La más fiera de las bestias
 
Lucas García
 

Abre los ojos.

No reconoce la habitación. Una bombilla de 40 watts, la pulcra esquina de un cielorraso de cemento gris, la cabecera de tubos de hierro de una cama.

No puede levantarse. Lo inmovilizan correas en el tórax, piernas y brazos. Forcejea. Las paredes se le vienen encima. El colchón es una tierra blanda en la que se hunde su cuerpo.

Piensa: ¿Dónde estoy? Piensa: ¿Qué me han hecho? Piensa: ¿Quién soy?

Sus aullidos retumban en la penumbra durante siglos.

Un cerrojo, una puerta.

Dos enfermeros. No distingue sus rostros. Huelen a jabón quirúrgico y cigarrillos baratos.

No se mueva, dice uno de ellos.

Inyección. La droga dibuja un corto relámpago en su antebrazo izquierdo.

Los bordes del mundo se ensombrecen. Los enfermeros lo contemplan a kilómetros de distancia, semejan la silueta de una lejana ciudad.

Escucha el canto ininterrumpido de unos grillos. No sabe dónde está, no recuerda su nombre.

Oscuridad.

Hombres en pijamas de rayas celestes deambulan por el jardín. Amargo olor de hierba recién cortada. Regusto de huevos revueltos en el paladar.

Un hombre vestido de bata color magenta juega solitarios a su lado. Las cartas están dispuestas sobre una mesa plegable. Imposible enfocar las estampas de la baraja. El hombre de la bata magenta habla sin verle.

Artillería pesada, ¿eh, broder? Fenobarbital.

Hoy no me dieron. Tienes que preocuparte cuando no te dan. Pasan las cosas fuertes cuando no te dan.

Ah, mierda.

El hombre guarda silencio. Dos enfermeros. Batas blancas, pantalones inmaculados. Usan gorras impolutas y botas de infantería. Uno retira la mesa plegable. El otro empuja la silla de ruedas con cuidado.

Es hora, anuncia uno de los enfermeros.

El hombre de la bata magenta guarda silencio. Es llevado por una caminería de piedra. El otro enfermero recoge el mazo de cartas.

¿Dónde… estoy?

El enfermero sonríe.

¿Qué es… esto?

El enfermero recoge las cartas, dobla las patas de la mesa plegable. Sus formas se desenfocan hasta desaparecer.

El enfermero gordo espera a que termine de orinar. Lo ayuda a salir del baño, lo lleva tomado del brazo por el pasillo.

No siente las piernas. Sandalias de plástico arrastrándose por el cemento, su sombra deslizándose sobre la pared.

Una sala de espera. Otro enfermero tras una ventanilla. Prepara una inyección, deposita cápsulas en un vaso plástico.

No me den más drogas, por favor.

Un golpe en el estómago. Oscuridad. El enfermero gordo le da vuelta y le abre la boca con una mano, con la otra le introduce las cápsulas.

Intenta escupir. El enfermero gordo le aprieta los labios hasta que traga.

No se le ocurra vomitar.

Lo ayuda a levantarse. Mareos. Llamaradas de dolor en el estómago, la cabeza, la boca. Sangre espesa fluyendo por la nariz.

El enfermero de la ventanilla escribe en un bloc, revisa algún frasco de pastillas. El enfermero gordo le arregla la bata, con el pulgar le limpia la sangre, lo toma del brazo.

Otro pasillo. Una arcada lo fuerza a doblarse contra la pared.

No se le ocurra vomitar.

Se recompone. Camina por el pasillo, comienza a llorar.

¿A dónde me lleva? ¿Qué he hecho para que me traten así?, gime.

Es hora de cenar.

No tengo hambre, no tengo hambre.

Cachetada. Un eco sordo en el pasillo. Oscuridad.

El enfermero gordo lo ayuda a levantarse. No hay ira ni hastío en sus movimientos.

Es hora de cenar, dice.

Avanzan por el pasillo. El enfermero gordo tararea una canción.

Una sala en penumbras. Un televisor fijado a una esquina del techo. Interferencias y telenovelas mejicanas. Rostros maquillados y rayas espasmódicas como cicatrices eléctricas.

Algunos reclusos observan el aparato. Otros hojean viejas revistas. El enfermero gordo lo sienta al lado del hombre de la bata magenta.

¿Qué es esto?, pregunta luego de que el enfermero se ha retirado.

Baja la voz, murmura el hombre de la bata magenta. No deja de ver la pantalla.

Está prohibido que hablemos entre nosotros.

¿Qué?

Baja la voz, broder. Si nos escuchan estamos fritos.

¿Dónde estamos?

En un spa, broder. ¿Dónde mierdas te crees que estamos?

No recuerdo mi nombre. No sé cómo llegué aquí. ¿Qué lugar es este? ¿Es un manicomio? ¿Estamos locos?

Ojalá fuera un manicomio.

Guardan silencio. Un enfermero se pasea por la estancia. Chequea a los reclusos. Un hombre lee una revista. Otro empieza a reír con una escena de la televisión. El enfermero cambia de canal. Un viejo cantante besa una rosa y la lanza al público.

El hombre se ríe con más fuerza. Lleva un gran bigote rubio. El enfermero lo observa un momento, abandona la habitación.

Se jodió, murmura el recluso de la bata magenta.

El enfermero vuelve con un compañero. Entre los dos levantan al hombre que ríe. Lo sacan de la habitación. Su carcajada se extingue en algún lugar del edificio.

¿A dónde se lo llevaron?

Silencio, broder.

Los enfermeros traen de nuevo al hombre. Un ojo inflamado, los labios partidos. El pijama a rayas manchado de sangre. Lo sientan en el mismo puesto. El enfermero cambia de estación. Una rubia en traje de baño descorcha una botella de champán. Una línea de interferencia parte el cuerpo broncíneo en dos.

El hombre contempla la televisión y empieza a llorar. Lo hace en silencio, los hombros agitados en desorden. Las lágrimas cruzan su rostro, atraviesan manchones de sangre, moretones, mejillas despellejadas.

Un enfermero le da una palmada amistosa. Durante un rato revisan al resto de los reclusos. Abandonan la sala en silencio.

Ay, Dios mío, ¿qué lugar es este?

Ojalá fuera un manicomio, dice el hombre de la bata magenta.

Una larga mesa de aluminio. Bandejas plásticas con porciones de puré, carne picada y vegetales congelados. Cucharas plásticas y vasos de fiesta de cartón naranja.

Algunos reclusos se llevan la comida a la boca con lentitud. Otros contemplan la bandeja durante un momento hasta que alguno de los enfermeros les ordena comer. Un recluso de cabellos largos mastica la carne, mechones rojos rebosan su boca como finísimos hilos de rubí.

Hay ventanas con hojas de vidrio, clausuradas por barrotes de metal. Cristales pulidos donde se reflejan los comensales.

Su cara se manifiesta en uno de los vidrios. Es la primera vez que recuerda verse a sí mismo. Realiza minúsculos movimientos para constatar con certeza su reflejo. Reprime el llanto.

Detalla las facciones. Cincuenta años. Cabello largo y canas, barba sin afeitar. Pómulos salientes y nariz abultada. Mentón fuerte.

Sitúa el rostro en otro lugar distinto del que se encuentra ahora. En un bar, en una calle, en una playa al atardecer. Las imágenes se disuelven, se tornan irreales. Su existencia parece limitarse a este preciso momento, a este preciso lugar.

Piensa: ¿Quién soy? Piensa: ¿Qué he hecho para estar aquí? Piensa: ¿Qué lugar es este?

Una bandeja se estrella contra la pared.

Un recluso se levanta. Dos metros, miembros gruesos como troncos.

¡Se acabó!, chilla.

Golpea la ventana más cercana. Nudillos cubiertos de sangre y fragmentos de cristal.

¡Se acabó, hijos de puta!

Entierra la cabeza del rubio de ojos saltones en el puré. La golpea con el codo como si quisiera clavarla al mesón.

Un enfermero le asesta un gancho en los riñones. El recluso gira, le golpea en la nariz y lo lanza al suelo. Unos reclusos contemplan el combate en silencio, otros comen con redoblada concentración.

El recluso patea al enfermero en el suelo. Cada patada es una celebración.

¡Se acabó! ¡Se acabó! ¡Se acabó!

Otro enfermero empuña un largo bastón negro. Entierra la punta en el cuello del recluso. El gran cuerpo se sacude en un único espasmo, se derrumba entre convulsiones y rugidos.

Se acabó, se acabó.

Escupe las palabras envueltas en espuma.

Claro que se acabó, dice el enfermero del bastón.

Apoya la punta en la entrepierna del recluso. El gigante aprieta las mandíbulas hasta astillarse las muelas. Los ojos como canicas blancas. El pijama de rayas azules sucio de excreciones y orín.

Los enfermeros socorren al compañero herido, traen una camilla para trasladarlo. Arrastran al recluso insurrecto entre tres. Retiran el cuerpo del rubio de los ojos saltones, su rostro fragmentado en terrones de puré y brochazos de sangre.

El enfermero del bastón se vuelve hacia al grupo.

Terminen la cena, indica con voz calma.

Abra la boca, dice el doctor.

El gusto plástico de la paleta.

Tosa.

El círculo frío del estetoscopio en el tórax.

Párese sobre la báscula.

La aguja temblorosa oscilando en el número 75.

1,82 metros.

El doctor ajusta la uña de hierro al tope de la cabeza, un enfermero transcribe los datos a un expediente.

Con motivo del examen no le han suministrado drogas durante las últimas 24 horas. Los sonidos y sensaciones son unas veces remotos y otras dolorosamente intensos.

Lo abordan excesos de vitalidad seguidos de profundas postraciones. Imagina fugas épicas en las que arranca de cuajo las cabezas de cientos de enfermeros, derrumba paredes de ladrillos, hace estallar las instalaciones hasta convertirlas en añicos.

El doctor extrae una muestra de sangre. 70 años. Anteojos sin montura. Un guardapolvo verde y corbata con dibujos de flores entrelazadas. Sus manos de dedos largos tiemblan al manipular los instrumentos. Usa guantes de látex cuyo contacto es desagradablemente frío.

Pulso normal, dice.

Desconoce el motivo de los exámenes. El doctor y el enfermero realizan sus labores sin dirigirse a él. Una furia sorda se acumula en su interior.

¿Para qué coño me están haciendo esto?, pregunta de improviso. Su propio tono le desconcierta. Suda, latido acelerado de su corazón en los parietales.

El enfermero se levanta, el doctor hace un gesto con la mano para contenerlo.

Es una evaluación médica, explica el doctor con voz monocorde. Comprobamos su estado físico.

¿Qué piensan hacerme? ¿Por qué estoy aquí?

¿No sabe por qué se encuentra recluido?

No sé ni mi nombre. No recuerdo nada. ¿Quiénes coño son ustedes? ¿Quién soy yo?

El doctor se dirige al enfermero.

¿Sufre algún tipo de amnesia?

Dígame mi nombre.

El doctor suspira.

¿De verdad no sabe por qué se encuentra aquí?

¿Quiénes son ustedes? ¿Qué es este lugar?

Usted ha cometido un crimen. Se encuentra en este lugar para ser castigado.

¿Castigado? ¿De qué habla? Yo no he hecho nada. Esto es un error.

El doctor niega con la cabeza.

Pero esto es una locura, ¿Qué es esto? ¿Una cárcel? ¿Quién es el encargado de esto? No pueden retenerme a la fuerza. ¿Qué hice? ¿Maté a alguien? ¿Robé algo?

Su castigo ya ha sido establecido, dice el doctor. Estos exámenes se realizan para asegurarnos de que pueda soportarlo.

¿Soportar qué? ¿Quiénes coño son ustedes, cabrones? Quiero respuestas. ¿Qué van a hacerme?

El doctor sonríe. Una esquina de su boca se abre y muestra un grupo de dientes perfectos, del color del marfil. Contempla la pared. A sus espaldas el enfermero se prepara para actuar.

Pretender una pérdida de memoria no va a ayudarlo, dice el doctor.

No estoy pretendiendo nada. ¿Qué hice para estar aquí? ¿Qué hice para estar aquí?

Por otra parte, continúa el doctor, como si expresara en voz alta sus pensamientos, recibir un castigo sin conocer la causa del mismo vuelve el castigo más terrible.

¿Pero qué hice? ¿Qué piensan hacerme?

El doctor cavila por un momento. Contempla al recluso con una límpida mirada gris.

Hemos terminado, dice.

Avanza hacia el doctor. El enfermero lo aferra por el brazo izquierdo. Reacciona. Agarra la mano del enfermero por el canto, la hace girar 180 grados. El enfermero se dobla en dos. Le propina un rodillazo en la boca. El enfermero escupe dos dientes sobre los zapatos de pulido cuero negro del doctor.

Contempla estupefacto el cuerpo abatido del enfermero. Se mira las manos. El médico lo observa impasible, el rostro tenso, ceniciento.

Piensa: ¿Cómo he podido hacer esto? Piensa: ¿Qué he hecho para estar aquí? Piensa: ¿Quién soy yo?

Un grupo de enfermeros entra en la habitación. Los dirige el del bastón negro. Camina despacio, lleva el bastón de costado.

¿Por las buenas o por las malas?, pregunta el enfermero del bastón.

Casi no lo escucha. Se siente invadido por un pesado estupor. Lo aturden los hechos que acaban de suceder. Lo sorprenden las maniobras que acaba de ejecutar.

Reconoce la superioridad numérica del batallón de enfermeros. Suspira. Con lentitud se lleva las manos a la nuca. En el suelo, el enfermero abatido escupe una sustancia oscura y espesa.

Bien pensado, dice el enfermero del bastón.

Con un movimiento preciso le entierra la punta del arma en el cuello.

La descarga lo deja ciego. Sus miembros se petrifican. Escucha el sonido de su cara chocando contra el piso.

Hojea una vieja revista de farándula con manos temblorosas. Trajes de gala, amplias sonrisas, brindis. Intenta leer los textos. Las drogas y la poca luz convierten en máculas minúsculas los tipos impresos.

Dos enfermeros depositan al hombre de la bata magenta en el asiento de al lado. Los enfermeros revisan al resto de los reclusos, encienden el televisor. Un robot es alcanzado por un rayo flamígero. Estalla un hongo nuclear.

Espera a que los enfermeros se retiren. Pregunta de improviso al hombre de la bata magenta.

¿Qué van a hacerme?

¿Qué van a hacerte?

Me hicieron una revisión médica. Dijeron que estaban asegurándose de que podía soportar mi castigo. ¿Cuál es el castigo? ¿Qué coño van a hacerme?

Cualquier cosa. Ve tú a saber lo que hiciste. Y a quién.

No sé qué hice. No recuerdo nada.

Peor para ti, broder.

Pero es un error. No recuerdo haber hecho nada. Esto tiene que ser un error.

Eres inocente, ¿eh? Original, broder, vas a inspirar ternura.

Soy inocente. ¡Soy inocente!

Aquí no.

Guardan silencio. Un enfermero entra. Revisa la habitación. En la pantalla un dinosaurio surge de las profundidades oceánicas, destruye un buque tanque y devora a los miembros de su aciaga tripulación. El enfermero abandona el cuarto.

¿Qué hiciste para estar aquí?

Portarme muy mal, broder.

¿Qué van a hacerme?

Tú sabrás.

Ay, Dios, ay, Dios, mierda, esto es de locos…

Llámalo locura, castigo, karma, lo que quieras, broder. Sea como sea estás jodido y vas a pagar…

¿Pagar por qué, mierda?

Baja la voz. Vas a pagar por lo que hiciste. Si estás aquí fue por algo. ¿Por qué crees que estamos aquí? No porque seamos miembros de la iglesia de los últimos días, broder.

Pero esto no es una cárcel. ¿Qué coño es esto? ¿Estamos presos, nos van a ejecutar?

¿Ejecutarnos? Aquí no. Eso sería esperanzador, broder.

¿Cuánto tiempo llevas recluido?

Años.

No puede ser… ¿Cómo llegaste, quién te trajo? ¿La policía?

No lo sé. No importa. Me desperté aquí y ya. Pudieron haber sido los marcianos, broder. Al final no interesa. Estamos aquí por nosotros, por lo que hicimos, esa es la única verdad, ¿no lo has entendido?

¿Entender qué, mierda?

Baja la voz. ¿Qué va a ser? Lo básico, broder, lo más sencillo. Ying y yang. Acción y reacción, lo que viene va. Más nadie tiene la culpa, broder, solo tú.

Estás loco. Te han jodido tanto que te has vuelto loco.

Para nada, broder. Solo lo he entendido. Lo he entendido a la perfección.

¿Qué has entendido?

Que nada es gratis, broder, que todo se paga.

En la televisión, transeúntes aterrados contemplan el cielo. La sombra formidable de un monstruo los cubre por completo.

Un zumbido eléctrico.

Frío en los genitales, la cabeza y las tetillas.

Le retiran la capucha del rostro.

Está desnudo. Sujeto con correas de plástico a una silla de metal. Luces de sodio blancas de quirófano. Piso de losa azul. Olor a jabón desinfectante.

El doctor y un hombre desconocido le observan. El hombre viste un traje blanco. Un pañuelo escarlata asoma perfectamente doblado por el bolsillo del blazer. Usa guantes de conducir de piel de cerdo. Su rostro está cubierto por un pasamontañas negro de lana. Se acerca. Labios escarlata y dientes amarillentos asomados por el orificio del pasamontañas. Ojos como manchas oscuras danzando en los agujeros de la tela.

¿Por qué las mataste?, pregunta el hombre del pasamontañas.

¿Qué es esto? ¿Quién es usted?

El doctor dice que no recuerdas nada, que sufres de amnesia, pero yo digo que es mierda. Yo digo que eres un sicario. Yo digo que eres un duro. Que te haces el loco para no hablar.

¡No tengo idea de por qué estoy aquí!

¡Y una mierda!

¡Deben creerme, por favor, deben creerme!

¡Claro! Casi le rompes el cuello a un empleado y no tienes idea de nada. Vendes flores en la plaza, pero tu hobbie es el tae kwon do. ¿Quién coño te envío, hijo de puta?

¿Me envío a qué? ¿Qué hice? ¿Qué hice?

¿Qué hiciste? Ganarte unos voltios, puto, eso es lo que hiciste.

La primera sacudida le contrae todos los músculos del cuerpo. Los ojos se le llenan de lágrimas.

Otra vez, ordena el hombre del pasamontañas.

La segunda sacudida es más larga. Los tendones del cuello se transforman en cables de acero. Un escalofrío brutal le recorre los huesos.

La voz del hombre del pasamontañas le llega desde otra dimensión.

Solo fueron 10.000 voltios, dice. Suavecito. El doctor dice que eres fuerte y que 10.000 no es nada ¿Empiezas a recordar? No hay nada mejor que un buen corrientazo para la memoria. Estimula la química del cerebro, alborota las dendritas. ¿Las mataste porque sí o te enviaron?

¿A quién maté? ¿A quién?

La mujer. 35 años, rubia, bella. La niña, 12 años, recién entrada al bachillerato. Las masacraste, puto, las volviste puré.

¡Yo no he matado a nadie! ¡No puede ser, yo no he matado a nadie!

¡Las mataste, cabrón, las mataste! No les robaste nada. No te las cogiste ¿Fue porque no te dio tiempo o porque solo tenías que matarlas?

No he matado a nadie. Esto es un error, tienen que creerme. ¡Esto es un error!

¡Y una mierda! ¡Otra vez! ¡Más fuerte!

La electricidad lo suelda a la silla. El mundo desaparece en un fulgor blanco.

Alguien le echa agua en la cara. Lo cachetean. El hombre del pasamontañas le agarra los cabellos para levantarle la cabeza. Le susurra al oído.

¿Quién te envió, cabrón? Puedo seguir toda la noche encendiéndote como un bombillo.

No he hecho nada. No he matado a nadie. ¿Es que no pueden entenderlo? ¿Es que no pueden entender que yo no he hecho nada?

Eres un duro, ¿ah? Puedes soportarlo un rato más. Piensas que si te haces el loco lo suficiente nos lo vamos a creer y te vamos a dejar quieto. Pues por mí, bien, por mí, magnífico. ¡Otra vez! Vas a brillar en la oscuridad, puto.

Quiere suplicar. La descarga le cose los labios. Los músculos de todo el cuerpo parecen despegársele de los huesos. Tinieblas. Sonidos inconexos. Cachetadas. El hombre del pasamontañas es un conjunto de manchas arremolinándose en sus ojos. El flujo cálido de su propio orín le recorre las piernas desnudas.

El doctor te ha revisado, escucha decir al hombre del pasamontañas. Dice que estás bien. Dice que puedes aguantar toda una noche de esta mierda. Yo digo que así sea. ¡Así sea! No pasan nada en la televisión. No pasan nada en el cine. Mi mujer tiene noche de bingo. Ya terminé el crucigrama, ya completé mi rompecabezas de 1.000 piezas. Sigamos hasta que me digas quién coño te envío a volarte a la mujer y la niña, cabrón ¿Te sientes elocuente? ¿Tienes ganas de hablar? ¿Quieres compartir algo con la audiencia?

El hombre del pasamontañas se inclina sobre él. El aliento le huele a tabaco. A exclusivos cigarros habanos.

Tengo cables en tus tetillas, susurra. Tengo cables en tus güevos. Voy a freírte hasta que chisporrotees. Voy a darle hasta que eches humo como un bistec ¡Me estoy emocionando, puto! Tienes que hablarme ya o después será tarde. Aunque me digas lo que quiero saber voy a seguir electrocutándote nomás por gusto. ¿Entiendes, cabrón?, nomás por gusto.

El hombre del pasamontañas le sonríe. Se percibe un placer anticipado en su voz.

Las luces de sodio son cometas blancos que recorren sus cuencas oculares.

Cierra los ojos. Respira.