Mundo, demonio y carne
 
MICHAELLE ASCENSIO
 

1

Como un zombi, sin voluntad y sin pensar en nada, subía los peldaños de la escalera. A cada tramo, el mundo quedaba atrás y el más allá se hilvanaba en el ruedo aciago del hábito de la monja, fijo en sus ojos, como el borde de un río del que no se puede vislumbrar la otra orilla, tan ancho y profundo es. Caminando detrás, los ojos fijos en el ruedo del hábito, María Manuela Alzuru se iniciaba hoy en ese orden cuyos muros altos e inexorables había contemplado muchas veces cuando iba con su tía a la mercería de doña Carmina. En el bullicio de la calle, algún transeúnte se preguntaría por esa vida que no se dejaba adivinar por ningún resquicio ni hendidura, pues macizas, compactas y silenciosas eran las paredes contra las que rebotaban las fantasías de los que alzaban la vista hacia el convento. En el centro de Santiago de León de Caracas, el edificio, con sus puertas y ventanas de madera y sus balcones de hierro forjado, hacía esquina con las calles del Comercio y Margarita, y albergaba a dieciséis monjas de variada edad, de las que sólo sus familiares más allegados recordarían, quizás, los rostros. Más de una vez, María Manuela se había quedado absorta, con una pregunta suspendida, pendiente de un balcón a otro, tratando de penetrar en la intimidad de la mujer velada y recluida para siempre. Las monjas cambiaban de nombre al llamado de Dios, y renunciando a Satanás, a sus pompas y a sus obras, contraían nupcias con el Amado, para morir viviendo en el Amor Eterno de Aquel que había creado los cielos y la tierra. Cuando, a la hora convenida, tío Emiliano golpeó fuertemente la aldaba de una de las dos únicas puertas que daban sobre la calle del Comercio, el terror se apoderó de María Manuela, sus piernas flaquearon y sintió un mareo cercano al desvanecimiento, pero la mirada brusca de tía Joaquina, seguida del reproche que como un martilleo retumbaba en su cabeza desde hacía más de tres semanas: “guarda, al menos, la compostura, en el estado en que estás...”, la mantuvo en pie. Las severas advertencias de sus tíos acerca del menor intento de desobediencia sonaron como una maldición cuando don Emiliano empujó la puerta y penetraron en el recinto que luego conocería como el locutorio. Nuestra Madre Priora, Señora de la Soledad y del Silencio, los esperaba sentada detrás de la rejilla. María Manuela, erguida en la silla dura, con respaldo y asiento de cuero, debió levantarse a los pocos minutos y, con la venia de Nuestra Madre, salir del locutorio seguida por su tío para entrar por la otra puerta, la de la portería, al interior del convento. Al ponerse de pie, levantó un segundo los ojos hacia ella, doblando las rodillas en señal de sumisión. Ni la rejilla del locutorio, ni el velo que le cubría el rostro cayéndole hasta el pecho pudieron ocultarle a Madre la pesadumbre de María Manuela, obligada por sus tíos a venir aquí. Madre Teresa de San Alberto, Priora del Convento de las Carmelitas Descalzas de Santiago de León de Caracas, acostumbrada a mirar el mundo a través de las ondas del tul, detalló a la joven. Vio su semblante dolorido, su aire ausente, la indecisión que ladeó levemente su cuerpo en un intento fallido de devolverse para tomar el bolso y la maleta pequeña de cuero que quedaron junto a la silla en la que se había sentado durante los minutos que duró la presentación, y sin despegar los labios, quiso ofrecerle un bálsamo para sus penas: ten fe, aquí estás al amparo del Señor. En un segundo sopesó la situación: María Manuela no se despidió de su tía, tampoco ésta mostró la menor emoción ante la que se separaba del mundo familiar que la había acogido desde los cinco años. En la calle de nuevo, unos pocos pasos mediaban entre las puertas del locutorio y de la portería, María Manuela caminaba, la mirada gacha, sintiendo los ojos de su tío empujándola por la espalda. Cuando llegó ante la portería, ésta se abrió sin darle tiempo de tocar, pues una monja, alertada por el sonido de la campanita de plata de Nuestra Madre, acechaba a la joven como si fuera su presa. María Manuela entró sin voltear la cabeza. La monja, oculta detrás de la puerta, la cerró, y sin decir una palabra, se colocó delante y empezó a caminar hacia lo que parecía ser un corredor. Era el mes de octubre. Anochecía. Al franquear el umbral, el rostro de Elías acudió a su memoria desvaída por el sufrimiento de los últimos días, y tan cerca estuvo ella de él, en ese instante, que sintió sus besos húmedos, licuados en gruesas lágrimas, deslizándose por sus mejillas velando el rostro del hombre y la pasión que precipitó su entrada en la clausura. La monja se detuvo frente a una escalera algo imponente, se volteó, la miró y comenzó a subir. Detrás, los ojos fijos en el ruedo del hábito, iba María Manuela doblando el cuerpo cada vez más. Ay, una sola palabra de la conversación entre Nuestra Madre y sus tíos hubiera podido devolverle la confianza que le faltaba para seguir viviendo, pero como nada oyó y nada le dirían tampoco, no pudo sospechar mientras subía los peldaños cuánto dependería su futuro de la firmeza y de la serenidad de Madre que esperaría el momento justo para intervenir. La escalera, larga, de madera, terminaba en un descanso alto del que partían los tránsitos o ambulatorios hacia las celdas. Eran tres corredores estrechos, a la derecha, a la izquierda y hacia atrás, en los que se disponían, una después de la otra, las veintiún celdas del convento. La monja se detuvo ante la puerta de la última celda del tránsito de la izquierda. María Manuela sintió otra vez sus piernas flaquear. Pasa. Pasa, repitió la voz, abriendo la puerta. Entró y fue como si, abriéndose a través de la humedad que rezumaban las paredes, algo seco y espinoso la apresara. Se dejó caer sobre el camastro y comenzó a llorar. La monja, obediente al mandato del silencio y de la contención, salió de la celda cerrando apresuradamente la puerta al oír los primeros sollozos. Pero, contrariamente a lo que podría esperarse, María Manuela no lloraba con desesperación, lágrimas desconsoladas corrieron largo rato por sus mejillas, echada boca abajo en el camastro, lloraba en silencio, en silencio llorando hasta que un ligero estremecimiento la recorrió y aquietó su carne intranquila. Como en sucesivas olas, la resignación contra la que tanto había luchado en los últimos meses fue echando de su cuerpo los espasmos, apaciguando su espíritu, alterado por el insomnio y la incertidumbre. Aflojada, vencida, hizo acopio de sus fuerzas y se volteó quedando boca arriba, los ojos abiertos hacia el techo, una pierna colgando del camastro. Sus cabellos que eran largos y de un color castaño, se rizaban alrededor de su frente, su cara se distendía poco a poco para adquirir ese aire afligido que le moldearía con los meses un nuevo rostro. Respiraba. Las mangas largas de su vestido, de un verde oscuro casi negro, se pegaban a sus brazos como mitones, y la falda terminada en faralás se arrugaba dejando ver la enagua de algodón y encaje. Había dejado caer lentamente, uno después del otro, sus botines de becerrillo. El bolso, confeccionado en la misma tela del vestido, y la maleta con sus prendas de mujer, peine y cepillo, polvos de arroz, agua florida, no se veían por ninguna parte. Puedes dejar el bolso y la maleta, había dicho Madre cuando se levantó de la silla para salir del locutorio. Espero me los devuelvan y no me hayan quitado nada. Gruesas lágrimas mojaron de nuevo sus mejillas, que no me quiten las cartas de Elías y el espejito que me regaló... La noche fue entrando lentamente por la ventanilla enrejada de la celda. Le pareció oír a lo lejos los rezos de las monjas, y el canto elevándose comenzó a adormecerla. Rendida, se durmió vestida, en la misma posición en que se había dejado caer sobre el camastro, una pierna colgando, hasta el amanecer.

Abrió los ojos de golpe cuando el sol entró en la celda. En un segundo recordó y se dijo con voz neutra: ya estoy en el Convento. Detalló la celda: paredes gruesas y altas pintadas de un color ocre, el techo de listones de madera oscura, una mesa rectangular, seguramente antigua, de dimensiones pequeñas, con tablero de cedro, patas torneadas y travesaños en madera más clara, con su silla. Sobre la mesa, una lámpara pequeña de carburo que no servía y ese objeto, la calavera, que persigna la vida monacal. Un arcón no muy grande de madera oscura, para guardar la ropa. La cama en la que permanecía acostada, estrecha, compacta, con copete discreto y liso, sin perillas ni colgaduras, con una almohada delgada y una frazada color marrón. Encima del copete y colgado de la pared, una cruz tosca de madera, sin Cristo, para que la carmelita sea el Cristo. María Manuela fijaba la mirada vaciando el lugar y las cosas de sus significados. Se inclinó como buscando algo debajo de la cama. Una bacinilla. Suspiró con alivio, se quitó el lazo que le ceñía el talle y en cuclillas orinó larga y pausadamente. Entonces, se sentó en medio del camastro, se recostó de la pared, y se puso a mirar por la ventana el cielo de Caracas. Las nubes lentas recorriendo el infinito, el azul como que nunca lo vio tan bonito. Su estado de ánimo no le impedía presentir que afuera haría un día alegre. Los cantos de los pájaros llenaban el patio. No podía saber en qué lugar se hallaba exactamente, pero estoy en el Convento de las Carmelitas Descalzas... Se alzó de hombros, bueno, aquí estoy, volvía a repetir, en el Convento de las Carmelitas Descalzas. Y comenzó a recordar cómo había llegado, se imaginó afuera en la calle del Comercio, en la esquina que luego llamarían de Carmelitas, con sus tiendas y almacenes. Recordó la animación en Las Madrices cuando fue de compras un sábado por la mañana con tía Joaquina y su prima Ana Cecilia. En la zapatería Astengo y Cía. regalaban una caja de betún y dos cepillos al que comprara por cuatro pesos esos botines de becerrillo con hebilla que le gustaban tanto. Si no fuera por el betún y los cepillos, su tía no se los hubiera comprado. Vio la tienda de doña Carmina adonde iban a proveerse de encajes, agujas de tejer, hilo... Los ojos se le iban mirando para todos lados hasta posarse calmos en las paredes del convento y quedarse en un suspenso que era más que todo curiosidad. ¿Quiénes eran esas mujeres que estaban encerradas ahí para toda la vida? Tía Joaquina le hablaba con entusiasmo de jóvenes honestas, de buena familia, como Carmen Inés León, que habían preferido el claustro al matrimonio. María Manuela oía sin responder la letanía de Joaquina alabando la paz de los conventos. Pobrecitas, suspiraba sin despegar los ojos de los muros, pobrecitas, repetía, pero sin mucho convencimiento, pues era mucho más la admiración inconfesada que sentía hacia esas mujeres que no había visto nunca, que la lástima. Hay que tener temple, pensaba, toda la vida... Margarita Galarraga, seguía su tía, le rogó a su padre que la dejara ingresar en la orden, esa niña era tan santa que prefirió el convento a la vida distinguida y bien puedo decir radiante que la esperaba casándose con el Coronel Ibarra, tal como había ya dispuesto su padre. Pero yo oí que el Coronel casi le dobla la edad. Tú no oíste nada, muchas estarían contentísimas de llevar su apellido. María Manuela se estremeció: ¿Acaso ella tenía destinado un marido que aún no conocía? Además, continuó la tía, el matrimonio o el convento, lo más digno para una joven de buena familia, a menos que te quedes niña-vieja, para hacer los nacimien- tos en Navidad y vestir a los santos durante la Semana Mayor.

–¿María Manuela, qué haces ahí en la puerta?

No contestó. No quería mucho a tía Joaquina que la había criado desde que sus padres murieron en el accidente cuando apenas tenía cinco años.

–María Manuela, te estoy llamando.

–Sí, señora.

–Ven, hija, a ayudarme a escoger estos encajes para el mantel de la iglesia. Hay que ir preparándose para el matrimonio, dijo mirando a doña Carmina, la dueña de la mercería.

–¿Quién se casa?, preguntó ésta, toda curiosidad y con la confianza que le daban los años que llevaba surtiendo de hilos y encajes a las mejores familias de la ciudad.

–Será un matrimonio por todo lo alto, respondió doña Joaquina.

–¿Y quién es la novia?, volvió a preguntar Carmina mirando con picardía a la joven.

–Isabel, Isabel Salcedo, la hija de mi prima doña Belén de Salcedo, ¿no es verdad, María Manuela?

–Sí, señora.

–Ay, pues, las felicito. Y que Dios bendiga a los novios.

–Amén, amén, respondía Joaquina ya tomada por la emoción, y será un matrimonio…, con lo linda que es Isabel, ¿verdad, María Manuela?

–Sí, señora.

–Bueno, ya faltan seis meses. Hay mucho quehacer. Mándenos la cuenta, Carmina.

–No se preocupe. Hasta luego, señora. Señorita, que Dios la bendiga.

–Gracias, señora Carmina. Vamos, hija.

María Manuela echó una mirada larga al convento hasta los balcones del segundo piso. Adiós Carmen Inés, adiós Margarita.

Unos golpecitos suaves en la puerta la sacaron de sus recuerdos; el picaporte giró con suavidad, y una monja joven, de aspecto delicado, entró con una bandeja, la colocó sobre la mesita, y al rato volvió con una jofaina llena de agua. Era la misma monja del día anterior, la misma que la había conducido de la portería a la celda en la que se hallaba ahora desde la tarde del día anterior. Pero María Manuela no la reconoció. Con sus ojos clavados en el ruedo del hábito, subiendo paso a paso la escalera, nada vio al entrar al convento salvo el destello de las pupilas de Nuestra Madre cuando levantó sus ojos hacia ella al salir del locutorio. El ruedo del hábito ondulaba mientras la monja subía los peldaños, y en cada ondulación, las medias de un color lechoso se distinguían claramente, destacando el talón y los tobillos sujetos por una tira de cuero de una tosca alpargata marrón. Durante el recorrido, la monja mantenía con las dos manos un pesado candelabro de una sola larga vela. En un momento, María Manuela quiso alzar los ojos hacia la llama, pero el hábito flotaba delante de ella como las alas oscuras de un enorme pájaro y, asustados, los párpados bajaron de nuevo para volverse a posar en el ruedo serpentino del hábito. Buenos días, saludó la monja con una sonrisa algo tímida, como si esperara una respuesta desagradable. María Manuela no respondió. Nuestra Madre me encargó de traerle el desayuno y me dio permiso para hablar un poquito con usted. María Manuela miraba el hábito marrón de la monja.

–Te llamas María Manuela, ya sé. Y como arriesgándose: no te preocupes por tu bolso, yo lo tengo, tengo tu bolso, no te preocupes, repetía sabiendo que eso alegraría a la joven.

–Gracias, gracias. María Manuela sollozaba.

–No llores. Aquí no lo vas a pasar mal, todas te vamos a querer, además, nadie te va a molestar.

–Ay, ay, ay, ¿por qué, Dios mío, por qué?

–No llores, dijo la monja poniéndole la mano en el hombro. Dios sabe lo que hace...

–No, no, no sabe...

–No hables así, María Manuela. Y al rato. Bueno. Ya se me está acabando el tiempo.

–No te vayas, no me dejen sola.

–Mira, yo voy a ser tu ángel. Nuestra Madre me encargó. Come esto que te traje y este libro de oraciones para...

–No quiero comer, no quiero leer, ay, Elías, Elías..., gemía, la cara empapada de lágrimas.

–María Manuela, escucha, dijo la monja en tono firme: comes, y luego te lavas y te pones este hábito. Es una saya blanca con un delantal y un cordón. Yo misma lo planché. Y este velo en el pelo.

–No, no.

–Bueno, si no quieres, no te lo pongas. Pero para salir de la celda tienes que ponértelo. No irás a pasarte la vida encerrada aquí. Si vieras qué lindo es el patio... Estaré cerca de tí y voy a rezar mucho por ti. Se calló, y como María Manuela no mostraba ningún deseo de condescender y ni siquiera la miraba, pronunció un devoto Dios te bendiga y salió de la habitación luego de tocarle la cabeza con ambas manos.

Sor María Piedad de Los Ángeles salió de la celda haciendo la señal de la cruz. Se le había terminado el tiempo. Ten piedad de ella, Señor, murmuró al cerrar la puerta, y el silencio se adueñó de nuevo de su cuerpo y de su espíritu. Durante las tercias, los oficios religiosos de las nueve de la mañana, pensó en ella y rezó fervientemente, y a la hora del recreo, sentada junto con otras monjas en uno de los bancos del claustro, la imagen de María Manuela acudió de nuevo a su mente.

–¿Es verdad que ayer llegó una niña al convento?

Sor María Piedad de los Ángeles no respondió. Tenía prohibido dar detalles sobre lo que había visto y oído. Órdenes de Nuestra Madre.

–Eso escuché yo, que me tocó hacer de tercera en el locutorio mientras Madre Teresa de San Alberto recibía a unos señores, dijo apresuradamente sor Ana de Jesús.

–¿Y a quién le llevabas tú el desayuno esta mañana?, le preguntó directamente sor Ángel del Calvario a sor María Piedad.

–Bueno, no empiecen, respondió ella sintiéndose acorralada, lo único que puedo decirles es que se llama María Manuela Alzuru y es requetebonita.

–¿Alzuru? Ese apellido es vasco.., qué raro, no lo había oído antes, quiero decir, antes de llegar aquí, replicó sor Ángel del Calvario, que venía de una familia encumbrada de Santiago de León de Caracas.

–Con tal de que esté bien de la cabeza, volvió a decir sor Ana de Jesús.

–Por Dios, Su Caridad, tendrá que confesarse, recomendó severamente sor Juana de la Cruz que se había quedado de pie y, un poco retirada, oía con aire displicente la conversación.

–Sé lo que estoy diciendo y no son calumnias. ¿No recuerdan hace unos meses el susto que pasamos cuando a la niña aquella le dieron esos ataques como a las ocho de la noche?

–Ay, sí, qué horror, pobrecita, dijo sor María Piedad... yo después no pude dormir y eso que recé y recé.

–Ya estábamos en nuestras celdas y ya no podíamos salir, continuó sor Ana de Jesús, pero como ella salió gritando escaleras abajo, se oyó todo.

–O casi todo, acotó sor Ángel del Calvario, porque más eran los gritos que las palabras.

–Ay, hermanas, dejemos esta conversación, pidió sor María Piedad, que yo me asusto. ¿Se acuerdan de lo que nos dijo Nuestra Madre al día siguiente?

–Claro que me acuerdo, estalló sor Ángel del Calvario que era la mayor del grupo de las monjas jóvenes del convento, que la niña Tovar, porque ese era su apellido, se puso enferma con convulsiones y tuvo que llamar a la familia...

La campana sonó llamando al silencio y con un El Señor sea con vosotras, cada una volvió a sus quehaceres, y la calma y el individualismo volvieron a reinar en el convento.

Sor María Piedad bordeó el claustro, atravesó el patio de los lavaderos y subió la escalera del fondo que conducía a la enfermería para cuidar a sor Santísimo Sacramento que, con sus setenta y seis años, sufría de reumatismo en las piernas. Sor María Piedad la frotaba con aceite de romero y cera de abejas mientras la monja, siempre con su buen humor, le hablaba del Llano y de los becerritos que había en la hacienda de su papá, en Guasdualito. A las monjas les gustaba cuidar a sor Santísimo Sacramento del Llano, como le decían cariñosamente las más jóvenes. En las horas de recreación, era ella la que fomentaba la risa y el alboroto contando cuentos y adivinanzas, hasta que sus piernas le impidieron seguir formando coro y algarabía en el patio, y tuvo que guardar cama con más frecuencia cada vez. Monjas y novicias se disputaban, sin reconocerlo, la suerte de cuidar a sor Santísimo Sacramento, hasta que llegó el día en que los cuidados no bastaron y hubo que llamar al médico. Ese día, don José Miguel Quintana, Médico del Convento de las Carmelitas Descalzas de Santiago de León de Caracas, entró solemne, pues hacía años que no se apersonaba en el convento. Al verlo atravesar el patio, acompañado de Nuestra Madre, sor María Piedad de los Ángeles y sor Ana de Jesús se echaron al punto a llorar. La campana, chillona, había sonado y las monjas, reunidas en el patio, silenciosas y veladas, esperábamos. Parece que sor Santísimo Sacramento se puso muy mal anoche, y sor Ana de Jesús, que estaba con ella, se asustó tanto que decidió llamar a Nuestra Madre. Y ahora viene el médico, ay, está mal, mal de verdad. Las monjas, compungidas, orábamos despegando levemente los labios, pero sor Ana de Jesús y sor María Piedad no rezaban porque los sollozos las ahogaban, a pesar de los esfuerzos que hacían para contenerse. Cuando el doctor Quintana se despidió de Nuestra Madre, y sor Juana de la Cruz lo acompañó hasta la portería, sonó de nuevo la campana para indicar que el intruso había salido del convento. Levantamos nuestros velos y esperamos tensas a Nuestra Madre. Hijas mías, comenzó ésta, al ver los rostros afligidos, Dios en su infinita misericordia nos deja a sor Santísimo Sacramento un tiempo más, pero ya la ha llamado, oremos, hijas, por la Misericordia Divina. Inmediatamente caímos todas de rodillas: “Yo, Pecador, me confieso a Dios, Todopoderoso...”. Las voces se esparcían a los cuatro vientos pidiendo misericordia, Señor, misericordia. Al final, un silencio sereno se derramó sobre el patio, las monjas, inmovilizadas, las manos cruzadas sobre el pecho, hasta que Nuestra Madre palmoteó dando por terminado el rezo. En dos filas de igual número, cada una en el orden que le correspondía, desde las más antiguas hasta las más recientes, nos dirigimos, los hábitos flotando, a nuestras celdas para la hora de meditación.

Sor Santísimo Sacramento no se levanta de la cama desde hace una semana, sor María Piedad sube las escaleras de la enfermería, ya no pide, como antes, que la lleven a su celda o al patio. Dios la llama. Hace cuatro meses vino el médico. Sor María Piedad estaba triste, de pronto sintió su corazón agitado. ¿No me digas, Dios mío, que nos mandas a María Manuela para llevarte a sor Santísimo Sacramento? Palideció, se agarró del pasamanos, sabía que sor Santísimo Sacramento se moría y nadie, ninguna persona podría reemplazarla en el convento, ni consolarla a ella de la pérdida. Sor María Piedad de los Ángeles, tan serena siempre, tenía el rostro descompuesto. Rezó un Avemaría en la antesala de la enfermería. La angustia de María Manuela se le hizo presente al abrir la puerta y ver el rostro plácido de sor Santísimo Sacramento, dormida. Cerró suavemente la puerta tras contemplar un rato a la monja más vieja del convento. El Señor te ha llamado, bienaventurada seas. Bajó lentamente las escaleras sin dejar de rezar y de mirar el cielo al atravesar de nuevo el patio de los lavaderos. Cortó unos lirios rojos tempraneros y algunas ramas del limonero, volvió a la enfermería y los colocó en el florero de arcilla que estaba en la ventana, de modo que cuando sor Santísimo Sacramento se despertara viera las flores y supiera que ella había estado allí.

A sor María Piedad de los Ángeles le encanta el patio con el claustro alrededor, le gusta sentarse en los bancos y contemplar las rosas de Alejandría, el jazmín y los nardos que exhalan su perfume, el limonero, con sus limones del verde intenso al amarillo, las flores rojas del árbol del granado, el naranjo con sus hojas siempre verdes y los capullos blancos y fucsias de los alhelíes. Piensa de nuevo en María Manuela y, desde sus veintiún años, le calcula más de veinte a la que ingresó ayer al convento. Pero no, María Manuela, alta y bien formada como está, tiene dieciocho años. Lo que sucede es que hay en su rostro y ademanes tal disposición para enfrentar la vida que pareciera que ha vivido mucho. Además, a María Manuela se le nota que tiene temperamento, tiene esa chispa que los antiguos llamaban genio, brasas de fuego que avivan la llama de la existencia para que se mantenga alta, sin que el incendio cunda. Sor María Piedad considera el rostro triste y desesperado de María Manuela, y se imagina que ella está aquí porque se niega a un matrimonio convenido. Recuerda los casamientos a los que tuvo ocasión de asistir antes de ingresar al convento. Ve los rostros pálidos y atemorizados de las novias, el disimulo o la confusión aparatosa del novio, cumpliendo, tal vez, él también, con una imposición paterna, sobre todo, si era todavía joven. No todas tenían el camino de Enriqueta, que estaba tan bella cuando se casó con José Antonio, mi primo. Y ahora María Manuela, llorando por amor y obligada a estar aquí. Estoy segura, está obligada, no es que tenga miedo o esté arrepentida de su decisión, es que está obligada. Yo no lloré cuando llegué... Ay, pobrecita, María Manuela está comiendo pan de angustia y agua de aflicción, ten piedad de ella, Señor.

En la celda, María Manuela sintió en un momento que le faltaba el aire, se incorporó en el camastro y vio la bandeja, ¿hace cuánto tiempo había venido la monjita? Si no fuera por la bandeja pensaría que fue una aparición, o quizás un sueño, pero allí estaba también la jofaina llena de agua y una ponchera. Ay, Dios mío, ojalá todo esto fuera un sueño, y las lágrimas comenzaron a fluir de nuevo. Era mediodía cuando se despertó y se vio en la misma posición, acostada boca arriba, una pierna colgando. Se sentó y luego se levantó, dio unos pocos pasos y se sentó frente a la mesa donde estaba puesta la bandeja. Se tomó el tazón de chocolate, sin azúcar a su parecer, y devoró el pan con queso ya frío. Sor María Piedad acudió de nuevo a su mente, era bonita esa monjita, tan suavecita, menos mal que me tocó ella, las demás deben ser horribles. Abrió el arcón, encontró un trapito, un paño, una sábana blanca de tela ordinaria, un camisón sencillo y sin encaje, unas medias gruesas de color lechoso y las alpargatas marrones, una cotilla que seguro le apretaría demasiado el pecho. Comenzó a desvestirse, sintió el traje pegado a su cuerpo, se desabotonó el cuello y las mangas, liberó sus brazos, levantó los pies, uno después de otro, y el vestido quedó como una mancha de musgo delante de la cama. Se tocó el pelo, pegajoso; la enagua y el corset quedaron juntos como islas flotantes sobre la madera del piso, las medias de algodón balanceándose en el picaporte de la puerta. Con el trapito, mojándolo en el agua que había vertido en la ponchera, se lo pasaba por el cuerpo que se erizaba de frío. El paño blanco, de tamaño mediano, demasiado delgado para su gusto, le sirvió para secarse, con toda la lentitud y la parsimonia de una mujer que no espera nada. Con toda calma también, se puso el camisón, pues no quería volver a ponerse el vestido ajado ni tampoco el hábito, y así vestida, arrimó la silla hasta la ventana y se asomó. Podía ver claramente un pedazo del patio, desierto a esa hora, el sol pegaba de lleno. Un banco de cemento, los lirios blancos y amarillos, casi anaranjados, una mata que podía ser de limón en una de las esquinas y debajo de ella, una pileta pequeña, y en la otra esquina, otra pileta idéntica, los jazmines, nardos, tal vez, y una mata de guayaba, allá, al fondo, pegada de una de las columnas del claustro... Miraba detenidamente y, a pesar suyo, le parecía bonito. Sintió deseos de salir, ¿hacia qué lado quedará la mercería de doña Carmina? Y ya iba a empezar a llorar de nuevo cuando se dijo con la gravedad que contiene la rebeldía: bueno, a ver si dejo de llorar, porque yo voy a salir de aquí, yo no me voy a quedar aquí en este convento. La mirada de Nuestra Madre pareció cruzarse de nuevo con la suya, pero la desesperanza anuló rápidamente ese destello de seguridad que apuntaba tímido en sus pupilas y le impidió, por ahora, apoderarse de su destino.

Se peinó los cabellos con los dedos, si tuviera un espejo, pensó. Vio a una monja pasar por un costado del patio. La siguió con la mirada. La monja caminaba rígida, como si uno de los barrotes de la ventana se hubiera desprendido y se desplazara por el claustro.

Unos golpecitos suaves en la puerta, María Manuela se bajó de la silla y antes de que le diera tiempo de responder, sor María Piedad de Los Ángeles entró. La miró complacida al verla lavada, la bandeja vacía.

–Es más de mediodía, debes tener hambre, te traje algo de comer, lo preparé yo misma.

–Gracias, sor...

–Sor María Piedad, sor María Piedad de los Ángeles.

–Gracias sor María Piedad.

–Bueno, algunas me llaman sor Piedad, pero yo prefiero mi nombre completo: sor María Piedad de Los Ángeles. María Piedad Urbina era mi nombre anterior.

–¿Anterior a qué?

–Anterior a mi entrada al convento, antes de profesar.

–Ah...

–Bueno, no importa, y dime: ¿vas a pasar todo el día con ese camisón?

María Manuela no respondió. Quería molestar a la monja:

–¿Debe ser muy fastidioso estar aquí, verdad?

–Qué va, respondió la monja sin reparar en el tono irónico de la pregunta, todas tenemos cosas que hacer, ahora mismo yo estoy bordando unas sábanas para un ajuar que le encargaron al convento, a veces me toca ayudar en la cocina, pelo las frutas para los dulces y conservas que vende el convento, y además leo, el Padre Capellán nos regaló algunos libros de oraciones y de historias de santos que nos gustan mucho.

–Tú no te fastidias, pero yo no puedo estar aquí, farfulló María Manuela.

–Aquí estoy cerca de Dios, ¿cómo quieres que me fastidie?

María Manuela se calló, incapaz de dar rienda suelta a su rebeldía y a la animosidad que sentía. Ella también sabía leer y sabía algo de música, varios premios había merecido durante los años que asistió al Colegio de Educandas, a dos cuadras de su casa. La señorita Josefa Guido exigía que las alumnas recitaran de memoria algunos párrafos del Manual de Urbanidad y Buenas Maneras de Carreño, pasaba horas viendo los dibujos del libro de Geografía Universal de Montenegro y Colón, pero qué importaba eso ahora, si lo que más le gustaba eran los paseos a la hacienda, salir a las tiendas, aunque fuera con tía Joaquina, sí, salir a la iglesia, a los velorios, a los matrimonios... ¿Aquí no se puede salir nunca, verdad?, preguntó con ansiedad.

–Cuando hagas los votos, no.

–¿Y cuándo se hacen los votos?

–No pienses en eso, ya veremos lo que Dios quiere para ti. Mejor come... y ponte aunque sea el velo, además, mira lo que te traje, te va a gustar.

Salió unos minutos y volvió con el bolso. ¿Estas contenta, verdad?, le preguntó mirándola como si fuera su hermana menor.

–Gracias, Piedad, gracias. La abrazaba.

–Piedad no, dijo la monja dejándose abrazar: sor María Piedad, o...

–Sor María Piedad de los Ángeles, dijeron las dos en coro, una en voz alta y firme, y la otra en voz baja, casi susurrando.

–¿Y mi maleta de cuero?, y al formular la pregunta, se apartó bruscamente y elevó la voz.

–Contra soberbia, humildad, María Manuela, y el Señor te colmará de bendiciones.

–Está bien, Piedad.

–Sor María Piedad, no lo olvides. Dios te bendiga. Y salió, como había entrado, sin hacer ruido, serena, la cabeza en alto, con ese paso ligero y firme que tienen las gentes cuando llevan consigo un paisaje.

María Manuela sintió el impulso de salir tras ella, pero su mano se detuvo en el picaporte. Le dio miedo: salir era entregarse, perder la primera batalla. No, no voy a salir, dijo en un tono quejoso, apaciguado por la presencia de la monja que había diluido la tirria que se desprendía del arcón, de la mesa, del camastro y de las paredes mismas de la celda. Además, si veo a todas las monjas juntas, me muero. ¿Cuántas habrá aquí?, encerradas como yo, en contra de su voluntad, aunque tía Joaquina, ay Dios mío, cómo puede ser tan mala mi tía y meterme aquí, aunque sor Piedad, mejor dicho, Piedad, vino porque quiso, de eso estoy segura, a nadie le gusta estar preso... Dios no debe ser tan bueno, ay Dios mío, qué estoy diciendo, si me muero ahora, voy al infierno... Yo no quiero ser monja, no quiero. Pegaba la cara de la puerta, la mano derecha, aferrada al picaporte, empezó a dolerle. ¿Y si abro la puerta y salgo corriendo? No, no, todas las puertas deben estar cerradas, además llamarían a mis tíos y sería peor, peor, y se echó de nuevo en el camastro. Y era verdad: sólo por la portería que daba a la calle del Comercio y que se mantenía cerrada bajo llave, se podía entrar y salir del convento. A la iglesia, a la capilla, entraban los feligreses por la calle Margarita, pero no podían pasar de allí, pues no había puerta alguna que condujera al interior del convento. El locutorio, que era el lugar donde Nuestra Madre la recibió junto con sus tíos, estaba dividido por una pared que tenía en medio una rejilla y una cortina que María Manuela no vio. De un lado se sentaba la monja velada y del otro, el visitante, justificando así los nombres de locutorio de las monjas y locutorio seglar que llevaban desde siglos. Padre, madre, hermanos, entraban al locutorio seglar por la puerta que daba a la calle del Comercio, por la misma que llamó el tío Emiliano haciendo sonar fuertemente la aldaba, pero no podrían pasar de allí, así quisieran, pues pared y rejilla lo impedirían. Tampoco la monja, en un súbito arranque, tentada por el Demonio, hubiera podido aprovechar la ocasión de la visita y salir del locutorio, pues rejilla y pared también se lo impedirían. María Manuela no conocía el convento. No sabía todavía que el abandono del mundo era la regla de los claustros, y que esta regla prohibía severamente cualquier entrada de lo externo, y cualquier salida de lo religioso de sus muros. El convento, como una fortaleza, no tenía comercio con el mundo, salvo por una puerta, la portería, cuyas llaves guardaba celosamente Madre.

Postrada en cuerpo y en espíritu, cuando sor María Piedad de los Ángeles volvió en la noche con la cena, se sorprendió al verla tan pálida, sumida en un sueño pesado y profundo. Colocó la bandeja encima de la mesa y se llevó la otra vacía, junto con la jofaina. A la hora, abrió María Manuela los ojos en la oscuridad, se incorporó como una sonámbula, prendió a tientas la vela que se hallaba en un platico de arcilla sobre la mesa, probó algo de la cena y se quedó mirando a través de la ventana enrejada, la noche, el cielo. El bolso sobre la mesa, exhibía la irreverencia de las cosas mundanas cuando se hallan súbitamente en recintos consagrados a la salvación del alma. María Manuela no lo abrió, no quería confirmar la vida que ese bolso contenía, no quería recordar, lloraba, la cabeza apoyada en sus brazos sobre la mesa. Serían más de las nueve cuando volvió a la cama; le pareció oír cantos, maitines, sin poder precisar si provenían del claustro o de alguna otra parte del convento. Le era difícil concentrarse en algo. Se durmió, y cuando a las siete de la mañana del día siguiente sor María Piedad entró, la encontró de pie, envuelta en la frazada, frente a la ventana. No respondió al saludo. Tampoco contestó a las preguntas, de modo que la monja, preocupada por tanta mudez, le puso las manos en los hombros y fue girando lentamente su cuerpo hasta quedar cara a cara, pero María Manuela con sus ojos muy abiertos, no la miró. Sor María Piedad sintió el impulso de abrazarla, se contuvo, la sentó en el camastro y colocándose a su lado, le tomó las manos y comenzó a rezar. Entonces María Manuela dejó caer su cabeza en el hombro de la monja y cerró los ojos. Sor María Piedad sintió la frente fría rozarle la cara. Con cuidado acostó a María Manuela y la cubrió con la frazada, pensando que debía hablar con Nuestra Madre.

–¿No se ha puesto todavía el hábito?, preguntó madre Teresa de San Alberto.

–No, Madre.

–Dios la pone a prueba. Oremos por ella, sor María Piedad de los Ángeles.

Permanecieron en silencio. Al rato, Madre preguntó:

–¿Ha comido bien?

–Sí, Madre, se come todo, todo, todito.

–Gracias a Dios. No hay que preocuparse tanto, hija.

–Pero es que no habla y está pálida.

–El Señor la está iniciando en sus misterios. No podemos hacer nada. Cumple con tu deber como lo has hecho hasta ahora.

–Sí, Madre. Si me lo permite, podría darle un remedio, está como ida, no habla...

–Está empezando a hablar con Dios. Pero si quieres, dale una infusión de canela, eso la reanimará. Ah, y llévale su maleta. Dios te bendiga, hija.

–Amén, respondió sor María Piedad doblando ligeramente las rodillas y salió.

No podemos hacer nada, pero es que parece que se fuera a morir, voy a la cocina a preparar la infusión. De repente, sor María Piedad recordó que no le dijo a Nuestra Madre que había oído a María Manuela pronunciar un par de veces el nombre de Elías. No se lo dije, ¿mentí? No, no, Madre no me preguntó nada, solo me preguntó si ella había comido y si se había puesto el hábito. Pero no estaba muy convencida de su proceder, sentía que le ocultaba algo importante a Nuestra Madre, y eso la inquietaba. La imagen de sor Santísimo Sacramento en la enfermería, dormida, vino a su mente. No podía entender los sentimientos y las intuiciones que como relámpagos cruzaban su mente: no quería que sor Santísimo Sacramento se muriera, quería proteger a María Manuela, ¿pero de qué?, ¿por qué siento que María Manuela está amenazada?, y ¿por qué cuando pienso en la muerte de sor Santísimo Sacramento pienso en María Manuela?, ay Dios mío, no me atormentes, mi Dios.

Al siguiente día, como María Manuela seguía postrada, sor María Piedad le frotó los brazos y la frente con alcohol. En realidad, y sin darse cuenta, trataba de la misma manera a las dos enfermas, sólo que ella creía que una, la más vieja, se moriría, y la otra viviría para suplantarla.

–Gracias, sor María Piedad de los Ángeles, susurró María Manuela, fijando sus ojos en la maleta, cuando la monja tomó la bandeja para irse.

–Por fin dices algo, ¿cómo te sientes, dime, cómo te sientes?

Sor María Piedad se acercó, y María Manuela leyó en sus ojos la preocupación y el contento, al mismo tiempo, de oír de nuevo su voz.

–Estoy bien, estoy bien, repetía María Manuela.

–Llevas cuatro días encerrada, ¿es que no vas a salir nunca?

–Nunca, nunca, no saldré nunca de aquí.

Hablaba con lentitud, pero fue la entonación de la frase sin la menor emoción lo que asustó a sor María Piedad, que instintivamente, tomó la bandeja y comenzó ella misma a darle la comida. Las dos últimas bandejas ya no estaban vacías. María Manuela abría la boca, la cerraba y masticaba. No sé lo que me pasa, no sé, dijo en un tono apenas perceptible. La monja recordó la conversación con Nuestra Madre: “No podemos hacer nada”, había dicho Madre.

–Veo que te gusta la infusión, te traeré más, propuso la monja, tratando de animarla. Ten fe, María Manuela, agregó al ver que ella ni se movía. Y, al rato, como María Manuela empezaba a dormirse, salió de la celda.

María Manuela pasó la tarde durmiendo y parte de la noche asomada a la ventana. Cada día está más pálida, se dijo sor María Piedad cuando entró con la bandeja al día siguiente y vio sus ojos ausentes.

–Hay un sol radiante afuera. Sor Ana de Jesús me pregunta por ti, bueno, sor María de las Nieves y sor Santísimo Sacramento también...

–¿Cuántas son ustedes?, inquirió lentamente María Manuela como si estuviera frente a un ejército.

–Contigo seríamos diecisiete.

–¿Conmigo?

–Sí, bueno... no, si Dios quiere.

–Si Dios quiere, contestó ella, pero no querrá, no puede querer, pensó y volteándose le dio la espalda a la monja colocándose de nuevo frente a la ventana.

–¿No te provoca salir un rato al patio?, insistió sor María Piedad.

–Sí, salir, respondió lentamente María Manuela sin moverse.

Sor María Piedad de los Ángeles puso la bandeja encima de la mesa. La comida era escasa. Hoy es viernes, Viernes de Penitencia, día de ayuno, agregó. Mientras María Manuela estuvo rebelde y llorando, la comprendía, pero ese mutismo, esa gravedad, ¿qué era? Además, parece que, de verdad, no va a salir nunca de la celda. Yo no tuve tantos problemas para hablar con Dios, ¿o sí? Déjame ver...

María Manuela se quedó largo rato en la ventana mirando el patio y el cielo. Piedad no trajo la jofaina con agua. Se envolvió en una batola marrón que la monja había traído y había dejado sobre el arcón; era húmeda la celda. A la noche, me visto, a la noche.

Como a la hora, se oyó un canto: las tres de la tarde. Hoy es viernes, llegué el lunes, y ya estamos a viernes. Si no fuera por Piedad... Claro, Piedad entró al convento antes de haberse enamorado, estoy segura. Ella no sabe lo que es sentir eso que yo siento cuando Elías me mira en la iglesia, o cuando aquella noche quedamos frente a frente durante el funeral de don Ernesto. El recuerdo de Elías la invadía. Se quitó la bata y se echó en el camastro. El canto se elevó en el aire, Gloria a Cristo Jesús, cielos y tierra, María Manuela estrujaba su cuerpo contra la sábana. Con un movimiento rítmico, sus caderas se despegaban ligeramente para caer de nuevo sobre el camastro, el canto subió, Bendecid al Señor, se adelgazó en un trino y como una estela hizo su entrada en la celda y la envolvió. María Manuela apretó los muslos. Cuando, trémolo, sintió que se deslizaba por los recovecos del camisón, sus pechos temblaron ligeramente. Súbitamente se puso de espaldas. Honor y gloria a Ti, Rey de la gloria. El canto vibró todavía unos instantes más en el aire, y se alejó, Amor por siempre a Ti, Dios del Amor.

Cuando abrió los ojos, un aguacero caía, una ruidosa y sabrosa lluvia de Santiago de León de Caracas durante horas, sonando contra los techos, el empedrado y meciendo las hojas de los árboles. María Manuela se levantó, prendió la vela ya disminuida, vio la sombra del arcón en la pared. Se asomó a la ventana, subiéndose a la silla como era su costumbre. El cielo de un gris oscuro y las gruesas gotas de lluvia envolvían la tierra en la bruma. Según soplara el viento, podía ver las manchas rojas de los lirios temblando y los chispazos amarillentos que lanzaban las hojas del limonero. Los rojos y dorados parecían desafiar la grisura de la tarde, y proclamar la primacía del fuego sobre el agua hasta que la noche fue llegando pausadamente y puso fin a la diatriba entre los elementos. Un poco más tarde, una monja encendía las farolas del claustro. María Manuela se sentó frente a la mesita y comió una sopa de verduras ya fría con casabe. Al terminar, se envolvió de nuevo en la bata marrón y se sentó en el camastro. Abrió su maleta. Allí estaban sus prendas más íntimas, dos pares de medias finas, una cotilla de punto, su camisón de cuello de encaje. Con su cepillo peinó sus cabellos que se rizaron al instante sobre su frente. Permaneció un rato con los ojos cerrados y abrió su bolso, que era pequeño, de tafetán verde oscuro como su vestido. Allí estaban los guantes Jouvin que había comprado en el London Bazar, su pañuelo bordado por ella misma y al fondo, el espejito. ¿Y mis cartas?, ¿dónde están mis cartas? Desesperada, vació el contenido del bolso sobre la cama, vació también la maleta. Mis cartas, Dios mío, me quitaron las cartas de Elías, y se echó sobre el camastro, desconsolada. Ay, Piedad, devuélveme mis cartas, ay, Elías, Elías... María Manuela lloraba, lloraba ahogándose en sus quejidos, lloraba como si sus ojos fueran dos jarras que un viento hubiera tumbado de la mesa derramando el agua. Súbitamente se calmó. No podrán hacer nada. Ya me casé con Elías. Entonces respiró, se levantó y se puso el velo que sor María Piedad le había traído y que había permanecido sobre el espaldar de la silla, sin resbalar. Era un velo de tul blanco que apenas le rozaba los hombros, sostenido con una peineta también blanca, lisa, nacarada. Se sujetó bien la peineta en el pelo, y buscó el espejito. Lo mantuvo en sus manos unos instantes y, conteniendo la respiración, como si esperara ver un rostro que no conocía, se contempló. Parecía otra, pálida, pero sin las ojeras que imaginaba y, para sorpresa suya, hermosa, con su aire rebelde que se tornaba cada vez más triste. Sus ojos miraban ya sin angustia, su boca con el labio inferior algo abultado: soy la novia de Elías y me casé con él. Ya me casé con Elías.

La puerta se abrió despacio.

–No quise tocar por si estabas dormida. Son más de las ocho.

María Manuela se sonrojó.

–¿Te pusiste el velo?, te ves muy bonita. La monja echó una mirada furtiva al desorden que había sobre el camastro.

–Bueno, sí, el velo, respondió azorada. La monja había perturbado el ritual, quería que se fuera. Sor María Piedad de los Ángeles presintió algo, se sintió incómoda, levemente rechazada: colocó la bandeja con la comida aún más escasa sobre la mesa y se retiró:

–Buenas noches, María Manuela, el Señor sea contigo.

–Y con tu espíritu.

Sor María Piedad de Los Ángeles era una monja de Barlovento, de la hacienda San Miguel, en Tacarigua. Había entrado en la Orden de las Carmelitas Descalzas hacía cuatro años, cuando apenas le faltaban unos meses para cumplir los diecisiete, la edad exigida para el ingreso. Hija de una familia ilustre, arruinada por la Guerra Federal, propietaria aún de una hacienda de cacao, María Piedad Urbina, la tercera de las cinco hijas, había mostrado desde muy temprana edad su vocación. Toda obediencia y serenidad, de piel muy blanca, y largas y finas cejas, parecía una extraña dentro de su propia familia, en cuyas maneras y rasgos se asomaban otras herencias, además de la española, única que a ellos interesaba subrayar. La blancura de María Piedad la hizo parecer también más santa a los ojos de los demás, y ayudó a forzar las puertas del convento cuando el padre, no pudiendo completar la dote de dos mil pesos exigida para el ingreso, puso en la balanza las cualidades de su hija y su apellido.

Al terminar el noviciado y profesar, María Piedad firmó el documento de renuncia, y dispuso, según la costumbre, que la parte de la herencia paterna que le correspondía debía ser devuelta a sus orígenes. Las novicias, aun las más devotas y convencidas, no renunciaban a su herencia a favor del convento, sino que la cedían a sus padres como un modo de agradecerles la educación y los cuidados recibidos y, tal vez, como un modo también de consolarlos al privarlos para siempre de su presencia. De las pugnas sutiles, de los subterfugios entre los padres de la novicia y los superiores del convento no sabemos, pero nada cuesta imaginar las dudas que tendría una niña ante el dilema del reconocimiento hacia unos padres que dejaba y la devoción hacia una casa que la acogería por el resto de su vida. El cariño y el buen trato de su familia debieron influir aún más en la decisión de María Piedad, y la herencia que, en verdad, no era mucha, no salió del patrimonio familiar, permitiéndonos aceptar con sinceridad el llanto de la madre y sus ruegos porque se llevara consigo a una de las negritas de la hacienda como criada. María Piedad rehusó con firmeza. A pesar de sus pocos años y de la ignorancia en la que se mantenía, sabía que la esclavitud había sido abolida, pero más que la abolición pesaba en su decisión la convicción de recorrer sola el camino de salvación, sin imponérselo a ninguna de las sirvientas que su madre le había ofrecido para su servicio personal, así tuvieran diez, doce o catorce años y no se dieran cuenta de nada, como decía doña Jacinta:

–Pero, llévate a Rosalía, a Carmela o a Caridad.

–No, mamá, no insistas. Al convento voy sola.

–Pero, hija, necesitarás quien te cuide, quien te cocine, quien te lave la ropa.

–Mamá, hay otras novicias.

–Sí, hay otras, y ya he averiguado, la mayoría tienen sus criadas con ellas.

–No creo, mamá...

–Está permitido, hija.