Selección de Relatos
de Horror

 

 

Edgar Allan Poe

 

 

 

Traducción: Benjamin Briggent

 

 

 

 

 

 

 

Selección de Relatos
de Horror

 

 

Edgar Allan Poe

 

 

 

Traducción: Benjamin Briggent

 

 

 

 

 

© Plutón ediciones X, s. l., 2015

 

Primera Edición Digital: Enero 2017

 

Diseño de cubierta y maquetación: Saul Rojas Blonval

 

Edita: Plutón ediciones X, s. l.,

Calle Llobateras Nº 20,

Talleres 6, Nave 21

08210 Barbera del Valles

Barcelona-España

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I.S.B.N: 978-84-946372-7-8

 

 

 

Estudio Preliminar

 

Los sesenta y seis relatos de Edgard Allan Poe que con tanto éxito publicó traducidos en 1956 en Puerto Rico Julio Cortázar (y en España en 1970 en una versión revisada y corregida por él mismo) algunos ya han salido a la luz en esta editorial y que presentamos ahora en nuevo formato y con la etiqueta de relatos de horror.

La célebre edición de la Buckner Library, con introducción de John H. Ingram los agrupó en tres apartados: cuentos fantásticos, humorísticos y varios. Otras clasificaciones hablan de cuentos de terror, metafísicos y policiacos.

Todas ellas resultan en gran medida arbitrarias, porque Poe no se preocupó nunca en clasificarlos y su albacea testamentario, Rufus Griswold tampoco lo hizo. En realidad comprenden una gran variedad de temáticas, pero todos ellos se encuentran vinculados por la indiscutible capacidad de Poe para intrigar, sorprender, sobrecoger, fascinar y emocionar al lector.

Poe trata temas como la supervivencia de la vida después de la muerte, lo misterioso y lo sobrenatural, y siempre apoyado en escenarios racionales, históricos, científicos y marineros, por mencionar algunos.

El autor recoge en ellos la tradición de la novela gótica inglesa y su tendencia a crear atmósferas siniestras y tenebrosas sin la retórica y barroquismo de otros autores del género. Poe escoge la simplicidad en los espacios con frecuencia únicos, símbolos desnudos y sencilla narración y hasta introduce a veces una especie de humor negro sin menoscabo a las ideas o situaciones terroríficas que ponen los pelos de punta.

A veces aparece una sutil ironía que contrasta con la seriedad melodramática de otros relatos. Sin embargo, al final de su lectura nos damos cuenta que las nefastas coyunturas encadenadas no son azares portentosos del destino sino consecuencias más o menos directas de la naturaleza y carácter enfermizo del protagonista (trasunto de Poe), que por sí solo y por su desviado proceder se coloca en situación de sufrirlas. Por ello el autor se anticipa al psicoanálisis freudiano y a la capacidad del inconsciente de castigar al protagonista por sus faltas.

Poe inaugura un género mucho más terrorífico que el de los monstruos y seres sobrenaturales, el género de terror natural, humano, producto de una mente enfermiza. Fue maestro en este aspecto de Lovecraft, pero influyó también en Joseph Conrad (El corazón de las tinieblas) o Franz Kafka (El proceso). Poe es un profeta involuntario de los peores horrores como los campos de exterminio del siglo XX.

El autor se prodigó más en los relatos porque como él mismo decía consideraba que la brevedad favorecía la unidad de acción, así como la intensidad de la emoción y además porque el formato breve le era más fácil de publicar en las revistas.

Dicen que su tío pronunció ante su muerte una frase que a pesar de ser altamente descarnada le cuadra maravillosamente:

 

“Había conocido tanto dolor y tenía tan pocos motivos de sentirse satisfecho con la vida, que este cambio apenas puede considerarse desgracia.”

 

Los cuentos de Poe, sobre todo los de terror, no necesitan ninguna clave de lectura. Es suficiente con sumergirse en ella para ser arrastrado por la vorá-
gine de las fascinación de sus tramas, desarrollo y desenlaces. Una lectura que además de cumplir el objetivo de la literatura de calidad exquisita: entretener, conmover y especialmente inquietar, dado el género a que pertenece, sino que además se trata de un ejercicio sublime de estilo y un inigualable prodigio de prolífica imaginación.

 

 

 

 

 

Selección de
Relatos de Horror

 

 

 

La Máscara de la Muerte Roja

 

Hacía bastante tiempo que la Muerte Roja asolaba el país. Ninguna peste había sido hasta el momento tan horrible y espantosa. La sangre era su insignia, y su sello la rojez y el horror de la sangre. Se sentían agudos dolores, repentinos vértigos, y después los poros sangraban de manera abundante hasta provocar la muerte. Las manchas de color escarlata que aparecían sobre el cuerpo, y en par-
ticular en el rostro de la víctima, eran como el anuncio y el entredicho de aquella peste que lanzaba al atacado lejos de toda ayuda humana y de toda atención por parte de sus vecinos. El proceso completo no duraba más de media hora: síntomas, progreso y final de esta espantosa enfermedad. Pero el príncipe Próspero era un hombre afortunado, intrépido y astuto. Cuando sus dominios se vieron medio despoblados, él llamó a su presencia a un millar de amigos sanos, fuertes y despreocupados, escogiéndolos entre los caballeros y damas de su corte y recluyéndose con ellos al refugio, herméticamente cerrado, de una de sus abadías amuralladas. Esta era una construcción de vasta y extraordinaria estructura que había sido una creación de gusto algo excéntrico, pero majestuoso, del soberano. Estaba rodeada por unas altas y sólidas murallas con cien puertas de hierro. En cuanto los cortesanos entraron, se soldaron los cerrojos por medio del fuego y el martillo. De esta forma no habría modo alguno de entrar ni tampoco de salir si algún repentino ataque de exasperación o delirio impulsaba a alguien a intentar esto último desde el interior. La abadía contaba con abundantes provisiones. Con tantas precauciones, los cortesanos podían desafiar al contagio... ¡Que el mundo de fuera se las arreglase como pudiera!... Mientras tanto era una estupidez el preocuparse o el pensar en aquella catástrofe. El príncipe se había ocupado de reunir en su interior todos los medios y artificios de diversiones y placeres. Había bufones, trovadores, bailarines, músicos... Se daban cita, dentro de aquellos muros, la belleza y el vino. En el interior reinaba la seguridad. Fuera, gobernaba la Muerte Roja.

Habían pasado ya cinco o seis meses en esta situación, cuando el príncipe Próspero, mientras la peste rugía con más furia en el exterior, invitó a sus mil amigos a un baile de máscaras de una ostentación impresionante.

Aquel baile fue un espectáculo de la más refinada sensualidad. Pero se me debe permitir en primer lugar hablar de los salones en que se celebró. Estos eran un total de siete, lo que formaba una serie realmente imperial. En otros palacios, sin embargo, la serie de salones de fiestas forma una perspectiva larga y lineal al abrirse de par en par las puertas de comunicación, permitiendo que la mirada pueda extenderse sin dificultad por todo el conjunto. En la abadía del príncipe Próspero el caso era muy diferente, como ya podía imaginarse dada la inclinación que el monarca sentía por las cosas fuera de lo habitual. Los salones se encontraban distribuidos de forma tan irregular que la visión únicamente abarcaba uno solo de ellos. Cada veinte o treinta metros se producía un giro o desviación en las estancias, y todos estos ángulos producían un efecto nuevo. En el centro de cada pared y tanto a la derecha como a la izquierda se abría una alta y estrecha ventana gótica recayente sobre sendos corredores cerrados, que iban siguiendo las revueltas de la disposición de los salones. Estas ventanas eran de vidrios de color, variando este en función del tono predominante del decorado de la estancia correspondiente. La que se encontraba ubicada en el extremo oriental estaba decorada, por ejemplo, de azul, y del mismo color y de tono muy vivo eran los cristales de sus ventanas. El segundo salón era de color púrpura en sus adornos y tapices, y también purpúreas eran las ventanas. El tercero era de tono verde igual que verdes eran sus ventanales. Al cuarto, quinto y sexto correspondían respectivamente tonalidades anaranjadas, blancas y violetas, tanto en la decoración como en las ventanas. El séptimo de los salones se encontraba completamente rodeado de tapices de terciopelo negro que colgaban en toda su extensión desde el mismo techo, cubriendo todas las paredes y cayendo en pesados pliegues sobre una alfombra del mismo material y color; pero sólo allí el color de las ventanas difería del resto, siendo los cristales de una tonalidad escarlata de reflejo intensamente sangriento. En ninguno de los salones había lámpara alguna ni candelabros entre el exceso de ornamentos dorados que se derrochaban aquí y allá o que colgaban del techo. No existía, pues, luz alguna que surgiera de lámparas o bujías en toda el conjunto de salones. Pero en los pasillos que había a ambos lados y frente a cada ventana, se levantaban otros tantos robustos trípodes que sostenían grandes braseros de cobre donde ardían llamas que proyectaban su luz a través de los cristales de color, iluminando así brillantemente las estancias y produciendo una multitud de llamativas, fantásticas y cambiantes formas. Pero en el salón negro del oeste, el efecto de las llamaradas que se proyectaban en los sombríos tapices a través de los ensangrentados vidrios resultaba extrañamente siniestro y daba un aspecto tan raro a las caras de los que allí entraban, que eran muy pocos los que se atrevían a pisar aquel espeluznante recinto.

Allí también se encontraba, junto a la pared de la parte oeste, un enorme reloj de ébano. El péndulo oscilaba de un lado a otro con un sonido apagado, denso y monótono, y cuando el minutero había recorrido todo su circuito e iba a dar la hora, salía de los pulmones metálicos de la máquina un sonido que era claro, potente, profundo y claramente musical, pero dotado de un tono y de una sonoridad tal que cada hora los músicos de la orquesta se veían obligados a suspender por un momento sus ejecuciones para prestar atención a las campanadas. Como consecuencia de ello, los valses detenían también sus evoluciones y se producía una leve confusión en la alegre reunión, durante el cual, y mientras persistía el sonido de tales campanadas, hasta los más despistados palidecían y los más viejos y tranquilos se pasaban la mano por la frente en un gesto de confusa fantasía o de meditación. Pero cuando el último eco de la campana se diluía, se alzaba por todos sitios una ligera risa, y los músicos se miraban unos a otros sonriéndose y murmurando entre sí solemnes votos para que las siguientes campanadas del reloj no provocaran en ellos emociones como aquellas, pero luego, al cabo de sesenta minutos (que son tres mil seiscientos segundos de Tiempo que vuela), de nuevo sonaba el carillón, y nuevamente se repetía la misma meditación, y el mismo desconcierto y nerviosismo de antes.

A pesar de este detalle, las fiestas, por no llamarles bacanales, que eran allí el pan nuestro de cada día, eran alegres y llenas de esplendor. Los gustos del príncipe eran muy peculiares. Tenía un ojo magnífico para los colores y los efectos. Le desagradaban los decorados a la moda, sin más aliciente que este. Sus planes eran atrevidos y ardientes, brillando con un resplandor que tenía algo de salvaje. Algunos le habrían tomado por un demente; pero sus cortesanos sabían que no lo era, aunque era necesario oírle, verle y tocarle para sentir una sensación favorable sobre su estado mental.

Con motivo del gran baile de máscaras al que hemos aludido, fue el mismo príncipe quien dirigió en gran parte la decoración circunstancial de los siete salones, y su gusto personal fue el que inspiró las características de los disfraces. No cabe ninguna duda que predominaba la nota de lo grotesco. Abundaba la ostentación y el brillo, y se recorría toda la variedad de lo sorprendente y de lo fantástico: algo así, a lo que después pudo verse en Hernani. Se veían allí figuras arabescas con atuendos bastante inadecuados, y fantasmagorías delirantes propias de mentes trastornadas. Había mucho de hermoso y mucho de excéntrico; mucho también de llamativo, algo de terrible y no poco de lo que más bien podría inspirar antipatía. Por un lado, a lo largo de los siete salones, abundaban en realidad, gran cantidad de sueños que iban de un lado a otro, tiñéndose del colorido de cada salón y haciendo que la desenfrenada música de la orquesta pareciera una especie de eco de sus pasos. Pero entonces resonó el reloj de ébano que se encontraba en el salón de terciopelo. Durante unos instantes, todo se paralizó y enmudeció, excepto la voz del propio reloj. Los sueños parecieron haberse congelado donde estaban. Pero en cuanto se desvaneció el eco de las campanadas, y tras aquel momento, una risa, leve aún y mal reprimida, acompañó su extinción. La música aumentó, renacieron los sueños y caminaron de un lado para otro más alegres aún que antes, cubriéndose siempre de los diversos coloridos de
los ventanales que filtraban los rayos de los trípodes. Pero no hubo ninguna
de las máscaras que se atreviese a llegar hasta el salón que se abría más al oeste, pues la luz que atravesaba los ensangrentados cristales resultaba espantosa y aterra-
ba la negrura de los fúnebres tapices. Si alguna persona llegara a poner el pie sobre la negra alfombra, escucharía al sonar la campana del cercano reloj de ébano, un escándalo más ensordecedor que el que podría llegar a los oídos de aquellos que disfrutaban de la alegría del momento en otras salas más alejadas.

El resto de salones estaban atestados y en ellos latía febrilmente el anhelo de la vida. La orgía continuó girando en loco torbellino hasta que, al fin, el reloj dio las doce de la noche. En aquel momento la orquesta cesó, pararon los giros de los bailadores y se produjo la habitual quietud. Pero entonces eran doce las campanadas y eso propició que los pensamientos tuvieran más tiempo para adueñarse de las mentes y que persistieran durante más tiempo en los espíritus reflexivos que pudiera haber entre los que apasionadamente se divertían. Y quizás esto provocó que antes que resonara la última campanada, fueran muchas las personas que reparasen en la presencia de una figura enmascarada, que antes no había llamado la atención de nadie. El rumor de aquella nueva presencia corrió, entre murmullos, como un reguero de pólvora y pronto se alzó entre toda la concurrencia un susurro, primero, expresivo de desaprobación y sorpresa, y más tarde de pánico, de horror y de rechazo. En medio de una reunión de fantasmas como la que he relatado, resulta fácil imaginarse que ninguna aparición corriente podía provocar una sensación parecida. Ciertamente la licencia carnavalesca de aquella noche era ilimitada; pero la máscara en cuestión sobrepasaba en todo lo imaginable y superaba las fronteras incluso del más elemental decoro. Hay fibras en el corazón de los más osados que no pueden tocarse sin provocar una emoción irreprimible. Hasta para los más degenerados, para quienes la muerte y la vida son pura broma, hay cosas de las que no se pueden burlar. Todos los asistentes consideraron, en lo más profundo, que las ropas y la presentación de aquel individuo carecían de ingenio y de moralidad.

La abominable figura era alta y delgada e iba cubierta de pies a cabeza con el espeluznante vestuario propio de la tumba. La máscara que ocultaba su cara se parecía con tal propiedad a la faz de un cadáver inmóvil, que una observación más minuciosa no hubiera conseguido hallar ni el más ligero detalle desacorde con tan funeraria apariencia... Pero todo aquello podría haber sido sufrido, si es que no aprobado, por los enloquecidos invitados. Pero aquella máscara había llegado al extremo de asumir el aspecto de la Muerte Roja. Su vestimenta estaba salpicada de sangre, y su ancha frente, como todas las facciones de la cara, moteada por el horror escarlata.

Cuando la mirada del príncipe Próspero se detuvo sobre aquel espectral fantasma que, con lentos y solemnes movimientos apropiados para representar mejor su papel, se deslizaba entre las parejas de los bailadores, se vio al soberano convulsionarse en el primer momento con un fuerte estremecimiento, fuese
de consternación o de furia. Pero enseguida el rostro se le congestionó de ira.

¿Quién se atreve preguntó violentamente a los cortesanos que se encontraban a su lado a ofendernos de esta forma con esta burla blasfema? ¡Cogedle y quitadle la máscara así conoceremos quién va a ser ahorcado, al amanecer, en una almena!

Cuando pronunció estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el salón azul, situado al extremo oriental. Y su eco vibró, claro y de forma penetrante, a través de las siete estancias, pues el príncipe era un hombre osado y robusto y la música se había callado ante una señal de su mano.

Al principio al escucharlas, entre el grupo de empalidecidos cortesanos que le rodeaban, se produjo un movimiento efusivo en dirección al extraño, que en aquel momento se encontraba también próximo y que a continuación se acercó todavía más al monarca con paso lento y arrogante. Pero bajo la influencia de un terror indecible que la arrogancia de la máscara había inspirado a todos los presentes, es cierto que no se halló a nadie que estirase la mano con el fin de detenerle, y, por tanto, pudo llegar, sin problemas, hasta un metro de distan-
cia de príncipe. El espectro pasó junto a este, mientras la multitud se agolpaba desde el centro de los salones hacia las paredes, y con aquel mismo paso mesurado que le había distinguido desde los primeros instantes pasó de la estancia azul a la púrpura, atravesó esta, llegó y atravesó la verde, de esta se dirigió a la naranja y después pasó por la blanca y la violeta sucesivamente antes que se llegara a realizar ni un solo movimiento para detenerle. El príncipe, entonces, fuera de sí por la rabia, a la par que avergonzado de su propia cobardía circunstancial, se lanzó apresuradamente a través de los siete salones sin que nadie fuera tras él con motivo del insuperable terror que se había adueñado de todos. Desenvainó su daga, la alzó en alto, y se había acercado ya, en su rápido ímpetu, hasta una distancia menor a un metro de la figura que seguía su camino, cuando esta, que había llegado ya al extremo opuesto del salón de terciopelo negro, se giró repentinamente e hizo frente a su seguidor. Por todos lados se alzó un agudo grito y la daga cayó reluciendo en la alfombra negra, sobre la cual, de inmediato, se derrumbó también, sin vida, el príncipe Próspero. Entonces, dominados por el ciego valor de la desesperación, unos cuantos cortesanos se lanzaron en tropel hacia el salón negro y sujetaron a la máscara cuya elevada figura permanecía inmóvil junto al reloj de ébano. Pero los osados captores dieron un respingo lleno de inenarrable espanto cuando comprobaron que la sepulcral mortaja y la máscara cadavérica en que habían puesto las manos con ruda violencia carecían de todo tacto y cualquier forma tangible.

En ese momento reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón que se desliza en la noche. Y uno a uno, todos aquellos obstinados fueron cayendo al suelo en los salones testigos de sus bacanales, bañando las suntuosas alfombras con la sangre que brotaba de sus cuerpos y muriendo en la desesperada postura de su caída. La vida del reloj de ébano se extinguió también con la del último de los alegres libertinos. Las llamas de los trípodes se extinguieron. Y las tinieblas, la descomposición y la Muerte Roja se adueñaron salvajemente de todo.

 

 

 

El Diablo en el Campanario

 

¿Qué hora es?

(Antigua expresión)

 

Todos saben de una forma general que el lugar más hermoso del mundo es —o era, lamentablemente— el pueblo holandés de Vondervotteimittiss. Sin embargo, como se encuentra a cierta distancia de todos los grandes caminos, en una situación en cierto modo extraordinaria, quizá lo haya visitado un reducido número de mis lectores. Por este motivo conviene, para entretenimiento de aquellos que no hayan podido hacerlo, entrar en algunos detalles al respecto. Y esto es en verdad tanto más necesario cuanto que si me propongo explicar los calamitosos sucesos ocurridos recientemente dentro de sus límites, es únicamente con el deseo de conquistar para sus habitantes la simpatía pública. Nadie de aquellos que me conocen puede dudar que el deber que me impongo no sea llevado a cabo con toda la precisión de que soy capaz, con esa rígida imparcialidad, escrupulosa comprobación de los acontecimientos y a ardua confrontación de autoridades, que deben distinguir siempre a quien aspira al título de historiador.

Gracias a la ayuda conjunta de monedas, manuscritos e inscripciones, puedo afirmar positivamente que el pueblo de Vondervotteimittiss ha existido, desde su fundación, exactamente en las mismas condiciones en que hoy se encuentra. En lo que se refiere a la fecha de su origen, me es especialmente penoso no poder hablar sino con esa precisión indefinida con que los matemáticos se ven en ocasiones obligados a conformarse con ciertas fórmulas algebraicas. La fecha, estoy autorizado para hablar así, teniendo en cuenta su prodigiosa antigüedad, no puede ser menor que una cantidad determinable cualquiera.

En cuanto a la etimología del nombre Vondervotteimittiss; confieso, con pena, estar en duda. Entre las numerosas opiniones sobre este delicado punto, muy ingeniosas algunas de ellas, otras muy cultas y otras lo suficientemente en oposición, no encuentro ninguna que pueda considerarse satisfactoria. Quizá la idea de Grogswigg, que coincide casi con la de Kroutaplenttey deba aceptarse con prudencia. Está concebida en los siguientes términos: Vondervorreimittiss: Vonderlege Donder; Votteimittis, quasi und Bleitziz; Bleitziz obsol, pro Blitzen. A decir verdad, esta etimología encuentra, de hecho, bastante confirmación de algunas huellas de fluido eléctrico que pueden verse aún en la parte superior del campanario del Ayuntamiento. Sin embargo, no es mi voluntad pronunciarme en una cuestión de importancia tan relevante, y le solicito al lector deseoso de informaciones que consulte los Oratiunculae de Rebus Praeter-Veteris, de Dundergutz; que vea, también, Blunderbuzzard, De Derivationibus, desde la página 27 a la 5.010; in folio, edición gótica, caracteres rojos y negros, con llamadas y sin numeración, y que consulte también las notas marginales del autógrafo de Stuffundpuff, con los subcomentarios de Gruntundguzzell.

A pesar de las tinieblas que rodean de esta forma la fecha de la fundación de Vondervotteimittiss y de la etimología de su nombre, no hay duda, como ya he dicho, de que siempre ha existido tal como lo vemos actualmente. El hombre más anciano del lugar no recuerda ni la menor diferencia en el aspecto de una parte cualquiera de él, y, en verdad, la simple insinuación de tal posibilidad sería considerada como un insulto. El pueblo está ubicado en un valle perfectamente circular, cuya circunferencia mide, poco más o menos, medio kilómetro, y está por completo rodeado de hermosas colinas, cuyas cimas sus habitantes nunca osaron pasar. Pero, estos dan una excelente razón de su proceder, por cuanto creen que no hay absolutamente nada al otro lado.

En torno al lindero del valle —que es totalmente uniforme y pavimentado en toda su extensión con ladrillos planos— hay una continua fila de sesenta casas de pequeño tamaño. Se apoyan por detrás sobre las colinas, y, por tanto, todas miran al centro de la llanura, que está precisamente a sesenta y cuatro metros de la puerta delantera de cada casa. Cada una de éstas tiene a la entrada un jardincillo, con una avenida circular, un reloj de sol y veinticuatro coles. Las mismas construcciones son tan idénticas que resulta imposible distinguir una de otra. Con motivo de su gran antigüedad, el estilo arquitectónico es algo extraño, pero, por este motivo, es aún considerablemente pintoresco. Estas casas están construidas con pequeños ladrillos, bien endurecidos al fuego, rojos, con cantos oscuros, de tal forma,
que las paredes parecen un enorme tablero de ajedrez. Los remates están vueltos del lado de la fachada y tienen cornisas tan grandes como el resto de la casa en los bordes de los tejados y en las puertas principales. Las ventanas son estrechas y profundas, con vidrieras formadas por cristales diminutos y grandes marcos. Los tejados están recubiertos por una gran cantidad de tejas de puntas arrolladas. La madera es toda de un color oscuro, completamente tallada, pero de dibujos poco variados, puesto que, desde tiempos inmemoriales, los tallistas de Vondervotteimittis no han sabido esculpir más que dos objetos: un reloj y una col. Ahora bien hay que reconocer que esto lo hacen admirablemente bien, y lo prodigan con extraordinaria ingeniosidad en cualquier sitio que pueda encontrar el cincel. Las casas son parecidas tanto por su parte interior como por la exterior, y los mue-
bles son todos de un único modelo. El piso está pavimentado con baldosas cuadradas. Las sillas y mesas son de madera negra, con patas torneadas, delgadas y finas. Las chimeneas son largas y altas; y no sólo tienen relojes y coles esculpidos en la superficie de su parte frontal, sino que, además, sostienen en medio de la repisa un auténtico reloj que hace un prodigioso tic-tac, con dos floreros, cada uno de los cuales contiene una col; situados en los extremos a modo de batidor. Entre cada col y el reloj se encuentra, además, un muñeco chino, barrigudo, con un enorme agujero en el centro de su barriga, a través del cual puede verse la esfera de un reloj.

Los hogares son amplios y profundos, con morillos retorcidos. Constantemente arde un enorme fuego; sobre el que se halla una gran olla llena de col agria y carne de cerdo, que la dueña de la casa vigilada constantemente. Esta es una gruesa y anciana señora, de ojos azules y rostro colorado, que lleva puesto un inmenso gorro parecido a un terrón de azúcar, adornado con cintas purpúreas y amarillas. Su vestido es una de mezcla de lana y algodón, de color naranja, muy largo por detrás y de cintura estrecha, por otras partes demasiado corto, porque deja al descubierto la mitad de la pierna. Las piernas son un poco gruesas, lo mismo que los tobillos pero están recubiertas por unas hermosas medias verdes. Sus zapatos, de cuero rosado, están atados con un lazo de cintas amarillas colocado en forma de col. En su mano izquierda lleva un pequeño reloj holandés, y con la derecha sujeta un cucharón para la col agria y la carne de cerdo. A su lado hay un gato gordo y manchado, que tiene en la cola un pequeño reloj de cobre dorado de repetición, que «los chicos» le han atado allí para divertirse.

Respecto a estos muchachos, los tres se encuentran en el jardín, cuidando del cerdo. Todos tienen una altura de dos pies, usan sombreros de tres puntas y visten chalecos de color púrpura que les llegan casi a los muslos, calzones de piel de gamo, medias roja de lana, pesados zapatos con hebillas de plata y largas blusas con grandes botones de nácar. Cada uno tiene una pipa en la boca y un abultado reloj en la mano derecha. Una bocanada de humo, un vistazo al reloj; un vistazo al reloj, una bocanada de humo. El cerdo, que es corpulento y perezoso, se entretiene a veces en mordisquear las hojas que han caído de las coles y otras en querer morderse el relojito dorado que aquellos pícaros le han atado también al rabo, con el fin de ponerlo tan elegante como el gato.

Justamente frente a la puerta de entrada, en un sillón de amplio respaldo forrado de cuero, con patas torneadas y finas, como las de las mesas, está sentado el viejo dueño de la casa. Es un anciano pequeño y muy hinchado, con ojos grandes y redondos, y una papada doble y enorme. Su traje se parece al de los chicos, y no tengo nada más que decir al respecto. La única diferencia consiste en que su pipa es un poco más grande que la de aquellos, y por tanto, puede lanzar mayor cantidad humo. Igual que ellos, tiene un reloj, pero lo guarda en el bolsillo. A decir verdad, tiene algo que hacer más importante que vigilar un reloj, y voy a explicar de qué se trata. Está sentado, con la pierna derecha sobre la rodilla izquierda. Tiene un aspecto grave y conserva siempre uno por lo menos de sus ojos decididamente clavado en cierto objeto muy interesante que se encuentra en el centro de la llanura.

Este objeto está situado en el campanario del Ayuntamiento. Los miembros del Consejo Municipal son todos unos pequeños hombres achaparrados, adiposos e inteligentes, con ojos enormes como platos y grandes papadas. Van vestidos con trajes mucho más largos, y las hebillas de sus zapatos son mucho mayores que las del resto de los habitantes de Vondervotteimittiss. Desde que vivo en el pueblo han celebrado varias sesiones extraordinarias, y han adoptado estas tres importantes resoluciones:

«Es un crimen alterar la buena marcha de las cosas.»

«No existe nada tolerable fuera de Vondervotteimittiss.»

«Seremos fieles a nuestros relojes y a nuestras coles.»

Sobre la sala de sesiones está el campanario, y en el campanario o torre está, y siempre ha estado, desde tiempo inmemorial, el orgullo y maravilla del pueblo: el gran reloj de la villa de Vondervotteimittiss. Y hacia este objeto se dirigen las miradas de los viejos caballeros que se están sentados en los sillones forrados de cuero.

El gran reloj tiene siete esferas, una sobre cada una de las siete caras de la torre, de forma que puede ser observado con facilidad desde todos los barrios. Estas esferas son grandes y blancas, y las agujas, pesadas y negras. En la torre trabaja un hombre cuya única misión es cuidar del mismo, pero esta función es la más perfecta de las sinecuras, porque desde tiempos remotos el reloj de Vondervotteimittiss nunca ha precisado de sus servicios. Hasta esos últimos días, la simple suposición de tal cosa era tenida como una herejía. Desde tiempos inmemoriales en los archivos se registran que las horas habían sonado con regularidad en la gran campana, y, en verdad, lo mismo sucedía con el resto de relojes, grandes y pequeños, de la villa. Jamás existió un lugar que se pudiese comparar a éste en cuanto a señalar con tanta precisión las horas. Cuando el voluminoso mazo consideraba oportuno el momento de decir: «¡Las doce!» todos sus obedientes servidores abrían simultáneamente sus bocas y respondían como un solo eco. Resumiendo, los buenos burgueses estaban encantados con su col agria, pero orgullosos de sus relojes.

Todas las personas que poseen sinecuras son más o menos veneradas, y como el campanero de Vondervotteimittiss poseía la más perfecta de ellas, es el más perfectamente respetado de todos los mortales. Es el principal dignatario de la villa, incluso los mismos cerdos le contemplan de forma reverente. La cola de su casaca es mucho más larga. Su pipa, las hebillas de sus zapatos, sus ojos y su estómago son mucho más grandes que los de ningún otro viejo caballero de la villa, y respecto a su papada, no solamente es doble, sino triple.

Acabo de describir el feliz estado de Vondervotteimittiss. ¡Lástima que tan bello cuadro estuviese condenado a sufrir un día un cruel cambio!

Hace muchos años que ha sido aceptado y comprobado por los habitantes más sabios de la aldea un proverbio según el cual «nada bueno puede venir del otro lado de las colinas». Y, ciertamente, hay que creer que estas palabras tuvieron algo de proféticas. A falta de cinco minutos para el mediodía de anteayer cuando, en lo alto de la cresta de las colinas del lado Este, hizo aparición un extraño objeto. Semejante suceso provocó la atención universal, y cada uno de los ancianos hombrecillos, acomodados en sus sillones tapizados de cuero, dirigieron uno de sus ojos, consternado por el temor, hacia el fenómeno, mientras con el otro miraban fijamente hacia el reloj del campanario.

A falta de tres minutos para el mediodía se comprobó que el extraño objeto en cuestión era un pequeño joven con aspecto de extranjero. Bajaba por la colina con paso acelerado, de forma que todos pudieron verle muy pronto fácilmente. Ciertamente era el más precioso personajillo que nunca se había visto en Vondervotteimittiss. Tenía su rostro un tono oscuro como el tabaco, de nariz larga y ganchuda, con ojos que parecían lentejas, de boca grande y extraordinaria hilera de dientes, que parecía muy interesado en exhibir riéndose de oreja a oreja. A esto hay que añadir patillas y bigotes, y creo que no quedaba nada más por ver en su rostro. Llevaba la cabeza descubierta, y el pelo cuidadosamente arreglado con papillotes para rizarlo. Su indumentaria estaba compuesta por una casaca ajustada y colgante, que finalizaba en una especie de cola de golondrina, por uno de cuyos bolsillos dejaba colgar una larga punta de pañuelo blanco, de unos calzones de casimir negros, medias negras y unos gruesos escarpines cuyos cordones eran unos enormes lazos de raso negro. Bajo uno de sus brazos llevaba un chapeau-de-bras, y bajo el otro, un violín casi cinco veces más grande que él. En su mano izquierda llevaba una tabaquera de oro, de donde continuamente cogía pulgaradas de rapé con la actitud más arrogante del mundo, mientras brincaba bajando la colina y haciendo toda clase de piruetas fantás-
ticas.

¡Dios Santo! Era un espectáculo extraordinario para los honestos burgueses de Vondervotteimittiss.

Hablando con claridad, el pícaro reflejaba en su rostro, además de su sonrisa, un osado y perverso carácter. Mientras se dirigía rápidamente hacia el pueblo, el aspecto particularmente extraño de sus escarpines fue suficiente para despertar muchas sospechas, y más de un burgués que lo observaba aquel día hubiese dado algo por echar una ojeada bajo el pañuelo de blanca batista que llevaba colga-
do de forma tan irritante del bolsillo de su casaca con cola de golondrina. Pero en principio lo que despertó uno justo enfado fue el hecho de que aquel desgraciado insensato, mientras ejecutaba tan pronto un fandango como una cabriola, no guardase una regla en su danza y no poseyera ni la menor noción de lo que significa llevar el compás.

Mientras tanto, las buenas gentes del pueblo no habían tenido tiempo suficiente para abrir del todo sus ojos cuando, justamente medio minuto antes del mediodía, se precipitó el granuja, como os digo, entre ellos, hizo aquí un chassezé, allí un balancez y después de una pirouette y un pas-de-zephyr, subió como un rayo hasta la torre del Ayuntamiento, donde el campanero fumaba desconcertado con una actitud de dignidad y temor. Pero el pillo le cogió primero de la nariz, se la sacudió y tiró de ella, le colocó sobre la cabeza su gran chapeau-de-bras, hundiéndoselo hasta la boca, y después, levantando su enorme violín, le golpeó con él durante tanto rato y tan violentamente, que, dado que el vigilante estaba muy gordo y el violín era amplio y hueco, se hubiese jurado que todo un regimiento con enormes tambores redoblaba siniestramente en la torre del campanario de Vondervotteimittiss.

Se desconoce qué acto de venganza hubiese provocado aquel indignante ataque a los aldeanos de no haber sido por el trascendental hecho de faltar medio segundo para el mediodía. Iba a sonar la campana, y era de total y suprema necesidad que todos miraran sus relojes. Era evidente, sin embargo, que, exactamente en ese preciso momento, el granuja que se había introducido en la torre quería algo que se relacionaba con la campana, y se metía allí donde nadie le llamaba. Pero como empezaba a tocar, nadie tenía tiempo de vigilar sus maniobras, porque cada uno de los hombres del pueblo era todo oído contando las campanadas.

—¡Una! —dijo el reloj.

—¡Una! —repitió cada uno de los viejos hombrecillos de Vondervotteimittiss, en cada sillón tapizado de cuero.

—¡Una! —dijo el reloj de su mujer.

—¡Una! —dijeron los relojes de los niños y los relojillos dorados colgados de las colas del gato y del cerdo.

—Dos... —continuó la pesada campana.

Y:

—¡Dos! —repitieron todos.

—¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve! ¡Diez! —dijo la campana.

—¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve! ¡Diez! —respondieron los otros.

—¡Once! —dijo la grande.

—¡Once! —aprobó toda la pequeña gente.

—¡Doce! —dijo la campana.

—¡Doce! —contestaron ellos completamente satisfechos y dejando caer sus voces a compás.

—¡Son las doce! —dijeron todos los viejecillos, guardando de nuevo sus relojes. Sin embargo, la gran campana no había terminado aún.

—¡Trece! —dijo.

—¡Trece! —exclamaron todos los viejecillos, palideciendo y dejando caer las pipas de sus bocas, mientras descabalgaban sus piernas derechas de sus rodillas izquierdas—. ¡Trece!

—¡Trece! ¡Trece! ¡Dios santo, son las trece! —se lamentaron.

¿Para qué describir la espantosa escena que se originó? Todo Vondervotteimittiss estalló de repente en un lamentable alboroto.

—¿Qué le sucede a mi barriga? —gritaron todos los niños—. ¡Tengo hambre desde hace una hora!

—¿Qué les sucede a mis coles? —clamaron todas las mujeres—. ¡Deben de estar cocidas desde hace una hora!

—¿Qué le sucede a mi pipa? —juraron todos los viejecillos— ¡Rayos y truenos! Debe de estar apagada desde hace una hora.

Y de nuevo cargaron sus pipas con gran furia. Se acomodaron en sus sillones y aspiraron el humo con tal rapidez y ferocidad, que, de inmediato quedó el valle lleno de una nube de humo impenetrable.

Mientras tanto, las coles iban adquiriendo un tono rojizo, y parecía que personalmente el mismo viejo diablo se apoderase de todo lo que tenía forma de reloj. Los relojes tallados sobre los muebles se ponían a bailar como si estuvieran embrujados, mientras que los que se encontraban sobre las chimeneas apenas si podían contener su rabia y se obcecaban en un toque incesante: «¡Trece! ¡Trece! ¡Trece!» Y el balanceo y movimiento de sus péndulos era tal, que era francamente espantoso de ver. Lo peor era que ni gatos ni cerdos podían aguantar más la anomalía de los relojillos de repetición atados a sus colas, y lo demostraban de manera patente huyendo hacia la plaza, arañándolo y revolviéndolo todo, maullando y gruñendo, produciendo un espantoso escándalo de maullidos y gemidos, lanzándose a la cara de las personas, metiéndose bajo sus faldas, produciendo el más terrible alboroto y el más tremendo caos que persona prudente pudiera imaginar. En cuanto al desgraciado bribón instalado en la torre, hacía evidentemente todo lo posible por conseguir que la situación fuera más desesperante. De vez en cuando podía atisbarse en medio del humo. Permanecía siempre allí, en la torre, sentado sobre el cuerpo del campanero, que yacía de espaldas. El miserable mantenía entre sus dientes la cuerda de la campana, sacudiéndola sin parar con la cabeza, de izquierda a derecha, produciendo tal alboroto, que mis oídos se agitan todavía ahora al recordarlo. Sobre sus rodillas descansaba el enorme violín, que rascaba sin ritmo ni compás con sus dos manos, procurando fingir horrorosamente, ¡oh, perverso payaso!, que estaba tocando la canción de «Judy O’Flannagan and Paddy O’Rafferty».

Como las cosas habían llegado a tan penoso estado, abandoné el lugar con repulsión, y ahora me dirijo a todos los amantes de la hora exacta y de la buena col agria. Marchemos juntos hacia el pueblo y restauremos el antiguo orden de cosas en Vondervotteimittiss, echando de la torre a aquel canalla.