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Índice

Cubierta

Portadilla

Presentación

Donde se enseñará a ser feliz y otros escritos

Clarice escritora principiante

El triunfo

Jimmy y yo

Cartas a Hermengardo

Fragmento

Clarice periodista

Donde se enseñará a ser feliz

Una visita a la casa de expósitos

Clarice estudiante

Observaciones sobre el derecho a castigar

¿Debe trabajar la mujer?

Clarice dramaturga

La pecadora quemada y los ángeles armoniosos

Clarice madre

Conversaciones con P.

Clarice columnista femenina

La hermana de Shakespeare

Clarice ensayista

Literatura de vanguardia en Brasil

Clarice traductora

Traducir procurando no traicionar

Clarice conferenciante

Literatura y magia (versión original)

Literatura y magia

El huevo y la gallina

Clarice entrevistada

Entrevista a la escritora Clarice Lispector, grabada el 20 de octubre de 1976...

Bibliografía

Notas

Créditos

Presentación

Donde se enseñará a ser feliz y otros escritos ofrece al público diversos textos inéditos de Clarice Lispector. Pero esta vez no están firmados por la escritora consagrada sino por la escritora principiante, por la periodista, por la estudiante de derecho, por la columnista femenina, por la dramaturga, por la madre, por la conferenciante y ensayista Clarice Lispector.

Presenta, además, una importante entrevista, la más larga y completa que Clarice concedió, en la que recorre cada uno de esos momentos: desde sus primeros escritos hasta la conferencia donde analizaba su propia producción literaria; de los reportajes y artículos femeninos, producidos como forma de sustento, a sus anotaciones de madre, realizadas para su placer personal.

Clarice Lispector siempre reconoció el fragmento, la anotación dispersa, el «fondo de cajón» como parte esencial e indisociable de su producción literaria. A partir de sus notas, en un primer momento inconexas, ella solía extraer posteriormente una unidad, transformándolos en una obra lista y acabada. Donde se enseñará a ser feliz y otros escritos obedece al mismo criterio y, al agrupar cada una de esas «clarices» dispersas y fragmentadas, es imposible no observar una unidad que conecta a unas con otras. Cada escrito de Clarice parece marcado por la misma mirada sensible, singular y feroz de la mujer y creadora que, tantas veces sola, caminó al frente de su tiempo.

Queremos expresar nuestro agradecimiento a todas las personas que han colaborado en la realización de este libro con sus valiosas sugerencias e informaciones: Affonso Romano de Sant’Anna, Eliane Vasconcelos, Fauzi Arap, Maria Amelia Mello y Marina Colasanti.

Donde se enseñará a ser feliz

y otros escritos

¿Por qué librarse de lo que se amontona, como en todas las casas, en el fondo de los cajones? Mirad a Manuel Bandeira: para que ella me encuentre con «la casa limpia, la mesa puesta, con cada cosa en su lugar». (...) Además, lo que obviamente no sirve siempre me ha interesado mucho. Me gusta de una manera cariñosa lo inacabado, lo mal hecho, aquello que torpemente intenta un pequeño vuelo y cae sin gracia al suelo.

CLARICE LISPECTOR, La legión extranjera

Clarice escritora principiante

Clarice Lispector se estrenó oficialmente en la literatura a los veintitrés años, con la publicación de Cerca del corazón salvaje, en 1943. Pero en realidad su producción literaria había comenzado antes, con dieciséis cuentos publicados en periódicos y revistas e incluso con algunos escritos nunca editados.

«Desde los siete años yo ya fabulaba», rememora Clarice en una de sus declaraciones. Ella recuerda el momento en que, aún niña, le fue revelado que un libro no era «como un árbol, como un animal, algo que nace. Maravillada, ella descubre que había un autor detrás de todo, y decide: yo también quiero».

Pasa a escribir entonces algunos cuentos, que envía regularmente al Diário de Pernambuco, un periódico que publicaba, los jueves, historias escritas por niños. Pero sus cuentos nunca fueron seleccionados: «Los otros decían así: érase una vez y esto y aquello... y los míos eran sensaciones».

A los nueve años, inspirada por una representación teatral a la que acababa de asistir, escribe, en tres hojas de cuaderno, una obra en tres actos titulada Pobre niña rica. Esta vez, sin embargo, no piensa en publicar su trabajo, lo esconde detrás de la estantería y lo rompe en seguida, según ella: «porque tenía vergüenza de escribir».

Solo en 1940, cuando ingresa en el periodismo, Clarice se decide a partir nuevamente en busca de alguien que estuviese dispuesto a publicar sus trabajos. Mientras trabaja en la Agência Nacional, empieza a publicar algunos de sus cuentos en diversas publicaciones periódicas, especialmente en la revista Vamos Lêr!

En la misma época envía un volumen de cuentos para un concurso de la Editora José Olympio. Pero Clarice descubrió posteriormente que el libro no había llegado a la editorial y, así, los cuentos quedaron fuera de concurso y permanecieron inéditos hasta 1978, cuando fueron publicados póstumamente en la antología La bella y la bestia (exceptuando el cuento «Jovencita», publicado en un periódico en septiembre de 1941 e incluido por Clarice en La legión extranjera, en 1964, bajo el título de «Viaje a Petrópolis»).

En realidad, Clarice había pensado en publicar estos escritos en los años setenta, pero suprimió de los originales algunos de ellos («Mingu», «Diario de una mujer insomne», «La crisis», «Muy feliz») y, de este modo, estos cuentos se perdieron para siempre. El escritor Affonso Romano de Sant’Anna recuerda que fueron arrancados cuando Clarice le mandó una copia mecanografiada para pedir su parecer sobre una posible publicación.

En la presente edición se encuentran reunidos cuatro cuentos inéditos de Clarice Lispector: «El triunfo», su primer texto, publicado el 25 de mayo de 1940 en el periódico Pan; «Jimmy y yo» (10 de octubre de 1940) y «Fragmento» (9 de enero de 1941), ambos en Vamos Lêr!, y «Cartas a Hermengardo» (30 de agosto de 1941), publicado en la revista Dom Casmurro.

En los cuatro cuentos, el tono intimista, confesional y subjetivo que marcaría su obra ya está presente; es posible observar también en cada uno de ellos la construcción de personajes femeninos que desean libertad y autonomía en un mundo aún predominantemente creado por y para los hombres.

El triunfo1

El reloj da las nueve. Un golpe alto, sonoro, seguido de una campanada suave, un eco. Después, el silencio. La clara mancha de sol se extiende poco a poco por el césped del jardín. Trepa por el muro rojo de la casa, haciendo brillar la hiedra con mil luces de rocío. Encuentra una abertura, la ventana. Penetra. Y se apodera de repente del aposento, burlando la vigilancia de la cortina leve.

Luísa sigue inmóvil, tendida sobre las sábanas revueltas, el pelo esparcido sobre la almohada. Un brazo aquí, otro allí, crucificada por la languidez. El calor del sol y su claridad llenan el cuarto. Luísa parpadea. Frunce las cejas. Hace un gesto con la boca. Abre los ojos, finalmente, y los fija en el techo. Lentamente el día le va entrando en el cuerpo. Escucha un ruido de hojas secas pisadas. Pasos lejanos, menudos y apresurados. Un niño corre por el camino, piensa. De nuevo, el silencio. Se divierte un momento escuchándolo. Es absoluto, como de muerte. Naturalmente, porque la casa está apartada, bien aislada. Pero... ¿y aquellos ruidos familiares de cada mañana? ¿El sonido de pasos, risas, tintinear de vajilla que anuncia el nacimiento del día en su casa? Lentamente le viene a la cabeza la idea de que sabe la razón del silencio. Pero la aparta con obstinación. De repente sus ojos crecen. Luísa se encuentra sentada en la cama, con un estremecimiento en todo el cuerpo. Mira con los ojos, con la cabeza, con todos los nervios, la otra cama de la habitación. Está vacía.

Levanta la almohada verticalmente, se apoya en ella, la cabeza inclinada, los ojos cerrados.

Así pues, es verdad. Rememora la tarde anterior y la noche, la atormentada noche que vino después y se prolongó hasta la madrugada. Él se fue, ayer por la tarde. Se llevó las maletas, las maletas que solo hacía dos semanas que habían llegado festivas, con pegatinas de París, Milán. Se llevó también al criado que había venido con ellos. El silencio de la casa quedaba explicado. Estaba sola desde su partida. Se habían peleado. Ella, callada, frente a él. Él, el intelectual fino y superior, vociferando, acusándola, señalándola con el dedo. Y aquella sensación ya experimentada otras veces cuando se peleaban: si se va me muero, me muero. Oía aún sus palabras.

—¡Tú, tú me atas, me aniquilas! ¡Guárdate tu amor, dáselo a quien quieras, a quien no tenga nada que hacer! ¿Me entiendes? ¡Sí! ¡Desde que te conozco no produzco nada! Me siento encadenado. ¡Encadenado a tus cuidados, a tus caricias, a tu celo excesivo, a ti! ¡Te detesto!, ¡piénsalo bien, te detesto! Yo...

Esas explosiones eran frecuentes. Siempre estaba la amenaza de su partida. Luísa, ante esa palabra, se transformaba. Ella, tan llena de dignidad, tan irónica y segura de sí, le había suplicado que se quedase, con una palidez y locura tales en el rostro que las otras veces él lo había aceptado. Y la felicidad la invadía, tan intensa y clara que la recompensaba de lo que nunca imaginaba que fuese una humillación, pero que él le hacía entrever con argumentos irónicos que ella ni escuchaba. Esta vez se había enfadado, como las otras, casi sin motivo. Luísa lo había interrumpido, decía él, en el momento en que una nueva idea brotaba, luminosa, en su cerebro. Le había cortado la inspiración en el instante exacto en que nacía con una frase tonta sobre el tiempo, rematándola con un insoportable: «¿verdad, cariño?». Dijo que necesitaba condiciones para producir, para continuar su novela, segada desde el principio por una imposibilidad absoluta de concentrarse. Se fue a donde pudiese encontrar «el ambiente».

Y la casa se había quedado en silencio. Ella de pie en la habitación, como si le hubiesen extraído del cuerpo toda el alma. Esperando verlo aparecer de nuevo, su cuerpo viril encuadrado en el marco de la puerta. Le oiría decir, los anchos hombros amados estremeciéndose de risa, que todo era una broma, un experimento para una página de su libro.

Pero el silencio se había prolongado infinitamente, solo rasgado por el ruido monótono de la cigarra. La noche sin luna había invadido lentamente la habitación. El aire fresco de junio la hacía estremecerse.

«Se ha ido», pensó. «Se ha ido». Nunca le había parecido tan llena de sentido esa expresión, aunque la hubiese leído antes muchas veces en las novelas de amor. «Se ha ido» no era tan simple. Arrastraba un vacío inmenso en la cabeza y en el pecho. Si la golpeasen allí, imaginaba, sonaría metálico. ¿Cómo viviría ahora?, se preguntaba de repente, con una calma exagerada, como si se tratase de algo neutro. Repetía, repetía siempre: ¿y ahora? Recorrió con la mirada el cuarto en tinieblas. Tocó el interruptor, buscó la ropa, el libro de cabecera, sus vestigios. No había quedado nada. Se asustó. «Se ha ido».

Se revolvió en la cama horas y horas sin que llegara el sueño. De madrugada, debilitada por la vigilia y por el dolor, con los ojos ardientes, la cabeza pesada, cayó en una semiinconsciencia. Pero su cabeza no dejó de trabajar, imágenes, las más locas, le llegaban a la mente, apenas esbozadas y ya fugitivas.

Dieron las once, largas y descansadas. Un pájaro soltó un grito agudo. Todo se ha paralizado desde ayer, piensa Luísa. Sigue sentada en la cama, estúpidamente, sin saber qué hacer. Fija los ojos en una marina de colores frescos. Nunca había visto un agua que diera una tal impresión de fluidez y movilidad. Nunca había reparado en el cuadro. De repente, como un dardo, una herida dura y profunda: «Se ha ido». ¡No, es mentira! Se levanta. Seguro que se ha enfadado y se ha ido a dormir a la habitación de al lado. Corre, empuja la puerta. Vacía.

Va hacia la mesa donde él trabajaba, revuelve febrilmente los periódicos abandonados. Quizá haya dejado alguna nota, diciendo, por ejemplo: «A pesar de todo te amo. Vuelvo mañana». No, ¡hoy mismo! Solo encuentra una hoja de papel de su bloc de notas. Le da la vuelta. «Estoy sentado desde hace seguramente dos horas y todavía no he conseguido concentrarme. Pero tampoco me concentro en nada que esté a mi alrededor. La atención tiene alas, pero no se posa en ningún sitio. No consigo escribir. No consigo escribir. Con estas palabras hurgo en una herida. Mi mediocridad es tan...». Luísa para de leer. Es lo que ella siempre había sentido, aunque vagamente: mediocridad. Se queda absorta. Entonces, ¿él lo sabía? Qué impresión de debilidad, de pusilanimidad, en aquel simple papel... Jorge... murmura débilmente. Desearía no haber leído aquella confesión. Se apoya en la pared. Llora silenciosamente. Llora hasta el cansancio.

Va al lavabo y se moja la cara. Sensación de frescura, desahogo. Está despertando. Se anima. Se trenza el pelo, lo prende en un moño. Se frota la cara con jabón, hasta sentir la piel estirada, brillante. Se mira al espejo y parece una colegiala. Busca la barra de labios, pero recuerda a tiempo que ya no le hace falta.

El comedor está a oscuras, húmedo y sofocante. Abre las ventanas de golpe. Y la claridad penetra con ímpetu. El aire nuevo entra rápido, lo toca todo, mueve la cortina clara. Parece que hasta el reloj suena más vigorosamente. Luísa se queda ligeramente sorprendida. Hay tanto encanto en esa habitación alegre, en esas cosas súbitamente claras y reavivadas. Se asoma a la ventana. A la sombra de esos árboles en alameda que terminan a lo lejos en la carretera roja de barro... En realidad nunca había reparado en nada de eso. Siempre había vivido allí con él. Él lo era todo. Solo él existía. Él se había ido. Y las cosas no estaban del todo desprovistas de encanto. Tenían vida propia. Luísa se pasó la mano por la frente, quería alejar los pensamientos. Con él había aprendido la tortura (sic)2 las ideas, profundizando en sus menores partículas.

Preparó un café y se lo tomó. Y como no tenía nada que hacer y temía pensar, cogió unas mudas de ropa puestas para lavar y fue al fondo del patio, donde había un gran lavadero. Se arremangó, se subió los pantalones del pijama y empezó a fregarlas con jabón. Inclinada así, moviendo los brazos con vehemencia, mordiéndose el labio inferior por el esfuerzo, la sangre latiendo con fuerza en el cuerpo, se sorprendió a sí misma. Paró, dejó de fruncir el ceño y se quedó mirando al frente. Ella, tan espiritualizada por la compañía de aquel hombre... Le pareció oír su risa irónica, citando a Schopenhauer, Platón, que pensaron y pensaron... Una dulce brisa le alborotó los cabellos de la nuca, le secó la espuma de los dedos.

Luísa terminó su tarea. Toda ella exhalaba el olor áspero y simple del jabón. El trabajo le había dado calor. Miró el grifo grande, del que manaba agua limpia. Sentía un calor... De repente tuvo una idea. Se quitó la ropa, abrió del todo el grifo y el agua helada le corrió por el cuerpo, arrancándole un grito de frío. Aquel baño improvisado la hacía reír de placer. Desde su bañera tenía una vista maravillosa, bajo un sol ya ardiente. Se quedó un momento seria, inmóvil. La novela inacabada, la confesión encontrada. Se quedó absorta, una arruga en la frente y en la comisura de los labios. La confesión. Pero el agua corría helada sobre su cuerpo y reclamaba ruidosamente su atención. Un calor bueno circulaba ya por sus venas. De repente tuvo una sonrisa, un pensamiento. Él volvería. Él volvería. Miró a su alrededor la mañana perfecta, respirando profundamente y sintiendo, casi con orgullo, su corazón latiendo cadencioso y lleno de vida. Un tibio rayo de sol la envolvió. Se rio. Él volvería, porque ella era la más fuerte.

Jimmy y yo3

Todavía me acuerdo de Jimmy, aquel chico de pelo castaño y despeinado, que cubría un cráneo alargado de rebelde nato.

Me acuerdo de Jimmy, de su pelo y de sus ideas. Jimmy creía que no había nada mejor que la naturaleza, que si dos personas se aman no tienen que hacer nada más que amarse, simplemente. Que, en los hombres, todo lo que se aparta de esa simplicidad de comienzo del mundo es jactancia, es espuma. Si esas ideas saliesen de otra cabeza yo no soportaría ni siquiera oírlas. Pero estaba la disculpa del cráneo de Jimmy y estaba sobre todo la disculpa de sus dientes claros y de su sonrisa limpia de animal contento.

Jimmy andaba con la cabeza erguida, la nariz clavada en el aire, y, al cruzar la calle, me cogía del brazo con una intimidad muy simple. Yo me azoraba. Pero la prueba de que yo estaba entonces imbuida de las ideas de Jimmy y, sobre todo, de su sonrisa clara es que yo me reprochaba ese azoramiento. Pensaba, descontenta, que había evolucionado demasiado, que me había apartado del patrón tipo animal. Me decía que era fútil ruborizarme por un brazo; ni siquiera por el brazo de la ropa. Pero esos pensamientos eran difusos y se presentaban con la incoherencia que transmito ahora al papel. En realidad yo solo buscaba una disculpa para que me gustara Jimmy. Y para seguir sus ideas. Poco a poco me estaba adaptando a su cabeza alargada. ¿Qué podía hacer después de todo? Desde pequeña había visto y sentido el predominio de las ideas de los hombres sobre las de las mujeres. Mamá, antes de casarse, según tía Emilia, era una bomba, una pelirroja tempestuosa, con ideas propias sobre la libertad y la igualdad de las mujeres. Pero llegó papá, muy serio y alto, con ideas propias también sobre... la libertad y la igualdad de las mujeres. El mal fue la coincidencia en el tema. Hubo un choque. Y hoy mamá cose y borda y canta al piano y hace pasteles los sábados, todo puntualmente y con alegría. Tiene ideas propias todavía, pero se resumen en una: la mujer debe seguir siempre a su marido, como la parte accesoria sigue a la esencial (la comparación es mía, resultado de las clases de la Facultad de Derecho).

Por eso y por Jimmy, también yo, poco a poco, me volví natural.

Y así un bello día, después de una cálida noche de verano, en la que dormí tanto como en este momento en que escribo (son los antecedentes del crimen), en ese bello día Jimmy me dio un beso. Yo había previsto esa situación, con todas sus variantes. Me decepcionó, es cierto. ¡Mira que «eso» después de tanta filosofía y quejas tristonas! Pero me gustó. Y en adelante dormí descansada; ya no necesitaba soñar.

Me encontraba con Jimmy en la esquina. Muy naturalmente le daba el brazo. Y más tarde muy naturalmente le acariciaba el pelo despeinado. Yo sentía que Jimmy estaba maravillado con mis progresos. Sus lecciones habían producido un efecto poco frecuente y su alumna era aplicada. Fue un tiempo feliz.

Después hicimos los exámenes. Aquí empieza la historia propiamente dicha.

Uno de los examinadores tenía unos ojos suaves y profundos. Las manos muy bonitas, morenas.

(Jimmy era blanco como un bebé.) Cuando me hablaba, su voz se volvía misteriosamente áspera y cálida. Y yo hacía un esfuerzo enorme para no cerrar los ojos y para no morirme de alegría.

No hubo lucha íntima. Dormí (sic) me encontraba con el examinador por la tarde, a las seis. Y me encantaba su voz, que me hablaba de ideas absolutamente no jimmiescas. Todo eso envuelto en el crepúsculo, en el jardín silencioso y frío.

Yo entonces era absolutamente feliz. En cuanto a Jimmy, seguía despeinado y con la misma sonrisa, de modo que se me olvidó aclarar con él la nueva situación.

Un día me preguntó por qué estaba tan distinta. Le respondí risueña, empleando los términos de Hegel, oídos de boca de mi examinador. Le dije que el primitivo equilibrio se había roto y que se había formado uno nuevo, con otra base. Es inútil decir que Jimmy no entendió nada, porque Hegel estaba al final del programa y nunca habíamos llegado allí. Entonces le expliqué que estaba enamoradísima de D..., y, en una maravillosa inspiración (lamenté que el examinador no me pudiese oír), le dije que, en ese caso, yo no podría unir los elementos contradictorios, haciendo la síntesis hegeliana. Inútil la digresión.

Jimmy me miraba estúpidamente y solo supo preguntar:

—¿Y yo?

Me irritó.

No lo sé, respondí, chutando una piedrecita imaginaria y pensando: ¡Bueno, arréglatelas! Somos simples animales.

Jimmy estaba nervioso. Dijo una serie de barbaridades, que no era más que una mujer, inconstante y veleta como todas. Y me amenazó: te arrepentirás de este cambio súbito. En vano intenté responderle con sus teorías: me gustaba alguien y era natural, solo si fuese «evolucionada» y «pensadora» empezaría a hacerlo todo complicado, lleno de conflictos morales, bobadas de la civilización, cosas que los animales desconocen por completo. Hablé con una elocuencia adorable, todo debido a la influencia dialéctica del examinador (ahí está la idea de mamá: la mujer debe seguir..., etcétera). Jimmy, pálido y deshecho, me mandó al diablo, a mí y a mis teorías. Le grité nerviosa que esas tonterías no eran mías y que, en realidad, solo podían haber nacido de una cabeza despeinada y larga. Él me gritó, todavía más fuerte, que yo no había entendido nada de lo que me había explicado con tanta bondad: que conmigo todo era perder el tiempo. Era demasiado. Exigí una nueva explicación. Me mandó otra vez al infierno.

Salí confusa. En conmemoración tuve un fuerte dolor de cabeza. De unos restos de civilización me surgió el remordimiento.

Mi abuela, una viejecita amable y lúcida, a quien conté el caso, inclinó su cabeza blanca y me explicó que los hombres suelen construir teorías para ellos y otras para las mujeres. Pero, añadió después de una pausa y de un suspiro, las olvidan exactamente en el momento de actuar... Repliqué a la abuela que yo, que aplicaba con éxito la ley de las contradicciones de Hegel, no había entendido nada de lo que me había dicho. Ella se rio y me explicó con buen humor:

—Querida, los hombres son unos animales.

¿Volvíamos así al punto de partida? No me pareció que eso fuera un argumento, pero me consolé un poco. Me dormí medio triste. Pero desperté feliz, puramente animal. Cuando abrí las ventanas del cuarto y miré el jardín fresco y calmado bajo los primeros rayos del sol, tuve la seguridad de que realmente no hay nada que hacer más que vivir. Solo me intrigaba el cambio de Jimmy. ¡La teoría era tan buena!

Cartas a Hermengardo4

Mi querido Hermengardo:

En verdad te lo digo: felizmente existes. A mí me bastaría solo con la existencia de una criatura sobre la tierra para satisfacer mi deseo de gloria, que no es más que un profundo deseo de cercanía. Porque me engañé cuando hace tiempo imaginé que era real mi antiguo deseo de «salvar a la humanidad» malgré ella. Ahora solo deseo a alguien, además de a mí misma, para que pueda probarme... Y en ese regreso a Idalina comprendí que tan bello y tan imposible como aquel otro sueño es el de intentar salvarse a sí mismo. Y si es tan imposible, ¿por qué encaminarme entonces hacia esa nueva ciudadela que sería ahora una pobre mujer perturbada? No lo sé. Tal vez porque es necesario salvar algo. Tal vez por la conciencia tardía de que somos la única presencia que no nos dejará hasta la muerte. Y por eso nos amamos y nos buscamos a nosotros mismos. Y porque, mientras existamos, existirá el mundo y existirá la humanidad. Es así como, después de todo, nos unimos a ellos.

Y todo eso que estoy diciendo es solo un preámbulo para justificar mi placer de darte tantos consejos. Porque dar consejos es otra vez hablar de uno mismo. Y aquí estoy yo... Pero, después de todo, puedo hablar con la conciencia en paz. No conozco nada que dé tantos derechos a un hombre como el hecho de vivir.

Este preámbulo también sirve como disculpa. Es que siento, incluso a través de las palabras más dulces, que el milagro de que respires me inspira, es mi destino de tirar piedras. Nunca te enfades conmigo por eso. Algunos han nacido para tirar piedras. Y, después de todo, ¿por qué está mal lanzar piedras, si no es porque alcanzarán cosas tuyas o de los que saben reír y adorar y comer?

Una vez aclarado este punto y ahora que ya se me permite tirar piedras, te hablaré de la Quinta Sinfonía de Beethoven.

Siéntate. Estira las piernas. Cierra los ojos y los oídos. No te diré nada durante cinco minutos para que puedas pensar en la Quinta Sinfonía de Beethoven. Intenta, esto sería mejor aún si lo consigues, no pensar en palabras, sino crear un estado de sentimiento. Intenta parar todo el torbellino y dejar un hueco para la Quinta Sinfonía. Es tan bella.

Solo así la tendrás, a través del silencio. ¿Comprendes? Si la ejecuto para ti se desvanecerá, nota tras nota. Apenas tocada la primera dejará de existir. Y después de la segunda, ya no habrá eco de ese segundo. Y el comienzo será el preludio del fin, como en todas las cosas. Si la ejecuto oirás música y solo eso. Pero hay un medio de detenerla, parada y eterna, cada nota como una estatua dentro de ti mismo.

No la ejecutes, es lo que debes hacer. No la escuches y la poseerás. No ames y tendrás dentro de ti el amor. No fumes tu cigarrillo y tendrás un cigarrillo encendido en tu interior. No escuches la Quinta Sinfonía de Beethoven y para ti nunca terminará.

Así es como me redimo de lanzar piedras, normalmente... Así te enseñé a no matar. Erige dentro de ti el monumento al Deseo Insatisfecho. Y así las cosas nunca morirán antes de que tú mismo mueras. Porque, te digo, todavía más triste que lanzar piedras es arrastrar cadáveres.

Y si no puedes seguir mi consejo, porque más ávida que todo es siempre la vida, si no puedes seguir mis consejos y todos los programas que inventamos para mejorarnos, chupa caramelos de menta. Son tan frescos.

Tuya

Idalina