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la edición del Ministerio de Educación,
Cultura y Deporte

Título:

Biblia, Corán, Tanaj

© Roberto Blatt, 2016

De esta edición:

© Turner Publicaciones S.L., 2016

Rafael Calvo, 42

28010 Madrid

www.turnerlibros.com

Primera edición: octubre de 2016

Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está

permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su

tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin

la autorización por escrito de la editorial.

ISBN: 978-84-16714-83-4

Diseño de la colección:

Enric Satué

Ilustración de cubierta:

Diseño Turner

Depósito Legal: M-34107-2016

Impreso en España

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

turner@turnerlibros.com

ÍNDICE

Introducción. Del exilio al paraíso

I LAS FUENTES

El canon

II Lecturas

1. La interpretación judía

1.1. Misná y Guemará: el Talmud

1.2. Las reglas de interpretación

1.3. Las escuelas europeas

1.4. La página talmúdica

2. La interpretación cristiana

2.1. Literalidad y verdad: san Agustín y el realismo

2.2. Demostración y milagro

3. La interpretación musulmana

3.1. Mahoma y la historia

3.2. ‘Tafsir’

3.3. La sociedad islámica y el Corán

III Historia

1. La concepción judía de la historia

1.1. La visión de la Biblia

1.2. La memoria oral

1.3. Cosmopolitismo y universalidad

2. La concepción cristiana de la historia

2.1. Hechos sagrados y lugares santos

2.2. El futuro y el más allá

3. La concepción islámica de la historia

3.1. Chiíes, suníes, jariyíes y sufíes

3.2. La historia es expansión

IV El buen gobierno cristiano: utopía

1. La invención de los pobres

2. El pulso iglesia-estado

3. Laicismo y capitalismo

4. La emergencia del estado moderno

5. Republicanismo y nacionalismo

6. La transformación del lenguaje

7. Estados incluyentes, estados excluyentes

V El buen gobierno islámico: sectarismo y herejía

1. Los primeros sectarios

1.1. Los omeyas

1.2. Los abásidas

1.3. Los ismailíes

1.4. Los nizaríes

1.5. Los mongoles y los mamelucos

2. El imperio otomano

2.1. La expansión

2.2. La decadencia

2.3. Irán

2.4. El wahabismo

2.5. Nacionalismo de última hora y la umma

3. Sectarismo y herejía

VI El buen gobierno judío: esperando al Mesías

1. Idolatría y poder

2. Jesús: un proyecto de refundación completa

3. La memoria vaciada

4. Mesianismo y amenaza

5. ‘Bund’ y sionismo

VII Demonios

1. El demonio y sus espejos

2. El choque

3. Apogeo y decadencia de los dos amos del mundo

VIII Crisis

Humillación ‘versus’ injusticia

Epílogo

Notas

Bibliografía

Glosario

Agradecimientos

INTRODUCCIÓN.
DEL EXILIO AL PARAÍSO

La tradición bíblica es una única narrativa, matriz de tres religiones, remotamente originaria de Súmer, en el sur de Irak. En cierto momento se diferenció de su tronco pagano con la legendaria salida de un simple individuo, Abraham y su familia, de Ur, (posiblemente Ur III según la arqueología), pasando por Harán, y el relato fue creciendo y desplazándose a lo largo de casi cuatro mil años, hacia el oeste, hasta alcanzar las costas atlánticas. Esa trayectoria que acabó atravesando el mundo entero representa un largo periplo iniciático, centrado esencialmente en la recuperación del paraíso perdido. Un primer itinerario se inscribió sobre guías místicas para alcanzar el paraíso mas allá de la muerte –en el Renacimiento fue un mapa geográfico, en pos de las maravillosas Ofir y Cipango allende los mares– y con la modernidad ha inspirado para muchos un viaje temporal, “progresista” e incluso revolucionario hacia una utopía que culmina la historia.

La tradición hebrea fue la primera en fundarse en torno a los motivos del exilio. Exilio mítico debido a la caída o expulsión del Edén, arrojados al erial en que se convirtió la naturaleza después del crimen de Caín; al que se suma el exilio histórico decidido por Abraham, que abandona la pecaminosa Babilonia para dirigirse con los suyos a una imprecisa tierra prometida, Canaán, hacia el occidente.

La estirpe de Abraham acomete, paradójicamente en dirección contraria a los jardines orientales del Edén, una cancelación de la caída, una lenta ascensión mesiánica, plagada de escollos. Entre los obstáculos se van sucediendo la migración y esclavitud en Egipto, el exilio a Babilonia, el colapso del reino de Israel y la desaparición de sus diez tribus, la destrucción del segundo templo, las revueltas contra los romanos. Mientras que esta rama se dispersa e inicia una diáspora siempre minoritaria entre otros pueblos, volcada aún más hacia occcidente, vía Alejandría, Roma, Germania o Sefarad, dos otras, la cristiana y la islámica, se expanden en direcciones contrarias por todo el mundo.

El motor de esta vacilante ascensión correctiva y restauradora sería un principio ético, léase de justicia, ostensiblemente ausente en una naturaleza mancillada, donde prima la ley del más fuerte. Para la Biblia, el principio de la justicia propio de la ley divina es el legado que, pese al castigo, perdura en el género humano, exclusivo destinatario de la revelación, y por ello, único responsable de interpretarla.

A diferencia del tiempo cíclico de las culturas paganas arcaicas, la nueva orientación mesiánica, teleológica, de las circunstancias del mundo, da lugar a la historia propiamente dicha, una ordenación lineal del tiempo (idealmente ascendente), que registra el relativo acercamiento o distanciamiento ético que separa a la comunidad humana de su presumible redención.

Mientras que para la triple tradición monoteísta el hombre ocupa un lugar central en el mundo, tanto por su responsabilidad en la caída como por su potencial de redención, para los paganos desde Súmer, pasando por Grecia y Roma, hasta los modernos héroes seculares encomendados a la diosa de la Razón, la participación del ser humano en los inciertos designios del cosmos tiene un peso infinitesimal. En efecto, los dioses del Olimpo y los de Uruk, como asimismo los principios fundamentales de la naturaleza y la ciencia, son indiferentes al hombre. La ciencia, que nosotros mismos hacemos avanzar de descubrimiento en descubrimiento, define una dimensión intermedia entre el ser humano y el mundo, y el conocimiento, en cada momento presente, parece estar en la cúspide de “la colina del tiempo”, como dice Serres. Pero ello no basta para situarnos en el centro del universo, aunque nos dé la impresión de ocupar el punto óptimo de la temporalidad, en relación a todos los momentos del pasado. Al fin y al cabo, como lo demuestra la suerte de las teorías científicas ya desechadas o discrepantes,1 dicha evolución no es continua, ni somos sus protagonistas, ni su progresión está garantizada, ni posee, al parecer, un objetivo final.

El hombre, ocasionalmente, había obtenido un papel anecdótico en el contexto de las rencillas entre dioses (Zeus vs. Hera, Tiamat y Marduk, etcétera) mientras intentaba atraer sus favores a través de sacrificios, ignorante de sus designios y, por ende, de su propio destino.

De forma similar, las herramientas tecnológicas en manos de los hombres tal vez solo revelan una sumisión a leyes naturales, quizá provisorias y éticamente neutras. Ciertamente permiten al hombre hacerse dueño de su entorno, pero las llaves del ser le son ajenas, al igual que las consecuencias últimas de sus manipulaciones. Para el creyente parece ilusorio pensar que las leyes naturales, además de cómo, consigan explicar por qué suceden los eventos tal como lo hacen, así como la razón de las regularidades que inductivamente exhiben. Ya Leibniz se hacía la muy poco intuitiva pero ineludible pregunta de por qué hay “algo” en lugar de “nada”, y más recientemente Malcolm, parafraseando a Wittgenstein, advertía que, por sí mismas, las leyes naturales sin duda describen pero no obligan a que algo suceda, ni traen consigo la explicación de por qué son esas las que son y no otras. Puede que precisamente el continuado asombro que nos producen las manifestaciones, esencialmente maravillosas, del ser, desde las más sencillas hasta las inconcebiblemente complejas, nos predisponga a un enfoque religioso, que aunado al antropocentrismo de la Biblia –con su atractiva noción del ser humano como medida, aunque delegada, de todas las cosas– explique su persistencia y expansión.

Para los paganos, la posteridad del hombre, sea en el Hades griego o en el Kur sumerio, está relegada literalmente a las sombras, al vacío, a la nostalgia y al pesar por las obras inacabadas en vida.2

Ur-Nammu, el gran monarca, al morir entra en el Kur, trae regalos para reconciliarse con deidades que le son hostiles y se encuentra con otros muertos, igualmente sombríos. Gilgamesh, convertido en el juez de los infiernos, lo inicia en las reglas del submundo. Pasan siete días con sus noches y Ur-Nammu aprende “el lamento de Súmer”: recuerda la muralla inconclusa de Ur, el cuerpo de su mujer que ya no puede abrazar, al niño que jugaba sobre sus rodillas… y de su boca emerge un amargo lamento.

Muy por el contrario, y aunque la noción de la eternidad como continuación de la vida en el más allá es relativamente reciente, la tradición judeocristiana ya había ideado nada menos que una alianza del hombre con Dios el creador. El Sheol hebreo no era muy diferente del Hades o del Kur, un triste dominio de sombras; sin embargo, su miseria podría trascenderse mediante la Gueulá, una redención mesiánica que la humanidad entera, vivos y muertos, alcanzaría cuando la justicia reine en el mundo, consecuencia del juicio final al cabo de los tiempos. Según los términos de dicha alianza, el ser humano se presta a ser la herramienta para el perfeccionamiento y la continuidad de la mismísima creación divina. Si bien es verdad que, por una parte, los humanos la han degradado como consecuencia de la caída, por otra la completan y continúan gracias a su papel de nombradores y articuladores de un discurso que le vuelva a aportar sentido.

El cristianismo llevó hasta su extremo el acercamiento de lo humano y lo divino al introducir la noción de Dios hecho hombre. Desde entonces la salvación, hasta el retorno de Jesucristo, se hace accesible a nivel individual; el infierno o el paraíso son, como para el islam, una opción personalizada mientras que la salvación continúa siendo postergada y colectiva para los judíos hasta que merezcan la llegada del Mesías que esperan. Similarmente, para el segmento chií del mundo musulmán, la revelación bíblica, definitivamente corregida por Mahoma, es el anteproyecto del Apocalipsis que se confirmará con la venida del Mahdi, unos años antes del fin de esta era.

Esta original y común visión salvacionista de la odisea humana, con sus tres variantes a menudo en conflicto, fue bañando las márgenes del Mediterráneo de este a oeste, trazando los confines de lo que solemos identificar como occidente.

Tal vez podamos situar su toma de consciencia global en el siguiente episodio. En 1614, mientras era prisionero de Jaime I en la Torre de Londres, un viejo pero aún combativo Walter Raleigh, antiguo corsario, intrigante y aventurero de fama planetaria, redactó la primera historia universal de corte moderno, referente para las muchas otras por venir, titulada Historia del mundo. La saga de Europa, y su perfil crecientemente universal, aparecía allí subsumida en el enfrentamiento entre el imperio otomano que intentaba devolverla a sus raíces asiáticas y el imperio español que buscaba arrastrarla hacia un nuevo eje atlántico. Ausentes de la historia y de la política hasta finales del siglo XIX, las comunidades judías hacían su aportación a ambos bandos contribuyendo desde los márgenes al comercio, la cultura, las finanzas, la medicina, o proporcionando la imagen familiar del otro demoníaco que por oposición definía la identidad propia.

Por cierto, las tres grandes corrientes abrahámicas no surgieron necesariamente para enfrentarse o competir entre ellas, aunque se consideraron sucesivas actualizaciones de la inmediatamente precedente. En realidad, distintos contextos geográficos y temporales dieron lugar a estrategias de redención diferentes, que respondían creativamente a los desafíos históricos y políticos que cada una de ellas iban encontrando por separado.

La intención de este libro es señalar cómo esos caminos se fueron entrecruzando, coincidiendo y chocando hasta nuestros días y cómo sus alternativas siguen constituyendo el leitmotiv narrativo de una contemporaneidad globalizada. La tarea suena desmedida, ciertamente insensata desde el punto de vista académico, considerando las múltiples parcelas inviolables de saber que violaremos, y solo es concebible desde la perspectiva de un observador curioso tan informal como, espero, bien informado. Con el objetivo de hacer abarcables mis reflexiones, intentaré comparar el enfoque de cada una de las tres tradiciones bíblicas respecto a cuatro parámetros que me parecen fundamentales: la fuente bíblica considerada común, las diversas formas de interpretarla, sus respectivas aproximaciones a la historia y, finalmente, cosa que nos acercará a la actualidad más candente, sus modelos de buen gobierno.

Carlos I y Suleimán el Magnífico, enfrentados inconclusamente en los aledaños de Viena, son metáfora de una frontera religiosa, política, militar, a veces herméticamente sellada y más a menudo porosa y de mutuo intercambio, que sigue siendo irremediablemente mundial. Esa misma frontera movediza está hoy animada por concepciones del fin de la historia, de conflicto de civilizaciones, de globalidad contra nacionalismo, de yihadismo o de desencanto nihilista, que conservan todas ellas su relación de parentesco con las múltiples versiones de la compartida tradición bíblica.

Ojalá este libro aporte algunas claves novedosas para comprender la actualidad mediante la perspectiva poco habitual de analizar el presente más inmediato desde sus raíces más remotas.

Este tema me ha ocupado a lo largo de mi vida. Circunstancias personales que no detallaré aquí me acercaron íntimamente a las tres religiones de la Biblia. Esta será la única vez que hablo en primera persona. Aunque permanezca ausente del texto, este libro constituye mi autobiografía intelectual: el relato de mi punto de vista. Ojalá tenga interés para algunos lectores armados de tanta curiosidad como paciencia.

I
LAS FUENTES

Las religiones monoteístas, además de compartir una original noción salvacionista y de haber participado activamente en el diseño histórico –admitidamente, de geometría variable– de occidente, comparten, y esto es fundamental, las mismas y escasas fuentes directas de referencia sagrada: la Biblia hebrea, de forma expresa para todos, e implícitamente un puñado limitado de nociones del pensamiento griego atribuidas o atribuibles a Platón y a Aristóteles.

Desde esta perspectiva de origen común, parece incomprensible el abismo que las separa, especialmente si se considera que las tres corrientes bíblicas profesan una fidelidad absoluta a un texto fundacional considerado único, idéntico e inmutable, en cada uno de sus puntos y letras.

Sin embargo, veremos que en realidad tal texto es, en el mejor de los casos, virtual, dadas las versiones dispares que de él existen. Estas varían, no solo entre aquellas adoptadas respectivamente por judíos y cristianos sino que cada una de ellas ha sido objeto de múltiples debates internos.

El libro fundamental, el Tanaj o Antiguo Testamento, no es en realidad un libro sino una biblioteca recopilatoria de textos dispares. Y ese es también el caso del Nuevo Testamento, rechazado por los judíos, cuyos testimonios paralelos de la pasión de Cristo, presentan, como veremos más adelante, frecuentes disparidades. Tanto es así que han provocado muchos dolores de cabeza a los doctores de la iglesia y podrían explicar la prohibición de la lectura directa del original para los feligreses hasta muy recientemente. En efecto, una vez levantada dicha prohibición por la Reforma, en parte a causa de esas disparidades, aparecieron incontables iglesias evangelistas.

Aunque la tradición ortodoxa trate el Antiguo Testamento como un todo orgánico –sobre todo el Pentateuco–, a los investigadores les consta que muchos de sus libros fueron utilizados de forma aislada, y redactados por distintos autores en épocas distintas.

El estudio crítico propiamente dicho de la Biblia fue iniciado por Witter, que publicó sus trabajos en Hildesheim en 1711. Se entiende que los pioneros fueran todos eruditos protestantes, dado que la Reforma promovió una interpretación individualizada y descontextualizada del texto, al carecer de una tradición histórica como la rabínica, o institucional como la católica.

Hasta muy recientemente la teoría documental de Wellhausen, cuya formulación definitiva apareció en Prolegomena zur Geschichte Israels de 1883 (por primera vez publicada en 1878 como Geschichte Israels), parecía unificar al mundo académico en lo que respecta a la autoría, por lo menos del Pentateuco. Según esta, cuatro habrían sido los anónimos autores: “J”, inspirado por Jehová; “E”, quién daba a la divinidad el nombre de Elohim; “D”, autor del Deuteronomio y, finalmente, “P”, un autor obsesionado con las obligaciones del sacerdocio (de priest, sacerdote en inglés), omnipresentes en los libros Levítico y Números. El redactor que unificó finalmente el Pentateuco fue designado “R”. Respecto a las fechas de redacción, Wellhausen las situaba varios siglos después de Moisés.

La resistencia ortodoxa a esta tesis fue expresada primero por el rabí David Zvi Hoffman, él mismo gran investigador de la Biblia aunque, en sus palabras, “dado el fundamento de mi fe, soy incapaz de llegar a toda conclusión que atribuya a alguien distinto a Moisés el haber escrito el Pentateuco”.1

El rabino florentino Umberto Cassuto2 también defendía una redacción unitaria del Pentateuco, en la que, por ejemplo, las variantes en la utilización de los nombres divinos se explicaban por diferencias de contexto, aunque reconocía que la inspiración de algunos otros textos bíblicos se debía sin duda a fuentes doctrinarias, folklóricas e institucionales múltiples, de antigüedad y origen imposibles de determinar.

Pero en el ámbito académico, indiferente a los testimonios de fe, las críticas que más mella hicieron a la teoría documental fueron las de Rentdorf, que veía en el desarrollo de la obra un compendio de pequeñas unidades que iban agregándose, descartando a J y a E. También Van Seters asumía un proceso de acumulación modificado por autores tardíos, desapareciendo todas las figuras autorales genéricas y dejando abierto el tema de las fechas, incluso a estimaciones tan tardías como las de Thomas L. Thompson, que las sitúa en la época Hasmonea (siglos II a. de C. al siglo I de nuestra era).

Aunque el consenso en torno a las tesis, metodología y conclusiones de Wellhausen ya no goce de la aceptación universal que tuvo durante el siglo XX, al no haber aparecido una teoría global que la sustituyera muchas de sus distinciones continúan siendo utilizadas.

Es razonable asumir que, al proliferar las lecturas públicas y probablemente individuales de los libros durante la época del segundo templo, se fueron corrigiendo las variantes y unificándose las versiones. Es más que probable que el Pentateuco, en lugar de surgir de un texto único inicial, de posible origen oral, haya sido unificado tardíamente una vez asentado en la escritura. Sin embargo, es sin duda extraordinario que se hayan evitado las múltiples divergencias posteriores debidas a errores ortográficos de copiado, de interpretación de algún conjunto de consonantes o incluso de manipulaciones deliberadas de algún grupo de interés. Es asombrosa la coherencia de los manuscritos más antiguos de Qumrán con el texto masorético; otros son cercanos a la Septuaginta (Biblia de los Setenta) o a la versión samaritana. Pero lo más sorprendente es la continuidad sin cambios de este texto durante unos dieciocho siglos desde los hallazgos de la Genizá de El Cairo hasta nuestros días.

*

Los estudios parecen indicar que hasta el siglo VIII a. de C. apenas si existían textos religiosos leídos o redactados en Israel y Judea.

Desde entonces, si bien la memoria textual recopilada de los libros se ha mantenido casi milagrosamente sin grandes divergencias, estos han conservado múltiples discrepancias internas, narrativas y conceptuales, solo tardía y externamente resueltas por la interpretación rabínica posterior. Por ejemplo, la subida de Moisés al monte Sinaí, en Éxodo 24:20, da cuenta de las tablas de la ley, escritas con letras de fuego por Dios mismo aunque no menciona si incluye las prescripciones del capítulo 20, las del famoso Decálogo, los diez mandamientos, que entre muchas otras, fueron anunciadas con acompañamiento de truenos y señales, directamente al pueblo que aterrorizado suplicó la intermediación de Moisés. Para hacernos una idea de la comparativa importancia de los temas, Éxodo 25 está casi exclusivamente dedicado a las instrucciones de construcción del Tabernáculo. Los mandamientos como tales, aparecen en Deuteronomio, o “segunda ley”, y datan de la época del rey Josiah. Y esta vez la escritura corre a cargo de Moisés. La disonancia, como elaboraremos luego, es resuelta por una interpretación talmúdica que integra ambas narraciones e interpreta que después del sacrilegio del becerro de oro y la rotura de las tablas, Dios le ordena a un Moisés que ha vuelto a subir a la montaña que esta vez sea él mismo quien escriba los mandamientos, aparentemente para que la redacción, realizada por un mero ser humano, ya no pueda ser objeto de idolatría.

EL CANON

A diferencia de cristianos y musulmanes, que le reconocen por lo menos a Aristóteles el rango de sabio gentil y “justo”, inocente por haber nacido antes de las primeras revelaciones universales cruciales, la ortodoxia judía no reconoce deuda alguna con el entorno helenístico. Ello no impide que su presencia sea claramente reconocible en el tercer conjunto de libros que compone el canon, los Ketubim o escritos (hagiographa en griego) y, sobre todo, en el Eclesiastés, con su fuerte acento estoico. En la Edad Media esa influencia se hace patente, entre otros muchos libros, en la Guía de los perplejos de Maimónides. Textos anteriores como los de Filón de Alejandría, aunque perfectamente ajustados a la doctrina judía a pesar de su línea de argumentación de evidente formato helenístico, fueron ignorados por la tradición, no por heréticos, sino por el hecho quizá accidental de haber sido escritos en griego. Curiosamente, este Filón, judío estrictamente identificado con la ley mosaica, pervivió sin mácula solo en la memoria cristiana, porque ella misma, como se verá a continuación, adoptó la lengua griega y su correspondiente versión del Antiguo Testamento, la Septuaginta, presuntamente idéntica a la revelación original hebrea.

Según cuenta la leyenda, mencionada por primera vez en la poco fiable Carta de Aristeas, Ptolomeo II Filadelfo de Egipto, gran patrón de la cultura y las artes, se interesó por la Biblia que, al parecer, gozaba de gran prestigio. Eleazar, entonces sumo sacerdote de Jerusalén, envió a setenta y dos traductores, seis de cada una de las doce tribus de Israel que, trabajando en celdas separadas, produjeron seis versiones idénticas de la obra completa.

En realidad, existen diferencias considerables de uso y forma entre la Septuaginta y el Tanaj y los textos posteriores. Pero, más grave aún, los respectivos cánones judío y cristiano no coinciden siquiera en la selección de sus libros. El Antiguo Testamento cristiano, en griego, incluye una serie de textos adicionales, originariamente hebreos, rechazados por los editores judíos a la hora de confeccionar su propia selección definitiva. Nos consta que todos ellos eran tradicionalmente consultados por separado, como lo confirman los rollos individuales hallados en Qumrán, Masada y en la Genizá de El Cairo.

Un buen ejemplo de discrepantes criterios de selección es el libro de Ben Sirá, mejor conocido como Eclesiástico, uno de los libros llamados deuteronómicos (no el Deuteronomio), es decir, rechazado por el canon judío pero incluido en el cristiano. Probablemente redactado en hebreo en el siglo II a. de C., fue traducido al griego por el nieto del escriba Yoshua Ben Sirá (Jesús Siracides) y, aunque ha sido objeto de laboriosas reconstrucciones modernas a través de citas y fragmentos antiguos, no ha sobrevivido intacto en su lengua original. Pero su popularidad queda demostrada por las numerosas citas que le dedica la tradición rabínica ortodoxa aún vigente, por su presencia fragmentaria en la fortaleza de Masada donde los fanáticos sicarios judíos resistieron hasta la muerte a los romanos en el año 72 de nuestra era, y por los segmentos encontrados en el reducto esenio del mencionado Qumrán, lugar del hallazgo de los más antiguos textos de la era bíblica. El hecho de que este texto fuera relevante para corrientes tan dispares como los monjes apocalípticos autoexiliados junto al Mar Muerto, para unos guerreros nacionalistas y para los rabinos fundadores de las tradiciones de la diáspora moderna, no deja duda acerca de la centralidad y generalidad de su mensaje. Sin embargo, el sanedrín de Yavne, encabezado por el rabí Akiva, tres siglos más tarde, lo excluyó del canon judío. Sorprendentemente sí incluyó el Canto de Salomón (Cantar de los Cantares), una colección de poemas de amor, probablemente de la época davídica del siglo X a. de C., cuyo contenido erótico fue conveniente y algo forzadamente interpretado como diálogo amoroso emprendido entre Dios e Israel, gracias al cual el pueblo judío, en su dispersión, se retira de los asuntos del mundo, es decir, de la esfera del poder político.

En general, la estabilidad del canon judío, una vez aprobado en el siglo II, es considerable (incluso para los samaritanos, aunque exclusivamente apegados al Pentateuco, y para los karaítas que rechazan la tradición llamada “oral”, es decir, la Misná, el Talmud y otras interpretaciones post-bíblicas), centrándose desde entonces las divergencias en la manera y el peso de la interpretación de estos textos, un tema clave que queda por tratar.

En suma, los judíos, al margen de técnicas de interpretación y estilos de pronunciación diversos, han conseguido –por lo menos hasta nuestros días y hasta la fundación del estado sionista– mantener un corpus textual único.

Efectivamente, las disonancias de la lectura se proyectaron hacia fuera, al Talmud, y al corpus más reciente de interpretación rabínica acumulada. Como veremos, en definitiva, el texto bíblico original se erigió en absoluto e invariable frente a una interpretación abierta e infinita.

La unidad literal del canon judío perduró a pesar de la dispersión, precisamente para preservar una coherencia global en la diáspora, que no existía previamente. De hecho, ya la era del segundo templo previa al cataclismo final estuvo plagada de disensiones y cismas como el enfrentamiento de nuevas facciones: saduceos y fariseos y la escisión de esenios y samaritanos. Después de la hecatombe, el texto canónico se convirtió en el asiento virtual de la patria territorial perdida, en el fundamento de una comunidad que en la dispersión consiguió una coherencia desconocida en su agitada existencia nacional precedente.

El canon cristiano se enfrentó a dificultades mayores. Por lo pronto, a diferencia del Antiguo Testamento, se trataba en el Nuevo Testamento de centrar todos los testimonios en torno a una única historia fundamental, la pasión de Jesucristo. Era necesario precisar los actos y las palabras de un único maestro, una única biografía ejemplar que inspiraría a todas las otras, desde las vidas de los santos hasta la del más humilde feligrés, a partir de testimonios redactados en momentos y lugares diferentes por autores distintos. Según los estudiosos modernos, los textos más antiguos, escritos en torno a los años 60 de la era cristiana, se deben a la pluma de san Pablo, aunque solo la mitad de sus cartas se reconocen como auténticas. El primer evangelio, atribuido a san Marcos, dataría de los años 70, muy probablemente poco después de la destrucción del templo de Jerusalén en ese mismo año 70. San Lucas y san Mateo se basan en el anterior, además de agregar datos nuevos, en algún caso incompatibles entre sí. San Juan se diferencia mucho de los tres anteriores evangelios, llamados “sinópticos”, y fue probablemente producido, más o menos independientemente, en los años 90 por una comunidad cristiana que al parecer se hallaba separada de las demás. A diferencia de los evangelistas sinópticos, aun asumiendo sus propias discrepancias, san Pablo,3 de estatus menor que los evangelistas, y san Juan se centran en los aspectos de la resurrección y divinidad de Jesucristo y aportan pocos datos sobre la trayectoria histórica de Jesús.

Ni san Marcos ni san Juan mencionan los sucesos relacionados con el nacimiento de Jesús; san Juan omite la transfiguración y, en lugar de la última cena con sus discípulos, Jesús les lava los pies.

Solo san Mateo y san Lucas refieren la narración de la Natividad. San Lucas justifica la presencia de la familia de Jesús en Belén, a pesar de ser residentes de Nazaret, a causa de un censo convocado por César Augusto. Dado que san José se considera descendiente de la estirpe de David originaria de Belén, se siente obligado a bajar a Judea desde Galilea. San Marcos no hace mención de Nazaret hasta mucho más tarde. Parece dar a entender que la familia es oriunda de Belén, ciudad que debieron abandonar precipitadamente después del nacimiento de Jesús para exiliarse en Egipto a causa de la persecución de Herodes (que de ser Herodes el Grande, de acuerdo a las fechas que hoy atribuimos a la Natividad, llevaba ya cuatro años muerto). A su retorno, eligen asentarse en la oscura Nazaret para evitar el riesgo de volver a Judea.

La resonancia, incluso regional, de los hechos narrados debió de ser poca, considerando que la única confirmación que es contemporánea son las dos menciones que de Jesús hizo Flavio Josefo en su obra Antigüedades judías. La primera es un párrafo completo, el Testimonium Flavianum, en el que Josefo declara tajantemente que “Jesús es Cristo” y que su resurrección al tercer día cumplía la profecía bíblica respecto a la llegada del Mesías. La mayoría de los estudiosos (desde Renan y Engels hasta Vermes, Mack y Meier) rechazan la validez de este párrafo por considerar que es un inserto posterior pergeñado para establecer por lo menos un testimonio detallado del siglo primero acerca de la figura doctrinal de Jesús. Algunos, sin embargo, rescatan elementos que son coherentes con el estilo y la actitud del autor en el resto de su obra, como ser la referencia a Jesús como sabio, sophos, y como hacedor de hechos maravillosos.

La segunda mención es más modesta y acorde con el tono general de la obra y se limita a referir la ejecución el año 62 de nuestra era “de un hombre llamado Jaime [...] hermano de Jesús, conocido como el Cristo”. El mero hecho de atribuirle hermanos, adelphi, aunque ya ocurriera en los mismos evangelios, ha representado un problema para la iglesia que, con argumentos como mínimo discutibles, traduce la palabra como “primos” o “parientes”.

Teólogos católicos, protestantes y judíos coinciden en que los evangelios sinópticos describen a un Jesús de perfil claramente judío, mientras que con san Juan, los Hechos de los Apóstoles y las Epístolas, su imagen se ha ido divinizando a medida que se suman elementos cada vez más marcados por influencias helenísticas y persas. (La noción de resurrección, repugnante para la cultura grecolatina, es atribuible a influencias orientales, en tanto que el neoplatonismo se va introduciendo paulatinamente en una interpretación cristiana del “logos”).

El Nuevo Testamento describe un proceso de evolución de los primeros cristianos más que una fotografía nítida de un cuadro prototípico inicial. A partir del canon, este proceso continuará a lo largo de los siglos, demostrando la vitalidad, dinamismo y pluralidad de las visiones que dieron vida a la fe de la buena nueva. Algunos textos griegos que mantuvieron su autoridad en la iglesia ortodoxa la perdieron en la iglesia latina. Orígenes, que fue visto con desconfianza desde Roma, siglos más tarde fue rehabilitado por esta y, finalmente, con la Reforma, el canon protestante adoptó exactamente los mismos libros del Antiguo Testamento que aquellos que desde un comienzo estaban incluidos en la Biblia judía, es decir, excluyendo los deuteronómicos.

El descubrimiento en 1945 en Nag Hammadi, Egipto, de una biblioteca de los siglos II-III de nuestra era aportó nuevos datos sobre la pujanza de unos movimientos cristianos globalmente conocidos como “gnósticos”, a pesar de representar tendencias variadas e incluso antagónicas. Este hallazgo incorpora al corpus histórico cristiano una profusión de “evangelios” rechazados en su momento por la ortodoxia: los evangelios de Tomás, de Valentín, de María, de Felipe, A los Egipcios, A los Hebreos, etcétera, junto a otros libros doctrinales referidos a la Biblia. Los nombres de líderes de estos movimientos (Marción, Valentín, Simón el Mago, Basílides) y algunas de sus tesis ya eran conocidas gracias a las refutaciones de que fueron objeto en el siglo III por sus enemigos, especialmente por parte de Ireneo, obispo de Lyon, y de Tertuliano, aunque en las postrimerías de su vida este último se convirtiera a las tesis gnósticas. La desaparición de estas corrientes revela una encarnizada represión y una destrucción sistemática de sus textos en los siglos inmediatamente posteriores.

Aún en el siglo IV, san Agustín, que comenzó su trayectoria religiosa asociado a otra secta herética, la de los maniqueos (seguidores de Mani), debió enfrentarse ya como obispo a la iglesia donatista, mayoritaria en el norte de África. A pesar de una persecución implacable, las comunidades donatistas sobrevivieron hasta la desaparición total del cristianismo en la margen sur del Mediterráneo.

Finalmente, existe el convencimiento de que los distintos Evangelios se corresponderían a diferentes corrientes de seguidores de Jesús, algunas estrechamente relacionadas, como las que produjeron san Lucas y san Mateo, y otras, como la de san Juan, de gestación independiente. Las divergencias lógicas entre ellos, dado su origen y gestación dispares, se mantuvieron a pesar de los esfuerzos de los doctores de la iglesia, desde un principio, para armonizarlos. De ahí la comprensible preocupación de la iglesia por evitar las lecturas directas de los no iniciados en las sutilezas de la teología, y la necesidad de redactar unos textos sustitutorios y coherentes de relatos bíblicos y vidas de santos.

Pero la dificultad no se limitaba al Nuevo Testamento. Como ya se ha visto, el canon cristiano y el judío difieren respecto al número de libros incluidos en el Antiguo. Pero, además, existen versiones distintas de la Septuaginta y aun otras, completamente diferentes. En el siglo II, un converso al judaísmo llamado Aquila realizó una traducción al griego bajo la supervisión del rabí Akiba que gozó de cierta atención por parte de los padres de la iglesia. La obsesión por la literalidad lo llevó hasta el extremo de inventar raíces griegas nuevas para transmitir el sentido de ciertos vocablos hebreos inexistentes en aquella lengua, la helena. Otro proyecto de importancia fue la Hexapla, de Orígenes, que presentaba en seis columnas el texto hebreo original, el texto hebreo en letras griegas, la versión de Aquila, la Septuaginta, y las traducciones de Simaco y Teodociano.

Luego Esdras (I, II o III), canónico para los ortodoxos griegos, deja de serlo para la versión latina, desplazado al papel de mero apéndice por el concilio de Trento.

Ahora bien, así como el Nuevo Testamento es interpretado por los cristianos como la realización de las profecías del Antiguo, el Corán es considerado por los musulmanes como la recuperación de la pureza del primero, traicionada por el segundo.

A pesar de la relativa importancia del Hadiz (las enseñanzas del Profeta), la Sunna (la práctica habitual o tradición) y otras fuentes de autoridad más o menos determinantes según alguna de las cuatro escuelas jurídicas suníes y otros textos aceptados por los chiíes, los musulmanes solo poseen un texto revelado, el Corán, la expresión definitiva de la tradición encauzada por Abraham, Moisés y Jesús.

Por lo tanto, aunque de forma indirecta, el islam está igualmente fundado en una Biblia única e intocable pero su virtualidad es extrema, ya que no existe de ese libro una versión canónica propia. No obstante, el Corán presupone un conocimiento de las historias bíblicas de las que hace múltiples paráfrasis.

Según Mahoma, las enseñanzas a él reveladas responden a la necesidad de corregir las desviaciones del camino recto cometidas por los judíos en su particular lectura del Antiguo Testamento, tal como fueron denunciadas por el profeta Jesús. Aun así a los judíos se les reconoce un estatus especial por ser Ahl Al-Kitab, el pueblo del Libro.

Posteriormente, los cristianos también incurrieron en falta, por lo que el Corán sería la última y definitiva actualización de la revelación bíblica, conteniendo en sí mismo todos los principios manifiestos de la ley divina sobre la tierra.

El proceso de reinterpretación islamizado de la tradición bíblica se aplicó, necesariamente, a las expresiones más cercanas, locales, del judaísmo y del cristianismo, tradiciones estas en sí mismas todavía sumidas en un proceso de cierre incompleto de sus respectivos cánones. Es probable que las tribus judías mencionadas en el Corán estuvieran profundamente marcadas por corrientes tardías de la profecía bíblica, centradas en torno a la figura de Daniel, así como por influencias zoroástricas, dada la cercanía y peso de la vecina Persia sasánida.

Los cristianos de esa época y región eran posiblemente nestorianos que no atribuían a Jesús una entidad divina. Dichos nestorianos eran miembros de una secta cristiana originaria del medio oriente. Fueron condenados en el concilio de Efeso (año 431 de nuestra era) por denunciar el uso del título theotoktos, “que da a luz a Dios”, para referirse a la virgen María, oscureciendo, según ellos, de esta manera, la naturaleza humana de Jesús. El concilio de Calcedón (año 451) confirmó el rechazo de este movimiento, pero aún en 489 hubo que emitir un decreto imperial para clausurar la escuela teológica de Edesa, dominada por nestorianos.

Dada esta circunstancia, no sorprende que el Corán no atribuyera atributos divinos a Jesús, en consonancia con la versión de los propios cristianos de esa parte del mundo.4

Durante la vida de Mahoma, los versículos que componen azoras (los capítulos del Corán) se inscribieron en hojas de palma, piedras, tiras de cuero y sobre cualquier otro material al alcance de la mano, o quedaban confiados a la memoria de sus más estrechos colaboradores.

Esta colección se completó durante el califato de Omar (644-656) pero fue finalmente recopilada por Otmán, su sucesor. Según se cuenta, Otmán nombró a cincuenta escribas (evocando a los setenta de la Septuaguinta) que recogerían solo aquellos testimonios apoyados como mínimo por dos compañeros del profeta. Otmán, finalmente asesinado y despreciado por los medinaítas, fue enterrado apresuradamente… en un cementerio judío.

A finales de la década de 1970, John Wansbrough, de la School of Oriental and African Studies de Londres, basándose exclusivamente en análisis de texto, concluyó que el Corán era el resultado más tardío de un movimiento sectario de judíos y cristianos oriundos de la misma tierra de Israel, el escenario original de la Biblia. Dos de sus discípulos, Patricia Crone y Michael Cook, en su libro Hagarism, luego de estudiar los primeros testimonios no musulmanes sobre las invasiones árabes, concluyeron que el Corán fue producto de judíos mesiánicos que se refugiaron en el desierto y se aliaron con tribus árabes con la intención de conquistar la tierra prometida. De existir, esta alianza mesiánica no duró mucho; los hagarenos, del árabe muhayirún o “emigrantes”, adoptaron los textos bíblicos samaritanos, es decir, el Pentateuco, y se instalaron en una posición equidistante entre judíos y cristianos. Hay teorías que creen detectar el origen del Corán en himnos arameos de tribus árabes cristianizadas. Otras consideran que originariamente muhamad, que significa “el elegido” o “el alabado”, podría ser un epíteto inicialmente referido a Jesús en el contexto de una rebelión aria cristiana contra los bizantinos. Sin embargo, y al margen de múltiples dudas, existe amplio consenso en asociar la figura histórica de Mahoma con el Corán.

Aunque ajenas a la propia tradición islámica, estas nuevas líneas de investigación explican tanto el aspecto fragmentario del libro como sus alusiones bíblicas, al asumir el conocimiento previo de muchas historias a las que alude, eso a pesar de que el Corán se considera intemporal. Aunque de forma indirecta, el Antiguo Testamento se mantiene como referencia primordial.

Complementariamente, dos siglos después de Otmán y muy por debajo de la autoridad del Corán, se recopilaron los Hadiz, gestos y hechos y leyendas del Profeta, tal como fueron testimoniadas por sus compañeros que proyectan un manto divino sobre su imagen y un aura de infalibilidad que se extendió sobre ellos mismos.

Durante las revueltas de tribus árabes inmediatamente después de la muerte de Mahoma, cayeron muchos compañeros. Dado que estos memorizaban las revelaciones a ellos hechas por el Profeta, hay quien ha especulado sobre la posibilidad de que el Corán no esté completo. Según otra versión, la de un muftí de Siria, Otmán juntó todos los fragmentos existentes, hizo su selección y destruyó lo que restaba.

Salvo para los creyentes, que legítimamente creen que el origen divino de los tres textos de la tradición bíblica garantiza su perfección, para los estudiosos el Corán, como la propia Biblia, también plantea una serie de interrogantes: ¿hubo acaso azoras perdidas con los compañeros de Mahoma muertos en batalla? ¿Está suficientemente explicada la retirada de azoras como la lapidación de adúlteros y los versos satánicos? ¿Por qué, con la excepción de la azora de apertura, el Corán está ordenado de la azora más larga a la más corta?5 A la par del hebreo bíblico, ¿cómo se resolvieron las incertidumbres en la lectura de un texto al carecer el alfabeto nabateo de vocales? ¿Cómo puede resolverse la interpretación de los distintos pasajes del libro si tomamos en cuenta que el propio Corán afirma que incluye “versos explícitos” así como “versos equívocos”? Para colmo, según los chiíes, el propio texto canónico fue adulterado por los suníes para difuminar la preeminencia de Alí.

Ya vemos que el Antiguo Testamento y sus actualizaciones, en sus múltiples formatos que incluyen la lírica, manuales prácticos, historia, censos, catálogos, alegorías, aforismos, legislación y profecía, son en última instancia, una guía redentora. Veamos cómo se interpreta ese mapamundi sagrado de la creación.

II
LECTURAS

Todo cuanto el hombre expone o expresa es una nota al margen de un texto completamente apagado. Más o menos, por el sentido de la nota, extraemos el sentido que iba ser el del texto; pero queda siempre una duda, y los sentidos posibles son muchos.

FERNANDO PESSOA

Hemos visto que la referencia común a un mismo libro único e intocable, dadas sus múltiples versiones y las inconsistencias internas de cada una de ellas, lo convierte de hecho en evanescente, para no decir inexistente. Esta dificultad monumental se incrementa cuando pasamos a su lectura.

Ninguno de las tres religiones permite un acceso directo a su canon bíblico. Para los judíos el Tanaj, o sea, el Antiguo Testamento hebreo, aunque revelado y absoluto, carece de significado sin la tradición oral, paradójicamente recogida por escrito en la Misná, el Talmud y las recopilaciones rabínicas. Hasta la Reforma, para los cristianos y, continuadamente para los católicos, la Biblia es un texto prohibido, intermediado por breviarios, catecismos y relatos de inspiración bíblica, en tanto que, para los musulmanes, su mensaje solo se hace manifiesto de forma indirecta a través de las paráfrasis bíblicas incluidas en el Corán.

Finalmente, para la investigación académica, una lectura crítica de la Biblia revela líneas e intenciones subyacentes, relevantes a las diferentes épocas de su presunta redacción, pero completamente ignoradas por la lectura uniforme, selectiva y estandarizada impuesta por las respectivas ortodoxias vigentes hasta nuestros días.

Olvidados e irrelevantes son, para el creyente y las instituciones eclesiásticas, las circunstancias y prácticas originales de la religión, así como el azaroso proceso de canonización de los textos que, en el caso del judaísmo y el cristianismo, tuvo lugar entre los siglos II y V, en los albores de la irrupción del islam, otorgándole a este triple proceso una sorprendente contemporaneidad.

En resumidas cuentas, a las diferentes versiones y reglas de acceso a este elusivo texto fundacional y revelado, se añaden además las técnicas de interpretación que, como veremos a continuación, son también radicalmente diferentes.

1. LA INTERPRETACIÓN JUDÍA

La arqueología y el análisis textual de textos de la época del segundo templo permiten vislumbrar cada vez mejor cómo se practicaba la religión antes de la diáspora. Lo que está claro es que difería mucho de la tradición judía posterior al Apocalipsis.

En un principio, después de la salida de Egipto y los cuarenta años de destierro en el desierto, apenas instaladas las doce tribus en la tierra de Israel la autoridad sobre el pueblo estuvo a cargo de sucesivos líderes, reconocidos pero informales, llamados jueces, asistidos por un sumo sacerdote. Una tribu entera, la de los levitas, hubo de renunciar a la territorialidad que se repartió entre cada una de las otras once, por estar llamada a dedicarse de pleno al servicio religioso, como lo exige el tercer libro del Pentateuco, el Levítico. Al carecer durante esta etapa la práctica religiosa de un asiento geográfico fijo (los rollos del Pentateuco viajaban en un tabernáculo móvil), así como de una estructura institucionalizada, los levitas constituyeron una especie de instructores del ritual, siendo instrucción uno de los sentidos de la palabra “Torá”, el apelativo hebreo del Pentateuco.

El Levítico se define en torno a la alianza expuesta en Éxodo 19:5-6: “Toda la tierra es mía pero ustedes serán mi reino de sacerdotes y nación sagrada”.

Con el paso del tiempo, a partir del juez Samuel, se instaura un estado-templo, con su monarquía y una paralela jerarquía sacerdotal; curiosa bicefalia originaria de Súmer que separaba política y religión exigiendo un cierto equilibrio entre sus correspondientes instituciones. Siglos más tarde, esta misma separación se reprodujo en la cristiandad occidental, aunque no así en la bizantina.

Una vez establecido el reino unificado y su burocracia religiosa oficial, y con el argumento de garantizar la homogeneidad del culto y evitar las tentaciones idólatras dispersas, el ritual y los tributos acabaron centrándose en el templo de Jerusalén, a cargo de los sacerdotes y levitas, ahora funcionarios ya orgánicamente incorporados a esa institución.

Desde entonces el culto no dejó de evolucionar. El rey Josiah realizó una reforma después de casi un siglo de influencia de ritos foráneos animados por los asirios hasta la muerte de Asurbanípal, aunque poco después la mencionada reforma colapsó a causa de la guerra, ocupación y exilio babilónico. El primer templo quedó devastado a manos de Nabucodonosor II en el año 587 a. de C. y fue seguido del destierro a Babilonia.

El Deuteronomio, la “segunda ley”, libro que cierra el Pentateuco, escrito como muy pronto entre los siglos VIII y VII, podría haber sido producto de dicha crisis, como lo demuestra la repetición no exacta de la ley que ya había sido revelada en el Éxodo. Es posible que este libro fuera redactado y leído aisladamente antes de que otros textos más antiguos se recuperaran o reconstruyeran a la vuelta del exilio. Esas y otras contradicciones, una vez acumuladas, ya sugerirían por sí solas la necesidad de una reinterpretación continua y actualizada para darles sentido.

La liberación de ese primer exilio, facilitada por los persas de Ciro el Grande, y el posterior retorno a la tierra de Israel en el siglo V, marcan una refundación de estado y tradición. Esta trae aparejada la expansión de una práctica de interpretación oral, no revelada, del Pentateuco, es decir, de los cinco libros directamente dictados por Dios, que competirá frontalmente con el establishment del templo.

Dicha práctica hizo tambalear paulatinamente el control que la clase sacerdotal o cohanim