: varias antologías nacionales y extranjeras han incluido algunos de esos cuentos en sus registros; el apellido de Salvador es ficha segura en todas las valoraciones relativas a nuestra narrativa, especialmente a la que se viene publicando desde 2003. No quiere decir que ello sea producto de las mordientes o contemporizadoras opiniones escritas en los blogs; por el contrario, la pequeña guerra electrónica desencadenada por el compendio de Alfaguara permitió que esa notable pieza («Albóndiga») destacara de inmediato por sus cualidades estéticas y que, por añadidura, se estuviese pendiente de la labor de quien la había creado. De allí que la calidad de los seis relatos de su título príncipe quedaría pronto probada en la atención que el público general y la crítica han dado a una de las realizaciones cuentísticas más sólidas de la actualidad.

Ahora bien, cuáles son los rasgos principales de esa obra (en estas breves líneas no puedo comentar sino un par de ellas). Habría que indicar, por el espacio que ocupa en todas las anécdotas, la necesidad de los narradores de convertir los descalabros sentimentales y económicos, quizá los únicos que generan aviesas consecuencias en la psiquis, en un chusco recuento de sucesos. En los relatos de Fleján el sentido de las historias se basa, con un agudo despliegue de inteligencia, en divertir al lector. Una intención que no rebaja, quede claro, el uso de varios recursos temáticos (las ensoñaciones de riqueza y amor, el machismo, el goce sexual, las drogas) y estructurales (la carta, el sketch televisivo, la crónica) que buscan también incidir en la frágil memoria de una comunidad nacional agobiada por el peso de sus complejos socioculturales al parecer, según van las cosas, insuperables a mediano plazo.

Este reírse de sí mismos se asume con profunda seriedad: los protagonistas nunca escurren el bulto ante las demandantes situaciones que se les plantean, aunque las encaren de manera festiva. La entereza tragicómica, entonces, es el arma natural para sobrevivir los días y a veces para imponerse a los desastres. Esta estrategia, algunos dirán que muy venezolana, permite que los héroes (y los cuentos) superen las pantanosas aguas de la denuncia y la actitud sociológica de muchos relatos y novelas del pasado y de hoy, en favor de la risa y del olvido. (Tal vez esta sea la causa de nuestras constantes repeticiones: la falta de reflexión sobre los hechos que nos afectan. Pero esa es otra historia que acá no viene a cuento ni interesa a la materia que ahora trato).

Olvidar con sonrisas implica, asimismo, asumir el perdón del otro, de aquel que fue causa de infortunios y tristezas. La indulgencia pone a quien la practica en un nivel superior, en un lugar desde donde es posible tener, digamos, una perspectiva de mayor alcance comprensivo para transformar el sufrimiento en humor, la pérdida en ganancia irónica, más cerca acaso de eso que llaman sabiduría. No es que piense que Fleján es un artista de la risoterapia escrita o que su trabajo pueda tomarse como una variante de algún tipo de autoayuda (me parece oír sus carcajadas); lo que digo es que sus cuentos desmalezan temas considerados graves al tratarlos de un modo seriamente humorístico de resultas de su asunción como etapas o zonas inevitables de la existencia.

Otra característica ostensible de la narrativa de Salvador Fleján se relaciona con sus frecuentes alusiones, en ocasiones como anclajes conceptuales o metafóricos, al imaginario de la televisión; también, a la música popular y al cine. En alguna entrevista el cuentista llega a decir que debe su ingenio creativo a Amador Bendayán, el célebre conductor del legendario show televisivo Sábado Sensacional. Dicho como una extravagancia para burlarse un poco de aquellas posturas que entienden el oficio literario como actividad solo intelectual (entendida la palabra en su significado clásico: aquel que piensa a través de la lectura de libros y que luego escribe sus reflexiones en nuevos textos), no deja de ser curiosa la mención: toda la narrativa de Fleján se halla impregnada de nombres de programas y series (y de protagonistas de esas series y programas), de comerciales, de espectáculos de variedades, de concursos; de cantantes y actores de telenovelas, de músicos y payasos, malabaristas y bailarines. Lo mismo puede decirse en el caso del cine y el rock, lo tecno y el bolero, la guaracha, el ska y la salsa.

Pareciera que al autor le interesa dejar claras las marcas culturales que nos definen, el horizonte cognoscitivo que guía nuestros pasos por el mundo saturado de puro artificio de cartón-piedra, como las escenografías que vemos en la pantalla a la cual entregamos gran parte de la vida.

3. El primer libro de cuentos de Fleján ha sido, queda visto, una prueba de madurez y sapiencia narrativas, un delicado equilibrio entre contenido y discurso que explota al máximo las posibilidades del humor y la parodia. Tal debut acarrearía una doble responsabilidad para el autor: imaginar nuevas historias −sugerentes y atractivas− e integrarlas en un segundo volumen que mantuviera al menos el tono y la pegada, como se dice en el negocio, del anterior. Desde el instante mismo de la salida de Intriga en el car wash, Salvador se puso a componer las tramas que conformarían ese futuro título. Con parsimonia, pero sin descanso, fue cerrando siete relatos en los que un viejo código pirata, el sexo, la literatura, una muerte decembrina, la pérdida de la virginidad, el intento de reactivar el sentimiento amoroso y el inminente robo de un casino devienen asuntos globales de un arte que cumple con sus lectores: mantener la llama del sueño de la ficción. Así, Miniaturas salvajes, el ejemplar que usted tiene en sus manos, cristaliza otra vez el fascinante viaje por el reino de la buena escritura y la sátira en clave cuentística, una rotunda experiencia narrativa que reafirma a Fleján como uno de los autores venezolanos más destacables en lo que va del siglo XXI.

Sin duda, Miniaturas salvajes amplía la potencia embrujadora de una prosa que atenaza desde la primera frase al lector, que lo toma por el cuello hasta rendirlo en el punto final. Cada uno de los cuentos es un safari al corazón de las tinieblas de los lugares comunes de los protagonistas −trasuntos del típico caraqueño de clase media− que indaga un poco a ciegas en su quincallería cognoscente para resolver como se pueda (a trancas y barrancas, según el dicho) lo perentorio de unas circunstancias que suelen tomarlos desprevenidos; aunque siempre fueron predecibles −por obvias− las tragedias. El empaque de estas anécdotas, ya se sabe, es el humor; un humor que no disminuye, con todo, la efectividad de un ágil estilo saturado de referencias al deporte, a la política, al cine, a la música pop, y al rápido movimiento de zapping, como uno de los pocos ejercicios que en estos tiempos de lucha partidista nos igualan.

Destaca también en esta segunda entrega el temple de aventura de las acciones: «Morgan», «Miniatura salvaje» y «Blindados» son buena evidencia de ello. La sujeción a la cultura mass mediática queda expuesta en todas los piezas, pero sobremanera en «La cuchara de Uri Geller» y en «Mi amigo El Grinch». Por su parte, «Las inquilinas» hace del voyerismo un delicioso pasaje de reconocimiento y concordia.

Menciono apenas detalles; nunca una apretada paráfrasis hará justicia al universo ficcional de quien ha convertido a la chanza y la locura, a la derrota y la supervivencia en fórmulas de interpretación de los anhelos y la desquicia. Mírenlo ustedes, pasen: están en su casa. Disfruten. Salvador viene recargado.

Carlos Sandoval

Agosto 2012

«Morgan»

A la memoria de Eleazar León, a quien le gustaban los cuentos de piratas

Lo que sigue a continuación posee algunos elementos para ser leído como una historia de piratas. Sin embargo, y si se afina un poco el ojo, también podría leerse como el capítulo más extraño de mi vida.

Mi futuro parecía bien encaminado luego de mi divorcio. Había estado casada diez años hasta que un día sorprendí a mi esposo con la que, en aquella época, era mi mejor amiga. Ese descubrimiento no tuvo el brillo y tampoco el morbo que suelen tener esos eventos en el cine y la televisión. Más bien fue algo decepcionante, incómodo, pero, sobre todo, ridículo: los sorprendí en un baño del Club Táchira, en una de esas piñatas de hijo de divorciada donde una jamás debe llevar al marido. Nunca me había percatado de lo feas que eran las piernas de Mauricio hasta ese día en que las vi, pantalones a los tobillos, en vaivén de perrito maluco.

Tomando en cuenta que la separación fue rápida y sin demasiado drama, todo lo que vino a continuación sucedió como un maremoto. El tipo de desgracia que te sorprende en la cola del cine, en la sala de espera del ginecólogo o, peor aún, cuando crees que estás a punto de cobrar el premio gordo de la lotería.

Restaría decir que como saldo de aquel maremoto matrimonial apenas sobrevivieron el apartamento en La Boyera, una de las camionetas que teníamos en común y, lo más importante para esta historia, el ranchito de Los Roques.

Al poco tiempo de la separación me inscribí en un gimnasio. También intenté hacer yoga y tomé uno de esos talleres de escritura que parecen diseñados para señoras abandonadas y empresarios ricos en trance de contar sus memorias. Hasta un blog monté en Internet donde guindaba mis pensamientos y las cositas que escribía para el taller. En realidad todo era una excusa para conocer gente nueva y salir de la depresión que me estaba matando.

Un día, y en contra de todos mis programas y pronósticos, me harté del taller, el yoga y el estrés que una ciudad como Caracas genera. De pronto (y cuando digo «de pronto» me refiero a algo parecido a un relámpago) decidí que mi futuro se hallaba en el Gran Roque. Esa fue la idea con la que desperté una mañana y fue también el resorte que me impulsó a vender todo lo que tenía para ir en busca de lo que consideraba era mi Paraíso perdido. Un paraíso que, como pronto entendería, siempre es más mental que terrenal.

En aquel tiempo el archipiélago de Los Roques aún no estaba de moda y tampoco existía esa proliferación grosera de posadas y casas de veraneo que ahora lo revaloran y lo afean. Los Roques era más bien un pueblito de pescadores, con el cielo y el mar más puros que yo haya visto en mi vida. Ese fue el lugar que me recibió cuando llegué y el que, como creo tener dicho, soñaba con encontrar.

El plan inicial era invertir mis ahorros en el ranchito e irlo convirtiendo en un lugar solo para los amigos. Cero lujos y extravagancias autóctonas. Nada de Ranchos de Chana y «posada ecológica». Eso nunca me ha gustado y tampoco es mi estilo. Yo más bien apostaba por algo modesto y funcional: en eso que llaman un «proyecto personal», que me permitiera recuperar la inversión a corto plazo y, por qué no, vivir de eso.