A FUEGO Y ESPADA

 

 

 

SIMON SCARROW

 

Traducción de Montse Batista

NOTA DEL AUTOR

Algunos historiadores consideran la coronación de Napoleón y su victoria aplastante en Austerlitz como los momentos culminantes de su asombrosa trayectoria. Apenas diez años antes, era sólo un oficial de artillería relativamente poco considerado. Cuando se convirtió en Emperador, era dueño de Europa y comandante de una máquina de guerra formidable. Es más, Napoleón había subido al nuevo trono gracias a una combinación de mero talento y mucha suerte. También es importante recordar que el ascenso de Napoleón de primer cónsul a Emperador tuvo un apoyo popular apabullante. Armado de tal autoridad, reformó la administración de Francia (y, casualmente, gran parte de la de Europa) por completo. Pocas cosas pasaron inadvertidas a este Emperador fanático del trabajo que dominaba una variedad de competencias, hasta el punto de que con frecuencia sorprendía a sus ministros y expertos con la profundidad de los conocimientos que tenía de las que eran «sus» especialidades. No cabe duda de que muchos de los cambios que Napoleón realizó en el gobierno de Francia fueron efectivos y necesarios. De paso, se encargó de que la meritocracia tuviera las mismas oportunidades de prosperar en la sociedad civil como en la militar. Lamento que no hubiera espacio suficiente en este libro para tratar algunos de estos cambios con más detalle pero, como siempre, había que tomar decisiones respecto a cuánto incluir y, en cualquier caso, gran parte del legado positivo de los esfuerzos de Napoleón sólo llegó a apreciarse del todo en los años posteriores a su caída y, por consiguiente, quedan fuera del campo de esta obra.

Por supuesto, existía un motivo oculto para gran parte de su trabajo. Las ansias de gloria de Napoleón implicaron su necesidad de una sociedad eficiente y bien motivada para apoyar la máquina de guerra francesa. En su lucha por alcanzar sus objetivos, no estaba dispuesto a tolerar oposición alguna y había sanciones severas para aquellos que corrompían el sistema o que se negaban a desempeñar su papel. También existen pocas dudas en cuanto a que el poder conferido al nuevo trono imperial exacerbó una megalomanía profundamente arraigada, una característica que Talleyrand vio acertadamente como el mayor peligro que se le planteaba a Francia. Napoleón siempre había considerado que el destino lo había elegido para la grandeza. Como consecuencia de ello, solía tener muy poca deferencia hacia los demás y hacia las penurias a las que los sometía. Aquellas personas estaban ahí para servir sus propios intereses. Esto incluía no sólo a su esposa, sino también a sus hermanos y hermanas, que eran las herramientas que Napoleón utilizó para extender su dinastía por Europa.

El hecho de ser hijo del destino tuvo algunas consecuencias desafortunadas para Napoleón. En primer lugar, cada vez le resultaba más difícil aceptar que podía cometer un error. Por consiguiente, la culpa de sus errores la achacaba a sus subordinados, lo cual queda demostrado al culpar a Berthier del accidente de caza con Masséna. En segundo lugar, Napoleón creía tan absolutamente en su genio que no le resultaba fácil delegar, y con frecuencia tuvo que correr de una crisis a otra para mantener unido su Imperio. Las consecuencias de estos defectos no tardaron en quedar expuestas a todo el mundo en la campaña rusa de 1812.

A diferencia de su rival, Arthur parecía verse abandonado por el destino casi con la misma frecuencia con la que éste le favorecía. Tras una serie de campañas maravillosamente exitosas que tendrían que haberle proporcionado un prestigio que eclipsara al de Clive en la India, Arthur regresó del subcontinente en circunstancias poco claras debido a los enemigos políticos de su hermano mayor, Richard. Este hecho, unido al estricto sistema de jerarquía del ejército, obró para negarle a Arthur la oportunidad de demostrar sus brillantes dotes de mando. Aquellos que lo conocían no dudaban de su talento, pero no había muchas ocasiones de ponerlo a prueba en el campo de batalla contra los ejércitos de Francia. Hasta que se tomó la decisión de intervenir en Portugal y España, claro.

En tanto que muchos otros generales británicos eran demasiado cautos, Arthur se dio cuenta de que era preciso presentar combate al enemigo. Sin embargo, la consciencia de que Gran Bretaña no podía permitirse el mismo nivel de bajas que Francia podía aceptar disminuyó su entusiasmo. La batalla de Vimeiro fue un anticipo de la táctica que valió a Arthur la inmerecida fama de ser un comandante defensivo. Poseía unos recursos limitados y tenía que administrarlos con cuidado. Sin embargo, tal como demuestra claramente el magnífico éxito en Oporto, Arthur aprovechaba rápidamente cualquier ventaja y luego la explotaba al máximo. La captura de Oporto justificó totalmente el nombramiento de Arthur como comandante de las fuerzas británicas en la Península y, en el futuro, él demostraría repetidamente que el soldado británico, bien dirigido, estaba más que a la altura de los hombres del Emperador francés.

Al igual que en Sangre joven y Los generales, espero haber presentado este período épico de la historia con toda la fidelidad posible. Para hacer que la historia fluyera con naturalidad, me he visto obligado a cambiar algunos detalles, por lo cual pido disculpas a quienes sean muy leídos en este período. Por ejemplo, he descrito al eterno enemigo de Francia como a «Gran Bretaña», si bien los franceses solían referirse a los habitantes y fuerzas armadas de las islas Británicas como a los «ingleses». Parecía acertado simplificar las cosas haciendo referencia a Gran Bretaña y a los británicos, aunque incluso hoy en día en Francia se sigue tendiendo a utilizar el término «inglés» para todos aquellos que viven al otro lado del Canal de la Mancha.

Aunque ésta es una obra de ficción, resulta asombrosa la frecuencia con la que, durante mis investigaciones, me encontré con ejemplos en los que la realidad era francamente mucho más extraña que cualquier cosa que pudiera haberme inventado. Así pues, querido lector, antes de que empieces a tener dudas, deja que te confirme una cosa: en efecto, un día soleado, en Francia, ¡un pequeño ejército de conejos puso en fuga a uno de los más grandes generales del mundo!

SIMON SCARROW

Noviembre de 2008

Título original: Fire & Sword

Diseño de la sobrecubierta: Enrique Iborra

Primera edición impresa: octubre de 2009

Primera edición en e-book: septiembre de 2016

© Simon Scarrow, 2009

© de la traducción: Montse Batista, 2009

© de la presente edición: Edhasa, 2009

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ISBN: 978-84-350-4646-6

Producido en España

Para Murray, Gareth y Mark, con la esperanza de que puedan seguir el ritmo de Glynne.

CAPÍTULO LVII

Los habitantes de Oporto celebraron su liberación durante toda la noche y ofrecieron comida y bebida con insistencia a todos los casacas rojas que se encontraran por las calles. Arthur sólo se detuvo el tiempo suficiente para disfrutar de la comida que habían servido para el mariscal Soult, y que aún seguía sobre la mesa del cuartel general que éste había abandonado. Después, regresó al muelle para supervisar el cruce del resto de su ejército. Por la noche, los botes continuaron transportando al remanente de la infantería, la artillería y los pertrechos a la orilla norte. A la caballería la habían mandado río arriba en busca de un vado, y para que hicieran todo lo posible por hostigar al enemigo antes de reunirse con el grueso del ejército por la mañana.

Bien entrada la noche, Somerset se presentó ante Arthur con la lista oficial de bajas.

–Veintitrés muertos, noventa heridos y diez desaparecidos por el momento, señor –leyó Somerset de sus notas.

–¡Bien! –respondió Arthur con alivio. Teniendo en cuenta los riesgos que habían corrido, el precio había sido bajo. Al encontrarse con la sorpresa del cruce, Soult se había dejado llevar por el pánico y había abandonado la ciudad, además de muchas otras cosas. Para que luego hablaran del mito de la invencibilidad de los franceses, caviló Arthur con satisfacción–. ¿Y las bajas francesas?

–De momento cuatrocientos muertos y mil ochocientos prisioneros, incluidos los heridos a los que abandonaron en las iglesias de la ciudad. También hemos capturado doce cañones, doscientos carros y una provisión de pólvora y material de artillería.

–Un buen botín –comentó Arthur–. Es algo que nuestra gente podrá celebrar en casa.

–Sí, señor. –Somerset hizo un gesto con la cabeza hacia el centro de la ciudad–. Y los habitantes del lugar parecen muy complacidos.

–Bien. Ahora debemos prepararnos para la fase final de la derrota de Soult. Avise a todos los comandantes de batallón. Quiero que sus soldados estén listos para marchar al alba. Esta noche nada de beber. Nadie está exento de sus obligaciones, y nadie debe abandonar su formación.

–A los soldados no les hará mucha gracia, señor. Considerarán que se han ganado el derecho a permitírselo.

–Pues menos mal que no tienen derechos –replicó Arthur lacónicamente–. Esto es un ejército, no una democracia, Somerset. Harán lo que yo ordene, maldita sea.

–Por supuesto, señor. Lo lamento, señor.

–No importa. Usted encárguese de que se dé la orden. No podemos permitirnos ningún retraso en nuestra persecución si queremos sacar el máximo provecho posible de lo que hemos conseguido hoy aquí. ¿Lo entiende?

–Sí, señor.

–Pues asegúrese de que todos los soldados lo entiendan también.

La mañana siguiente amaneció gris y nublada y, cuando las tropas británicas y portuguesas marchaban pesadamente por el camino del este siguiendo el rastro del cuerpo de Soult, empezaron a caer las primeras gotas de lluvia. Las desesperadas condiciones del enemigo quedaron claramente manifiestas casi desde el principio. Los británicos iban encontrado equipo abandonado tirado al lado del camino. Mochilas, mosquetes rotos y también el botín menos valioso que se habían llevado de Oporto y los artículos más pesados. En medio de los desechos, yacían los heridos a los que habían dejado atrás. Al principio, Arthur ordenó que llevaran a los enemigos heridos de vuelta a la ciudad para que fueran atendidos junto con los demás, pero pronto resultaron ser demasiados para poder ocuparse de ellos y Arthur, acongojado, canceló la orden, aun siendo consciente de cuál sería su destino más probable si caían en manos del campesinado local.

El pueblo portugués ya había sufrido mucho con la ocupación francesa, y ahora sus tormentos se incrementaban cuando la columna de Soult se batía en retirada abriéndose paso por sus poblaciones. Los soldados franceses estaban hambrientos y empleaban cualquier medio a su alcance con los campesinos sospechosos de ocultar comida o bebida. A medida que los soldados marchaban siguiendo los pasos de la columna enemiga, chapoteando por el barro y encorvados bajo el constante aguacero, se iban encontrando con frecuentes ejemplos de la crueldad del enemigo. Cadáveres colgados de los árboles. Madres y niños pasados a bayoneta o muertos a tiros en sus casuchas, y jóvenes violadas y abandonadas a su suerte. Las poblaciones habían sido incendiadas, de manera que las débiles columnas de humo y los restos quemados señalaban con claridad el paso de Soult y sus hombres. Al ser testigo de estas atrocidades, Arthur sintió que lo invadía una furia fría ante la carnicería que habían soportado los civiles, y juró hacer todo lo que estuviera en sus manos para asegurarse de que sus soldados no siguieran el ejemplo del enemigo.

De vez en cuando, los británicos se topaban con los cuerpos de rezagados franceses contra los cuales habían descargado su venganza los portugueses. A los más afortunados los habían matado enseguida, pero a otros los habían destripado o desollado parcialmente; incluso encontraron el cuerpo de un oficial cortado por la mitad junto a la hoja ensangrentada de una sierra de talar árboles. En una de las poblaciones, durante un breve paréntesis de la lluvia, se encontraron con un grupo de aldeanos que se hallaban de pie en torno a un círculo de paja ardiendo. En medio había un francés herido que gritaba. Cada vez que el soldado intentaba salir arrastrándose, los campesinos volvían a empujarlo al interior de las llamas con sus horcas y echaban más paja al fuego. Antes de Oporto, quizá las tropas británicas hubieran intervenido para salvar al francés, pero habían visto muchas de las obras de sus homólogos y no le dedicaron más que una insensible mirada de reojo al pasar.

Por la noche, los casacas rojas buscaban cualquier refugio que pudieran encontrar y encendían hogueras para calentar sus cuerpos fríos e intentar secar la ropa. Mientras tanto, Arthur leía los informes de sus exploradores con una mezcla de frustración y complacencia mezquina. Soult marchaba a un paso más rápido que el que sus propios soldados podían llevar, pero sólo a costa de ir abandonando regularmente sus cañones y carros. Dentro de poco, lo único que le quedaría sería su infantería de pies doloridos y las monturas cojas y famélicas de su caballería.

En un esfuerzo por evitar la huida de Soult, Arthur despachó una columna portuguesa para que intentara rodear el flanco enemigo y cerrarles el paso por las montañas hasta España. Otra columna dirigida por Beresford bloqueaba cualquier posible escapatoria hacia Vigo, en el norte, donde Soult podría unir sus fuerzas a las de Ney. Al final, el desesperado comandante francés abandonó los caminos y condujo a su fuerza a las montañas de Santa Catalina. En cuanto se enteró de la noticia, Arthur se dio cuenta de que la persecución había terminado. Habían pasado cinco días desde que salieron de Oporto, y no podía seguir persiguiendo a Soult con el grueso de su ejército sin abandonar sus propios cañones y tren de suministros. Cabalgando con su caballería, siguió el rastro de Soult por las montañas y, el séptimo día de persecución, cuando la caballería descendía hacia la accidentada campiña de Galicia, Arthur dio el alto a la columna.

A no más de ocho kilómetros más adelante, Arthur vio lo que quedaba del cuerpo de Soult: sus hombres recorrían el paisaje como una banda de mendigos. Aquella concentración de humanidad tenía un precario sentido del orden, y sólo unas cuantas formaciones de caballería conservaban la disciplina suficiente para constituir una retaguardia.

–¡Los tenemos, señor! –exclamó Somerset con entusiasmo–. Sólo tenemos que cargar contra ellos y se desperdigarán.

Arthur miró al enemigo un momento, y luego dijo que no con la cabeza.

–¿Señor?

–¿Sabe dónde nos encontramos, Somerset? –Arthur indicó el terreno que se extendía frente a ellos–. Eso es España. Tengo prohibida la entrada sin el permiso expreso del secretario de Guerra.

–Pero, señor –protestó Somerset al tiempo que señalaba la irregular columna de Soult–. Con una única carga se desbaratarían.

–Tal vez –caviló Arthur. Las ocasiones que había visto a la caballería en acción le bastaban para saber lo exaltados que eran. Hallándose tan por delante del resto del ejército, sería una imprudencia permitir que prepararan una carga desenfrenada contra el enemigo. Además, los hombres de Soult eran veteranos del Gran Ejército curtidos en el combate. Incluso en aquellas condiciones, aún serían capaces de formar en cuadro y rechazar cualquier intento por parte de la caballería británica de romper sus filas. Arthur irguió su postura en la silla y continuó dirigiéndose a su ayudante de campo–. Un ataque sin apoyo implica muchos riesgos y pocos beneficios. Los soldados de Soult están derrotados; el mariscal ha abandonado todos sus cañones. Pasará algún tiempo antes de que esos hombres estén preparados para volver a combatir. Nosotros hemos hecho nuestro trabajo, Somerset. Ahora, es momento de replegarse. Es momento de dar la vuelta y ocuparse del mariscal Victor en caso de que intente avanzar cruzando la frontera.

Somerset miraba con tristeza la columna enemiga que se retiraba, con una expresión alicaída y resentida en el rostro. Al cabo, recobró la compostura y asintió con la cabeza.

–Sí, señor.

–Entonces dé la orden para que la caballería regrese.

–Como ordene, señor. –Somerset hizo dar la vuelta a su caballo y cabalgó al encuentro del coronel del regimiento de dragones más cercano. Arthur se quedó a solas un momento, contemplando la campiña gallega. Por unos instantes, se sintió acongojado ante la idea de abandonar la persecución. De no ser por las órdenes que tenía, quizás hubiera considerado cargar contra los exhaustos soldados de Soult. Imaginó la emoción del ataque, el estremecimiento desesperado al lanzarse al galope por el terreno abierto hacia el enemigo. Sí, habría sido excitante, pensó. Sin embargo, ahora era general y su ejército lo necesitaba. No había nadie más capaz que él para derrotar a los franceses en la Península. Había mejorado su reputación con las victorias en Vimeiro y Oporto, y había humillado a dos de los comandantes más apreciados de Bonaparte.

Un buen comienzo, se dijo. No obstante, había mucho que hacer, mucho más, antes de que Portugal y España quedaran por fin libres de sus opresores franceses. Arthur dirigió una última mirada al territorio español y, en su fuero interno, decidió que pronto, muy pronto, conduciría a su ejército al corazón de la Península y triunfaría allí donde el general Moore había fracasado. No dudaba de la magnitud de la tarea que tenía por delante. Bonaparte había enviado a España aproximadamente a un cuarto de millón de sus hombres. Pero aunque los británicos se hallaran en inferioridad numérica, habían demostrado que eran los maestros de los campos de batalla europeos. Habían demostrado al resto de Europa que las legiones de casaca azul que marchaban bajo las águilas de Bonaparte podían ser derrotadas una y otra vez.

Arthur sonrió con satisfacción. Podía conseguirse, tal como le había explicado a Pitt, a Castlereagh y a los demás. Muy pronto, el Emperador francés, a salvo en su palacio de París, dirigiría la mirada a España con pesar y, por primera vez, lo acometería el miedo a que su Imperio empezara a desmoronarse. Mientras consideraba el futuro, Arthur tuvo el convencimiento inquebrantable de que su mejor momento aún estaba por llegar. Se permitió regodearse unos instantes en el orgullo que sentía tanto por sí mismo como por sus soldados, y sonrió conscientemente un momento.

Entonces chasqueó la lengua, hizo dar la vuelta a su caballo tranquilamente, y galopó de vuelta para reunirse con su ejército.

A FUEGO Y ESPADA

 

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CAPÍTULO X

Arthur

Londres, noviembre de 1805

Durante las semanas posteriores a su regreso a Gran Bretaña, Arthur fue renovando paulatinamente sus antiguas amistades y otros contactos en la capital. Sin embargo, en el fondo no dejaba de pensar en Kitty que, por lo que él sabía, seguía viviendo en Dublín. A pesar de que anhelaba volver a verla, Arthur iba demorando una y otra vez su intención de escribirle una carta, diciéndose que en aquellos momentos estaba demasiado ocupado para ese tipo de asuntos. En medio del ajetreo y el esplendor de los círculos sociales de la capital, Arthur se veía favorecido por las atenciones de mujeres de calidad, aunque también pasaba muchas noches en los clubes y bares, donde disfrutaba de la compañía de cortesanas. No obstante, ninguna de ellas excitaba tanto su ardor como la mera idea de Kitty. Por tanto, intentó ocupar su mente en otras cosas.

Era fundamental que Arthur comprendiera perfectamente el terreno social y político por el que los Wellesley lucharían para asegurar su posición en el centro de los asuntos de Gran Bretaña. Su hermano mayor, William, era miembro de la Cámara de los Comunes, y le resultó muy útil para hacerse una idea de las complejas relaciones entre las distintas facciones. Durante los once años transcurridos desde la última vez que se vieron, William había envejecido mal. Había ganado corpulencia y tenía el cabello surcado de canas. Pero lo más descorazonador fue ver que se había aclimatado a la política hasta el punto de que había empezado a considerarla como el medio para cualquier fin, y animaba enérgicamente a su hermano menor a que se alineara con la nueva facción de lord Buckingham.

Una mañana, los dos hermanos estaban sentados en el salón de su madre, cuando los primeros días lluviosos y ventosos de invierno se cernían ya sobre Londres. Una lluvia gélida golpeaba las ventanas y descendía por los cristales, formando unas listas apagadas que desdibujaban los detalles de la calle. Un criado había encendido el fuego y, aunque el carbón relucía al rojo vivo en el hogar, Arthur se estremeció y se arrebujó más en su casaca.

–Hubo una época en la que deseaba regresar a Gran Bretaña –comentó en voz baja–. Creía que cualquier cosa era mejor que soportar otro verano en la India. ¿Pero ahora? ¡Por Dios que daría el rango, el título y la fortuna por volver a estar en Mysore! Cuando me fui era un lugar bastante confortable.

William esbozó una débil sonrisa.

–Ah, sí. He oído que Richard y tú vivíais como reyes entre los nativos. ¿Cómo se llamaba ese palacio que utilizabais? –frunció el ceño y trató de acordarse–. ¿Dowley no sé qué?

–El Dowlut Baugh –respondió Arthur–. Y era una de las residencias veraniegas del sultán Tipoo, no su palacio. La verdad, no deberías creerte todo lo que oyes en Londres, hermano.

–Supongo que no, pero circulan historias sobre. esto. el exceso de opulencia del que Richard se hizo depositario mientras fue gobernador general. Se dice que a ti tampoco te ha venido tan mal la situación.

–Historias, William. Nada más. Sólo son historias.

William frunció los labios.

–Eso espero, por el bien de todos nosotros. Siempre y cuando Richard pueda explicarse a satisfacción del Parlamento cuando regrese.

–Lo hará. Y yo voy a respaldarlo incondicionalmente, lo mismo que tú y el resto de la familia.

–Sí, por supuesto –William se irguió en la silla–. Eso no hay ni que decirlo. Y debemos asegurarnos de haber obtenido suficiente apoyo político para ayudar a Richard cuando... o mejor dicho, si hay una investigación.

Arthur contempló a su hermano cansinamente.

–Me imagino que te refieres a Buckingham, ¿no?

–Así es. Ese hombre está resuelto a dejar su impronta en la escena política. A nuestra familia le resultaría útil que nos aliáramos con él.

–Los políticos van y vienen, William. ¿Y si tu amigo Buckingham no consigue dejar su impronta? ¿Y si nos arrastra consigo? ¿Cómo podría entonces nuestra familia ejercer suficiente influencia para servir con eficacia a Gran Bretaña? Lo mejor sería que no nos alineáramos con ninguna facción. En realidad, lo mejor sería que no hubiera facciones mientras durara la guerra –Arthur hizo una pausa y se quedó pensando un momento antes de continuar–. Creo que sería arriesgado relacionarnos con Buckingham.

–Pero, ¿y si tiene éxito? –a William le brillaron los ojos–. Entonces podríamos tener los mejores cargos estatales y servir a Gran Bretaña en toda la medida de nuestras aptitudes. Piensa en ello, Arthur. La familia Wellesley estaría en el corazón del gobierno, donde reside el verdadero poder. Allí es donde merecemos estar.

Arthur meneó la cabeza con tristeza.

–A mí me parece que le das demasiada importancia al poder. Como he dicho antes, los políticos van y vienen, tanto el tory como el whig. Ellos son un detalle efímero, hermano. No voy a entrar en devaneos políticos cuando el destino de Gran Bretaña pende de un hilo. Mi ambición, mi única ambición en este momento, es ver a Bonaparte y a Francia derrotados. Para mí no hay nada por encima de eso. Ningún partido, ninguna facción, ni siquiera las ambiciones políticas de mi familia. ¿Lo entiendes? Nada importa salvo la derrota de Francia.

William asintió lentamente con la cabeza.

–Quizá tengas razón. Sin embargo, se podría aducir que, al igual que los políticos van y vienen, lo mismo ocurre con nuestros enemigos extranjeros. Y al fin y al cabo, Bonaparte sólo es otro político más. ¿No podría ser que estuvieras exagerando el peligro que un solo hombre supone para Gran Bretaña?

–No –contestó Arthur con firmeza–. Estoy seguro de que es la mayor amenaza a la que nunca se ha enfrentado esta isla. Ciertamente, Bonaparte es un político, pero también es un soldado y un hombre de Estado, y tiene en sus manos el afecto de su pueblo en masa. Francia es una extensión de su voluntad, y él tiene intención de aplastar a Gran Bretaña de una vez por todas. No me digas que no te resulta evidente, William. Y estando así las cosas, ningún inglés puede dejar que la política baladí lo distraiga.

–¿La política baladí? –William torció el gesto–. ¿Tan ingenuo eres que piensas que existe alguna alternativa a la política? ¡Pero si es el alma del gobierno! Debes abrazar la política, Arthur, o dejar que aquellos que sí lo hacen te aparten a un lado.

Arthur se lo quedó mirando con el ceño fruncido. En otro tiempo, William había sido un hombre de principios, un idealista incluso, pero Arthur vio entonces que su hermano había sucumbido a los valores innobles de los que habían convertido el Parlamento en su hogar. Se sentía cansado y no quería continuar con la discusión. Si William quería jugar a la política, él no iba a disuadirlo, pero tampoco sucumbiría a la misma tentación. Aun así, por desagradable que pudiera ser, Arthur cayó en la cuenta de que tendría que ceder un poco para servir los intereses de Gran Bretaña. Se inclinó hacia el fuego y echó unos cuantos troncos más a las llamas.

–Está bien, William. Hablaré con lord Buckingham.

William sonrió con afectuosa satisfacción.

–Sabía que entrarías en razón. Le mencionaré el tema lo antes posible.

Arthur asintió con la cabeza y clavó una mirada firme en su hermano.

–Pero no voy a comprometerme con su causa, que conste. ¿Lo has entendido?

–Lo he entendido. Confía en mí, sólo tienes que hablar con él.

* * *

Iban transcurriendo los fríos días de invierno en los que Arthur asistió a los acontecimientos sociales de la capital con la sensación de que se hallaba rodeado de enemigos, tanto aparentes como ocultos. Así fue que, cuando le llegó una invitación de lord Buckingham para que se reuniera con él en su mansión de Stowe a principios de noviembre, Arthur aceptó agradecido la oportunidad de escapar de Londres unos cuantos días. Estaría bien respirar aire puro. Buckingham era famoso por su amor por la caza y Arthur, que compartía dicha pasión, esperaba impaciente la oportunidad de volver a montar. William dejó que Arthur utilizara su carruaje para el viaje y, la mañana de la partida, cuando éste se estaba acomodando en el asiento, su hermano lo tomó suavemente del brazo.

–No lo olvides, este hombre puede ser fundamental en nuestros destinos. Ten cuidado con lo que le dices.

Arthur sonrió.

–Confía en mí.

William no tuvo tiempo de responder pues, en ese preciso momento, el cochero sacudió las riendas. El carruaje se puso en movimiento con una sacudida y William retiró la mano a toda prisa. Arthur se recostó en el asiento y se cubrió con la manta de viaje con el propósito de mantenerse caliente. En cuanto las monótonas fachadas grises de la ciudad dieron paso al campo abierto, se sintió más animado. A pesar de sus afectuosos recuerdos de los meses más agradables del clima de la India, experimentó una satisfacción interior al contemplar la campiña inglesa. Las suaves líneas del paisaje poseían una belleza saludable incluso en invierno, rotas por pequeños bosques de árboles antiguos cuyas ramas desnudas resaltaban en la atmósfera cortante contra el cielo despejado. La ruta llevó al carruaje por pueblos pequeños formados por edificios de madera y ladrillo, cuyas chimeneas arrojaban unas finas columnas de humo que se alzaban serpenteando hacia el cielo azul. Después de pasar tantos años lejos de Gran Bretaña, Arthur lo contemplaba todo con vivo interés y con una creciente sensación pasional de que aquella tierra nunca debía soportar la tiranía de Bonaparte.

Las últimas noticias del continente eran desalentadoras. Habían llegado a Londres los primeros rumores de que un gran ejército austríaco se había visto obligado a rendirse en Ulm. A pesar de este revés, Arthur pensó que la fuerza combinada de los austríacos restantes y los ejércitos de las potencias de la coalición sin duda arrollarían a Francia. Apartó la idea de su cabeza y contempló la campiña desolada. Allí había una historia especial, una historia que hacía que su gente fuera única. Una tradición que valía la pena preservar y por cuya defensa daría hasta la última gota de su sangre.

Empezaba a anochecer cuando el carruaje llegó a Stowe y viró para cruzar la entrada hacia una gran extensión de jardines. Una larga avenida bordeada de árboles iba desde el embarrado camino de peaje hacia los tejados inclinados y las torres de un edificio señorial, situado al otro lado de una pequeña elevación del terreno lo bastante alta para mantener la casa solariega de lord Buckingham lejos de las miradas de los que viajaran por el camino y pasaran por su propiedad. Cuando el carruaje llegó a lo alto de la pendiente, Arthur vio la mansión en toda su vastedad, con sus majestuosas columnas clásicas y ventanas altas. La luz que salía de la casa se derramaba en la penumbra e iluminaba los setos pulcramente podados, que bordeaban los jardines formales situados a un lado del edificio principal. El carruaje se detuvo frente a la entrada, y un lacayo descendió rápidamente los escalones para abrir la portezuela.

Al apearse del coche, Arthur oyó los inconfundibles sonidos de un numeroso grupo de gente: un fuerte alboroto salpicado de voces más agudas de mujer. Se volvió a mirar al lacayo.

–Por lo visto lord Buckingham tiene invitados, ¿no?

–Sí, señor.

Arthur frunció el ceño. Sólo había traído un mínimo de ropa formal, aparte de su atuendo de caza. La invitación de Buckingham no daba a entender nada sobre una fiesta.

–Soy sir Arthur Wellesley. Creo que lord Buckingham me está esperando.

–En efecto, señor. Sus habitaciones están preparadas. ¿Quiere que le lleve el equipaje y le muestre el camino, señor?

Arthur le dijo que sí con la cabeza y, al cabo de un momento, seguía ya al lacayo por unas escaleras hacia el cálido resplandor de un vestíbulo bien iluminado. La riqueza de lord Buckingham resultaba manifiestamente evidente hasta en el más mínimo detalle. Unos grandes cuadros de miembros de la familia adornaban las paredes y en lo alto, los detalles de las ornamentadas molduras del techo estaban resaltados con pan de oro. Frente a la entrada, había una escalera de mármol que subía a una galería que rodeaba el vestíbulo. A ambos lados de ella, unas estatuas clásicas llenaban unas hornacinas pintadas de un azul pálido que realzaba las líneas de su contenido. El lacayo lo guió escaleras arriba y lo condujo por un pasillo a una de las alas, donde se detuvo para abrirle una puerta y entrar tras él con el equipaje. Era una habitación confortable con un pequeño vestidor, y Arthur señaló el arcón que había a los pies de la cama.

–Deje las bolsas ahí, por favor. Tendré que ponerme una ropa más adecuada antes de reunirme con los demás. ¿Cuántos invitados tiene su señoría esta noche?

El lacayo se paró a pensarlo antes de responder:

–En total, más de un centenar, señor.

–¿Alguna personalidad?

–Ya lo creo que sí, señor. Tenemos al mismísimo primer ministro.

–¿Pitt? –Arthur no pudo contener un gesto de sorpresa–. ¿Y quién más, aparte del primer ministro?

–Lord Monterey, lord Paget, el conde Portman, sir Edward Walsey, por nombrar sólo a unos cuantos, señor. Es toda una reunión.

–Sí, lo es –repuso Arthur con aire pensativo–. Gracias. Puede retirarse.

El lacayo le hizo una reverencia.

–Entonces, ¿aviso a su señoría de su llegada, señor?

–Sí, por supuesto.

En cuanto el hombre cerró la puerta al salir, Arthur se sentó en la cama y soltó un suspiro de frustración. Había supuesto que lo habían invitado a una reunión discreta con lord Buckingham, un mero tanteo de opiniones y posiciones mutuas. Por consiguiente, fue con el ánimo acongojado que se vistió con su mejor atuendo: una sencilla casaca oscura, calzón blanco, medias de seda y zapatos con hebilla. Era perfectamente consciente de que su vestimenta resultaría muy austera en medio del remolino de fino galón y satén que adornaría el gran salón de baile de su anfitrión. Salió de su aposento, volvió al piso de abajo y se detuvo para respirar hondo antes de unirse a la fiesta. Dos lacayos permanecían junto a las puertas abiertas y, al otro lado, Arthur vio a los invitados que formaban grupos en torno al borde de la estancia, hablando y tomando un refrigerio, mientras una docena de miembros de una orquesta de cuerda ocupaban sus lugares en el extremo opuesto del salón. Arthur conocía a lord Buckingham de vista de sus visitas al Parlamento, y se abrió camino hacia su anfitrión, quien estaba hablando animadamente con una figura menuda de cabello gris que daba la espalda a Arthur.

–Lord Buckingham –Arthur hizo una reverencia al acercarse a los dos hombres.

Buckingham, unos cuantos años mayor que Arthur y mucho más corpulento, volvió su rostro rollizo hacia el recién llegado y enarcó una ceja.

–Lo siento, señor, estoy en desventaja.

En su fuero interno, Arthur se murió de vergüenza al darse cuenta de que Buckingham no lo había reconocido. Sin embargo, antes de que pudiera sufrir la humillación de anunciar su nombre, el otro caballero se dio la vuelta y Arthur vio los familiares rasgos de William Pitt. Aquélla era la primera vez que se encontraba tan cerca del primer ministro, y Arthur quedó horrorizado al ver el agotamiento y la mala salud grabados en su rostro.

Por fortuna, Pitt sonrió y le estrechó la mano con amanerada calidez.

–¡Pero si es sir Arthur Wellesley, el conquistador de los mahratta!

–¿Me conoce, señor?

Pitt se echó a reír.

–Me lo han señalado, sir Arthur. Además, he seguido su carrera, así como la de su insigne hermano mayor, con gran interés a lo largo de los años. Tengo entendido que ahora anda buscando un escaño.

–Sí, señor –admitió Arthur–. Aunque de momento no he tenido mucha suerte al respecto.

–Estoy seguro de que no tendrá que seguir esperando mucho tiempo. Gran Bretaña tiene una gran necesidad de hombres de su calibre, tanto en el campo de batalla como fuera de él.

–Gracias, señor.

Pitt seguía sujetándole la mano a Arthur, y lo miró fijamente mientras continuaba hablando:

–Claro que esperaría que pudiera apoyar mi cargo de primer ministro cuando obtenga un escaño. Me vendría bien un hombre como usted en el gobierno.

De repente, lord Buckingham rompió a reír.

–¡Es usted el eterno político, William! Por esta noche ahorre a mis invitados sus artimañas, por favor. Vamos, sir Arthur, permítame que lo arranque de este sinvergüenza y le presente a algunas personas de disposición más honesta. Ya conocerá a muchos de ellos, pero no a todos.

Pitt soltó a Arthur, pero alzó la mano para evitar que Buckingham se marchara con él.

–Dentro de un momento. Primero me gustaría escuchar la opinión del joven general sobre el asunto que estábamos discutiendo.

–Seguro que habrá un momento más adecuado para hacerlo –protestó Buckingham–. Además, este hombre ha venido a divertirse, no a que lo interroguen unos réprobos maquinadores como nosotros.

Pitt lanzó una mirada astuta a su anfitrión.

–Sea cual sea el motivo por el que haya venido, estoy seguro de que no es sólo por placer. Así pues, dejemos que diga lo que piensa.

–Bueno, dudo que a sir Arthur le interese nuestro debate, William. Es un soldado que acaba de regresar del campo de batalla. No sería justo esperar que hubiera captado las sutilezas del gobierno de Gran Bretaña y sus relaciones con el extranjero.

–Puede ser, pero también puede ser que sir Arthur esté lo bastante libre de la influencia de la lucha entre facciones políticas como para poder ofrecer una nueva perspectiva. ¿Querría satisfacernos, sir Arthur?

Arthur asintió levemente con la cabeza.

–Sería un placer prestar toda la ayuda que pueda, señor.

–De acuerdo –respondió Pitt en tono decisivo antes de que Buckingham pudiera realizar otro intento de llevarse a Arthur–. Bien, sir Arthur, el quid del debate radica en la dirección que debería seguir Gran Bretaña en el futuro próximo. Puede que no lo sepa, pero hemos recibido una nueva tentativa de oferta de paz por parte del gobierno francés.

–No sabía nada, señor.

–Ya, pero estoy seguro de que no hubiera tardado en enterarse. Los secretos siempre encuentran la manera de filtrarse, por muy bien guardados que mis ministros y yo intentemos mantenerlos. En cualquier caso, no está claro si la procedencia de la oferta francesa para iniciar conversaciones de paz es del propio Bonaparte o de Talleyrand y su círculo. –Pitt enarcó una ceja y miró a Arthur de forma inquisitiva–. La cuestión es qué hacer al respecto.

Arthur se puso a pensar rápidamente. Se encontraba frente a dos de las figuras más poderosas de Gran Bretaña, unos hombres que podían decidir su destino si se les antojaba. Después de haber resuelto que no iba a entrar en el juego de la política partidista, ahora se enfrentaba a una prueba de habilidad para evitar tomar partido. Se aclaró la garganta.

–Bueno, señor, no puedo saber quién está detrás de esta tentativa de oferta de paz, pero estoy seguro de que no se trata de Bonaparte.

–¿En serio? –Buckingham frunció levemente el ceño–. ¿Y en qué se basa?

–Considerando lo que saben perfectamente todos aquellos que leen los periódicos en Londres, milord, no parece probable. Ahora mismo, Bonaparte ha lanzado su ejército contra los austríacos. Esto no parece la acción de un hombre que desea la paz.

–Exactamente –coincidió Pitt–. Por lo visto compartimos la misma opinión sobre el asunto.

–Sigue siendo posible que el Emperador desee la paz –insistió Buckingham–. Ha disuelto el ejército apostado en la costa francesa durante este último año. Sin duda eso es un signo de sus buenas intenciones con respecto a Gran Bretaña.

–El ejército no se ha disuelto –replicó Arthur–. Simplemente lo ha enviado contra los austríacos.

–Ah, bueno, entonces quizás el peligro que corre Austria nos resulte ventajoso. No sería prudente por parte de Napoleón combatir en dos frentes –Buckingham dirigió la mirada al primer ministro–. Si hay que creer lo que dicen los últimos informes del continente, Rusia ya está marchando para ayudar a Austria. ¿Qué posibilidades tiene el Emperador contra las fuerzas adicionales de Suecia y las que nosotros tenemos intención de enviar a Hanover? Si se ve enfrentado a la amenaza de la derrota, Napoleón aceptará cualquier acuerdo de paz que pueda obtener.

Pitt meneó la cabeza cansinamente.

–Malinterpreta a nuestro enemigo, milord. Aunque Bonaparte hiciera las paces con nosotros, ¿cree que acatará los términos de cualquier tratado en el que ponga su nombre?

Buckingham puso cara de sorpresa.

–Es el emperador de Francia. Su firma sería en nombre de todos los hombres, mujeres y niños de dicho país. Infringir los términos de un contrato como ése acarrearía la infamia para Francia.

–¿Infamia? –terció Pitt con un resoplido–. Si Gran Bretaña cae bajo el yugo de este tirano corso, la acusación de infamia supondría un pobre consuelo para los que viven aquí.

Buckingham permaneció un momento en silencio, y después continuó hablando en voz baja:

–Parece ser que no ha perdido su apetito por la guerra, señor Pitt. Desde hace diez años ha desempeñado un papel decisivo a la hora de mantener a nuestra nación en un estado de conflicto. ¿Cuánto tiempo más se verá obligado nuestro pueblo a soportar esta obsesión suya? ¿Cuántos millones de libras se han gastado? ¿Cuántos buenos soldados han muerto por esta causa?

Arthur miró al primer ministro para ver cómo reaccionaba ante aquellas duras acusaciones de Buckingham. La expresión de Pitt no mostró enojo, ni siquiera un asomo de indignación moral, sólo la determinación cansada de un hombre que hacía mucho tiempo que había comprometido su vida a un fin.

–Señor –intervino Arthur–. La suerte de un soldado es enfrentarse al peligro por el bien de su país.

–Por supuesto que sí –repuso Buckingham con voz tranquilizadora–. Pero no tiene ningún mérito luchar en una guerra innecesaria, especialmente cuando hay una oferta de paz sobre la mesa.

–No puede haber paz con Francia –declaró Pitt–. Al menos mientras esté gobernada por Bonaparte y los responsables de la Revolución. Ésta es la triste verdad de la situación, milord. Por lo tanto, los hombres como sir Arthur no podrán descansar hasta que Bonaparte sea derrotado de una vez por todas. Puede que esté en desacuerdo conmigo al respecto, claro. Está en su derecho. Pero le aseguro que si Gran Bretaña cae, seremos gobernados por un hombre que no tolera el desacuerdo. ¿Permitiría que viviéramos bajo semejante tirano, milord?

–No debería creerse todo lo que lee en los periódicos londinenses –contestó Buckingham con amargura–. El Emperador está abierto a lo razonable.

–Ojalá tuviera razón, sinceramente –Pitt suspiró con tristeza–. Pero en el fondo sé, con certeza, que se equivoca. Dada nuestra discrepancia, no servirá de nada prolongar esta discusión. Y ahora, si me disculpan. –Pitt hizo una reverencia, retrocedió un paso, se dio media vuelta y caminó lentamente hacia un grupo de mujeres reunidas en torno al joven y apuesto lord Paget. Al acercarse, el corrillo se separó para rodearlo y acogerlo en su seno: las mujeres parecían orgullosas de la atención que les prestaba el primer ministro. Arthur lo observó un momento y se fijó en que Pitt estaba claramente exhausto: sus delgados hombros caídos no hacían mucho por ocultar su debilidad.

–¡Venga, sir Arthur! –De repente Buckingham agarró del brazo al joven general y lo condujo en dirección contraria–. Una amiga mía desea hablar con usted. Le dije que vendría esta noche y parece ser que ambos tienen una amistad en común.

Lord Buckingham no entró en más detalles y, al cabo de un momento, Arthur se encontró con que le presentaban a una pareja un poco mayor que él. El hombre era alto y delgado y poseía el aire reservado de quien se tiene en muy buen concepto. A su lado estaba su esposa, una mujer baja y regordeta, con un busto abundante y unos ojos vivos y chispeantes que brillaban con un atisbo de malicia natural.

Buckingham saludó a la dama con una reverencia e hizo las presentaciones:

–Sir Arthur Wellesley, es un placer presentarle al general Charles Sparrow y a su encantadora esposa, Olivia. –Buc–kingham intercambió una breve sonrisa con la mujer y continuó hablando–: Y ahora, si me disculpan, tengo que atender a otros invitados. Estoy seguro de que tendrán muchas cosas que contarse, Olivia, querida.

En cuanto su anfitrión se hubo marchado, el general Sparrow examinó rápidamente a Arthur.

–¿Wellesley? ¿Es pariente del último gobernador general de la India?

–Soy su hermano.

La esposa del señor Sparrow le dio un manotazo en broma.

–¡Vamos, Charles! Lo sabes perfectamente. No te hagas el tonto con este joven.

–Está bien. –El rostro del general se arrugó con una sonrisa divertida–. Resulta que he oído hablar mucho de sus recientes hazañas.

–¿En serio?

–Por desgracia, casi todo me ha llegado de segunda mano, recopilado de las cartas que recibe mi esposa.

–¿Cartas? –Arthur frunció el ceño–. Lo siento. No acabo de entenderlo.

–Sir Arthur –Olivia lo tomó del brazo y sonrió ampliamente, dejando al descubierto dos hileras de dientes pequeños de aspecto afilado–. Soy una buena amiga de una persona a la que conoce, o conocía, sumamente bien. De la señorita Kitty Pakenham, para ser precisos.

Arthur se la quedó mirando un instante mientras sentía correr una repentina oleada de pasión en su interior. Tragó saliva e intentó contener sus sentimientos mientras ladeaba la cabeza.

–La señorita Pakenham. Kitty. ¿Y puedo preguntarle cómo se encuentra?

–¡Es lo menos que puede hacer! –Olivia Sparrow se echó a reír–. Sobre todo porque me ha escrito verdaderos volúmenes acerca de los sentimientos que alberga por usted, sir Arthur.

–¿Ah, sí? –Arthur no pudo ocultar su sorpresa. Durante los años que había pasado en la India, Kitty y él habían intercambiado unas cuantas cartas, casi todas hablando de asuntos de amigos y familiares y de noticias más generales. Arthur adoptó una expresión neutra–. Estoy seguro de que exagera, señora Sparrow.

–¿Yo? ¿Exagerar? –Se llevó una mano al pecho con expresión dolida que rápidamente cambió por otra sonrisa–. Bueno, quizás un poco. Pero sé lo que piensa esa chica, sir Arthur, y conozco sus sentimientos. Lo ha echado muchísimo de menos. Debería escribirle.

–Ya basta, querida –intervino su esposo–. Como siempre, vas demasiado lejos con las confidencias de otras personas.

Olivia miró a su esposo mansamente, a continuación se inclinó hacia Arthur y, dándole un apretón en la mano, le dijo:

–Escríbale.

–Bueno, sí, por supuesto –repuso Arthur con incomodidad.

El general Sparrow carraspeó.

–Sir Arthur, como soldado, dígame, ¿qué posibilidades hay de que Bonaparte consiga vencer a los austríacos en el actual conflicto?

Fue un torpe intento de desviar la conversación de los chismes de su esposa, pero Arthur agradeció no tener que hablar de Kitty delante de ellos. Una confusión de imágenes y emociones acababa de invadir su mente, y necesitaba tiempo para considerar sus intenciones para con la joven. De momento, se obligó a concentrarse en la pregunta que le había hecho el general Sparrow.

–Los austríacos poseen un ejército lo bastante numeroso como para contraatacar –empezó diciendo–. Si los rusos unen sus fuerzas con ellos a tiempo, superarán abrumadoramente en número a los franceses. No soy ningún experto en los pros y los contras de su soldadesca, pero he oído que los austríacos son valientes y disciplinados, y que su caballería es inigualable. Sin embargo, el francés ha demostrado una y otra vez que es un individuo sumamente fuerte y valeroso. Puede marchar más rápido que cualquier enemigo, y combatir como un demonio al final de la jornada. Además, está bien dirigido por unos jóvenes comandantes capaces de estimular a sus hombres para que realicen grandes actos de coraje. Y luego, por supuesto, está el propio Bonaparte. Ese hombre es quizás el general más brillante de nuestra era. Su mera presencia en el campo de batalla cuenta como diez mil soldados.

–Habla usted como si lo admirara, sir Arthur.

–¿Admirarlo? –Arthur lo pensó un momento y dijo que no con la cabeza–. Puede que una vez lo admirara, cuando no era más que un soldado. Pero ahora ya no. Es un tirano y todos sus logros son simples síntomas de dicho mal.

De pronto, le llamó la atención un hombre que acababa de entrar en el salón y que se quedó de pie en el umbral mientras echaba un vistazo a los invitados. Llevaba las botas, los pantalones y la capa manchados de barro, y el pecho le palpitaba tras el esfuerzo de su cabalgada y la carrera final hasta la casa. Entonces vio al primer ministro, se apresuró a ir a su encuentro y le habló atropelladamente en voz baja. La conversación de la sala se fue apagando poco a poco a medida que los invitados fueron conscientes de la presencia de aquel hombre, y una sensación de nerviosismo tensó la cálida atmósfera.

Pitt y el mensajero conversaron un momento más.

Entonces Pitt le dio unas palmadas en el hombro y se dio la vuelta hacia la expectante multitud. Arthur no tuvo ninguna duda de que unas emociones encontradas embargaban el ánimo del primer ministro. Por un momento Pitt no dijo nada, permaneció allí de pie con el semblante lívido y acariciándose el mentón con mano temblorosa. Tomó aire y se dirigió a la concurrencia:

–Acabo de recibir la noticia de una gran victoria. A juzgar por los primeros informes, parece ser que el almirante Nelson se ha enfrentado y ha entablado combate con las flotas combinadas de Francia y España frente al cabo de Trafalgar. El enemigo ha sido aniquilado.

–¡Dios mío! –