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CARL BERNSTEIN Y BOB WOODWARD

TODOS LOS HOMBRES DEL PRESIDENTE

Traducción de Joaquín Adsuar Ortega

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© Carl Bernstein, Bob Woodward, 1974

© Traducción: Joaquín Adsuar Ortega

© Los libros del lince, S. L.

Gran Via de les Corts Catalanes, 657, entresuelo

08010 Barcelona

www.linceediciones.com

Título original: All the President’s Men

ISBN DIGITAL: 978-84-947126-2-3

Depósito legal: B-8446-2017

Primera edición: junio de 2017

Imagen de cubierta: © Malpaso Ediciones, S. L. U.

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A los otros hombres y mujeres del presidente (en la Casa Blanca o en cualquier otro lugar) que tanto arriesgaron para facilitarnos información confidencial. Sin su ayuda no hubiera existido esta historia tal como fue contada por el Washington Post

Y a nuestros padres

1

Día 17 de junio de 1972, sábado por la mañana. Hora: las nueve. Demasiado temprano para telefonear. Woodward tomó el receptor de manera vacilante y acabó de despertarse. El redactor jefe local del Washington Post estaba al otro lado de la línea. Cinco hombres habían sido detenidos esa madrugada cuando trataban de penetrar ilegalmente en el cuartel general del Partido Demócrata, llevando consigo un completo equipo fotográfico y una serie de instrumentos electrónicos. ¿Podía ir a la redacción para hacerse cargo del asunto?

Woodward llevaba solo nueve meses trabajando para el Post y siempre había deseado que se le presentara la oportunidad ideal de llevar a cabo una misión profesional para la edición del domingo; pero aquel trabajo no parecía ser la oportunidad esperada. Cubrir un asalto al cuartel general del Partido Demócrata parecía ser, más o menos, lo mismo que había estado haciendo hasta entonces: artículos de investigación sobre restaurantes que no cumplían las condiciones sanitarias o sobre casos insignificantes de corrupción policial. Woodward confiaba en haber dejado atrás ya este tipo de trabajo; acababa de poner punto final a una serie de reportajes sobre el intento de asesinato del gobernador de Alabama, George Wallace. Pero ahora parecía que volvían a meterle en el mismo tipo de insignificancia informativa anterior.

Woodward salió de su pequeño apartamento e hizo a pie las seis manzanas que lo separaban del edificio del Washington Post. La redacción del periódico —unos ciento cincuenta metros cuadrados cubiertos con filas de mesas de colores brillantes, sobre metros y metros de mullida alfombra que absorbía el sonido— estaba tranquila y en calma, como era lo habitual los sábados por la mañana. Pero cuando se detuvo para recoger sus recados telefónicos y su correo en la entrada de la redacción, Woodward notó una extraña actividad junto a la mesa del redactor jefe local. Cambió impresiones con él y se enteró, con no poca sorpresa, de que los ladrones no habían entrado en la pequeña oficina del Partido Demócrata, sino en el cuartel general del Comité Nacional del Partido Demócrata ubicado en el complejo de apartamentos y oficinas del hotel Watergate.

Era un lugar extraño para encontrar a los demócratas. El lujoso hotel Watergate, en las riberas del río Potomac, era tan republicano como el Club de la Union League. Entre sus inquilinos se contaban el exfiscal general de Estados Unidos,1 John Mitchell, en esos días director del Comité para la Reelección del Presidente; el exsecretario de Comercio Maurice H. Stans, jefe de finanzas de la campaña para la reelección del presidente; el senador Robert Dole, de Kansas, jefe nacional del Partido Republicano; Rose Mary Wood, secretaria del presidente Nixon, y Anna Chennault, viuda del as de la aviación militar, de los Tigres Voladores, Claire Chennault, que en esos momentos era una de las «azafatas» más populares del Partido Republicano. Además, vivían allí otras figuras destacadas de la administración Nixon.

El complejo arquitectónico de estilo futurista, con sus balaustradas serpenteantes (tan amenazadoras como auténticas serpientes en lo que a precios se refiere, unos cien mil dólares por muchos de sus apartamentos de dos dormitorios), se había convertido en el símbolo de la clase gobernante del Washington de Richard Nixon. Dos años antes, había sido el objetivo de mil manifestantes contrarios a Nixon, que se habían desgañitado frente al edificio gritando «cerdos», «fascistas» y «sieg heil»,2 mientras intentaban tomar al asalto la ciudadela del poder republicano. Pero tropezaron contra una sólida muralla de policías de Washington, equipados especialmente para contener manifestaciones, que les hicieron retroceder hasta el campus de la Universidad George Washington a base de bombas lacrimógenas y golpes de porra... Desde sus balcones y terrazas, los ansiosos inquilinos del Watergate pudieron observar la confrontación y muchos de ellos hasta vitorearon y brindaron por las fuerzas del orden cuando los manifestantes fueron obligados a retroceder y los vientos occidentales del Potomac arrastraron el gas lacrimógeno lejos de su fortaleza. Entre los que habían sido golpeados hasta dar con sus huesos en el suelo se hallaba el reportero del Washington Post Carl Bernstein. El policía que lo había tumbado de un golpe de porra no había visto su carnet de prensa, que exhibía colgado del cuello, quizá tapado por sus largos cabellos.

Cuando empezó a hacer llamadas telefónicas, Woodward advirtió que Bernstein, uno de los dos informadores políticos de Virginia que trabajaban en el periódico, se ocupaba también del asunto del Watergate.

«¡Oh, Dios mío, Bernstein no!», fue el primer pensamiento de Wood-ward al recordar ciertos rumores que circulaban por la redacción sobre la capacidad de Bernstein para abrirse camino cuando se trataba de un buen reportaje y hacerse con la gloria de la información.

Esa mañana, Bernstein ya había conseguido fotocopias de las notas enviadas por los reporteros presentes en el escenario de los hechos y se había puesto en contacto con el redactor jefe del servicio local para comunicarle que seguiría informándose del caso. El redactor jefe aceptó a regañadientes y para ese entonces Bernstein ya había comenzado una serie de llamadas telefónicas a todo el personal del Watergate que se le puso a tiro, desde recepcionistas y porteros a camareras encargadas de los apartamentos del hotel y camareros del restaurante.

Bernstein dirigió su mirada a la sala de redacción. Había una columna entre su mesa y la de Woodward, separadas por unos veinticinco metros. Retrocedió unos pasos. Se dio cuenta de que Woodward estaba trabajando en el mismo caso. Bob Woodward era una prima donna cuya influencia pesaba en la política de la redacción. Graduado en Yale, exoficial de la Armada, gran jugador de tenis, Bernstein supuso que sería capaz de hacer un buen reportaje de investigación, y se quedó corto. Pero sabía, también, que Woodward no era un buen escritor. Corría el rumor por la redacción de que el inglés no era el idioma materno de Woodward.

Bernstein era un hombre hecho a sí mismo. Empezó como botones en el Washington Star cuando tenía dieciséis años y a los diecinueve era ya reportero con contrato fijo. Trabajaba para el Washington Post desde 1966. Ocasionalmente había escrito series de reportajes, había sido reportero judicial y redactor municipal y le gustaba escribir artículos largos y prolijos sobre la gente que vivía en la capital federal y sus aledaños.

Woodward sabía que de vez en cuando Bernstein escribía sobre rock para el Post. Eso parecía propio de él. Cuando se enteró de que a veces también escribía comentarios sobre música clásica, le costó bastante aceptarlo. Bernstein tenía el aspecto de uno de esos periodistas de la contracultura a los que Woodward despreciaba. Por su parte, Bernstein creía que el rápido ascenso de Woodward en el Post tenía mucho menos que ver con su capacidad y talento que con sus influencias y credenciales en el establishment.

Jamás habían trabajado juntos en un reportaje. Woodward tenía veintinueve años y Bernstein veintiocho.

Los primeros detalles del caso los había comunicado por teléfono, desde el interior del propio Watergate, Alfred E. Lewis, un periodista veterano de la información de sucesos que trabajaba para el Post. Lewis era un tipo legendario en el ámbito periodístico de Washington: medio policía, medio periodista, muchas veces vestía el chaquetón de oficial de la Policía Metropolitana, que se abrochaba con una hebilla formada con una estrella de David de metal. A sus treinta y cinco años de edad, Lewis jamás había escrito realmente un reportaje; su trabajo consistía en enterarse de los detalles y enviarlos a un redactor que se encargaba de escribirlo por él. Durante años, el Washington Post ni siquiera tuvo una máquina de escribir en la sala de prensa del cuartel general de la policía.

Los cinco hombres detenidos a las dos y media de la madrugada iban vestidos con trajes oscuros de negocios y todos ellos llevaban guantes de goma Playtex de los que usan los cirujanos para operar. La policía les había intervenido un walkie-talkie, cuarenta rollos de película virgen, dos cámaras de 35 milímetros, ganzúas, pequeñas pistolas de gas lacrimógeno del tamaño de una estilográfica y micrófonos y aparatos de escucha que parecían aptos para recoger y captar conversaciones por teléfono o que tuviesen lugar dentro de una habitación.

Uno de los hombres llevaba encima 814 dólares, otro 800, el tercero 234, el cuarto 215 y el último 230, había dictado Lewis por teléfono, la mayor parte del dinero en billetes de cien dólares con numeración correlativa... Parecían conocer el terreno, al menos uno de ellos tenía que estar familiarizado con él. Habían reservado habitaciones en el segundo y el tercer piso del hotel. Aquella noche cenaron en el restaurante unas buenas langostas, todos juntos en la misma mesa. Uno de ellos vestía un traje comprado en Raleigh. Otro, una americana con un escudo en el bolsillo del pañuelo.

Woodward se enteró por Lewis de que los sospechosos iban a comparecer ante el juez aquella tarde para una audiencia preliminar. Y decidió asistir a ella.

Woodward ya había estado con anterioridad en el edificio de la audiencia. El procedimiento seguido en esas diligencias previas estaba rígidamente regulado por la ley; era un sistema institucionalizado dentro del estilo de la justicia local. Una breve comparecencia ante el juez en la cual se fijaba la fianza que debían pagar los chulos, las prostitutas y demás gentes de mal vivir detenidos durante la noche... Y, ese día, los cinco hombres arrestados en el Watergate.

Un grupo de letrados —conocidos como «los abogados de la calle 5», debido a la ubicación de la audiencia y de sus oficinas, situadas enfrente— vagaba por los pasillos, como era su costumbre, en espera de que el estado los nombrara defensores de oficio, es decir, pagados por el contribuyente para defender a los criminales sin recursos. Dos de los abogados que habitualmente estaban por allí —uno de ellos un tipo esquelético y alto, enfundado en un gastado traje de ese género brillante conocido como piel de tiburón, y el otro un hombre obeso, de mediana edad, que ya había sido amonestado en cierta ocasión por tratar de buscar clientes en el bloque de celdas para detenidos del piso bajo de la audiencia— paseaban rumiando su fracaso profesional. En un principio habían sido designados para representar de oficio a los cinco acusados del Watergate, pero después les habían informado de que los cinco detenidos tenían su propio abogado, cosa poco corriente.

Woodward entró en la sala de la audiencia. En una de las filas de asientos, en el centro, estaba sentado un hombre joven con el pelo largo y bien cuidado, cortado a la moda, vestido con un traje caro y distinguido, de anchas solapas. Mantenía la barbilla alzada agresivamente mientras sus ojos recorrían la sala como quien se encuentra en un lugar que no le resulta familiar.

Woodward se sentó a su lado y le preguntó si se encontraba allí a causa de los detenidos del hotel Watergate.

—Tal vez —le respondió el desconocido—. Yo no soy el abogado designado oficialmente. Actúo, más bien, por interés particular.

Se llamaba Douglas Caddy y le presentó al hombre que estaba a su lado, de aspecto anémico, que resultó ser el asesor legal de los detenidos. Se llamaba Joseph Rafferty, Jr. Daba la impresión de que le habían sacado de la cama de forma imprevista; no parecía haberse lavado ni afeitado y la luz le lastimaba los ojos. Los abogados entraron y salieron de la sala en varias ocasiones. Finalmente, Woodward volvió a encontrarse a Rafferty en uno de los pasillos del Palacio de Justicia y consiguió el nombre y la dirección de los cinco sospechosos. Cuatro de ellos procedían de Miami. Tres eran de origen cubano.

Caddy no quiso hablar.

—Por favor —dijo a Woodward—, no se lo tome usted como algo personal. Sería una equivocación que lo interpretara así. Lo cierto es que no tengo nada que decirle.

Woodward pidió a Caddy detalles sobre sus clientes.

—No son mis clientes —dijo.

—Pero ¿usted es abogado? —preguntó Woodward.

—No puedo hablar con usted.

Caddy regresó a la sala. Woodward lo siguió.

—Por favor —insistió el abogado—, no tengo nada que decirle.

Woodward, sin embargo, le preguntó si creía que los cinco hombres estarían en condiciones de pagar la fianza.

Después de negarse a responder varias veces, y ante la insistencia de Woodward, Caddy le dijo brevemente que todos ellos trabajaban en empleos fijos y tenían familia, hechos estos que el juez debía tener en cuenta a la hora de dictaminar su libertad bajo fianza. Y volvió a salir al pasillo.

Woodward lo siguió.

—Dígame algo sobre usted. ¿Cómo ha llegado a verse involucrado en el caso?

—No lo estoy.

—¿Por qué está usted aquí?

—Mire —cedió por fin Caddy—; conozco a uno de los acusados. Me lo presentaron en una reunión de sociedad.

—¿Dónde?

—En la capital. Se trataba de un cóctel en el Club del Ejército y la Marina. Tuvimos una agradable conversación. Eso es todo lo que puedo decirle...

—Pero ¿qué tiene usted que ver en este caso?

Caddy dio la vuelta y entró de nuevo en la sala de la audiencia. Al cabo de media hora volvió a salir.

Woodward le preguntó de nuevo por qué estaba allí, interviniendo en el asunto.

En esa ocasión Caddy se mostró algo más explícito y le dijo que le habían telefoneado poco antes de las tres de la mañana. Al otro lado de la línea estaba la esposa de Barker.

—Me dijo que su marido le había pedido que me telefoneara en caso de que no hubiera vuelto a casa a las tres de la madrugada, pues eso podía significar que se encontraba en dificultades.

Caddy añadió que el motivo de la llamada debía de ser que él era el único abogado que Barker conocía en Washington, y se negó a escuchar más preguntas. Comentó que tal vez ya había hablado demasiado.

A las tres y media de la tarde los cinco sospechosos, todavía con sus ropas oscuras pero sin corbatas ni cinturones, fueron conducidos por el alguacil a la sala de la audiencia. Se sentaron silenciosos en un banco y fijaron sus ojos en el estrado del magistrado, mientras mantenían las manos cruzadas. Parecían nerviosos, preocupados y respetuosos.

Earl Silben, el fiscal, se levantó cuando el escribiente anunció que se iba a tratar su caso. Delgado, escurridizo y astuto, con aspecto de búho debido a sus lentes de gruesa montura de concha, era conocido con el sobrenombre de Earl the Pearl entre los asiduos de la calle 5, debido a su preferencia por los gestos dramáticos y a su hablar florido y grandilocuente ante el tribunal. Arguyó que los cinco sospechosos no debían ser puestos en libertad bajo fianza. Habían dado nombres falsos y se habían negado a cooperar con la policía, además de poseer en total «2.300 dólares en efectivo y un claro propósito de viajar al extranjero». Habían sido detenidos cuando iban a llevar a cabo un «escalo profesional con violación de morada» y con «intención clandestina». Silben subrayó e hizo hincapié en la palabra «clandestina».

El juez preguntó a los sospechosos cuáles eran sus profesiones. Uno de ellos dijo, levantándose, que eran «anticomunistas» y los demás hicieron gestos de asentimiento confirmando la declaración de su compañero. El juez, que estaba acostumbrado a oír mencionar las más extrañas profesiones, las descripciones menos convencionales de ocupaciones raras, no pudo por menos que sentirse perplejo. El más alto de los sospechosos, que había dicho llamarse James W. McCord Jr., fue interpelado por el juez, que le pidió que se acercase al estrado. Estaba medio calvo, tenía la nariz grande y plana, la mandíbula cuadrada, dientes perfectos y una expresión benigna que contrastaba incongruentemente con sus duras facciones.

El juez le preguntó a qué se dedicaba.

—Consejero de seguridad.

El juez le preguntó dónde ejercía su oficio.

McCord respondió con voz suave que hacía poco que se había retirado del servicio del gobierno. En ese momento, Woodward se cambió a la primera fila y se inclinó hacia delante, interesado.

—¿En qué servicio del gobierno? —insistió el juez.

—La CIA —respondió McCord casi en un susurro.

El juez vaciló ligeramente.

«¡Mierda! —pensó casi en voz alta Woodward—. La CIA

Tomó un taxi, regresó a la redacción e informó sobre la declaración de McCord. Ocho reporteros, siguiendo las instrucciones de Alfred E. Lewis, estaban ya trabajando en la historia y dándole consistencia y unidad. A las seis y media de la tarde llegó el momento crucial, cuando Howard Simons, el director del Post, se presentó en el despacho del redactor jefe local, en la parte sur de la sala de redacción.

—¡Es una historia sensacional...! —le dijo al redactor jefe local, Barry Sussman, y ordenó que se publicara en la primera página de la edición del domingo.

El primer párrafo de la noticia decía así:

Cinco hombres, uno de los cuales afirma ser exmiembro de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), fueron detenidos ayer a las dos y media de la madrugada cuando intentaban llevar a cabo lo que las autoridades han descrito como un plan bien elaborado para colocar aparatos de escucha en las oficinas del Comité Nacional del Partido Demócrata en esta ciudad.

Mientras tanto ya se había anunciado que un gran jurado federal realizaría una investigación del asunto. Sin embargo, en opinión de Simons, quedaban todavía muchos factores desconocidos del caso que podían hacer de él una noticia de primera página.

—Puede tratarse de un grupo de cubanos chiflados —dijo.

Sin embargo, la idea de que el intento de allanar las oficinas pudiera ser, de un modo u otro, obra de los republicanos, parecía totalmente improbable. El 17 de junio de 1972, menos de un mes antes de la Convención Demócrata, el presidente llevaba una ventaja a todos los candidatos anunciados por los demócratas de no menos de 19 puntos. La visión de Nixon de un resurgir de la mayoría republicana que podría dominar el último cuarto de siglo, como los demócratas habían dominado en las dos generaciones anteriores, parecía posible. Cuando la brutal sesión primaria se acercaba a su fin, el Partido Demócra-ta aparecía totalmente dividido. El senador George McGovern, de Dakota del Sur —a quien tanto los políticos profesionales de la Casa Blanca como los del Partido Demócrata consideraban el más débil de los posibles oponentes de Nixon en las elecciones— se estaba perfilando como el candidato favorito de los demócratas para la presidencia de la nación.

El reportaje del Post decía así: «No hay explicación inmediata de por qué los cinco sospechosos deseaban someter las oficinas del Comité Nacional Demócrata a ese espionaje y escucha, y tampoco si están trabajando para otras personas privadas u organizaciones».

Bernstein escribió otro informe sobre los sospechosos para el diario del domingo. Cuatro de ellos procedían de Miami: Bernard L. Barker, Frank A. Sturgis, Virgilio R. González y Eugenio R. Martínez. Había telefoneado a un reportero del Miami Herald y había conseguido una lista muy extensa de los líderes cubanos exiliados. Otro reportero del Post, que asistía a una reunión de prensa del presidente en Cayo Vizcaíno, fue enviado a investigar en el seno de la comunidad cubana en Miami. Los cuatro detenidos de Miami eran sospechosos de haberse inflitrado en actividades anticastristas y se decía que tenían contactos y conexiones con la CIA. («Yo nunca llegué a saber si mi marido trabajaba para la CIA o no —le dijo la señora Barker a Bernstein—. Los maridos no suelen decir a su mujeres esas cosas.»)

Sturgis, un mercenario norteamericano, el único no cubano entre ellos, había estado reclutando cubanos militantes para manifestarse en el transcurso de la Convención Nacional del Partido Demócrata, según decían varias personas. Un líder cubano exiliado le dijo a Bernstein que Sturgis y otros, a los que describió como «antiguos miembros de la CIA», habían intentado conseguir provocadores pagados para combatir en las calles a los manifestantes demócratas antibelicistas durante las convenciones políticas nacionales.

Ese sábado Woodward dejó la redacción a eso de las ocho de la tarde. Sabía que debía haberse quedado más tiempo y tratado de localizar a James McCord. Ni siquiera había comprobado el listín telefónico local para ver si había un tal James McCord residente en Washington o en sus suburbios.

El equipo nacional del Washington Post raramente elabora reportajes sobre asuntos criminales o policíacos. No obstante, a petición de Sussman, tanto Woodward como Bernstein regresaron a la redacción a la mañana siguiente, un soleado domingo 18 de junio, para continuar con su trabajo. Una noticia en el teletipo de la Associated Press les hizo ver con claridad y embarazo que McCord habría debido merecer mayor interés e investigación por su parte. De acuerdo con los archivos del gobierno, James McCord era el coordinador de seguridad del Comité para la Reelección del Presidente (CRP).

Los dos periodistas, en medio de la redacción, se miraron. «¿Qué crees que significa esto?», preguntó Woodward. Bernstein no lo sabía.

En Los Ángeles, John Mitchell, el exfiscal general de Estados Unidos y director de la campaña presidencial, hizo una declaración:

La persona implicada es el propietario de una agencia privada de seguridad que nuestro Comité contrató hace unos meses para ayudarnos en la instalación de nuestro sistema de seguridad. Como ya estábamos informados, esa persona tiene un buen número de intereses, negocios y clientes, y nosotros no tenemos el menor conocimiento de esas relaciones. Deseamos subrayar que ni ese hombre ni los otros implicados estaban actuando por encargo nuestro ni con nuestro consentimiento. En nuestra campaña, o en el proceso electoral, no hay lugar para ese tipo de actividad y nosotros no permitiríamos ni perdonaríamos algo semejante.

En Washington, el presidente nacional del Partido Demócrata, Lawren-ce F. O’Brien, dijo que el allanamiento ponía sobre el tapete «el más horrible cuestionamiento sobre la integridad del procedimiento político con la que me he encontrado en veinticinco años de actividad política. Una simple declaración de inocencia hecha por el jefe de la campaña de Nixon, John Mitchell, no basta para disipar las dudas».

Los servicios telegráficos que habían distribuido las declaraciones de Mitchell y O’Brien podían ser considerados difusores de las versiones oficiales de los políticos nacionales. Los reporteros creyeron conveniente dedicar su atención a los autores del allanamiento.

En el listín telefónico figuraba la agencia de seguridad privada dirigida por McCord. No hubo respuesta. Entonces consultaron el listín callejero. Tampoco obtuvieron respuesta, ni en la casa particular de McCord ni en sus oficinas. La dirección de McCord Asociados, en el número 414 de Hungerford Drive, Rockville, Maryland, era un extenso edificio de oficinas y el listín telefónico de Rockville tenía los números de los inquilinos. Los dos periodistas se repartieron los nombres de todos ellos y empezaron a llamarlos uno por uno a sus casas. Un abogado se acordaba de una jovencita que había trabajado por horas para él, el verano anterior, y que conocía a McCord, o tal vez era el padre de la muchacha quien le conocía. No lo recordaba bien. El abogado solo se acordaba del apellido de la muchacha: Westall, o algo por el estilo. Tuvieron que ponerse en contacto con cinco personas de ese apellido antes de que, finalmente, Woodward diera con Harlan A. Westrell, quien dijo conocer a McCord.

Westrell, que obviamente no había leído los periódicos, se preguntó con sorpresa cuáles eran las razones por las que Woodward se interesaba por McCord. El periodista se limitó a comunicarle que estaba reuniendo material para un posible reportaje. Westrell se sintió halagado y facilitó bastante información sobre McCord, sus amigos y su pasado, y dio a Woodward algunos otros nombres a los que podía llamar.

Poco a poco fue surgiendo la imagen de McCord. Era natural de Panhandle, Texas; profundamente religioso, había sido miembro activo de la Primera Iglesia Baptista de Washington; tenía un hijo que era cadete en la Academia Militar de las Fuerzas Aéreas y una hija con discapacidad mental; había sido agente del FBI, oficial de la reserva; exjefe de seguridad física en la CIA; profesor en un curso sobre seguridad en el College Junior de Montgomery; un hombre de familia, extremadamente concienzudo y digno de confianza. Tranquilo y serio. La declaración de John Mitchell no concordaba con las ideas de los que conocían a McCord, quienes coincidían en afirmar que este estaba trabajando en exclusiva para el CRP.

Muchas de las personas interrogadas hicieron referencia a la integridad de McCord, a su carácter «firme como una roca». Y había algo más: Westrell y otras tres personas describieron a McCord como un consumado «hombre del gobierno», poco dado a actuar por iniciativa propia, respetuoso con las jerarquías en lo que a las órdenes se refiere y obediente a estas sin preguntar sus motivos.

Woodward mecanografió los tres primeros párrafos de una historia en la que se describía a uno de los implicados en el allanamiento del Watergate como «coordinador de los servicios de seguridad a sueldo del CRP», y se los pasó a uno de los redactores de información local. Un minuto más tarde, Bernstein estaba mirando por encima de los hombros del redactor lo que Woodward le había entregado. Woodward se dio cuenta de ello. Después Bernstein regresó a su mesa con la primera página de su reportaje y pronto se le vio dándole de nuevo a la máquina de escribir. Mientras tanto, Woodward había terminado su segunda página y se la pasaba al redactor jefe. Bernstein se interesó de nuevo por lo escrito y después volvió a su máquina. Woodward decidió que lo mejor que podía hacer era enterarse de lo que estaba sucediendo.

Bernstein estaba escribiendo el reportaje de nuevo, con todos los datos. Woodward leyó la nueva versión. Era mejor.

Esa noche, Woodward se dirigió en coche al domicilio de McCord, una casa grande de ladrillo de dos pisos típicamente suburbana situada en un callejón sin salida no lejos de la 70-S, la carretera que atraviesa Rockville. Las luces de la casa estaban encendidas, pero nadie respondió a sus llamadas.

Después de la medianoche, Woodward recibió en su casa una llamada telefónica de Eugene Bachinski, el reportero del Post de servicio regular nocturno en la policía. El trabajo de reportero de sucesos en la jefatura de policía durante la noche estaba considerado como el peor de todo el periódico. El horario de trabajo era malo: desde las seis y media de la tarde hasta las dos y media de la madrugada. Pero Bachinski, un hombre alto, barbudo y tranquilo, parecía satisfecho, como si le gustara ese trabajo o, al menos, le gustaran los policías. Había llegado a conocer a fondo a algunos, tenía algún que otro encuentro social privado con ellos y se movía en ese ambiente con facilidad, acompañando en sus distintas rondas nocturnas a los diversos servicios y patrullas de la jefatura: homicidio, orden público, vicio (llamada elocuentemente la División de la Moral), drogas, servicio de inteligencia, sexo, fraude, robos... es decir, todo el catálogo de la delincuencia de una gran ciudad a ojos de un policía.

Bachinski se había enterado de algo por una de sus fuentes informativas en la policía. Dos agendas de direcciones, pertenecientes a dos de los hombres detenidos en el interior del Watergate, contenían el nombre y el número de teléfono de Howard E. Hunt, con las breves anotaciones «W House» y «WH». Woodward se sentó en una de sus sillas de madera, junto al teléfono, y consultó el listín telefónico. Halló el nombre de E. Howard Hunt Jr., en Potomac, Maryland, uno de los distritos suburbanos de Montgomery County. Llamó. No obtuvo respuesta.

En la redacción, a la mañana siguiente, Woodward hizo una lista de las cosas que tenía que hacer por orden de preferencia. Uno de los vecinos de McCord le había dicho que había visto a este con el uniforme de oficial de las Fuerzas Aéreas, añadiendo que era teniente coronel en la reserva de dichas fuerzas. Tuvo que hacer media docena de llamadas al Pentágono hasta que un oficial encargado del servicio de personal le informó de que James McCord era teniente coronel de una unidad especial de la reserva destinada en Washington y agregada a la Oficina de Prevención de Emergencias. El oficial le leyó la lista de componentes de dicha unidad, que contenía solo quince nombres. Woodward comenzó a llamarlos. A la cuarta llamada dio con un tal Philip Jones, un soldado movilizado, que le dijo de modo casual, sin darle importancia, que la misión de esa unidad era conseguir listas de los individuos sospechosos de radicalismo y ayudar a desarrollar planes de urgencia para la censura de los medios de información y el correo de Estados Unidos en caso de guerra.

Woodward hizo otra llamada a James Grimm, cuyo nombre y teléfono en Miami, según le había dicho Bachinski, figuraba en la agenda de direcciones de Eugenio Martínez. El señor Grimm se identificó como funcionario del servicio de alojamiento en la Universidad de Miami y le dijo que el señor Martínez se había puesto en contacto con él, hacía unas dos semanas, para preguntarle si podía encontrar alojamiento en la universidad para tres mil jóvenes republicanos durante la convención nacional del partido en agosto. Woodward llamó al cuartel general del CRP y a varios funcionarios del partido que trabajaban en la preparación de la convención en Washington y Miami. Todos ellos dijeron que jamás habían oído hablar de Martínez y menos aún de sus planes de utilizar la universidad para alojar a los jóvenes republicanos.

Pero la prioridad ese lunes era Hunt. Los objetos de los sospechosos de Miami estaban registrados en una relación confidencial, un inventario de la policía que Bachinski había obtenido. En la lista figuraban dos «trozos de papel amarillo rayado», uno dirigido a un «Querido amigo señor Howard» y el otro a un «Querido señor H. H.», así como un sobre que no había sido enviado por correo y que contenía un cheque personal firmado por Hunt de 6,36 dólares, pagadero al Lakewood Country Club en Rockville, junto con una factura por el mismo importe.

Woodward llamó a un viejo amigo que le facilitaba información de vez en cuando y que trabajaba para el gobierno federal y al que no le gustaba que lo llamasen a su oficina. Su amigo le dijo que el allanamiento se estaba convirtiendo en un «hierro al rojo vivo», pero no quiso darle más explicaciones y cortó.

Eran aproximadamente las tres de la tarde cuando los redactores jefes responsables de las distintas secciones del Washington Post presentaron la lista y «el nuevo presupuesto» de los reportajes y demás colaboradores que esperaban para el periódico del día siguiente. Woodward, a quien se había asignado la misión de escribir para el martes el reportaje sobre el Caso Watergate, tomó el teléfono y marcó el 4561414, el número de la Casa Blanca. Preguntó por Howard Hunt. La encargada de la centralita conectó con una extensión determinada. No hubo respuesta. Woodward estaba a punto de colgar cuando la operadora volvió a la línea.

—Hay otro lugar en el que puede estar —dijo—. En la oficina del señor Colson.

—El señor Hunt no está aquí en estos momentos —le dijo a Woodward la secretaria de Colson, y le dio el número de teléfono de una firma de relaciones públicas en Washington, Robert R. Mullen y Compañía, donde, según dijo, el señor Hunt trabajaba como redactor.

Woodward cruzó la sección de información nacional hasta el extremo este y preguntó a uno de los redactores de información política nacional quién era Colson. J. D. Alexander, el redactor en cuestión, un individuo serio y reflexivo, entre los treinta y los cuarenta años, con una espesa barba, se echó a reír. Según dijo, Charles W. Colson era un consejero especial del presidente de Estados Unidos, el «hombre duro» de la Casa Blanca.

Woodward volvió a llamar a la Casa Blanca y le preguntó a uno de los empleados de la sección de personal si Howard Hunt estaba en nómina. La empleada le dijo que consultaría los ficheros. Pocos momentos después le informó de que Howard Hunt era un consejero que trabajaba al servicio de Colson.

Woodward volvió a llamar a Mullen, la empresa de relaciones públicas, y preguntó por Howard Hunt.

—Howard Hunt al aparato —dijo la voz.

Woodward se identificó.

—¿Sí? ¿Qué desea? —La voz de Hunt sonaba impaciente.

Woodward le preguntó por qué razón su nombre y su número de teléfono figuraban en la agenda de direcciones de dos de los detenidos en el Watergate.

—¡Dios mío...! —no pudo evitar exclamar Hunt, que enseguida se controló y añadió rápidamente—: Como el asunto está sometido a investigación judicial, no puedo hacer ningún comentario. —Y colgó el teléfono.

Woodward pensó que con todo lo que sabía había suficiente para escribir su historia. Era cierto que el nombre y el teléfono de cualquiera podían estar en una agenda de direcciones, pero la cuenta del club de campo y el cheque parecían ser una prueba adicional de que Hunt estaba, o había estado, en contacto con los sospechosos. Pero ¿cuál era su conexión? Titular su reportaje «Un consejero de la Casa Blanca relacionado con los sospechosos de espionaje telefónico» podía ser un grave error, poco limpio con respecto a Hunt y engañoso para el lector.

Woodward llamó a Ken W. Clawson, el subdirector de los servicios de comunicaciones de la Casa Blanca, que había sido periodista del Washington Post hasta el mes de enero anterior. Le dijo lo de las agendas y lo que sabía del inventario de la policía, para después preguntarle cuáles eran los deberes de Hunt en la Casa Blanca. Clawson le respondió que lo averiguaría.

Una hora más tarde Clawson lo llamó y le dijo que Hunt había trabajado como consejero de la Casa Blanca en la clasificación de los llamados Papeles del Pentágono y, más recientemente, en un proyecto de los servicios especiales sobre narcóticos. La última vez que Hunt había cobrado de la Casa Blanca como consejero había sido el 29 de marzo. Desde entonces no había hecho ningún otro trabajo para la Casa Blanca.

—Me he ocupado del asunto muy a fondo —le dijo—. Y estoy convencido de que ni Colson ni nadie en la Casa Blanca tiene el menor conocimiento ni participación en ese deplorable incidente del Comité Nacional Demócrata.

Era un comentario que nadie le había pedido.

Woodward telefoneó a Robert F. Bennett, presidente de la compañía de relaciones públicas Mullen, y pidió informes de Hunt. Bennett, hijo del senador republicano Wallace F. Bennett, del estado de Utah, dijo:

—Creo que no es ningún secreto que Hunt estuvo en la CIA.

Pero para Woodward sí que había sido un secreto. Después llamó a la CIA, donde un portavoz le dijo que Hunt había pertenecido a la agencia de 1949 a 1970.

Realmente Woodward no sabía qué pensar. Hizo otra llamada a su amigo en el gobierno y le pidió consejo. Su amigo parecía nervioso. Partiendo de la base de sus conocimientos, le dijo a Woodward que el FBI consideraba a Hunt como uno de los primeros sospechosos en la investigación sobre el asunto Watergate y que tenía para ello varias razones, además de las anotaciones de las dos agendas de los detenidos y su cheque. Pero le dijo a Woodward que no empleara estas revelaciones en el reportaje, pues se trataba de información confidencial obtenida en los ficheros. Sin embargo, su amigo consideraba que no habría nada censurable ni sería juego sucio escribir un reportaje mencionando lo de las agendas y las conexiones existentes a través del club de campo. Naturalmente esta recomendación tampoco debía ser mencionada en letra impresa.

Barry Sussman, el redactor jefe de la sección local, estaba intrigado. Inspeccionó en los archivos del Post hasta dar con la carpeta de Colson y se encontró con que en el mes de febrero se había publicado un reportaje donde, basándose en una información de fuente anónima, se describía a Colson como «una de las eminencias grises... un hombre osado, uno de esos tipos dispuestos a poner las cosas en orden cuando se salen de madre y a hacer el trabajo sucio cuando las circunstancias así lo requieren». El artículo de Woodward sobre Hunt, al que identificaba como consejero de Colson, incluía la anotación de que la información procedía de datos ofrecidos por «Ken W. Clawson, un funcionario de la Casa Blanca que, hasta fecha bastante reciente, había sido reportero del Washington Post».

Así, el reportaje fue titulado: «Consejero de la Casa Blanca relacionado con los sospechosos de espionaje telefónico».

Esa mañana, en la Casa Blanca de Florida, en Cayo Vizcaíno, el secretario de prensa del presidente, Ronald L. Ziegler, respondió con brevedad a una pregunta que se le hizo sobre el allanamiento del Watergate con la siguiente observación: «Ciertos elementos están tratando de extender el asunto mucho más allá de lo que verdaderamente merece». Ziegler describió el caso como «un intento de robo de tercera clase», que no merecía ningún otro comentario de la Casa Blanca.

Al día siguiente, el presidente del Partido Demócrata, O’Brien, presentó una demanda de un millón de dólares por daños contra el CRP. Mencionaba la potencial intervención de Colson en el allanamiento, y O’Brien destacó que los hechos, «tal y como se desarrollaban, señalaban una relación clara con la Casa Blanca». Y añadía: «Nos enteramos de ese intento de instalar aparatos de escucha en nuestras oficinas solo porque fue descubierto. ¿Cuántos otros intentos pueden haberse dado ya y quién estaba implicado en ellos? Creo que estamos a punto de ser testigos de la prueba definitiva de la esencia de esta administración, que tan piadosamente se declaró a sí misma dispuesta a establecer una nueva era de ley y orden, hace justamente cuatro años».

1. El cargo de fiscal general equivale al de ministro de Justicia. (N. del T.)

2. Grito nazi que puede traducirse como «¡salve, victoria!».