Primera Parte

Historia y crítica de la idea
del descubrimiento de América

Segunda Parte

El horizonte cultural

Tercera Parte

El proceso de la invención de América

Cuarta Parte

La estructura del ser de América y el sentido de la historia americana

NOTAS

portada

La invención de América

Investigación acerca de la estructura histórica del nuevo mundo y del sentido de su devenir

Edmundo O’Gorman


Fondo de Cultura Económica

Alegoría de las cuatro partes del mundo

Alegoría de las cuatro partes del mundo. Ilustra el concepto jerárquico de las mismas en el que Europa aparece con las insignias de la realeza. Sebastián P. Cubero, Peregrinación del mundo, Nápoles, Porsile, 1682.

Primera edición (Tierra Firme), 1958
Segunda edición, 1977
Tercera edición, 2003
Cuarta edición (Biblioteca Universitaria de Bolsillo), 2006
Primera edición electrónica, 2010

Fotografía de portada: Gerardo Suter, El sueño de un recuerdo

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A la Universidad Nacional
Autónoma de México con gratitud y amor

Advertencia

El texto de esta edición en castellano es el que, entonces traducido por mí al inglés y ahora corregido y aumentado, sirvió de original para la edición inglesa publicada en Bloomington, 1961, por la Indiana University Press, y reeditada por la Greenwood Press, 1972, West Port, Connecticut.

En el prólogo de esa edición —también reproducido en ésta— expliqué la génesis del libro y di cuenta de las extensas adiciones que introduje respecto a la primera edición en castellano (Fondo de Cultura Económica, México-Buenos Aires, 1958). Nada, pues, tengo que agregar aquí, salvo dejar testimonio del beneplácito que me causa la oportunidad de ofrecer al lector de lengua española esta renovada versión de la obra que, entre las mías, estimo la menos indigna de exponerse de nuevo a los rigores de la luz pública.

E. O’G.

Temixco, junio de 1976

Prólogo

La tesis central de este libro tiene un largo proceso de gestación. Desde 1940, cuando me fue encomendada la tarea de reeditar la gran obra histórica del padre José de Acosta,[1] percibí vagamente que la aparición de América en el seno de la Cultura Occidental no se explicaba de un modo satisfactorio pensando que había sido “descubierta” un buen día de octubre de 1492. En efecto, en las páginas de Acosta se transparentaba la existencia de un proceso explicativo del ser del Nuevo Mundo que parecía innecesario de ser cierta aquella interpretación. A ese proceso lo llamé, por entonces, la “conquista filosófica de América” en un pequeño libro que publiqué dos años más tarde.[2] La solución a la duda que así había surgido respecto a la manera tradicional de entender el primero y justamente famoso viaje de Cristóbal Colón requería, sin embargo, una meditación previa acerca del valor y sentido de la verdad que elabora la ciencia histórica, y a tal exigencia se debe que haya publicado en 1947 un libro donde examiné, desde el punto de vista de mi preocupación, tan decisivo problema.[3] En esta obra, pese a afirmaciones que hoy considero deben ser revisadas,[4] puse en claro, para mí por lo menos, la necesidad de considerar la historia dentro de una perspectiva ontológica, es decir, como un proceso productor de entidades históricas y no ya, según es habitual, como un proceso que da por supuesto, como algo previo, el ser de dichas entidades. Estas reflexiones me sirvieron para comprender que el concepto fundamental de esta manera de entender la historia era el de “invención”, porque el de “creación”, que supone producir algo ex nihilo, sólo tiene sentido dentro del ámbito de la fe religiosa. Así fue como llegué a sospechar que la clave para resolver el problema de la aparición histórica de América estaba en considerar ese suceso como el resultado de una invención del pensamiento occidental y no ya como el de un descubrimiento meramente físico, realizado, además, por casualidad. Pero para que esa sospecha se convirtiera en convicción, hacía falta sujetar a un examen crítico los fundamentos de la manera habitual de entender el suceso, de suerte que emprendí una investigación con el objeto de reconstruir la historia no del “descubrimiento de América”, sino de la idea de que América había sido descubierta. Los resultados de este trabajo, publicados en 1951,[5] me permitieron mostrar que, llevada a sus consecuencias lógicas, esa idea se reducía al absurdo o, lo que es lo mismo, que era una manera inadecuada de comprender la realidad histórica a que se refería. Removido así el obstáculo que significaba la existencia de una interpretación que venía aceptándose como verdadera, el camino estaba abierto para intentar una explicación más satisfactoria de los acontecimientos, del mismo modo que lo está para un hombre de ciencia cuando ha descubierto que la hipótesis vigente no da razón de la totalidad del fenómeno. Apoyado, pues, en las conclusiones de la investigación previa, procedí a plantear el problema en los términos autorizados por ella, y en 1958, bajo el título de La invención de América, publiqué los resultados de este nuevo intento.[6] Por último, cuando la Universidad de Indiana me confirió el honor de designarme profesor visitante bajo los auspicios de la Patten Foundation, tuve la oportunidad de revisar en conjunto las ideas contenidas en los dos últimos libros que he mencionado, incitado por la necesidad de exponerlas sumariamente en el curso público que sustenté en dicha universidad durante los meses de noviembre y diciembre de 1958. Pude, así, afinar considerablemente algunos puntos, corregir ciertos errores y subsanar omisiones, trabajo que he aprovechado para la redacción de la presente obra.

La razón primordial en consignar los anteriores antecedentes es para que el lector quede advertido de que el libro que tiene entre las manos no es, ni con mucho, una mera reedición del anterior que lleva el mismo título. En efecto, no sólo se han incorporado un resumen de la historia y crítica de la idea del descubrimiento de América (Primera parte) y una presentación del horizonte cultural que sirvió de fondo al proceso de la invención de América (Segunda Parte), sino también se ha añadido una especulación final (Cuarta Parte) acerca de la estructura del ser americano y de su desarrollo histórico, con lo que se pretende ofrecer una explicación a fondo de la razón de ser de la existencia de las dos Américas y de su respectivo significado dentro del amplio marco de la historia universal. Se trata, en lo esencial, del mismo libro; pero por tan considerablemente ampliado puede y debe tenerse por otro. Por eso y a fin de evitar el peligro de una confusión, le hemos puesto a éste un subtítulo distinto.

Hechas las anteriores explicaciones es pertinente repetir algo de lo expuesto en el prólogo de la primera edición, porque se trata de unas consideraciones también aplicables a ésta. Dije entonces que este trabajo puede entenderse en un sentido muy literal, como una comunicación de índole científica en cuanto que en ningún momento se pretende en ella involucrar los problemas de las primeras causas y de las últimas metas del fenómeno que en él se estudia. Quiero decir que en modo alguno se trata de una investigación orientada por una idea previa acerca de la finalidad trascendente o inmanente del devenir histórico. Aquí no campean un providencialismo religioso ni una teleología idealista, porque no en vano nos ha enseñado la experiencia que tales sabidurías exceden los límites del entendimiento humano. Esto no impide, sin embargo, que quien así lo quiera pueda leer detrás de nuestras descripciones una intención divina o unos propósitos cósmicos. Aquí campea, en todo caso, la noción del devenir histórico como un proceso que cumple a su modo las finalidades de la vida, lo que es decir bien poco, porque ello no hace sino remitirlo a fondos que se hunden en el misterio. Se trata, por consiguiente, de unas descripciones, y hasta eso, harto esquemáticas, como podrían ser las de un biólogo que, asomado al microscopio, se conforma con comunicar sus observaciones acerca de la manera en que se reproduce, pongamos por caso, la célula de un tejido vivo. Si se me permite la imagen, quisiera que se viera en este libro algo así como una investigación de la fisiología de la historia, pero de la historia entendida no ya como un acontecer que le “pasa” al hombre y que así como le sucedió pudo haberle no ocurrido, mera continencia y accidente que en nada lo afecta, sino como algo que lo va constituyendo en su ser espiritual; la historia, por lo tanto, como una modalidad de lo que llamamos la vida. Y es que este trabajo, no obstante sus flaquezas, es, en definitiva, una inspección del modus operandi y del modus vivendi de la historia: revela —dentro de los límites del campo de observación elegido— cómo del seno de una determinada imagen del mundo, estrecha, particularista y arcaica, surge un ente histórico imprevisto e imprevisible que, al irse constituyendo en su ser, opera como disolvente de la vieja estructura y cómo, al mismo tiempo, es el catalítico que provoca una nueva y dinámica concepción del mundo más amplia y generosa.

Es claro, entonces, que el lector debe estar preparado para advertir sin sorpresa que los problemas que aquí se estudian desbordan por todos lados los límites concretos del tema americano, para acabar ofreciendo una idea de la marcha y progresos de la Cultura de Occidente, que así se revela como el único proyecto vital de la historia con verdadera promesa en virtud de la dialéctica interna que lo vivifica.

¡Hasta que, por fin, vino alguien a descubrirme!
Entrada del 12 de octubre de 1492 en un imaginario
Diario íntimo de América.

I

No será difícil convenir en que el problema fundamental de la historia americana estriba en explicar satisfactoriamente la aparición de América en el seno de la Cultura Occidental, porque esa cuestión involucra, ni más ni menos, la manera en que se conciba el ser de América y el sentido que ha de concederse a su historia. Ahora bien, todos sabemos que la respuesta tradicional consiste en afirmar que América se hizo patente a resultas de su descubrimiento, idea que ha sido aceptada como algo de suyo evidente y constituye, hoy por hoy, uno de los dogmas de la historiografía universal. Pero ¿puede realmente afirmarse que América fue descubierta sin incurrirse en un absurdo? Tal es la duda con que queremos iniciar estas reflexiones.

Empecemos por justificar nuestro escepticismo mostrando por qué motivo es lícito suscitar una duda al parecer tan extravagante. La tesis es ésta: que al llegar Colón el 12 de octubre de 1492 a una pequeña isla que él creyó pertenecía a un archipiélago adyacente a Japón fue como descubrió América. Bien, pero preguntemos si eso fue en verdad lo que él, Colón, hizo o si eso es lo que ahora se dice que hizo. Es obvio que se trata de lo segundo y no de lo primero. Este planteamiento es decisivo, porque revela de inmediato que cuando los historiadores afirman que América fue descubierta por Colón no describen un hecho de suyo evidente, sino que nos ofrecen la manera en que, según ellos, debe entenderse un hecho evidentemente muy distinto: es claro, en efecto, que no es lo mismo llegar a una isla que se cree cercana a Japón que revelar la existencia de un continente de la cual, por otra parte, nadie podía tener entonces ni la menor sospecha. En suma, se ve que no se trata de lo que se sabe documentalmente que aconteció, sino de una idea acerca de lo que se sabe que aconteció. Dicho de otro modo, que cuando se nos asegura que Colón descubrió América no se trata de un hecho, sino meramente de la interpretación de un hecho. Pero si esto es así, será necesario admitir que nada impide, salvo la pereza o la rutina, que se ponga en duda la validez de esa manera peculiar de entender lo que hizo Colón en aquella memorable fecha, puesto que, en definitiva, no es sino una manera, entre otras posibles, de entenderlo. Es, pues, lícito suscitar la duda que, en efecto, hemos suscitado.

Pero suscitada la duda es muy importante comprender bien su alcance, porque hay riesgo de incurrir en un equívoco que conduciría a una confusión lamentable. Entiéndase bien y de una vez por todas: el problema que planteamos no consiste en poner en duda si fue o no fue Colón quien descubrió América, ya que esa duda supone la admisión de la idea de que América fue descubierta. No, nuestro problema es lógicamente anterior y más radical y profundo: consiste en poner en duda si los hechos que hasta ahora se han entendido como el descubrimiento de América deben o no deben seguir entendiéndose así. Por consiguiente, lo que vamos a examinar no es cómo, cuándo y quién descubrió América, sino si la idea misma de que América fue descubierta es una manera adecuada de entender los acontecimientos, es decir, si con esa idea se logra o no explicar, sin objeción lógica, la totalidad del fenómeno histórico de que se trata. Nada, pues, tiene de extravagante nuestra actitud. Es la de un hombre de ciencia que, frente a una hipótesis la sujeta a revisión, ya para conformarse con ella si no encuentra una explicación mejor, ya para rechazarla y sustituirla por otra en caso contrario. Tal ha sido siempre la marcha en el progreso del conocimiento.

Nos persuadimos de que las consideraciones anteriores son suficientes para que, por lo menos, se nos conceda el beneficio de la duda. Quien no lo estime así debe suspender esta lectura para seguir encasillado en sus opiniones tradicionales. Quien, por el contrario, comprenda que estamos frente a un verdadero problema ha dado ya el paso decisivo: ha despertado, como decía Kant, de su sueño dogmático.

Una vez puesta en duda la validez de la idea que explica la aparición de América como el resultado de su descubrimiento, debemos pensar de qué modo puede ponerse a prueba. En principio esto no ofrece mayor dificultad. En efecto, como toda interpretación responde a una exigencia previa, que es de donde depende su verdad, el problema se reduce a examinar si dicha exigencia conduce o no a un absurdo, porque es claro que de ser así se debe rechazar la interpretación para sustituirla por otra más satisfactoria. Pero ¿cómo, entonces, comprobar si eso acontece en nuestro caso? He aquí la cuestión.

Pues bien, como la idea de que Colón descubrió América cuando aportó a una isla que creyó cercana a Japón no describe el suceso histórico según aparece en los testimonios, es obvio que la exigencia que generó aquella interpretación no procede del fundamento empírico del hecho interpretado, es decir, es obvio que no se trata de una interpretación apoyada en los hechos (a posteriori), sino de una interpretación fundada en una idea previa acerca de los hechos (a priori). Pero si eso es así, ¿qué es lo que debemos examinar para averiguar en qué consiste esa idea previa para poder comprobar si conduce o no a un absurdo? La respuesta no ofrece duda: puesto que en nada aprovecha examinar el hecho interpretado, porque de él no depende la idea, es claro que debemos examinar el hecho mismo de la interpretación, que es un hecho tan histórico como el otro. En una palabra, que para saber a qué se debe la idea de que Colón descubrió América a pesar de que se sabe que él ejecutó un acto muy distinto, es necesario averiguar cuándo, cómo y por qué se pensó eso por primera vez y por qué se sigue aceptando. Es decir, será necesario reconstruir la historia no del descubrimiento de América, sino de la idea de que América fue descubierta, que no es lo mismo. Y eso es lo que vamos a hacer.[1]

II

Puesto que nuestra tarea consiste en contar la historia de la idea del descubrimiento de América, lo primero que debe preocuparnos es averiguar el origen de esa idea. Sabemos que Colón no es responsable de ella. ¿Cuándo, entonces, se concibió por primera vez el viaje de 1492 como una empresa de descubrimiento?

Una pesquisa documental realizada en otra obra[2] nos enseñó que la idea se gestó en un rumor popular que los eruditos llaman la “leyenda del piloto anónimo”. Vamos a recordarlo brevemente de acuerdo con las noticias del padre Bartolomé de las Casas, el testigo más directo que tenemos acerca de ese particular. Dice que los primitivos colonos de la isla Española (Haití empezó a poblarse por los españoles en 1494), entre quienes había algunos que acompañaron a Colón en su primer viaje, estaban persuadidos de que el motivo que determinó al almirante a hacer la travesía fue el deseo de mostrar la existencia de unas tierras desconocidas de las que tenía noticia por el aviso que le dio un piloto cuya nave había sido arrojada a sus playas por una tempestad.[3] Considerando la temprana fecha y el contenido del relato, es forzoso concluir que en él se concibe por primera vez el viaje de 1492 como una empresa de descubrimiento, puesto que en lugar de admitir el verdadero propósito que animó a Colón —que era llegar al extremo oriental de Asia—, se dice que su finalidad fue revelar unas tierras desconocidas.

Esta manera de comprender la “leyenda” ha sido objetada por dos motivos. Se alega que es indebido concederle el sentido de una interpretación del viaje colombino, primero porque el hecho que se relata es falso y segundo porque la “leyenda” no tuvo ese objeto, sino que fue forjada como una arma polémica para emplearse en contra de los intereses y prestigio de Colón.[4] Ahora bien, admitiendo la verdad de esas dos circunstancias, no es difícil ver que ninguna constituye una objeción a nuestra tesis. En efecto, respecto a la primera es obvio que la falsedad objetiva del relato no impide que contenga una interpretación del suceso a que se refiere. Si hiciéramos caso de ese argumento, la mayoría de los historiadores modernos tendrían que afirmar que, por ejemplo, La ciudad de Dios de san Agustín no contiene una interpretación de la historia universal, porque es falso que exista una providencia divina que norma y rige los destinos humanos. El segundo cargo es igualmente ineficaz, porque es claro que de ser cierto que la “leyenda” tuvo por propósito fabricar un arma polémica contra los intereses y prestigio de Colón, sólo concediéndole el significado de una interpretación del viaje podía servir para ese efecto. Es como si, para tomar el mismo ejemplo, se alegara que no es debido aceptar La ciudad de Dios como una interpretación de la historia universal, porque el objeto que persiguió san Agustín al escribirla fue, como en efecto fue, ofrecer al Cristianismo un arma polémica contra los paganos. Dejemos a un lado, pues, esas supuestas objeciones y pasemos a considerar la verdadera dificultad que presenta el hecho mismo de la existencia de la “leyenda” y del amplio crédito que, como es sabido, se le concedió de inmediato.[5]

En efecto, no es fácil comprender a primera vista cómo pudo surgir la “leyenda” y por qué fue aceptada por encima y a pesar de que la creencia de Colón de haber llegado a Asia se divulgó como cosa pública y notoria al regreso de su primer viaje. La solución a este pequeño enigma ha preocupado a muchos escritores modernos, sin que, a decir verdad, lo hayan resuelto satisfactoriamente, porque o se limitan a mostrar su indignación contra el anónimo “envidioso” que inventó tan fea calumnia,[6] o bien niegan el problema en lugar de resolverlo, alegando, contra toda evidencia, que la creencia de Colón era un secreto del que no estaban enterados los historiadores.[7] A mí me parece que la solución se encuentra en el escepticismo general con que fue recibida la creencia de Colón,[8] porque así se entiende que, fuera de los círculos oficiales bien enterados, se dudara de la sinceridad de ese “italiano burlador” como le decían algunos,[9] y que, por lo tanto, se buscara una explicación a su viaje apoyada en alguna circunstancia más o menos plausible. Se pueden imaginar muchos posibles pretextos, e incluso algunos eruditos han creído poder señalar el que consideran el “núcleo histórico” de la “leyenda”,[10] y hasta podría pensarse que alguna frase del propio Colón haya dado piel al cuento o por lo menos que lo haya sugerido.[11]

Estas especulaciones tienen, sin embargo, un interés muy secundario para nuestros propósitos, porque lo decisivo es que al surgir la “leyenda” como explicación histórica del viaje se inició el proceso del desconocimiento de la finalidad que realmente lo animó, y esta circunstancia, que llamaremos “la ocultación del objetivo asiático de la empresa”, es, ni más ni menos, la condición de posibilidad de la idea misma de que Colón descubrió América, según hemos de comprobar más adelante.

Pero si es cierto que en la “leyenda” está el germen de esa interpretación, no debemos sobrestimar su alcance. De momento es obvio que no se trata aún del descubrimiento de América, pues la “leyenda” sólo se refiere a unas tierras indeterminadas en su ser específico, y no es menos obvio que, de acuerdo con ella, el verdadero descubridor sería el piloto anónimo por haber sido el primero que realizó el hallazgo. De estas conclusiones se infiere, entonces, que el próximo paso consistirá en ver de qué manera el viaje de 1492, ya interpretado como una empresa descubridora de tierras ignoradas, será referido específicamente a América y cómo pudo atribuirse el descubrimiento a Colón en lugar de atribuírselo a su rival, el piloto anónimo.

III

El texto más antiguo donde aparece Colón como el descubridor de América es el Sumario de la natural historia de las Indias, de Gonzalo Fernández de Oviedo, libro publicado unos treinta años después de la época en que debió surgir la “leyenda del piloto anónimo”.[12] Este pequeño libro no es sino una especie de breve anticipo de la Historia general que ya escribía por entonces el autor, y en él se limita a consignar las noticias acerca de la naturaleza de América que, a su parecer, podían interesar más vivamente al emperador don Carlos, a quien va dedicado. No es sorprendente, entonces, que en el Sumario sólo se encuentre una alusión a nuestro tema, pero una alusión muy significativa.

Remitiendo al lector a lo que aparecerá en la Historia general donde, según dice, tratará por extenso el asunto, Oviedo afirma que, “como es notorio”, Colón descubrió las Indias (es decir, América) en su viaje de 1492.[13] Eso es todo, pero no es poco si consideramos que aquí tenemos afirmada por primera vez de un modo inequívoco la idea cuya historia vamos reconstruyendo.

Ahora bien, si no estuviéramos en antecedentes, la opinión de Oviedo resultaría muy desconcertante, porque sin tener conocimiento de la previa interpretación contenida en la leyenda del piloto anónimo y de la ocultación que en ella se hace de los motivos que animaron a Colón y de su creencia de haber llegado a Asia, sería muy difícil explicarla. En efecto, es claro que si a Oviedo le parece “notorio” que lo realizado por Colón fue descubrir unas tierras ignotas, es decir, si le parece que semejante manera de entender el viaje de 1492 es algo que no requiere prueba ni justificación, tiene que ser porque así era como se venía entendiendo desde antes. Se trataba, pues, de una opinión recibida que él simplemente recoge y repite.

Pero si esto parece indiscutible, no se ve tan fácilmente por qué Oviedo no refiere el descubrimiento a sólo unas regiones indeterminadas como acontece en la leyenda, sino específicamente a las Indias, o sea, a América. La razón de tan decisivo cambio es que durante los treinta años que habían transcurrido desde que apareció la “leyenda” se había desarrollado un proceso ideológico que culminó, como veremos en la Segunda Parte de este trabajo, en la convicción de que las tierras visitadas por el almirante en 1492 formaban parte de una masa continental separada de Asia y concebida, por lo tanto, como un ente geográfico distinto, llamado América por unos y las Indias por los españoles.[14]

Así, al dar Oviedo por supuesta como verdad indiscutible la interpretación del viaje de 1942 como una empresa descubridora, también dio por supuesto que dicho descubrimiento fue de las Indias (América), ya que sólo con ese ser conocía las regiones halladas por Colón.

Pero esta nueva manera de entender la hazaña colombina que consiste, según acabamos de explicar, en interpretar un acto de acuerdo con los resultados de un proceso de fecha muy posterior del acto interpretado suscitó un grave problema que conviene puntualizar, porque será el eje en torno al cual va a girar toda esta extraordinaria historia. En efecto, como a diferencia de la “leyenda” se afirma ahora que el descubrimiento fue no de unas regiones indeterminadas en su ser, sino de un continente imprevisible, para poder afirmar que Colón reveló la existencia de dicho continente será indispensable mostrar que tuvo conciencia del ser de eso cuya existencia se dice que reveló, pues de lo contrario no podría atribuirse a Colón el descubrimiento. Para que esto quede enteramente claro vamos a poner un ejemplo. Supongamos que el velador de un archivo encuentra un viejo papiro en una bodega. Al día siguiente le da la noticia a un profesor universitario de letras clásicas y éste reconoce que se trata de un texto perdido de Aristóteles. La pregunta es ésta: ¿quién es el descubridor de ese documento, el velador que lo halló o el profesor que lo identificó? Es evidente que si se le considera como puro objeto físico, como un papiro cualquiera, fue el velador el descubridor. Ése es el caso de la interpretación contenida en la leyenda del piloto anónimo. Pero es igualmente evidente que si se considera el documento como un texto de Aristóteles, su descubridor fue el profesor, puesto que él fue quien tuvo conciencia de lo que era. Así, si alguien enterado del suceso quisiera mantener que el verdadero descubridor del texto de Aristóteles había sido el velador del archivo y que a él le correspondía la fama científica del hallazgo, nadie estaría de acuerdo, a no ser que mostrara que tuvo conciencia de lo que había encontrado en aquella bodega. Ése es, precisamente, el caso en que se coloca Oviedo y todos los que, después de él, van a sostener que Colón fue el descubridor de América. Y ya se irá columbrando la dificultad del trance, cuando ya no sea posible seguir desconociendo lo que en realidad pensó Colón de su hallazgo. Esta crisis, sin embargo, no se presentará de inmediato, porque, según indicamos, la consecuencia fundamental de la “leyenda” fue ocultar, precisamente, aquella opinión.

Planteada así la situación, vamos a examinar en seguida los intentos que se hicieron por superarla. Se trata de tres teorías sucesivas que integran un proceso lógico y que, como se verá oportunamente, acabará fatalmente por reducir al absurdo la idea del descubrimiento de América.

IV

Lo acabamos de ver: una vez lanzada la idea de que lo descubierto era América, es decir, un continente hasta entonces no sólo imprevisto sino imprevisible, el único problema que quedaba era a quién atribuir la fama de tan extraordinario suceso, al piloto anónimo o a Cristóbal Colón o, para decirlo en términos de nuestro ejemplo, al velador que halló el papiro o al investigador que lo identificó como un texto de Aristóteles. Para resolver este conflicto hubo dos intentos iniciales, ambos insuficientes por lo que se verá en seguida, y un tercero que supo encontrar la solución al dilema. El conjunto de estos esfuerzos constituye la primera gran etapa del proceso. Vamos a examinarla en sus pasos fundamentales.

Primer intento: Oviedo, Historia general y natural de las Indias.[15] He aquí la tesis:

A. La explicación tradicional de cómo ocurrió el descubrimiento de América es insatisfactoria porque el relato del piloto anónimo es dudoso. Pero suponiendo que sea cierta la intervención de ese personaje, es a Colón a quien corresponde la gloria del descubrimiento de las Indias.

B. La razón es que, independientemente de si recibió o no el aviso del piloto anónimo, Colón supo lo que eran las tierras cuya existencia reveló, es decir, tuvo conciencia del ser de esas tierras.

C. Pero ¿cómo? Colón, dice Oviedo, sabía lo que iba a encontrar desde que propuso el viaje. En efecto, como las Indias, explica, no son sino las Hespérides de que tanta mención hacen los escritores antiguos, Colón se enteró de su existencia y ser por medio de la lectura de esas obras. Así, sabedor de que tales tierras existían y de lo que eran y quizá corroborado, además, por la noticia del piloto anónimo, salió a buscarlas y las descubrió.[16]

Segundo intento: Gómara, Historia general de las Indias.[17] He aquí la tesis:

A. La explicación tradicional es satisfactoria, porque el relato del piloto anónimo es verdadero.

B. Lo que resulta fabuloso es pensar que Colón haya averiguado la existencia de las tierras que halló por lecturas en los libros clásicos. Cuanto se puede conceder es que corroboró la noticia del piloto anónimo con las opiniones de hombres doctos acerca de lo que decían los antiguos sobre “otras tierras y mundos”.

C. Colón, por lo tanto, sólo es un segundo descubridor. El primero y verdadero fue el piloto anónimo, porque a él se debe el conocimiento de las Indias, que hasta entonces habían permanecido totalmente ignoradas.[18]

Si consideramos estas dos tesis, se advierte que ninguna logra resolver satisfactoriamente el problema. La de Oviedo, es cierto, cumple con el requisito que debe concurrir en el descubridor, porque Colón aparece como teniendo conciencia del ser específico de las tierras cuyo descubrimiento se le atribuye. Pero el descubrimiento, en cambio, deja de ser propiamente eso, porque al identificarse América con las Hespérides ya no se trata de algo cuya existencia era desconocida, sino meramente de algo olvidado o perdido.[19]

La tesis de Gómara, por su parte, adolece del defecto contrario: se mantiene en ella, es cierto, la idea de que se trata de unas tierras cuya existencia se desconocía, pero no se cumple, en cambio, el requisito por parte del descubridor de la conciencia de lo que eran.

En ambas tesis, aunque por motivos opuestos, el acto que se atribuye no corresponde al acto que se dice fue realizado.

Estas reflexiones muestran que la solución tenía que combinar los aciertos respectivos de las tesis precedentes, evitando sus fallas. Tenía que mantenerse la idea de que se ignoraba la existencia de las tierras objeto del descubrimiento, como lo hizo Gómara, y mostrar, sin embargo, que el descubridor tuvo conciencia previa de que existían, según lo intenta Oviedo. Quien logró conciliar unos extremos al parecer tan incompatibles fue el bibliófilo y humanista don Fernando Colón, en la célebre biografía que escribió de su famoso padre. Veamos cómo y a qué precio logró hacerlo.

Tercer intento: Fernando Colón, Vida del almirante.[20] He aquí la tesis:

A. Nadie antes de Colón supo de la existencia de las tierras que halló en 1492. Es, pues, falso que alguien le haya dado noticias de ellas y falso que haya leído de ellas en antiguos libros.

B. Lo que pasó es que Colón tuvo la idea de que al occidente de Europa tenía que existir un continente hasta entonces ignorado.

C. Pero si era ignorado, ¿cómo, entonces, tuvo Colón idea de que existía? La tuvo, dice don Fernando, por una genial inferencia deducida de sus amplios conocimientos científicos, de su erudición y de sus observaciones. Es decir, tuvo esa extraordinaria idea como hipótesis científica.[21]

D. La empresa de 1492 no fue, pues, de corroboración de una noticia que hubiere tenido Colón; fue de comprobación empírica de su hipótesis, sólo debida a su talento. Con el viaje que emprendió en 1492, Colón mostró, por consiguiente, la existencia de un continente ignorado, no de regiones conocidas pero olvidadas según pretende Oviedo; y al mostrar su existencia reveló lo que era, porque previamente lo sabía. Colón, pues, es el descubridor indiscutible de América.

E. Es cierto que ese continente se conoce ahora con el nombre de “Indias”; pero eso no significa, como pretenden algunos, que Colón haya creído que había llegado a Asia. La explicación es que, sabiendo muy bien que se trataba de un continente distinto, él mismo le puso aquel nombre no sólo por su relativa cercanía a la India asiática, sino porque de esa manera logró despertar la codicia de los reyes para animarlos a patrocinar la empresa.[22]

F. De este modo, don Fernando no sólo aprovecha la ocultación que ya existía respecto a las verdaderas opiniones de su padre, sino que deliberadamente la fomenta al dar una falsa explicación del indicio que revelaba la verdad de aquellas opiniones, pues es indiscutible que él las conocía. En efecto, es lógico suponer ese conocimiento por muchos obvios motivos y, entre otros y no el menos, porque don Fernando acompañó a Colón en su cuarto viaje, que fue cuando, después de cierta vacilación en el tercero, el almirante quedó absoluta y definitivamente persuadido de que todos los litorales que se habían explorado eran de Asia. Tal la tan mal comprendida y equívoca tesis de don Fernando Colón.[23]

Ahora bien, se advierte que esta tesis, en que la ocultación de las ideas de Colón se debe ya no a un mero escepticismo sino a un calculado deseo de esconderlas, logra conciliar los dos requisitos del problema. Es de concluirse, entonces, que en ella encontró su solución adecuada, pero, claro está, sólo mientras se pudiera mantener escondida la opinión que se formó Colón de su hallazgo. Desde este momento, por otra parte, la rivalidad entre el piloto anónimo y Colón quedó decidida en favor de éste, porque si es cierto que la tesis de Gómara siguió teniendo muchos adeptos de no poca distinción,[24] no lo es menos que semejante actitud no representa un nuevo paso, sino un mero arrastre de inercia tradicionalista. Por este motivo aquí no cabe ocuparnos de ello. Vamos a examinar, en cambio, a qué se debió que la solución tan equívocamente alcanzada por don Fernando haya entrado en crisis, impulsando de ese modo el proceso hacia la segunda etapa de su desarrollo. Esta mudanza se debe al padre Las Casas, cuya intervención, por consiguiente, procede estudiar en seguida.

V

Bartolomé de las Casas, Historia de las Indias.[25]

A. La premisa fundamental es la concepción providencialista de la historia: Dios es la causa mediata y eficiente, y el hombre la causa inmediata e instrumental. Así, el descubrimiento de América es el cumplimiento de un designio divino que fue realizado por un hombre elegido para ese efecto.[26]

B. Ese hombre fue Cristóbal Colón, a quien Dios dotó de todas las cualidades necesarias para llevar a cabo la hazaña. De esta manera, obrando con libertad dentro de la esfera del mundo natural, Colón logró intuir por hipótesis científica, no por revelación divina, la existencia del continente de las Indias, es decir, América. Hasta aquí, Las Casas sigue de cerca la argumentación empleada por don Fernando.[27]

C. Formalmente las dos tesis son casi iguales, pero difieren en el fondo, porque, para Las Casas, el significado del descubrimiento gravita exclusivamente en su finalidad religiosa. Lo esencial no estriba, pues, en que de ese modo se conoció una parte ignorada de la Tierra, sino en la circunstancia de que se trata de tierras habitadas por unos hombres a quienes todavía no les alumbra la luz evangélica.

D. Esta diferencia ideológica respecto al significado de la empresa (“hazaña divina” la llama Las Casas) explica por qué Las Casas, siempre aficionado a acumular razones, no se limitó a reproducir la argumentación de don Fernando, tan cuidadosamente calculada para no delatar el verdadero propósito que animó a Colón. En efecto, Las Casas añadió cuantos motivos se le ocurrieron para explicar cómo pudo saber Colón que existían las Indias, y así, sin reparar en las inevitables incongruencias, lo vemos aducir en abigarrada e indigesta mezcla ya el mito de la Atlántida, ya los llamados versos proféticos de Séneca, ya “la leyenda” del piloto anónimo y hasta la teoría de las Hespérides de Oviedo, tan duramente censurada por don Fernando.[28]

E. Pero lo decisivo en esta manera de proceder fue que Las Casas, poseedor de los papeles del almirante, no se cuidó de ocultar el objetivo asiático que en realidad animó su viaje, ni la convicción que tuvo de haberlo alcanzado.[29]

F. La razón es que, dada la perspectiva trascendentalista adoptada por Las Casas, los propósitos personales de Colón carecen de importancia verdadera, porque, cualesquiera que hayan sido (confirmar una noticia, hallar unas regiones olvidadas, corroborar una hipótesis o llegar a Asia), el significado de la empresa no depende de ellos. Para Las Casas, Colón tiene que cumplir fatalmente las intenciones divinas independientemente de las suyas personales, de suerte que determinar lo que Colón quería hacer y lo que creyó que había hecho resulta enteramente secundario. Lo único que interesa poner en claro es que Dios le inspiró el deseo de hacer el viaje, y para este efecto cualquier explicación es buena.

G. Igual indiferencia existe por lo que toca al problema del ser específico de las tierras halladas, al grado de que resulta difícil si no imposible precisar lo que al respecto opina Las Casas.[30] La razón es siempre la misma: semejante circunstancia carece de significación verdadera. ¿Qué más da si se trata de las Hespérides, de un fragmento de la isla Atlántida, de un nuevo mundo o de unas regiones asiáticas? ¿Qué más da lo que Colón o cualquiera piense al respecto? Dios no puede tener interés en los progresos de la ciencia geográfica. Lo decisivo es que Colón abrió el acceso a unas regiones de la Tierra repletas de pueblos a quienes es urgente predicar la palabra revelada y concederles la oportunidad del beneficio de los sacramentos antes de que ocurra el fin del mundo, que Las Casas estima inminente.[31]

H. Por lo tanto, si ha de decirse en verdad quién fue el descubridor de América, debe contestarse que fue Cristóbal Colón, pero no en virtud de los propósitos y convicciones personales que animaron su empresa, sino como instrumento elegido por la Providencia para realizar la trascendental hazaña. Y si ha de precisarse qué fue lo que descubrió, debe decirse no que fueron tales o cuales regiones geográficamente determinadas, sino el oculto camino por donde llegaría Cristo a aquellos numerosos y olvidados pueblos para cosechar entre ellos el místico fruto de la salvación eterna.[32]